Un problema de fondo
M/ANUNCIACION: Ahora, antes de entrar en la anunciación, tenemos que detenernos
para formularnos una pregunta de fondo: ¿El encuentro de María y el ángel, tal y como lo
narra Lucas, es la narración de un hecho rigurosamente histórico o sólo la forma literaria de
expresar un hondo misterio teológico?
Es un hecho que los dos primeros capitulas de Lucas difieren claramente, tanto en su
contenido como en su estilo, de todo el resto de su evangelio. En ninguna otra página
encontramos, en tan corto periodo de tiempo, tantos milagros, tantos sueños, tanto ir y venir
de ángeles. Incluso el lenguaje es peculiar, lleno de semitismos, que hacen pensar a los
investigadores que el evangelista usó aquí una fuente distinta, quizá un texto preescrito por
otra persona.
Hasta la época más reciente, la piedad y la ciencia han coincidido en ver en estas
páginas una rigurosa narración histórica y aún hoy muchos exegetas siguen viéndolo así.
Pero incluso los teólogos que reconocen la rigurosa historicidad de lo que esos dos
primeros capítulos lucanos cuentan, están muy lejos de pensar que, por ejemplo, en la
página de la anunciación estemos ante una transcripción taquigráfica o magnetofónica de
una verdadera conversación entre María y el ángel. ¿Quién la habría transmitido, si sucedió
sin testigos? ¿Merece hoy valor la piadosa tradición que piensa que Lucas trabajó sobre los
recuerdos de María, que hubieran sido contados al evangelista por ella misma, único testigo
humano de la escena?
Los enemigos del cristianismo -e incluso algunos teólogos- descalifican estas escenas
como algo puramente legendario, inventado por Lucas para llenar el desconocido vacío de
los comienzos de la vida de Jesús, que, sin duda, querría conocer la piedad de los primeros
cristianos. Pero, hoy, la ciencia más seria se aleja tanto de un puro literalismo como de una
interpretación simplemente legendaria y acepta la historicidad fundamental de lo narrado en
esas páginas, aunque reconozca también que Lucas aportó una forma literaria a esas
páginas para expresar lo fundamental de su teología: la misteriosa encarnación de Jesús,
hecha por obra directa de Dios a través de María. Subrayan estos teólogos un dato
fundamental para entender esta escena: que esos dos capítulos son un tapiz trenzado con
hilos tomados del antiguo testamento como escribe McHugh. Efectivamente: La Iglesia
primitiva se puso a reexaminar el mensaje del antiguo testamento a la luz de la venida de
Cristo, a fin de descubrir y explicar el sentido profundo que se hallaba oculto en sus textos
proféticos. Así que es normal que describiera todo lo que rodea el nacimiento de Cristo a la
luz de los cinco elementos típicos que aparecen en varios relatos veterotestamentarios de
los nacimientos de los grandes personajes. Hay, de hecho, un esquema idéntico en el
nacimiento de Jesús y en los de Ismael, Isaac, Sansón y Samuel: aparición de un ángel que
anuncia; temor por parte de la madre; saludo en el que el ángel llama a la madre por su
nombre con un calificativo honorífico; mensaje en el que se le dice que concebirá y dará a
luz un hijo y se le explica qué nombre deberá ponerle; objeción por parte de la madre y
señal de que lo que se anuncia se cumplirá porque está decidido por Dios. Este es el
esquema literario que seguirá Lucas para confirmar que en Cristo se realiza lo tantas veces
anunciado en las Escrituras y para expresar, de un modo humano. lo inexpresable de esta
concepción.
Por ello tendremos que leer todo este relato a dos luces, sabiendo que es mucho más
importante su contenido teológico, expresión de una realidad histórica y no legendaria, que
su recubrimiento en los detalles, que ayudan a nuestro corazón y a nuestra fe a vivir ese
profundo misterio transmitido por las palabras de Lucas. Leámoslo así.
La narración de Lucas
Todo empezó con un ángel y una muchacha. El ángel se llamaba Gabriel. La muchacha
María. Ella tenía sólo catorce años. El no tenía edad. Y los dos estaban desconcertados.
Ella porque no acababa de entender lo que estaba ocurriendo. El, porque entendía muy
bien que con sus palabras estaba empujando el quicio de la historia y que allí, entre ellos,
estaba ocurriendo algo que él mismo apenas se abrevia a soñar.
La escena ocurría en Nazaret, ciento cincuenta kilómetros al norte de Jerusalén.
Nazaret es hoy una hermosa ciudad de 30.000 habitantes. Recuerdo aún sus casas
blancas, tendidas al sol sobre la falda de la montaña, alternadas con las lanzas de cientos
de cipreses y rodeada por verdes campos cubiertos de olivos e higueras.
NAZARET/MALA-FAMA: Hace dos mil años los campos eran más secos y la hermosa
ciudad de hoy no existía. Se diría que Dios hubiera elegido un pobre telón de fondo para la
gran escena. Nazaret era sólo un poblacho escondido en la hondonada, sin más salida que
la que, por una estrecha garganta, conduce a la bella planicie de Esdrelón. Un poblacho del
que nada sabríamos si en él no se hubieran encontrado este ángel y esta muchacha. El
antiguo testamento ni siquiera menciona su nombre. Tampoco aparece en Flavio
Josefo, ni
en el Talmud. ¿Qué habría que decir de aquellas cincuenta casas agrupadas en torno a
una fuente y cuya única razón de existir era la de servir de descanso y alimento a las
caravanas que cruzaban hacia el norte y buscaban agua para sus cabalgaduras. ¿De
Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1, 46), preguntará un personaje evangélico cuando
alguien pronuncie, años después, ese nombre. Las riñas y trifulcas -tan frecuentes en los
pozos donde se juntan caravanas y extraños- era lo único que la fama unía al nombre de
Nazaret. Y no tenían mejor fama las mujeres del pueblo: A quien Dios castiga -rezaba un
adagio de la época- le da por mujer una nazaretana.
Y una nazaretana era la que, temblorosa, se encontrará hoy con un ángel
resplandeciente de blanco. La tradición oriental coloca la escena en la fuente del pueblo; en
aquella -que aún hoy se llama «de la Virgen»- a la que iban todas las mujeres de la aldea,
llevando sobre la cabeza -tumbado a la ida, enhiesto al regreso- un cántaro de arcilla negra
con reflejos azules. En aquel camino se habría encontrado María con el apuesto muchacho
-los pintores orientales aún lo pintan así- que le dirigiría las más bellas palabras que se han
dicho jamás.
Pero el texto evangélico nos dice que el ángel "entró» a donde estaba ella. Podemos,
pues, pensar que fue en la casa, si es que se podían llamar «casas» aquellas covachas
semitroglodíticas.
A los poetas y pintores no les gusta este decorado. Desde la galería esbelta -dirá Juan
Ramón Jiménez- se veía el jardín. Leonardo situará la escena en un bello jardín florentino,
tierno de cipreses. Fray Angélico elegirá un pórtico junto a un trozo de jardín directamente
robado del paraíso. Pero ni galería, ni jardín, ni pórtico. Dios no es tan exquisito... La
«casa» de María debía ser tal y como hoy nos muestran las excavaciones arqueológicas:
medio gruta, medio casa, habitación compartida probablemente con el establo de las
bestias; sin más decoración que las paredes desnudas de la piedra y el adobe; sin otro
mobiliario que las esterillas que cubrían el suelo de tierra batida; sin reclinatorios, porque no
se conocían; sin sillas, porque sólo los ricos las poseían. Sin otra riqueza que las manos
blancas de la muchacha, sin otra luz que el fulgor de los vestidos angélicos,
relampagueantes en la oscuridad de la casa sin ventanas. No hubo otra luz. No se cubrió la
tierra de luz alborozada (como escribe poéticamente Rosales, con ese afán, tan humano,
de «ayudar» a Dios a hacer «bien» las cosas). No florecieron de repente los lirios ni las
campanillas. Sólo fue eso: un ángel y una muchacha que se encontraron en este
desconocido suburbio del mundo, en la limpia pobreza de un Dios que sabe que el prodigio
no necesita decorados ni focos.
El ángel se llamaba Gabriel
Lo más sorprendente de la venida del ángel es que María no se sorprendiera al verle.
Se turbó de sus palabras, no de su presencia. Reconoció, incluso, que era un ángel, a
pesar de su apariencia humana y aunque él no dio la menor explicación.
Su mundo no era el nuestro. El hombre de hoy tan inundado de televisores, de coches y
frigoríficos mal puede entender la presencia de un ángel. Eso -piensa- está bien para los
libros de estampas de los niños, no para la realidad nuestra de cada día.
El universo religioso de María era distinto. Un ángel no era para ella una fábula, sino
algo misterioso, sí, pero posible. Algo que podía resultar tan cotidiano como un jarrón y tan
verosímil como una flor brotando en un jardín. El antiguo testamento -el alimento de su
alma- está lleno de ángeles. La existencia de ángeles y arcángeles -dirá san Gregorio
Magno- la testifican casi todas las páginas de la sagrada Escritura. A María pudo
asombrarle el que se le apareciera a ella, no el que se apareciera. Las páginas que oía leer
los sábados en la sinagoga hablaban de los ángeles sin redoble de tambores, con
«normalidad». Y con normalidad le recibió María.
En su apariencia era posiblemente sólo un bello muchacho. En el nuevo testamento
nunca se pinta a los ángeles con alas. Se les describe vestidos de túnicas «blancas»,
«resplandecientes», «brillantes». El ángel que encontraremos al lado del sepulcro tenía el
aspecto como el relámpago y sus vestiduras blancas como la nieve (Lc 24, 4). Así vería
María a Gabriel, con una mezcla de júbilo y temblor, mensajero de salvación a la vez que
deslumbrante y terrible.
Se llamaba Gabriel, dice el texto de Lucas. Sólo dos ángeles toman nombre en el nuevo
testamento y en los dos casos sus nombres son más descripciones de su misión que
simples apelativos: Miguel será resumen de la pregunta «¿Quién como Dios?»; Gabriel es
el «fuerte de Dios» o el «Dios se ha mostrado fuerte». La débil pequeñez de la muchacha y
la fortaleza de todo un Dios se encontraban así, como los dos polos de la más alta tensión.
Y el ángel («ángel» significa «mensajero») cumplió su misión, realizándose en palabras:
¡Alégrate, llena de gracia! ¡El Señor está contigo! (Lc 1, 26).
Si la presencia luminosa del ángel había llenado la pequeña habitación, aquella
bienvenida pareció llenarla mucho más. Nunca un ser humano había sido saludado con
palabras tan altas. Parecidas sí, iguales no.
Por eso «se turbó» la muchacha. No se había estremecido al ver al ángel, pero sí al
oírle decir aquellas cosas. Y no era temblor de los sentidos. Era algo más profundo: vértigo.
El evangelista puntualiza que la muchacha consideraba qué podía significar aquel saludo
(Lc/01/29). Reflexionaba, es decir: su cabeza no se había quedado en blanco, como
cuando nos sacude algo terrible. Daba vueltas en su mente a las palabras del ángel.
Estaba, por tanto, serena. Sólo que en aquel momento se le abría ante los ojos un paisaje
tan enorme que casi no se atrevía a mirarlo.
En la vida de todos los hombres -se ha escrito- hay un secreto. La mayoría muere sin
llegar a descubrirlo. Los más mueren, incluso, sin llegar a sospechar que ese secreto
exista. María conocía muy bien que dentro de ella había uno enorme. Y ahora el ángel
parecía querer dar la clave con que comprenderlo. Y la traía de repente, como un
relámpago que en una décima de segundo ilumina la noche. La mayoría de los que logran
descubrir su secreto lo hacen lentamente, excavando en sus almas. A María se le encendía
de repente, como una antorcha. Y todos sus trece años -tantas horas de sospechar una
llamada que no sabia para qué- se le pusieron en pie, como convocados. Y lo que el ángel
parecía anunciar era mucho más ancho de lo que jamás se hubiera atrevido a imaginar. Por
eso se turbó, aunque aún no comprendía.
Luego el ángel siguió como un consuelo: No temas. Dijo estas palabras como quien
pone la venda en una herida, pero sabiendo muy bien que la turbación de la niña era
justificada. Por eso prosiguió con el mensaje terrible a la vez que jubiloso: Has hallado
gracia delante de Dios. Mira, vas a concebir y dar a luz un hijo, a quien pondrás por
nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo. Dios, el Señor, le dará el
trono de su padre David; reinará en la casa de Jacob eternamente y su reino no tendrá fin
(Lc 1, 30-33).
Un silencio interminable
¿Cuánto duró el silencio que siguió a estas palabras? Tal vez décimas de segundo, tal
vez siglos. La hora era tan alta que quizá en ella no regía el tiempo, sino la eternidad.
Ciertamente para María aquel momento fue inacabable. Sintió que toda su vida se
concentraba y se organizaba como un rompecabezas. Empezaba a entender por qué aquel
doble deseo suyo de ser virgen y fecunda; vislumbraba por qué había esperado tanto y por
qué tenía tanto miedo a su esperanza. Empezaba a entenderlo, sólo «empezaba». Porque
aquel secreto suyo, al iluminarlo el ángel se abría sobre otro secreto y éste, a su vez, sobre
otro más profundo: como en una galería de espejos. Terminaría de entenderlo el día de la
resurrección, pero lo que ahora vislumbraba era ya tan enorme que la llenaba, al mismo
tiempo, de alegría y de temor. La llenaba, sobre todo, de preguntas.
Algo estaba claro, sin embargo: el ángel hablaba de un niño. De un niño que debía ser
concebido por ella. «¿Por... ella?» Su virginidad subió a la punta de su lengua. No porque
fuera una solterona puritana aterrada ante la idea de la maternidad. Al contrario: ser
fecunda en Dios era la parte mejor de su alma. Pero el camino para esa fecundidad era
demasiado misterioso para ella y sabia que aquel proyecto suyo de virginidad era lo mejor,
casi lo único, que ella habla puesto en las manos de Dios, como prueba de la plenitud de su
amor. Era esa plenitud lo que parecía estar en juego. No dudaba de la palabra del ángel,
era, simplemente, que no entendía. Si le pedían otra forma de amor, la darla; pero no quería
amar a ciegas.
Por eso preguntó, sin temblores, pero conmovida: ¿Cómo será eso, pues yo no conozco
varón? La pregunta era, a la vez, tímida y decidida. Incluía ya la aceptación de lo que el
ángel anunciaba, pero pedía un poco más de claridad sobre algo que, para ella, era muy
importante.
Y el ángel aclaró: El Espíritu santo velará sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con
su sombra. Por eso lo Santo que nacerá de ti, será llamado Hijo de Dios.
María habla pedido una aclaración; el ángel aportaba dos, no sólo respecto al modo en
que se realizaría aquel parto, sino también y, sobre todo, respecto a Quién seria el que iba
a nacer de modo tan extraordinario. ¿Quizá el ángel aportaba dos respuestas porque
comprendía que María había querido hacer dos preguntas y formulado sólo la menos
vertiginosa?
Porque en verdad María había empezado a entender: lo importante no era que en aquel
momento se aclarase el misterio de su vida; lo capital es que se aclaraba con un nuevo
misterio infinitamente más grande que su pequeña vida: en sus entrañas iba a nacer el
Esperado y, además, el Esperado era mucho más de lo que nunca ella y su pueblo se
habían atrevido a esperar.
Que la venida que el ángel anunciaba era la del Mesías no era muy difícil de entender.
El ángel había dado muchos datos: el Hijo del Altísimo, el que ocuparía el trono de su
padre David, el que reinaría eternamente. Todas estas frases eran familiares para la
muchacha. Las había oído y meditado miles de veces. Al oírlas vino, sin duda, a su mente
aquel pasaje de Isaías que los galileos conocían mejor que nadie porque en él se hablaba
expresamente de su despreciada comarca.
Cubrirá Dios de gloria el camino junto al mar, la región del otro lado del Jordán y la
Galilea de los gentiles. El pueblo que andaba entre tinieblas ve una gran luz.. Porque nos
ha nacido un niño y se nos ha dado un hijo; sobre sus hombros descansa el señorío, su
nombre: Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre de la eternidad, Príncipe de la paz. Su
dominio alcanzará lejos y la paz no tendrá fin. Se sentará en el trono de David y reinará en
su reino, a fin de afianzarlo y consolidarlo desde ahora hasta el fin de los siglos
(Is 9,
1-6).
Si, era de este niño de quien hablaba el ángel. E iba a nacer de sus entrañas. Y su fruto
seria llamado Hijo de Dios. ¿Cómo no sentir vértigo?
La hora de la hoguera
Ahora era el ángel quien esperaba en un nuevo segundo interminable. No era fácil
aceptar, ciertamente. El problema de cómo se realizaría el nacimiento había quedado
desbordado por aquellas terribles palabras que anunciaban qué seria aquel niño.
Tampoco María ahora comprendía. Aceptaba, si, aceptaba ya antes de responder, pero
lo que el ángel decía no podía terminar de entrar en su pequeña cabeza de criatura. Algo sí,
estaba ya claro: Dios estaba multiplicando su alma y pidiéndole que se la dejara multiplicar.
No era acercarse a la zarza ardiendo de Dios, era llevar la llamarada dentro.
Esto lo entendió muy bien: sus sueños de muchacha habían terminado. Aquel río
tranquilo en que veía reflejada su vida se convertía, de repente, en un torrente de
espumas... y de sangre. Sí, de sangre también. Ella lo sabia. No se puede entrar en la
hoguera sin ser carbonizado. Su pequeña vida había dejado de pertenecerle. Ahora sería
arrastrada por la catarata de Dios. El ángel apenas decía la mitad de la verdad: hablaba del
reinado de aquel niño. Pero ella sabía que ese reinado no se realizaría sin sangre. Volvía a
recordar las palabras del profeta: Yo soy un gusano, ya no soy un hombre; han taladrado
mis manos y mis pies; traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados
será conducido como oveja al matadero... (Is 53). Todo esto lo sabia. Sí, era ese espanto
lo que pedía el ángel. Que fuera, sí, madre del «hijo del Altísimo», pero también del «varón
de dolores».
Temblaba. ¿Cómo no iba a temblar? Tenia catorce años cuando empezó a hablar el
ángel. Y era ya una mujer cuando Gabriel concluyó su mensaje. Bebía años. Crecía.
Cuando una adolescente da a luz decimos: «Se ha hecho mujer». Así ella, en aquella
décima de segundo.
Y el ángel esperaba, temblando también. No porque dudase, sino porque entendía.
Un poeta -P.M. Casaldáliga- lo ha contado así:
Como si Dios tuviera que esperar un permiso...
Tu palabra seria la segunda palabra
y ella recrearla el mundo estropeado
como un juguete muerto que volviera a latir súbitamente.
De eso, sí, se trataba: del destino del mundo, pendiente, como de un hilo, de unos labios
de mujer.
Y en el mundo no sonaron campanas cuando ella abrió los labios. Pero, sin que nadie
se enterara, el «juguete muerto» comenzó a latir. Porque la muchacha-mujer dijo: He aquí
la esclava del Señor. Hágase en mi según tu palabra. Dijo «esclava» porque sabia que
desde aquel momento dejaba de pertenecerse. Dijo «hágase» porque «aquello» que
ocurrió en su seno sólo podía entenderse como una nueva creación.
No sabemos cómo se fue el ángel. No sabemos cómo quedó la muchacha. Sólo
sabemos que el mundo había cambiado. Fuera, no se abrieron las flores. Fuera, quienes
labraban la tierra siguieron trabajando sin que siquiera un olor les anunciase que algo había
ocurrido. Si en Roma el emperador hubiera consultado a su espejito mágico sobre si seguía
siendo el hombre más importante del mundo, nada le habría hecho sospechar que en la
otra punta del mundo la historia había girado. Sólo Dios, la muchacha y un ángel lo sabían.
Dios había empezado la prodigiosa aventura de ser hombre en el seno de una mujer.
A la altura del corazón
¿Fue todo así? ¿O sucedió todo en el interior de María? ¿Vio realmente a un ángel o la
llamada de Dios se produjo más misteriosamente aún, como siempre que habla desde el
interior de las conciencias? No lo sabremos nunca. Pero lo que sabemos es bastante: que
Dios eligió a esta muchacha para la tarea más alta que pudiera soñar un ser humano; que
no impuso su decisión, porque él no impone nunca; que ella asumió esa llamada desde una
fe oscura y luminosa; que ella aceptó con aquel corazón que tanto había esperado sin
saber aún qué; que el mismo Dios -sin obra de varón- hizo nacer en ella la semilla del que
seria Hijo de Dios viviente. ¿Qué importan, pues, los detalles? ¿Qué podría aportar un
ángel más o menos? Tal vez todo ocurrió a la altura del corazón. No hay altura mas
vertiginosa.
JOSE LUIS MARTIN
DESCALZO
VIDA Y MISTERIO DE JESUS DE NAZARET/1.Págs.
76-84
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