Víctor Codina
Reflexiones
sobre la evaluación de la mariología
Siempre ha existido una connaturalidad
entre fe cristiana y veneración a María, de modo que no es exagerado decir con
Pablo VI que la devoción a María es un elemento cualificador de la genuina
piedad de la Iglesia (1).
Una vez definidos los primeros dogmas trinitarios y cristológicos, cuando ya no había peligro de que el culto a María se confundiera con el culto pagano a las diosas madres (2), brotó espontáneamente en el pueblo cristiano la devoción a María. El Vaticano II aludiendo a la oración mariana más primitiva, el "Sub tuum praesidium", afirma que "desde los tiempos más antiguos la Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles acuden con sus súplicas en todos sus peligros y necesidades" (LG 66). Es conocida la expectación con la que el pueblo esperó en Efeso la definición del Concilio sobre la maternidad divina de María, y el atronador aplauso con el que la muchedumbre allí convocada recibió la proclamación de la Theotokos (cfr. LG 66).
Pero esta devoción mariana que durante los primeros siglos de la Iglesia fue creciendo de forma connatural y en estrecha conexión con el misterio de Cristo y de la Iglesia, en la edad media alcanzó en el occidente latino un extraordinario desarrollo.
A partir de los siglos XI y XII en Europa surgen por todas partes templos dedicados a María, himnos y cantos litúrgicos, nuevas devociones y advocaciones marianas (Inmaculada, Asunción, Coronación, maternidad espiritual ... ), se difunde el rezo del Ave María, del Angelus, del Rosario y de la Salve, se recopilan leyendas marianas llenas de milagros de Nuestra Señora, etc. (3).
Sin embargo, esta florescencia de la piedad mariana medieval no se puede separar de su contexto sociológico, político y eclesial contemporáneo. La devoción mariana medieval nace sobre todo como un movimiento de laicos, y coincide con la creciente clericalización de la Iglesia y con el cisma entre teología y espiritualidad. La Iglesia es en aquel tiempo una Iglesia feudal, tanto por sus posesiones, dominios y beneficios, como por la estructura de su gobierno: Abades, Obispos y Papa son auténticos señores feudales con poder temporal y espiritual. La Eucaristía y los sacramentos representan para el pueblo más un espectáculo masivo y extraordinario que una participación activa en la vida eclesial. Las diferencias económicas, sociales y culturales en la Iglesia y en la sociedad son cada vez mayores, y multitud de pobres invaden las nuevas ciudades en busca de trabajo. La teología pasa de simbólica a dialéctica, de bíblica a escolástica, de sapiencial a canónica. La separación de la Iglesia de Oriente endurece todavía más los rasgos juridicistas y centralistas de la Iglesia latina. En este clima de desconcierto y de hambre material y espiritual, surgen como reacción espontánea numerosos movimientos y corrientes populares que desean una vuelta al Evangelio, a una Iglesia más pobre y comunitaria, menos clerical, a una fe más encarnada y menos espiritualista, a una piedad menos sofisticada y más popular, a un cristianismo menos tremendista y más humano, a un mayor acercamiento entre Dios y los hombres, entre el cielo y la tierra. El culto a los santos y a los ángeles, las procesiones y peregrinaciones, y sobre todo la devoción a la humanidad de Jesús y María, son una reacción providencial a esta grave situación de lejanía y desamparo que el pueblo sufre. Como dirá Puebla: "Sin María el Evangelio se desencarna, se desfigura y se transforma en ideología, en racionalismo espiritual" (Puebla 301). A nadie podrá extrañar que en este contexto surjan exageraciones, herejías o sectas; esto no es más que la ganga impura de un rico venero espiritual (4).
Esta connaturalidad del pueblo pobre y oprimido con María no es casual. No queremos entrar aquí en cuestiones de psicología profunda ni en los estudios de Jung sobre los arquetipos que unen los símbolos del inconsciente con lo femenino ("pathos", mujer-María, pueblo) y los del consciente con to masculino ("logos", orden, jerarquía ... ) (5). Manteniéndonos en el terreno estrictamente teológico, es claro que el pueblo cristiano, con el sentido de la fe que le caracteriza (6), intuye que María no sólo es la gloriosa Nuestra Señora, sino que es la Madre de los hombres, la Abogada de los pobres, una mujer del pueblo que conoció, como el pueblo, el sufrimiento y la opresión. En la ternura de María el pueblo ha buscado siempre "el gran signo de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo", como Puebla ha expresado de forma realmente afortunada (Puebla 282). Frente a toda situación de injusticia inhumana y de miseria eclesial, María es una señal de esperanza. La devoción a María tiene mucho de tácita crítica profética a una sociedad y a una institución eclesial poderosa y alejada del pueblo.
Esto ha sido también verdad en la historia de América Latina: el cura Hidalgo en México, enarbolando la imagen de la Virgen de Guadalupe se lanzó a la independencia con un ejército de indígenas y de mestizos (7). Y en Cochabamba fue la imagen de María la que presidió la valiente resistencia de las heroínas cochabambinas ante los ejércitos españoles de la Colonia. Los ejemplos podrían multiplicarse. Pero bastan éstos para cerciorarnos de la verdad de la afirmación de Puebla sobre la pertenencia de María a la historia e identidad de los pueblos de América Latina (Puebla 283) y en especial, podemos añadir, en las circunstancias en que los pueblos se han visto en situación de peligro y opresión.
No podemos, sin embargo, negar que esta devoción popular a María, con su fuerte carga profética, ha sido muchas veces instrumentalizada para otros fines. No vamos a tratar ahora de las manipulaciones que los sectores ricos y poderosos han ejercido sobre la religiosidad popular y en concreto mariana, para reducirla muchas veces a una religiosidad alienante y a una resignación pasiva. Dentro de la misma Iglesia, la piedad mariana se ha convertido a menudo más en instrumento de apologética doctrinal y de conservación de la tradición eclesiástica, que en un momento concreto hacer de la mariología una contraseña doctrinal, una "tessera orthodoxiae"; pero toda postura meramente polémica y defensiva, a la larga, es empobrecedora.
Pongamos algunos ejemplos: la devoción mariana en todo el período postridentino ha tenido una fuerte impronta antiprotestante. La definición dogmática de la Inmaculada por Pío IX en 1854 formaba parte de un plan conjunto de defensa de la tradición y de lucha contra los errores modernos, cuyos siguientes eslabones fueron el Syllabus (1864) y el Vaticano I (1870). La mariología que en el siglo XX se independiza como tratado teológico autónomo, se orienta más en la línea de añadir nuevos privilegios a la corona de María que en la dirección de responder a las reales exigencias de la fe del pueblo. Si somos sinceros hemos de confesar que la mariología ha estado más atenta a sus aplicaciones a la moral individual, sobre todo sexual, que a sus implicaciones sociopolíticas y populares; y no raras veces se ha convertido más en instrumento de conservación que de renovación eclesial. La definición dogmática de la Asunción de María por Pío XII en 1950 recogía ciertamente la fe del pueblo, pero el contexto eclesial e histórico de la definición la acercan más a una eclesiología triunfalista que a los deseos e intuiciones del pueblo. El mismo hecho de que en la definición dogmática de la Asunción no se mencione la muerte de María (8), ¿no aleja un tanto el dogma de la Asunción de las inquietudes de un pueblo condenado siempre a una muerte prematura, que ve en la "dormición de María" una señal de consuelo y ternura "en la hora de nuestra muerte"? Se ha hablado y escrito sobre las dificultades que los dos últimos dogmas marianos han provocado en el campo ecuménico a ortodoxos, protestantes y anglicanos. Pero quizás se ha reflexionado poco sobre la distancia que media entre la mariología oficial y la religiosidad mariana popular, la cual acepta los contenidos de la fe de la Iglesia, pero desearía una mayor proximidad a sus problemas y vivencias.
El Vaticano II supone un enderezamiento de la mariología. El solo hecho de insertar el antiguo esquema acerca de María dentro de la constitución dogmática sobre la Iglesia (LG VIII) significa una nueva visión mariana, que supera los riesgos de una mariología autónoma e independiente. María se sitúa ahora dentro de la economía de salvación (LG 52 y 55-59) y en estrecha relación con la Iglesia de la que es tipo y modelo (LG 53, y 60-65; 68-69). Se ha ponderado, con razón, la riqueza y equilibrio de esta nueva visión mariológica que resitúa a María en el lugar que había tenido en la tradición primitiva (9). Sin embargo, el tema de la relación entre María y el pueblo de los pobres, no aparece explícita en los textos conciliares (10).
Todo esto no es casual. Si es verdad que María es el tipo de la Iglesia, como el mismo Vaticano II afirma, entonces, habrá siempre una estrecha relación entre el modelo de eclesiología y el modelo de mariología. A una Iglesia triunfalista como fue la de la llamada "época piana", a la que pertenecieron Pío IX v Pío XII, corresponderá una mariología triunfalista (11). El Vaticano II, a pesar de los deseos de Juan XXIII de elaborar una eclesiología de la "Iglesia de los pobres", no se puede decir honradamente que haya hecho de los pobres el rostro de la Iglesia conciliar. Lógicamente tampoco la mariología puede ser una mariología popular y sensible a los problemas de los pobres. El Vaticano II recoge lo mejor de la mariología europea de la época, por ejemplo la teología rahneriana sobre María "la perfecta redimida" o la de 0. Semmelroth sobre María tipo de Iglesia (12), pero se siente impotente ante la tarea de acercar de nuevo la mariología a los pobres y a la fe popular. Sus afirmaciones mariológicas, sumamente ricas y profundas a veces producen la impresión de excesivamente abstractas y frías, alejadas de la vida y del calor popular. El Vaticano II estaba más preocupado por dialogar con los protestantes y evitar los malentendidos de ciertos maximalismos (por ejemplo en torno al tema de la corredención e incluso de la mediación, que en dialogar con el pueblo sencillo y con su mariología popular.
Es ésta una nota característica que afecta no sólo a la mariología sino a todo el Vaticano II: su interlocutor es más el mundo moderado, técnico, secular y desarrollado, que el mundo oprimido, popular y no desarrollado (13). También la mariología europea del postconcilio discurre por estos caminos (14), y los interrogantes que desde el campo exegético se han suscitado sobre la virginidad de María contrastan con la naturalidad con que el pueblo sencillo admite este misterio. ¿Habremos de decir que el pueblo es ignorante y poco crítico, o tal vez pensar que se cumple aquí que el Padre oculta los misterios del Reino a los sabios y se los revela a los sencillos? (Lc 10, 21-26).
Nueva
perspectiva mariológica: desde los pobres
La Iglesia latinoamericana en Medellín (1968) optó por los pobres, por el
pueblo, por su liberación integral y por las comunidades eclesiales de base. La
Iglesia latinoamericana propuso encarnarse en las clases dominadas y subalternas
de la sociedad. Por esto aunque Medellín no hable de María (15), el solo hecho
de releer el Vaticano II desde América Latina y de esbozar una nueva imagen de
Iglesia, tendrá consecuencias en mariología: si existe, como hemos visto, una
estrecha relación entre María y la Iglesia, a una eclesiología liberadora
corresponderá una mariología liberadora. Esto aparece claramente en Puebla
(1979), donde la mariología adquiere una dimensión más cercana a los pobres y
al pueblo (16). Más que hacer un estudio analítico de Puebla, vamos a destacar
dos dimensiones significativas de esta nueva perspectiva.
María:
sacramento de la opción de Dios por los pobres
Puebla nos habla de María como "un gran signo, de rostro maternal y
misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo" (Puebla 282),
"Presencia sacramental de los rasgos maternales de Dios" (Puebla 291).
Ahora bien, esta misericordia maternal de Dios, de la que María es signo y
sacramento, no es otra que la ternura de Dios hacia los pobres a los que
defiende y ama (Puebla 1142, con citas de Mt 5,45 y St 2,5). María personifica
la opción preferencial de Dios por los pobres, el triunfo de Dios en lo débil,
la parcialidad de Dios hacia el que sufre, sobre todo hacia el que sufre la
injusticia del poderoso. María tipifica la forma de actuar de Dios en la
historia de salvación; simboliza la pedagogía divina revelada en la Escritura:
K. Barth ha resumido de forma lapidaria esta forma de actuar de Dios:
"En medio de los acontecimientos de la historia de Israel, Dios se inclina siempre de forma incondicional apasionada hacia el lado de los más miserables y sólo hacia este lado: siempre a favor de los oprimidos, siempre contra quienes poseen y defienden sus propios derechos, siempre a favor de aquéllos que han sido despojados y privados de los suyos" (17).
María se inscribe pues en una constante teológica de la historia de salvación: Abraham, hijo de idólatras (Jos 24,2) es escogido para ser padre de un gran pueblo de creyentes (Gén 12,1-3); Dios escucha el clamor del pueblo oprimido en Egipto y lo libera (Ex 3,7-9), mediante Moisés, un exiliado y forastero en tierra extraña (Ex 2,22; 3,11); elige al insignificante David (1 Sam 16,4-11) y rechaza a Saúl (1 Sam 15,10 s); personajes débiles y desconocidos como Gedeón (Jue 6-8), Débora (Jue 4-5), Judit (Jud), salvan al pueblo de la opresión; mujeres estériles y ancianas que sufren el oprobio de su infecundidad, conciben hijos que juegan un papel importante en la historia de Israel: Sara (Gén 15,3; 16,1; 18,20-15), Rebeca (Gén 25,21), Raquel (Gén 29,31), la mujer de Manuaj, madre de Sansón (Jue 13,2), Ana la madre de Samuel (1 Sam 1, 9 s), Isabel la madre del Bautista (Lc 1, 5 s), pues para Dios no hay nada imposible (Gén 18,14). Dios es el que libera a los exiliados y les prepara un camino sin lomas ni cerros (Is 40,3-5), es el que ha escogido un pueblo pequeño y es su auxilio (Is 41,8-10); es el que hace florecer el desierto y convierte la tierra seca en manantiales (Is 41, 17-20), el que alienta a los corazones humillados (Is 57, 15). Su Espíritu envía a anunciar la buena nueva a los humildes y la liberación a los desterrados (Is 61,1-3). A Dios se le estremece el corazón y se le conmueven las entrañas maternas ante Efraín (Os 11,8); él se compadece del pobre y del débil, mientras desprecia a los poderosos y autosatisfechos (Eclo 10,14-15; 1 Sam 2,7-8; Job 5, 11; Sal 34,11).
En este contexto bíblico de predilección divina por el pobre y el insignificante, en el que el pequeño e inseguro es exaltado y el rico es despreciado, se sitúa María: Dios escoge, como madre de su Hijo a una hija de Israel, una mujer del pueblo, pobre y desconocida; y para que aparezca más su misericordia y el poder de su Espíritu, no sólo es estéril sino virgen, pues para, Dios no hay nada imposible (Lc 1,37 cfr. Gén 18,14). Jesús, su Hijo, continuará esta trayectoria: nacido pobre, viene a evangelizar a los pobres (Lc 4,16) y se compadece de todos los que pasan hambre y están como rebaño sin pastor (Mc 6,34; 8,2). Esto precisamente le conducirá a ser rechazado por los poderosos de su tiempo y le llevará a la cruz.
Lucas ha puesto en labios de María, en breve síntesis, esta forma de proceder de Dios:
"Manifestó
su fuerza vencedora, y dispersó a los hombres de corazón soberbio.
Derribó a los poderosos de sus tronos, y elevó a los insignificantes.
Llenó de bienes a los hambrientos, y a los ricos despidió con las manos vacías"
(Lc 1, 51-53).
Esta
linea bíblica se recoge en otros textos del NT como por ejemplo:
"Dios ha elegido lo que el mundo tiene por necio, con el fin de avergonzar
a los sabios; y ha escogido a lo que el mundo tiene por débil, para avergonzar
a los fuertes" (1 Cor 1, 27 cfr. Sant 2,5).
Ahora bien, esta pedagogía divina de ternura y debilidad por los pobres y de rechazo de los ricos, es la revelación concreta en la historia del misterio de la salvación, de la absoluta y soberana libertad de Dios, cuya iniciativa es benevolente y gratuita: a los que pecaron Dios les regala de manera gratuita su perdón y su amistad (Rm 3,21-25; Ef 2,1-10). Esta es la justicia divina, bien diferente del proceder humano. Dios no nos salva por nuestros méritos, ni por nuestras obras, sino por nuestra fe en su misericordia, como aconteció con Abraham (Rm 4,1-5). Por esto mismo todos los soberbios y satisfechos, los ricos y fariseos de todos los tiempos se ven excluidos de la salvación, si no se convierten y se hacen pequeños y débiles como niños (Lc 18,17; Mc 10,15). Esta es la forma de actuar del Espíritu, que sopla donde quiere, pero siempre en una misma dirección (Is 28,5-6; 32,15,17; 61,1; Lc 4,18).
Desde esta panorámica bíblica y dogmática debe iluminarse toda la mariología, superando tanto el positivismo teológico como el racionalismo abstracto. Sería incorrecta una mariología que se limitase a acumular afirmaciones y privilegios dogmáticos marianos de forma inconexa. Tampoco resultan convincentes, por demasiado abstractos, los intentos de hallar un principio fundamental de la mariología (18), si este principio silencia la forma concreta e histórica como actuó Dios en María: desde la pobreza y la insignificancia, desde la impotencia y desde el margen, desde la periferia. Los misterios y dogmas marianos reciben luz desde esta nueva óptica.
La virginidad de María no es una cuestión simplemente biológica o sexual, o un caso prodigioso de partenogénesis, ni un desprecio de la sexualidad o del matrimonio, sino una clara afirmación teológica. Es la expresión histórica y carnal, llevada hasta el límite más extremo, de la constante forma de actuar de Dios: acción gratuita y benévola de Dios desde la pobreza y la impotencia humana El Espíritu de Dios, que hace florecer vida allí donde sólo hay esterilidad e impotencia, desciende ahora sobre una virgen para que se manifieste más claramente en el fruto de sus entrañas no será solamente un gran profeta, sino el Hijo de Dios (Lc 1,35), el nuevo Adán, el Hombre Nuevo. La virginidad, despreciada en Israel (Jue 11,37-40; Am 5,1-2; Jer 1,15; 2,13; JI 1,8) señala de forma radical la desproporción entre la acción humana y el don del Espíritu en la encarnación.
Y quizá por ello, la virginidad de María resulta hoy difícil de aceptar a los sectores acomodados de la Iglesia: es siempre escandaloso para el rico aceptar que Dios tenga su preferencia por el pobre y el débil...
La Inmaculada Concepción y la Maternidad de María también se iluminan desde esta perspectiva: la plenitud de gracia de María, desde los orígenes de su existencia, se ordena a la maternidad divina de María. Pero la madre de Jesús es una mujer desconocida perteneciente a un pueblo pequeño y despreciado por los poderosos. Sólo así se comprende el sentido del Magnificat: gratitud de María porque Dios ha mirado la pobreza e insignificancia (tapeinósis) de su esclava, como había hecho con Israel, había prometido a Abraham y a su descendencia, siguiendo su forma habitual de actuar. Reducir el Magnificat a un canto de gratitud porque Dios ha recompensado el mérito de la humildad de María, significa desconocer la historia de salvación y vaciar el Magnificat de su contenido salvífico (19).
La Asunción de María debe comprenderse a la luz de la Resurrección de Jesús. Y ésta, como escribe J. Sobrino, no es simplemente el símbolo del deseo humano de inmortalidad, ni tan sólo el triunfo del poder de Dios, sino el triunfo de su justicia sobre la injusticia humana: el Resucitado es el Crucificado, es la victoria de la gracia sobre el pecado de injusticia (20).
La Resurrección de Jesús debe enlazarse con la fe bíblica, que aparece precisamente en tiempo de persecución y de martirio (2 Mac 7,9; 12,,38-46; Dn 7; 12, 2), de que los justos oprimidos injustamente no permanecerán perpetuamente sometidos al polvo de la muerte, sino que resucitarán a la vida. El horizonte bíblico para comprender la Resurrección de Jesús es comunitario: el pueblo crucificado por los poderes de este mundo resucitará a la vida. Por esto la Resurrección de Jesús es una buena noticia para los crucificados de este mundo.
La Asunción de María es la participación de María en la victoria gloriosa de Jesús. Aquella mujer que tuvo el corazón traspasado por una espada de dolor (Lc 2,35), que compartió la humillación, la pobreza y la participación de Jesús y no se avergonzó de estar al pie de la cruz como madre del ajusticiado (Jn 19, 25) ha sido exaltada. María, que debió padecer junto con la primera Iglesia apostólica las primeras persecuciones y el miedo ante la prepotencia de los poderosos, es la que, sin duda, después de una muerte humilde y desconocida, ha sido Asunta a los cielos. La que ha sido elevada a los cielos es la que dio a luz junto a un pesebre de animales y estuvo en pie junto al patíbulo de un ejecutado. La Asunción no es más que la culminación gloriosa de la misteriosa predilección de Dios por los pobres y pequeños de este mundo, y por ello es un signo de esperanza para todos los pobres y los que se solidarizan con ellos: la última palabra nunca es la injusticia ni la prepotencia; el verdugo al final es vencido por su víctima. Los poderosos de todos los tiempos, como los saduceos, niegan la resurrección o la vacían de contenido: así desean acallar el deseo de justicia de los pobres y matar el nervio a la esperanza real de cambiar este mundo (21). La Asunción, en cambio, es la confirmación del camino de María y del camino de Dios.
En María se ejemplifica y se sacramentaliza la constante trayectoria de Dios en la historia de salvación. C. Mesters la ha formulado así:
"En la lectura de la Biblia aparece una constante desde Abraham hasta el fin del NT: la voz de Dios toma forma, profundidad y sentido siempre en los marginados. En las épocas de crisis y renovación, Dios interpela a su pueblo desde la marginación, y éste comienza a recuperar el sentido y el dinamismo perdido en su marcha" (22).
Pero se entendería mal todo lo dicho si se concibiese a María como pura pasividad. María respondió activamente a esta misteriosa elección divina.
María,
personificación de una fe liberadora y no alienante
Puebla, citando palabras de "Marialis Cultus" de Pablo VI (MC 37)
habla de María como "algo del todo distinto de una mujer remisiva o de
espiritualidad alienante" (Puebla 293). Posteriormente, citando palabras de
la homilía de Juan Pablo II en Zapopan, resalta que María "en el
Magnificat se manifiesta como modelo para quienes no aceptan pasivamente las
circunstancias adversas de la vida personal y social, no son víctimas de la
'alienación'" (Puebla 297) y "proclama que la salvación de Dios
tiene que ver con la justicia hacia los pobres" (Puebla 1143).
Estas afirmaciones se han de entender en estrecha conexión con la forma constante de actuación divina en la historia de salvación. La fe de María es la respuesta a la gracia de Dios. Su "Fiat" es el sí de María al plan de Dios. Pero esta fe de María no es otra que la fe de Israel, ya que María se siente solidaria con la historia salvífica de su pueblo. La fe de María es la entrega total e incondicional al Dios de Israel, al Dios de las promesas, al Dios que exalta a los pobres y derroca a los soberbios, al Dios de Abraham, Moisés y los profetas. El "Fiat" de María es la respuesta personal al Dios que opta por los pobres, es abrirse a la justicia de Dios, es dejarse penetrar por ella, dejarse justificar no por los propios méritos, sino por su benevolencia y misericordia. María, madre de los creyentes del NT realizó de forma eximia lo que Abraham, padre de los creyentes de Israel: Abraham creyó a Dios, y Dios lo constituyó santo (Gén 15,6; Rm 4,3 s); María, como Abraham, creyó que para Dios no hay nada imposible (Lc 1,37 cfr. Gén 18,14).
Esta fe de María en el Dios liberador y salvador, es la que marca y fecunda toda su vida. La colaboración de María en la historia de salvación no es más que comunión con el plan de Dios, fecundación total por el Espíritu, prolongación de la justicia de Dios en la historia humana. Dicho de otro modo: la solidaridad de María con la obra de salvación no es sólo una consecuencia ética de su fe, sino un constitutivo intrínseco de su fe. La justicia y la solidaridad históricas con el pueblo son parte integrante de la misma fe en la justicia de Dios: fe es creer en el Dios que libera a los pobres, y colaborar en este proceso salvífico liberador. No se puede creer en el Dios que salva a los pobres, y luego practicar la injusticia o la omisión culpable.
Por esto María en su Maternidad coopera al plan de salvación de Dios engendrando a Jesús y coadyuvando al alumbramiento del Hombre Nuevo y de la Nueva Humanidad. María, en medio de la oscuridad de toda su fe, se solidariza con Jesús y su Reino. No es la madre posesiva que quiere retener a Jesús en su regazo protector, sino que le deja ser libre y colabora en su obra liberadora hasta la Cruz. María sufre al ver a su Hijo perseguido, torturado y ajusticiado públicamente. Pero ella se mantiene fiel a la causa de Jesús, y está plenamente compenetrada con la fidelidad de Jesús a su misión. El "Fiat" de María en la encarnación al Dios de los pobres, se prolonga luego en su Sí a la obra de Jesús hasta el final, hasta el aparente fracaso de la Cruz; y después de la Pascua, hasta el nacimiento de la Iglesia. La presencia de María en pentecostés (Hch 1, 14) es el Sí de María a la Iglesia como comunidad encargpada de llevar adelante la obra de Jesús en pobreza, debilidad y persecución.
De este modo aparece claramente que en María su virginidad está al servicio de su maternidad, y su fe en la justicia de Dios al servicio de la justicia humana. María encarna no sólo la revelación del plan de Dios, sino también la fe no alienante en este plan divino.
Desde esta perspectiva se puede iluminar el dogma mariano de la Inmaculada. La teología moderna comprende el pecado original desde la categoría bíblica de "pecado del mundo" (Jn 1,29), que desde el origen de la humanidad ha hecho nacer una historia de pecado, y condiciona intrínsecamente a cada hombre que viene a este mundo. Inmaculada no significa simplemente ausencia de pecado personal en María, ni tampoco simplemente plenitud estática de gracia en ella, sino inserción dinámica de María desde sus orígenes en la historia de salvación. Dicho de otro modo, la plenitud de gracia de María se manifiesta en una lucha constante contra el pecado de este mundo, en una cooperación, a su nivel, en la obra del Cordero que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Formulado de otra manera: María lucha contra las estructuras de pecado de su mundo, contra la opresión, contra todo lo que obstaculiza la realización del plan de Dios. Si la gracia es participación de la justicia de Dios que nos hace santos, lógicamente es oposición a la injusticia humana que se opone a los planes de Dios. La plenitud de gracia en María y su fe plena a la Palabra, se expresa en una vida al servicio del Reino de Dios y en contra de todo lo que es pecado. Cuando Puebla afirma que a la Iglesia, la intercesión de María le permitirá superar las "estructuras de pecado" en la vida personal y social y le obtendrá la verdadera liberación que viene de Cristo Jesús (Puebla 281), no se hace más que afirmar que María prolonga desde su Asunción gloriosa, la tarea de lucha contra las estructuras de pecado que había realizado durante su vida mortal. Y por esto mismo el Magnificat, cántico de gratitud de María a lo que Dios ha hecho en ella, acaba anunciando algo revolucionario para los oídos de todos los fariseos y saduceos de todos los tiempos: que Dios exalta a los humildes y derroca a los poderosos (Lc 1,51-53 cfr. Puebla 297). Y este camino de María es el que en su Asunción es confirmado por el Padre de Jesús.
Por otra parte, María al cooperar activamente a la obra de Jesús y al anunciar las maravillas del Señor en Israel y en ella, ejemplifica lo que Puebla llama el "potencial evangelizador de los pobres" (Puebla 1147), su papel de protagonistas en la única historia de salvación. Una mujer pobre es la madre de Dios y la madre de los hombres.
Conclusión
El cisma entre una devoción popular a María y una mariología teológica pero
abstracta y lejana del mundo de los pobres, sólo se puede superar elaborando
una Mariología desde los pobres. Así se podrá también corregir el riesgo de
alienación que siempre acecha a la religiosidad popular, si no se confronta con
la Palabra de Dios, y se podrá devolver a la devoción mariana su carácter
profético y liberador que ha tenido en sus mejores momentos de la Iglesia.
Una vez más se realiza que los pobres son lugar teologal de revelación y de conversión para la teología y para la Iglesia, pero también una realidad histórica y universal.
"Es aquí -escribe I. Ellacuría- donde históricamente confluyen razón y fe, una razón realista que abre sus ojos a la realidad histórica de nuestro mundo y una fe escandalosa que ve en lo débil de este mundo el triunfo de Dios; esto es, la salvación histórica de la humanidad" (23).
Desde aquí son recuperables todos los principios teológicos fundamentales (vg lo femenino anunciado por L. Boff se ilumina a la luz de Puebla 291 y 844), la mariología se enlaza con la pneumatología y también se abren perspectivas ecuménicas. Es significativo que el IV Congreso de Teólogos del Tercer Mundo hable de María, como "mujer pobre, libre y comprometida del Magnificat, como creyente que acompañó a Jesús hasta la Pascua" (24).
Finalmente una mariología desde los pobres ayuda a configurar necesariamente una imagen de Iglesia de los pobres, una Iglesia pobre y del pueblo.
Terminemos con un fragmento de un poema del obispo Pedro Casaldáliga de Brasil:
"Me
preguntas por mi fe.
¿Te respondo llanamente?
Creo en Dios,
Creo en el hombre,
Creo en el Señor Jesús,
Creo en la pobre María
y en toda la Iglesia pobre.
.........................................
El
Dios vivo de estos pobres,
¿es el nuestro, oh Teófilo?"(25).
Notas:
1. PABLO VI, Marialis Cultus 56. Cfr Puebla 283.
2. L. BOFF, El rostro materno de Dios, Madrid 1979, siguiendo a K. PRUMM y J. DANIELOU.
3. Cfr. F. VANDENBROUCKE, La piété des laics au XIIe siècle, J. LECLERCQ, F. VANDENBROUCKE, L. BOUYER, La spiritualité du Moyen Age, Paris 1961, 307-311 con bibliografía; R. LAURENTIN, La question mariale, Paris 1963.
4. Cfr. H. GRUNDMANN, Religioese Bewegungen im Mittelalter, Hildesheim 1961; L. BOFF, Francisco de Asís, ternura y vigor, Santiago de Chile 1982.
5. Cfr. L. BOFF, El rostro materno de Dios, 235-281.
6. Cfr. LG 12; JMR TILLARD, Le "sensus fidelium". Reflexion teologique, en Foi populaire et foi savante, Paris 1976, 9-40, donde analiza la devoción a María como un caso peculiar de "Sensus fidelium" que precede y a veces crítica la teología oficial.
7. E. DUSSEL, El ateísmo de Marx y de los profetas, Selecciones de teología n 56, 1975, 304-310, original en Il Regno Attualità 19 (1974) 317-321, Marx, L'ateismo e I'América Latina.
8. AAS 42 (1950); D 2333 (3903). Cfr. LG 59.
9. Véanse algunas de las reflexiones teológicas sobre la mariología del Vaticano II. A. MULLER, Puesto de María y su cooperación en el acontecimiento Cristo, en Mysterium salutis, III/II, 405-526. G. BARAUNA, La Santísima Virgen al servicio de la economía de salvación, en G. BARAUNA, La Iglesia del Vaticano II, Vol II, Barcelona 1966, 1165-1184. J. GALOT, María tipo y modelo de la Iglesia, ibídem, 1185. R. LAURENTIN, La Vierge au Concile, Paris 1969.
10. Tan sólo en LG 55 se habla de María como formando parte de los pobres y humildes que confían en el Señor; del Magnificat, lugar clásico en este tema, sólo se cita Lc 1,48 en LG 66.
11. En concreto las dos definiciones dogmáticas de la Inmaculada y la Asunción, más la advocación de María Reina y su fiesta litúrgica establecida por Pío XII. Cfr AAS 46(1954), D 3913. Cfr LG 59.
12. K. RAHNER, Le principe fondamental de la théologie mariele, en Recherches de Science Religieuse 42 (1954). K. RAHNER, María, Madre del Señor, Barcelona, 1967. E. SCHILLEBLECKX, María, Madre de la Redención, Madrid, 1969. K. RAHNER, María y la Iglesia, Bilbao 1958. M. THURIAN, María, Madre del Señor y figura de la Iglesia, Zaragoza, 1966.
13. Ctr. J.B. LIBANIO, Las grandes rupturas socio-culturales y eclesiales, CLAR, Bogotá, 1982. V. CODINA, Renacer a la solidaridad, Santander 1982.
14. Es significativo que en la obra de H. KUNG, La Iglesia, Barcelona 1972, no aparezca la figura de María.
15. Solamente una alusión en la introducción, n 8: "En torno a María, Madre. de la Iglesia, que con su patrocinio asiste a este continente desde su primera evangelización hemos implorado las luces del Espíritu Santo".
16. Cfr. Puebla 282-303, 454, sobre mariología y religiosidad popular; 745 María y la vida religiosa; 844 María y su relación con la dignidad de la mujer.
17.
K. BARTH, Kirchliche Dogmatik, II/I, Zürich 1948 p. 434.
18 Por ejemplo el principio de la maternidad divina del Mesías (C. DILLENSCHNEIDER), el de la perfecta redimida (K. RAHNER), la relación María y la Iglesia (0. SEMMELROTH), la máxima participación en la humanidad de Cristo (A. MULLER), la feminidad (L. BOFF). Cfr. A. MULLER, o.c. 405-526; L. BOFF, El rostro materno de Dios, 17-31.
19. C. ESCUDERO FREIRE, Devolver el Evangelio a los pobres, Salamanca 1977, 183-221.
201. SOBRINO, El Resucitado es el Crucificado, Diakonía (Managua) 21(abril 1981)25-40.
21. P. MIRANDA, Marx y la Biblia, México 1971, p. 243.
22. C. MESTERS, El futuro de nuestro pasado, en SEDOC, Una Iglesia que nace del pueblo, Salamanca 1981, p. 107.
23. I. ELLACURIA, Una universidad para el pueblo. Discurso en su doctorado honoris causa en Santa Clara, del 16 de junio de 1982. Diakonía 23(octubre 1982)86.
24. SEDOC 12/139(abril 1980), col. 989.
25. T. CABESTRERO, Diálogos en Mato Grosso con Pedro Casaldáliga, Salamanca 78, del poema: Te responden estos gallos inclementes, pág 15.