MARÍA MEDITABA EN SU CORAZÓN


Todo creyente que se siente llamado a vivir de la oración 
incesante y a ser de esos elegidos que gritan a Dios día y noche 
mira hacia la Virgen, sobre todo cuando descubre la inaccesibilidad 
de la oración de Jesús. Pero al mismo tiempo experimenta que la 
Virgen es un misterio de predilección y que no se acerca uno a ella 
sin ser atraído por Jesús y sin haber recibido la gracia del Espíritu 
Santo. No a todo el mundo se le concede profesar un amor total a 
María y hacer pasar por ella toda su vida de oración, pues es una 
gracia inspirada por el Espíritu. Griñón de Monfort decía que el 
corazón de María era el oratorio en el que deberíamos hacer todas 
nuestras oraciones. Tampoco está en nuestras manos experimentar 
la presencia continua de María a nuestro lado, e incluso en nosotros 
mismos. Es para gracia del Espíritu. San Mutien-Marie de Malonne 
decía que había pedido a María que le acompañara en todo lo que 
hacía y que desde entonces la sentía presente a su lado. Esto lo 
vemos en ciertos santos que han sido grandes amigos de la Virgen. 

Pero hay que cuidarse mucho de no materializar demasiado esta 
presencia o de imaginarla en un plano sensible. Cuanto más se 
hace sensible la Virgen a alguien, menos deja sentir su presencia. 
Es esa una de las leyes fundamentales de la vida mariana, aunque 
utilicemos expresiones como sentir, experimentar o percibir su 
presencia. Esta ley podría enunciarse así: cuanto más entra María 
en la vida de un creyente y ocupa un puesto importante en su 
oración y en su actividad, más es un "cero" para la experiencia 
sensible. Ciertos días, quienes tienen esa experiencia se preguntan 
incluso si todavía "aman" a la Virgen, sobre todo si han sentido 
intensamente su presencia al principio de su conversión espiritual, 
lo que ocurre a muchos de ellos. 
La razón de esta ausencia sensible estriba en la naturaleza misma 
de María y de su acción. Ante todo, ella se eclipsa para dejar todo el 
puesto a su Hijo. Por eso los que han decidido consagrarse por 
entero a María en su oración, su ser y su actividad no tienen que 
temer en absoluto que vayan a quitarle algo a Dios, pues lo propio 
de María es eclipsarse para dejar que Dios sea Dios en nosotros. 
«Cuando tú llamas "María", ella responde "Dios"», dice Griñón de 
Monfort. Ella es una presencia diáfana y traslúcida. 
Con todo, surge una cuestión. Puesto que esa presencia intensa 
es imperceptible para los sentidos, es preciso tener de una manera 
o de otra una cierta conciencia de ella; de lo contrario se reduce a 
una visión del espíritu o a palabras. Creo que, en realidad, la 
percepción tiene lugar en un nivel distinto de la adhesión sensible; 
es también más activo, pues afecta a nuestra actividad de oración. 
Cuando María se instala en la mansión de un creyente, este le reza 
cada vez más, o incluso experimenta que María reza siempre por él. 
Ocurre como con la presencia del Espíritu en nosotros; se le percibe 
sobre todo en su oración y sus gemidos inefables. Es lo que pasa 
también con María, que tiene una gran afinidad con el Espíritu 
Santo, como dice Griñón de Monfort: "Cuando el Espíritu Santo 
encuentra a María en un alma, acude a ella y allí vuela". 
Experimentamos nuestro amor y nuestra adhesión a María en el 
hecho de que la rezamos cada vez más. 
ROSARIO: Pero esta oración no tiene nada que ver con efusiones 
sensibles; apenas osa uno decirle a María que la ama, pues lo 
siente tan poco; pero, como los niños pequeños hacen una señal a 
su mamá para llamarla en su socorro, así se le lanzan llamadas 
frecuentes y reiteradas en la recitación del rosario. Volveremos con 
mucha frecuencia sobre esta oración a María en el curso de nuestra 
meditación; pero ya desde ahora afirmamos que es el atajo para 
unirnos a María y llamarla en ayuda nuestra como ella hubo de 
rezar en el cenáculo cuando pedía a Jesús que enviara al Espíritu 
Santo. Vista desde fuera, esta oración puede parecer sin sentido y 
paramente mecánica, y así lo es a menudo para el que la practica, 
incluso con la mejor voluntad; pero es al mismo tiempo la oración de 
los pobres y de los pequeños; y es sabido que es grata a la Virgen, 
pues utiliza las palabras mismas de Dios para saludarla y proclamar 
su santidad. Muchas veces no se piensa en lo que se dice, porque 
la gran volubilidad de nuestra mente nos distrae, sin embargo, uno 
se siente contento de haber pasado media hora con la Virgen, lo 
mismo que se proporciona alegría a un enfermo visitándole. Hay 
más. Al acabar un rosario, sobre todo si se reza completo, no se es 
ya el mismo; algo ha cambiado en nosotros. Somos más pobres, 
más pequeños, más anonadados; y, por tanto, estamos más cerca 
de la capitulación definitiva ante el amor de Dios, que se instala en 
nuestro corazón. 

Asi oraba María
M/ORACION: Me he preguntado con frecuencia si no sería así 
como rezaba María. Sin dada existe una diferencia fundamental 
entre su oración durante la vida terrena de Jesús y su oración 
después de pascua. Cuando evocamos la vida de María no 
prestamos suficiente atención al hecho estremecedor de la 
resurrección. Bossact decía que después de pascua la vida de 
María fue un milagro permanente, pues llevaba un peso de gloria 
insoportable para nuestra pobre humanidad; y afirmaba que la 
asunción no fue un milagro, sino el final de un milagro. 
Como en la vida de Cristo, los acontecimientos de su existencia 
adquirieron todo su peso y densidad después de la resurrección, en 
el momento en que fueron objeto, primero de la predicación, y luego 
cuando los evangelistas los consignaron por escrito. Lo mismo hay 
que decir de todos los acontecimientos de la vida de María, lo que 
se denomina los evangelios de la infancia: anunciación, visitación, 
nacimiento de Jesús, y los demás sucesos de su vida oculta, sin 
olvidar su presentación en el templo. Esto no quita nada al carácter 
real e histórico de aquellos acontecimientos, pero se convirtieron 
verdaderamente en objeto de oración cuando María, una vez 
recibido el Espíritu de pascua, penetró en la inteligencia espiritual 
de aquellos episodios de la vida de Jesús. Hubo de repasarlos en la 
memoria de su corazón y trasformarlos en oración, según las 
palabras mismas del evangelista san Lucas, que dice: María 
conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón (Lc 
2,19.51). Se siente uno tentado a decir que la oración de María 
después de pascua fue una meditación larga, intensa y profunda de 
los acontecimientos de la vida de su hijo en todas sus etapas, lo que 
constituye el objeto mismo de la oración del rosario. A veces pienso 
con humor que el fondo de la oración de María lo constituía el 
rosario; en la primera parte del avemaría recordaba las palabras 
exactas pronunciadas por el ángel Gabriel, por Isabel, los pastores, 
los magos, Simeón y Ana, mientras que en la segunda intercedía 
por la Iglesia naciente, a fin de que Jesús encontrara fe cuando 
volviera a la tierra. 
En Lourdes, Bernardita veía a María rezar el rosario y recitar la 
primera parte del Dios te salve, Maria. 
Antes de pascua, la oración de María debía asemejarse a la de 
Jesús niño y a la de todo judío que frecuentaba asiduamente la 
sinagoga y subía cada año al templo de Jerusalén. Hay que 
observar, sin embargo, que María, habiendo conservado su 
naturaleza original, oraba naturalmente, sin percatarse de ello 
siquiera, como nuestros primeros padres fueron colocados en el 
jardín del Edén para cultivarlo, es decir para hacer de toda su vida 
un culto espiritual (tal es el sentido de la palabra cultivar). Tenían la 
posibilidad de rezar siempre y de conseguir naturalmente lo que 
nosotros hemos perdido por la caída original. Igualmente, María 
oraba como respiraba, y su vida entera era un culto dado a Dios. En 
una palabra, oraba sin cesar. Sin duda no debía tener conciencia 
de ello, como cuenta Casiano a propósito de aquel que llegó a la 
oración incesante: "Reza siempre, pero no tiene conciencia de que 
reza". 
Con el hecho de pascua se produjo un giro. Al menos es lo que 
Lucas nos da a entender con los dos versículos que hablan 
claramente de la oración de María. Si Lucas nos presenta dos 
recensiones de ello en términos casi idénticos, es precisamente 
porque aquellas palabras nos dan la clave de la meditación de la 
Virgen. A mí me han parecido siempre los dos versículos más 
importantes del evangelio a propósito de la oración de la Virgen. 

—El primero: Maria, por su parte, guardaba todas estas cosas, 
meditándolas en su corazón (Lc 2,19). 
—El segundo: Su madre guardaba fielmente todas estas cosas en 
su corazón (Lc 2,51). 
Quizá convenga describir el cuadro en el que María vivió después 
del acontecimiento de pascua. La encontramos desde la ascensión 
en medio de la comunidad de los once, rodeados de los discípulos. 
Se encuentra pues, en el corazón de la Iglesia y asegura la 
cohesión de sus miembros. Siendo la madre del Señor elevado a la 
gloria, y a causa de esta proximidad, ocupaba un puesto privilegiado 
en la comunidad primitiva. Por lo demás el mismo Jesús desde la 
cruz la había confiado a su amigo más íntimo, que la había recibido 
en su casa. También san Juan debía ser considerado muy cercano 
al Señor, pues había reclinado la cabeza en su corazón en la cena y 
había recibido sus últimas confidencias. 
En aquel ambiente de fervor primitivo nacieron los relatos 
referentes a la anunciación, al nacimiento y al crecimiento del 
Salvador. Lucas lo da a entender cuando dice que María guardaba 
todas estas cosas en su corazón hasta el día, se entiende, en que 
se realizarían. Los exegetas nos dicen que esos dos versículos 
presentan una ejecución apocalíptica, o sea que evocan 
acontecimientos que han tenido ya lugar ciertamente, pero cuyo 
significado último no se comprenderá sino después de la 
glorificación del Señor. En el momento en que esos acontecimientos 
fueron anunciados o se realizaron, María no tenía intención de 
referirlos, y menos aúno de consignarlos por escrito, pues era una 
mujer sencilla, pobre, sin gran cultura, que, si bien sabía leer no 
estaba capacitada para redactarlos por escrito. Por lo demás, eso 
no hubiera tenido ningún significado, ya que el Señor no había sido 
aún glorificado. Si se me permite una comparación que guarda 
alguna proporción con el acontecimiento de Cristo, a nadie se le 
hubiera ocurrido escribir la vida de Napoleón cuando todavía era 
niño. Era preciso esperar a su entrada en la historia para 
interesarse por sus orígenes, su crecimiento y su educación. 
En cierto modo es lo que ocurrió con Jesús. Una vez que fue 
resucitado por el poder del Espíritu y entronizado en la gloria del 
Padre en la ascensión, se comenzó a volver sobre los 
acontecimientos del pasado y a ver en esos comienzos la fuente de 
su origen divino. María pudo, pues, referir el hecho de la 
anunciación, que debió considerarse dentro del orden normal de las 
cosas, visto lo sucedido con Jesús después de su muerte. Cuando 
se cree en el poder que resucitó a Jesús de entre los muertos, no 
hay dificultad en creer en el origen divino de Jesús, y sobre todo en 
que la fuerza del Espíritu se posó sobre la virgen María, formando 
en ella el cuerpo de Cristo. Si se cree en la resurrección de Cristo 
porque es hijo de Dios, hay que creer también que aquel 
hombre-Dios pudo nacer de una virgen. Así es como nacieron los 
relatos de la infancia de Jesús. 
Juan y Lucas debieron interrogar a la Virgen sobre aquel niño 
misterioso convertido en Señor de la gloria; y ahí tiene su plena 
realización la doble indicación de Lucas sobre la meditación de 
María en su corazón. Después de pascua, y sobre todo en 
pentecostés, María debió guardar todos aquellos recuerdos en el 
silencio de su corazón. Pasó días y días rumiándolos en todos los 
sentidos bajo la acción del Espíritu Santo, constituyendo entonces el 
objeto de su oración, centrada toda ella en el Salvador. El Señor 
glorioso se había convertido en el centro de su vida. 
Las palabras del ángel Gabriel: Nada es imposible para Dios, 
adquirieron entonces su plena revelación. En el momento de 
recibirlas, durante la anunciación, ella realizó aquel acto de fe 
inaudito: Dios es capaz de hacer nacer a Jesús de su carne virgen, 
como lo había sido de hacer nacer a Juan Bautista de una mujer 
estéril. Hoy veía ella su plena realización en la resurrección de 
Jesús. El Espíritu es la omnipotencia de Dios, para el que nada hay 
imposible. 
Entonces la súplica de María se multiplicó. Ya en el tiempo de la 
anunciación suplicaba ella, pues todo es posible a Dios; pero, 
después de pascua, el mismo Espíritu Santo se adueñó de su 
súplica y le confirió una intensidad y una fuerza capaces de derribar 
montañas. En estricto rigor, fue la súplica del Espíritu Santo en ella. 
Por eso nuestra oración a María debe tener siempre como mira 
última la súplica, puesto que la Virgen es la omnipotencia suplicante. 

Así pues, María recogió en su oración todos los acontecimientos 
de la vida de Jesús tal como los encontramos cuando rezamos el 
rosario. No hay duda de que también reconsideró otros 
acontecimientos; pero lo esencial es que Jesús creció en su corazón 
por la fe, lo mismo que Lucas afirma que él crecía en sabiduria, en 
estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres. A Teresa del 
Niño Jesús le complació particularmente contemplar el misterio de la 
anunciación, porque en aquel momento Jesús había sido lo más 
pequeño en el seno de María. 
Así nuestro rezo del rosario se funde en la contemplación de 
María, y dejamos que Jesús nazca, viva y crezca en nuestros 
corazones por la fe, lo mismo que comulgamos con sus sufrimientos 
cuando rezamos el misterio de su pasión. De la misma manera, bajo 
la acción del Espíritu es como rezamos los misterios gloriosos, en 
los que Jesús nos hace experimentar el poder de su resurrección. 
Por tanto, los que rezan todos los días el rosario siguen la escuela 
suplicante de María y dejan que la vida divina los engendre por 
Cristo, que nace, sufre y resucita en ellos. Con ello, toda su vida 
está poseída por la vida de Jesús y por su oración, de la que hemos 
hablado en el capítulo precedente. 

Sumirse plenamente en la oración de Maria
Quienes se sienten llamados a consagrarse totalmente a la 
oración por el mundo a fin de que el Hijo del hombre encuentre aún 
fe cuando vuelva a la tierra, deben sumirse plenamente en la 
oración de María, la cual comenzó y acabó su vida en la oración 
incesante. Sobre todo no han de intentar justificarse cuando les 
digan que esta oración es utópica o que no basta rezar; no hay 
ninguna justificación que buscar, pues su vocación viene de arriba y 
sólo el Padre puede decidir sobre esta vocación. No han de buscar 
tampoco cómo orar ni cuánto tiempo han de orar, y menos aún si 
han de hacerlo mental o vocalmente. Eso se les concederá en el 
momento debido. Unicamente han de consagrarse a la oración, lo 
mismo que un cachorro se arroja al agua para salvar su vida. Si les 
preguntan por qué rezar, por quién rezar, si tiene alguna utilidad 
rezar, limítense a responder: "Yo rezo porque Dios es Dios y me lo 
ha pedido". Sobre todo que no busquen rezar bien, de lo contrario 
no rezarán jamás; sino que busquen ante todo rezar siempre, sm 
cansarse nunca, sin desanimarse. 
¿Qué quiere decir sumirse totalmente en María? La respuesta 
nos la da san Luis Griñón de Monfort al decir "que debemos hacer 
todas nuestras oraciones en el oratorio del corazón de María". Esto 
supone que hemos descubierto ese oratorio y que habitamos en el 
corazón de María, lo mismo que Juan acogió a María en su casa 
después de pascua. En otros términos, es preciso que hayamos 
tenido la experiencia de la proximidad de María, de su presencia a 
nuestra vera (como decíamos a propósito del hermano 
Mutien-Marie), pues ella nos conoce a fondo e íntimamente, hasta el 
punto de que no necesitamos abrirle nuestro corazón y que ella 
acoge el menor deseo y la más insignificante oración. Sencillamente 
hemos de limitarnos a rezarla y a suplicarla apenas dispongamos de 
un momento libre. Con ella vivimos la eucaristía, celebramos el 
sacrificio y bajo su mirada hacemos oración. En la oración del 
rosario sobre todo es donde nos sumimos enteramente, no nos 
cansamos de repetirlo, porque añadimos una multitud de otros 
misterios que el Espíritu nos inspira, por ejemplo la meditación de 
los acontecimientos de la vida de Jesús en el corazón de María o su 
asidua oración en el cenáculo. Me gustan especialmente las 
palabras de Jesús a san Juan: He ahí a tu madre, sobre todo 
cuando interviene el Espíritu y nos hace gustar que María es para 
nosotros una verdadera madre. También están las palabras de 
Jesús que proclaman bienaventurada a su madre por escuchar la 
palabra de Dios y ponerla en práctica. Todas estas expresiones 
alimentan nuestra oración y nos mantienen habitualmente en 
compañía de María. Pero el fondo de nuestra oración, aquella a la 
que volvemos como atraídos por una fuerza, es el rosario, sobre 
todo la segunda parte del avemaría: "Santa María, madre de Dios, 
ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra 
muerte". 
Algunos se preguntarán con razón si, al pasar enteramente por 
María, no le quitan algo a Dios. Funcionamos a menudo en la línea 
de la distribución: hay que comenzar rezando al Espíritu Santo para 
que nos conceda el don de la oración; volvernos luego a Cristo, que 
es el único orante y que nos ha enseñado a rezar, y luego, como 
nos lo ha enseñado Jesús, hemos de ponernos bajo la mirada del 
Padre, que ve en lo secreto para orar. Solamente entonces 
comenzamos a rezar a María y le pedimos con frecuencia que se 
digna presentar nuestras oraciones a su Hijo. Así se respeta la 
jerarquía de la oración. 
Quienes han tomado la decisión de sumirse totalmente en la 
oración de María no proceden de esa manera. No viven de acuerdo 
con un esquema de distribución, sino que van directamente a María 
a rezarla. Saben muy bien que todas nuestras oraciones se dirigen 
a Dios únicamente, pero no eligen; dejan a María el cuidado de 
dirigir su oración como ella quiera y, sobre todo, como ella sabe, a 
cada una de las personas de la Santísima Trinidad. Ella es la que 
ora con nosotros y por nosotros. En ella rezamos nosotros. 
En el fondo de esta manera de rezar está también la convicción 
enunciada por Griñón de Monfort: «Cuando rezas a María, ella 
responde "Dios"». María no retiene para sí ninguna de las oraciones 
que se le dirigen, pues es pura trasparencia y sabe bien que todo 
don perfecto viene, no de ella, sino del Padre de las luces del que 
provienen todas las gracias. Los que rezan a María de este modo 
no se hacen todos estos razonamientos; tienen la convicción de que 
María es la omnipotencia suplicante y que deben pasar por ella para 
rezar al Padre. Lo hacen bajo la presión de un instinto que les es 
sugerido por el Espíritu Santo y que les da la certeza de que esa es 
la buena manera de rezar y que no se engañan. 
Por lo demás, esta manera de rezar no es permanente. Puede 
que se nos conceda algunos días, en los que podríamos repetir lo 
que afirmaba Teresa de Lisieux después de la gracia que recibió al 
comienzo de su vida religiosa, que durante una semana vivió bajo el 
manto de María y le parecía no encontrarse ya en la tierra, hasta el 
punto de que hacía las cosas como si no las hiciera. Es lo que 
ocurre a quienes reciben la gracia de sumirse totalmente en la 
oración de María. No están bajo su manto; pero están en su 
corazón, y allí es donde hacen todas sus oraciones. 
Esto puede durar más o menos tiempo; a veces, sólo algunos 
días, o simplemente el rato de un momento de oración. Luego, ¡se 
acabó! Ya no se percibe la presencia de María; parece lejana. En 
ciertos momentos se pregunta uno si la sigue queriendo o qué ha 
podido hacer para no percibir esa oración a María. No tenemos por 
qué reprocharnos nada; no depende de nosotros, sino de Dios, que 
nos otorga esta gracia cuando quiere y como quiere. Él es libre de 
no devolvérnosla. Es esta una ley de la vida de oración: hay que 
vivir en la alternativa sin imponer a Dios nuestras ideas, sino 
acogiendo con alegría y acción de gracias lo que nos da cuando 
quiere. 
Semejante gracia puede ir seguida de un período de sequedad o 
de otra gracia. De golpe sentimos que estamos bajo la mirada del 
Padre, del que procede todo don perfecto, y abrimos las manos 
para acogerlo todo sin saber muy bien por dónde comenzar, si por 
dar gracias o por suplicarle. Verdaderamente la oración del Espíritu 
es imprevisible; hemos de esperarlo todo, sobre todo lo inesperado. 

Esto nos enseña a no tomar demasiado las riendas de nuestra 
oración, sino a dejarnos guiar por Dios mismo y por su Espíritu, 
como él quiere y cuando él quiere. Creo, sin embargo —aunque no 
pretendo estar en lo cierto—, que esta guía en nuestra oración, y 
sobre todo en los detalles de nuestra vida, es también una gracia 
que nos viene de María, por no decir del Espíritu Santo. Los que se 
lo han dado todo a María y se han consagrado enteramente a ella 
deben esperar que ella intervenga como ella sabe y cuando lo 
desee. Nosotros no somos ya dueños de nuestra vida. Es María la 
que se encarga de guiarnos, como el piloto releva al capitán en el 
gobierno del barco cuando hay que atravesar el canal de Suez. 
Lo que ha de tranquilizarnos y darnos una alegría y confianza 
absolutas es saber que estamos en muy buenas manos y que nada 
malo puede acontecernos. Pero cuidemos de no resistirle, sobre 
todo en las cosas pequeñas y en los consejos cotidianos. Debemos 
obedecer a la menor indicación de la mano de la Virgen; de lo 
contrario hará que sintamos nuestras resistencias y desobediencias. 
Es una gracia grandísima dejarse guiar así por María, sobre todo en 
la oración y en la vida, porque nos damos cuenta de que no 
solamente nuestro obrar está marcado por su huella, sino que el 
fondo mismo de nuestro ser se ha vuelto enteramente mariano.

JEAN LAFRANCE
DÍA Y NOCHE
Paulinas. Madrid 1993. Págs. 37-49