María, mujer comprometida
en la obra de la nueva humanidad

Prof. Jean Galot, Roma

 

 

 

Afirmación virginal

 

            María expresa la libertad y lucidez de su respuesta al ángel, al preguntarle en qué condiciones habrá de cumplirse esa maternidad que se le propone: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1,34). Algunos comentaristas han denunciado en estas palabras de María cierta falta de fe. Tanto es así que, algunas veces sus palabras han sido traducidas diferentemente: «¿Cómo es posible?». Pero la traducción correcta es: «¿Cómo será esto?». María no duda en lo más mínimo que así será; es más, pregunta cómo. No hay en ello falta de fe alguna, sino tan sólo el simple deseo de saber cómo habrá de resolverse una dificultad a todas luces evidente, y que María misma expresa: «Puesto que no conozco varón», declarando de esa manera que vive en estado de virginidad. No agrega el deseo de conservar la virginidad, aunque lo insinúa, al reconocer que el estado virginal es un obstáculo para la maternidad. Según el plan divino, la condición virginal de María no se oponía a la maternidad y el ángel revela la solución superior que Dios ha dispuesto para superar ese obstáculo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». De esta manera, se le pedía a María una cooperación virginal con el Espíritu Santo. Aparece así con mayor claridad la manera en que el Espíritu Santo fue guiando a María por el camino de la virginidad, camino casi totalmente desconocido en la religión judía, dentro de la cual no hallaba un ambiente propicio. Se requería una fuerza espiritual especial para orientar a María hacia ese ideal de vida. El Espíritu había encendido ese deseo en el alma de la virgen de Nazaret y la impulsó a perseverar en ese camino sin revelar la finalidad última de dicha inspiración. En la afirmación de su estado de vida virginal vemos un signo de la personalidad íntegra de María. Sólo una personalidad fuerte podía enfrentar con serenidad un ambiente que consideraba el papel de la mujer en la sociedad como vinculado únicamente al matrimonio y al desarrollo de las cualidades femeninas en el marco de la maternidad. María había descubierto otro ideal, el de la virginidad, que la acercaba al misterio del Dios esposo de su pueblo.

 

La presencia en la obra de la redención

            Cuando el Concilio subraya la necesidad del consentimiento de María para la encarnación como una contribución de la mujer al desarrollo de la vida, extiende explícitamente ese consentimiento a toda la obra de redención: «María, hija de Adán, dando su consentimiento a la palabra de Dios, se convirtió en la Madre de Jesús. Abrazando la voluntad salvadora de Dios con todo el corazón y sin ningún obstáculo de pecado alguno, se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Con Él y en dependencia de Él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la redención» (LG 56). El primer efecto del consentimiento de María es su maternidad: fue madre de Jesús y, más precisamente, según una invocación que aparece en siglo III, madre de Dios, madre de un Hijo que era Dios. Pero, a través de esa maternidad María no sólo se dedica a la persona de Jesús, sino también a su obra; se compromete con el servicio para la redención a través de la sumisión a él y de la cooperación con él. Sin recurrir a la palabra «corredención», el Concilio expresa exactamente su verdadero significado, poniendo el acento en la subordinación, pero también, al mismo tiempo, en una verdadera colaboración con Cristo. El Concilio cosecha el fruto de una larga tradición que había reflexionado sobre la presencia de María en la obra de la salvación. «Con razón, pues, creen los Santos Padres que Dios no utilizó a María como un instrumento puramente pasivo, sino que ella colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres. Ella, en efecto, como dice San Ireneo, “por su obediencia fue causa de la salvación de Eva y de la de todo el género humano”» (56).

 

Cooperación en el sacrificio

            La cooperación de María en la obra de redención, visible ya desde su consentimiento a la Encarnación, podrá alcanzar su plenitud sólo después de que se vuelva manifiesta la doctrina del sacrificio redentor. Durante mucho tiempo no ha sido tomada en consideración la intervención específica de María en el sacrificio: María podía ser Redentora en cuanto que, al ser madre del Redentor, había dado un Salvador al mundo. En la edad media, se desarrolló la reflexión doctrinal sobre el sacrificio y el sentido de la participación de María en el drama del Calvario. Para explicar esa participación, que destacaba el sufrimiento de la madre en unión con el Hijo, María ya no fue llamada Redentora, sino Corredentora, porque, al sufrir con el Redentor, había sido asociada a su obra de salvación. La corredención indica una cooperación en la redención. No significa una equiparación de María a Cristo, porque Cristo no es Corredentor sino Redentor, el único Redentor. María no es Redentora, sino Corredentora, porque se unió a Cristo en la ofrenda de su pasión. De esa manera, queda preservado el principio de la unicidad del Mediador en su plenitud: «Un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1Tm 2,5). El Concilio rotundamente niega que la unicidad pueda correr peligro por la presencia mediadora de María. Al atribuir a la bienventurada Virgen los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora, afirma que «la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente» (62). Así pues, el título de Corredentora no puede ser percibido como una amenaza para el poder soberano de Cristo, puesto que brota de ese mismo poder y en él encuentra su energía. Las palabras del Concilio son claras: «La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres no tiene su origen en ninguna necesidad objetiva, sino en que Dios lo quiso así. Brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia; favorece, y de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo» (60).

 

Unión de la Madre con el Hijo

            Según refiere el Evangelio, toda la vida de María estaba comprometida en la cooperación en la obra redentiva. El Concilio repasa la lectura de los datos evangélicos para subrayar la constante orientación hacia esa obra: «Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (57). Después de los episodios de la vida oculta, se recuerda, en especial, la intervención personal de María en las bodas de Caná: «Movida por la compasión, consiguió, intercediendo ante él, el primero de los milagros de Jesús el Mesías». Este principio manifiesta la influencia de María en la obra redentora del Mesías. El Concilio destaca, por sobre todo, la participación de María en el sacrificio de la cruz: «La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie (cf. Jn 19,25), sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima...». En el drama, María reconocía un designio divino, el de la redención. El Concilio observa que, en el origen de ese destino, María había sido predestinada hasta la eternidad como madre de Dios y, que, como madre excelente del divino Redentor, ha sido «la compañera más generosa de todas» y «la humilde esclava del Señor». Toda su vida fue «Corredención»: «Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres» (61). Esto es: en esa cooperación estaban implicadas todas las cualidades sobrenaturales presentes en María, cualidades que debían ser comunicadas a la humanidad.

 

Madre nuestra madre en el orden de la gracia

            Después de haber afirmado el compromiso total de María en la cooperación para la restauración de la vida sobrenatural de las almas, el Concilio concluye así: «Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia». Las palabras de Jesús, que expresan esa conclusión, confirman el valor de la Corredención: por su participación en la ofrenda del sacrificio redentor, María recibe una maternidad nueva, maternidad en el orden de la gracia, y, por ello, una nueva misión, que debería cumplirse en todo el desarrollo futuro de la Iglesia: «Mujer, he aquí a tu hijo» (Jn 19,26). Hay quienes han interpretado esas palabras como una solicitud filial para encomendar el futuro de María. Pero la intención primera de Jesús no es la de confiar a María al discípulo predilecto, sino, más bien, la entrega a María del discípulo, dándole a éste una nueva madre. Jesús, que en su sacrificio lo ha dado todo, da, por último, como don supremo, a su madre. Después de esas palabras, el evangelista agrega: «Sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido» y cuenta su muerte. Llama a su madre «mujer», como ya había hecho en el episodio de Caná, en que se plantea el problema del papel de la mujer en la obra de salvación. En dicha obra, Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo del hombre». Al dirigirse a María llamándola «mujer», Jesús parece ver en ella a una mujer comprometida en la misma obra. En el Calvario, la palabra «mujer» cobra un sentido más definido, pues coloca el acento en la separación entre la madre y el hijo. Ese gesto significaba que, para recibir a un hijo nuevo, María debía aceptar la muerte de su propio Hijo y cumplir así su sacrificio maternal. El don de su propia madre era el don más excelente que Jesús podía brindar a la humanidad. A lo largo de su vida terrenal, Jesús había apreciado la presencia, el afecto y los cuidados de su madre y quería poner a disposición de todos la excelencia de ese corazón maternal. Ha entregado el don a un discípulo, revelando el alcance simbólico universal de su gesto. Era ése un gesto individual, para mostrar que María habría dado su afecto maternal a cada uno de los discípulos; pero el gesto tenía, al mismo tiempo, un valor universal, pues indicaba una maternidad universal de María, abierta a todos. Aquella que, en la Corredención había contribuido a la salvación de todos los hombres, ha recibido la misión de guiar, con su solicitud maternal, todos los destinos humanos.

 

Acoger a María como nuestra Madre

            Después de haber confiado a María una nueva maternidad, Jesús le pide explícitamente al discípulo predilecto que la acoja: «He aquí a tu madre». De esta manera, quería asegurar la respuesta al don de María, respuesta que, de parte del discípulo Juan, fue inmediata: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa». A través de estas sencillas palabras podemos comprender que el discípulo ha hecho todo lo posible por acoger a María. Diciendo «He aquí a tu madre», Jesús establecía un vínculo nuevo entre María y cada discípulo. Podemos recordar que en la última cena había dicho: «amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34; 15,12). En el Calvario, surge una invitación parecida: «Amad a María como yo la he amado, porque desde ahora es vuestra madre». Cristo no sólo ha afirmado la maternidad espiritual de su madre, sino que ha dado también un fundamento definitivo al culto mariano al decir: «He aquí a tu madre». Los distintos aspectos de la maternidad espiritual merecen recibir mayor investigación y desarrollo.