La
mediación de María
El siguiente punto de vista al que quisiera referirme es la doctrina de la
mediación de María, que el Papa desarrolla muy ampliamente en su encíclica [Redemptoris
Mater]. Sin duda, éste es el punto en el que se concentrarán más la discusión
teológica y la ecuménica. Es verdad que ya el concilio Vaticano II mencionó
también el título «mediadora» y habló de hecho de la mediación de María (LG
60 y 62), pero este tema nunca se había expuesto hasta ahora en documentos
magisteriales de forma tan amplia. La encíclica no va de hecho más allá del
Concilio, cuya terminología hace suya. Pero ahonda los planteamientos de éste
y les da con ello nuevo peso para la teología y la piedad.
Ante todo quisiera aclarar brevemente los conceptos con los que el Papa delimita
teológicamente la idea de la mediación y previene contra malentendidos; sólo
entonces se podrá comprender también convenientemente su intención positiva.
El Santo Padre subraya con mucha insistencia la mediación de Jesucristo, pero
esta unicidad no es exclusiva, sino inclusiva, es decir, posibilita formas de
participación. Dicho de otro modo: la unicidad de Cristo no borra el «ser para
los demás» y «con los demás de los hombres ante Dios»; en la comunión con
Jesucristo, todos ellos pueden ser, de múltiples maneras, mediadores de Dios
unos para otros. Éstos son hechos simples de nuestra experiencia cotidiana,
pues nadie cree solo, todos vivimos, también en nuestra fe, de mediaciones
humanas. Ninguna de ellas bastaría por sí misma para tender el puente hasta
Dios, porque ningún ser humano puede asumir por su cuenta una garantía
absoluta de la existencia de Dios y de su cercanía. Pero, en la comunión con
aquel que es en persona dicha cercanía, los hombres pueden ser mediadores los
unos para los otros, y de hecho lo son.
Con ello, primeramente, la posibilidad y frontera de la mediación queda
delimitada de forma universal en la coordinación con Cristo. A partir de allí
desarrolla el Papa su terminología. La mediación de María se funda sobre la
participación en la función mediadora de Cristo; comparada con ésta, es un
servicio en subordinación (n°. 38). Estos conceptos están tomados del
Concilio, lo mismo que la siguiente frase: esta tarea fluye «de la
sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende
completamente de ella y de ella toma toda su eficacia» (n° 22; LG 60). La
mediación de María se realiza, por consiguiente, en forma de intercesión (n°
21).
Todo lo dicho hasta aquí vale para María lo mismo que para toda colaboración
humana en la mediación de Cristo. En todo ello, por tanto, la mediación de María
no se diferencia de la de otros seres humanos. Pero el Papa no se queda allí.
Aun cuando la mediación de María está en la línea de la colaboración
creatural con la obra del redentor, es portadora, no obstante, del carácter de
lo «extraordinario»; llega de manera singular más allá de la forma de
mediación fundamentalmente posible para todo ser humano en la comunión de los
santos. La encíclica desarrolla también esta idea en estrecha conexión con el
texto bíblico.
El Papa pone de manifiesto una primera noción de la especial forma de mediación
de María en una detenida meditación del milagro de Caná, en el que la
intervención de María hace que Cristo anticipe ya entonces en el signo su hora
futura -como sucede continuamente en los signos de la Iglesia, en sus
sacramentos-. La verdadera elaboración conceptual de lo especial de la mediación
mariana tiene lugar después, principalmente en la tercera parte, de nuevo con
una vinculación sublime de diferentes pasajes de la Escritura que en apariencia
distan mucho entre sí, pero que precisamente juntos -¡la unidad de la Biblia!-
generan una sorprendente luminosidad. La tesis fundamental del Papa dice así:
el carácter único de la mediación de María estriba en que es una mediación
materna, ordenada al nacimiento continuo de Cristo en el mundo. Esa mediación
mantiene presente en el acontecer salvífico la dimensión femenina, que tiene
en ella su centro permanente. Desde luego, no queda espacio alguno para eso allí
donde la Iglesia sólo se entiende institucionalmente, en forma de actividades y
decisiones mayoritarias. Ante esta ostensible sociologización del concepto de
Iglesia, el Papa recuerda unas palabras de Pablo demasiado poco meditadas: «por
(vosotros) sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en
vosotros» (Ga 4,19). La vida surge, no por el hacer, sino dando a luz, y exige,
por tanto, dolores de parto. La «conciencia materna de la Iglesia primitiva»,
a la que el Papa hace referencia aquí, nos interesa precisamente hoy (n° 43).
Ahora bien, desde luego se puede preguntar: ¿cómo es que debemos ver esta
dimensión femenina y materna de la Iglesia concretada para siempre en María?
La encíclica desarrolla su respuesta con un pasaje de la Escritura que a
primera vista parece decididamente contrario a toda veneración de María. A la
mujer desconocida que, entusiasmada por la predicación de Jesús, había
prorrumpido en una alabanza del cuerpo del que había nacido aquel hombre, el Señor
le opone estas palabras: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y
la guardan» (Lc 11,28). Con ellas conecta el Santo Padre una palabra del Señor
que va en la misma dirección: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen
la palabra de Dios y la cumplen (Lc 8,20s.).
Sólo en apariencia nos encontramos aquí ante una declaración anti-mariana. En
realidad, estos textos declaran dos nociones muy importantes. La primera es que,
además del nacimiento físico único de Cristo, hay otra dimensión de la
maternidad que puede y debe continuar. La segunda noción es que esta
maternidad, que permite nacer continuamente a Cristo, se basa en la escucha,
guarda y cumplimiento de la palabra de Jesús. Pero ahora bien, precisamente
Lucas, de cuyo evangelio están tomados estos dos pasajes, caracteriza a María
como la oyente arquetípica de la Palabra, la que lleva en sí la Palabra, la
guarda y la hace madurar. Esto significa que, al transmitir estas palabras del
Señor, Lucas no niega la veneración de María, sino que quiere conducirla
precisamente a su verdadero fundamento. Indica que la maternidad de María no es
sólo un acontecimiento biológico único; que, por tanto, ella fue, es y seguirá
siendo madre con toda su persona. En Pentecostés, en el momento en que la
Iglesia nace del Espíritu Santo, esto se hace concreto: María está en medio
de la comunidad orante que, mediante la venida del Espíritu, se convierte en
Iglesia. La correspondencia entre la encarnación de Jesús en Nazaret por la
fuerza del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés no se puede
pasar por alto. «La persona que une ambos momentos es María» (n° 24). En
esta escena de Pentecostés, quisiera ver el Papa la imagen de nuestro tiempo,
la imagen del año mariano, el signo de esperanza para nuestra hora (nº 33).
Lo que Lucas hace visible con alusiones entretejidas, el Santo Padre lo
encuentra plenamente explicado en el evangelio de Juan: en las palabras del
Crucificado a su madre y a Juan, el discípulo amado. Las palabras «Ahí tienes
a tu madre» y «Mujer, ahí tienes a tu hijo» han fecundado desde siempre la
reflexión de los intérpretes sobre el cometido especial de María en la
Iglesia y para la Iglesia; con razón son el centro de toda meditación mariológica.
El Santo Padre las entiende como el testamento de Cristo pronunciado desde la
cruz. Allí, en el interior del misterio pascual, María es entregada al ser
humano como madre. Aparece una nueva maternidad de María que es fruto del nuevo
amor madurado a los pies de la cruz (n°. 23). Queda así visible la «dimensión
mariana en la vida de los discípulos de Cristo... no sólo de Juan... sino de
todo discípulo de Cristo, de todo cristiano». «La maternidad de María, que
se convierte en la herencia del hombre, es un regalo que Cristo hace
personalmente a cada ser humano» (n°. 45).
El Santo Padre da aquí una explicación muy sutil de la palabra con la que el
evangelio cierra la escena: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en
su casa» (Jn 19,27). Ésta es la traducción a la que estamos habituados; pero
la profundidad del acontecimiento -así lo acentúa el Papa- sólo se pone de
manifiesto cuando traducimos de forma totalmente literal. Entonces el texto
dice, en realidad: él la acogió dentro de lo suyo. Para el Santo Padre, esto
significa una relación absolutamente personal entre el discípulo -todo discípulo-
y María, un dejar entrar a María hasta lo más íntimo de la propia vida
intelectual y espiritual, un entregarse a su existencia femenina y materna, un
confiarse recíproco que se convierte continuamente en camino para el nacimiento
de Cristo, que realiza en el hombre la configuración con Cristo. Así, no
obstante, el cometido mariano arroja luz sobre la figura de la mujer en general,
sobre la dimensión de lo femenino y el cometido especial de la mujer en la
Iglesia (nº 46).
Con este pasaje se agrupan en adelante todos los textos de la Escritura que se
entretejen en la encíclica hasta formar un tejido unitario. Pues el evangelista
Juan, tanto en el episodio de Caná, como en el relato de la cruz, llama a María,
no por su nombre, ni «madre», sino con el título «mujer». La conexión con
Gn 3 y Ap 12, con el signo de la «mujer», queda así establecida desde el
texto, y, sin duda, en Juan tras esta denominación está la intención de
elevar a María, como «la mujer» en general, al plano de lo universalmente válido
y de lo simbólico (13). El relato de la crucifixión se convierte así simultáneamente
en interpretación de la Historia, en la referencia al signo de la mujer que, de
forma materna, toma parte en la lucha contra los poderes de la negación y en
este punto es signo de la esperanza (n° 24 y n° 47). Todo lo que se sigue de
estos textos, la encíclica lo resume en una frase del credo de Pablo VI: «Creemos
que la santísima Madre de Dios, la nueva Eva, Madre de la Iglesia, prolonga en
el cielo su tarea materna en favor de los miembros de Cristo, cooperando en el
nacimiento y fomento de la vida divina en las almas de los redimidos» (nº 47).
Cardenal
Joseph Ratzinger
María, Iglesia naciente
Ed. Encuentro, Madrid 1999, pp. 39-44
(13) Acerca del debate exegético moderno sobre Jn 19,26s cf. R. Schnackenburg,
Das Johannesevangelium III, Friburgo de Brisgovia 6 1992, pp. 321-328; R. E.
Brown, K. P. Donfried, J. A. Fitzmyer, J. Reumann, Mary in the New Testament,
Filadelfia - Nueva York 1978, pp. 206-218 [tr. esp. María en el Nuevo
Testamento, Sígueme, Salamanca 1982]; N. M. Flanagan, •Mary in the Theology
of John"s Gospel•, Mar. 40 (1978) 110-120.