JUAN PABLO II Y EL ROSARIO


Meditar con María los misterios de la Redención 
rezando el Rosario

(Homilía pronunciada durante la Misa
para las Asociaciones y Movimientos marianos
en la plaza de San Pedro, 2 de octubre de 1983)


El saludo del arcángel Gabriel a María
1. «Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué 
saludo aquél...».
Hoy, primer domingo de octubre, os saludo a todos los 
miembros de los Movimientos marianos, devotos del «Saludo 
del ángel» que estáis en Roma con ocasión del Jubileo 
extraordinario de nuestra Redención.
(…)
El Evangelista Lucas dice que María «se turbó» ante las 
palabras que le dirigió el arcángel Gabriel en el momento de 
la anunciación y «se preguntaba qué saludo era aquél».
Esta meditación de María constituye el modelo primero de 
la oración del Rosario. Es la oración de quienes aman el 
saludo del ángel a María. Lss personas que rezan el Rosario 
vuelven a tomar con el pensamiento y el corazón la meditación 
de María y rezando meditan «qué saludo era aquel».

El contenido arcano del mensaje
2. En primer lugar repiten las palabras dirigidas a María por 
Dios mismo a través de su mensajero.
Las personas que aman el saludo del ángel a María repiten 
unas palabras que vienen de Dios. Al rezar el Rosario, 
pronunciamos una y otra vez estas palabras. No es ésta una 
repetición simplista. Las palabras dirigidas a María por Dios 
mismo y pronunciadas por el mensajero divino encierran un 
contenido arcano.
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo...» (Lc 1, 
28), «bendita entre las mujeres» (Lc 1, 42).
Dicho contenido está íntimamente vinculado al misterio de 
la redención. Las palabras del saludo angélico a María 
introducen en este misterio y al mismo tiempo encuentran en 
él su explicación.
Lo dice la primera lectura de la liturgia de hoy, que nos 
remonta al libro del Génesis. Aquí precisamente, en el 
trasfondo del primer y al mismo tiempo original pecado del 
hombre, anuncia Dios por primera vez el misterio de la 
redención. Da a conocer por vez primera su acción en la 
historia futura del hombre y del mundo.
En efecto, al tentador escondido bajo forma de serpiente, 
el Creador habla así:
«Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe 
y la suya: Ella te pisará la cabeza mientras acechas tú su 
calcañar».

La Virgen de Nazaret
3. Las palabras que oye María en la anunciación revelan 
que ha llegado el tiempo del cumplimiento de la promesa 
contenida en el libro del Génesis. Del protoevangelio pasamos 
al Evangelio. Está a punto de tener cumplimiento el misterio 
de la redención. El mensajero del Dios eterno saluda a la 
«Mujer»; esta mujer es María de Nazaret. La saluda en 
consideración a la «Estirpe» que Ella deberá acoger de Dios 
mismo. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del 
Altísimo te cubrirá con su sombra»... «Concebirás y darás a 
luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús».
Palabras decisivas ciertamente. El saludo del ángel a María 
marca el comienzo de las «obras de Dios» más grandes en la 
historia del hombre y del mundo. Este saludo abre de cerca la 
perspectiva de la redención.
No es, pues, de extrañar que María se «turbase» después 
de oír las palabras de este saludo. La cercanía de Dios vivo 
produce siempre santo temor. Ni es de maravillar que María 
preguntase «qué saludo era aquel». Las palabras del 
arcángel la situaron ante un misterio divino inescrutable. Más 
aún, la implicaron en la órbita de este misterio. No se puede 
meramente constatar tal misterio. Hay que meditarlo de 
continuo y con profundidad creciente. Pues tiene fuerza para 
llenar no sólo una vida, sino también la eternidad.
Y todos los que amamos el saludo del ángel tratamos de 
participar en la meditación de María. Y tratamos de hacerlo 
sobre todo cuando rezamos el Rosario.

Gozo, dolor y gloria
4. En las palabras pronunciadas por el Mensajero en 
Nazaret, María como que vislumbró en Dios toda su vida en la 
tierra y en su eternidad.
Pues, ¿por qué María, al oír que iba a ser Madre de Dios, 
no responde con entusiasmo espiritual, sino ante todo con un 
humilde Fiat: «Aquí está la sierva del Señor, hágase en mí su 
palabra»?
¿Acaso no fue porque sintió ya desde entonces el dolor 
acuciante del reinar «en el trono de David» que iba a 
corresponder a Jesús?
Al mismo tiempo el arcángel anuncia que «su reino no 
tendrá fin».
En las palabras del saludo angélico a María, comienzan a 
desvelarse todos los misterios en que tendrá cumplimiento la 
redención del mundo, misterios gozosos, dolorosos y 
gloriosos. Igual que en el Rosario.
Al preguntarse María «qué saludo era aquel», parece como 
que entra en todos estos misterios y nos introduce a nosotros 
en ellos.
Nos introduce en los misterios de Cristo y juntamente en 
sus propios misterios. Su acto de meditación en el momento 
de la anunciación, abre el camino a nuestras meditaciones 
durante el rezo del Rosario y gracias a éste.

En oración con María
5. El Rosario es la oración en la que, con la repetición del 
saludo del ángel a María, tratamos de sacar nuestras 
consideraciones sobre el misterio de la redención partiendo 
de la meditación de la Virgen. Su reflexión iniciada en el 
momento de la anunciación prosigue en la gloria de la 
asunción. Profundamente inmersa en el misterio del Padre, 
del Hijo y del Espíritu Santo, en la eternidad María se une, por 
ser Madre nuestra, a la plegaria de quienes aman el saludo 
del ángel y lo expresan en el rezo del Rosario.
En esta oración nos unimos a Ella como los Apóstoles 
congregados en el Cenáculo después de la ascensión de 
Cristo. Lo recuerda la segunda lectura de la liturgia de hoy 
sacada de los Hechos de los Apóstoles. Tras citar los 
nombres de cada Apóstol, el autor escribe: «Todos ellos se 
dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, 
entre ellas María la madre de Jesús, y con sus hermanos».
Con esta oración se preparaban a recibir al Espíritu Santo 
el día de Pentecostés.
Oraba con ellos María, quien el día de la anunciación había 
recibido al Espíritu Santo con plenitud eminente. La plenitud 
particular del Espíritu Santo determina en Ella una particular 
plenitud de oración. Con esta plenitud singular María ora por 
nosotros y con nosotros.
Preside maternalmente nuestra oración. Congrega sobre 
toda la tierra inmensas legiones de los que aman el saludo del 
ángel, y éstas junto con Ella mientras rezan el Rosario 
«meditan» el misterio de la redención del mundo.
De este modo se prepara la Iglesia sin cesar a recibir al 
Espíritu Santo, como el día de Pentecostés.

La Encíclica de León XIII sobre el Rosario
6. Se cumple este año el primer centenario de la Encíclica 
del Papa León XIII Supremi apostolatus, con la que este gran 
Pontífice decretó la dedicación especial del mes de octubre al 
culto de la Virgen del Rosario. Subrayaba él con fuerza en 
este documento, la eficacia extraordinaria de esta oración 
rezada con alma pura y devoción, para obtener del Padre 
celestial, en Cristo y por intercesión de la Madre de Dios, 
protección contra los males más graves que puedan 
amenazar a la cristiandad y a la misma humanidad, y 
conseguir así los supremos bienes de la justicia y la paz entre 
los individuos y entre los pueblos.
Con este gesto histórico, León XIII no hacía otra cosa sino 
sumarse a los numerosos Pontífices que le habían precedido 
—entre ellos San Pío V— y dejaba una consigna a quienes le 
iban a seguir en el fomento de la práctica del Rosario. Por 
ello, también yo quiero deciros a todos: haced que el Rosario 
sea «dulce cadena que os una a Dios» por medio de María.

Rezar todos juntos a la Madre de Dios
7. Grande es mi alegría por haber podido celebrar hoy con 
vosotros la solemnidad litúrgica de la Reina del Santo Rosario. 
De esta significativa manera nos inserimos todos en el Jubileo 
extraordinario del Año de la Redención.
(…)
Juntos todos nos dirigimos con gran amor a la Madre de 
Dios repitiendo las palabras del arcángel Gabriel: «Alégrate, 
llena de gracia, el Señor está contigo», «bendita tú entre las 
mujeres».
Y en el centro de la liturgia de hoy escuchamos la 
respuesta de María: «Proclama mi alma la grandeza del 
Señor, / se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, / porque ha 
mirado la humildad de su sierva. / Desde ahora me felicitarán 
todas las generaciones».
* * * * *

El Rosario, plegaria en favor del hombre
(Angelus del 2 de octubre, 1983)

1. En este mes de octubre, consagrado por tradición al 
Santo Rosario, quiero dedicar la alocución del Angelus a 
hablar de esta plegaria tan entrañable al corazón de los 
católicos, tan amada por mí y tan recomendada por los Papas 
predecesores míos.
En este Año Santo extraordinario de la Redención, también 
el Rosario adquiere perspectivas nuevas y se llena de 
intenciones más fuertes y más amplias que en el pasado. Hoy 
no se trata de pedir grandes victorias. como en Lepanto y 
Viena, sino que, más bien, se trata de pedir a María que nos 
haga valerosos combatientes contra el espíritu del error y del 
mal, con las armas del Evangelio, que son la cruz y la Palabra 
de Dios.
La plegaria del Rosario es oración del hombre en favor del 
hombre: es la oración de la solidaridad humana, oración 
colegial de los redimidos, que refleja el espíritu y las 
intenciones de la primera redimida, María, Madre e imagen de 
la Iglesia: oración en favor de todos los hombres del mundo y 
de la historia, vivos o difuntos, llamados a formar con nosotros 
Cuerpo de Cristo y a ser, con El, coherederos de la gloria del 
Padre.

2. Al considerar las orientaciones espirituales que sugiere 
el Rosario, oración sencilla y evangélica (cf. Marialis cultus, 
46), volvemos a encontrar las intenciones que San Cipriano 
señalaba en el «Padre nuestro». Escribía él: «El Señor, 
maestro de paz y de unidad, no quiso que orásemos 
individualmente y solos. Efectivamente, no decimos: "Padre 
mío, que estás en los cielos", ni "Dame mi pan de cada día". 
Nuestra oración es por todos; de manera que, cuando 
rezamos, no lo hacemos por uno solo, sino por todo el pueblo, 
ya que con todo el pueblo somos una sola cosa» (De 
dominica oratione, 8).
El Rosario se dirige insistentemente a quien es la expresión 
más alta de la humanidad en oración, modelo de la Iglesia 
orante y que suplica, en Cristo, la misericordia del Padre. Lo 
mismo que Cristo «vive siempre para interceder por nosotros» 
(cf. Hech 7, 25), también María continúa en el cielo su misión 
de Madre y se hace voz de cada hombre y en favor de cada 
hombre, hasta la consumación perfecta del número de los 
elegidos (cf. Lumen gentium, 62). Al rezarle le suplicamos que 
nos asista durante todo el tiempo de nuestra vida presente y, 
sobre todo, en el momento decisivo para nuestro destino 
eterno, que será la «hora de nuestra muerte».
El Rosario es oración que indica la perspectiva del reino de 
Dios y orienta a los hombres para recibir los frutos de la 
redención.
En este mes de octubre dedicado tradicionalmente al Santo 
Rosario, quiero recordar a todos que ésta es una oración del 
hombre para el hombre; es la oración de la solidaridad 
humana que refleja el espíritu de María, madre e imagen de la 
Iglesia. El Rosario se dirige a Aquella que es la expresión más 
alta de la humanidad
* * * * *

El Rosario, memoria continuada de la redención
(Angelus del 9 de octubre, 1983)

1. Entre los muchos aspectos que los Papas, los Santos y 
los estudiosos han puesto de relieve en el Rosario, en este 
Año Jubilar hay que recordar obligadamente uno. El Santo 
Rosario es una memoria continuada de la redención, en sus 
etapas más importantes: la Encarnación del Verbo, su Pasión 
y Muerte por nosotros, la Pascua que El inauguró y que se 
consumará eternamente en los cielos.
Efectivamente, al considerar los elementos contemplativos 
del Rosario, esto es, los misterios en torno a los cuales se 
desgrana la oración vocal, podemos captar mejor por qué 
esta guirnalda de Ave ha sido llamada «Salterio de la Virgen». 
Igual que los Salmos recordaban a Israel las maravillas del 
Exodo y de la salvación realizada por Dios, y llamaban 
constantemente al pueblo a la fidelidad a la Alianza del Sinaí, 
del mismo modo el Rosario recuerda continuamente al pueblo 
de la Nueva Alianza los prodigios de misericordia y de poder 
que Dios ha desplegado en Cristo en favor del hambre, y lo 
llama a la fidelidad respecto a sus compromisos bautismales. 
Nosotros somos su pueblo, El es nuestro Dios.

2. Pero este recuerdo de los prodigios de Dios y esta 
llamada constante a la fidelidad pasa, en cierto modo, a través 
de María, la Virgen fiel. La repetición del Ave nos ayuda a 
penetrar, poco a poco, cada vez más hondamente en el 
profundísimo misterio del Verbo Encarnado y salvador (cf. 
Lumen gentium, 65), «a través del corazón de Aquella que 
estuvo más cerca del Señor» (Marialis cultus, 47). Porque 
también María, como Hija de Sión y heredera de la 
espiritualidad sapiencial de Israel, cantó los prodigios del 
Exodo; pero, como la primera y más perfecta discípula de 
Cristo, anticipó y vivió la Pascua de la Nueva Alianza, 
guardando y meditando en su corazón cada palabra y gesto 
del Hijo, asociándose a El con fidelidad incondicional, 
indicando a todos el camino de la Nueva Alianza: «Haced lo 
que El os diga» (Jn 2, 5). Hoy, glorificada en el cielo, 
manifiesta realizado en Ella el itinerario del nuevo pueblo 
hacia la tierra prometida.

3. Que el Rosario, pues, nos sumerja en los misterios de 
Cristo, y proponga en el rostro de la Madre a cada uno de los 
fieles y a toda la Iglesia el modelo perfecto de cómo se acoge, 
se guarda y se vive cada palabra y acontecimiento de Dios, 
en el camino todavía en marcha de la salvación del mundo.
* * * * *

Los misterios gozosos del Rosario
(Angelus del 23 de octubre, 1983)

1. El Santo Rosario es oración cristiana, evangélica y 
eclesial, pero también oración que eleva los sentimientos y 
afectos del hombre.
En los misterios gozosos, sobre los que nos detenemos hoy 
brevemente, vemos un poco todo esto: la alegría de la familia, 
de la maternidad, del parentesco, de la amistad, de la ayuda 
recíproca. Cristo, al nacer asumió y santificó estas alegrías 
que el pecado no ha borrado totalmente. El realizó esto por 
medio de María. Del mismo modo, también nosotros hoy, a 
través de Ella, podemos captar y hacer nuestras las alegrías 
del hombre: en sí mismas, humildes y sencillas, pero que se 
hacen grandes y santas en María y en Jesús.
En María, desposada virginalmente con José y fecundada 
divinamente, está la alegría del amor casto de los esposos y 
de la maternidad acogida y guardada como don de Dios; en 
María, que solícita va a Isabel, está la alegría de servir a los 
hermanos llevándoles la presencia de Dios; en María, que 
presenta a los pastores y a los Magos el esperado de Israel, 
está la coparticipación espontánea y confidencial, propia de la 
amistad; en María, que en el templo ofrece su propio Hijo al 
Padre celestial, está la alegría impregnada de ansias, propia 
de los padres y de los educadores con relación a los hijos o a 
los alumnos; en María, que después de tres días de afanosa 
búsqueda, vuelve a encontrar a Jesús, está la alegría 
paciente de la madre que se da cuenta de que el propio hijo 
pertenece a Dios antes que a ella misma.
* * * * *  

Los misterios dolorosos del Rosario
(Angelus del 30 de octubre, 1983)

En este último domingo del mes octubre, reflexionamos aún 
sobre Rosario.
En los misterios dolorosos contemplamos en Cristo todos 
los dolores del hombre: en El, angustiado, traicionado, 
abandonado, capturado aprisionado; en El, injustamente 
procesado y sometido a la flagelación; en El, mal entendido y 
escarnecido su misión; en El, condenado con complicidad del 
poder político; en El conducido públicamente al suplicio y 
expuesto a la muerte más infamante: en El, Varón de dolores 
profetizado por Isaías, queda resumido y santificado todo 
dolor humano.
Siervo del Padre, Primogénito entre muchos hermanos, 
Cabeza de la humanidad, transforma el padecimiento humano 
en oblación agradable a Dios, en sacrificio que redime. El es 
el Cordero que quita el pecado del mundo, el Testigo fiel, que 
capitula en sí y hace meritorio todo martirio.
En el camino doloroso y en el Gólgota está la Madre, la 
primera Mártir. Y nosotros, con el corazón de la Madre, a la 
cual desde la cruz entregó en testamento a cada uno de los 
discípulos y a cada uno de los hombres, contemplamos 
conmovidos los padecimientos de Cristo, aprendiendo de El la 
obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz; aprendiendo de 
Ella a acoger a cada hombre como hermano, para estar con 
Ella junto a las innumerables cruces en las que el Señor de la 
gloria todavía está injustamente enclavado, no en su Cuerpo 
glorioso, sino en los miembros dolientes de su Cuerpo 
místico.
* * * * *  

En el Rosario, las esperanzas del hombre
(Angelus del 6 de noviembre, 1983)

En los misterios gloriosos del Santo Rosario reviven las 
esperanzas del cristiano: las esperanzas de la vida eterna que 
comprometen la omnipotencia de Dios y las expectativas del 
tiempo presente que obligan a los hombres a colaborar con 
Dios.
En Cristo resucitado resurge el mundo entero y se 
inauguran los cielos nuevos y la tierra nueva que llegarán a 
cumplimiento a su vuelta gloriosa, cuando «la muerte no 
existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo 
esto es ya pasado» (Ap 21, 4).
Al ascender Cristo al cielo, en El se exalta a la naturaleza 
humana que se sienta a la diestra de Dios, y se da a los 
discípulos la consigna de evangelizar al mundo; además, al 
subir Cristo al cielo, no se eclipsa de la tierra, sino que se 
oculta en el rostro de cada hombre, especialmente de los más 
desgraciados: los pobres, los enfermos, los marginados, los 
perseguidos...
Al infundir el Espíritu Santo en Pentecostés, dio a los 
discípulos la fuerza de amar y difundir la verdad, pidió 
comunión en la construcción de un mundo digno del hombre 
redimido y concedió capacidad de santificar todas las cosas 
con la obediencia a la voluntad del Padre celestial. De este 
modo encendió de nuevo el gozo de donar en el ánimo de 
quien da, y la certeza de ser amado en el corazón del 
desgraciado.
En la gloria de la Virgen elevada al cielo, contemplamos 
entre otras cosas la sublimación real de los vínculos de la 
sangre y los afectos familiares, pues Cristo glorificó a María 
no sólo por ser inmaculada y arca de la presencia divina, sino 
también por honrar a su Madre como Hijo. No se rompen en el 
cielo los vínculos santos de la tierra; por el contrario, en los 
cuidados de la Virgen Madre elevada para ser abogada y 
protectora nuestra y tipo de la Iglesia victoriosa, descubrimos 
también el modelo inspirador del amor solícito de nuestros 
queridos difuntos hacia nosotros, amor que la muerte no 
destruye, sino que acrecienta a la luz de Dios.
Y, finalmente, en la visión de María ensalzada por todas las 
criaturas, celebramos el misterio escatológico de una 
humanidad rehecha en Cristo en unidad perfecta, sin 
divisiones ya ni otra rivalidad que no sea la de aventajarse en 
amor uno a otro. Porque Dios es amor.
Así es que, en los misterios del Santo Rosario 
contemplamos y revivimos los gozos, dolores y gloria de Cristo 
y su Madre Santa, que pasan a ser gozos, dolores y 
esperanzas del hombre.
* * * * *

En oración con María, Madre del Señor
(Angelus del 13 de noviembre, 1983)

1. La Iglesia es, ante todo, una comunidad orante. El 
Pueblo de Dios ha sido liberado para celebrar el culto del 
Señor. Toda la vida de los redimidos debe ser un acto de 
culto, una liturgia de alabanza, un sacrificio agradable a Dios.
La transformación de nuestra vida y del mundo en sacrificio 
de alabanza no es obra nuestra, sino del Señor. Uniéndonos a 
Cristo-Sacerdote, a su sacrificio y a su oración, nosotros con 
todo el universo nos convertimos en una ofrenda al Señor.
Los creyentes son esencialmente una comunidad litúrgica: 
en el templo, en las casas, en la vida ejercitan el oficio 
sacerdotal. Los Hechos de los Apóstoles, al presentar los 
rasgos fundamentales de la Iglesia primitiva, ponen de relieve 
la importancia que en ella tenía la «oración»: «Perseveraban 
en oír la enseñanza de los Apóstoles, y en la unión fraterna, 
en la fracción del pan y en la oración... Diariamente acudían 
unánimemente al templo, partían el pan en las casas... 
alabando a Dios» (Act 2, 42. 46-47). Y también: «Todos éstos 
perseveraban unánimes en la oración... con María, la Madre 
de Jesús» (Act 1, 14).

2. En la comunidad de los creyentes en oración, María está 
presente, no sólo en los orígenes de la fe, sino en todo 
tiempo. 
«Así aparece Ella en la visita a la madre del Precursor, 
donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, 
de humildad, de fe, de esperanza: tal es el Magníficat, la 
oración por excelencia de María, él canto de los tiempos 
mesiánicos, en el que confluyen la exultación del Antiguo y del 
Nuevo Israel» (Exhortación Apostólica de Pablo VI Marialis 
cultus, 18). María aparece virgen en oración en Caná, virgen 
en oración en el Cenáculo. «Presencia orante de María en la 
Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, 
asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y 
salvación. Virgen orante es también la Iglesia, que cada día 
presenta al Padre las necesidades de sus hijos, alaba 
incesantemente al Señor e intercede por la salvación del 
mundo» (ib. 181).

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EL ROSARIO 

El Rosario es mi oración preferida. Oración maravillosa en 
su sencillez y en su profundidad. En esta oración repetimos 
muchas veces las palabras que la Virgen María escuchó de 
boca del ángel y de su prima Isabel. A estas palabras se 
asocia toda la Iglesia.
Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, una 
oración-comentario del último capítulo de la Constitución 
"Lumen Gentium" del Vaticano II, capítulo que trata de la 
admirable presencia de la Madre de Dios en el misterio de 
Cristo y de la Iglesia. 
Sobre el fondo de las palabras "Dios te salve, María", pasan 
ante los ojos del que las reza los principales episodios de la 
vida de Cristo, con sus misterios gozosos, dolorosos y 
gloriosos, que nos hacen entrar en comunión con Cristo, 
podríamos decir, a través del corazón de su Madre. 
Nuestro corazón puede encerrar en estas decenas del 
Rosario todos los hechos que componen la vida de cada 
individuo, de cada familia, de cada nación, de la Iglesia y de la 
humanidad: los acontecimientos personales y los del prójimo 
y, de modo particular, de los que más queremos. Así, la 
sencilla oración del Rosario late al ritmo de la vida humana". 
S.S. Juan Pablo II