12. PERSEVERABAN EN LA ORACIÓN CON MARÍA,
    LA MADRE DE JESÚS

 

A) MARÍA, ICONO DEL MISTERIO TRINITARIO

En los Hechos se menciona a María en uno de los sumarios que describen la vida de la Iglesia naciente: "Todos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" (1,14). Presente como protagonista en los comienzos de la vida terrena del Hijo con la disponibilidad total de su fe, María está igualmente presente en la comunidad orante de la Iglesia naciente, sobre la que desciende el Espíritu Santo. Los discípulos viven con María la experiencia del Espíritu Santo, que ella ya ha tenido en la Anunciación.1

1Son muchas las analogías entre la Anunciación y Pentecostés: A María se le promete el Espíritu Santo como "potencia del Altísimo", que "descenderá" sobre ella (Lc 1,35); a los apóstoles se les promete igualmente el Espíritu Santo "como potencia" que "descenderá de lo alto" sobre ellos (Hch 2,8). Y, recibido el Espíritu Santo, María comienza a proclamar, con lenguaje inspirado, las grandes obras cumplidas por el Señor en ella (Lc 1,46.49); igualmente, los apóstoles, recibido el Espíritu Santo, comienzan a proclamar en varias lenguas las grandes obras de Dios (Hch 2,11). Y todos aquellos a quienes María es mandada son tocados, movidos, por el Espíritu Santo (Lc 1,41; 2,27). Es ciertamente la presencia de Jesús la que irradia el Espíritu, pero Jesús en María, obrando a través de ella. Ella aparece como el arca o el templo del Espíritu, figurado en la nube que la ha cubierto con su sombra. Es esta presencia de Cristo en la Iglesia la que comunica el Espíritu Santo en todos los hechos de los apóstoles.

La presencia de María en el cenáculo nos hace ver cómo ella era considerada ya el centro de la Iglesia apostólica. El Vaticano II une el momento de la Anunciación y el de Pentecostés, diciendo:

Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y los hermanos de Este (Hch 1,14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación (LG 59).

Después de la muerte, resurrección y ascensión de Cristo, se reúnen en torno a su Madre los que representaban a la familia de Jesús según la carne, "los hermanos", y los que representaban la familia en la fe, "los discípulos y las mujeres que le seguían". María, fiel a Cristo hasta la cruz, participa de su gloria, viendo reunidos en torno a ella a los rescatados por su Hijo. Su gloria es su nueva maternidad. Esta es la última imagen de María que nos ofrece la Escritura en su vida terrena: María, la madre de Jesús, en medio de los discípulos constantes en la oración. Es la presencia orante en el corazón de la Iglesia naciente.

Si la hora de la Anunciación determinó toda la existencia ulterior de María, algo semejante ocurre con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Lo que ocurre en los apóstoles nos ayuda a comprender lo que en aquella hora ocurrió en María. Hasta entonces los apóstoles están "ante" Jesús, sin comprenderle, a pesar de la familiaridad de su convivencia. Desde Pentecostés están "en" Él, saben de Él y hablan de Él como "testigos". Por sus palabras, los oyentes se hacen creyentes. En María este proceso se ha ido dando a lo largo de toda su vida, bajo la acción del mismo Espíritu, que la cubrió con su sombra en la Anunciación, pero el núcleo de la relación con Jesús es análogo al de los apóstoles. Tampoco ella, al principio, "comprende"; también ella vive en una fe perseverante, hasta que recibe la luz del Paráclito, que la "lleva a la verdad completa". La totalidad de la existencia de su Hijo se le hizo patente a la luz del Espíritu. Los diversos acontecimientos, actos, palabras, que "había guardado en su corazón", se los recuerda el Espíritu y se le vuelven transparentes. Entonces recibió la respuesta viva al "por qué", que su corazón había pronunciado tantas veces ante la actuación de su Hijo (Lc 2,48).

En Pentecostés puede realmente reconocer a su Hijo como el Hijo de Dios hecho hombre en su seno; comprende su vida como vida del Dios-Hombre y su misión como acontecimiento de redención de los hombres. También en aquella hora comprende del todo su misión personal de madre del Hijo de Dios y como primera redimida. Desde aquella hora, María pudo hacer suyas las expresiones de Pablo: "Cristo en mí", "yo en Cristo", "no vivo yo, sino que Cristo vive en mí". Allí, en el Cenáculo con los discípulos, comprendió la misión que su Hijo la encomendara desde la cruz: "He ahí a tu hijo". Su seno se dilató para acoger al cuerpo de Cristo, la comunidad de su Hijo.

Después de Pentecostés, como antes, Jesús era para ella su Hijo, con la entrañable exclusividad de esta relación. Pero, a la vez, ella le comprende ya profundamente como Cristo, Mesías, Redentor de todos los hombres. Entonces su amor de madre a Cristo se dilata hasta abrazar a todos los discípulos "a quienes El amaba". Su amor materno a Cristo asume a aquellos entre los cuales Cristo es "primogénito entre muchos hermanos". La Madre de Cristo se convierte en Madre de los creyentes. El Papa Pablo VI, en la Marialis cultus, comenta ampliamente la relación de María y el Espíritu Santo:

Ante todo es conveniente que la piedad mariana exprese la nota trinitaria... Pues el culto cristiano es, por su naturaleza, culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu Santo... En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de El: en vistas a El, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo... La reflexión teológica y la liturgia han subrayado cómo la intervención santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos santos Padres y escritores eclesiásticos2 atribuyeron a la acción del Espíritu la santidad original de María, como plasmada y convertida en nueva creatura por El; reflexionando sobre los textos evangélicos (...), descubrieron en la intervención del Espíritu Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María y la transformó en Aula del Rey, Templo o Tabernáculo del Señor, Arca de la Alianza o de la Santificación. Profundizando más en el misterio de la Encarnación, vieron en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por Prudencio: la Virgen núbil se desposa con el Espíritu y la llamaron Sagrario del Espíritu Santo, expresión que subraya el carácter sagrado de la Virgen, convertida en mansión estable del Espíritu de Dios... De El brotó, como de un manantial, la plenitud de la gracia y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí que atribuyeron al Espíritu Santo la fe, la esperanza y la caridad que animaron el corazón de la Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a la voluntad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su "compasión" a los pies de la cruz; señalaron en el canto profético de María (Le 1,46-55) un particular influjo de aquel Espíritu que había hablado por boca de los profetas; finalmente, considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo donde el Espíritu Santo descendió sobre la naciente Iglesia (Hch 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos datos el antiguo tema María-Iglesia; y, sobre todo, recurrieron a la intercesión de la Virgen para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en su propia alma (MC 25-26).3

2 Cfr. en la encíclica las referencias.
3 Aún es más extensa la enumeración de relaciones entre María y el Espíritu Santo en la Carta del mismo Papa Pablo VI al cardenal Suenens con ocasión del XIV Congreso Mariano Internacional del 1975. Cfr. CEC 721-726.

María, plasmada por el Espíritu Santo, es la mujer del misterio. Ya la escena de la Anunciación revela cómo está envuelta en el misterio de Dios, al acoger en sí misma por obra del Espíritu Santo al Hijo del Padre: "Su estructura narrativa revela por primera vez de un modo absolutamente claro la Trinidad de Dios. Las primeras palabras del ángel, que definen a María como la `llena de gracia' por excelencia, son expresión del saludo del Señor, de Yahveh, del Padre, que ella como creyente hebrea conoce muy bien. Tras su aturdimiento sobre el significado de aquel saludo, el ángel le revela en una segunda intervención que nacerá de ella el Hijo del Altísimo, que será el Mesías para la casa de Jacob. Y a la pregunta de qué es lo que se esperaba de ella, el ángel le manifiesta en una tercera intervención que el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra, de manera que su hijo será llamado con toda razón el santo y el Hijo de Dios".4

San Francisco de Asís, en una oración, expresa la relación de María con las tres personas de la Trinidad: "Santa María Virgen, no hay mujer alguna, nacida en el mundo, que te iguale, hija y sierva del Altísimo Rey, el Padre celestial, madre del santísimo Señor nuestro Jesucristo, esposa del Espíritu Santo..., ruega por nosotros a tu santísimo Hijo querido, Señor y Maestro".5 Y también el Vaticano II, sitúa a María en el misterio trinitario. El capítulo VIII de la LG comienza y termina con una referencia a la Trinidad. Implicada en el designio del Padre, María es cubierta por la sombra del Espíritu Santo, que

4 H.U. VON BALTHASAR, María nella dottrina e nel culto della Chiesa, en Maria Chiesanascente, o.c.,p.48.
5 SAN FRANCISCO DE ASÍS, Oficio de la Pasión del Señor, Fonti Francescane,n. 281.

hace de ella la madre del Hijo eterno hecho hombre. Entre María y la Trinidad se establece una relación de intimidad única: "Redimida de un modo eminente en atención a los futuros méritos de su Hijo, y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo" (LG 53). María es "el santuario y el reposo de la santísima Trinidad".6 La maternidad divina de María ha vinculado a María estrechamente con las personas trinitarias. Por ser madre del Hijo entra necesariamente en relación con el Padre y también con el Espíritu Santo, por obra del cual le concibe.

A las tres divinas personas hacen referencia los aspectos de la única Virgen-Madre-Esposa. En cuanto Virgen, María está ante el Padre como receptividad pura y se ofrece, por tanto, como imagen de aquel que en la eternidad es puro recibir, puro dejarse amar, el engendrado, el amado, el Hijo. En cuanto Madre del Verbo encarnado, María se refiere a El en la gratuidad del don, como fuente de amor que da la vida y es, por tanto, el icono maternal de aquel que desde siempre y para siempre comenzó a amar y es fontalidad pura, puro dar, el engendrante, la fuente primera, el eterno amante, el Padre. En cuanto arca de la alianza nupcial entre el cielo y la tierra, Esposa en la que el Eterno une consigo a la historia y la colma con la novedad sorprendente de su don, María se refiere a la comunión entre el Padre y el Hijo, y entre ellos y el mundo, y se ofrece, por tanto, como icono del Espíritu Santo, que es nupcialidad eterna, vínculo de amor infinito y apertura permanente del misterio de Dios a los hombres. En María, humilde sierva del Señor, se refleja, pues, el misterio mismo de las relaciones divinas. En la unidad de su persona se reproduce la huella de la vida plena del Dios personal.7

La fe, la caridad y la esperanza reflejan en María la profundidad del asentimiento a la iniciativa trinitaria y la huella que esa misma iniciativa imprime indeleblemente en ella. La Virgen se ofrece, pues, como el icono del hombre según el proyecto de Dios. Virgen-Madre-Esposa, María acoge en sí el misterio, lo revela al mundo, ofreciéndose como lugar de alianza esponsal. Dios escoge a una Virgen para manifestarse, a una Madre para comunicarse, a una Esposa para hacer alianza con los hombres.

6 SAN LUIS MARÍA GRIÑÓN DE MONTFORT, Tratado de la verdadera devoción, en Obras, Madrid 1954, p.440.
7
B. FORTE, María, la mujer icono del misterio, Salamanca 1993, p.163ss.

 

B) MARÍA, HIJA E ICONO DEL PADRE

María conoció en su existencia terrena la triple condición de Virgen, Madre y Esposa, sin perder nunca ninguno de estos tres aspectos. María es "la Virgen". Así la reconoce la fe cristiana desde sus orígenes. El credo niceno-constantinopolitano confiesa, no que es una virgen, sino "la Virgen". La virginidad no es en ella una etapa de su vida, sino una cualificación permanente: es la "siempre Virgen".8 La condición virginal de María está de tal modo vinculada a la Madre del Señor que la fe de la Iglesia ha sentido la necesidad de confesarla como la "siempre Virgen".9

Frente a Israel, que pierde su virginidad cuando se aparta de la fidelidad al Señor, único Esposo del pueblo,10 la presentación de María como Virgen manifiesta su fidelidad plena a la alianza con Dios. La condición física de virginidad remite a una condición espiritual más profunda: María es la creyente, la bienaventurada por haber creído en el cumplimiento de las palabras del Señor, acogiéndolas y meditándolas en su corazón. Profundamente femenina en la capacidad de acogida radical, de silencio fecundo, de receptividad del Otro, la Virgen se deja plasmar totalmente por Dios. Su virginidad es la expresión de la radical donación de sí misma a Dios Padre, dejándose habitar y conducir por El. Así, virgen en el cuerpo y en el corazón, vivió el inaudito acontecimiento de la anunciación y de la concepción, por obra del Espíritu Santo sin concurso humano, del Hijo de Dios hecho hombre.

La Virgen, sin dejar de serlo, es Madre. Y así, María es el icono maternal de la paternidad de Dios, que tanto amó al mundo que le entregó su Hijo: "El mismo engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, ha sido engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad".1i El Hijo de María es el Hijo de Dios, verdaderamente Dios. Y el Hijo de Dios es el Hijo de María, verdaderamente hombre. Lo primero guar-

8 DS 150.
9
Concilio Constantinopolitano II, DS 422; Concilio Lateranense I, DS 503.
10 Os 2; Jr 18,13; 31,4.21; Am 5,1-6.
11 Concilio de Calcedonia, DS 301.

da relación con el misterio de la elección de María por parte de Dios para ser la Madre de su Hijo Unigénito: engendrado desde toda la eternidad en el seno del Padre es engendrado en el tiempo en el seno virginal de María. María es la tierra virgen en la que el Unigénito del Padre ha puesto su tienda entre los hombres. Pero también es verdad que el Hijo de Dios es verdaderamente Hijo de María. No recibió una apariencia de carne, no se avergonzó de la fragilidad y pobreza de la carne humana, sino que "se hizo" realmente hombre, plantó de veras su tienda entre nosotros. La Virgen Madre es verdaderamente el seno humano del Dios encarnado. El hecho de que el Dios encarnado tenga una Madre verdadera dice hasta qué punto El es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Llamar a María Madre de Dios quiere decir expresar de la única manera adecuada el misterio de la encarnación de Dios hecho hombre.

Dios ha manifestado a Moisés su Nombre: "El Señor, Dios misericordioso y compasivo, lento a la ira y rico de gracia y fidelidad" (Ex 34,6). El término "misericordioso" en hebreo se dice taraham, que procede de la raíz raham, que significa "seno materno", "útero", "matriz". Dios se ha nombrado a sí mismo como "seno materno" que da la vida. Dios se nos ha revelado, pues, como Madre que da la vida en la ternura y el amor (Os 11,1-8; Is 63,15-16). Por ello, podemos decir que la imagen de Dios en la mujer se refleja en su misma fisiología, en todo lo que la hace capaz de concebir, llevar, nutrir y dar la vida física y espiritualmente. María constituye "el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre".12

12 Puebla 282.

Eva significa la "madre de la vida". María, nueva Eva, es este icono viviente de Dios dador de vida. Por esto es virgen. La virginidad, -de toda mujer-, es como un sello, que cierra a la mujer, haciendo patente que la mujer no es una hembra disponible a todos los machos, como ocurre con los animales, sino que está reservada para dar la vida, participando con el Dios creador y misericordioso: "Jardín cerrado eres tú, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada" (Ct 4,12; Pr 5,15-20). El Espíritu Santo, que ha inspirado este texto, ha inspirado a la Iglesia cuando lo ha aplicado a María. Significa que María, la Virgen, es totalmente de Dios, en la unidad de su ser corporeo-espiritual. María pertenece a Dios en la totalidad de su existencia, íntegramente, virginalmente. Es el signo de lo que todo bautizado está llamado a ser: "una sola cosa con Cristo" (Rm 6,5).

La imagen de Dios que nos muestra la concepción virginal de María es la del Dios de la iniciativa gratuita de amor hacia su sierva y, en ella, hacia la humanidad entera. En María resplandece la imagen del "Padre de la misericordia" (LG 56), que sale del silencio para pronunciar en el tiempo su Palabra, vinculándola a la humildad de una hora, de un lugar, de una carne (Lc 1,26-27). En este asombroso milagro, Dios es el que tiene la iniciativa, invitando a María y suscitando en ella la capacidad de respuesta. María lo único que presenta es su virginidad de cuerpo y de corazón ante el poder de Aquel para quien nada es imposible (Le 1,37). Y gracias a este puro actuar divino, el fruto de la concepción es también divino, el Hijo del Altísimo. La virginidad de María no es causa, sino sólo la condición escogida libremente por Dios como signo del carácter prodigioso del nuevo comienzo del mundo. María es la Madre del Hijo de Dios, no por ser virgen, sino porque el Padre la ha escogido como virgen y la ha cubierto con la sombra del Espíritu. Pero la elección de una virgen expresa el carácter extraordinario del acontecimiento. La ausencia de un padre terreno pone de manifiesto cómo la única forma fecunda de situarse ante Dios es la de la acogida en la fe virginal. El silencio acogedor de un seno de mujer fue escogido por Dios como espacio en donde hacer resonar su Palabra hecha carne en el mundo. La virginidad de María se ofrece, pues, como signo del acontecimiento prodigioso que Dios ha realizado en ella, haciéndola madre de su propio Hijo.

Al confesar, más tarde, la virginidad en el parto, la Iglesia quiso transmitir el asombro frente a una maternidad virginal, que es signo de lo que sólo Dios puede realizar: la encarnación del Hijo eterno en la historia de los hombres. La negación de la virginidad de la Madre, escogida por Dios como lugar y signo del milagro de la encarnación del Hijo, se traduce inevitablemente en la negación de la condición divina del Hijo engendrado en ella. Separar el significado del hecho de este signo, como si lo uno pudiera subsistir sin lo otro, no es legítimo. Afirmar que la condición virginal no forma parte del "núcleo central del evangelio" ni constituye "un fenómeno histórico-biológico", sino que es tan sólo una "leyenda etiológica", "un símbolo preñante" del giro realizado por Dios en Jesucristo, es contradecir a la economía de la revelación, hecha de acontecimientos y de palabras íntimamente vinculados entre sí.13 "El hecho biológico de la concepción virginal no puede separase jamás del sentido profundo escondido en él... Toda la obra de la salvación es una intervención de Dios en la historia por medio de hechos concretos. La revelación del plan de salvación querido por Dios se encuentra precisamente escondida en esos hechos y no puede separarse de ellos. Lo mismo ocurre con la concepción virginal de Jesús, que se convierte de este modo en un símbolo significativo del misterio".14 La negación del hecho de la concepción virginal, como signo del misterio encerrado en él, se convierte en negación del mismo misterio.

La Madre de Dios, como imagen maternal de la paternidad divina, nos permite percibir la imagen de un Dios al que corresponde la primacía y la gloria, pero cuyos rasgos fundamentales son los de la gratuidad, los del amor entrañable y maternal. Así se muestra ya en la fe de Israel, cuando habla del amor cariñoso y envolvente de Dios, parecido al amor entrañable de una madre.15 El cariño o la misericordia del Padre asumen un rostro, una configuración concreta en María. Es lo que intenta comunicar el famoso icono de la Madre de Dios de Vladimir, llamado "Virgen de la ternura", como los iconos de la llamada "Eleúsa", la tierna, la misericordiosa.16

Pero la Madre de Dios es icono materno del Padre también en su maternidad espiritual respecto a los que el Padre ha hecho hijos en el Hijo nacido de María: "Dios Padre ha comunicado a María su fecundidad, en cuanto una pura criatura era capaz de recibirla, para concederla el poder de producir a su Hijo y a todos los miembros de su cuerpo místico".17 A esta luz comprendemos la mediación maternal de María y su presencia, no sólo junto a su Hijo, sino también junto a todos los que son hechos hijos en el Hijo (LG 60-62; RM 21-24).

13 Esta concepción aparece en el Nuevo catecismo holandés yen H. KÚNG, Ser cristiano, Madrid 1977,p.580.
141. DE LA POTTERIE, o. c.,p.146s.
15Rahem, rahamim significa "útero materno", "amor entrañable", referido a la matriz. Cfr. Jr 31,20; Is 49,14-15; 66,13...
16 Cfr. G. GHARIB, Iconos, en
NDM.
17
SAN LUIS GRIÑÓN DE MONFORT, Tratado de la verdadera devoción, p.446.

 

C) MADRE DEL HIJO

María es la Madre del Señor (Lc 1,43), según el testimonio de la Escritura; la Madre de Dios, como la define la fe de la Iglesia en Calcedonia (451): "Siguiendo, pues, a los santos Padres, todos a una enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo..., engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad".18 Y, antes aún, el concilio de Efeso (431) había precisado: "Porque no nació primeramente un hombre vulgar de la santa Virgen y luego descendió sobre él el Verbo; sino que unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De acta manera, los santos padres no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios (Theotókos) a la santa Virgen".19 Y ya antes la Iglesia en su oración había llamado a la Virgen "Madre de Dios", como aparece en el tropario del siglo III: "Sub tuum praesidium": "Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios...".

18 DS 301.
19
DS 251.

Esta maternidad abarca en primer lugar el nivel físico de la gestación y del parto, con todo el conjunto de cariño y solicitud que lleva consigo: "Dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada" (Lc 2,7.12.16). Al mismo tiempo abarca la preocupación maternal por aquel que "iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52). Esta preocupación la expresa María, al encontrarlo en el templo a los doce años: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando" (2,41-50). Las relaciones maternales eran tan perceptibles que Jesús es señalado simplemente como "el hijo de María" (Mc 6,3). La fidelidad a los textos nos hace percibir en estas alusiones la profundidad de la comunicación de vida y de afectos que existía entre Jesús y su Madre. Los episodios de Caná y el de la Madre al pie de la cruz son una prueba más de ello. Y, sin embargo, en estos textos se vislumbra la voluntad de Jesús de superar estas relaciones tan profundas, llevando a su Madre a otra dimensión más alta: la de la fe (Le 8,19-21; 11,27-28). El testimonio de la Escritura nos hace comprender cómo María supo aceptar y vivir este "paso a la fe".

El Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada, para que, de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer contribuyera a la vida... Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino se convirtió en Madre de Jesús y, al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con El y bajo El, con la gracia de Dios omnipotente (LG 56).

El hecho de que aquellos que Cristo ha rescatado se hayan hecho, por medio del Espíritu Santo, hijos adoptivos del Padre, ha generado una nueva fraternidad: la fraternidad en el Padre y en el Hijo por medio del Espíritu Sa>ato. Se puede hablar de una nueva familia: los hombres se han convertido en hermanos de Jesús, hijos del Padre, mediante el Espíritu Santo (Jn 20,17; Hb 2,11-12). Como hermanos suyos, Cristo les ha declarado hijos de su Madre, confiándoles a sus cuidados. Ella puede interceder ahora con todo derecho en favor de ellos, siempre que les falte el "vino", la alegría, la fiesta. Nueva Eva, madre de los vivientes, María es la "ayuda" ofrecida a Cristo para que se encarnara y, tomando verdaderamente la carne humana, verdaderamente nos redimiera, "llevando mediante su oblación a la perfección para siempre a los santificados". Para siempre María está como "ayuda" junto a Cristo intercediendo por quienes el Hijo le ha confiado como hijos. María es mujer y madre y, por tanto, "ayuda".

La maternidad de la Virgen constituye, pues, la figura humana de la paternidad divina, como atestigua la oración litúrgica oriental, que dirigiéndose a María dice: "Tú has engendrado al Hijo sin padre, este Hijo que el Padre ha engendrado antes de los siglos sin madre".20 La generación física del Hijo, seguida por la constante solicitud maternal, manifiesta la gratuidad del amor de la Madre, que se dilata a las relaciones de caridad atenta, concreta y cariñosa con los demás y a su maternidad espiritual universal. En este amor maternal se refleja el amor eterno del Padre, su amar sin verse obligado a amar, su amor totalmente gratuito. Dios Padre no nos ama porque seamos buenos, sino que nos hace buenos al amarnos. Esta gratuidad luminosa, este gozo de amar encuentra su imagen en la prontitud de María al asentimiento, en su disponibilidad para el don, aunque la lleve hasta la cruz. Realmente el Padre plasmó en María la imagen de su paternidad. Es primero y ante todo por su participación en la paternidad de la primera Persona como María llega a ser la madre del Hijo. El Hijo acepta esta filiación temporal del mismo modo que desde la eternidad acepta la procesión que le viene del Padre y le constituye Hijo. De esta manera, "Dios ha hecho de la filiación humana del Verbo una imagen de su filiación divina".21

20 Citado por P. EVDOKIMOV en La mujer y la salvación del mundo, p.159.
21 R. LAURENTIN, La Vergine Maria, Roma 1970, p.238.

María es la madre que acompaña en el amor durante toda la existencia humana del Señor entre nosotros. Su participación en la vida, muerte y resurrección del Salvador se caracteriza por el vínculo materno, el amor entrañable, que la lleva a acoger a Cristo, a presentarlo a Isabel, a los pastores y a los magos, a ofrecerle a Dios en el templo, y a invitar a todos a hacer "todo lo que El diga"... María no se interpone, sino que siempre colabora en la misión del Hijo. Lo mismo que el

Padre da su Hijo a los hombres, así María, icono materno del Padre, ofrenda el Hijo al Padre y a los hombres. Su participación en la redención no es otra que la de entregar su Hijo a los hombres, uniendo su intercesión y ofrenda al único y perfecto sacrificio de Cristo:

Efectivamente, la mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno que la distingue de las demás criaturas que, de un modo diverso y siempre subordinado, participan de la única mediación de Cristo, siendo también la suya una mediación participada (RM 38; Cfr.21-23).

Es claro que la fe cristiana confiesa que "Dios es único, como único también es el mediador entre Dios y los hombres: un hombre, Jesucristo, que se entregó a sí mismo para redimir a todos" (lTm 2,5s). Pero la participación de María en la obra de su Hijo no oscurece esta única mediación de Cristo:

Uno solo es nuestro mediador según las palabras del Apóstol... Sin embargo, la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien, sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la sobreabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta (LG 60; Cfr. 62).

Esta mediación de María tiene su origen en el beneplácito libre y gratuito de Dios; se basa en el ser maternal de María, en el que el Padre ha impreso gratuitamente una huella de su paternidad; consiste en la doble misión de la "maternidad espiritual" por la que la Madre de Dios contribuye a engendrar a Cristo en el corazón de los creyentes, y de la "intercesión", en virtud de la cual María une su propia ofrenda y la de los fieles al sacrificio del Salvador, ofrecido y acogido por el Padre.

Dado que los dones y la llamada de Dios son irrevocables (Rm 11,29), la participación de María en el misterio de la generación del Hijo está grabada indeleblemente en su ser. El "ser maternal", que le ha sido concedido por Dios, es irrevocable en la eternidad de la fidelidad divina. María vive plenamente en la Trinidad como "Madre del Hijo" y, gracias a esta presencia viva en el misterio trinitario, actúa en la historia de la salvación conforme a ese ser maternal. Después de Pentecostés, los apóstoles, recibido el Espíritu Santo, parten a la misión, evangelizan, fundan comunidades cristianas. Pero de María no encontramos ni en los Hechos ni en las Cartas ni una palabra más. María queda en el silencio, como si de ella no hubiera más que decir que "estaba con los apóstoles perseverantes en la oración".

María es el icono de la Iglesia orante. Es lo que ha querido representar el Icono de María en la Ascensión de Jesús al cielo, de la escuela de Rublev (s.XV), conservado en la Galería Tretakob en Moscú. Este icono no se fija sólo en el momento de la Ascensión, sino que nos quiere mostrar la vida de la Iglesia y, en particular, el carisma de María tras la Ascensión de Jesús al cielo. Allí está también San Pablo que no estaba entre los apóstoles en el momento de la Ascensión. En el icono, María está en pie, con los brazos abiertos en actitud orante, como aislada del resto de la escena por la figura de dos ángeles vestidos de blanco. Pero está en el centro, como el árbol maestro que asegura el equilibrio y estabilidad de la barca. En torno a ella están los apóstoles, todos con un pie o una mano alzada, en movimiento, representando a la Iglesia que parte a la misión evangelizadora. María, en cambio, está inmóvil, bajo Jesús, justo en el lugar desde donde El ha ascendido al cielo, corno queriendo mantener viva la memoria y la espera de El. Desde su asunción a los cielos

"no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada" (LG 62). 'Así, la que está presente en el misterio de Cristo como madre, se hace -por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo- presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia sigue siendo una presencia materna, como indican las palabra pronunciadas en la cruz: `Mujer, ahí tienes a tu hijo', `Ahí tienes a tu madre"' (RM 24).

 

D) ESPOSA EN EL ESPÍRITU SANTO

Se ha dicho del Espíritu que es la humildad de Dios. El está, en efecto, en total referencia a otros: al Padre, del cual él es el Espíritu de paternidad; y al Hijo, del cual él es el Espíritu de filiación. No se afirma nunca frente al otro; es su interioridad, su profundidad. El no es ni el engendrante ni el engendrado; no es el amante ni el amado, ni el revelador ni el revelado; él es el engendramiento, el amor, la revelación, todo al servicio del Padre y del Hijo. María, invadida por este misterio, vive en referencia al Padre, por quien ella es madre; a Cristo, del cual es madre. Del mismo modo que el Espíritu no tiene nombre, así María en el evangelio de Juan no tiene nombre, se eclipsa en su misión y es llamada "la mujer" o "la madre de Jesús". Pero la humildad es siempre exaltada. El Espíritu, que es la humildad de Dios, es también su gloria, llamado "Espíritu de gloria" (1P 4,14). En él brilla la inmensa grandeza de Dios, su poder de infinita paternidad, de amor ilimitado. La humildad es la acogida que María da al poder de Dios. En su desnudez se deja vestir del sol. "El Espíritu Santo, que por su poder cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando en ella inicio a la divina maternidad, al mismo tiempo hizo su corazón perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios, que superaba todo pensamiento y toda capacidad del hombre".22 El Espíritu Santo es, en María, el sello del amor personal del Padre y del Hijo.

22 JUAN PABLO II, Dominum et Vivifloantem, n.51.

María es obra del Espíritu Santo, según expresión de los Padres. Ocupa un lugar privilegiado en el misterio cristiano por obra del Espíritu Santo, que la enriqueció con sus dones para que fuera la Madre de Cristo y el modelo de la Iglesia. María es la llena del Espíritu Santo desde su concepción inmaculada y en su maternidad "por obra del Espíritu Santo". Y, en Pentecostés, en medio de la comunidad cristiana, está María para ser colmada de nuevo con el fuego del Espíritu Santo. Por eso en los textos litúrgicos se la llama la "Virgen de Pentecostés", "Nuestra Señora, la llena del Espíritu". El evangelio de San Lucas comienza destacando la relación del Espíritu Santo con María - "el Espíritu vendrá sobre ti"-, y termina con el nacimiento de la Iglesia por obra también del Espíritu: "recibiréis la fuerza del Espíritu que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos...".

San Francisco de Asís ha llamado a María Esposa del Espíritu Santo. Y es que Jesús ha unido para siempre a María y al Espíritu Santo, mucho más de lo que puede unir un hijo a su padre y madre. Jesús es para siempre, en el Reino del Padre, en la Iglesia, en la Eucaristía... el "engendrado por el Espíritu Santo y por la Virgen María". En María la Palabra se ha hecho carne por obra del Espíritu Santo. Este título de "Esposa del Espíritu Santo" era frecuente en la piedad y teología antes del Concilio. Pero como no aparece en la Escritura ni en la tradición patrística el Vaticano II decidió evitarlo. En la Escritura la unión esponsal caracteriza las relaciones entre Yahveh e Israel; y en el Nuevo Testamento esta relación se transfirió a Cristo y la Iglesia. Los Santos Padres tampoco usan este título en relación a María; prefieren llamar a María "Sagrario del Espíritu Santo", "Arca de la Nueva Alianza", "Tálamo del Espíritu Santo". Así el Concilio ha reservado el término de esposo a Cristo y el de esposa a la Iglesia. A María le da el título de "Sagrario del Espíritu Santo" (LG 53), con el que se indica la relación de intimidad extraordinaria de María con el Espíritu Santo. Y creo que se puede hablar de María "Esposa en el Espíritu Santo".

Todo lo que ocurre en María realiza lo que la fe y la esperanza de Israel había confesado a través de la imagen de la alianza nupcial: "El Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá un esposo. Como un joven se casa con su novia, así se casará contigo tu constructor; así se gozará contigo tu Dios" (Is 62,4s). "Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho, en amor y en ternura; te desposaré en fidelidad, y tú conocerás al Señor" (Os 2,21-22)

El título de esposa es el que más inmediatamente sitúa a María en el misterio de la alianza. Y, puesto que la alianza prometida está vinculada al Espíritu y la Virgen ha sido cubierta por su sombra, en este título esponsal se evoca de modo especial la obra del Espíritu Santo en María. El misterio nupcial de la Virgen Madre la sitúa en relación con Aquel que es, en el misterio de Dios, la nupcialidad eterna del Padre y del Hijo y, en la historia de la salvación, el artífice de la alianza esponsal entre Dios y su pueblo.

La imagen de Dios que nos ofrece María, como esposa, es la del Dios cercano, que se hace Emmanuel, Dios con nosotros. En el seno de María Dios se une a los hombres en alianza nupcial. El Espíritu Santo, que cubre a María con su sombra, hace presente en el interior de nuestra carne el misterio trinitario. En el seno de María, por obra del Espíritu Santo, se unen el Padre engendrante y el Hijo engendrado tan realmente que el engendrado por María en el tiempo es el mismo y único Hijo de Dios, engendrado en la eternidad. El Espíritu Santo, amor personal, une en el seno de María, el Hijo amado con el Padre amante.

El Espíritu Santo es la nupcialidad, el vínculo de amor eterno entre el Padre y el Hijo, y también el vínculo de amor que une al Padre con el Hijo encarnado en el seno de María. El Espíritu Santo es también el vínculo de la alianza entre Dios y los hombres en la Iglesia. María, arca de la alianza, Esposa de las bodas escatológicas entre Dios y su pueblo, está íntimamente vinculada al Espíritu Santo, derramado sobre ella para actuar la nueva y eterna alianza, sellada en la sangre de Cristo. En el Espíritu Santo, María se une con el Padre y con el Hijo. En el Espíritu Santo, María participa de la fecundidad del Padre y de la filiación del Hijo. Esposa en el Espíritu, María se nos presenta como la transparencia de su acción esponsal, como vínculo de unidad, sello del amor divino en su vida trinitaria y en su actuación salvadora. Madre del Hijo de Dios, hija predilecta del Padre, María es "templo del Espíritu Santo" (LG 53), "sagrario" y "mansión estable del Espíritu de Dios" (MC 26). El Espíritu es el que hace de María la Esposa, haciéndola Virgen Madre del Hijo y de los hijos de la nueva alianza.

María es, por tanto, icono del Espíritu Santo. El Espíritu Santo siempre se manifiesta a través de la mediación de otra persona. No habla con voz propia, sino por medio de los profetas. Nadie tiene experienciadirecta del Espíritu Santo, sino de sus efectos, de las maravillas que obra en el mundo y en la historia de la salvación. En María se refleja el ser y el obrar del Espíritu. Poseída por el Espíritu desde el primer instante, en la encarnación, en el Calvario, en Pentecostés y en la vida de la Iglesia coopera con El, actúa bajo su impulso y posibilita su transmisión a la Iglesia. Ella es la realización perfecta de la comunión con Dios que el Espíritu Santo suscita y lleva a cabo en la Iglesia. María no suplanta al Espíritu Santo, sino que da rostro humano a su acción invisible. La Virgen, pues, "plasmada por el Espíritu", es icono del Espíritu Santo, reflejo de su misterio nupcial:

Profundizando en el misterio de la encarnación, los Padres vieron en la misteriosa relación Espíritu- María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por Prudencio: la Virgen núbil se desposa con el Espíritu (MC 26).

A través de imágenes bíblicas, San Luis Grignon de Monfort expresa la relación íntima y singular de María con el Espíritu Santo: María es la fuente sellada, el paraíso terrestre de tierra virgen, inmaculada, donde habita el Espíritu Santo. Este lugar tan santo es guardado, no por un querubín, sino por el mismo Espíritu Santo. Con el Espíritu Santo, María produce el más grande fruto que jamás se haya dado: un Dios-hombre. Por medio del Espíritu Santo, María continúa engendrando a los cristianos: "El Espíritu Santo, que se desposa con María, y en ella y por ella y de ella produjo su obra maestra, el Verbo encarnado, Jesucristo, como jamás la ha repudiado, continúa produciendo todos los días en ella y por ella a los predestinados por verdadero, aunque misterioso modo".23

Jesús, al morir en la cruz, "inclinando la cabeza, entregó su espíritu" (Jn 19,30). Y, a continuación, del costado abierto de Cristo, salió sangre y agua, cumpliéndose la profecía de Jesús, que había anunciado que de su seno brotarían ríos de agua viva, corno signo del Espíritu que recibirían los que creyeran en El (Jn 7,39). Allí, bajo la cruz, estaban María y Juan. Ellos son los "creyentes en El" que asisten al cumplimiento de la promesa, recibiendo el Espíritu de Cristo. Bajo la cruz, pues, estaba María recibiendo el Espíritu Santo, como inicio e imagen de la Iglesia.

En Pentecostés, María queda inmersa en el fuego del Espíritu Santo. Ya no está sólo cubierta por la sombra del Espíritu Santo, sino penetrada por su fuego junto con los discípulos, fundida con ellos, transformada en el único cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Ella, en el corazón de la Iglesia, transfigurada por el Espíritu Santo, es la memoria viva, testimonio singular del misterio de Cristo. Y hasta el final de los tiempos María permanece en el corazón de la Iglesia "implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo" (LG 59).

23 S. LUIS GRIGNON DE MONFORT, o.c.