MARÍA Y LA SANTÍSIMA TRINIDAD II

 

IV. Nuevo planteamiento del problema

El p. Joaquín M. Alonso, de tan grata memoria (+ 1981), nos ha ofrecido una visión sistemática de las relaciones entre María y la Trinidad. Su trabajo sigue conservando actualidad y es base para el nuevo planteamiento del problema. Por su mismo valor queremos completarlo, introduciendo algunas aportaciones de carácter histórico, psicológico, exegético y dogmático que han venido a enriquecer el tema.

Este nuevo planteamiento nos produce una especie de vértigo teológico. Después de unos años de aparente esterilidad y crisis mariológica, que coinciden con el primer posconcilio (del 1965 al 1978), ha surgido en la iglesia un movimiento muy intenso de recuperación o, mejor dicho, de recreación mariana, tal como ha venido a señalarlo S. de Flores en su último trabajo. Existen todavía algunos recelos, voces discordantes de miedo, intentos de involución... Pero podemos afirmar que, en su conjunto, la teología católica está recuperando su latido mariológico y lo hace con serenidad, con nuevas fuerzas creadoras. Pues bien, dentro de esa recuperación, al lado de trabajos de carácter bíblico, resultan fundamentales aquellos que sitúan a María dentro del contexto trinitario: en el conjunto de la economía salvadora, como revelación del Dios trino. Ocupa un lugar especial el aspecto pneumatológico, recogido con precisión en otro Documento de esta Base de Datos; junto a ese aspecto resaltamos el cristológico y teológico. María viene a presentarse de nuevo como signo trinitario; ella es garantía y testimonio de salvación desde el centro del misterio cristiano.

1. TRASFONDO DE HISTORIA DE LAS RELIGIONES.

M/MITOS-RELIGIOSOS: Durante mucho tiempo hemos mirado a la Virgen como un dato absolutamente diferente, separado de la historia de los hombres. Por eso nos sirvió de crisis descubrir que algunos de sus rasgos parecían asumidos de los mitos religiosos de los viejos pueblos: más que una figura cristiana, era figura de gran madre o virgen celestial de los antiguos ritos religiosos. Pues bien, ahora aprendemos, con asombro que la Virgen, para ser radicalmente cristiana, debe hallarse de algún modo enraizada en las esperanzas más profundas de los hombres. En esta perspectiva interpretamos ya los viejos temas y los mitos religiosos que nos hablan de las relaciones de María con las estructuras y esquemas trinitarios de la humanidad.

Uno de los ejemplos más significativos lo ofrece J. Morgenstern cuando analiza el mito religioso de la fertilidad en los antiguos pueblos semitas del oriente (Siria y Palestina). Ellos entendían de manera divina el proceso anual de la cosecha: el padre-dios del cielo fecunda con sus rayos de sol y con su lluvia a la diosa-madre de la tierra, que concibe y alumbra al hijo-dios de la cosecha. El padre es dios del cielo, conocido por su fuerza engendradora, y lleva el nombre de "El" o lo divino. La madre es Astarté o Ashera el signo original de la fecundidad, la esposa cósmica del cielo. La divinidad total se ha concebido, por tanto, en forma de pareja capaz de procrear, en gesto de constante unión y alumbramiento. Así nace Baal, el hijo, que es la vida igualmente divina.

Morgenstern supone que este esquema de fecundación divina y nacimiento cósmico se encuentra en el trasfondo de toda la historia religiosa israelita. Durante un tiempo, el profetismo pudo controlar la fuerza cósmica y vital de ese paganismo, resaltando la trascendencia de Yavé como Dios que se encuentra por encima del proceso de la vida de los hombres. Pero, partiendo del mensaje y experiencia de Jesús, el cristianismo adaptó de nuevo el viejo mito; de esa forma, su Dios-Padre corresponde al padre de los cielos; Jesucristo, que es Dios-Hijo, expresa al Baal o señor de la cosecha, que nace-muere-renace cada año (resucita); lógicamente, en este esquema, el Espíritu divino se tendría que haber explicitado como Madre-divina originaria o Madre tierra, a través de la virgen María. Explícitamente, el dogma cristiano ha roto aquel esquema situando el Espíritu-neutro- impersonal en el lugar en que se hallaba la diosa-madre-tierra. Sin embargo, en clave de simbólica sagrada, la virgen María, madre de Jesús, ha venido a ocupar el lugar de la madre en la tríada sagrada. Eso explicaría la facilidad con que se ha introducido y extendido su culto.

En apariencia, el pensamiento griego ha superado ese esquema trinitario de carácter sexual y vitalista: el proceso de la realidad, interpretado de un modo ternario, ya no está simbolizado por la oposición primera (de lo masculino-femenino) y por el surgimiento nuevo de la vida (el hijo). De todas formas, allí donde los griegos entraron en contacto creador con el antiguo mito volvieron a emplear el mismo esquema trinitario, como lo observamos en Egipto. Hubo en Egipto una tríada divina bien precisa: Osiris, que es Dios padre celestial, viene a reflejarse en Isis, la gran madre o signo de la sabiduría cósmica; de la unión de ambos proviene Horus, que es hijo salvador, el triunfo de la vida, el orden mismo de la realidad en que vivimos. Pues bien, sobre este fondo viene a desplegarse una línea muy significativa de la especulación judeo-helenista de Alejandría. Junto al Dios trascendente de la historia israelita viene a desvelarse la Sophia: ella es como esposa primordial de Dios, origen, arquetipo, madre de todo lo que surge y existe sobre el cosmos. A través de la Sophia surge el Logos o primera de las creaturas: es el orden inmanente de las cosas, reflejo de Dios (expresión de su Sophia) y primogénito o centro estructurante de todo lo creado. Este esquema teologiza y, en algún sentido racionaliza, unas relaciones de carácter dual (esponsal) y genético, interpretándolas en una perspectiva jerárquica y descendente de la realidad: la esposa, Sophia, aparece más como reflejo femenino de Dios Padre que como una persona independiente que se pueda situar en frente de él, de igual a igual, en un encuentro primigenio; por su parte, el hijo, Logos, que es el núcleo de la creación, ha roto de algún modo el círculo divino para presentarse como realidad inferior, entremezclada con la materia de esta tierra.

Un esquema de este tipo constituye el trasfondo en el que tiene que inscribirse la palabra original cristiana. Dejando a un lado todas las variantes conceptuales y matices, podemos afirmar que ha habido y sigue habiendo dos grandes soluciones. Una es de tipo gnóstico y diluye el cristianismo en un esquema general de manifestación-despliegue eterno de la realidad sagrada. Otra es de tipo histórico-eclesial: conserva la trascendencia de Dios e interpreta a María como madre histórica del Hijo encarnado. La solución gnóstica, expresada de mil formas en los ss. II-III d. C. nos presenta una constante: entiende a Dios como un proceso de dualización y unificación, de pérdida y encuentro, de salida y retorno. Las claves de ese proceso son siempre las mismas: en el principio está la dualidad, lo masculino-femenino; del principio brota la existencia concreta de la vida, en un proceso constante de generación que tiende a pervertirse de manera que es preciso el movimiento inverso del retorno hacia el principio. Pues bien, en la misma estructura de la realidad y en el proceso está siempre la mujer, que puede identificarse con la virgen María: ella es la esposa, complemento femenino del Dios simbolizado en forma de varón, ella es la madre, transmisora de la vida, ella puede convertirse en tentadora, signo del olvido, la ruptura primitiva... Normalmente esta mujer-madre se identifica con el Espíritu Santo y recibe rasgos cercanos a María, ella, la madre de Jesús interpretada en formas simbólicas cambiantes, se inscribe, por lo tanto, en el misterio de la trinidad (o cuaternidad) divina, originaria. De esta manera, los gnósticos cristianos tienden a olvidar la diferencia que hay entre creador y creatura; introducen toda la realidad en el esquema del proceso divino de salida y de retorno; y así pueden concebir a María, la mujer eterna, como un elemento (simbólico y real a la vez) del esquema divino trinitario (o cuaternario). Ellos entienden la historia como reflejo de lo que sucede eternamente. Por eso, María, mujer de la historia puede presentarse como la mujer intratrinitaria: es dualidad (lo femenino frente a lo masculino), es superación de dualidad (madre del hijo nuevo), es retorno a la unidad originaria, como inversión del proceso e identificación de todo ser en el pléroma divino de carácter muchas veces femenino.

La solución histórico-eclesial sólo se entiende como ruptura frente a la gnosis, en un proceso que empieza con los padres antignósticos (Justino, Ireneo, Tertuliano, Hipólito...) y culmina en los grandes concilios cristológico-trinitarios (Nicea, Éfeso, Calcedonia). Esa solución implica dos grandes consecuencias mariológicas. En primer lugar, María queda expulsada de la Trinidad: ella aparece como creatura, de parte de los hombres, distinguiéndose, por tanto, del Dios que es eternamente Padre-Hijo-Espíritu divino. Pero, al mismo tiempo, ella aparece como madre del Hijo trinitario, es decir madre del Hijo eterno o Theotókos. Esto introduce una ruptura radical escandalosa, creadora, en la visión de Dios y de los hombres.

La solución gnóstica representaba lo fácil, aquello que está en la línea de la proyección sagrada de las realidades de este mundo. La historia de los hombres se condensa como dualidad y engendramiento: se centra en la división de lo masculino-femenino, su unidad matrimonial, en el proceso de la vida que así surge, para dualizarse de nuevo y juntarse nuevamente. Allí donde el hombre diviniza este proceso, proyectando como trinidad distinta y unitaria al Padre-Madre-Hijo, está realizando un movimiento conceptual que resulta lógico: por un lado arraiga su vida en lo divino, por otro sacraliza el orden actualmente existente de la vida, del amor como dualidad-unión-generación. Así lo ha visto, de manera ejemplar, la crítica religiosa de Feuerbach. Por eso, lo difícil no es divinizar a la madre-virgen, introduciéndola en la trinidad originaria. Lo difícil es humanizarla. Los gnósticos siguieron el camino fácil lo mismo que ahora quieren seguirlo otros que aceptan y actualizan los esquemas viejos de la historia religiosa de la humanidad. A mi juicio es un camino fácil el de aquellos orientalistas que pretenden actualizar el viejo esquema ternario de la naturaleza sagrada. Entre ellos podemos citar a R. Guénon que ha destacado la novedad de la trinidad inmanente de la iglesia: el segundo término es el hijo, no una madre en simetría fundante con el padre, se rompe de esa forma la dualidad complementaria de lo masculino-femenino y se introduce un esquema nuevo de generación masculina (o suprasexual) que desborda los esquemas anteriores, finalmente el Espíritu, que procede del Padre-Hijo, no surge por concepción o generación, sino de un modo distinto. Esto significa que la Trinidad en sí desborda el plano de las religiones. Pero los cristianos, en la práctica, utilizan otro esquema trinitario, de carácter económico (histórico-salvífico) que equivale a los modelos ternarios de los pueblos de oriente, especialmente de China y de la India: Purusha, el cielo, representa al Padre; el Espíritu Santo, que actúa por María, y que de alguna formarse expresa a través de ella, viene a identificarse con Prakriti, que es la madre tierra; finalmente, el Hijo, Cristo, es el hombre universal, la humanidad de los que nacen del cielo y de la tierra. Ésta es la verdadera Trinidad, el esquema sagrado donde llegan a encontrarse y dialogar las diferentes tradiciones religiosas de la tierra. Surge así una especie de gran ecumenismo en que María puede venir a convertirse en signo de unidad y comunión sacral para los pueblos. Pero, como R. Guénon ha confesado honradamente, este ecumenismo sólo puede mantenerse allí donde se rechaza la trinidad inmanente (eterna) de los cristianos y se absolutiza su trinidad económica entendida como Padre-Madre (María)-Hijo. Pues bien, divinizar de esa manera a María significa rechazar su singularidad como persona concreta de la historia. También resulta demasiado fácil a mi juicio, la respuesta de aquellos teólogos cristianos que proyectan el esquema esponsal dentro del mismo ser divino. Por eso, antes de hablar del Hijo, que brota por generación intradivina, han de aludir al Espíritu Santo, como expresión de la feminidad y maternidad del mismo Dios. De esta forma surge una nueva analogía divina originaria. Ciertamente, los teólogos que asumen esta perspectiva, como F. K. Mayr, deben precisar bien sus motivos y matices: ya no hablan de una vida divina de carácter ternario en la que todo está implicado, los dioses y los hombres; no vinculan cielo y tierra en matrimonio originario. Ellos piensan que Dios es trascendente, divino por sí mismo, sin el mundo. Pero añaden que ha creado al hombre "a su imagen y semejanza, como varón-mujer" (cf Gén 1,27). Por eso, el mismo Dios ha de incluir, de alguna forma, el aspecto femenino. Nuestra cultura patriarcal, muy determinada en occidente por san Agustín, ha interpretado la realidad de Dios en términos exclusivamente masculinos alejados así de nuestra vida. Por eso debemos recuperar lo femenino de Dios. Sin implicar una visión de dualidad sexual, la divinidad del AT ofrece rasgos paternos y maternos. Es materna la Sabiduría de Dios, como expresión de su cuidado por las cosas, de su amor y su presencia cariñosa entre los hombres. Materno es el Espíritu, que actúa como fuerza alumbradora de vida y esperanza... Por eso, siendo Padre, como centro personal que actúa e interpela, Dios se muestra, al mismo tiempo, como Madre: es ámbito de vida personal, potencia de amor en que se arraiga nuestra historia. En esta perspectiva ha de trazarse nuevamente el signo trinitario, como misterio de paternidad-maternidad-filiación. La Trinidad no es un problema que se deba resolver por medio de razones y argumentos: es misterio de la intimidad de Dios en que vivimos y crecemos. Así puede afirmarse: "La encarnación de Dios en Jesucristo, en medio de una humanidad constituida de manera masculino-femenina es el único principio hermenéutico de una teología trinitaria cristiana".

De esa forma, la realidad de María, la madre histórica de Jesús, como mujer y como madre, aparece nuevamente proyectada hacia el abismo original de lo divino. Sabemos que la Trinidad es un misterio, no problema de lógica formal; pero es misterio que nos hace pensar y que debemos pensar de una manera rigurosa. Por eso surgen las grandes preguntas: ¿Cómo se relaciona la madre histórica de Jesús con ese aspecto materno de Dios que es el Espíritu Santo? ¿Cómo se relacionan, se oponen, distinguen y completan lo masculino y lo femenino de Dios? ¿Son dos personas contrapuestas? ¿Dos modos de ser de un único sujeto divino? ¿Quién procede de quién (cuál de cuál)? ¿O surgen ambos como expresión secundaria de un fondo primario presexual, donde no existen todavía diferencias? Todas éstas son preguntas que expresó y, de alguna forma, resolvió la antigua gnosis. Son preguntas que siguen planteadas todavía allí donde se asume este esquema dualista (masculino-femenino) para hablar del Dios originario.

Pienso que el haber llegado a este lugar, planteando los problemas de Dios con esta radicalidad, constituye un gran avance de nuestra teología. Según esto, las cuestiones marianas no han surgido en la iglesia por casualidad. Tampoco son reflejo de un infantilismo sagrado, la necesidad de una figura o signo de madre para aquellos que siguen viviendo sobre el mundo como niños, sin llegar a edad madura. Estos problemas nos llevan hasta el fondo de la realidad hasta el nivel de las preguntas originarias, que en otro tiempo supo desvelar y plantear la gnosis. Surge sobre el mundo un tipo de nuevo saber: la necesidad de interpretar la realidad en fórmulas humanas, llenas de sentido, creadoras. Precisamente ahí redescubrimos la figura de María. Como respuesta a la gnosis disolvente, que destruye la libertad y autonomía del hombre al entenderle como un elemento del proceso intradivino surgió en otro tiempo la mariología en la iglesia. Pienso que ahora nos hallamos en un tiempo semejante y por eso debemos precisar la relación de María, madre de Jesús, con el misterio trinitario.

2; PLANTEAMIENTO PSICOLÓGICO.

Al fijar las relaciones de María, mujer, madre y persona, con el misterio trinitario planteamos algo que nos introduce de lleno en el centro de la problemática psicológica. Significativamente, a partir de los grandes concilios de la iglesia (en especial desde san Agustín) los temas de la Trinidad se han planteado en clave ontológica (proceso del ser) y mental (el hombre que se entiende y ama). De esa forma, los términos Padre e Hijo han perdido gran parte de su referencia humana, familiar, convirtiéndose en signos de otra cosa más profunda que se expresaría en términos de proceso de ser o pensamiento. Evidentemente, lo materno queda así excluido del esquema trinitario. Pues bien, con el nuevo planteamiento, que nos conduce al principio de la iglesia, esa misma perspectiva cambia. Sin renunciar a los avances posteriores de la teología, debemos reformularla en su base: así podremos recuperar aquello que es más obvio y que por obvio se encontraba a veces olvidado: el sentido del Padre, del Hijo... y de la misma madre, al menos porque se echa en falta dentro de esa relación de Padre-Hijo. Para entender el sentido de esos términos, en la línea de lo que indicaba la historia de las religiones debemos acudir a la psicología. Ella nos ofrece, a mi juicio, dos modelos principales que nos pueden servir de punto de partida. Uno es el de Freud, de carácter más paterno. Otro el de Jung, más vinculado con la madre.

El modelo de Freud está marcado por la oposición entre naturaleza y cultura. Ciertamente, el hombre es un viviente de la naturaleza: un haz de instintos dirigidos hacia el placer (eros) y hacia la agresión (thánatos). Pero esos instintos o pulsiones vienen a encuadrarse, recibiendo su sentido personal, en un espacio de cultura que está determinado por la ley del padre. Como verdadero pensador, para expresar su intuición más honda, Freud ha tenido que acudir al mito: para hacerse humano, el hombre ha debido superar el plano de pulsiones naturales (fondo animalesco), para acceder de esa manera a la cultura (la realidad personal). En ese proceso tiene que desligarse de la madre, entendida como naturaleza omnipotente, protectora, que le mantiene en la inconsciencia. También tiene que matar al padre, entendido como imposición superior, ley que me obliga desde fuera, convirtiéndome en su esclavo. Sólo de esta forma puedo alcanzar mi libertad, asumiendo mi propia responsabilidad y realizándome como humano.

Pues bien, llegando al fondo del esquema, descubrimos una diferencia radical. Para vivir en libertad, el hombre tiene que recuperar al padre, asumiendo su tradición y su ley, de una manera personal, no impositiva. La madre, en cambio, no se recupera, simbólicamente hablando, ella pertenece al plano de la naturaleza, que el hombre ha dejado para siempre; volver hacia la madre supondría retornar a la tierra del origen, que el Dios de la biblia ha prohibido para los israelitas, la ley del Padre nos separa de la "madre-vieja" y nos dirige hacia la nueva tierra de la plenitud escatológica. Freud opera, por tanto, con un tipo de esquema patriarcal de carácter conflictivo, cultural. Así lo suponía ya en su obra Tótem y Tabú, que dedicaba al gran problema de la antropogénesis. Conforme a su mito, había una madre-naturaleza que protege a los hombres en su seno de inconsciencia; pero el padre-ley, de tipo animalesco, impone su poder transformador, haciendo sentir su peso en el conjunto de los hombres. Pues bien, en un momento determinado, la tensión se vuelve intolerable y los varones oprimidos (no las mujeres) se alzan contra el padre, asesinándole ritualmente. De ese asesinato surge la cultura: de pronto, los varones, sin una ley superior y habiendo ya emergido de la madre naturaleza, se encuentran dueños de sí mismos, obligados a regular el sentido de su vida. Por eso, después de haber matado al padre-animalesco, tienen que recuperarlo en el plano cultural. Así proyectan sobre el Dios-ley, de tipo cultural los dos imperativos fundamentales de su nueva situación: la prohibición del homicidio y del incesto. Significativamente, esta religión de la ley es religión de varones que regulan su vida a través de un gran pacto sagrado: no matarse entre sí (dentro del círculo familiar-tribal) y dominar de un modo organizado a las mujeres (no adulterar). Como podrá observarse, no hay lugar para la madre sagrada, ni tampoco para la autonomía (social o religiosa) de las mujeres dentro del conjunto.

La misma historia se repite, según Freud, en el surgimiento de la religión israelita, estudiada en Moisés y el monoteísmo. Un noble egipcio, llamado Moisés, educado en el monoteísmo de Amenofis IV, lleva hacia el desierto a un grupo de semitas (protoisraelitas), haciéndoles vivir de un modo muy intenso los principios religiosos de un Dios-Padre-ley. En reacción violenta para liberarse de esa imposición del padre, los hebreos matan a Moisés. Pero, después de un profundo proceso de latencia, recuperan al Dios-Padre asesinado como principio de ley, base de existencia. Pues bien, a partir de esa experiencia de la ley, y fundado en un oscuro Jesús de Galilea, Pablo de Tarso ha logrado invertir el esquema haciendo surgir a los cristianos: aquellos que confiesan su culpa de haber matado al "Hijo" de Dios-Padre, a Jesucristo, descubriendo, al mismo tiempo, que ese Hijo les perdona, reconciliándoles con el Padre. De esa forma, en lugar de la religión israelita de la ley, dominada desde arriba por el Padre, ha surgido la religión cristiana del Hijo, explicitada como posibilidad de reconciliación entre los hermanos. Nos hemos detenido en este esquema porque resulta extraordinariamente significativo y porque determina de forma poderosa nuestra cultura occidental. Tres son, a mi entender, los problemas que suscita y los tres están relacionados, de algún modo, con la figura de la madre, que parece aquí la gran ausente.

RL/FREUD: La religión es, según Freud, la expresión del despliegue simbólico del padre como expresión de la ley que marca la vida de los hombres. Por eso pertenece al nivel de la cultura y no a la naturaleza. La madre, en cambio, sería signo de naturaleza y, según eso, no tiene importancia religiosa: la verdadera religión surge cuando el hombre "se desliga de las madres", entendidas como simples diosas de la fertilidad, como vientre-pechos (cf Lc 11,27). En ese aspecto, Freud presenta un elemento positivo, al introducir la religión (padre) en el espacio cultural del hombre. Pero surgen dos grandes preguntas: La mujer-madre ¿es sólo naturaleza? ¿No habrá en la religión un elemento que no puede identificarse ni con naturaleza ni con cultura?

En segundo lugar, Freud ha opuesto la religión del Padre (judaísmo) y la del Hijo (cristianismo). El judaísmo sería ley del Padre trascendente; el cristianismo, una especie de identificación mística con el Hijo-hermano asesinado que nos libera de la ley del Padre. No discutamos el posible valor de esa forma de entender judaísmo y cristianismo. Vayamos más al fondo. ¿Cómo se pueden reconciliar padre e hijo? ¿Todo nacimiento implica la muerte del padre? ¿No habrá que cambiar esta visión, recuperando el sentido de la madre como mediadora entre el padre y el hijo? ¿Estamos condenados a entender la humanidad como una horda de varones sometidos que, después de haber matado al padre, regulan su vida pactando entre ellos la forma de dominar-poseer a las mujeres? Parece que nos hemos separado del tema, María y la Trinidad, y sin embargo hemos llegado hasta su centro. Lo que se juega al hablar de la relación de María con el despliegue y ser de Dios no es un tema secundario de la teología académica, no es una especie de especulación vacía, desligada de la vida. Al contrario, nos hallamos en el centro de la trama de la vida, allí donde se aprenden a conjugar y decir las palabras primordiales: padre, madre, hijo. En una visión como la de Freud, donde la mujer corre el riesgo de interpretarse como naturaleza, carece de sentido hablar de la función trinitaria de María; ella estaría siempre sometida al padre o también a los hermanos, sus hijos o esposos. No tendría autonomía religiosa, no podría ser sujeto de un diálogo creador, con Dios o con los hombres.

RL/JUNG: En una perspectiva muy distinta a la de Freud, se mueve el modelo antropológico de Jung, más cercano a la visión de la historia religiosa ya indicada. Para Jung, el hombre no es un ser que, por la fuerza de la ley del padre, tiene que dejar la madre, que es naturaleza, para conquistar su libertad. El hombre es ser del cosmos: su energía psíquica proviene de ese fondo, maternal, sagrado, de la naturaleza, que se va desplegando y desarrollando en cada uno de los individuos. Por eso, vivir humanamente significa recibir y actualizar, desde el mismo fondo de nuestro ser (desde el Selbst o sí mismo que nos fundamenta), aquello que nosotros somos. Somos en la medida en que "nacemos de la madre"; asumimos su potencia creadora, la individualizamos de manera personal, arriesgada, luminosa, para volver nuevamente a identificarnos con su todo sagrado al que tornamos.

Conforme a Jung, el hombre surge a partir de una especie de inconsciente divino colectivo. No tiene que luchar contra la madre-naturaleza para hacerse, sino todo lo contrario: debe permitir que esa madre-naturaleza o Selbst florezca o se despliegue dentro de sí mismo, en un proceso que se va desarrollando desde el mismo principio de la historia. La energía psíquica o divina se conoce a sí misma, se explicita y vuelve consciente por medio del hombre; a través de un proceso cultural y religioso que le lleva hacia su propia plenitud humana.

Pues bien, en este proceso de autodesvelamiento divino ha jugado un papel muy importante el esquema trinitario, no sólo en sus modos más antiguos, de tipo cultural (padre-madre-hijo), sino en su forma más elaborada y perfecta, la cristianad. En este plano ha resaltado Jung un rasgo que resulta extraordinariamente significativo: la Trinidad cristiana ofrece un dato nuevo; no es padre-madre-hijo, sino Padre-Hijo-Espíritu. Por un lado supera el esquema sexual de padre-madre: "La relación masculina (Padre e Hijo) es sustraída al orden natural y colocada en un lugar del que quedó excluido el elemento femenino". Por otra parte, "entre Padre e Hijo aparece un tercero que es Espíritu y no figura humana". De esa forma se supera el gnosticismo naturalista, con su imagen de familia, y se crea un equilibrio psicológico distinto, abierto hacia el Espíritu Santo como "un tercero entre el Padre y el Hijo": "La vida produce siempre como resultado de la tensión de la dualidad un tercero, que aparece como inconmensurable o paradójico... A diferencia del Padre y del Hijo, el Espíritu no tiene nombre ni carácter (propio); es una función, pero como tal la tercera persona de la divinidad".

Estas reflexiones sólo pueden entenderse a partir de la visión de un Dios que se presenta como complexio oppositorum, oposición y superación de los opuestos. Así lo muestra el libro que Jung ha dedicado a la pregunta de Job por el sentido de la vida: el Dios inconsciente, de tipo poderoso y masculino, va respondiendo al Dios consciente que está representado por el yo-racional del propio Job. Para responder a esas preguntas, el mismo Dios supremo, el Yavé del AT, tiene que encarnarse, introduciéndose en el mundo y asumiendo de esa forma sus contradicciones.

Esta respuesta de Dios viene a trascender el esquema trinitario. La Trinidad es siempre dualidad que se rompe, suscitando así un desequilibrio nuevo. Para superarlo es necesario pasar a otro nivel, a un plano de cuaternidad: al equilibrio de un conjunto, que logra reconciliarse consigo y descansar, en una culminación que sea natural. La trinidad es camino, es ruptura y necesidad de solución. La cuaternidad, en cambio, es la realidad solucionada, que reconoce su propia esencia y logra identificarse consigo misma. Es aquí donde encontramos a María, incluida en la cuaternidad de Dios. Este proceso de divinización de María, introducida dentro de esa cuaternidad sagrada, puede interpretarse, en Jung, de varios modos. a) Desde una perspectiva "diabólica" el Diablo había sido el expulsado, aquella realidad que permanece fuera del círculo divino; pues bien, en un momento determinado de su proceso conceptual (a través de la historia de los hombres), Dios tiene que reconocer el mal como algo suyo, asumiéndolo como propio en el ámbito de su totalidad. Así aparece la primera cuaternidad: Dios-Padre, Sabiduría-Madre, Hijo-Bueno (Cristo) e Hijo-Malo (Diablo). b) Desde una perspectiva "creatural": la creatura es lo que ha sido también alejado de Dios, lo que aparece como material externo; pues bien, sólo en el momento en que Dios asuma dentro de sí mismo a la totalidad creada, por medio del Espíritu, se habrá cumplido la historia, habrá llegado la cuaternidad: Dios-Padre, Dios-Hijo, Dios-Espiritu y Dios-Mundo. c) Desde una perspectiva mariológica. Donde aparece de manera más precisa esta exigencia de la plenitud cuaternaria de Dios, como incluyendo toda realidad, es a través de la figura de María. En ella han intuido los cristianos que este mundo queda introducido en el misterio radical de lo divino.

"La assumptio Mariae es no sólo un preparativo para la divinidad de la madre de Dios, sino también para la cuaternidad". "Las nupcias.. (finales) tienen lugar en el cielo... Únicamente en los últimos tiempos se cumplirá la visión de la mujer vestida de sol. El papa, reconociendo esta verdad, y evidentemente movido por la acción del Espíritu Santo, ha proclamado, con gran asombro de los racionalistas, el dogma de la Assumptio Mariae".

Éste es el dogma de las "nupcias finales" de Dios que se reconcilia con todo: Dios supera el mal como lo opuesto, lo alejado, y lo introduce dentro de su mismo círculo divino (su cuaternidad); asume dentro de si a la creatura, que antes parecía separada, desgajada, condenada a su propia finitud; y asume, finalmente, a la mujer-María que, como femenina, parecía desligada del misterio divino masculino. María se desvela, según esto como piedra clave de esta reconciliación universal. Ella es divina: la divinidad final de este gran drama de la manifestación o despliegue de Dios que es la creación. Estamos todavía en un momento de crisis, reflejado por la Trinidad cristiana donde el Espíritu aparece desligado de este mundo y la misma dualidad de Padre-Hijo no ha encontrado su descanso. Éste es momento de violencia, guerra y muerte, tal como lo indican las grandes conmociones de la historia, fundadas precisamente en el desequilibrio masculino (trinitario) de nuestra sociedad. Pero esperamos el despliegue final de lo divino, el equilibrio total de la cuaternidad, cuando María, y con ella el mismo mundo (con el mal), vengan a incluirse en el "pleroma de Dios", la plenitud cumplidas.

Jung ha introducido de esa forma a la mujer, María, en el misterio total de lo divino, pero juzgo que lo ha hecho obligándonos a pagar por ello unos costes demasiado elevados. a) En un primer momento, no deja de ser sospechoso el dato de que la mujer venga incluida en el mismo lugar estructural que corresponde a la materia, creatura y Diablo. Ella parece representar a la materia frente al espíritu, a la creatura frente al creador, al mal frente al bien. Es cierto que después se la diviniza, como se diviniza a sus acompañantes; pero debemos preguntarnos si era justo haberla colocado primero donde estaba. b) En segundo lugar, Jung diviniza a la mujer como arquetipo, reflejado por María, pero eso no parece influir en las mujeres concretas de la historia. Más que la mujer en sí, y mucho más que una mujer concreta que se llamó María, parece interesar la visión de la feminidad, como elemento estructural del todo sagrado. c) Por eso, la redención de la mujer consiste en el descubrimiento de su divinidad, dentro del gran pleroma sagrado, en la cuaternidad. Ahora ella parece expulsada del paraíso de Dios (de la totalidad); al final será asumida, subirá a los cielos, de tal forma que podría decirse: "Entonces será vencido el último enemigo... y Dios será todo en todos" (cf ICor 15,26-28).

Hemos citado con cierta extensión esta postura de Jung porque ella quiere presentarse como un reflejo del dogma católico de la asunción de María a los cielos. Lo confiesen o no, los católicos habrían superado ya la Trinidad, introduciendo dentro de ella a María (al mundo). Pues bien, en contra de eso, debemos afirmar con toda fuerza que María sigue siendo humana, la iglesia no ha querido convertirla en Diosa (en elemento de la cuaternidad divina), sino que la presenta como persona que, siendo humana, habita dentro del misterio de Dios por su asunción al cielo. El misterio no es que haya un Dios cuaternario (en el que cabe María como Diosa); el misterio es que María, siendo humana, pueda habitar y habite plenamente en el interior de la Trinidad divina.

Hay todavía otro argumento. Jung quiere ampliar la Trinidad, introduciendo en ella un último elemento de equilibrio intradivino que la convierte en cuaternidad. Con todas las cautelas necesarias, pienso que se trata de una repaganización del cristianismo, que puede situarse en la línea del famoso cuadrado (das Geviert) de M. Heidegger. Aquí como allí lo divino incluye la totalidad (cielo y tierra, hombres y dioses; Padre y Madre, Espíritu y mundo). Se disuelve al fin el proceso de la historia como creatividad, surgimiento de individuos libres; queda la totalidad sagrada de lo eterno, permanente, como proceso ya realizado donde el esquema ternario de las viejas religiones del proceso vital viene superado por un nuevo y más alto paganismo de la cuaternidad donde todo está incluido. Pues bien, en contra de eso juzgo que resulta absolutamente necesario mantener el esquema trinitario de la revelación cristiana. Es un esquema donde, en contra de Jung, se destaca la trascendencia de Dios sobre la historia, resaltando, al mismo tiempo, la realidad de la historia que se funda en la revelación de Dios. Precisamente dentro de esa historia humana hallamos a María, la madre de Jesús. Por eso, ella no puede interpretarse como elemento intradivino de la cuaternidad sacral, ella es, más bien, una persona humana que, por gracia de Dios y por fidelidad propia, viene a introducirse (como creatura) dentro del mismo despliegue histórico de la Trinidad trascendente.

MUJER/FREUD-JUNG: Y con esto podemos terminar nuestras consideraciones psicológicas. Tanto Freud como Jung parecen haber devaluado a la mujer concreta dentro de la historia. Para Freud, la mujer pertenecía al plano de la naturaleza; es difícil ver su realidad como persona en un mundo dominado por la ley del padre y de sus hijos los varones. Ella pertenece al plano de la mercancía: es el objeto primero del deseo y de la posesión de los señores del mundo, los varones. Evidentemente, la figura cristiana de María y su diálogo con Dios rompe este esquema patriarcal, masculinista, de la vida humana. Para Jung, en cambio, la mujer es signo de la totalidad original de la que provenimos, como el todo del que brota nuestra vida en su despliegue; pero ahora dentro de la historia, las mujeres concretas se hallan dominadas, de manera que sólo en el final, cuando Trinidad llegue la reconciliación pleromática, reasumirán su ser divino en la cuaternidad supratrinitaria. De esa forma, para ser diosa al final, María debe perder sus elementos concretos de mujer dentro de la historia.

3. MARÍA: INMANENCIA Y ECONOMÍA TRINITARIA.

Hasta ahora hemos planteado el tema de manera introductoria, desarrollando sus implicaciones en un plano de historia de las religiones y en la misma visión psicológica del hombre y la mujer. Hemos podido observar cómo el problema de las relaciones de María con la Trinidad nos situaba dentro de una temática muy honda que desborda las fronteras de la confesión cristiana. Pues bien, volvemos ahora al cristianismo y precisamos lo que significa el hecho de que una mujer, María, se halle estrechamente vinculada al misterio trinitario.

En un primer momento, para plantear el tema, debemos recordar la unión que existe entre trinidad inmanente (intradivina) y trinidad económica, tal como se expresa en la historia de la salvación. En otro tiempo se tendía a separar los dos momentos: Dios es Trinidad en sí, como misterio puramente interno; pero luego actúa hacia lo externo, como si fuera sólo esencia absoluta sin personas. Pues bien, en contra de eso, K. Rahner ha mostrado, de manera a mi juicio irrefutable, que Dios actúa (en su economía) tal como Dios es (en su inmanencia). Esto significa que inmanencia y economía se identifican, de una forma profunda y misteriosa, siendo, sin embargo, diferentes como son diferentes eternidad (Dios en sí) y tiempo (actuación creada de Dios). Esta temática nos lleva al centro de la fe cristiana, allí donde afirmando que María es madre de Cristo, Hijo encarnado, afirmamos que ella es madre del mismo Hijo de Dios, es Theotókos, como ha confesado el concilio de Efeso. María es más que madre de un hombre de la historia (el Cristo); siendo una mujer humana, es madre del Hijo eterno de Dios, introduciéndose de esa forma en el mismo misterio trinitario, sin identificarse, sin embargo, con Dios, sin ser una persona de la Trinidad.

Sorprendidos, quizá desbordados por la paradoja de esta afirmación, algunos teólogos parecen buscar caminos nuevos. En un cierto momento, llevando hasta las últimas consecuencias un posible discurso de P. Schoonenberg, se podría decir: a) No sabemos cómo es Dios Trinidad en sí mismo, en su círculo inmanente; b) Dios se muestra como Trinidad al encarnarse, cuando aparece Jesús como persona o sujeto plenamente humano, abriendo un campo nuevo de relaciones personales con el Padre y el Espíritu Santo. En esta línea, llevando hasta el final unas conclusiones que Schoonenberg no ha desarrollado, se debería decir lo siguiente: a) María, como madre de Jesús, pertenece a la Trinidad económica, es decir, al despliegue histórico de Dios, que es Trinidad revelándose a sí mismo. b) De la relación de María con la Trinidad inmanente no podemos decir nada; ella queda en nuestra historia, no penetra en el nivel de la eternidad divina.

En una línea convergente, pero más desarrollada, viene a situarse el pensamiento de J.C. Dwyer, que ha distinguido bien dos planos de la realidad de Dios. En nivel de eternidad, Dios no se puede tomar como personas; lo que tiene son hipóstasis distintas, tres maneras de ser, tres modos de subsistencia del único sujeto divino. Sólo a nivel de economía las hipóstasis se vienen a mostrar como personas: en ese aspecto, Jesús es la "persona humana" de la hipóstasis divina (eterna) del Logos de Dios, al que llamamos Hijo. En una perspectiva puramente trinitaria esta postura pudiera parecernos impecable, pues reasume los términos antiguos de hipóstasis o modos de subsistencia del único ser divino. Pero resulta difícil de asumir en línea cristológica: el Hijo, que era hipóstasis divina (impersonal), se hace persona (humana) al encarnarse; de esa forma se abre una especie de vacío entre el Hijo en sí y el Hijo que se encarna, Jesucristo. Al llegar al plano mariológico habría que decir: María es madre de la persona humana de Jesús, pero no de la hipóstasis divina del Hijo eterno.

No hemos querido citar estas posturas por afán de novedad ni por deseo de crítica. Situados a esta altura, las críticas debieran ser prudentes y escasos los juicios, pues estamos en las mismas puertas del misterio, donde todo juicio acaba siendo peligroso. Sin embargo, con un gran respeto por Shoonenberg y Dwyer, pienso que sus perspectivas deben ser clarificadas: Jesús no es una especie de persona humana que se añada a la hipóstasis eterna (impersonal) del Hijo intradivino; Jesús es la historia y vida humana del mismo Hijo de Dios, que es ya persona intradivina. Por eso, María no es madre de un hombre Jesús que ha surgido a partir de la segunda hipóstasis de Dios; ella es madre del mismo Hijo divino.

Al llegar aquí, el misterio sólo puede expresarse en forma paradójica, como misterio verdadero que trasciende nuestra lógica y lenguaje. Por eso hay que decir, al mismo tiempo, dos afirmaciones que en un primer momento pueden parecer contradictorias: a) Por una parte, Jesús-Hijo vive y se realiza sin María, en su nivel de eternidad intradivina en relación de amor hacia Dios Padre, en la unidad del mismo Espíritu. b) Pero, al mismo tiempo, debemos añadir: Dios ha querido que Jesús Hijo realice su misma filiación eterna y trinitaria dentro de la historia, por medio de María. No es una segunda filiación lo que aquí hallamos; no es un nuevo Hijo de Dios el que ahora nace. El mismo Hijo divino, siempre eterno, nace ahora y por siempre de María. Esto significa que María, siendo una mujer de nuestra historia, pertenece a la realización histórica (económica) de la misma filiación eterna (inmanente) del Hijo de Dios.

Esto es precisamente lo difícil, es lo misterioso. Fácil sería decir que María es eterna, divina y, como tal, madre del mismo Hijo de Dios, por siempre eterno. Fácil sería afirmar que ella es la madre del Cristo temporal, como las otras madres de la tierra. Lo difícil, plenamente paradójico, es aquello que ahora confesamos con la iglesia: Dios Padre expresa y realiza históricamente, por medio de María, su misma paternidad eterna; su propio Hijo eterno, intradivino, comienza a nacer en la historia y nace para siempre por medio de María, el Espíritu de la paternidad-filiación, que eternamente vincula al Padre con el Hijo, empieza a vincularles ahora, en el tiempo de la historia, por medio de María. Esto significa que la Trinidad económica es la misma Trinidad inmanente, es decir, el mismo Dios eterno como proceso de amor, encuentro primigenio y fundante de personas (Padre con el Hijo en el Espíritu). Pero lo es de un modo nuevo: dentro de la historia. Eso significa que eternidad (inmanencia) no es aquello que se opone a la historia (economía), como se oponen y limitan realidades que están al mismo plano. Por definición, la Trinidad inmanente es aquel misterio de amor intradivino que (existiendo en sí, como principio de los tiempos) puede explicitarse y realizarse plenamente dentro del tiempo, es decir, como Trinidad económica. Pues bien, la posibilidad de realización económica de la Trinidad inmanente se llama María. Ella pertenece al despliegue temporal de la Trinidad eterna. Esto implica, a mi entender, tres grandes consecuencias que condensaremos de un modo sencillo:

a) Dios es trascendente con respecto a los procesos vitales, psicológicos del mundo. Por eso, su misterio de vida no se puede explicar como la vida fundante (padre-madre-hijo) que nosotros proyectamos hacia el plano más íntimo del cosmos, en contra de la perspectiva religiosa ya indicada. Tampoco le podemos entender como principio y meta de cuaternidad sagrada en la que todo vendría a consistir, según otros autores. Siendo trascendente al mundo, Dios es inmanente en si mismo: tiene vida interna, sin necesidad de desplegarse o realizarse en el proceso cósmico.

b) Dios es personal, es comunión de personas en su misma vida eterna. Las posturas anteriores tienden a entender la personalidad de Dios en relación al mundo, en el proceso de despliegue y repliegue de este cosmos. Pues bien, desde el momento en que nosotros descubrimos la autonomía de Dios como viviente, nos vemos invitados (casi obligados) a expresar su personalidad intradivina en forma de plenitud de amor de encuentro entre personas. Éste es un corolario que deriva tanto del análisis de Dios (su autonomía interna) como del modo de entender las creaturas (que aparecen como no divinas).

c) María es creatura y es persona. Es creatura, pues deriva del Dios que es trascendente; ella existe, en cuanto tal, fuera del misterio. Es persona en la medida en que, surgiendo de Dios y dependiendo de Dios, viene a mantenerse en pie, puede sostenerse a sí misma y decidir sobre el sentido de su vida, en relación de diálogo y amor con lo divino (con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo). Sólo llega a ser persona aquella creatura que, asumiendo su propia dependencia, se realiza, sin embargo, de manera libre, dialogando en forma responsable con las personas trinitarias. Dios es personal en sí, no necesita de los hombres o del mundo para serlo. Es personal como diálogo de ofrenda y acogida, de llamada y de respuesta en comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu. Ese Dios trinitario, realizando en sí la totalidad del ser, no es excluyente ni egoísta. Todo lo contrario: quiere que en su propia plenitud haya lugar para otros seres que participen de su propio encuentro de amor (o felicidad), surgiendo así como personas. Pues bien, la primera creatura que se eleva y se realiza plenamente como persona (humana) al interior de ese misterio trinitario, en referencia al Padre, Hijo y Espíritu Santo es María. En esta perspectiva hemos de decir que Adán no es todavía plenamente persona, ni lo es Eva, ni tampoco los judíos que caminan en línea de esperanza. Ellos se encuentran en camino, no han llegado a ser personas en el pleno sentido teológico del término, y sólo pueden serlo por el Cristo, que es persona intradivina (Hijo de Dios) dentro de la historia. Pues bien, la primera de todas las personas que se hace plenamente humana, que decide su ser y se realiza en libertad dentro de la historia, es María, la madre de Jesús. Ella es la primera que entra en relación directa con el Padre, participando humanamente en su paternidad divina, es la primera que ha vivido en comunión con el Hijo; es la primera que se deja iluminar por el Espíritu.

Debemos precisar bien los motivos. Cristo es persona por ser Hijo de Dios en nuestra historia; no es, por tanto, una persona humana, un nuevo sujeto, un individuo autónomo y distinto que se eleva frente al Padre, el Hijo y el Espíritu. Es el mismo amor-persona del Hijo de Dios que se vuelve humanidad, que se hace historia, para realizar entre nosotros su misterio eterno. María, en cambio, es persona porque, siendo una mujer de nuestra historia, creatura, vive en diálogo de amor y libertad con el misterio trinitario. Por la tradición teológica sabemos que el ser de la persona consiste precisamente en la capacidad de relación. Pues bien, María es persona (estrictamente hablando, es la primera persona de la humanidad) porque ella ha mantenido un diálogo de amor-ser con cada una de las personas trinitarias, haciendo así posible que también nosotros lo tengamos (a través de la encarnación del Hijo de Dios, que es su hijo). Esto nos sitúa más allá de todos los procesos vitales (ternarios) de este cosmos, más allá de todos los posibles equilibrios (de cuaternidad) de nuestra mente. Esto nos lleva al centro de la historia, precisamente hasta el lugar en donde Dios ha decidido fundar y establecer su humanidad definitiva, a partir del nacimiento y de la cruz de Jesucristo, el Hijo. Pues bien, precisamente allí encontramos a María, como la primera persona de la historia. La primera persona de la Trinidad se llama Padre, por ser fuente de amor de donde brota el Hijo, en el Espíritu. Desde Jesús, Hijo encarnado, como primera persona de los hombres, brota su madre, que es María; ella, siendo humanidad creada, creatura libre, ha mantenido un diálogo de amor definitivo con el Padre y el Hijo en el Espíritu, de esa forma ha abierto para todos los hombres (incluido Adán y Eva) el camino de la vida personal, es decir, la posibilidad de salvación definitiva.

4. CONCLUSIONES: MARÍA, ¿LA FEMINIDAD TRINITARIA?

A lo largo de todo este trabajo ha ido surgiendo el tema de lo femenino en relación con el misterio trinitario: la mujer-madre como elemento fundante del proceso vital ternario (padre-madre-hijo); la mujer-arquetipo como culminación del equilibrio de la cuaternidad (padre-hijo-espíritu-madre); la mujer-Maria como madre histórica de Jesús y primera persona de la humanidad, en su apertura hacia el misterio trinitario.

Todos estos elementos nos invitan a plantear el tema, al menos de manera inicial y tanteante. Nos hallamos en una encrucijada de caminos donde vienen a encontrarse de algún modo todos los aspectos e intereses de la humanidad, en su apertura hacia Dios y hacia el futuro de la historia: está el tema teológico de la posible feminidad de Dios, el tema cristológico de su realización como varón o como humano, el tema eclesial de la dignidad de las mujeres y de su posible ordenación como ministros de la eucaristía, etc. Ciertamente, no podemos exponerlos uno a uno, pero juzgo que debemos situarlos en su perspectiva trinitaria, en relación con María; sólo así responderemos al lema mismo del trabajo. Tres son, a mi juicio, los modos en que puede plantearse este problema. Ellos dependen de la forma de entender la biblia y también de la manera de enfrentarse ante la vida. Hay una lectura jerárquico-patriarcal que, quizá inconscientemente, ha definido a Dios en forma de varón, tomando a la humanidad como mujer, su esposa. Hay otra lectura igualitario-dualista que toma a la mujer-varón como elementos del único misterio, distinguiéndolos en forma complementaria. Hay, en fin, una lectura mesiánico-personalista que interpreta la relación varón-mujer en clave de historia que pasa, como una mediación temporal, mientras llega la plenitud del reino en que no existe ya varón-mujer como diferentes por su sexo, sino como personas.

La lectura jerárquico-patriarcal parece estar fundada en una determinada interpretación de Gén 3,4-25: Dios creó primero a Adán-varón y sólo después hizo surgir "de su costilla" a Eva, la mujer, para "ayudarle" en la tarea de la vida y la reproducción. Lógicamente, en todo el AT, Dios se viene a presentar como masculino, en sentido patriarcal: es Padre que origina la vida y es Marido que cuida y acaricia, desde arriba, a su mujer-amada. Fijemos bien el dato: en esta perspectiva se entremezclan las funciones de Padre y de Marido, haciendo que así surja una visión esponsal, asimétrica, de las relaciones religiosas; Dios recibe forma-signo de varón y el pueblo entero es la mujer, su esposa.

Este mismo simbolismo ha recibido en la escuela paulina una lectura cristológica. Se dice así que "Cristo es cabeza de todo varón y el varón es cabeza de la mujer"; el varón "es reflejo de la gloria de Dios; la mujer, en cambio, es reflejo del varón". Por eso se añade, de forma misteriosa "que no proviene el varón de la mujer, sino la mujer del varón" (/1Co/13/03/07-09). Estos elementos han sido reasumidos y recreados, de una forma mística, en la carta a los Efesios: el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la iglesia; Cristo es el varón por excelencia, el gran esposo de una humanidad que ahora ha llegado a la plenitud definitiva de su esencia femenina, como esposa de las bodas mesiánicas (/Ef/05/22-23; cf Ap 21-22).

Esta lectura nos parece hermosa y necesaria, siempre que se mantenga en su lugar que es la experiencia mística: estemos todos incluidos en el gran misterio de las bodas, en la alianza escatológica de amor, somos la esposa querida de un encuentro esponsal que nos trasciende. En esta línea, María, la mujer (cf Jn 19,2627), puede presentarse como signo de toda la humanidad, incluida de algún modo en la persona y ámbito de amor universal que es el Espíritu Santo 59.

Lo que ya no me parece justificado es que intentemos traducir ese simbolismo en plano sociológico o jurídico. Mujer en ese aspecto somos todos, no sólo las mujeres. Por eso al llegar hasta el final del argumento hay que invertir la deducción paulina (o deuteropaulina): no se trata de que las mujeres concretas de la historia se sometan más a sus varones todos, varones y mujeres, forman la única esposa de Cristo, el ámbito de amor donde se unifican, se vuelven iguales, como el mismo Pablo tiene que reconocer al final de su argumento (cf ICor I 1,11-12) y como ha proclamado de forma programática en su gran declaración bautismal de Gál 3,28, que luego citaremos. Por eso juzgo que no tienen razón bíblica y teológica aquellos que pretenden introducir ese simbolismo esponsal dentro de las mismas relaciones sociales de la iglesia: sólo los varones como tales podrían actuar en nombre de Jesús que fue varón, siendo así ministros de la iglesia, las mujeres, en cambio, simbolizarían el aspecto femenino, receptivo, el misterio pleno de la iglesia como esposa de Jesús; por eso ellas no pueden actuar como ministros. Pienso que esta consecuencia contradice a la misma lógica del tema de los esponsales: si todos somos esposa mesiánica del Cristo, ya se ha superado en nuestra vida (en ámbito cristiano) la vieja diferencia de varones y mujeres; apelar al sexo para introducir nuevas diferencias dentro de la iglesia significa retornar al plano viejo, mantenernos en ámbito judío, precristiano, como puede deducirse de la misma lógica de Pablo.

En esta línea Dios mantiene los rasgos patriarcales y, por mucho que se diga que no tiene sexo, viene a presentarse con supuestos rasgos varoniles: es cabeza-fuente de vida, en un sentido creador y activo. La mujer, en cambio, es creadora, pero sólo de un modo receptivo o, casi mejor, pasivo: ella se deja amar, acoge; en ese aspecto, está representada por María, que puede presentarse como signo de la feminidad maternal de Dios que es el Espíritu Santo. Lógicamente, muchas mujeres se levantan y protestan en contra de esta perspectiva, que acaba por segregarlas dentro de la sociedad.

En esta línea de protesta y nuevo planteamiento se inscribe la lectura igualitario-dualista ya citada: mujer y varón son iguales y distintos, situados uno junto al otro, frente al otro, en complementariedad libre y creadora. Ni el varón es el activo ni la mujer es la pasiva; ni el varón es cabeza ni la mujer es cuerpo. Ambos son personas iguales, que caminan y crean unidos, en diálogo fecundo. Ésta es la postura que deriva de Gén 1,27, en que se dice: "Creó Dios al hombre a su imagen...: varón y mujer los creó". Es la postura que mejor refleja el texto de la creación, en el paraíso: Eva no es ayuda en el sentido de inferior o sometida; ella emerge frente a Adán, de igual a igual, en diálogo de complementariedad creadora.

Ésta es la visión que Jesús ha reasumido de manera libre y creadora en su evangelio cuando alude al varón y la mujer creados ya desde el principio como iguales, uno para el otro (cf MI 19,4-8). Varón y mujer conservan en igualdad sus diferencias y son, en cuanto tales, signo del misterio de Dios. Esta visión se encuentra cerca de eso que podríamos llamar el feminismo de la diferencia, siempre que se entienda en forma de complementariedad no agresiva: varón y mujer son diferentes, como polos de una humanidad dual; así reflejan la misma dualidad divina. En esta línea se ha movido L. Boff en un trabajo que resulta conocido y que por eso podemos condensar y evaluar muy brevemente. Si el hombre es definitivamente varón-mujer, si esa diferencia reproduce el misterio más profundo de su realidad, es lógico que el mismo Dios se deba revelar de dos maneras: como varón, por Jesús-Hijo, que asume y eleva lo masculino de la humanidad; como mujer, por Maria-Espiritu Santo, que asume y espiritualiza el aspecto femenino de esa misma humanidad. De esa forma, en la unidad amorosa (no agresiva ni guerrera) del varón y la mujer, de Jesús y de María, viene a realizarse la redención definitiva.

Traducida a términos sociales esta perspectiva obligaría a repensar la misma forma de los ministerios: igual que hay un sacerdocio masculino que representa a Jesús y mantiene su recuerdo por la eucaristía debería surgir un sacerdocio femenino encargado de expresar, actualizar lo propio de María. Pero dejemos así el tema. Toda nuestra exposición anterior muestra el defecto de esta perspectiva. La grandeza de María no consiste en ser "humanización hipostática del Espíritu", sino en realizarse históricamente, en libertad, como persona humana, en relación con el misterio trinitario. De todas formas, hemos querido citar esta postura porque sirve como reactivo frente a la anterior.

Y así llegamos a la tercera lectura, que llamábamos mesiánico-personalista. Es mesiánica porque asume con seriedad el hecho de que en Cristo ya ha llegado el reino, la nueva creatura: las cosas no se pueden seguir interpretando como si todo siguiera igual en este plano del varón-mujer para los fieles de Jesús mesías. Es una postura personalista porque define al hombre (varón-mujer) por aquello que logra ser, en un camino de realización (de actividad y acogida) que le relaciona con Dios y con los otros.

Ésta es, a mi juicio, la línea que recoge mejor la novedad de la Escritura. Ciertamente, el hombre fue creado como varón-mujer y así continúa (cf Gén 1,27; Mt 19,4). Esa diferencia es importante, pero no es la que define al hombre que ha llegado a su plenitud mesiánica: por eso, Jesús puede invitar al "celibato por el reino" (Mt 19,12) en una especie de ruptura familiar donde los lazos de la carne y de la sangre quedan superados (cf Le 18,29-30; 14,23); por eso añade que al resucitar los hombres no se casan (cf Mc 12,25), por eso Pablo afirma lapidariamente que ahora en Cristo ya no existe más la diferencia de varones y mujeres (Gál 3,28).

Me sitúo, por tanto, en el camino que va de la creación (varón-mujer de Gén 1, 27) a la consumación escatológica, iniciada ya en la iglesia, por medio del bautismo y la comunidad creyente (Gál 3,28). Ciertamente, en un nivel sigue existiendo diferencia: por eso, la iglesia mantiene el matrimonio como sacramento, por eso ha rechazado los riesgos gnosticistas de disolución espiritualizante de la dualidad sexual. Pero, llegando hasta la hondura del creyente, al nivel de bautizado, se supera la antigua diferencia: varones y mujeres pueden vivir y convivir como cristianos, es decir, hombres mesiánicos. Podrán casarse y asumir la dualidad sexual como señal del gran misterio de la vida; pero ya no se verán el uno como activo, el otro receptivo; ya no instaurarán por eso diferencias sociales. Al llegar hasta la hondura de su ser no se definen más como varón o mujer, sino como personas capaces de creer y realizar su vida en libertad.

Pienso que en esta perspectiva de la nueva creación en Cristo, donde ya no existen varones ni mujeres debe situarse el ministerio de la iglesia y la visión de María en su apertura hacia el misterio trinitario. Ella no es la Mujer, como creatura femenina (pasiva-receptiva), que acoge en silencio la voz de un Dios trinitario básicamente interpretado en forma masculina (Padre-Hijo). Ella no es tampoco el Espiritu-mujer, relacionado en forma de complementariedad frente al Hijo-varón. Esos simbolismos, que pueden admitirse en plano inicial como camino de maduración de una humanidad todavía esclavizada por los elementos de este mundo (cf Gál 4,3), deben superarse cuando llega el nivel de lo mesiánico, es decir, el surgimiento radical de la persona en su apertura al misterio trinitario.

Padre, Hijo y Espíritu Santo no se pueden definir en términos sexuales de varón ni de mujer, aunque el simbolismo de la historia haya fijado (temporalmente) los nombres masculinos para el Padre y para el Hijo. Ellos se definen como encuentro de amor pleno donde cada uno da todo su ser y recibe el ser del otro, de una forma que supera la unión de padre-madre-hijo de la historia. Ciertamente, el Hijo de Dios se ha encarnado en forma masculina, es decir, como varón, por exigencias de la situación social de aquel momento. Pero ese Jesús, que es varón, no se define ya como varón contra (frente a) la mujer, sino como persona radical de Hijo de Dios en forma humana. Por eso, en la hondura de su amor y de su entrega quedan identificados e igualados varones y mujeres, como ya hemos indicado.

En este aspecto, debemos afirmar que Jesús no es asexuado en el nivel de carencia sino suprasexuado: realiza su amor de tal manera que desborda el viejo plano de los sexos, en actitud de generosidad paciente y creadora que se abre salvadoramente a todos los humanos. Por eso Jesús no ha buscado una mujer que complemente femeninamente su redención masculina. En ese aspecto no necesita ni siquiera de María. Jesús resucitado se halla, según eso, en aquella culminación donde ya "no existe varón ni mujer" (Gál 3,28). María, en cambio, se ha encontrado en el camino, lo mismo que nosotros. Por una parte es madre-mujer mientras sigue el proceso de la historia: en esa perspectiva ha dialogado con Dios en la anunciación, ha cuidado de Jesús y se mantiene como signo de maternidad dentro de la iglesia (Jn 19,26-27). Pero, al mismo tiempo, ella es persona total, es la primera persona de la nueva humanidad, como ya hemos indicado previamente; en este sentido, ella no se define ya ni como mujer ni como varón, sino como creyente en la profundidad de su apertura trinitaria.

Llegamos de esta forma al centro de la gran paradoja de la historia de la salvación, que Pablo ha reflejado de algún modo al final de un argumento atormentado, donde avanza vuelve y gira sin hallar, al parecer, las palabras que buscaba: "No hay mujer sin varón, ni varón sin mujer en el Señor; porque así como la mujer (provino) del varón, así también el varón (nace) por la mujer. Y todos provienen de Dios" ( I Cor I I, I I 12). Varón y mujer viven en un plano de complementariedad mundana (histórica), que se abre desde ahora hacia la nueva creatura (cf Ef 2,15). En ese plano superior, donde no existe griego ni judío, varón ni mujer (cf Gál 3,28), viene a situarnos ya María: ella es presencia de Dios y signo trinitario por ser persona nueva, aquella que ha iniciado sobre el mundo, en forma plena, abierta, el camino de la fe para los hombres.

X. PIKAZA
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1903-1921