CONSAGRACIÓN MARIANA Y CONSAGRACIÓN BAUTISMAL

Consagración: propuesta espiritual para nuestro tiempo

Más allá de las fórmulas con que se ha expresado la consagración a María a lo largo de los siglos, su contenido esencial está constituido por un encuentro personal, íntimo, perseverante con María, que supone confianza, pertenencia, don de si, disponibilidad y colaboración efectiva en su misión salvífica según los planes de Dios. Se trata ahora de transmitir este valor de la consagración, vivida de una forma propia en las diversas épocas culturales, a los cristianos de nuestro tiempo, en otras palabras, "hay que abrirse a una reflexión crítica sobre las palabras y sobre las fórmulas y poner de relieve el sentido pleno de este acto, teniendo en cuenta las corrientes actuales". Así pues, intentaremos llevar a cabo aquella "diligente revisión..., respetuosa de la sana tradición y abierta a la acogida de las instancias legítimas de los hombres de nuestro tiempo", que requiere la Marialis cultus (n. 24) para los ejercicios de piedad con la Virgen. De la mirada al pasado y de la apertura al presente brotan algunas orientaciones fundamentales en torno a un planteamiento teológico de la consagración a la madre del Señor.

1. INSERCIÓN EN LA ÚNICA CONSAGRACIÓN A DIOS.

La relación con María, para que pueda asumir su doble proporción y su finalidad, tiene que insertarse en la respuesta global del hombre, dada libremente bajo el influjo de la gracia, a la revelación divina. Pues bien, la biblia exige con toda claridad que los fieles se consagren a Dios, transformando su propia existencia en una ofrenda agradable a él (Rom 6,11 - 13; 12,1) y viviendo para Jesucristo (2Cor 5,15). Este culto espiritual dirigido a Dios en Jesucristo es un reconocimiento de su trascendencia como creador, redentor y fin último, y por eso mismo reviste los caracteres de la adoración o del amor a Dios sobre todas las cosas (Dt 6,5, Mc 12,30, Lc 10,27). En este sentido preciso está claro que la consagración queda reservada para Dios y que no puede dedicarse a María más que en una acepción semánticamente distinta. Sería de desear en este sentido que se procediera a un movimiento de reflexión teológica sobre el tipo de la distinción entre latría (adoración) y dulía (veneración), con que se denota, respectivamente, el culto a Dios y a los santos. Pero este proceso no eliminaría el uso analógico de los términos, dada la pobreza del lenguaje humano; por eso la misma palabra, como culto o amor, sirve para designar tanto las relaciones con Dios como con las criaturas. De todas formas, lo cierto es que la consagración a Dios y a Jesucristo es el contexto necesario de cualquier otra consagración, que siempre habrá de ser dependiente de aquélla y dirigida a ella. Si la tendencia postridentina ha preferido generalmente fijar la mirada en María, proponiendo una consagración a la misma que desemboque en una vida cristiana intensamente vivida, el clima actual que ha establecido el Vat II requiere un cambio de dirección. Lo mismo que hay que descubrir y situar a María en el misterio de Cristo y de la iglesia, también las relaciones vitales con ella tienen que insertarse en el amplio movimiento de consagración a la Trinidad, como parte de la respuesta existencial al plan de la salvación.

Este planteamiento lleva consigo dos consecuencias:

a) La consagración a María no debe presentarse nunca como una actitud autónoma, separada o simplemente yuxtapuesta a la consagración fundamental del cristiano a Dios. Tiene que insertarse orgánicamente en el movimiento consecratorio, realizado por la gracia en el hombre y con el hombre. La referencia a este cuadro de conjunto ha movido a los teólogos y a los autores espirituales a hablar de "voto de esclavitud u oblación a Cristo y a María" (De Bérulle) o, mejor aún, de "consagración a Jesucristo por medio de María" (Montfort). El encuentro experiencial con María no se presenta de forma aislada, sino siempre en el contexto de la experiencia de Dios, no es una segunda vida espiritual, sino una nueva manera de vida en Dios (Miguel de San Agustín). Una consagración a María por así decir hipostasiada y colocada en primer plano sería hoy fácilmente rechazada como un sustitutivo indebido de la dedicación del ser cristiano a Dios.

b) COS-BAUTISMAL: Puesto que la consagración cristiana tiene lugar en el bautismo, que comunica la vida filial, une con Cristo glorioso y hace sacerdote al bautizado mediante la unción del Espíritu (LG 10-12), representa también el punto de partida de la consagración a María. Si De Bérulle habló elocuentemente de la consagración bautismal como "voto de una religión solemne, primordial y suprema, frente a la cual son posteriores o subalternas todas las profesiones religiosas", le corresponde a Montfort el mérito de haber intuido y presentado la consagración a María como "una perfecta renovación de los votos y de las promesas del santo bautismo". Esta perspectiva sigue siendo válida, ya que vincula las relaciones con María con el corazón del cristianismo, excluyendo de él todo carácter privatista-devocional y toda tentación sustitutiva de la consagración al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. Montfort explica la entrega a María como perfecta renovación de las promesas bautismales en cuanto que conlleva tanto el compromiso responsable del cristiano adulto como su referencia a la criatura más conforme y más consagrada a Jesucristo, o sea, "el medio más perfecto de todos: la virgen María". La consagración a María se convierte en un modo privilegiado para despertar la conciencia bautismal y ayudar en el camino de fidelidad al Señor.

Hoy es de desear la presentación de la espiritualidad Mariana partiendo de la teología del bautismo o, mejor dicho, de los sacramentos de la iniciación cristiana en todos sus aspectos, tal como los han señalado la biblia, los santos padres y la reflexión eclesial. En particular es necesario desarrollar el aspecto ontológico del bautismo como consagración, que dedica completamente al servicio filial de Dios y hace partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo mediante la acción del Espíritu. En este sacramento del renacer de los hombres en Cristo hay que recuperar la doctrina patrística de la analogía entre el agua y María, en la maternidad en el orden de la gracia, en esta participación ontológica de María en la salvación del hombre se basarán unas relaciones de amor y de disponibilidad que pueden asumir el significado de una consagración. Antes de ser un compromiso o ideal por realizar, la consagración es una llamada, una gracia, una acción de Dios que toca y transforma al ser humano en su realidad más profunda.

De la atención a la gracia del bautismo se deriva ante todo una actitud receptiva de acogida del don de Dios, esencialmente consecratoria. En la base de todo compromiso activo está una apertura mística al Espíritu Santo, que actúa en el cristiano y lo conduce a lo largo del itinerario que lleva del bautismo a la gloria. El cristiano es aquel que se deja animar por el Espíritu, amar por el Padre, unir a Cristo. La donación a María tiene el objetivo de hacer disponibles al Espíritu y dóciles a la gracia. Tiene valor cuando ayuda a vivir el aspecto místico del cristianismo, que es actualizar la espiritualidad de María constituida por una pobreza radical, una receptividad, una disponibilidad, una acogida del proyecto de Dios; es ésta la espiritualidad de los pobres del Señor, entre los que destaca María y cuya cima está representada por Jesucristo, "manso y humilde de corazón" (Mt 11,19).

Al revalorizar la ontología del bautismo, la consagración a María se muestra análoga a la vida religiosa presentada por el Vat II como "una especial consagración que tiene sus raíces más profundas en la consagración bautismal y es una expresión más perfecta de la misma" (PC5). Tanto la una como la otra (y esto vale para cualquier consagración, la matrimonial y la consagración por excelencia, que es la sacerdotal) están ordenadas a hacer "recoger más copiosamente los frutos de la gracia bautismal" (cf LC 44). Por tanto, queda en pie la única consagración fundamental, que es dada por el bautismo, mientras que la entrega a María no hace más que actualizarla, explicitarla y recoger sus frutos. Presentar y subrayar la consagración bautismal implica un valor terapéutico para el hombre de hoy, que con frecuencia tiene atrofiado su sentido religioso. Sin embargo, habrá que poner mucha atención para evitar proponer de nuevo en forma repetitiva una idea inexacta de lo sagrado y de la consagración. Ésta no es en primer lugar separación o reserva para Dios (el bautismo es sacramento de comunión y de misión lo mismo que la confirmación y la eucaristía, estrechamente vinculadas con él), sino la inmersión en la corriente de vida trinitaria en una trasfinalización del ser humano. La consagración no exige una separación sociológica, sino solamente una distancia moral de lo profano, que en el cristianismo es sólo el pecado, es decir, todo cuanto aleja de la propia referencia trascendental a Dios. Ya en el plano natural, "la sacralidad es la relacionalidad histórica de la creación con el Dios santo..., una determinación trascendental de todo lo existente creado (omne ens est sacrale) mientras que lo sagrado "es ante todo no ya lo que está reservado cultualmente, sino el horizonte dentro del cual pueden aparecer los objetos y las personas como sagrados. Según la revelación cristiana, lo sagrado no constituye un algo aparte, sino que se sitúa en una perspectiva existencial: el hombre es transformado en su intimidad por el Espíritu Santo en el bautismo y queda referido no ya a un Dios impersonal, sino al Dios trinitario: al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. Consagrarse significa aceptar esta relación con Dios-Trinidad y vivirla en la iglesia.

Consagrarse a María significa dejarse ayudar por su ejemplo y por su intercesión a fin de encontrar el verdadero sentido de la vida cristiana, determinado por el bautismo. "¿Cómo podríamos vivir nuestro bautismo —se pregunta Juan Pablo II— sin contemplar a María, la bendita entre todas las mujeres, tan acogedora del don de Dios? Cristo nos la ha dado como madre. Se la ha dado por madre a la iglesia... Todo católico le confía espontáneamente su oración y se consagra a ella para consagrarse mejor al Señor".

2. CONSAGRACIÓN A MARÍA, RECONOCIMIENTO VITAL DE SU MISIÓN.

La idea de consagración, que evoca la de un don total, no parece a primera vista que pueda aplicarse a María, sino únicamente a Dios. La consagración a la Madre de Dios —afirma Pío Xll— "es un don completo de sí mismo, para toda la vida y para la eternidad; es un don no de pura forma o de puro sentimiento, sino efectivo, realizado en la intensidad de la vida cristiana y mariana, en la vida apostólica". Como añade el documento doctrinal de la Sociedad mariana nacional, "consagrarse a María es ponerse bajo su protección, pero es también hacerse disponibles a su misión maternal, entregarse a ella con total confianza, asumir el sentido y el contenido de su vida, establecer una relación de amor, de diálogo y de dependencia, entretejida de totalidad y de perennidad; es sintonizar con María, para vivir con mayor intensidad y fidelidad la consagración a Cristo". Para legitimar este don total a María es preciso ante todo distinguirlo del que implica el reconocimiento de la trascendencia de Dios y que equivale a adoración o a amor sobre todas las cosas. Es el amor appretiative summus del que hablan los teólogos y que no puede compartirse con ninguna criatura, por santa que sea. La consagración a María está esencialmente dirigida a ese amor, pero difiere de él de una manera sustancial. La única forma de poder aplicar un término a Dios y a la criatura es la de recurrir a la analogía, que se basa precisamente en la semejanza dentro de la diferencia. El uso análogo de la palabra consagración referida a María mantiene un sentido de don total y perenne, que es preciso legitimar a la luz de la revelación y de la teología.

a) Desde el punto de vista bíblico, además de los pasajes en los que se presenta a María como modelo de consagración (Lc 1,38) y como guía de la alianza con Dios en Jesucristo (Jn 2,5), el paso que se puede citar como fundamento de la donación a María es Jn/19/27: "Desde aquella hora el discípulo la acogió entre sus bienes". La importancia de esta escena en su significación histórico-salvifica ha sido señalada en recientes estudios exegéticos. Gracias a ellos percibimos el sentido tan denso que tiene esta acogida de María por parte del discípulo. Acoger (lambánein) es en el vocabulario de Juan el verbo de la fe: indica una actitud espiritual, "implica una disponibilidad y participación del sujeto" y una disposición interior de apertura. Cuando se dirige a la persona de Jesús, como en Jn 1,12, "es prácticamente sinónimo de pistéuein" (creer) —dice I. de la Potterie—, por lo que "acoger a Jesús y acoger a su madre son, en definitiva, dos actitudes equivalentes". Pues bien, es perfectamente sabido que la fe en san Juan no es solamente aceptar con asentimiento intelectual las afirmaciones de Jesús, sino que significa "someterse a Cristo" (H. Dodd), "decir que sí a la persona de Jesús..., decisión fundamental y total..., vinculo personal con él dentro de una creciente comprensión, confesión abierta y amor activo" (R Schnackenburg), "entrega a la sabiduría de Dios" (D. Mollat).

La acogida de María se inserta en la acogida de Jesús por parte del discípulo. En efecto, éste acogió a la madre de Jesús, en adelante madre suya, "entre sus bienes" (eis tà ídia). Estas cosas propias o bienes espirituales son ante todo y esencialmente su fe en Jesucristo y su comunión con él. La expresión tà ídia "no describe en ningún lugar del cuarto evangelio cosas inertes, bienes materiales (por ejemplo, una casa). Se trata siempre de relaciones existenciales entre personas". Por tanto, la "relación con Cristo se prolonga ahora en una relación nueva del discípulo con la madre de Jesús. En otras palabras, la acogida que el discípulo reserva a la madre de Jesús conserva un significado cristológico", incluso porque es también la obediencia a Cristo la que le hace recibir a María en su vida de creyente.

La actitud del discípulo frente al don que es María supone apertura, entrega, vinculación o comunión personal, disponibilidad, acogida filial, fe confiada y amorosa. Se tiene además una "transferencia de propiedad": María pertenece al discípulo y el discípulo pertenece a María. Juan explícita solamente la respuesta del discípulo, que acoge a María en su vida de fe o "en las realidades constructivas de la iglesia" (A. Marranzini); pero también María consiente en la voluntad de Cristo y acoge al discípulo entre los mismos bienes espirituales, sobre todo en su fe en el Hijo. El discípulo puede decir entonces: "Tú eres mi madre y yo soy tuyo". Si no es una entrega explícita a María, estamos de todas formas muy cerca de ella.

b) Las exigencias del amor al prójimo según la revelación son totalizantes. La espiritualidad del s. XVII, al disminuir a la criatura en su ser y en su causalidad (cf el ocasionalismo de Malebranche), ha centrado el esfuerzo cristiano en el amor a Dios, visto como contraposición al amor a las criaturas. Éstas eran consideradas como competitivas respecto a Dios o todo lo más como etapas que recorrer en el camino hacia él. La confrontación con la revelación neotestamentaria hace inaceptable este planteamiento: el amor al prójimo no sólo tiene una posición central en el mensaje cristiano (Jn 13,14; Gál 5,14; Rom 13,8-9), sino que se trata de un amor intenso; más aún, de "un amor sin medida, ya que tiene como modelo el amor de Cristo, que no tiene limites". Puesto que el prójimo tiene que ser amado según el ejemplo de Cristo ("como yo os he amado"), ese amor tiene que llevar al servicio y a la entrega de sí mismo, hasta llegar al sacrificio de la vida. La moral, para san Pablo, se puede resumir en la entrega cada vez más perfecta al prójimo, ofrecida a Dios a ejemplo de Jesús: "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridísimos, y caminad en la caridad, del modo con que también Cristo amó y se dio a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de suave olor" (Ef 5,1-2).

La entrega total de sí mismo a María es posible y legítima como expresión del amor al prójimo, requerido a los miembros de la comunidad eclesial. Por tanto, el prójimo no es una simple ocasión para amar a Dios; en ese caso estaría instrumentalizado y no tendría ya ninguna consistencia. El don de sí mismo al prójimo en el amor supone que el hombre pueda ser considerado como un fin, no definitivo, pero intermedio, ya que está finalizado a su vez al fin último, que es Dios. "La teología de las realidades terrenas nos ha enseñado que las criaturas no son simples escalones para ir hacia Dios, sino fines secundarios que hay que valorar en su orden inmanente querido por el mismo Dios. En particular tenemos que amar al hombre, decimos, no como instrumento, sino como primer término hacia el término supremo, trascendente, principio y razón de todo amor. Por tanto, está permitido a nuestro culto fijarse directamente en María, aceptando de manera vital su persona y su función".

En esta perspectiva el don a María no se presenta en competición con el don a Dios, ya que entra dentro del plan de la salvación y mantiene su finalización en la adoración trinitaria. Montfort intuye espiritualmente estas realidades y las expresa de una forma precisa y articulada cuando afirma: "... El fin último es sólo Jesucristo. Se sirve a la santísima Virgen como fin próximo, como ambiente misterioso y medio fácil para encontrarnos con Cristo". Es legítimo hablar de consagración a María, pero es más exacto y completo hablar de consagración a Cristo o a Dios-Trinidad realizada en la acogida a María en la propia vida.

c) H/RELACION-ESENCIAL: La dinámica de la intercomunión. La filosofía personalista, representada entre otros por Buber, Levinas y Mounier, ha establecido que "la verdad más profunda del hombre es su relación con los demás... El hombre comprende su propio misterio encontrando al otro y estableciendo con él unas relaciones interpersonales". Estas relaciones personales se resumen en ser un tú el uno para el otro, es decir, en recibir un auténtico amor y en convertirse en don. Quedan excluidos el conflicto y la indiferencia, el amor es benevolencia, promoción y reciprocidad. Esta reciprocidad, que implica ser con el otro y para el otro (principios de solidaridad y subsidiaridad), arranca del propio yo para centrarse en la persona amada en un movimiento oblativo. Es la doctrina clásica del amor extático (que lleva fuera del yo) transmitida por el PseudoDionisio: "Existe un amor divino extático, que no deja a los que aman pertenecerse a sí mismos, sino a los que ellos aman... Por eso san Pablo, arrebatado por este amor divino y participando de su fuerza extática, dijo con palabras divinas: Vivo yo, pero no soy yo, sino Cristo el que vive en mí; como verdadero amante y en su impulso hacia Dios, como dijo él mismo, vivió no ya su vida, sino la vida vehementemente amada del amado".

La dinámica de la relación viva entre dos personas sigue ordinariamente este trayecto: atención recíproca, entendimiento mutuo, intercambio de dones, coloquio amistoso, tácita atmósfera de confianza, amor desinteresado libremente oblativo: tú te entregas a mí, yo me entrego a ti. El otro desempeña una función cognoscitiva y formativa de la persona: "Porque yo respondo como regalo, me comunico a mí mismo surgiendo y capacitándome así para la vida, para la vida dialogal... Me convierto en yo, pero únicamente porque tú estás ahí, porque yo existo orientado hacia ti... Y cuanto más me entregue a ti, tanto más yo me hago, tanto más sé de mi persona". También el Vat II confirma que el esquema de la entrega es necesario al hombre para ser él mismo en plenitud; el hombre "es la única criatura que Dios haya querido por ella misma; no puede encontrarse plenamente más que a través de una entrega sincera de sí mismo (cf Lc/17/33)" (GS 24). La cita evangélica recuerda la paradoja vivida por Cristo y transmitida a sus discípulos: el que se aferra egoístamente a su vida la pierde, pero el que la pone al servicio de los demás hasta sacrificarla por ellos la salva. La revelación y las ciencias humanas están de acuerdo en confirmar que el hombre es él mismo y responde a las esperanzas divinas cuando su amor se hace oblativo.

3. LA DIMENSIÓN ECLESIAL.

La consagración a Dios no es un acto de generosidad del individuo a título personal, cada uno de los cristianos ha sido consagrado por Dios y para Dios como miembro de la iglesia, pueblo de Dios que le pertenece y para el que tiene que vivir. En efecto, "Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para hacerla santa (= consagrarla), purificándola por medio del lavado del agua acompañado de la palabra" (Ef 5,25-26). El título de esposa y virgen que se le atribuye a la iglesia indica que tiene que responder al amor de Cristo con el sí de la fe y la consagración a él de toda su vida. María es la clave y el tipo de esta vocación, en cuanto que hace conocer el sí que hay que dar al Señor mediante su ejemplo de consagración a la persona y a la obra de Jesús. El cristiano que se consagra a Jesucristo, con la guía maternal y el ejemplo de María, sabe que con su gesto hace surgir la naturaleza íntima de la iglesia, pueblo consagrado al Señor (cf Dt 7,6; IPe 2,9). Este pueblo, que tiene que conservar su unidad en el Espíritu y crecer en un solo cuerpo (Ef 4,3-6; ICor 12,13), ha sido confiado por Cristo a la madre en la persona del apóstol amado. Ella es la Jerusalén-madre, que acoge a los hijos dispersos de Dios (cf Jn 11,52) y que es acogida como don de Cristo para obedecer a su voluntad (cf Jn 19,27). Esta doble acogida, de donde surge la comunidad mesiánica una e indivisa, es símbolo de la unidad de la iglesia. Personalizar la entrega hecha por Cristo acogiendo a María dentro de la propia vida debe tender al crecimiento en la unidad con todos los miembros del pueblo de Dios, excluyendo disensiones y creciendo en el amor. La consagración, al tiempo que orienta a Dios, tiene que afianzar los vínculos de fraternidad y de comunión con la iglesia y con todas las familias de los pueblos. En la biblia encontramos el fundamento de una recta relación entre la consagración social, propia del pueblo de Dios llamado a renovar la alianza con él, y la consagración personal, que consiste en actualizar la primera sobre todo a través del camino litúrgico-eclesial mediante un don de sí mismo madurado en la responsabilidad y la libertad: María, madre de la iglesia y de cada uno de los fieles, recuerda y une estas dos dimensiones.

4. CONSAGRACIÓN Y CULTURA ACTUAL.

Planteada cristológicamente y anclada en el bautismo, la consagración a la madre de Dios posee validez teológica como reconocimiento vital de la misión maternal y ejemplar de María en la vida cristiana. La entrega a María es analógica a la que se hace a Dios, ya que mantiene el significado de ofrenda total y perenne, pero con la diferencia de nivel propio de la criatura.

Esta referencia a María ha asumido varias formas a lo largo de los siglos y se ha expresado según los esquemas interpretativos que presentaban las diversas épocas culturales. Hoy se impone respecto a dichos esquemas un examen crítico o una revisión "respetuosa para con la sana tradición y... abierta a recoger las legítimas aspiraciones de los hombres de nuestro tiempo" (MC 24). Entre las diversas expresiones, más allá de su contenido válido, hay algunas que no parecen representables. Una referencia a María bajo la forma de esclavitud de amor o de esclavitud/servicio no encuentra fácil audiencia en la cultura de hoy, caracterizada por un marcado sentimiento de libertad. Utilizar los términos esclavitud/servicio, explicando cómo son compatibles con la libertad, resulta una empresa pedagógicamente ardua y pastoralmente desaconsejable. Lo mismo hay que decir por lo que respecta al lenguaje que recuerda instituciones o modelos medievales, como el amor caballeresco o el vasallaje protector, o bien costumbres del s. XVII, como contrato, dependencia, expropiación, servidumbre, abandono...

Mientras que las congregaciones marianas se muestran favorables al término compromiso permanente en donde se valora la responsabilidad personal, otros prefieren, con Juan Pablo II, la palabra confiar o confianza. "La palabra confianza —escribe B. Lewandowski— tiene su fundamento en la historia de la salvación y expresa, mejor que la palabra consagración, la naturaleza de esa consagración entendida rectamente... También Jesús desde la cruz confió a su propia madre su iglesia. El hombre se confía, se ofrece a sí mismo y todas sus cosas a Dios para que queden consagradas por el Espíritu de Dios". El término confianza tiene la ventaja de subrayar el aspecto místico de disponibilidad y de seguridad amorosa del que quiere hacerse conducir por el Espíritu Santo según el ejemplo de María y a través de ella; siempre habrá necesidad de explicarla en el sentido de abandono activo y consciente, descartando la idea de declinar toda responsabilidad y recurriendo quizá oportunamente a la institución moderna de tutela familiar.

La palabra consagración no está exenta de cierta ambigüedad y también necesita algunas puntualizaciones (se distingue esencialmente de la que se dirige a Dios, no es separación sociológica, sino ética...); sin embargo, es el término más usual, preferido por la tradición espiritual y adoptado por el magisterio. En el uso corriente significa "dedicar por entero..., comprometer la propia vida en favor de los demás, sacrificándose y luchando por ellos, poner a disposición de los demás las propias capacidades de trabajo y de pensamiento" sería una lástima abandonar un término tan significativo. Una sabia solución pastoral podría ser la que ha adoptado Juan Pablo II, que atiende a la sustancia e intenta expresarla de varias maneras sin ligarse a una sola expresión. En la búsqueda de nuevos esquemas expresivos más en consonancia con nuestra época, se presentan a nuestra mente algunas fórmulas densas de contenido como vivir a María que usan los focolares, o bien opción fundamental por Cristo con María, amor oblativo, comunión interpersonal con la virgen María y a través de ella con el Señor, pronunciamiento vital por Cristo y por María, entrega de sí mismo... Son ejemplos loables de esta búsqueda de un nuevo lenguaje.

Si tuviéramos que expresar una preferencia, lo haríamos en favor de una expresión bíblica que se ha puesto de relieve en nuestro tiempo con la exégesis de Jn 19,27: la acogida de María por parte del discípulo amado por Jesús. Acoger a María, con toda la riqueza de actitudes espirituales que encierra este término en san Juan, es una propuesta realista y sencilla, que tiene la ventaja de ser bíblica y por tanto también potencialmente ecuménica. Acoger a María significa abrirse a ella y a su misión maternal, introducirla en la propia intimidad espiritual en donde se ha acogido ya a Cristo y los demás dones suyos en la fe; es una expresión que evoca toda la espiritualidad cristiana y mariana (aunque en distinto nivel) del NT. Desde el punto de vista cultural, la acogida del otro es imperativo categórico para construir una sociedad que sea verdaderamente comunión.

Acto de consagración e itinerario de los consagrados El acto de consagración no puede improvisarse; es un acto tan denso en compromiso vital, que requiere una maduración o preparación, en la que la comunidad tiene que desempeñar un papel específico. Veamos sus antecedentes, la decisión personal y el itinerario de vida que ha de seguir al acto de consagración.

1. RELACIÓN ENTRE CONSAGRACIÓN SOCIAL Y PERSONAL.

Mientras que en los siglos anteriores se podía presentar la consagración u oblación a María en una perspectiva personal hoy no es posible ignorar que las diversas naciones, la iglesia y el mundo han sido consagrados en varias ocasiones con actos colectivos. Hay que recordar sobre todo los actos de consagración del mundo al corazón de Jesús (León XIII, 1899) y al corazón inmaculado de María (Pío XII 1942). En ambos casos la consagración fue efectuada por el papa, como padre y representante de la familia humana, como responsable dentro de la comunidad confiada a él, consagró al Señor y en primera instancia a María todos los fieles reales y los posibles. No hay que olvidar que esta consagración no es un acto jurídico, sino que se realiza bajo la forma de una oración; se trata, por consiguiente, de una apertura a Dios para sí mismo y para los hermanos, como sucede con cualquier otra oración bíblicamente considerada, y tiene el significado de una intercesión.

La consagración personal sigue siendo indispensable, ya que Dios salva respetando la libertad de cada uno. El cristiano toma conciencia de los vínculos de solidaridad que lo unen al pueblo de Dios: consagrándose personalmente, sabe que lo hace en comunión con la iglesia y realizando la vocación de pueblo consagrado al Señor.

2. LA OPCIÓN FUNDAMENTAL Y LA RELACIÓN TIEMPO-ETERNIDAD.

La reflexión sobre la condición humana ha llevado a descubrir, más allá de cada una de las acciones, una opción de fondo que explica las opciones particulares y llega a definir la esencia misma de la persona que las realiza. Esta opción fundamental determina el tipo de hombre que uno adopta, el núcleo de su personalidad, lo que él desea y espera ser. El hombre se realiza en su libertad cuando consigue crear actos definitivos que deciden su futuro. Para el cristiano se trata de insertar el tiempo en la eternidad mediante un acto de amor a Dios con todo el corazón. Este momento del tiempo en la eternidad es una gracia de Dios, ya que la salvación viene de Dios, pero el hombre tiene que acogerla en la libertad a fin de "poder disponer por completo de sí mismo, alcanzar la plena disponibilidad en las últimas profundidades de sus propias posibilidades, poder acrisolar sin residuos el mineral de la vida, hasta que ésta pueda consumarse sin reservas y sin escorias en la fusión de la única imagen de Dios".

Para K. Rahner la consagración es precisamente "el intento serio, meditado y concentrado de realizar el momento de la eternidad en el tiempo, como acto de amor". No se trata de pronunciar una fórmula, sino de pronunciarse a sí mismo, en un pronunciamiento que quiere ser total y definitivo. Cuando ese intento se logra alguna vez, entonces suena en el secreto de Dios la hora de la salvación. Esta plenitud antropológica y sobrenatural requiere una preparación según el tipo de los ejercicios espirituales, cuyo objetivo es precisamente el de ayudar a hacer opciones cristianas irrevocables de compromiso al servicio de Dios; pero exige también la repetición del acto consecratorio como un intento renovado de llegar hasta el don total de sí mismo al Señor en comunión con María.

3. ITINERARIO LITÚRGICO Y CULTO EN LA VIDA.

La consagración a Cristo y a María tiene que vivirse ante todo en la liturgia, ya que es allí donde la iglesia expresa su culto a Dios como pueblo consagrado a él. Todo el año litúrgico está orientado a la celebración del misterio pascual de Cristo, que alcanza su cima más alta en la solemne vigilia del sábado santo. Es concretamente en dicha vigilia donde la comunidad reafirma su propia consagración a Dios renovando las promesas bautismales. Aunque no hay allí una referencia explícita a María, la iglesia es continuación e imitación de ella, su tipo en la consagración a Cristo en la fe, esperanza y caridad. No hay nada que impida explicitar la presencia de María en el bautismo como madre en el orden de la gracia (LG 61-64), mediante la aceptación vital de su maternidad y una actitud de disponibilidad y de don de sí mismo. La consagración mariana alcanza en la vigilia pascual el lugar privilegiado donde pronunciarse y renovarse cada año: allí es donde se pone a salvo su carácter cristocéntrico y trinitario y en donde al mismo tiempo se le garantiza la eficacia de la celebración litúrgica como acción conjunta de Cristo y de la iglesia.

De forma semejante hay que vivir en la liturgia la referencia a María por parte de los consagrados. Éstos celebrarán de modo especial las fiestas dedicadas a la Virgen que van poniendo ritmo a todo el año litúrgico, entrando en sus dimensiones mariana, cristológica y eclesial. Y así cumplirán la indicación de la Marialis cultus, que presenta a María "como ejemplo de la actitud espiritual con que la iglesia celebra y vive los divinos misterios" (MC 16).

De la liturgia se saca como de una fuente la gracia de actuar en la vida todo lo que se celebra en los misterios de la salvación. Se trata sustancialmente de ejercitar en la existencia de cada día el oficio sacerdotal, profético y real que se deriva del bautismo. Una mistagogia debidamente orientada, es decir, una iniciación en la experiencia religiosa, no puede prescindir del consejo de los maestros de espiritualidad mariana, que consiste en el ejercicio ascético de referirse a María en cada una de nuestras acciones. Esto supone una constante inspiración en su ejemplo, un recurso confiado y suplicante a su intercesión, una renovación frecuente de la consagración a ella y a Jesucristo, una identificación con ella para ser dóciles al Espíritu, un compromiso por fomentar su culto y el reinado de Cristo en el mundo. Este ejercicio sigue siendo necesario para que la vida quede impregnada: de espíritu mariano, orientado siempre al servicio de Cristo y de los hermanos.

Los consagrados de hoy se ejercitarán sobre todo en sintonizar con María a lo largo de la jornada, en los momentos de alegría y de dolor, de tensión y de relajamiento, de encuentro y de soledad. Procurarán especialmente llevar a cabo este programa en línea con su bautismo: como María ofrecerán a Dios su propia vida, aceptando su voluntad en cada uno de los acontecimientos; con María irán hacia sus hermanos para anunciar la salvación, ayudarles en sus necesidades, leer los signos de Dios en la historia y llevarles a Jesús; ayudados por María rechazarán el mal y el pecado y edificarán el reino de Dios impregnando del espíritu de las bienaventuranzas evangélicas las diversas expresiones de la sociedad. El ideal del consagrado es llegar a una identificación con María, de forma que pueda hacerse capaz de una íntima comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como de un amor cordial y creativo al prójimo. Es la etapa que han alcanzado todos los que pudieron experimentar la presencia especial de María en su vida.

S. DE FIORES
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 485-495