PRESENCIA DE MARÍA EN LA VIDA CONSAGRADA 
(I)

SUMARIO: 
I. Presencia de María en la vida consagrada hoy: 
1. La consagración global 
2. La consagración especial: 
a) El monaquismo 
b) Los canónigos regulares, 
c) Los mendicantes 
d) Las instituciones apostólicas y diaconales 
e) Los institutos seculares 

II. La vida consagrada en relación con María: 
1. Iluminaciones bíblicas 
2. Reflexiones y creatividad de la tradición; 


III. María y los elementos sustanciales de la vida consagrada: 
1. Conversión
2. "Sequela Christi"
3. Eclesialidad
4. Los votos: 
a) La castidad 
b) La pobreza 
c) La obediencia 
5. Contemplación y acción 
a) La contemplación
b) La acción
6. Profetismo


La presencia de María, la Virgen madre de Dios y de los hombres, constituye en la vida consagrada un descubrimiento inagotado. Descubrimiento, no invención, es decir, toma de conciencia de una realidad, de un dato de hecho perteneciente al proyecto de Dios, que se va desvelando mientras se despliega la historia de la salvación. Esa presencia es, pues, ante todo don de Dios. Y es incumbencia de la iglesia intentar percibir su consistencia, sus motivos y sus consecuencias; y, por tanto, usufructuar los valores escondidos pero asimilables. La presencia de María es, asimismo, cumplimiento de una invocación. Como en la iglesia, las miríadas de cristianos que han llenado desde los orígenes la vida consagrada obtienen el don de sentir la presencia viva de María —viva, porque ella está viva y gloriosa— en la medida en que la desean, la invitan o la suplican.

Semejante realidad es una porción de la realidad más amplia de la presencia de María en el misterio de Cristo y de la iglesia. A lo largo de los siglos de su historia, la vida consagrada ha ido descubriendo con lucidez y gozo progresivos, en sintonía con el presente eclesial de cada momento histórico y a veces anticipando su sentir, la presencia de María en la trama de su existencia.

I. Presencia de María en la vida consagrada hoy

La forma de existencia cristiana denominada actualmente con preferencia vida consagrada florece —como árbol plantado por Dios y ramificado de modo admirable y múltiple en el campo del Señor (LG 43)— sobre las raíces históricas (en relación con el tiempo) y teologales (en relación con la multiplicidad del don de Dios) del evangelio como anuncio de salvación, y de la iglesia como lugar de la eficacia de aquella salvación. La vida consagrada es un don insigne (LG 43) y contemporáneo de todas las épocas de la iglesia. Su núcleo dinámico es el anuncio de la proximidad del reino de Dios adquirido mediante la conversión.

A lo largo de los siglos, las maneras de obedecer al imperativo de convertirse y creer en el evangelio (Mt 3,2; 4,17; Mc 1,15) han sido múltlples y progresivas en cuanto a novedad y cantidad. Actualmente la expresión vida consagrada indica las formas, en parte comunes y en parte distintas, de los institutos religiosos y de los seculares ("consagración especial"). Pero la palabra consagración se presenta hoy rebosante de otras alusiones ("consagración global"): pertenece a todo discípulo de Cristo.

1. LA CONSAGRACIÓN GLOBAL.

En la iglesia, la vida consagrada es una realidad universal, hasta el punto de que se la puede definir como comunidad de los consagrados. Tomando el Vat II como referencia de las adquisiciones contemporáneas, la universalidad de la consagración en la iglesia encuentra una clarificación magisterial.

CR/CONSAGRADO VOCA/CONSAGRACIÓN: El pueblo de Dios (denominación preferencial atribuida a la iglesia) que se constituye por medio del bautismo de cada creyente individual en Cristo, es consagrado: "Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo" (LG 10). Esta consagración universalizada, patrimonio y don de todo bautizado, se solidifica personalizándose en las vocaciones específicas. La índole genérica de la consagración se vocacionaliza. Son múltiples las vocaciones que se erigen sobre la común vocación cristiana o eclesial.

La mayoría numérica de los que constituyen la iglesia como pueblo de Dios, es decir, los laicos, son consagrados en su peculiar laicidad. "Cristo Jesús, supremo y eterno sacerdote, desea continuar su testimonio y su servicio también por medio de los laicos, por ello vivifica a éstos con su Espíritu e ininterrumpidamente los impulsa a toda obra buena y perfecta. Por lo que los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen una vocación admirable y son instruidos para que en ellos se produzcan siempre los más abundantes frutos del Espíritu" (LG 34). Semejante consagración personal e íntima desemboca en una explicitación necesaria: los laicos, "como adoradores que en todo lugar obran santamente, consagran a Dios el mundo mismo" (ib). Peculiar es la consagración que induce el sacramento del orden, el cual introduce en la jerarquía, término que desde la etimología alude al carácter sagrado del estado, a su singular consagración. El Val II privilegia esta consagración en función de un servicio. Así, los obispos participan de la consagración de Cristo, que los capacita para los oficios de santificar, enseñar y gobernar (LG 21.25-28). Los presbíteros son consagrados sobre todo para predicar el evangelio, apacentar a los fieles y celebrar el culto divino (LG 28).

RELIGIOSOS/CONSAGRACIÓN BAU/CONSAGRACIÓN: Otra consagración peculiar distingue a los religiosos. Su consagración da sentido a la personalidad y a la presencia. La personalidad, en cuanto que constituye un avance respecto a la consagración bautismal: "Por el bautismo (el fiel que se vincula a los consejos evangélicos) había muerto al pecado y se había consagrado a Dios; ahora, para conseguir un fruto más abundante de la gracia bautismal, trata de liberarse, por la profesión de los consejos evangélicos en la iglesia, de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino, y se consagra más íntimamente al divino servicio" (LG 44). Da sentido a su presencia en la iglesia traduciéndola en diaconía: "La vida espiritual de éstos es menester que se consagre al bien de toda la iglesia" (ib). Finalmente, gozan de una consagración propia también los institutos seculares. Aun no siendo religiosos, los miembros de los institutos seculares —hombres y mujeres, clérigos y laicos— son constituidos en esta vocación suya peculiar por una auténtica consagración (PC 11). Institutos religiosos y seculares están unidos por la modalidad sustancial que les confiere la consagración, o sea, la profesión de los consejos evangélicos (LG 44; PC 11). Para entrambos la profesión de los consejos evangélicos se corrobora por medio de una acción sagrada que se hace visible en la forma de la liturgia: "La iglesia... presenta (la profesión religiosa) en la misma acción litúrgica como estado consagrado a Dios" (LG 45; cf PC 11: la "profesión verdadera y completa de los consejos evangélicos en el siglo" para los institutos seculares es "reconocida por la iglesia"; tal reconocimiento se extiende indudablemente también al ritual, o sea, a la acción litúrgica mencionada para los religiosos, sobreentendida en cambio para los institutos seculares).

De esta posición del Vat II concerniente a la consagración como don global a la vez que personalizado se ha tomado la cualificación de vida consagrada para distinguir por antonomasia a los miembros de los institutos religiosos y seculares. Se trata de un énfasis verbal, de una simplificación conceptual, no de una absolutización o exclusión, que estarían en contradicción con la mens y las palabras del concilio. En parte el automatismo de la equivalencia vida consagrada como vida (consagrada) religiosa o secular proviene de la limitación del lenguaje. Pero tampoco está indemne de un cierto maximalismo teológico, místico y ascético. Algunas expresiones conciliares favorecen la antonomasia. Un párrafo, que puede referirse lo mismo a los religiosos que a los adeptos de los institutos seculares, afirma: "Todos los que son llamados por Dios a la práctica de los consejos evangélicos y los profesan fielmente se consagran de modo particular a Dios" (PC 1). De estas palabras se dedujo la denominación de especial consagración (o análoga) reservada a los religiosos y seculares. Sin embargo, la terminología, aunque idéntica (consagración, consagrado), posee inflexiones diferentes, intuibles por el significado del contexto.

Así pues, según la realidad teologal (del don de Dios) y teológica (reflexión humana sobre las verdades de Dios), son consagradas la personalidad y la vida de cada discípulo del Señor. En el lenguaje corriente, vida consagrada corresponde a una porción del don total, a saber: a la vida religiosa y secular. En esta perspectiva se desarrolla la exposición siguiente.

2. LA CONSAGRACIÓN ESPECIAL.

Parafraseando un dicho popular, se podría afirmar que la vida consagrada hoy es más que ayer y menos que mañana. Lo obvio del axioma no exime de una reflexión o de una demostración. Ante todo, no pretende establecer comparaciones o confrontaciones, en la economía de Dios éstas son insignificantes, y hasta irreverentes. Por eso no se puede p. ej. declarar que hoy la vida religiosa es mejor o peor que ayer, más o menos válida. La referencia al pasado se limita, en semejante óptica, a un balance cuantitativo; la referencia al futuro representa una nostalgia. Cuantitativamente, las tipologías de la vida consagrada son mayores que en el pasado. Constituyen traducciones sucesivas y múltiples de una única inspiración central, que se puede identificar en la radicalidad evangélica del seguimiento de Cristo. Esa variedad es suscitada por una vivacidad del Espíritu Santo, que distribuye los carismas con la libertad del soplo del viento.

También las presencias de personas son presumiblemente más numerosas que en épocas pasadas. Pero no son los totales los que cuentan, las sumas no son significativas. Si hoy las religiosas en todo el mundo son aproximadamente 1.200.000, si los religiosos andan por los 270.000, si los seguidores de los institutos seculares son algunas decenas de millares (al presente son imposibles los cálculos), ello se debe a que la población humana y cristiana es más numerosa. Si las mujeres son más en número que los hombres, se debe a la posibilidad de que el hombre siga la vocación sacerdotal independientemente de la forma de vida consagrada (en la cual están presentes cerca de un tercio de los sacerdotes globalmente computados). Lo ideal sería constatar en la lectura de las cifras la persistencia de un porcentaje de consagrados en esta forma de vida, eventualidad no improbable, aunque aritméticamente no documentable. Al presente, el porcentaje de presencias en la vida consagrada en relación con otras vocaciones (p. ej., conyugal, sacerdotal y sobre todo laical) es minoritaria, pero quizá fue siempre así. Ello es congénito a la sustancia misma de la vida consagrada, la cual puede atribuirse la designación evangélica de "pequeño rebaño" (Lc 12,32). Su dimensión —parece querer asegurar y corroborar la historia— es la modestia, la humildad. Y ésta es una cualidad mariana.

Las múltiples familias presentes hoy en la vida consagrada se pueden reagrupar en algunas tipologías que presentan semejanzas por razones históricas, de inspiración y de servicio. En ellas confluyen mujeres y hombres.

a) El monaquismo. Históricamente, el monaquismo es la primera forma de vida consagrada institucionalizada. Se caracteriza por la acentuación de la fuga mundi, sea individual o comunitaria. Portaestandarte es el egipcio Antonio (h. 250-365), el cual se convierte al seguimiento de Cristo retirándose al desierto, seguido por numerosos discípulos. En occidente el monaquismo es organizado por Benito (h. 480-547). Las principales reglas todavía reverenciadas son las orientales de Pacomio (h. 290-346) y Basilio (330-379), y la benedictina, única en occidente durante cerca de siete siglos. Los grupos monásticos son actualmente unos 50 entre orientales y occidentales. Semejante forma de vida se puede calificar de joanea: sigue las huellas de Juan Bautista, el cual hacia penitencia y llamaba a la conversión en el desierto. Pero también está adornada con la cualidad mariana de la contemplación.

b) Los canónigos-regulares. Entran en el espacio de la vida religiosa los canónigos que adoptan una regla u optan por la convivencia en comunidad o en la vida común. Los mayores fervores institucionales tienen lugar a comienzos del s. XI después de la reforma gregoriana. Los canónigos son todos sacerdotes (la denominación aclara etimológicamente la pertenencia a una iglesia local o a una institución de la misma, o bien la adopción de una regla de vida); por tanto, su fisonomía es estrictamente clerical. La regla que prevaleció en la tipología canonical fue la de Agustín (escrita alrededor de 426-427). Actualmente los grupos canonicales son una decena. Además del apostolado en la iglesia local, los canónigos dan la preferencia a la búsqueda de Dios y a la oración (oratio: alabanza, contemplación). En este estilo se puede descubrir su signo mariano, su proximidad a la Virgen del Magnificat.

c) Los mendicantes. Hoy las órdenes-mendicantes son 16. Surgieron en la ola de renovación eclesial del s. XIII (alguna se agregó sucesivamente) de forma contemporánea y autónoma respecto al nuevo y al antiguo monaquismo, del cual, sin embargo, guardan algunas inspiraciones importantes. La denominación proviene de la práctica de la mendicidad (ir de puerta en puerta mendigando lo necesario para la subsistencia), signo de una pobreza como renuncia a la posesión y comunidad de bienes. La denominación que mejor los define es frailes, o sea, hermanos, por el acento de la fraternidad. Las reglas que sostienen las diversas órdenes o agrupaciones son la de Agustín (agustinos, dominicos, siervos de María, mercedarios, hermanos de san Juan de Dios), de Alberto de Jerusalén (carmelitas), la de Francisco (menores, conventuales, capuchinos, orden tercera regular), la de los trinitarios y mínimos. La inspiración mariana de esta tipología es evidente en su originaria devoción a la madre de Jesucristo, así como en su presencia discreta e intermitente entre la gente y sus vidas (casi estar en el umbral, como muchos conventos primitivos; un presentarse y retirarse pronto, como los itinerantes de su historia), que fue propia de María como lo transmiten los evangelios.

d) Las instituciones apostólicas y diaconales. Desde unos lustros antes del concilio de Trento (1545-1563) surgen grupos religiosos diferentes de las tipologías anteriores. La finalidad que los llamó a la existencia fue el anhelo de responder a urgencias eclesiales (p. ej., la defensa de la fe católica, catequesis, misión) y sociales (cuidado de las diversas categorías de pobres: enfermos, indigentes, huérfanos, ancianos, analfabetos, emigrantes, proletarios, etc.). Es la tipología que cuenta con mayor número de institutos: unos 150 masculinos, amén de más de 1270 femeninos. Las reglas —cuando existen— son casi todas originales y singulares. Su caracterización más evidente es la diaconía, por lo que su fisonomía podría calificarse de paulina: la multiforme actividad del apóstol Pablo les sirve de guía explícita o al menos latente en su diaconía. Sin embargo, además del nombre de muchos institutos, la connotación mariana de esta tipología se puede percibir en la disponibilidad al servicio.

e) Los institutos-seculares. La inspiración fundamental de esta reciente tipología de la vida consagrada es el ascetismo doméstico. Consiste éste en cultivar la consagración proveniente de la opción por los consejos evangélicos en el propio ambiente doméstico, es decir, en la propia casa individual, y en el contexto secular, a saber: en medio del mundo. Anticipada en vocaciones carismáticas, como la de las cuatro hijas del evangelista Felipe, "vírgenes y profetisas" (He 21,8-9); de Catalina de Siena (1347- 1380) o de Rosa de Lima (h. 1586-1617); lo mismo que por instituciones como la secular de Angela de Mérici (1474-1540), la inspiración de la institución secular se institucionaliza algo después de la mitad del siglo pasado, siendo aprobada por Pio XlI. Son unos 130 los institutos seculares aprobados por la Santa Sede. La reserva y la secularidad son peculiaridades que recuerdan maneras de situarse María frente al misterio de Jesús y en las estructuras de las iglesias apostólicas.

II. La vida consagrada en relación con María

La consagración implica dos momentos: sustracción a lo no sagrado, a lo profano y usual (dimensión negativa o purificadora); introducción en lo sagrado, en una relación exclusiva con lo divino (dimensión positiva: apropiación por parte de Dios). En este itinerario actúan dos personas: Dios, que ofrece un don; el hombre o la mujer, que reciben un don. La consagración puede ser atribuida a otros seres además de la persona humana; pero es en la interacción Dios-persona humana donde la consagración alcanza la cúspide de su eficacia. La consagración de la persona es dinámica, interior, innovadora, a diferencia de otras consagraciones, que son estáticas o accesorias. Sólo la persona humana posee la capacidad de desarrollar su potencia. Consagración y santidad, sagrado y santo son vocablos que contienen conceptos análogos, a menudo intercambiables, lo mismo en la biblia que en la tradición eclesial en todo caso, se integran e iluminan recíprocamente. María —llamada con gran riqueza cultural "santa" en la tradición, pero nunca en la biblia entra en la corriente de la consagración. El descubrimiento de tal realidad respecto a ella es más lento, menos eufórico que la atención a su santidad. Quedan como punto firme las iluminaciones bíblicas.

1. ILUMINACIONES BÍBLICAS.

En la biblia no son frecuentes los vocablos sagrado y consagración. Aluden siempre a la propiedad por parte de Dios sobre lo consagrado; pertenencia por un doble título, ya sea porque Dios se apropia de ello y lo declara intocable, ya sea porque es dado a Dios. Basta mencionar el carácter sacro de las primicias (Éx 13,2.12), de los sacerdotes (Lev 21,ó.8), de los nazireos (Núm 6,1-21; Jue 13,5, 16,17), del templo y de los objetos del culto (IRe 9,7, 2Mac 3,12; Ez 29,37; 30,29), del tiempo (Ex 20,11; 35,1ss).

En las sagradas Escrituras no se encuentra nunca una aplicación explícita e intencional de los términos sagrado y consagración a María de Nazaret. Más aún, a ninguna persona concreta —excepto Jesucristo, justamente el consagrado— se le atribuye el apelativo de consagrado. El NT usa los términos jríein (ungir) y haguiázein (santificar) para indicar la consagración. La perícopa más elocuente es 2Cor I,21s, con la cual Pablo ilumina el núcleo del evangelio de salvación y comunica su propia experiencia: "Él (Dios) es quien nos fortalece juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ha ungido (jrísas); el cual nos ha sellado y nos ha infundido las arras del Espíritu en nuestros corazones". La acción consacratoria es trinitaria. Significativamente, Cristo comunica su propia consagración, el Espíritu Santo, la santificación: don de algo suyo. Los citados vocablos del texto griego coinciden etimológicamente: Cristo es el jristós, o sea, el ungido, consagrado con la unción (jríein); el Espíritu es háguios, o sea, santo y santificador (haguiázein). La consistencia de la consagración de María se ilumina por su relación con la santa Trinidad, especialmente con el Espíritu Santo y con Jesucristo.

En el proyecto de Dios, María es un signo (1s 7,14: la virgen que da a luz; Miq 5,1-3: la madre betlemita) reconocida en el momento de la plenitud de los tiempos (Gál 4,4) y concretada en la mujer de Nazaret (Mt 1,22s; Lc 1,26-38; Mt 2,5s). Ella es como proyectada en orden a una finalidad, a la cual el Omnipotente la destina y consagra amorosamente. El le da la plenitud de la gracia (Lc 1,28: la kejaritoméne no es una planificación autónoma, sino acogida del don divino); plenitud (y no sólo gracia, pero justamente plenitud) que ella acepta sintiéndose esclava del Señor (Lc 1,38), es decir, obediente y ejecutora de su designio. Aceptar el designio de Dios significó para María quedar bajo la influencia del Espíritu Santo, en la órbita de la santidad. El Espíritu Santo obra en ella la maternidad virginal de Cristo, Hijo de Dios y hombre. El Espíritu la consagra para la divina maternidad (Lc 1,35; Mt 1,18.20), de suerte que ella es verdaderamente la sagrada-santa-virgen madre. Tal es el don acogido. El hijo por ella concebido, dado a luz y alimentado no es un mortal común; es grande, hijo del Altísimo, el Señor (Lc 1,32), "Jesús", por salvar de sus pecados al pueblo (Mt 1,32). Él es el Cristo, el consagrado y la fuente de toda sacralidad y consagración, comenzando por el que lo acoge y reconoce como Cristo y Señor (IJn 2,18-29 afirma que una unción-consagración-jrísma es el origen del conocimiento que permite la profesión de fe en Cristo, mientras que su rechazo lleva a la negación de él). Su madre es la primera en reconocer su naturaleza, que el mismo Dios le ha revelado. El reconocimiento mesiánico de su Hijo se produce progresivamente, mediante la interiorización de los acontecimientos y de las palabras (Lc 2,19.33.35) y pasando a través de la oscuridad (Lc 2,50). Culmina en la hora de Jesús (que no había llegado en Caná: Jn 2,4), en el Calvario, cuando la madre permanece en pie cabe la cruz (Jn 19,25) y asiste al cumplimiento de las Escrituras (Jn 19,24.28.36s). Es confirmado también para ella el día de pentecostés, cuando descendió sobre los que estaban reunidos en el cenáculo el Espíritu Santo (He 1,13s; 2,1-4), aquel que guía a los discípulos hacia toda la verdad (Jn 16,13). Es evidente la acción de Dios en María, preparada para el cumplimiento del designio mesiánico como aquella a través de la cual "el Verbo se hizo carne y habitó en medio de nosotros y nosotros vimos su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad"(Jn 1,14). María es consagrada a la altísima diaconía de hacer posible y visible al Emmanuel, al "Dios-con-nosotros".

En contacto con este misterio, entrada de Dios en el mundo, María recibe una consagración personal, una manera de ser en relación con Dios que afecta a su personalidad. Los evangelios no abundan en atestaciones, pero esparcen referencias elocuentes. El saludo angélico "llena de gracia" y la seguridad de que "has encontrado gracia" (Lc 1,28.30) ocultan la singular situación de la joven de Nazaret, a saber: la totalidad de la benevolencia y del amor de Dios. Este don no es más que la plena santidad, la completa consagración (comenzando por la concepción inmaculada, como lo ha sentido el magisterio de la iglesia). Consagración como don personal son también su condición de discípula de Cristo y la pertenencia al reino de Dios, que el evangelio ilumina respectivamente con los adjetivos "dichosa" (Lc 1,45.48; 11,27s) y "bendita" (Lc 1,42). Junto con ella, son dichosos los discípulos de Jesús (Mt 5,3-11; Lc 6,20-22), y lo son por estar salvados en el reino (Mt 25,34). Esta sobriedad de las sagradas Escrituras respecto a María no impide mirarla como modelo de consagración. Ellas son, por así decirlo, neutrales frente a tal concepto. M/MODELO: Se puede esquematizar de este modo una lectura de los lugares bíblicos relativos a María según el concepto de modelo. Sublime es la acción de Dios en ella (modelo como resultado excelente, obra maestra: "Ha hecho grandes cosas en mi el Omnipotente", Lc 1,49). Maravilla suscita su presencia en el designio de Dios (modelo como término de estupor contemplativo: "De ahora en adelante me llamarán todas las generaciones dichosa", Lc 1,48b). La comunidad de discipulado hermana a María y a todo el que sigue a Cristo (modelo como ejemplaridad: "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica", Lc 8,21).

2. REFLEXIONES Y CREATIVIDAD DE LA TRADICIÓN.

La vida consagrada es creativa y dinámica también en la reflexión en torno a la virgen María madre de Dios. A lo largo de los siglos de su historia su contribución mariológica se ha ido dilatando, también esto es un don para la iglesia, la teología, la mística, la ecología. Una panorámica de la reflexión debe tener en cuenta el contexto, en el cual influyen y son influidos el pensamiento y las formas existenciales de la vida consagrada. También en el ámbito de la mariología (aunque ese concepto sea demasiado moderno e inadecuado para expresar el pensamiento mariano precedente a la organización científica autónoma —llevada a cabo a comienzos del s. XVII— de las tesis marianas que constituyen la mariología propiamente dicha) la vida consagrada piensa y obra en simbiosis con la iglesia contemporánea, siendo a veces inspiración que arrastra (en realidad esto ocurre con mucha frecuencia), y a veces absorbiendo y filtrando concepciones y prácticas corrientes.

Las metodologías de la reflexión sobre la figura de María por parte de la vida consagrada son múltiples y parcialmente homogéneas. Una característica constante es la reflexión inducida: la presencia de María es descubierta, contemplada, narrada preferentemente en relación con Cristo, con la iglesia, con la antropología (reflexiones autónomas, desarticuladas, se encuentran sobre todo en los últimos tres siglos). Las fuentes principales son ante todo la Biblia, y luego la mística y la eucología (comprendida la liturgia), y, finalmente, el magisterio (señaladamente a partir del concilio Val II). Las temáticas son bastante compactas, dentro de contextos y de tiempos homogéneos se desarrollan núcleos de pensamiento análogos, que convergen en unos mismos temas, como un sentir común y urgente.

Otra manera de reflexión mariológica es el doble punto de vista: María es considerada —en la multiplicidad de las metodologías— como término de pensamiento (del teólogo, del homileta, del místico) y en relación con la vida consagrada. Se podría esquematizar: dimensión contemplativa (o especulativa) y dimensión existencial.

La documentación es sobreabundante (casi completamente sacada de las tipologías que encontramos en la vida religiosa; la vida secular consagrada es de institución reciente, y por tanto carece de una tradición auténtica y verdadera). Sólo queda proponer una panorámica ejemplificativa, sin la pretensión de ser exhaustiva.

lIl. María y los elementos sustanciales de la vida consagrada Como toda forma de vida cristiana, también la vida consagrada —don de Dios— es una vocación. Dios personaliza la llamada invitando a renacer (como en el bautismo) en la vida consagrada. Se trata de un renacimiento como incremento de una vitalidad ya existente (vocación bautismal); como ejecución de una porción esencial del proyecto de Dios sobre cada yo llamado. En la óptica del amor de Dios y de la fe esa vocación es no sólo propuesta genérica de la consagración, sino orientación hacia lo concreto de una institución. Los elementos que jalonan el camino propio son múltiples y habitualmente simples y comunes, e incluso aparentemente casuales. Vocación y respuesta dependen de situaciones de tiempos y de lugares, de mediaciones y presencias precisas de factores culturales y espirituales. Estas y otras son las fases del diálogo vocacional, en el cual interviene personalmente Dios como Padre (p. ej., en la dimensión del amor, de la nueva vida), Jesucristo (p. ej., en la finalidad del seguimiento) y el Espíritu Santo (p. ej., con el dinamismo del carisma).

VOCA-RLSA/PASOS: El camino de la vocación se puede esquematizar en los siguientes momentos o pasos: llamada desde, que es la conversión; orientación a, que es el seguimiento de Cristo, consagración para, que es la eclesialidad, testimonio mediante, que son los votos y otros comportamientos que hacen visible la vocación peculiar. La reflexión actual descubre la proximidad de María, madre de Dios y de los hombres, también hacia la vocación a la vida consagrada. Proximidad percibida las más de las veces como modelo y ejemplo, pero también realizada como vigilancia de amor materno. Semejante presencia no es exclusiva de esta forma de vida; nadie puede apropiársela, porque ella "con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada" (LG 62). Por eso es apenas una imagen maximalista reivindicar para alguien cierta predilección exclusiva por parte de la madre universal.

1. CONVERSIÓN. CV/LLAMADA-DESDE: La vida consagrada es una vocación, o sea, una llamada desde. Esta referencia significa que la voz que invita viene de Dios. El Señor es el origen de donde viene la voz. Lo mismo para María: el mensaje a la jovencita de Nazaret parte de Dios, es enviado por Dios (Lc 1,26). Pero la acentuación que caracteriza esta vocación es la llamada desde, o sea, la invitación a salir, a partir —como Abrahán (Gén 12,1.4)— de una situación. Este paso es la conversión. Ya el cristiano es un convertido, un discípulo en camino. El que es llamado a la vida religiosa potencia esta conversión primigenia, concreta, y multiplica los signos testimoniales. Ella evidencia la fase del abandono: las exigencias de la vida consagrada comprenden también desprendimiento, renuncias, realizaciones mediante noes (y no sólo negación de los desvalores, del mal, sino también de los valores —p. ej., la posesión de bienes, la autonomía, la supervivencia paterna o materna—, los cuales no serán ya congénitos ni licitas al que sigue esta voz personalísima). Conversión, pues, es aceptación de esos rigores. Conversión es camino hacia adelante, y no tanto obviamente, cambio de religiosidad o de fe, o bien vuelta a la moralidad. En todo caso, es un desprendimiento.

La presencia de María en esta fase inicial del camino de la vocación a la vida consagrada es en primer lugar de simpatía. También ella experimentó desprendimientos y rigores, renuncias puede que incluso a su propio proyecto de aceptar el de Dios, que la esperaba —según ocurrió— como madre del mesías. En la fase de la conversión como ascensión y perfeccionamiento cualitativo de la vida propia (fase que se puede considerar permanente), el que sigue la vocación consagrada consigue captar en María un signo excelente, porque también él, igual que ella, es dichoso en cuanto que escucha la palabra de Dios (Lc 11,27s). No se da ninguna conversión sin escucha.

2. "SEQUELA-CHRISTI". Toda vocación es llamada a dejarlo todo para seguir a Cristo. La sequela Christi es el complemento del camino de la conversión; no es admisible pedir a alguien solamente un desprendimiento sin indicarle una meta. Cristo es el valor supremo de toda existencia. Dirigiéndose a los religiosos (mas por legitima extensión el pensamiento llega también a otras formas de vida consagrada), el Vat II insiste en que la vocación introduce en una imitación más fiel y una reproducción más continua en la iglesia de la forma de vida que el Hijo de Dios adoptó cuando vino al mundo a hacer la voluntad del Padre y que propuso a los discípulos que le seguían (LG 44; cf 43; PC 1.25). Por tanto, seguir a Cristo a lo largo del itinerario de la vida consagrada. No obstante, Jesús no fue monje, ni fraile, ni adepto de ninguna institución. Cada uno puede beber en su inmensa riqueza salvífica (Ef 17, 3,8). La vida consagrada marca la radicalidad del seguimiento de Cristo: no es sólo seguimiento, sino que es seguimiento radical de Cristo. El adjetivo resulta un poco genérico, aunque de sobra exigente. El Vat II y la literatura consiguiente equiparan la radicalidad con la intensidad: la vida consagrada es una manera más cualificada de seguir a Cristo (semejante lenguaje no evita cierto residuo de maximalismo). Sin embargo, no se establecen comparaciones con otras formas de vida supuestamente menos intensas, en efecto, lo óptimo para cada uno es su vocación propia, que no se puede confrontar con otras, al menos subjetivamente. La radicalidad equivale a la acogida total del evangelio "sine glossa". Una acogida a nivel de mentalidad y que se convierte en convicción. Es el alma misma, no una yuxtaposición de muchos gestos evangélicos separados.

En esta dimensión María es compañera de camino. Ella es la primera entre los discípulos de Cristo, la primera en ser proclamada "dichosa" por haber creído al Señor (Lc 1,45). El espíritu de las bienaventuranzas la hermana con los discípulos de Jesús (Lc 8,21; 11,27s): señaladamente, "los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas" (LG 31). La radicalidad del seguimiento de Cristo por parte de María es singular, lo mismo que su manera de presencia en el misterio de Cristo. Pero la cualidad e intensidad de su seguimiento son ejemplares; son tan luminosas, que suscitan admiración cultual, son compartidas en la tensión y en el estilo. En efecto, no es tanto la cantidad lo que vale como la calidad. Calidad y cantidad de fidelidad en María coinciden y alcanzan los máximos niveles. También al que vive la consagración se le pide fidelidad en los máximos niveles. La totalidad del seguimiento por parte de María acompaña a la vocación, a la que ella da respuesta asumiendo conscientemente su papel de "esclava del Señor" (Lc 1,38). Señor es el Omnipotente, que ha mirado la humildad de su esclava realizando en ella cosas grandes (Lc 1,46-49); él es el que la llena de gracia y le envía el mensaje que la introduce en el misterio de Cristo y de la iglesia (Lc 1,26-38 LG 56). Señor es Jesús, su hijo al que ella sigue hasta la cruz (Jn 19,25). Las memorias evangélicas son parcas en trasmitir testimonios de la presencia de María con Cristo, sobre todo en el ciclo de itinerancia rabínica. También esta penuria contribuye a dirigir la atención a la calidad del seguimiento más que a su cantidad. La ejemplaridad mariana de todo seguimiento —comprendido el de la vida consagrada—se sintetiza en estas palabras del concilio: "También la santísima Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo" (LG 58). El ya citado epílogo de PC manifiesta que la presencia de María en la sequela Christi es intercesión, o sea, vigilancia atenta y activa como para prestar socorro. En la misma visual entra la conclusión de la exhortación de Pablo VI Evangelica testificatio (29 de junio de 1971), dirigida a los religiosos que caminan siguiendo a Cristo: "Que la madre amadísima del Señor, bajo cuyo ejemplo habéis consagrado a Dios vuestra vida, os alcance, en vuestro diario caminar, aquella alegría inalterable que sólo Jesús puede dar". A los institutos seculares, también ellos en camino (vuelve el tema de la "via") en el discipulado de Cristo, Juan Pablo II les dijo en el mensaje Cambiar el mundo por dentro (28 de agosto de 1980): "Por mi parte, reitero mi súplica al Señor, por la intercesión maternal de la virgen María, a fin de que os conceda en abundancia sus dones de luz, sabiduría, decisión, en la búsqueda de los mejores caminos para ser, en medio de vuestros hermanos y hermanas, esparcidos por el mundo, un testimonio viviente ofrecido a Cristo y un llamamiento discreto, pero convincente, a aceptar su novedad en la vida personal y en las estructuras sociales". También por ellos intercede María.

3. ECLESIALIDAD. La vida consagrada es una realidad eclesial. Subsiste, al igual que María en el misterio de la iglesia. La iglesia es el jardín en que florece, la iglesia es la esposa que ella hermosea (PC 1, LG 46). Los religiosos han nacido para la iglesia (Mutuae relationes [14 de mayo de 1978] 9.14a). La consagración secular es "expresión de la indivisa pertenencia a Cristo y a la iglesia" (Pablo Vl, XXV de la "Próvida mater" 2 de febrero de 1972). La vida consagrada es un don divino que la iglesia ha recibido de su Señor y que con su gracia conserva siempre (LG 43). La jerarquía eclesiástica aprueba sus formas y sus reglas y acoge sus compromisos (LG 43.45; PC 1). Los consagrados, pues, "vivan y sientan más y más con la iglesia y conságrense totalmente a la misión de ella" (PC 6; cf Sic). También ellos tienen casi una función del influjo materno hacia la iglesia, o por lo menos pedagógico: "Les incumbe el deber de trabajar fervorosa y diligentemente por el bien de las iglesias particulares" (CD 33). Esta función es significativamente eficaz en la acción de la "plantatio ecclesiae" en los países de misión. En ella, lo mismo los religiosos que los institutos seculares, son convocados a obrar: "En las iglesias jóvenes hay que cultivar diversas formas de vida religiosa, que presenten los diversos aspectos de la misión de Cristo y de la vida de la iglesia (A G 18); la obra de los institutos seculares "puede resultar fructuosa en las misiones de muchas maneras, como señal de entrega plena a la evangelización del mundo" (AG 40). Semejante presencia evangélica manifiesta una analogía con la presencia de María en la iglesia. Su función materna, ante todo, es delineada en algunas expresiones del Vat II (p. ej., LG 53.61); Pablo VI la ha proclamado "mater ecclesiae" (21-111964), es decir, madre de Cristo, cabeza de su cuerpo místico, por tanto, madre de la cabeza y del cuerpo (no es éste el lugar adecuado para enumerar algunos problemas discutidos por los teólogos respecto a este titulo mariano). Esto prevé una profusión de simpatía, de solicitud, de corresponsabilidad y de donación. Pablo Vl, concluyendo la citada Evangelica testificatio, esclarecía la analogía mencionando LG 65: "Que vuestra vida, siguiendo su ejemplo [de María], logre dar testimonio de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, asociados en la misión apostólica de la iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres". Y Juan Pablo II, en las páginas finales de su primera encíclica, Redemptor hominis (4-3-1979), afirma que "María debe encontrarse en todos los caminos de la vida cotidiana de la iglesia".

Una connotación particular de eclesialidad de la vida consagrada es la dimensión comunitaria. Toda comunidad —también a nivel de comunión, como la estructura de los institutos seculares— se puede definir acertadamente como "pequeña iglesia". Sólo a la familia atribuye el Vat II el calificativo de "pequeña iglesia" (LG 11: "iglesia doméstica", AA 11: "santuario doméstico de la iglesia"). Pero dondequiera que hay dos o tres unidos en nombre del Señor está él presente (Mt 18,20). En las comunidades de vida consagrada —discípulos de Jesús reunidos en su nombre-— obra el Espíritu Santo mediante sus peculiares carismas. Se reconocen casa de hermanos y hermanas por ser todos hijos del mismo padre. Están unidos en la oración, en la escucha de la palabra, en la comunión de los bienes. Caminan juntos en la fe, esperanza y caridad, así como en la vocación idéntica. Se rigen por disposiciones avaladas por la jerarquía y por una profesión evangélica. La virgen María está de diversas maneras presente (culto, ejemplaridad, mediación). También en ellas se verifica la realidad de iglesia santa y siempre necesitada de purificación (LG 8). Así pues, estas comunidades eclesiales reviven de algún modo la experiencia de la primitiva iglesia de Jerusalén, en la cual participaba también María, madre de Jesús (He 1,14), madre de misericordia, aquella misericordia de generación en generación por ella proclamada (Juan Pablo II, Dives in misericordia [30-11-1980] 15).

4. Los VOTOS. VOTOS/VIDA-RELIGIOSA: El seguimiento de Cristo según la caracterización de la vida consagrada se concreta mediante los votos u otros vínculos sagrados (LG 44), fijados —a partir del s. XII— en la esquematización ternaria de castidad, pobreza, obediencia. A éstos se les sigue denominando preferentemente consejos evangélicos, si bien solamente el celibato es tal, mientras que la pobreza y obediencia son mandamiento evangélico para todos, aparte de las modalidades institucionales de traducir su vinculo. Los votos son signo de una donación total a Dios sumamente amado, y de una unión especial con la iglesia. Este camino está trazado por las palabras y los ejemplos de Cristo (LG 43, PC 1.2a). También María es mencionada como aquella que acogió algunos valores aceptados luego por la vida consagrada. Por tanto, ella es modelo en esta fase del camino y no deja de interceder por la fidelidad (LG 46, PC 25). Como Jesús, tampoco María llevó una vida monástica o de una cualificación parecida; pero una vida consagrada, sí. María no hizo voto alguno. La parábola de un voto de María la construyeron los evangelios apócrifos, que imaginan su vida monacal en el templo (Protoevangelio de Santiago 6-8; Evangelio del Pseudo Mateo 4,6-7). Ninguna aparente diferencia distingue a María de las otras mujeres de Nazaret —igual que en Jesús—, hasta el punto de que la gente no descubre nada excepcional en ellos (Mt 13,55, Jn 6,42). La devota reflexión espiritual más reciente saca iluminaciones para hermosear las inspiraciones subyacentes a la teología de los votos, y fuerzas para proseguir con fidelidad los compromisos de la profesión, de la contemplación e intercesión de María. La renovada liturgia la señala como ejemplo en el seguimiento de Cristo de la vida consagrada e invoca su socorro.

a) La castidad. Consejo evangélico, el voto, que —según la nueva propensión conciliar— abre la triada habitual, compromete al celibato voluntario por el reino de Dios (Mt 19,12): es un don ofrecido a algunos. Las denominaciones castidad, virginidad, continencia, aunque adjetivadas con términos como consagrada o perfecta, expresan situaciones más limitadas, una parte por el todo (cf CDC 599). "Sólo el amor de Dios llama en forma decisiva a la castidad religiosa" (Evangelica testificatio 13). Tiene una finalidad precisa: "Hace libre de manera especial el corazón humano (cf ICor 7,32-35), encendiéndolo más en caridad hacia Dios y hacia todos los hombres" (PC 12). Ella es, junto con el matrimonio, signo de la unión de Cristo con la iglesia... testimonio del reino de los cielos.

La ejemplaridad de María para los consagrados en el ámbito de su castidad es parcial. Ella fue verdaderamente esposa de José y madre de Jesús. Por tanto, no fue el celibato su vocación ni su opción, sino la vida conyugal y la maternidad, si bien con la connotación particular de ser ésta don de Dios. La vocación celibataria excluye la esponsalidad y la paternidad o maternidad. María en esto es modelo para otros, no para los consagrados: "La opción del estado virginal por parte de María, que en el designio de Dios la disponía al misterio de la encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios" (SIC 37). Su ejemplaridad se sitúa en la fecundidad (pero la imagen de esponsalidad o paternidad y maternidad espiritual en los consagrados requiere cautela para evitar enfatizaciones o compensaciones). Está sobre todo en la tonalidad del amor totalmente disponible. Una disponibilidad que garantiza por sí sola la maternidad virginal. Indudablemente son modelo su virginidad, primero la global y luego la fisiológica; y su castidad, como virtud de salvaguarda de prevaricaciones y abusos de la impureza (señaladamente en el ámbito de la sexualidad). En semejante óptica es invocada "tota pulchra" (ya antes que inmaculada en el sentido dogmático de "concebida sin pecado original": la insistencia de un modelo a este nivel sería impropia). La castidad mariana dice también actitud de pobreza: un vacío colmado sólo por Dios.

b) La pobreza. M/POBREZA: El voto de pobreza constituye una forma de traducción radical de la bienaventuranza evangélica: "Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3), y de otros mandatos de Cristo. Evidencia la elección de un camino para seguir a Cristo, el cual de rico que era se hizo pobre para enriquecer a todos con su pobreza (cf 2Cor 8,9; Mt 8,20). Como para la castidad, María es modelo también de pobreza (LG 46). El Vat II refiere la ejemplaridad no a una pobreza episódica, sino al género de vida, o sea, a un estilo, a una modalidad permanente de ser pobre según el evangelio. Pobres son los siervos humildes del Señor, que sienten y viven al Señor como lo absoluto, frente al cual cualquier otro bien es transitorio y opaco. En el ámbito del uso de los bienes María conservó un comportamiento normal, no distinto del usual entre sus contemporáneos. Vive en una casa propia (Lc 1,56) y, después de la boda, en la de José (Mt 1,24; 2,23); tiene garantizada la subsistencia por el trabajo artesanal de José y de Jesús (Mt 13,5; Me 6,3); tiene la posibilidad de procurar un equipo al Hijo recién nacido y de dotarlo, ya adulto, de una túnica inconsútil preciosa (Lc 2,7; Jn 19,23s). La suya es más bien pobreza de espíritu; el Espíritu Santo la hace ver y aceptar una pobreza más sustancial que la de la renuncia o uso moderado de los bienes. En su disponibilidad acepta el designio de Dios respecto a su vida, y es enriquecida con el don sumo de la presencia del mesías (Lc 1,31.35.38). Comprende que la opción por los pobres es hacerse pobre ella misma ante Dios, el cual "ha desplegado el poder de su brazo, ha confundido a los engreídos en el pensamiento de sus corazones, ha derribado a los poderosos de sus tronos y ha levantado a los humildes, ha colmado de bienes a los hambrientos y ha enviado a los ricos con las manos vacías" (Lc 1,51s). Finalmente, la pobreza de María es participación del don; ella misma es un don (de tal manera ha percibido el sensus ecclesiae la presencia de María en la historia de la salvación y en su propia historia), ella da cuanto tiene —cuanto le es confiado por Dios— de más precioso, a saber: su propio Hijo, llamado Jesús por ser "salvador de los pecados del pueblo", llamado Emmanuel, o sea "Dios-con-nosotros", donación que la priva de él hasta el ofrecimiento de la cruz. La cúspide de la pobreza mariana es la actitud de dejar sitio al proyecto de Dios.

c) La obediencia. Esa actitud de dejar sitio al proyecto de Dios es también la raíz de la que florece la obediencia. Obediencia es escucha de la palabra ajena. Obediencia bíblica es fidelidad a la alianza: obediencia evangelica es escuchar y cumplir la palabra de Dios. Por tanto, obedecer es mandamiento para todos y signo de discipulado. El voto de obediencia en la vida consagrada radicaliza esos comportamientos proyectando en la voluntad de Dios —buscada con honradez y constancia y manifestada también en mediaciones humanas (reglas, constituciones, leyes, superiores..)— las razones definitivas del propio obrar. Introduce una convicción: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres o a sí mismo (He 5,29). Pero lo óptimo es la liberación de la dicotomía conflictiva de obediencia a Dios- obediencia a los hombres por la inducción de coincidencia entre ambas voluntades: la de Dios y la del hombre. Por lo demás, Dios es más exigente que el hombre en pedir obediencia confiada, pero no como esclavos bajo la ley, sino como hijos bajo la gracia. El Val II define la obediencia en la vida consagrada como ofrenda plena de la voluntad propia; es una oblación sacrificial que repite la actitud de Cristo respecto al Padre (PC 14). Signo de ella es la sumisión, inspirada por el Espíritu, a los superiores, "que hacen las veces de Dios", y a través de los cuales se abre el servicio a todos los hermanos (ib). Tal servicio es posible a la luz de la fe y según el propio dinamismo de la caridad de Cristo (Evangelica testificatio 23). María es modelo altísimo de obediencia a Dios. Él no expropia su voluntad, sino que le concede el don de identificar su voluntad con la propia. Y no se trata de una voluntad cualquiera, de una petición humana sino del proyecto mismo de la salvación. Con su obediencia, María entra en la órbita de la salvación; concreta su propia salvación consintiendo en la realización de si misma según el designio de Dios, coopera a la salvación de la humanidad uniéndose a la acción de Cristo. Siguiendo las huellas de algunos padres —Ireneo, Epifanio—, el Val II explica la obediencia de María como consentimiento a la palabra divina como opción integral a la voluntad divina de salvación, como ofrenda total en calidad de sierva del Señor a la persona y a la acción del Hijo (LG 56). La obediencia marca el camino de fe de María (LG 58). El fiat de Nazaret se completa en el Calvario, lugar de padecimiento bajo la cruz de Jesús, pero lugar igualmente de la indecible alegría de la resurrección. María expresa su obediencia a Dios, que le pide la maternidad divina mediante un consentimiento iluminado de inteligencia y comprensión: antes de responder nada a Dios, le hace a Dios la pregunta: "¿Cómo es esto posible?" (Lc 1,34) pregunta llena de respeto, exenta del escepticismo, p. ej., de Zacarías (Lc 1,18.20), formulada como premisa de una respuesta comprometida y totalizante. Ejemplar es también la coherencia de María, que se identifica en la humilde fidelidad, convertida en estilo de su vida. Las memorias evangélicas nos descubren la personalidad obediente de María evidenciando que ciertas soluciones organizativas sobrevienen como indicación divina (Mt 2,13ss.19ss. 22ss), o bien contando episodios de sumisión a la ley (Lc 2,21-24.27.39. 41). Jesús sobre todo es el que confirma el valor de la obediencia de su madre, igualada con todos los discípulos que, como ella, se ponen en relación con la palabra de Dios, proclamando la bienaventuranza de los obedientes: "Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la practican" (Lc 11,25, cf Lc 8,21). La relación de María con la palabra de Dios es absolutamente singular y total: además de escucharla y guardarla, la acoge encarnada en Cristo su hijo, Verbo de Dios.

5. CONTEMPLACIÓN Y ACCIÓN.

La esquematización corriente sobre todo para la vida religiosa divide esta experiencia evangélica en contemplativa y activa, y también en un filón mixto contemplativo-activo (PC 5-9). En realidad, toda existencia cristiana, y por tanto también la vida consagrada, consta de momentos de acción y de contemplación. Tal es la armoniosa división de la existencia de Cristo, y ésa es la exhortación de Jesús. Seguir a Cristo en la vida consagrada supone también imitarlo en el retiro de la intimidad contemplativa y en el fervor de la acción diaconal (LG 46). Textos recientes del magisterio piden al que responde a la vocación a la vida consagrada no sólo fidelidad a la dimensión contemplativa o a la activa que predominen o sean prioritarias en la tradición del propio instituto, sino que además proponen una síntesis existencial de ambos componentes: también las formas de vida en las cuales la contemplación es peculiar deben crear o favorecer salidas diaconales apropiadas; e igualmente las instituciones ordenadas a la acción deben garantizar tiempos de contemplación (PC 5, Promoción humana y dimensión contemplativa en la vida religiosa, 12-8-1980). La experiencia evangélica de María sugiere iluminaciones de actitudes contemplativas y activas.

a) La contemplación. VR/CONTEMPLACIÓN: Inicialmente la vida religiosa es una opción contemplativa, que se concreta en la fuga mundi total (desierto, yermo, monasterio, clausura), sin embargo no excluye la acción eclesial (p. ej. las misiones de los monjes en Europa). Sucesivamente, las instituciones se abren a actividades múltiples, sin descuidar empero los tiempos de contemplación. El Val II exhorta a todos los religiosos a una prioridad, al menos psicológica, de contemplación: "Traten de fomentar en toda ocasión la vida escondida con Cristo en Dios"; sobre todo "tengan cotidianamente en las manos la sagrada Escritura, a fin de adquirir por la lección y meditación de los sagrados libros la eminente ciencia de Jesucristo" (PC 6; D V 25). Para todo el que se compromete en la vida consagrada, contemplación es "búsqueda de la intimidad con Dios" (Evangelica testificatio 46); "encontrar un momento de silencio y un espacio de desierto" para escuchar al Señor de forma exclusiva y dedicarse con alegría a su palabra (E. Pironio, Discurso a los responsables generales de los institutos seculares [23-81976]).

M/CONTEMPLACIÓN: María fue mujer contemplativa, virgen a la escucha, virgen en oración (MC 17.18); es propuesta como modelo de contemplación además de como término de contemplación a los consagrados (Dimensión contemplativa en la vida religiosa 13). Las fugaces anotaciones evangélicas la presentan como personalidad atenta, reflexiva, deseosa de comprender el proyecto de Dios. La contemplación mariana se sitúa en un marco de silencio (apenas son cuatro los contextos en los cuales María pronuncia una palabra: anunciación, encuentro con Isabel, hallazgo de Jesús en el templo, Caná); y, sobre todo, en relación con la palabra de Dios. Ante la palabra de Dios abre su corazón escuchando, acoge la palabra de Dios que se encarna en su seno (Lc 1,31.35.53; cf Jn I,1), conserva, medita, confronta en su ánimo todo lo que concierne a Jesús (Lc 2,19.33.54); relee en el Magnificat —canto tejido de reminiscencias bíblicas— a la luz de la palabra de Dios sus vicisitudes personales y las de su pueblo (Lc 1,46-55); su existencia está profundamente marcada por la palabra de Dios, como una espada penetrante (Lc 2,35; cf Heb 4,12); oye y practica la palabra, hasta el punto de entrar en el número de los discípulos, "dichosos" y próximos a Jesús precisamente por esto (Lc 8,21; 11,28; cf 1,45); pasa gran parte de la existencia en contacto con el misterio de Cristo; participa silenciosamente en el sacrificio pascual del Calvario (Jn 19,25ss); está presente orando en medio de la comunidad de la iglesia primitiva (He 1,14; 2,1). También la tradición iconográfica, eucológica, literaria, místico-espiritual privilegia esta manera contemplativa de situarse María, la madre de Dios, frente al misterio de Cristo y capta su elevación, estupor y bienaventuranza.

b) La acción. El lenguaje común coloca la acción en el segundo puesto de la esquematización tipológica de la vida religiosa (y consagrada, en general). Tiene su razón: el compromiso activo brota de la contemplación y la refuerza. Todos los consagrados están en la iglesia y son para la iglesia; por tanto, su acción está en proyección eclesial; los institutos están vinculados a la participación de la vida de la iglesia haciendo suya y sosteniendo su acción (PC 3c); su acción debe ser concreta, carismática (fidelidad al espíritu del instituto), atenta a las realidades culturales del contexto, mediadora entre las exigencias de la universalidad y de la particularidad del pueblo de Dios (Mutuae relationes 17-18). Ninguno está exento de participar en el compromiso eclesial de evangelización y de misión (comprendida la misión en el sentido de plantatio ecclesiae, donde todos, hasta los mismos contemplativos, son instados a aportar su dinámica presencia: AG 27.32-34, en particular 40). La manera de obrar de los consagrados tiene una connotación evangélica (humildad, gratuidad, mediación de la alabanza del Padre: Mt 5,16) que los llama incesantemente a la conversión; por el compromiso activo y la conversión del activismo a la diaconía; o sea, liberación del frenesí del hacer, de la multiplicidad dispersadora del emprender, para obrar con el estilo auténtico del servicio, que mira más a la calidad que a la cantidad.

En esa calidad, más que en la cantidad, encuentra inspiración la vida consagrada en el comportamiento activo de María. Su vocación es diaconal más que ministerial (como lo es p. ej., la de los apóstoles; si bien apostolado significa prioritariamente —de manera particular para la vida consagrada— obrar al estilo de los apóstoles). María es principalmente colaboradora, coopera a la acción redentora de Cristo. Es mediadora; su mediación se funda en Cristo, único mediador, de él depende y de él saca toda su eficacia (LG 60-62). Personalidad contemplativa la madre de Jesús "practica" la palabra (Lc 8,21: poléo, hacer), la "vigila" (Lc 11,28: philásso, defender). Esta acción realizadora se dirige sobre todo a Cristo: el Hijo de Dios se hace hombre en la encarnación, la cual fue posible gracias a la colaboración de María, que "no fue instrumento meramente pasivo en las manos de Dios" (LG 56). La diaconía de la Virgen —de la cual, sin embargo, las memorias evangélicas son mas alusivas que exhaustivas— se traduce en servicio. Esclava del Señor (Lc 1,38.48), María colabora con coherente fidelidad a su acción salvífica. Momento descollante de ella es el sacrificio pascual de Cristo la presencia consciente de la madre bajo la cruz del Hijo constituye —junto con la encarnación— el más alto servicio que pueda prestar como virgen oferente (MC 20; cf LG 58); es una manera de completar en sí misma —como asegura autobiográficamente el apóstol Pablo— cuanto falta a la pasión de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la iglesia (Col 1,24). Otras explicitaciones del servicio de María se advierten en su solicitud por acudir junto a su parienta Isabel, a la cual comunica su propia experiencia de Dios y con la cual exalta al Señor que realiza cosas grandes (Lc 1,39-56). Eficaz es la iniciativa de María en Caná, dictada por una solicitud vigilante y fecunda en consecuencias en la manifestación de la gloria de Jesús y en el aumento de la fe en él por parte de los discípulos (Jn 2,3.11). La diaconía mariana consiste esencialmente en la custodia fiel y vigilante de su vocación, y en el don a Dios y a los hermanos del propio ser, especialmente del propio ser de madre. Amor materno que encuentra su expresión en su singular proximidad al hombre y a todas las vicisitudes humanas (Redemptor hominis 22).

6. PROFETISMO. Todo el pueblo de Dios es profético (LG 12.35). Profecía es testimonio, signo. La literatura espiritual contemporánea privilegia la vida consagrada con la denominación peculiar de profética, atribuyéndole la función eclesial de profetismo. El Vat II no usa ese adjetivo o sustantivo; pero explica con otras palabras su característica: `'La profesión de los consejos evangélicos aparece como distintivo... manifiesta mejor a todos los creyentes los bienes celestiales —presentes incluso en esta vida— y sobre todo da testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura y la gloria del reino celestial" (LG 44). Indudablemente, contemplando también la vida consagrada, los padres conciliares constataban que el Espíritu "a unos llama a dar, con el anhelo de la morada celeste, testimonio manifiesto y a mantenerlo vivo en la familia humana" (GS 38). El tema del testimonio lo borda la exhortación de Pablo Vl, que comienza con las alusivas palabras a la Evangelica testificatio. La función profética se repite en Mutuae relationes 14, al reiterar la invitación a dar en la iglesia un testimonio manifiesto de total entrega a Dios como opción fundamental y compromiso primario.

Vocación y respuesta de María entran también en el horizonte del profetismo (testimonio, signo). El profetismo de la biblia consiste en el mandato de anunciar un mensaje de parte de Dios; es mediación de un evangelio, o sea, de una buena noticia (y todas las noticias proféticas, hasta las amenazadoras y las que amonestan, tienden a preparar la acogida de la noticia por antonomasia, la salvación). La presencia de María en el misterio de Cristo y de la iglesia es una palabra del evangelio de Dios, icono visible del proyecto divino de salvación. Es testimonio de lo absoluto de Dios. El profetismo de María se concreta en su relación con el Espíritu Santo: "Lo que ella ha concebido es del Espíritu Santo" (Mt 1,20; cf Lc 1,35). El anuncio evangélico es literalmente explicación de su singular maternidad virginal. Pero la palabra permite leer toda la existencia mariana guiada, consagrada, santificada por el Espíritu. Y lo mismo que la maternidad, también la comprensión de la palabra de Dios —que María escucha y practica— es obra del Espíritu, ese Espíritu que Cristo ha dado a los suyos para que conozcan toda la verdad (Jn 14,26; 16,13). Un conocimiento, también para María, progresivo; en efecto, también ella "no comprendió" el comportamiento y la palabra de Jesús, palabra que declaró tener que ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,49s). Así María peregrinó por el camino de la fe (LG 58). María, junto con los demás discípulos que permanecieron fieles, vive pentecostés (He 2,1-4, esta presencia en la iglesia de los comienzos es sugerencia del Espíritu según la encíclica Redemptor hominis 22); y en ella el Espíritu se hace nuevamente presente. Así la vocación y el servicio de María son carismáticos, como carisma es la vida consagrada. La comunidad profética de la vida consagrada con María adquiere también otros valores que aquélla concreta en los votos (sobre ello hemos hablado ya). Los votos son un signo, una posibilidad mantenida viva por el Espíritu; el contenido de los mismos —y María anticipa muchos de ellos a su manera— es un testimonio de que el mundo no puede ser transformado y ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas (LG 31).

M/SIGNO-DEL-FUTURO: María es signo del futuro. La iglesia contempla en ella con alegría, como en una imagen purísima, lo que toda ella desea y espera ser (SC 103). Este deseo del futuro personalizado en la Virgen madre es recogido en el texto conciliar más solemne, la constitución dogmática Lumen gentium: la madre de Dios es figura de la iglesia, en María la iglesia ha alcanzado ya la perfección que la presenta sin mancha y sin arruga (LG 64.65). Finalmente, "la madre de Jesús, de la misma manera que, ya glorificada en los cielos en cuerpo y en alma, es la imagen y principio de la iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor, antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo" (LG 68). La vida consagrada se atreve a aspirar a ese condiscipulado con María, inspirándose humildemente en ella para esclarecer y corroborar su propia presencia profética en la iglesia, y animosamente le confía sus propias invocaciones para que las presente al Señor misericordioso y generoso, con objeto de que respalde el esfuerzo y la fidelidad en el seguimiento de Cristo. Justamente por la eficacia del signo ora la liturgia: "Señor, Padre santo, tú que invitas a todos los fieles a alcanzar la caridad perfecta, pero no dejas de llamar a muchos para que sigan más de cerca las huellas de tu Hijo, concede a los que tú quieras elegir con una vocación particular llegar a ser, por su vida, signo y testimonio de tu reino ante la iglesia y ante el mundo" (misa por las vocaciones religiosas).

Concluyendo su exhortación apostólica a los religiosos y religiosas, Redemptionis donum (25-3-1984), Juan Pablo II resumía el sentido de la consagración de María y de los religiosos: "Entre todas las personas consagradas a Dios, ella es la primera. Ella —la Virgen de Nazaret— es también la más plenamente consagrada a Dios... Si toda la iglesia encuentra en María su primer modelo, con más razón lo encontráis vosotros, personas y comunidades consagradas dentro de la iglesia... Avivad vuestra consagración religiosa según el modelo de la consagración de la misma madre de Dios".

L. DE CÁNDIDO
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1924-1956