María en el Año Litúrgico 

Tanto en el calendario litúrgico anual (solemnidades, fiestas y memorias) como en la religiosidad popular (romerías, procesiones, coronaciones, «mes de mayo», «rosario de la aurora»...), son frecuentes las manifestaciones marianas. La figura señera de María en el catolicismo es evidente.

1. Origen y desarrollo del culto a María Desde los tiempos apostólicos, María fue figura protagonista en el ámbito de la fe y en el nacimiento de la primera comunidad cristiana. Recordemos los relatos de la infancia en los evangelios de Lucas y Mateo, dos documentos paradigmáticos del lugar excepcional que ocupa María en la vida de Jesucristo y en el nacimiento de la comunidad cristiana primitiva, como prototipo de creyente, engendradora de Jesús y madre de la Iglesia. Algunos historiadores reconocen que ya en el siglo Il existió posiblemente una veneración popular de María. De hecho, en las catacumbas hay grabaciones de la Virgen con el niño (siglos II y lll), signo manifiesto de tan temprana devoción. Con todo, el primer vestigio litúrgico en honor de María lo constituye la antífona copta «sub tuum praesidium», del siglo lll o IV, y el «natus ex María virgine» del símbolo apostólico, profesión de fe bautismal (siglos Il-IV).

Las primeras manifestaciones de un culto a María aparecen después del culto a los mártires. Pero la liturgia oficial dedicada a María se desarrolla entre los siglos IV y Vl, época en la que se edifican basílicas bajo la advocación de la Virgen, se componen textos apropiados y se extienden las festividades marianas, siempre en relación con el misterio de Cristo. Dos momentos decisivos en el desarrollo del culto a María fueron los concilios de Éfeso (431) y II de Constantinopla (533). En el primero se proclamó a María «Madre de Dios», ya que, al ser madre de la realidad humana, también lo es de la divina; en el segundo se exaltó la dignidad de María. La creación de las grandes fiestas marianas fue una exigencia de la Iglesia frente a Nestorio.

Por influencia oriental se plasmaron en el siglo VI cuatro fiestas marianas de gran raigambre popular: la Anunciación en primavera (25 de marzo), la Asunción en verano (15 de agosto), la Natividad en otoño (8 de septiembre) y la Purificación en invierno (2 de febrero). Más tardía es la fiesta de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre: nueve meses antes de la fiesta de la Natividad), que se remonta al siglo VIII, aunque no se extendió hasta el siglo XI, y sólo se aceptó universalmente en el siglo XIV. Su gran impulso lo dio Pío IX en 1854, con ocasión de la definición del dogma correspondiente.

El gran momento de apogeo popular del culto a María fue el siglo Xl, en que se erigieron infinidad de santuarios y ermitas dedicados a la Virgen y se tallaron por primera vez innumerables imágenes y esculturas de María. Del culto a los santos se pasó al culto a María, símbolo de la comunión en la Iglesia. En la España de los siglos Xll y Xlll se construyeron muchas ermitas en los territorios liberados del Islamismo por la Reconquista. De ahí que el sur de nuestra península sea intensamente mariano.

2. Rasgos del culto popular a María Los historiadores señalan el sustrato precristianofemenino de la devoción a María. No cabe duda de la importancia que tuvieron las diosas-madres mediterráneas o la «gran madre», que posee todos los rasgos de lo primigeniamente femenino. Recordemos que la diosa heleno-romana Isis era enormemente venerada en toda la cuenca del Mediterráneo cuando se difundió el cristianismo. Al parecer, las diosas de la fecundidad tuvieron gran relieve en la población hispana. Como ha señalado L. Boff, María es «el rostro materno» divino o la «revelación de la femineidad maternal de Dios».

El culto popular a la Virgen ha sido siempre festivo. Transcurre en las grandes fiestas, dos de cuyas «solemnidades» oficiales (la Inmaculada y la Asunción) son más populares -quizá por ser festivas- que las otras dos (Maternidad y Anunciación). Añádase para cada región la patrona del lugar, venerada de ordinario en un santuario especial, al que se acude una o varias veces al año en peregrinación. La Virgen aparece aquí como protectora a la que se invoca; como madre bellísima y poderosa, dispuesta a repartir favores. Los «exvotos» de las ermitas y santuarios marianos indican la relación filial del pueblo creyente con María. Lo central es la visita personal o familiar a la Virgen, a la que se ofrece a los neófitos en la pila bautismal, y en el «camarín» los niños de tierna edad.

En realidad, el culto popular a María no es litúrgico, sino devocional. Estrictamente hablando, le corresponde a la madre de Dios una veneración religiosa especial (culto de «hiperdulía»), distinta de la adoración (culto de «latría»), que sólo se debe a Dios. Pero el pueblo no distingue uno y otro cultos, y adora a la Virgen por medio de unas determinadas acciones simbólicas y manifestaciones grupales, a través de una devoción ritualista, familiar y sentimental, con la intención de lograr favores. Signo generalizado hasta hoy de esta actitud es la medalla de la Virgen o el «escapulario» como escudo protector. Formas devocionales marianas del pueblo han sido, por ejemplo, los triduos, novenas y meses (mayo y octubre) en honor de la Virgen, bajo una advocación concreta. Devociones a María por antonomasia son el rosario y el ángelus.

Tres son, sobre todo, los modelos marianos populares. En primer lugar, las tallas más antiguas, tanto románicas como góticas, muestran a María como la Madre de Jesús con el niño en los brazos. Es el emparejamiento de lo masculino y lo femenino en el culto dado a Dios. De hecho, una de las primeras formas de devoción piadosa que perciben los niños en el seno de las familias católicas es el «belén» navideño, reducido muchas veces al «misterio» del nacimiento. Y la expresión devocional de la Navidad se articula básicamente en torno a los villancicos. En segundo lugar, la Dolorosa, o «Soledad» -imagen que cierra el cortejo de las procesiones de Semana Santa-, representa el sufrimiento de la humanidad, especialmente el infligido a causa de las injusticias que se comenten frecuentemente con el pueblo en su condición de gente sencilla, pobre, ignorante y desposeída. Dolorosa es por antonomasia la mujer viuda a la que matan injustamente a su hijo único. Téngase en cuenta que el pueblo ha seguido el relato de la Pasión a través de las procesiones y del «sermón de las siete palabras», más que por su participación, más bien escasa, en las celebraciones litúrgicas de la Semana Santa. Y este recuerdo de las palabras de Jesús en la cruz a María y a Juan se plasma en la figura de la Virgen enlutada y dolorida.

También es figura popular mariana la Inmaculada, una especie de idealización de María de carácter «compensatorio»: frente a una concepción demoníaca de la mujer (pecadora, tentadora, bruja, esclava, etc), el pueblo exalta a María como la Purísima.

3. La práctica pastoral del culto a María Evidentemente, se ha producido en las tres últimas décadas un profundo cambio en la devoción popular a María, no sólo como consecuencia del Vaticano II, sino, sobre todo, por la intensa y rápida mutación cultural que se ha dado en nuestra sociedad desde el final de la década de los cincuenta. Es tan ostensible la crisis mariana que hasta la exhortación Marialis cultus de Pablo Vl la reconoce, cuando afirma que la devoción a María es objeto de «estudio», «revisión» y «perplejidad» (n. 58). Aunque pocos mariólogos concretan los excesos que se han producido en la devoción a la Virgen, casi todos ellos los reconocen de pasada. Es evidente que el culto a María fue fomentado, frente a la Reforma protestante (a partir del 1600) y frente a la Ilustración del siglo XVlll (durante el siglo XlX), por medio de un cristianismo devocionalista. Lleva consigo, pues, una impronta de «reacción». No hay más que evocar el increíble auge de las «apariciones» de la Virgen a partir del año 1830, con unos mensajes en general muy pobres de contenido. El culto a María ha rondado frecuentemente el folklore, la superstición, el milagrerismo y la magia. No es sorprendente que la constitución Lumen gentium del Vaticano II (cap. VIII) quebrase los excesos del devocionalismo mariano antirreformista y situase correctamente a María, en relación a la Iglesia, como modelo de los creyentes. A partir del Concilio, la devoción a María deja de ser triunfalista y prioritaria en la pastoral, para convertirse en subordinada y auxiliar. La mariología no se basará tanto en las prerrogativas y privilegios de María cuanto en las aportaciones bíblicas y patrísticas que relacionan a María con la Iglesia.

Y en la línea del Vaticano II debe ser entendida la exhortación apostólica de ·Pablo-VI _Marialis-cultus (de 2 de febrero de 1974), que algunos pretendieron ver como un correctivo a lo declarado por el Concilio. Pablo Vl, en sintonía con la liturgia mariana renovada por el Vaticano II, recordó dos devociones a María que estaban en declive: el rosario y el ángelus, escasamente apreciados por los sectores «progresistas» de la renovación eclesial. De hecho, coincidiendo con el postconcilio, habían decaído ciertas prácticas marianas, como el rosario ya mencionado, el mes de mayo, las procesiones, determinadas asociaciones y el culto a las imágenes. Se dijo incluso que aquellos años correspondían a una «época glaciar mariana».

Los actuales intentos de revitalización mariana, con Juan Pablo II al frente de esta nueva cruzada particular, no logran reactivar popularmente las devociones perdidas, salvo en el sector conservador de la Iglesia, que corresponde en general a las personas de edad madura o a los movimientos y grupos neoconservadores. Pero, al mismo tiempo, se perciben unos intentos laudables de renovación mariana, válidos para la totalidad de la Iglesia. Con una diferencia: antes se proponía ir a Jesús por María; hoy se intenta llegar a María por Jesús. Ciertamente, las publicaciones en torno a María han aumentado en cantidad y en calidad. Se esperan frutos en la renovación mariana a partir de la encíclica Redemptoris Mater, de Juan Pablo II (25 de marzo de 1987), y del Año Mariano Universal, inaugurado el 7 de junio del mismo año.

La devoción a la Virgen, tal como la hemos heredado, con sus rasgos excesivos de sentimentalismo, individualismo, proteccionismo y salvacionismo, es hoy inviable. A veces se ha venido abajo sin ser sustituida por ninguna otra forma devocional, pero en otros muchos casos ha sido suplida por una renovación sacramental, comunitaria, social y «compromisual», donde la Virgen ocupa un lugar modesto, pero firme, de acuerdo con la sobriedad mariana de los datos evangélicos. Aquí. como en muchos otros aspectos de la teología, la pastoral y la vida espiritual, se trata de avanzar en la «reforma» conciliar o de retroceder hacia la «restauración» preconciliar. Personalmente, pienso que el rescate reformado de la devoción mariana llegará, si no está llegando ya, por la recuperación de lo festivo en las celebraciones marianas (con una liturgia oficial y popular), el retorno a la palabra de Dios en relación a María (con leccionarios adecuados), la actualización de las peregrinaciones a los santuarios y ermitas marianos (con el protagonismo de la juventud), la creatividad de manifestaciones devocionales -combinando la tradición con las nuevas formas de expresión- y la ubicación de las fiestas marianas en el marco imprescindible del año litúrgico.

Son importantes las relaciones entre la liturgia oficial y las devociones populares marianas. Con razón se ha dicho que al culto oficial le falta sentido popular, como también le falta dimensión litúrgica a la devoción mariana del pueblo. Ya Pablo VI, en la exhortación Marialis cultus, indicó que algunos ejercicios piadosos marianos ya no sirven, porque están ligados a «esquemas socioculturales del pasado»; que otros deben ser revisados con los «nuevos datos doctrinales»; y, por último, que se deben crear nuevos ejercicios marianos de piedad con un sentido cristológico y eclesial, de acuerdo con cuatro orientaciones: bíblica, litúrgica, ecuménica y antropológica. Advierto que casi ningún liturgista se atreve a suprimir ni siquiera una devoción popular heredada, y que pocos pastores proponen formas renovadas de devoción a la Virgen. Personalmente, pienso que entre la juventud (salvo en los núcleos más conservadores) tienen escaso valor religioso las devociones marianas heredadas, a no ser que se transformen en profundidad. Debido al recelo «oficial» frente a toda creatividad litúrgica, a la insistencia en rescatar el catolicismo popular y a la obsesión por el cumplimiento de las normas cultuales exactas, no veo fácil el camino de renovación devocional mariana entre los sectores cristianos con futuro (la juventud), con sentido crítico (las clases intelectuales) o con influencia (el mundo de la enseñanza). Es fundamental que la pastoral mariana de los santuarios tenga en cuenta la pastoral ordinaria diocesana, siempre que exista -claro está- una pastoral eclesial válida y aceptada. En definitiva, la devoción a la Virgen y su culto deberán situarse siempre en relación con el marco indispensable de la liturgia, dirigida a Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. 

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993. Pág. 83-89