EL CAMINO DE LA FE DE MARIA

CRISTINA KAUFMANN
Carmelita Descalza.

 

Siempre que me pongo a escribir algo, no puedo menos de confesar mi absoluta indigencia; no es retórica, no es una fórmula: es una necesidad de mi conciencia decir que no me siento preparada para decir nada, a la vez que me invade también un extraño gozo al escribir. Creo que se parece al balbuceo del niño que se siente feliz al pronunciar sus primeras palabras, inteligibles sólo para quien está en estrecha unión de amor con él. Así me siento en unión de amor con los que van a leer esto, y este amor, que no es otro que el de Dios mismo, hará que se entienda algo de la Palabra, presente aquí y única que da elocuencia a toda palabra humana.

Introducción

El camino de la fe de María es el prototipo del camino de todo creyente. Es el itinerario que dibuja una circunferencia: tiene su punto de partida en la luz misma de Dios, anunciada de parte de El, y vuelve, después de su trayecto a través de la noche de la vida, a la felicidad de la plenitud de gloria divina. El camino de la fe es el camino de la felicidad, "aunque de noche"; es la expresión de la paradoja de la vida humana, llamada por Dios a la existencia feliz en comunión con El y conducida por El a través de la historia oscura. ALEGRIA/FE: Este itinerario no es otro que Cristo Jesús, que se autodefine como "el Camino" (cfr. Jn 14,6). Por eso, si pensamos sobre el camino de la fe de María, nos encontramos inmediatamente con el misterio de Cristo, que para Ella también es "el Camino". Ella nos acerca a la persona de Cristo, y en El a la plenitud de felicidad y luz que toda vida humana anhela en lo más profundo de su ser. Sólo una gran alegría, sólo el anuncio de un gozo, de una felicidad, es capaz de suscitar fe. Una buena nueva, la que nos toca en lo más íntimo de nuestro anhelo vital, la que pronuncia lo que duerme como destino definitivo en nuestra existencia, lo que llamamos "felicidad", es capaz de suscitar adhesión, entrega, respuesta, confianza, amor. Es capaz de ponernos en camino, de llenarnos de energía y entusiasmo y también de fortaleza ante las adversidades del camino; sólo un anuncio de alegría es capaz de invitarnos a vivir la existencia como itinerantes, sin desesperar y sin sucumbir a la tentación de lo absurdo.

Necesitamos saber que algo, alguien, nos ha dicho una palabra feliz para caminar hacia la felicidad que ya está presente en nuestro profundo ser y se manifiesta en plenitud al final del viaje. María nos enseñará en su peregrinación de la fe quién le ha dicho la Palabra de felicidad y de alegría y qué palabra es la que se le ha "dicho", para poder caminar desde ella hacia la plenitud de la felicidad. La alegría es revelación de Dios; la felicidad sentida, vivida, es la iniciativa de Dios en el diálogo con el hombre. La alegría, tal vez, es el lugar privilegiado donde se puede "aprender" y descubrir y avivar la fe, el "temor de Dios". María es para nosotros ejemplo perfecto de la persona humana que acoge la iniciativa del diálogo con Dios. Es heredera de la fe de su pueblo y condensa en sí todo el peso de fe de sus antepasados. En el inicio del camino de fe de Abraham está el anuncio de una alianza eterna, de una felicidad perpetua, expresada en la posesión del país y en una descendencia innumerable. En el fundamento de la fe de Isaac, de Jacob, en la fe de los profetas, ¿no encontramos siempre el don de un gozo, la revelación del amor de Dios, sentido como alegría, que prefigura el último destino -y la meta de los más secretos anhelos de la persona a la que Dios dirige su palabra?

Toda fe tiene su origen en la Santísima Trinidad, que es el anuncio inefable de una "buena nueva" entre las tres personas. Cristo, como Jesús Hombre, no puede tener fe en el Padre, dada su conciencia de la filiación divina, pero sí confianza, sí entrega, apertura total, todo el intercambio de amor que supone una buena noticia intratrinitaria. Cristo, en su preexistencia en la Trinidad, tiene una experiencia de alegría inefable que le acompañará en su preexistencia y que se manifiesta en El en la absoluta confianza y entrega al Padre, desde la encarnación hasta la muerte y resurrección.

El camino de la fe de María está comprendido, pues, dentro de este movimiento circular que dibuja su itinerario: desde la Trinidad a través de la preexistencia, a semejanza de su Hijo, para volver a la vida trinitaria en plenitud, en su gloriosa asunción. La peregrinación de María es como un sacramento del camino o movimiento en la Trinidad; su identificación absoluta y exenta de pecado con su Hijo hace de Ella la criatura perfecta que realiza en la creación, y como prototipo de la creación redimida, la danza del amor, el movimiento de entrega recíproca, participando de la realización divina de todo esto en Cristo. Y su peregrinación nos conduce a nosotros, en último término, al interior de la peregrinación eterna de amor de las tres personas, en camino de amor la una hacia la otra en el misterio.

La inmaculada concepción de María, la anunciación, la vida oculta y pública, la pasión, muerte y resurrección de su Hijo, el nacimiento de la Iglesia y la maternidad espiritual en ella, su presencia en ella a la espera del Espíritu Santo, son la peregrinación de la criatura perfecta que sale de la Trinidad y vuelve a la Trinidad. En Ella podemos, debemos, leer nuestro propio itinerario, que no es diferente, que participa de todas las vicisitudes del suyo, en el que encuentra su comienzo nuestra fe. Somos llevados por la mano de María en nuestro camino; ella precede el gran éxodo de todos los creyentes, condensa en sí toda la fe de su pueblo y prefigura y encierra toda la fe del nuevo pueblo de Israel. La experiencia de María de la peregrinación en la fe es fundamento para toda experiencia de fe en la Iglesia, para todo creyente, solidaridad que radica en la unión única y total de María con Jesús, en su maternidad física, abierta a la maternidad universal por su total entrega en fe a la persona de su Hijo y, en El, a todos los hermanos.

1. Aceptación del misterio de Dios en un inefable gozo: Anunciación

Me resulta difícil acercarme al misterio de la Anunciación de María. Es el acontecimiento que desvela en germen toda la fe de María, encierra ya en sí todo el esplendor del misterio que es su vivir, "explica" su inmaculada concepción y proyecta ya toda la luz sobre su persona; mejor, es la luz que transparenta María. Su fe es su "estilo de vida", inaugurado desde los primeros instantes de su existencia y que se manifiesta ante el mundo por vez primera en la anunciación. Es el momento de novedad total para ella; es el punto focal, que al mismo tiempo es punto de partida y centro de la razón de ser de María: su maternidad divina, aceptada libremente, aceptada en obediencia total a la Palabra de Dios en Ella e inaugurada en este momento, para desplegarse en el transcurso de su vida hasta llegar a la plenitud, constituida Madre de todos los incorporados a su Hijo, Madre de la Iglesia, Madre de los hombres y mujeres de todos los tiempos.

Para curar, salvar, limpiar al pueblo de Israel, tal como nos lo describen los profetas Ezequiel y Oseas, como mujer prostituida, Dios despliega todo su poder creador para que en este pueblo nazca algo completamente nuevo, puro, algo totalmente orientado hacia El, en respuesta a la alianza irrevocable. Sólo la fuerza del amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, es capaz de crear esto. Como en los orígenes "el espíritu" sobrevolaba el caos, ahora aleteaba sobre una criatura en la que toda la perfección de lo creado quedaría incluida para llegar a ser el receptáculo, "las aguas" que atraerían su Palabra salvadora y restauradora: María. En la Trinidad misma se "decide" que el Hijo se confíe a María, hecha pura apertura y acogida, pura disponibilidad. Esta confianza del Hijo es la raíz de la fe de María. Es El quien la ha preparado para acoger esta confianza: esto es la fe de María. Lo que "todavía" se efectúa en la Trinidad, en la gloria creadora, en la omnipotencia divina, tiene por término una existencia orientada hacia la cruz. Esta orientación de la vida del Hijo es el camino de la fe de María. Ella acoge las palabras del ángel en la anunciación como algo absolutamente nuevo y, al mismo tiempo, como aquello que, en lo más profundo de su esperanza mesiánica, estaba vivo y alerta a la posible irrupción de la salvación. Al producirse ésta, María deja paso a Dios, se deja llenar por El totalmente, se abandona a El en filial entrega, obediencia y fe. En un inefable gozo que invade a la llena de gracia (gracia en la plenitud de significado de gozo, belleza, transparencia, benevolencia, amor, armonía y gratuidad), Dios la hace participar de modo inigualable en la filiación divina, y en esta gracia pronuncia su Sí y es Madre de Dios, Madre del Verbo encarnado. Con su acto de fe, su entrega y abandono, empieza la historia de Jesús. Ella inaugura la fe de la Nueva Alianza, la fe de la Iglesia.

La anunciación es el acontecimiento central en la vida de María, en su camino de fe. A él se refiere todo ulterior paso; todo avance tiene en él su raíz; todo movimiento de su alma enamorada surge de allí, hasta su glorificación final en la asunción. Dios quiere "necesitar" de la fe de María para obrar su designio de salvación universal en su Hijo Jesús. María acoge esta voluntad divina con una fe radiante y dinámica que se desarrollará a lo largo de su vida, en su movimiento de creciente identificación con su Hijo. Ella entra de lleno en la comunicación de Dios, que incluye la esfera del conocimiento, de la voluntad y de lo más íntimo de su afecto. Se adhiere no sólo a lo que Dios dispone, sino a Dios mismo, de tal manera que queda encarnado en Ella el Verbo de Dios.

María acoge en la continuidad de la tradición la absoluta novedad de Dios. Dios no empieza a actuar en la encarnación, pero actúa de modo totalmente nuevo, inesperado, inconcebible, y es "concebido" por María, en un acto de fe audaz. María nos conduce hacia la fe que es capaz de creer en la novedad absoluta de Dios en cualquier circunstancia; novedad que no es remedio de los fracasos, sino novedad de nuestra conversión. Dios es capaz de remover cimientos, de cambiar nuestra persona, nuestro mundo. Detrás de la fachada de nuestra existencia está la secreta transformación ofrecida por Dios. María nos puede enseñar que nuestra adhesión en fe a la comunicación de Dios es asimismo un acto de nuestra libertad como un don de Dios. Así como El ha preparado a la Virgen para el instante de la anunciación, así nos prepara a nosotros, por su gracia, para consentir libremente en sus designios sobre nosotros, que son designios de comunión en su vida, en su amor.

El acontecimiento de la anunciación, ¿no tiene un lejano paralelismo con algo que nos puede ocurrir a nosotros también? ¿No tenemos conciencia de que en la vida, de hecho, pasan muy pocas cosas, pero que acontecen hechos que confieren a nuestra existencia, a nuestra conciencia de ser yo, una claridad y una definitividad irrevocables? Son acontecimientos que ponen en marcha nuestra fe, que nos descubren la presencia del misterio y nos impulsan a la obediencia y al camino, según esta palabra de Dios que ya no tiene revocación, que en lo más hondo de nuestro ser y saber pone en movimiento algo que ya jamás parará. Nos transforma en nuestra interioridad y marca el itinerario de forma indeleble. Pero no manifiesta con claridad y exactitud todas las características de esta transformación, sino que es origen y fuente desde donde ésta se alimentará. Son acontecimientos puntuales o lineales que nos ponen en contacto con el misterio, nos transforman y transfiguran nuestro entorno; son experiencias de absoluta novedad vividas en la sombra luminosa de un inexplicable gozo, mensajero del amor divino dentro de nosotros.

2. Comunicación entusiasta de su gozo, en el servicio

El camino de fe de María la lleva desde el encuentro más íntimo y decisivo con Dios, desde la comunión total con El en la encarnación, a la proclamación de su felicidad y a la prodigación de todo lo que ella es y tiene en el servicio a los hermanos. Ya desde los primeros instantes de su maternidad divina, ella participa de la preexistencia de su Hijo. Se va apresuradamente hacia las montañas de Judá, a casa de su prima Isabel (cfr. Lc 1,39 ss.). Todo lo que Ella oyó de parte de Dios, lo que Ella acogió en fe, en obediencia, lo que la llena en todos los niveles de su ser personal, lo "que concibió por su fe antes de concebirlo en sus entrañas" (Sermón 25,7 de San Agustín), es desde el principio destinado a pertenecer a todos. Así, ella misma comulga en esta preexistencia y la ejercita prontamente con su prima Isabel. La fe la pone en movimiento interior y exteriormente. Se dirige hacia su pariente para el servicio, se dirige hacia su Dios en alabanza y júbilo y se dirige hacia todas las generaciones, que la proclamarán bienaventurada.

La felicidad de la fe proviene de lo que Dios es para con ella y de lo que Dios hace con ella y lo que ella percibe. de sí misma bajo el influjo de la acción de Dios. Se sabe causa de gozo para las generaciones futuras; se sabe enaltecida por Dios, y esto en fe; proclama la fe, celebra la fe, comunica la fe en un canto desbordante de felicidad, anuncia la felicidad a todos los que, como ella, son pequeños y se dejan sorprender por la buena noticia de Dios. Creo que no se puede (no se debería) hablar de la "oscuridad" de la fe si no se ha hablado antes de la luminosidad, de la gloria de la fe, del impacto del don de Dios en la persona, donde deja una marca de luz que no está en contradicción con la oscuridad, sino que es precisamente la causa de la creciente noche, ya que es una centella de la luz divina que ciega, y lo que al principio se percibe como luz crece en el camino de la fe en intensidad, y por esto se hace más oscuro a los ojos de la vida terrena. Creo que hay que insistir en la experiencia de gozo y de luz del acontecimiento del encuentro con Dios y de la adhesión a El. Hay que insistir en el anuncio de esta alegría, para seguir el camino guiados por el ejemplo de María. Hay que insistir en la toma de conciencia cada vez más profunda de la vecindad del misterio en nuestra vida, vecindad que intensifica la oscuridad por ser precisamente creciente cercanía a Dios-Misterio-Amor.

3. Pasmo y admiración ante la epifanía de Dios en la infancia de Jesús

María es, en su maternidad, la llena de gracia creyente. El designio de Dios cuenta con su asentimiento, y éste tiene un desarrollo en su progresiva vinculación a la misión de Jesús. María contempla con fe dinámica el prodigio del nacimiento de lo que el ángel le había anunciado. Va descubriendo, en una actitud de creciente admiración y pasmo, la realidad del misterio presente en su vida: Dios revelado en su Hijo niño. Lo que María engendró por la fe, a partir del nacimiento lo interpreta, lo va descubriendo, en una contemplación que comprende todas las fuerzas de su existencia. Va comprendiendo que toda su vida recibe el impulso de Aquel que ha nacido de ella, y a El se dirige toda su energía vital, que en ella es energía de fe, de obediencia a lo siempre nuevo, a lo que se va revelando como una vida cuya misión es hacer presente y visible el amor de Dios a los hombres; lo que es su Hijo desde el momento de su encarnación, lo va siendo María en la medida que su fe se va desarrollando y la va configurando con Jesús. Ella cree en el Hijo Jesús, lo va acompañando y comprendiendo paso a paso. Así va entrando en el destino de Jesús; al presentarlo a Dios en el templo, se entrega ella misma al Padre en su Hijo por su participación creyente en la redención que Cristo nos trae.

4 Desprendimiento ante la misión del Hijo,
participación en su misión por el silencio,
presencia discreta e inadvertida

Su camino desde la infancia de Jesús, en la que María ejerce su maternidad directa y física con su Hijo, la lleva más y más hacia un ensanchamiento de la maternidad que comprende la renuncia a los gozos de la maternidad corporal, para asumir un servicio en la misión de su Hijo que la llevará a los bordes mismos de su capacidad de entrega y acogida en favor de los hombres. En su fe, participa plenamente, obedientemente, exhaustivamente, en la misión redentora de Cristo. María es conducida por Jesús, sin compasión, hacia el desprendimiento de su papel de madre. Ella debía llegar a ser para Jesús "hermano y hermana, padre y madre", por el camino de la fe, en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Su total identificación con la misión de su Hijo se expresa en los evangelios mediante el silencio.

La presencia de María en la vida pública de Jesús es la presencia de "la orante". María vive su fe "conservando todas estas cosas en su corazón" (Lc 2,19 y 51). La oración es su fe viva, es su existencia viva como discípula de su Hijo y como madre, es decir, como quien vivifica al grupo de los creyentes alrededor de Jesús. Todo el silencio de María en los evangelios es la más elocuente prueba de su oración, de su fe en ejercicio, en estrecha comunión con el camino y destino de su Hijo. En esta presencia, María no es alienada de la realidad, sino que la acepta e integra absolutamente en su expectación por la vida, que no es sino la ilusión de ver cumplida la misión de Jesús. Lo que Jesús "hace" en su vida pública es lo que María "es" en su adhesión a Jesús en bien de los hermanos. María "observaba" todo en la vida pública. Iba comprendiendo que su Hijo acabaría en un drama de vida y muerte. Lo iba conociendo a través de los acontecimientos. Nosotros, al igual que María, deberíamos tener los ojos limpios para ver a Dios y sus designios misteriosos sobre nosotros en la vida cotidiana. No esperemos profetizar, sino vivamos despiertos por la fe, y veremos cómo El nos conduce de manera irrevocable por los senderos de la peregrinación de la fe que inicia María.

Se impone el silencio sobre el canto, sobre la proclamación y el júbilo, a medida que avanza el camino de su Hijo, "subiendo a Jerusalén". Ella sube con El, y el misterio de su vivir para el Padre y para los hombres se revela a María cada vez con mayor potencia, se sabe cada vez más una sola cosa con Jesús, se acerca con cada paso, entre la multitud de gente que sigue a Jesús, al corazón del misterio que un día Ella sentía en sus entrañas y que ahora no se aleja, sino que la arrebata a ella de sí misma hasta el total vaciamiento y la total plenitud de identificación con su Hijo al pie de la Cruz.

5. Comunión con su Hijo en el desgarro de la pasión y cruz

El despliegue, del misterio anunciado por el ángel a María en la mañana de su fe la lleva, en la tarde, hasta la consumación de la misión de su Hijo en el sacrificio de la cruz. Al contemplar el itinerario de María, me parece oír el eco de aquellas palabras de Jesús a Andrés y a Juan: "Venid y lo veréis" (Jn 1,39). Era hacia la hora décima, ya apuntando un nuevo día. María también ha sido toda ella una pregunta, mientras vivía bajo el mismo techo con el misterio; la pregunta: "¿Dónde vives?". Y ahora, a la tarde de la vida de Jesús, se queda con El, no como quien ha encontrado por fin el camino, sino como expresión de su permanencia cerca de Jesús y su creciente fe en El, justamente ahora, al atardecer, cuando la más oscura de las noches se cierne sobre ambos. Aquí, al pie de la cruz, María aprende dónde vive su Hijo; aprende todavía lo que significa la vida que Dios plantó en ella el día de la anunciación; se abre con toda la capacidad de la llena de gracia a la voluntad del Padre, y así se une absolutamente a su Hijo. Y así sigue siendo feliz. Su felicidad en la fe no significa ventaja personal, sino el cumplimiento del plan de Dios sobre ella y lo que ella engendró. Esta es la máxima felicidad, no incompatible con la cruz y la muerte. María al pie de la cruz es feliz, porque vive, es vivida por el amor de Dios, porque sus más íntimas aspiraciones convergen totalmente con los designios de Dios sobre ella, que la hace allí nuevamente fecunda, ensanchando su maternidad hacia todo el género humano.

El "sí" de su fe en la anunciación llega a la última estación de su maternidad mesiánica en la cruz, y culmina en su maternidad espiritual de todos los redimidos. María sufre un total vaciamiento junto a la cruz, como Cristo. Su corazón no sólo es un corazón que com-padece el martirio del Hijo, sino que es con- vaciado por la lanza. No "contiene" ya el amor, sino que lo derrama y se derrama a sí misma en la superación total de su capacidad de amar. Su fe ha llevado a María al vacío, al derramamiento último de la sustancia de su ser por amor, en total identificación con su Hijo traspasado por la lanza. Hasta allí la ha llevado su fe, y es allí donde sigue en pie ella, la feliz, a quien todas las generaciones proclaman dichosa. María visibiliza junto a su Hijo crucificado la más profunda "kénosis" de la fe de la historia humana. En ella está concentrado el máximo sufrimiento y la máxima felicidad de la fe humana, cristiana. Ella es la Madre de todos los creyentes, constituida en el momento cumbre de su identificación con la misión de Jesús.

La fe de María al pie de la cruz es una fe joven, nunca desfallecida o endurecida, una fe que lucha. Ella fue colocada en el centro de la enemistad entre la serpiente y el descendiente de la Mujer, en el centro de la lucha que traspasa la historia de la humanidad. Pero ella, en el momento supremo de esta lucha, está allí, inviolada en su absoluta pureza, belleza y juventud, portadora de gloria y de gracia en medio de los pobres y humildes, constituida madre de todos y amparo para todos, porque sigue creyendo en el amparo de Dios, que la cubrió con su sombra, mientras su Hijo vence la muerte muriendo. Jesús salva a todos. Ella es la perfectamente salvada; en ella resplandece ya, antes de la resurrección, pero gracias a la constitución de Jesús como Hijo de Dios en poder, la plenitud de la salvación, la belleza y la luz del misterio de Dios, donde se comunica a los hombres, los transforma en hijos suyos. Es el máximo servicio que ella presta a la fe de sus hermanos.

6. Presencia en la Iglesia de su Hijo, constituido en poder

María no concluyó su peregrinación de la fe en el Calvario o en una experiencia mística de la resurrección de su Hijo de la que habría salido iluminada con la evidencia del triunfo de Jesús sobre la muerte que le hiciera inútil o caduca la fe. El Nuevo Testamento nos la presenta, después de la victoria de Jesús, en medio de la Iglesia en espera del Espíritu Santo, del que Ella fue llena desde la misma anunciación. Mientras vivía en el tiempo, llena de gracia, y se desarrollaba en el tiempo, seguía su camino de fe como miembro más auténtico de la Iglesia, no al margen de ella, sino como prefiguración de lo que es la Iglesia en su última sustancia, también ella llena de gracia, también ella inmaculada, pero recorriendo su camino entre oscuridad y trabajos, en debilidad, orientada hacia Cristo. María le enseña a la Iglesia, con su vida terrena, su ser de esposa y virgen, porque custodia íntegra la fe en Cristo, el Esposo, y le enseña su maternidad, ya que en ella y a través de ella Dios se quiere dar a los hombres, quiere ser engendrado en las entrañas de la Iglesia, en cada miembro.

La Iglesia naciente en el cenáculo presintió, vio como aurora, en María, la venida del Espíritu Santo. Lo que luego fue un acontecimiento visible y grandioso se anticipó, en cierta manera, ante la mirada que los discípulos dirigían a María, que oraba con ellos. En Ella sospecharon ya la gloria del poder del Espíritu del Resucitado. María era como "el silbo del aire delgado" (cfr. San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, Canc. 14-15,14 y Llama de amor viva, 2,17), "el susurro de una brisa suave" que oyó Elías a la entrada de la cueva (cfr. 1 Re 19,12), una presencia insinuada del Espíritu que los preparaba para el magnífico acontecimiento de Pentecostés. La presencia de María en el cenáculo es la presencia de la maternidad de Dios, traslucida en su fecundidad.

La fe heroica de María precede al testimonio apostólico, es una misteriosa herencia escondida en el seno de la Iglesia, de la que participan todos los que escuchan el testimonio apostólico. Así, María sigue siendo fecunda, es la Madre de la Iglesia que engendra continuamente la fe en las generaciones que se suceden. María, con el testimonio de su comunión con los apóstoles en el cenáculo, ofrece al mundo el espectáculo de amor que hace deseable la fe. Es educadora; la gracia que la habita la orienta a formar a Cristo en el creyente y transformarlo en Cristo, vivir sin obstáculos los intereses de Dios Padre, del Reino. Todo ello lo hace María desde el silencio, que es servicio no inferior al ministerio de los apóstoles, sino como plataforma que lo sostiene invisiblemente en el orden de la gracia.

Conclusión

"Yo soy el Camino..." (Jn 14,16). Esta afirmación de Jesús sobre sí mismo es el resumen más perfecto que encuentro para expresar "el camino de la fe de María". Es el misterio de Cristo, camino que Ella recorrió con singular fidelidad, con total identificación. Nos muestra el camino, nos muestra a Jesús. Poseída por la Trinidad, ella camina desde la felicidad de la plenitud de gracia, a través de la creciente oscuridad que acompaña la cercanía del misterio divino en la vida humana, hacia la felicidad de quien no tiene otra aspiración que la de responder y colaborar a los designios de Dios Padre, venciendo así al dolor y a la muerte.

Así nos precede ella en la gloria de la asunción, está presente en el corazón de nosotros, los creyentes, como lucero del alba de nuestra noche de fe, que avanza en la vida hasta que la total tiniebla de la muerte nos desvele la gloria cuya semilla llevamos dentro de nosotros, por el viático del Cuerpo y Sangre de Cristo Jesús, que es cuerpo y sangre de María.

Nuestro camino de fe es el caminar sostenido y alimentado por el Misterio de Fe, la Eucaristía, donde se funde nuestro peregrinar con el de María y donde el Espíritu de Jesús nos incorpora ya ahora, en fe, a la vida feliz de la Trinidad, donde tiene su solaz todo cansancio, y todo peregrinar su hogar encendido en vela.

Cristina Kaufmann
SAL-TERRAE/87/10. Págs. 695-706 .............................................................

2. M/FE:Lc/02/46-52

Con frecuencia nos inclinamos a pensar que la vida íntima que María, José y Jesús vivieron en su hogar de Nazaret fue una especie de existencia de "cuentos de hadas". Nuestra imaginación calenturienta puede hacernos creer que la vida en aquel hogar fue siempre fácil e idílica, llena de los sonidos de la voz del Niño Jesús y que, cada vez que la madre abrazaba con ternura a su propio hijo, se le estremecía el corazón, sabiendo que tenía en sus brazos al mismo Dios.

Una falsa piedad nos ha presentado una falsa imagen de María, que lo sabía todo, que lo veía todo claro, como si viviera anticipadamente en la esfera de la divinidad, con un conocimiento previo que le ahorrara la oscuridad de la fe, las dudas, el desconcierto, el no entender. Ella vivía de la fe como nosotros, dice la Santa de Lisieux (Ultimas conversaciones de Santa Teresa del Niño Jesús), quien se quejaba ante tantos sermones que había sobre la Virgen y le habían dejado insensible: "Para que un sermón sobre la Santísima Virgen me atraiga y me haga bien, es preciso que yo entrevea su vida real, no su vida supuesta. Se nos la muestra inabordable; sería necesario mostrarla imitable, destacar sus virtudes, decir que ella vivía de fe, como nosotros, dar pruebas de ello por el Evangelio, en el que leemos: "Ellos no comprendieron lo que Él les decía..."

(María de Nazareth, la Virgen del Magnificat, pág. 61) ........................................................................

3. M/PEREGRINA-FE:

«La Virgen María avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (L.G. 58). Virgen peregrina. Desde Nazaret hasta Ain Karín o Belén, cruzando las montañas de Judea, es decir, superando peligros y dificultades. ¿Podéis imaginar una peregrinación más devota? No es que fuera a lugares santos; es que iba santificando los lugares a su paso. «Vestidos los dejó» de gracia y santidad. Pero la peregrinación de María fue hacia el interior, hacia dentro: peregrina de la fe, por las amplias avenidas de la entrega. Un largo recorrido, con muchas estaciones. El trayecto se puede resumir con una palabra: FIAT; pero ¡qué gran distancia desde la F hasta la T! Un Fiat que, por lo demás, ha de repetir ininterrumpidamente.

La peregrinación de María no terminará nunca, porque cuando ella llegue a la meta, ya está volviendo a empezar, acompañando a todos sus hijos. Podemos decir de ella lo que se dice de una imagen de Santa Teresa, la que exclamó al morir: «Ya es hora de caminar». Se dice de la imagen que sigue gastando sus sandalias, porque nunca deja de caminar. María acompaña siempre a la Iglesia, que «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva» (S. Agustín). «Ven con nosotros, al caminar».

CARITAS/88-1.Pág. 12