RELACIONES ENTRE MARÍA Y LA IGLESIA

 

I. Para una definición de la Iglesia

No resulta fácil definir adecuadamente a la iglesia, y no faltan quienes la juzgan indefinible. Aquí aumenta la dificultad, ya que la observación, al tener que especificarse dentro de la linea mariológica, tiene que renunciar necesariamente a los elementos más genéricos del discurso eclesiológico, para limitarse a captar lo que con mayor eficacia pone en situación de reciprocidad de relaciones a María y a la iglesia. Sin embargo, no es posible prescindir de una visión global de la iglesia: lo exige el significado que hay que dar a la afirmación de que María es miembro, tipo, madre, modelo y signo de la misma iglesia.

I/QUE-ES: La definición clásica que el catecismo de san Pío V inspiró a Belarmino ponía más bien el acento en los miembros verdaderos que en la naturaleza de la iglesia. En efecto, decía que la iglesia "es la sociedad de los verdaderos cristianos, o sea de los bautizados que profesan la fe y la doctrina de Jesucristo, participan de sus sacramentos y obedecen a los pastores establecidos por él". Desde el punto de vista formal y sustancial se trataba de una definición realmente válida. Establecía la pertenencia a la iglesia sobre la base no de una práctica cristiana cualquiera sino de aquellos tres vínculos que ya había establecido teóricamente Belarmino y que también ha recibido justamente el Vat II (LG 14).

Lo que pasa es que el énfasis que subrayaba a los verdaderos cristianos contenía prácticamente una limitación de los efectos eclesificantes del bautismo. Por eso necesitaba un correctivo que aplicó el Vat II con la LG y la UR reconociendo el bautismo como fuente de pertenencia a la iglesia y por tanto de verdadera eclesialidad, aunque templada por la gradualidad de la comunión plena o no plena, perfecta o imperfecta. Queda entonces abierta una perspectiva eclesiológica distinta que, sin quitar ni atenuar nada de la doctrina relativa a la institución eclesiástica y a sus ordenamientos, subraya en la iglesia el misterio (LG 1-4), es decir, su relación de instrumentalidad y de ministerialidad sacramental en orden a la gracia, su participación paradójica en el munus profético-real-sacerdotal de Cristo y su asimilación sacramental al Dios unitrino. Es la perspectiva en la que adquieren consistencia las representaciones conciliares de la iglesia que la LG deduce del AT y del NT y que concurren más que cualquier definición a conceptualizar mediante representaciones el misterio de la iglesia: edificio, campo, templo, pero sobre todo pueblo de Dios, por el que circula la vida del Resucitado y que es por tanto su cuerpo (Col 1,18.24: LG 7-8), místicamente unido a él y casi identificado con él por una especie de esponsales inefables: una relación santificante que mantiene unidos cabeza y cuerpo lo mismo que al esposo y la esposa (LG 6-7).

I/TRILOGIA-FM: En el ámbito de esta perspectiva destaca una trilogía que sintetiza no sólo el concepto, sino la vida misma de la iglesia como martyria, diakonía y koinonía: un testimonio que es obediencia de fe y se realiza en el servicio, de donde surge la comunión fraterna.

Es significativo el hecho de que María es la perfecta expresión de esta triada (síntesis del ser y del obrar de la iglesia). Indisolublemente asociada a la pasión de su Hijo, es su primera testigo (Jn 19,25); aceptando libremente ser la madre del Redentor (Lc 1,38), se pone libremente a su servicio y al de su pueblo; acogiendo la palabra que desconcierta cualquier otro proyecto y conservándola celosamente en su corazón (Lc 2,19.51), lleva a cabo una comunión tan estrecha con Cristo que induce a Juan a colocar la redención entre dos acontecimientos marianos (Jn 2,1-12; 19,25-27); y el propio Cristo, con su última voluntad, sanciona la comunión de su madre con toda la iglesia e implícitamente con todo el género humano. La consecuencia es que las notas individuantes de "la madre de Jesús" (Mc 3,31; Lc 2,48; Jn 2,1-12; 19,25) se dilatan hasta la iglesia: la virginidad, la maternidad, el misterio. Como María, también la iglesia es la virgen purificada y santificada por Cristo (Ef 5,25; Ap 21,2), prometida a él, su único esposo, como virgen casta (2Cor 11,2). También la iglesia es madre, a la que muy pronto la piedad cristiana y la plegaria litúrgica aprenderán a llamar "la santa madre iglesia", a la que efectivamente "cada uno puede llamar madre" (Sal 87,5; Gál 4,26), ya que todos los días, amada por Cristo como esposa fecunda (Ef 5,25-27), la iglesia engendra a los hijos de la salvación. También la iglesia es misterio no sólo porque se verifica en ella, lo mismo que en María, el fenómeno paradójico de la virginidad fecunda, sino también porque está colmada de la gracia del Amado (Ef 1,6) y participa con toda su ministerial sacramentalidad en el mysterium salutis.

A la luz de las interrelaciones mencionadas se comprende muy bien el fundamento teológico de las palabras que Pablo Vl pronunció con vibrante intensidad al clausurar la tercera sesión del Vat ll: "La realidad de la iglesia, su esencia íntima, la fuente primera de su acción santificadora deben buscarse en su íntima unión con Cristo: unión que no podemos concebir como separada de aquella que es la madre del Verbo encarnado y que el mismo Jesucristo quiso que estuviera íntimamente unida a él para nuestra salvación. De manera que en la visión de la iglesia es donde debe encuadrarse la contemplación amorosa de las maravillas que Dios realizó en su santa madre. Y el conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María constituirá siempre una clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la iglesia". El itinerario que lleva a la definición del misterio tan complejo de la iglesia queda aquí felizmente trazado sobre el fondo de una reciprocidad de relaciones entre María y la iglesia, que tan a menudo desconcierta e incluso escandaliza a los hermanos separados; al mismo tiempo queda autorizadamente confirmada la pertenencia de la mariología tanto al tratado cristológico como al eclesiológico, así como la apertura de la misma mariología a la perspectiva eclesiológica, dada la continuidad mistérica de Cristo en la iglesia.

II. Actualidad de la perspectiva eclesialógica para la mariología

Tocamos aquí al menos indirectamente, el punto más critico de una reflexión mariológica de forma orgánica y sistemática: la de su principio. Lo han expuesto ya de manera preclara, aunque no unívoca, teólogos de alto rango como Müller, Rahner, Dillenschneider, Laurentin, Gonzalo Gironés, entre otros; es decir, teólogos que han escrito sobre todo en la época conciliar y posconciliar. Pero el problema, que en el fondo es el problema de siempre, había explotado de manera ruidosa durante los trabajos del Congreso mariano-mariológico internacional de Lourdes (1958). Desde entonces han venido caracterizándose dos tendencias a partir de un principio distinto de organización y sistematización (si no precisamente de deducción) doctrinal: una tendencia llamada cristotípica y otra eclesiotípica. Si es lógico que también la mariología deduzca sus doctrinas y sus conclusiones de las fuentes teológicas clásicas, no es menos obvio que el conjunto de tales doctrinas y conclusiones encuentra una ilustración distinta a partir del principio de fondo distinto, en torno al cual se organiza todo lo demás. Por tanto, los que organizaron la mariología en torno al principio de la asociación de María a Cristo y de manera especial de su maternidad divina, se inscribieron por eso mismo dentro de la tendencia cristotípica (Aldama, Nicolás y otros, aunque no pocas veces se entrecruzan las tendencias en un mismo autor), subrayando en Cristo, en último análisis, el valor primero y último o, mejor dicho, el punto de referencia y el motivo de fundamentación de todas las afirmaciones mariológicas. Por el contrario, los que habían construido su edificio mariológico sobre el fundamento del paralelismo entre María y la iglesia (p. ej., Koster, Semmelroth, Rahner y otros) dieron vida a la tendencia eclesiotípica, según la cual todos los llamados privilegios marianos, incluida la divina maternidad, dependen del proyecto de Dios de realizar en María el prototipo de la iglesia y la anticipación de aquella plenitud escatológica hacia la que se encamina toda la iglesia.

El limite de las dos tendencias (quedando en pie las mencionadas integraciones de la una en la otra) reside en el tono unilateral, y a veces también polémico, de algunos de los respectivos promotores. En efecto, se trata de orientaciones sólo formalmente diversas y quizá, en sustancia, completamente dialécticas. Si el uno, como se ha observado muy bien, pone el acento en la inmanencia del don de Dios y el otro en la trascendencia del Dios que da", se debe igualmente reconocer que ni el primero es extraño a la pertenencia de María a la iglesia ni el segundo es insensible a la trascendencia de la una sobre la otra. En efecto, ambos están de acuerdo en afirmar y concurren a demostrar que la iglesia está en María y María en la iglesia. Ambos, en definitiva, resaltan todo lo que une a María con Cristo y por tanto no pueden cerrar los ojos a cuanto une a todos los miembros del cuerpo místico. En el plano de la pertenencia a Cristo, es obvio que sólo ella entre todos los redimidos, como madre del Verbo encarnado, está inserta por así decirlo en el orden de la unión hipostática y por tanto sólo a ella, después de a Cristo se le ha reservado la gracia de la glorificación corporal. Pero bajo otro aspecto, es decir, en el plano de la pertenencia a la iglesia, también es obvio para todos (o al menos debería serlo) que también María es hija de la redención y que una misma gracia la implica con todos los redimidos en el ámbito de la iglesia. Pero aunque todo esto sea obvio, lo cierto es que las dos tendencias se contraponían y que su excesivo contraste llevaba fatalmente a un empobrecimiento de la mariología, al no explicitar todos los contenidos y todas las virtualidades de cada una de ambas tendencias.

Por otra parte, a los ojos de quienes las hubieran considerado según sus respectivas formalidades no se les habría debido escapar la insuficiencia de la una respecto a la otra, y viceversa. Y tampoco se les habría debido escapar su complementariedad. Puesto que el paralelismo entre María y la iglesia, tantas veces invocado, a pesar de insistir en un elemento común y de exaltarlo, no conduce más allá de ese elemento ni esto significa identidad; se sigue que ni la mariología eclesiotípica agota el mencionado paralelismo por el hecho de que la Virgen-madre trasciende a la iglesia ni la mariología cristotípica capta todas las consecuencias implícitas en la relación de María con Cristo, por su congénita falta de atención a los aspectos de naturaleza eclesiológica que engendra y expresa esta relación. Así pues, precisamente porque son insuficientes, las dos tendencias tienen que ser complementarias.

En realidad, todos los mejores mariólogos han deseado una síntesis que, atendiendo a la parte positiva de las dos tendencias, evitase su choque por medio de una visión integrada y complementaria de las mismas, dirigida a la superación de las respectivas insuficiencias. A este deseo respondió el Vat II, teniendo en cuenta todo lo que evoca el mismo nombre de María "en el misterio de Cristo y de la iglesia". Como se ve, toda la importancia radica en la conjunción "y". No separa ni contrapone, sino que integra y armoniza. Desde el proemio del c. VlIl de la LG, con una separación sintomática del texto preconciliar de orientación cristológica, es evidente la intención de no privilegiar ninguna de las dos tendencias de la mariología contemporánea, sino de intentar su síntesis en la relación Cristo-iglesia. Es ésta la relación que permite proclamar, con autoridad teológica, la trascendencia y al mismo tiempo la inmanencia de la Virgen respecto a la iglesia, en virtud de un proyecto divino que, previéndola como "socia" del Redentor en la obra de la salvación universal y realizándola como tal en el papel único y con la dignidad excelsa de madre del Hijo de Dios, la convierte juntamente en la predilecta del Padre y en templo del Espíritu Santo, pero también y por el mismo motivo en madre de todos los hombres y concretamente de los creyentes. Puede decirse, por consiguiente que María precede a cualquier otra criatura y a la misma iglesia como "término fijo del designio eterno" en el don y en la posesión de la gracia; pero es obligado añadir que sigue siendo, a pesar de todo, solidaria de la estirpe de Adán y de todos los que necesitan la salvación. Esto es lo que declara el concilio cuando sostiene que María "ocupa en la santa iglesia, después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros" (LG 54), siendo el miembro más eminente y singular de la iglesia (LG 53).

La mariología posconciliar está dominada generalmente por este equilibrio de relaciones verticales y horizontales, es decir, en linea cristotípica y eclesiotípica. E incluso cuando parece expresarse preferentemente a la luz de la segunda, recupera en éste a la primera, gracias a una noción exacta de iglesia, que se presenta siempre y por completo en relación con Cristo. Ese "preceder" de la LG 63 es igualmente significativo de la trascendencia y de la inmanencia de María. Se trata de un preceder a todo el acontecimiento de la salvación, o sea, Cristo y la iglesia, ya que en ella, en María, encuentra su cumplimiento la esperanza mesiánica y registra su anticipación la redención ("intuitu meritorum Christi": DS 2803). Más aún, de ella germina la iglesia y con ella está presente desde el primer instante de su asentimiento al anuncio del ángel. Ofreciéndole luego al Verbo la carne de su consorcio humano, María misma se hace iglesia de un modo tan pleno y unívoco, que nunca se repetirá en los siglos, desde la asunción de la madre hasta la parusía del Hijo.

Efectivamente, en ella la iglesia es ya una, santa y virtualmente católica. Toda la iglesia, en su unidad, su santidad y su universalidad, se concentra en ella, la "llena de gracia" por ser madre de Dios. Y no es obstáculo para esta visión la ausencia en ella de los sacramentos, puesto que no es ausencia de la economía salvífica, dada su relación indisoluble con el Hijo redentor. Éste la inunda de su gracia y el Espíritu "la protege" con la fuerza del Altísimo (Lc 1,35) para hacer de ella la iglesia sin mancha ni arruga (Ef 5,27), el fruto primero y más noble de la economía salvífica.

Lejos de renegar del equilibrio alcanzado por el Vat II, la perspectiva eclesiológica de la mariología posconciliar no cae ni en el llamado maximalismo mariano, que le sustrae algo a la centralidad fontal del Verbo encarnado, ni en ese minimalismo que, prescindiendo de todo motivo de trascendencia o incluso negándolo, encierra a la Virgen dentro de los límites de una absoluta paridad con cualquier otro ser humano. La preocupación actual es más bien la de respetar el puesto que la Providencia confió a María en el orden de la gracia. Y ese puesto tiene indudablemente un colorido eclesiológico.

Así lo había comprendido ya y lo había demostrado claramente desde 1954 el p. Coathalem, mientras que la Sociedad francesa de estudios marianos emprendía su reflexión sobre María y la iglesia, seguida por la Sociedad española y la inglesa y por la Asociación mariana italiana. Y lo ha comprendido sobre todo la mariología posconciliar, aun a costa de ciertas oscilaciones y de alguna voz extra chorum, gracias sobre todo a esa ala suya, preclara por la cantidad y la calidad de sus teólogos, que ha acogido serenamente y ha profundizado teológicamente en el título de madre de la iglesia. En ese título, según el pensamiento mismo de Pabio Vl que lo proclamó solemnemente, estaba implícita la afirmación de la pertenencia de María a la iglesia, aunque sólo fuera en calidad de "porción preeminente, principal y la más selecta". Pero también se deducía de él con claridad un significado de trascendencia, una expresión de verticalidad, un motivo de primacía que, sin separar a María de la iglesia y sin ofuscar su paralelismo recíproco, definía sus relaciones en términos de maternidad y de filiación. Quedaba así confirmada la complejidad del misterio de María, al mismo tiempo miembro y madre de la iglesia. Y esta complejidad se le confiaba a la reflexión teológica para que pusiera de relieve su luminosa inteligibilidad.

Se trata de una reflexión todavía en acto, rica ya en resultados relevantes, que es posible constatar con facilidad. Ha sido posible en la medida en que la mariología posconciliar ha aplicado un principio que asentó el Vat II "en el estudio de la sagrada Escritura, de los santos padres y doctores y de la liturgia de la iglesia, bajo la guía del magisterio" (LG 67). Se trata, por consiguiente, de resultados verificados en las fuentes y garantizados por ellas.

III. Relaciones entre María y la iglesia

Hemos aludido inicialmente a una reciprocidad de relaciones. Ha llegado el momento de verificar este planteamiento a la luz del principio mencionado, no sin señalar previamente que se trata de una reciprocidad inadecuada: no todo lo que las fuentes atestiguan y lo que la doctrina recibe de la Virgen-madre conviene unívocamente también a la iglesia, y viceversa. Por tanto, analizaremos no ya la convergencia de los datos en el conjunto de la reciprocidad indicada, sino la extensión de la relación en ambos sentidos, de María a la iglesia y de la iglesia a María.

La mariología, como es lógico, construye su edificio sobre las paredes maestras de las verdades de fe que se refieren a María, adornándolo luego con otros elementos que, a pesar de no ser meramente decorativos, contribuyen no poco a la perfección y a la belleza del conjunto. No es ésta una tarea que tengamos que realizar aquí: pero también el punto relativo a la reciprocidad de que hemos hablado forma parte integrante de una mariología atenta a las fuentes y preocupada por su contenido.

1. MARÍA. MIEMBRO DE LA lGLESIA. No cabe duda de que el que se detuviera aquí no saldría de los limites más bien estrechos de una mariología eclesiotípica opuesta polémicamente a la cristotípica. Como ya se ha podido vislumbrar, el contraste es, sin embargo, insostenible. No hay que olvidar que María, incluso como miembro de la iglesia, solamente se comprende en su radical y total relatividad respecto a Dios y a Jesucristo, así como -mediante Cristo- respecto a la iglesia. "Inter Christum et ecclesiam constituta", colocada entre Cristo y la iglesia, declara san Bernardo, un santo ciertamente enamorado de la Virgen, pero significativamente discreto a la hora de hablar de ella. Así pues, sin retorcimientos polémicos y sin asunciones unilaterales de una u otra tendencia mariológica, no se puede menos de reconocer plena legitimidad teológica a la afirmación con que hemos abierto este párrafo. María es verdaderamente parte o miembro de la iglesia. La singularidad de su persona y de sus funciones inducirá a Ruperto de Deutz a cualificar su excelencia con aquellas palabras tan conocidas: "Portio máxima, portio optima, portio praecipua, portio electissima". Una adecuada exégesis de estos adjetivos, mientras que da el debido resalte a la excelencia de María, así como a los motivos de la misma, no podrá nunca aducir nada en contra de la identificación de María como miembro de la iglesia.

Este titulo pertenece tanto al ámbito de la theologia (o de la profundización crítica de la verdad dogmática) como al de la oeconomia (o de los valores de vida sobrenatural insertos en la historia de la salvación); a eso se refería el Vat I asociando implícitamente a María a los redimidos, como primera de ellos "en previsión de los méritos de Jesucristo"; y a eso aludía el Vat II cuando declaraba que María "ocupa en la iglesia, después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros" (LG 54), reconociéndola expresamente "como miembro supereminente y totalmente singular de la iglesia" (LG 53). Así pues, miembro de la iglesia, como verdad que se deduce de la asociación de María a su Hijo, que anticipa para ella de modo singularísimo los frutos de la redención, prefigurando así a la iglesia futura y colocándola en ella como redimida entre los redimidos; y miembro también en referencia a la cooperación que ella prestó como "madre en el orden de la gracia" y "para restaurar la vida sobrenatural de las almas", primero "concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo y sufriendo con su Hijo que moría en la cruz" (LC 61), y luego "con su múltiple intercesión" mediante la cual "se cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y que se encuentran en medio de peligros y afanes, hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada" (LG 62).

Por consiguiente, son dos las razones de fondo por las que María es miembro de la iglesia y a las que apela el texto conciliar: la "gracia eximia" por la que María "precede largamente a todas las demás criaturas, celestiales y terrenales", y la solidaridad con la "estirpe de Adán", que la sitúa en la longitud de onda de "todos los hombres necesitados de salvación" (LG 53). En cuanto que es partícipe, e incluso en plenitud (Lc 1,28), de aquella gracia de donde nace la iglesia, y en cuanto que está ordenada a ésta, como todos los demás hijos de Adán, María no solamente es un miembro entre los demás, sino el miembro por excelencia y casi por antonomasia, en el que pueden reflejarse todos los demás. Por eso es también tipo de la iglesia.

2. TIPO DE LA IGLESIA.  Hay que distinguir entre tipo y modelo. Estos dos conceptos, a pesar de ser afines, no son sinónimos. El uno tiene que ver con el simbolismo y está expresado en el NT de varias maneras: týpos, antítypos, hypódeigma, parádeigma, parabolé, skiá; el otro expresa una confrontación imitativa y, aunque en coincidencia con el týpos del griego neotestamentario, pertenece al orden semántico del mímema y del eikón. Así pues, se habla de tipo para significar figura o prefiguración y símbolo.

El NT recurre frecuentemente al principio figurativo, esbozado ya en el AT. Aquí no se aplica directamente a María, pero sí indirectamente, y por eso mismo permite una elaboración indirecta de algunos de sus datos en función de todo lo que la iglesia reconoce de si misma en la santísima Virgen. No está en juego solamente la relación entre la virginidad de María y la de la iglesia; entre la maternidad de una y la maternidad de la otra; entre la santidad, "la fe, la caridad, la perfecta unión con Cristo" (LC 63) que brillan en María y las mismas virtudes que caracterizan a la santidad de la iglesia. Está en juego sobre todo aquel "praecessit" que, en el lenguaje conciliar, configura en cierto sentido las relaciones entre María y la iglesia en el marco de las relaciones entre tipo y antitipo en que a menudo están vinculados personajes y hechos del AT con personajes y hechos del NT. En esto es en lo que hace pensar LC 63 cuando define a María como "figura de la iglesia" y en donde se relaciona a la una con la otra sobre la base de las prerrogativas de la virginidad, de la maternidad y de las demás virtudes comunes a las dos. Y en esto hace pensar sobre todo el apoyo de esta doctrina conciliar en no pocos testimonios patrísticos, concretamente de san Ambrosio y san Pedro Damiani, así como de Godofredo de San Victor '2 y Geroh de Reichenberg '3.

En relación con el "praecessit», e! Vat II indica: "de modo eminente y singular". Por consiguiente quiere hacernos comprender que, en el orden prefigurativo de la iglesia por parte de María, ésta es más que un simple tipo o figura y que, por tanto, sería mejor llamarla arquetipo. En efecto, el tipo o la figura son siempre menos importantes que el antitipo prefigurado, mientras que en las relaciones María-iglesia sucede todo lo contrario, ya que la mayor importancia surge del hecho de que la una es perfecta realización de la otra. Esto mismo es lo que se deduce de la más acreditada exégesis de Ap 12,1-18: esta exégesis no ha identificado a "la mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de diez estrellas en la cabeza", ni simplemente en María, ni simplemente en la iglesia, aun cuando cada una de estas interpretaciones pueda aducir elementos en su favor, sino en la Virgen como arquetipo de la iglesia.: Efectivamente, la recta interpretación de la mujer depende de la recta interpretación del hijo como aquel que "ha de gobernar a las naciones con cetro de hierro". Y puesto que éste es seguramente el Verbo encarnado en su nacimiento físico y en su ininterrumpido renacer en la iglesia y de la iglesia, la mujer es, con la misma seguridad, María como madre del Verbo encarnado y como arquetipo.

3. MADRE DE LA IGLESIA. Si la consideración de María como miembro de la iglesia está justificada en gran parte por el puesto que ocupa en ella, este puesto es el que corresponde a la madre. Este titulo no es nuevo en su sustancia doctrinal; en la forma con que fue solemnemente proclamado se debe a Pablo Vl, que para concluir los trabajos -no ciertamente idílicos- de la tercera fase conciliar, declaraba así el 21 de noviembre de 1965: "Para gloria de la Virgen y para consuelo nuestro, proclamamos a María santísima madre de la iglesia, es decir, de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores..., y queremos que con este suavísimo titulo sea todavía más honrada e invocada la Virgen en adelante por el pueblo cristiano".

Decíamos que este titulo no es sustancialmente nuevo. La LG 53, recogiendo casi al pie de la letra un texto de Benedicto XIV, había declarado implícitamente que María es madre de la iglesia al declarar expresamente que la iglesia, "adoctrinada por el Espíritu Santo, honra a María con afecto de piedad filial como madre amantísima". Y para quitar la ambigüedad que podía subyacer en este caso, el texto doctrinal confiaba su intención doctrinal a estas palabras: "plenamente madre de los miembros de Cristo" (LG 53), "madre de Cristo y madre de los hombres, sobre todo de los fieles" (LG 54). La fundamentación bíblico-dogmática de esta maternidad no especificada a la manera de Pabio Vl en orden a los simples fieles y los pastores, sino ampliada globalmente a todo el género humano, había sido también asegurada en estos pasajes: "Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo junto con el Hijo moribundo en la cruz, cooperó de manera realmente singular en la obra del Salvador con la obediencia, Ia fe, la esperanza, la ardiente caridad... Por eso fue para nosotros madre en el orden de la gracia" (LG 61). "Esta maternidad, en la economía de la gracia, perdura incesantemente, desde el consentimiento que prestó fielmente en la anunciación y que confirmó al pie de ia cruz, sin interrupción, hasta la perfección perpetua de todos los elegidos. En efecto, asunta al cielo no abdicó de este oficio salvífico, sino que continúa con su múltiple intercesión obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su caridad maternal cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan... hasta que sean llevados a la patria celestial" (LG 62). Y también: "... para los cuales (fieles) coopera con amor maternal, para engendrarlos y educarlos" (LG 63; cf además 65.67.69). Y no suena de diversa manera la fundación dogmática en la frase escultórica de san Pío X: "Gestando Christum gestavit et nos". En el fondo, no es posible considerar que es distinta la enseñanza de la tradición, cuyos ecos se perciben en los padres y escritores eclesiásticos. Clemente de Alejandría, aludiendo a la Virgen-madre, concluye: "Me gusta llamarla iglesia". San Epifanio, al llamar a María "madre de los vivientes", no sólo hace de ella la nueva Eva, sino que inserta en la maternidad de la Theotókos a todos los que viven en Cristo. Y esta misma idea continúa en Severiano de Gabala, para quien la Virgen es "madre de salvación"; en Teodoro de Ancira, para quien es "madre de la economía" en Procio de Constantinopia, para quien incluso "engendró el misterio". Isaac de la Estrella recoge además un paralelismo según el cual también la iglesia, por la misma esponsalidad y maternidad que son propias de María, "da a luz al Cristo total". Finalmente, el magisterio eclesiástico, con Gregorio XVI, Pío IX, León XIII, san Pío X, Pío Xl y Pío Xll, ha anticipado sustancialmente con toda fidelidad la enseñanza de Pablo Vl, que pudo por eso mismo afirmar que el titulo de Mater Ecclesiae no es "ni nuevo ni indebido", como demuestran las referencias bíblico-patristicas señaladas por él mismo.

Ante semejante situación, la ocurrencia de algunos teólogos que denunciaron en este titulo una novedad sin sentido o un significado puramente devocional, de origen meridional y carente de validez teológica, careció incluso de buen gusto y demostró la ausencia en sus autores de toda buena información. Hasta qué punto carecían de base lo demuestra la relación establecida entre Gén 3,15 con Ap 12,1-18 y la interpretación consiguiente de María como arquetipo de la iglesia: ella es ante todo madre de Cristo pero en él es también madre de todos aquellos a los que Ap 12,17 indica con la expresión "el resto de su descendencia" (reliqui de semine ejus). Así pues, aquellos, de los que Cristo posee radical y finalmente la vida, son hijos suyos; María es su madre, sin que tenga que ver nada en ello una exaltación romántico-sentimental. Lo dice expresamente y con todo rigor teológico Pablo Vl en el mencionado discurso: "María es la madre de Cristo, el cual, apenas asumida la naturaleza humana en su seno virginal, unió en sí mismo, como cabeza, a su cuerpo místico que es la iglesia. En consecuencia, como madre de Cristo, María es también madre de todos los fieles y pastores, es decir, de la iglesia".

La afirmación varias veces repetida de que María es madre de todo el pueblo cristiano, incluidos los pastores, no sólo la coloca en un contexto de iglesia, sino que salvaguarda también su trascendencia, poniendo así en perfecto equilibrio los diversos elementos que determinan su complejo misterio.

4. MODELO DE LA IGLESIA. Se trata de una trascendencia que no separa a la Virgen de sus hijos, sea cual fuere el nivel de su pertenencia a la iglesia, sino que la resalta ante sus hijos bajo una luz de perfecta ejemplaridad. Por eso se la define aquí como "modelo de la iglesia". La expresión guarda relación con la otra que analizábamos anteriormente de tipo o figura; pero solamente en parte. Efectivamente, el contenido de modelo no se agota en el de tipo, ya que contiene dentro de sí, como valor conceptual, aquello que entendían los escolásticos cuando hablaban de causalidad ejemplar. Y en el lenguaje escolástico se expresa aquel autor desconocido del s. XI que descubre en María "la forma de nuestra madre iglesia": la forma, es decir, la perfección, y por tanto el grado más alto de ejemplaridad. Lo había enseñado ya san Ambrosio cuando sostenía que "la vida de María es un espejo para cada uno"6. El hecho es que el vértice y la eficacia de toda causalidad, incluida la ejemplar, se tienen en el Verbo encarnado; en realidad, él es el único ejemplar de la iglesia y de cada cristiano. Pero como María está asociada a él y a su obra salvífica de una manera especial, participa por eso mismo, del modo correspondiente, de su luminosa ejemplaridad. Como mujer, como virgen, esposa y madre, como redimida y de aquel modo que la bula Ineffabilis define sublimiori, como partícipe de los aspectos accidentales de la redención y siempre, totalmente, radicalmente en dependencia de su Hijo Jesucristo, refleja sus divinos fulgores según la semejanza. que ya exploraron algunos padres. de la luna que brilla con la luz solar. de la que está revestida. Es decir, María recibe sobre sí misma y refleja hacia fuera las reverberaciones más transparentes de aquella causalidad ejemplar que es propia de Cristo.

Junto con ella brilla en María la ejemplaridad sublime de sus virtudes personales. Es éste uno de los temas en que ha insistido frecuentemente Pablo Vl. Pero es también un tema que subrayó sintomáticamente e! Vat II, sobre todo en la LG 65, en donde se contempla la santidad de la iglesia como imitación de la de María, "la cual refulge como modelo de virtudes ante toda la comunidad de los elegidos". El concilio especifica además cuáles son las principales virtudes que resplandecen ejemplarmente en María, y de las que es posible aprovecharse más dentro de la iglesia. De María afirma en primer lugar que es nuestro modelo "en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo" (LG 63), y "tipo y modelo excelentísimo en la fe y en la caridad" la había definido ya antes la LG 53. La insistencia en la fe de la santísima Virgen tiene la finalidad de confirmar su condición de redimida, no fijada aún en la visión beatífica, sino partícipe todavía del "status viae", en el que la existencia cristiana está caracterizada por la fe, junto con las otras virtudes teologales.

Es verdad que la iglesia puede y debe reflejar su propia actitud de adhesión a Dios en su fe y en su orientación teologal. Lo declara expresamente la LG 65, en donde expresa la visión de una iglesia que, creciendo en las virtudes teologales y en la obediencia a la voluntad divina, se hace cada vez más semejante al sublime modelo de María. Este mismo texto prosigue señalando en María el ejemplar de aquellas virtudes apostólicas que tienen que animar a todos los que, llevando a cabo la misión apostólica de la iglesia, cooperan en la regeneración de los hombres. En resumen, aquello que es el modelo de la iglesia, de las diversas categorías de cristianos y de cada uno de los creyentes, pasa a ser su modelo en la linea moral. Efectivamente, es una vez más la Virgen la que sugiere y solicita una plena correspondencia de las facultades operativas a los impulsos de la gracia. Más aún, su ejemplaridad adquiere mayor significado y eficacia cuando pasa del terreno moral al terreno ascético. En este caso aquellos que están investidos, por misión canónica y por opción de vida, de responsabilidades apostólicas, "encuentran un maravilloso ejemplo de docilidad (a la gracia) en la bienaventurada virgen María, la cual, bajo la guía del Espíritu Santo, se entregó totalmente al misterio de la redención de los hombres, y que los presbíteros, con filial devoción y culto, veneran y aman como madre del sumo y eterno Sacerdote, reina de los apóstoles y ayuda de su propio ministerio" (PO 18). Así todos los que tienden a la santidad y se han comprometido al servicio de los hermanos, los misioneros (A G 42), los futuros ministros (OT 8), los sacerdotes y religiosos (LG 46; PO 25), los laicos (AA 4), encuentran en la libre y total adhesión a María a la voluntad de Dios (Lc 1,28) el motivo y la inspiración para vivir en la coherencia de su fe su personal vocación.

5. SIGNO DE SEGURA ESPERANZA Y DE CONSOLACIÓN. Así pues, también por este motivo María puede definirse objetivamente según la fórmula que da su título a este párrafo. Se trata de una fórmula que pertenece también al ámbito simbólico, que encierra matices especiales, casi sacramentales. Gracias a estos matices María es, aquí y ahora, en esa contemporaneidad en que la ha colocado la gracia respecto a cada uno de los cristianos y en todas las épocas de la historia salvífica, "signo de futura esperanza y de consolación, hasta que llegue el día del Señor" (LG 68). Por consiguiente, se trata de una fórmula que abre una inmensa perspectiva escatológica, no sólo como prefiguración de aquello que habrá de ser el mañana de la iglesia, sino como prolepsis o anticipación sacramental, verdadera primicia de la suerte bienaventurada que rodeará de luz y de gloria a la Jerusalén celestial.

La razón teológica es clara. En cuanto primicia de la redención, más aún, como la única persona humana en la que se ha llevado a cabo la redención en toda su capacidad de rescate, María es por eso mismo el signo cierto de esa meta hacia la que se orienta, aquí y ahora, la esperanza de la iglesia. "Glorificada ya en cuerpo y alma" (LG 68), la Virgen se sitúa delante de la iglesia como el gran signo del Ap 12,1: el sol que la rodea expresa la transfiguración total en Dios de su persona y fundamenta en los que hemos sido redimidos, pero seguimos peregrinando, la esperanza de la transfiguración que nos aguarda.

M/ESPERANZA: Como signo de esperanza escatológica, María es también motivo de aliento para todos. No hay nadie más desgraciado que el que limita sus esperanzas a lo que puede ofrecerle la vida presente (ICor 15,19). Por mucho que espere conseguir todo lo que lleva en el corazón, y por muchos motivos que tenga para creer que es fundada su esperanza, ése no podrá afirmar nunca que la suya es una esperanza segura, es decir, una esperanza garantizada en cierto modo y medida segura contra todo lo imprevisto y contra toda desilusión. Por otra parte, es propio de la experiencia común y cotidiana el amargo ocaso de las esperanzas humanas bajo los golpes de la envidia, los celos, la malicia, la enfermedad, la muerte. "La esperanza que no va más allá de las fronteras de esta vida" no puede engendrar más que tensión e infelicidad. Solamente la esperanza de la transfiguración total en Dios, en un eterno cara a cara con él, es lo que enciende la chispa de la certeza. Esa esperanza, fundada en la fidelidad de Dios a su palabra, es por consiguiente motivo de aliento supremo. María es su "gran señal", que asegura nuestra esperanza y confirma nuestro aliento. No sólo "es imagen y comienzo de la iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la edad futura" (LG 68) sino que desde la gloria de los cielos en donde ha sido coronada como reina, "se cuida con caridad maternal de los hermanos de su Hijo" para que, superando las pruebas de la vida, puedan alcanzarla "en la patria bienaventurada" (LG 62).

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IV. Aportaciones de la teología contemporánea

Todo lo que hemos expuesto y lo mucho que nos han impedido exponer los límites demasiado restringidos de este escrito, forma parte de una reflexión teológica que emprendió su camino alrededor del s. iv, sobre todo en el terreno litúrgico-dogmático, y que tuvo uno de sus más prestigiosos momentos en el concilio de Efeso, después y como consecuencia del cual se dio un fuerte impulso a la reflexión mariológica, especialmente en oriente, entre los ss. vi y viii. No es menos importante el interés por María que fue promoviendo con lentitud, pero progresivamente, el pensamiento occidental, hasta llegar a su maduración más rápida entre el s. xi y xii, con la explosión del movimiento inmaculista entre los ss. xvii y xviii, con el desarrollo de una importante literatura mariológica que tuvo sus más conocidos exponentes en Grignion de Montfort, en C. Passaglia, en M.J. Scheeben y en J.H. Newman, pero que sólo en el s. xx ha podido demostrar toda su vitalidad y originalidad. Vale la pena señalar el hecho de que, desde los primerísimos pasos del interés patrístico por la virgen María hasta los últimos desarrollos del debate mariológico, nunca estuvo ausente la vinculación de María con la iglesia. Este mismo debate pudo profundizar en ella gracias a las primeras intuiciones que de este punto tuvieron los >padres del >oriente y del occidente cristiano.

Entretanto, en 1900 comenzaron las grandes reuniones de los congresos mariano-mariológicos internacionales, y a partir de 1931 nacieron varias sociedades nacionales de estudios marianos [>Centros marianos de estudio; >Asociaciones marianas]; nació incluso, con esta finalidad, una academia internacional. A pesar de algunos excesos debidos al entusiasmo o a un recurso poco coherente a las fuentes, la mariología de los últimos tiempos ha producido obras de indiscutible valor científico. Este fenómeno es anterior al Vat II, a pesar de (quizá en algunos casos sería mejor decir gracias a) las dos tendencias que ya hemos mencionado. El haber promovido el recurso sistemático a las fuentes y el interés por la mariología de los padres es uno de los méritos más destacados del fenómeno que estamos estudiando. Estos méritos compensan también algunos puntos frágiles que pueden encontrarse de vez en cuando. Nombres como los de G. Jouassard, H. Weisweiler, J. Hun, G. Roschini, M. Jugie, entre no pocos de la época preconciliar, a los que hay que unir los de los actuales mariólogos de fama internacional, atestiguan el innegable valor crítico de su método y de sus investigaciones. El nombre de H. Barré, por sus investigaciones sobre la edad media, basta por sí solo para caracterizar a una época. El período posconciliar, aunque con algunas oscilaciones y desbandadas, sigue todavía expresando lo mejor de una mariología real e iluminadamente crítica, uno de cuyos puntos obligados es el que se refiere a sus relaciones no escasas con la eclesiología.

En efecto, se ha estudiado particularmente y todavía se estudia el paralelismo que constituye a María como el homólogo de Eva y que señala en esta >nueva Eva una tipología eclesiástica de gran alcance. Se trata de la tipología que, vislumbrada y precisada ya por san Ireneo, ha sido propuesta, formulada y discutida de nuevo, pero sin superarla nunca. La verdad es que este paralelismo fue también intuido, con sus derivaciones eclesiológicas, por san Clemente, san Justino y Tertuliano, pero su verdadero estatuto teológico es sin duda obra de san Ireneo.

Está demostrado que, en este paralelismo, el tema de la nueva Eva expresa una relación antitética entre la primera y la segunda: María es la inversión de la posición de Eva: lo que en ésta fue perdición, en María es cooperación a la salvación. Pero en clave eclesiológica el paralelismo tiene otro significado: la iglesia es ciertamente nueva Eva, pero su cooperación a la salvación, limitada a la distribución sacramental y ministerial de los efectos de la redención, es muy distinta de la de María.

Así pues, el tema tiene un doble significado. Mientras que une a María y a la iglesia en la participación en la obra de la salvación, distingue esa participación en el plano cualitativo y efectual. La iglesia no iguala a María, aunque las dos sean la nueva Eva. Por consiguiente, no se da una perfecta reciprocidad de fórmulas y de títulos entre la una y la otra; y aunque el título sea el mismo, expresa en la una algo que no está, o no está completamente, en la otra. Lo que en María es cooperación libre y responsable a la gracia mediante su aceptación consciente del proyecto de la redención y de su consecuente inserción en él, en el plano del mérito y de la intercesión y en el proceso de actuación del mismo, es también sin duda cooperación libre y responsable en la iglesia, pero en el plano jerárquico-ministerial, de los sacramentos, del gobierno y del magisterio. Lo que, en relación con la obra redentora, es en María asociación dependiente (cuya eficacia depende de la eficacia infinita del Redentor) e integrativa (en el sentido no de la complementariedad —de la que no necesita Cristo—, sino de la contribución libre y responsable que quiso el mismo Cristo y que graciosamente integró en su meritoriedad infinita), es en la iglesia asociación instrumental, ministerial y sacramental. Lo que en María es contribución dependiente e integrativa tiene sus efectos en la misma iglesia, ya que está ordenado ante todo a la redención objetiva (o constitución de la iglesia), así como a la redención subjetiva (o desarrollo de la iglesia) mediante la aplicación de los méritos salvíficos de Cristo [>Mediadora].

Por tanto, el paralelismo consiste en esto: que tanto María como la iglesia, restaurando con una acción que los padres llaman "recirculatio" lo que Eva había perdido o corrompido, son la una y la otra nueva Eva, pero de una forma distinta: "Acogiendo la salvación, María recoge la función de Eva en el momento de la caída; la iglesia, brotada del costado del nuevo Adán (Gén 2,21, paralelo a Jn 19,34), recoge su función de antes y después de la caída: esposa de Adán, ayuda suya (Gén 2,18) y por medio de él madre de los vivientes (Gén 3,20)".

Las dos tendencias mariológicas actuales se resienten de este inadecuado paralelismo y encuentran en él el motivo principal de su insuficiencia. Efectivamente, se ha dicho que es insuficiente cualquier explicación del misterio de María en la línea meramente eclesiotípica o en la línea meramente cristotípica, es decir, cuando se interesa unilateralmente si no polémicamente-- por los motivos de la diversa realización de la nueva Eva en María o en la iglesia. Si María es la nueva Eva que se sitúa en una marcada trascendencia respecto a la iglesia, se deduce que la nueva Eva-iglesia, a pesar de tener su arquetipo en María, no se reconoce total ni adecuadamente en ella. Y si el c. VIII de la LG ha "contribuido a restaurar el significado histórico, eclesial, antropológico de la Virgen-nueva Eva", le ha correspondido a la teología posconciliar la tarea de precisar cada vez más críticamente ese paralelismo, su contenido y sus límites, respecto a la iglesia. Y esto, es preciso reconocerlo, se ha hecho de manera espléndida. Se han estudiado y se siguen estudiando cada vez con más atención las fuentes. En el sector de la mariología bíblica, ciertos estudios como los de A. Feuillet, F. Asensio, F. Spedalieri, L.B. Gorgulho, R. Le Déaut, X. Léon-Dufour, G. Graystone y de otros muchos representan puntos seguros de referencia. Lo mismo hay que decir a propósito de las investigaciones en el sector patrístico y medieval. Aquí, además de los citados G. Jouassard, H. Barré y H. Coathalem, hay que añadir, sobre todo entre los más recientes, a otros como R. Laurentin, D. Bertetto, C. Balié, J.A. Aldama, M.J. Nicolas y G. Frénaud. La relación Eva-María-iglesia ha sido la más analizada, tanto en sus fundamentos escriturísticos como en el plan histórico y en todas sus implicaciones teológicas. A partir del congreso de Lourdes, cuyas Actas se recogieron en dieciséis volúmenes, es imposible contar los escritos dedicados a este tema. Las diversas sociedades nacionales de estudios marianos lo han hecho objeto de su especial interés. Teólogos de relieve como A. Müller, O. Semmelroth, K. Rahner, A. Royo Marín y una vez más Laurentin y Bertetto (por no recordar más que los muy conocidos) han dejado en este estudio el sello de su preparación específica y de su sensibilidad mariológico-eclesiológica en obras dedicadas al mismo.

En resumen, nos encontramos ante una mariología que, una vez superadas las discrepancias que surgieron sobre este tema en sus comienzos y resueltas en la síntesis las insuficiencias de sus dos líneas tendenciales, se sitúa cada vez con mayor coherencia y armonía dentro del discurso teológico general, acude a las fuentes comunes y específicas, se especializa en el plano positivo, se inserta en el misterio de Cristo y de la iglesia, "con un espíritu de leal apertura a la verdad total, y de docilidad al Espíritu Santo". Es una mariología que no sólo se ha situado en el sendero trazado por el Vat II, sino que ha avanzado innegablemente por él. El camino no ha terminado todavía, pero se está ciertamente en el sendero justo [>Dogmas].

V. Relaciones entre la iglesia y María

La relación que va de la Virgen a la iglesia encuentra su fundamento en la causalidad ejemplar por la que la una es arquetipo de la otra; en la trascendencia y supereminencia que distinguen a María de cualquier otro miembro de la iglesia, aunque sin ser extraña a ella en el contexto de la pertenencia común a la misma; en la participación singular de la madre en el Hijo, que realiza en ella el misterio de la iglesia aun antes de que ésta existiera histórica y físicamente. Así pues, por este motivo y siguiendo a LG 55, es lícito establecer en María, la "excelsa >hija de Sión" (Sof 3,14-17), no sólo una vinculación con Israel (cf Lev 1,28-33; Jn 19,25-27; Ap 12), sino también el establecimiento de aquella nueva economía que en el evangelista Lucas es al mismo tiempo el arca de la nueva alianza, el templo del Espíritu Santo, el lugar del Redentor y de su salvación. Bajo este aspecto María realiza una tipología tan clara y pertinente que se convierte en "icono escatológico de la iglesia".

Por otra parte, no hay duda de que se da también una relación en dirección inversa. Es la que ha dibujado la iglesia en su constante reflejarse en María como en su eminente prefiguración y cumplimiento. A esta relación alude el Vat II cuando declara que "la iglesia católica, amaestrada por el Espíritu Santo, honra a María con afecto de piedad filial, como a madre amantísima" (LG 53). Y alude también a esto cuando, indicando en María el "signo de segura esperanza" (LG 68), la relaciona con la parusía de Cristo y la coloca, junto con el mismo Cristo, en la gloria transfigurante de la resurrección, hacia la cual camina "la iglesia peregrina en la tierra".

De esta tensión tenemos un buen testimonio en la oración privada y pública: la devoción (que no coincide necesariamente con las devociones) y el >culto [>Año litúrgico; >Liturgia; >Oración mariana; >Espiritualidad]. Se trata de conceptos que encuentran su respectiva colocación en este NDM. Por tanto, no es necesario entretenernos en ellos, a no ser bajo el aspecto de esa misma tensión que, partiendo desde abajo, orienta a la iglesia en dirección a María.

Pensemos un momento en el concepto de devoción, del latín vovere, dedicar, atender a, consagrarse. Un darse, un comprometerse, un entregarse que encuentran la síntesis de sus matices respectivos en el concepto de >consagración. En último análisis, la devoción es precisamente un consagrarse al amor de aquella persona por la que uno se siente devoto y a la cual se entrega. Por tanto, la >devoción mariana, al menos en su sentido más amplio, es una consagración, es decir, un entregarse y comprometerse a honrar y a glorificar a la santísima Virgen con la vida más que con las palabras. Lógicamente, una meta de este estilo solamente se alcanza cuando la devoción y las mismas devociones nacen de la fe y se nutren de ella, dentro de un perfecto equilibrio entre la etapa teológico-dogmática y la etapa existencial. Es a la iglesia a la que le corresponde medir este equilibrio, controlarlo y mantenerlo en el ámbito de la fe.

La >historia de la mariología demuestra que, cuando se ha debilitado o se ha oscurecido la presencia equilibradora de la iglesia, la devoción mariana ha sufrido sus contragolpes más graves, bien en la peligrosa dirección de un mariocentrismo que tiende a separar a Cristo de su centralidad fontal en la vida de la iglesia y de cada una de las personas bien en la actitud glacial de esa mariofobia que es imposible justificar de ningún modo en el dogma y en la historia eclesiástica. Por tanto, esta tarea de la iglesia es de importancia fundamental. Le confiere a la devoción mariana el crisma teologal necesario, protegiéndola del peligro de la mariofobia y del mariocentrismo. Le da robustez de contenido teológico-dogmático, para librarla del albur de la aproximación, de lo opinable, de lo supersticioso. La mueve en la dirección de Cristo, para permitirle que se vaya renovando de día en día en lo que la autentifica y la justifica. En este sentido hay que leer LG 67 en su invitación a "todos los hijos de la iglesia", a los "teólogos" y a los "predicadores", además de los "simples fieles", para que la piedad mariana se muestre conforme con las recomendaciones del magisterio eclesiástico, despojada en caso necesario de toda exageración y de toda cicatería, decididamente ajena a todo aquello que pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualquier otra persona. Efectivamente, la verdadera devoción mariana no consiste, según el texto conciliar, "ni en un sentimentalismo estéril y pasajero ni en una especie de vana credulidad, sino en la verdadera fe, por la cual uno se ve llevado a reconocer y a venerar la preeminencia de la madre de Dios y se siente impulsado a amarla filialmente como a madre nuestra, imitando sus virtudes" [>Apariciones].

Es natural que esta nota de autenticidad y de legitimidad tenga que destacarse de manera especial en el culto de la iglesia.

1. EL CULTO MARIANO. El Vat II ha aludido en diversos contextos al honor que obligatoriamente tributa la iglesia a la virgen María, designándolo unas veces como veneración (LG 66), otras como oración (LG 62), otras como imitación (LG 56) o bien como culto especial (LG 66), en respuesta a sus proféticas palabras: "Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha hecho en mí cosas grandes" (Lc 1,48).

Efectivamente, se trata de un culto del todo especial, que los teólogos definen con toda propiedad de lenguaje como hiperdulía, en donde el prefijo hiper expresa la superioridad cualitativa del culto mariano por encima de la simple veneración, devoción o piedad con que la iglesia honra a todos los demás santos, imita sus ejemplos, pide su intercesión. Por otra parte, hiperdulía no es latría, ya que una cosa es la veneración y otra la adoración. Aunque venerada en el más alto grado, María no es ni mucho menos adorada, puesto que, aunque sea madre de Dios, no es Dios, a quien sólo está reservada y dirigida la adoración. Es lo que se nos confirma en la LG 66, en donde se precisa con toda claridad que el culto mariano, a pesar de ser "totalmente especial", no es idéntico ni puede equipararse al de "adoración" que la iglesia dirige al "Verbo encarnado, así como al Padre y al Espíritu Santo".

Aunque inferior al de adoración, el culto mariano refleja, respecto a cualquier otro culto, la excelencia de la virgen María respecto a cualquier otro santo. Efectivamente, se trata de un culto que encuentra su justificación en la persona y en la función de María. Ella es ante todo, como término fijo del eterno consejo, aquella a la que el proyecto salvífico de Dios previó desde siempre como alma socia del Redentor en el misterio de la historia de la salvación humana. Es la madre del Verbo encarnado, llena de gracia, y consiguientemente inmaculada, siempre virgen, asunta al cielo en cuerpo y alma, asociada a los misterios salvíficos de Cristo en su infancia, en su vida pública, en el momento culminante del Calvario, después de su ascensión gloriosa. Pero es también la humilde esclava del Señor, entregada por completo a la persona y a la obra de su Hijo, que rodea de silencio y discreción la aportación que ofrece generosamente al cumplimiento del designio salvífico y que sigue en el silencio derramando sus maternales influencias en el camino escatológico de la iglesia. En efecto, es la "excelsa hija de Sión" en la que, "tras la larga espera de la promesa, se cumplen los tiempos y se establece una nueva economía, cuando el Hijo de Dios asume de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado con los misterios de su carne" (LG 55); pero es también, como esclava del Señor, aquella que "destaca entre los humildes y los pobres de Dios, que confiadamente esperan y reciben de él la salvación". Al haber sido, como consecuencia de todo esto, "exaltada por gracia de Dios sobre todos los ángeles y hombres", y al ser, "como madre santísima de Dios, partícipe de los misterios de Cristo", el culto "especialísimo" que le tributa la iglesia está más que justificado. Si a ello se añade la venerable tradición del mismo considerado genéricamente o de algunas de sus formas particulares, no sólo poseemos una motivación histórica de indudable valor, sino que tenemos además una idea de cómo y hasta qué punto la iglesia, ya desde la antigüedad, imprimió a su culto una dirección hacia la madre del Cristo físico y del Cristo místico, promoviendo con incesante desarrollo las formas más variadas de piedad filial para con ella.

En la historia de este desarrollo es preciso recordar algunos momentos más destacados. Por ejemplo, el de la Theotókos, cuyo origen parece remontarse a la época del concilio de Nicea ya antes de Efeso; así pues, este último concilio es para la piedad mariana más bien una meta que un punto de partida. En efecto, con el título de Theotókos [>Madre de Dios] la Virgen entra en el culto cristiano, como lo demuestra el papiro n. 470 de la John Rylands Library, de Manchester. Es decir, entra en la elaboración litúrgica de la encarnación y, a partir del s. iv, también en el canon de la misa, es decir, en el corazón mismo de la iglesia. Pero ya en el s. iii, en oriente, las fiestas de Navidad prevén una celebración mariana; y lo mismo sucede ya en Roma en el s. ii. Es éste un testimonio, que deriva su fuerza de su misma antigüedad, de cómo la iglesia reconoció también litúrgicamente y confesó, ya desde sus mismos comienzos, el vínculo tan estrecho de María con Jesucristo. A continuación, unas veces de forma lenta y otras de manera impetuosa, viene toda una larga maduración desde el s. v hasta la reforma gregoriana (1050), desde el s. x1 hasta el concilio de Trento (1563), desde el s. xvi hasta el concilio Vat II, precedido de dos proclamaciones dogmáticas: la >inmaculada Concepción de 1854 y la >Asunción de 1950. Durante esta maduración, nuevas festividades marianas fueron enriqueciendo el culto de la iglesia, mientras que otras se perdieron en la sombra de la historia. Nuevas formas de piedad se añaden o se funden con las más antiguas, de modo que el nombre de María no interesa a un capítulo solamente, sino a la historia misma del culto eclesial. Parece como si, al reconocer que es imposible separar a María de Cristo, la iglesia se convenciera cada vez más de su inseparabilidad de María. Es un hecho que su culto a la Virgen le garantiza el contacto con la fuente de su misma vida, Cristo Jesús, a quien en último análisis va dirigido todo honor y toda gloria. El culto mariano, además, autentifica la fe de la iglesia, renueva en ella la conciencia de su misión, le vuelve a proponer el modelo de su confrontación cotidiana, expresa la voz de toda la cristiandad, que ve en María a su hija más santa y más bella y a la madre más generosa.

2. DIMENSIÓN ECLESIOLÓGICA DEL CULTO MARIANO. Las últimas palabras suenan como una clara expresión de la fe y de la vida, casi podríamos decir que del ser mismo de la iglesia en su relación con María. La íntima coherencia de la piedad mariana con todo el contenido de la fe conecta el culto mariano con el culto litúrgico hasta confluir unitariamente en él y decirse simplemente cristiano. En efecto, también ese culto, como aquel con que la iglesia celebra los misterios de la salvación humana, depende en su origen y en su significado de Cristo, por medio del cual se abre el camino hacia el Padre en el Espíritu Santo. Pero la vida misma de la iglesia, así como su oración, es un continuado y siempre renovado acto de adoración al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Por consiguiente, de esto se deriva que el culto mariano, lo mismo que recibe de Cristo todo su verdadero significado, así es signo distintivo de la iglesia. Su acción y su palabra. Parte destacada de su liturgia. Inconcebible dentro de una dimensión distinta de la de la iglesia. Esto es lo que nos indica la amplia y lúcida exhortación apostólica Marialis cultus de Pablo VI (2 de febrero de 1974).

Después del c. VIII de la LG, es éste quizá el pronunciamiento magisterial más importante sobre la santísima Virgen y sobre el culto mariano. Por eso mismo es obligado reflexionar sobre su contenido.

Después de haber trazado, histórica y doctrinalmente, la integración del culto mariano en el litúrgico, la exhortación apostólica MC se detiene en la dimensión eclesiológica en la que nace el culto mariano y del que vive, dedicando una sección entera a la santísima Virgen como ejemplar típico de la iglesia en el ejercicio del culto. Es decir, María es presentada en su realidad de virgo audiens ("que acoge con fe la palabra de Dios"), virgo orans (cuyo Magníficat es glorificación de Dios y expresión de humildad, de fe, de esperanza y de caridad), virgo pariens (que mediante la fe y la obediencia se hizo digna de engendrar en el tiempo a aquel que fue engendrado desde toda la eternidad por el Padre, gracias a un inmanente reflujo suyo de amor) y virgo offerens (que en la presentación de su Hijo en el templo prefigura y con su presencia al pie de la cruz consuma el ofertorio de la víctima inmaculada). Considerando a María desde estos diversos puntos de vista, la iglesia ha sabido convertir en expresiones de culto las múltiples relaciones que la unen con su arquetipo, a saber: "En veneración profunda, cuando reflexiona sobre la singular dignidad de la Virgen, convertida, por obra del Espíritu Santo, en madre del Verbo encarnado; en amor ardiente, cuando considera la maternidad espiritual de María para con todos los miembros del cuerpo místico; en confiada invocación, cuando experimenta la intercesión de su abogada y auxiliadora; en servicio de amor, cuando descubre en la humilde sierva del Señor a la reina de misericordia y madre de la gracia; en operosa imitación, cuando contempla la santidad y las virtudes de la llena de gracia (Le 1,28); en conmovido estupor, cuando contempla en ella, como en una imagen purísima, todo lo que ella desea y espera ser (SC 103); en atento estudio, cuando reconoce en la cooperadora del Redentor, ya plenamente partícipe de los frutos del misterio pascual, el cumplimiento profético de su mismo futuro, hasta el día en que, purificada de toda arruga y de toda mancha (Ef 5,27), se convertirá en una esposa ataviada para su esposo Jesucristo (Ap 21,2)" (MC 22).

Analizando todo esto agudamente, el importante documento pontificio saca la conclusión de que María no solamente es el ejemplar transparente de la iglesia en el ejercicio del culto divino, sino que es también, precisamente por esto, verdadera maestra de piedad para cada uno de los cristianos, los cuales, dirigiendo a ella los ejercicios de su devoción, los orientan a través de ella hacia Cristo con la voz misma de la iglesia y siguiendo su enseñanza. Y esto significa, como es evidente, que a través de la iglesia la devoción o la piedad mariana no es más que devoción o piedad cristiana.

Otra sección interesante de la MC se dedica a continuación a las características trinitaria, cristológica y eclesiológica del culto mariano. El documento asume aquí su más alto valor teológico, llevando hasta sus últimas consecuencias la integración del culto mariano en el litúrgico, es decir, en el ámbito de la oración oficial que la iglesia dirige al Padre mediante el Hijo en el Espíritu Santo. También el culto mariano, por consiguiente, debido al vínculo indisoluble que une a la Virgen con Cristo y en cuanto voz de la iglesia orante, llega hasta el Padre en el Espíritu Santo a través de Cristo. La antigua fórmula de la liturgia trinitaria, que difícilmente puede expresarse con palabras distintas, asume aquí la función de una caja de resonancia que confiere a la oración mariana el timbre trinitario y cristológico con el que se caracteriza la voz de la iglesia. Por tanto, dado su contacto con el dogma cristológico-trinitario, el culto mariano se convierte también en un momento y en un coeficiente, para la iglesia y para cada uno de los fieles, de un conocimiento cada vez mayor de la fe auténtica, cuyo contenido mariológico se integra en el conjunto de la vida y de las doctrinas de la iglesia, confirmando de este modo las palabras de Cromacio de Aquileya: "No es posible hablar de la iglesia sin referirse a María, madre del Señor, y a sus hermanos".

La exhortación MC prosigue indicando cuatro orientaciones del culto mariano que son algo así como sus condiciones esenciales: la orientación bíblica, la litúrgica, la ecuménica y la antropológica. Cada una de estas orientaciones confirma la dimensión eclesiológica del culto mariano, es decir, una dimensión que saca su origen de las fuentes, tal como las repropone el magisterio ininterrumpidamente y con autoridad, que adquiere un tinte cristológico y eclesiológico, encontrando su justificación y su expresión en la oración litúrgica; que se sitúa ante los problemas actuales de la iglesia, concretamente los ecuménicos y los antropológicos, no como un instrumento de ruptura o de evasión, sino como fuerza de integración y como principio de iluminación y de solución. Sobre todo la orientación ecuménica y la antropológica definen inconfundiblemente la dimensión eclesiológica del culto mariano, bien porque su contenido de fe auténtica abre a los hombres de buena voluntad notables posibilidades de reunificación sin ningún "sacrificium fidei", bien porque los temas mariológicos (hija de Sión, Eva-María, nueva Eva, cumplimiento de Israel, prefiguración y anticipación de la iglesia, sólo por recordar los que tienen un significado antropológico más evidente) le permiten a la iglesia, estrechamente interesada también por esos problemas, proyectar sobre un fondo mariano los grandes ideales de emancipación y hasta las luchas de liberación que sacuden a una gran parte de la sociedad actual.

Finalmente, la MC insiste en algunas de las más típicas y tradicionales formas de piedad mariana, como el Angelus y el rosario. Después de recoger en una breve síntesis los motivos bíblico-teológicos y las no pocas recomendaciones de la autoridad eclesiástica, el documento papal se detiene en la consiguiente armonización de las devociones privadas con su propia forma comunitaria y subraya su capacidad para convertir a la comunidad familiar en un santuario doméstico o pequeña iglesia (cf LG 11; AA 11). En resumen, se trata siempre de una nota eclesiológica que verifica, teológicamente hablando, el culto y la devoción a la Virgen. Y la razón de ello es que su contenido cristológico-eclesiológico y su dependencia de la iglesia constituyen juntamente su tutela contra todo peligro de desviación por defecto o por exceso y la fuerza misma de su renovación saludable.

B. Gherardini
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 889-908