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MARÍA AL PIE DE LA CRUZ
(Jn/19/25-27)
Para la sensibilidad común de los fieles de nuestros días (educados, por otra parte, en
una constante tradición, que se intensifica sobre todo en los ss. XVI-XVII), la figura de María
al pie de la cruz es desde luego "la Dolorosa". ¡Y es justo que así sea! Si Jesús es "el
hombre de dolores, avezado al sufrimiento" (cf Is 53,3), si es aquel "a quien traspasaron"
(Zac 12,10, citado por Jn 19,37), su madre puede llamarse "la mujer de dolores". Ella está
cerca no tanto de la cruz como del Crucificado: "Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su
madre..." (Jn 19,25). María hace suyo, desde dentro, el misterio desconcertante del amor de
Dios revelado en Jesús. Si los hombres decidieron reducirlo a un gusano de la tierra (cf Sal
27,7), Dios no se defiende: muere como el más débil de nosotros, gimiendo, rezando,
perdonando...
Sin embargo, será oportuno recordar que la perícopa de Jn 19,25-27 ha sido interpretada
de diversas maneras a lo largo de la historia de la exégesis cristiana. T. Koehler ha trazado
un resumen de la tradición de los doce primeros siglos, mientras que H.
Barre (+ 1968) centró sus investigaciones en el periodo medieval. Los frutos de estas
investigaciones ponen de manifiesto la evolución lenta, pero segura, del pensamiento de la
iglesia sobre este momento de la misión de María. Uno de los resultados indudablemente
más interesantes es que desde el s. IV comienza a vislumbrarse el alcance eclesial de este
episodio. Es decir, en esas palabras de Jesús moribundo se descubre una intención que
supera la esfera estrictamente doméstica de madre-hijo, para dilatarse a toda la comunidad
cristiana. Al decir a su madre: "Mujer, he ahí a tu hijo". y al discípulo: "He ahí a tu madre",
Jesús constituye a María madre de todos sus discípulos, representados en el discípulo
amado allí presente. Por tanto, la Virgen es madre espiritual de todos los creyentes; es
madre de la iglesia. No porque se nos haya ocurrido así a nosotros, sino por voluntad de
Cristo.
La tradición cristiana, especialmente a partir del s. V. registra un coro interminable de
voces que repiten y profundizan esta misma convicción. La cumbre de este proceso puede
observarse en tres intervenciones autorizadas de León XIII y en una de Pío XII. Citemos
solamente una frase del primero, sacada de la encíclica Adiutricem populi (1895): "En la
persona de Juan, según el pensamiento constante de la iglesia, Cristo quiere referirse al
género humano y particularmente a todos los que habrían de adherirse a él con la fe"
(TONDINI, Roma 1954,2, 222-223).
En cuanto a la exégesis bíblica actual, hemos de señalar que, desde hace unos treinta
años hasta ahora está poniendo de relieve algunos argumentos literales-directos en favor
de una lectura que ve en Jn 19,25-27 la proclamación de la maternidad espiritual de María
para con todos los fieles. En apoyo de esta tesis se suele apelar al menos a los siguientes
motivos.
a) Correlación entre el Calvario y Caná. En el cuarto evangelio se recuerda a María
(además de en 6,42 y quizá en 1,13) en las bodas de Caná (Jn 2,1-12) y junto a la cruz (Jn
19,25-27). Estos dos episodios, según juicio concorde de los exegetas, muestran una
conexión recíproca, a modo de una gran inclusión. En efecto: 1) en ambos casos está
presente la Virgen, que es presentada no con su nombre propio de María, sino con los
títulos de madre de Jesús (2,1; 19,25) y de mujer (2,4; 19,26); 2) la hora de Jesús, que no
ha llegado todavía en Caná, ha llegado en el Calvario (2,4; 19,27), en donde Jesús pasa de
este mundo al Padre (13,1); 3) efectivamente, la hora de Jesús, según Juan, comprende
como en un todo la pasión-muerte-resurrección.
Pues bien, el episodio de Caná tiene un significado evidentemente mesiánico, como
hemos explicado. Es como una sinfonía que sirve de preludio a los temas principales del
cuarto evangelio. En efecto, si el prodigio de Caná es de carácter mesiánico, si se refiere a
la obra del mesías en cuanto tal, es de presumir que también la presencia de María al pie
de la cruz tiene una importancia análoga. Efectivamente, hemos dicho que las dos escenas
tienen una relación mutua. La una remite a la otra. Ambas se refieren a la salvación
universal, realizada por Jesús, mesías salvador (cf Jn 4,25-26.42).
b) Importancia de Jn/19/28. Una vez acabada la escena de la entrega del discípulo a la
madre y de la madre al discípulo (vv. 25-27), el evangelista añade a continuación: "Después
de esto, sabiendo Jesús que todo se había acabado, para que se cumpliera la Escritura..."
(v. 28). Este versículo, en la parte citada, es de gran importancia. Ilustrémoslo brevemente.
"Después de esto", o sea, después de haber dicho: "He ahí a tu hijo... He ahí a tu
madre...", Jesús es consciente de que se añade un hecho nuevo a la obra de la redención.
Él sabe que ahora es llevado todo a su cumplimiento; y este todo se refiere a "su obra" (Jn
4,34), a "la obra" (Jn 17,4) o a "las obras que el Padre le encargó realizar" (Jn 5,36). En
resumen el todo de su obra de Salvador, anunciado de antemano en las Escrituras.
Así pues, el testamento de Jesús respecto a su madre y al discípulo hace que este todo
se cumpla hasta la perfección. Si, por hipótesis, Jesús no hubiera dictado esta voluntad, no
se habría realizado todo, sino que le habría faltado algo a la obra de la redención. Por
tanto, vemos que Juan sitúa esta escena en el plano de la salvación universal.
c) El "esquema de revelación " en los vv. 26-27a. En los vv. 26-27a leemos: "Así pues,
Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre: Mujer,
he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo He ahí a tu madre". En estos versículos los exegetas
reconocen lo que se llama esquema de revelación. En términos más claros: Juan transmite
las palabras de Jesús según un modelo literario ya conocido en la literatura profética, que
lo utiliza cuando el Señor, por medio de su portavoz, quiere comunicar una revelación, es
decir, un mensaje, una doctrina de gran importancia 1. El evangelista recibe y reelabora
este esquema, dándole la siguiente progresión: ver-decir-he ahí... En otras palabras, un
enviado de Dios (un profeta) ve a una persona; dirigiéndose a esa persona le dice
(pronuncia) una frase, que comienza con el adverbio he ahí, seguido de un título que
declara la misión de la persona que ha visto.
De los cuatro ejemplos que nos ofrece Juan (1,29.35-36.47; 19, 26-27), baste el del
Bautista. Él, que es un profeta-mensajero de Dios, "vio a Jesús que venía hacia él y dijo:
He aquí el Cordero de Dios" (1,29; cf también los vv. 35-36). Juan, en su cualidad de
enviado del Señor e iluminado por el Espíritu de profecía (cf Jn 1,31.33), revela a los
circunstantes quién es aquel Jesús de Nazaret que se mueve entre la gente como uno
cualquiera; en realidad, él es el Cordero de Dios, es decir, el mesías, que tendrá que sufrir
para quitar el pecado del mundo. En casos como éstos, el verbo ver, además de indicar la
visión física de los ojos, denota más bien un entrever, es decir, una introspección profética
concedida por el Espíritu de Dios.
También la escena de Jn 19,26-27a está estructurada según el cliché que hemos
descrito anteriormente. Jesús, que es el profeta del Padre por excelencia, Ileno del Espíritu
de Dios (Jn 1,32.33; 3,34), ve a la madre y al discípulo. A la mujer le dice: "Mujer, he ahí a
tu hijo"; es decir, le revela que desde aquel instante ella es también madre de todos los
creyentes representados en el discípulo presente a su lado. Y al discípulo le dice: "Hijo, he
ahí a tu madre"; y de esta manera le manifiesta la actitud filial que en adelante tendrá que
mostrar con María.
Así pues, si el evangelista ha escogido este esquema típico, tan solemne, para
transmitirnos la última voluntad de Jesús, esto quiere decir que contiene una revelación
muy importante, de la que es autor Jesús, profeta del Padre. ¡Esta vez es el Hijo el que
crea a la madre!
d) La presencia y el papel de María respecto a la "reunión de los hijos dispersos de
Dios" Jesús no solamente deja su madre al discípulo, sino que se dirige en primer lugar a
ella. Si hubiera querido preocuparse únicamente del futuro de María, habría bastado con
decir al discípulo: "He ahí a tu madre". Al dirigirse en primer lugar a la Virgen, Jesús intenta
poner de relieve ante todo la tarea que está a punto de confiarle. La función del discípulo
se presenta como subordinada y dependiente de la de María.
En efecto, la atención prioritaria que Jesús concede a la madre se ve también
confirmada por el título solemne de mujer con que Jesús se dirige a ella, como en Caná (Jn
2,4). Este apelativo no es raro en la lengua griega. Especialmente en el cuarto evangelio
Jesús lo utiliza tres veces: para la samaritana (4,21), para la adúltera (8 10) y para María de
Magdala (20,15), Sin embargo, no se usa nunca por un hijo respecto a su madre, ni entre
los autores griegos y bíblicos, ni entre los rabínicos. Intentemos, pues, escudriñar su
sentido.
M/MUJER/CRUZ: En el contexto de Jn 19,25-27 el término mujer, aplicado a María, tiene
una resonancia comunitaria eclesial, que podemos descubrir partiendo de la profecía de
Caifás en relación con la muerte de Jesús: "Como era el pontífice de aquel año (Caifás)
profetizó que Jesús debÍa morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para
reunir en uno los hijos de Dios dispersos" (Jn 11, 51-52).
A nosotros, lectores occidentales del s. xx. nos dice muy poco una frase del tipo "reunir
en uno los hijos de Dios dispersos". Mas para un judío contemporáneo de Jesús (como por
lo demás, para el judaísmo moderno) compendia el cuadro multiforme de las esperanzas
relacionadas con la liberación mesiánica. En este punto es preciso remontarse al AT y
volver luego al texto de Juan. Si somos un tanto prolijos, lo hacemos adrede: este tema
encierra unos puntos clave, relacionados también con la cuestión ecuménica, tan debatida.
1) Los "hijos de Dios dispersos" en el A T. En la tradición veterotestamentaria los "hijos
dispersos de Dios"' son los desterrados del pueblo de Israel. Yavé los ha dispersado entre
los gentiles debido a sus pecados 2 (98). Desarraigados de su propia tierra, sin patria, sin
templo, los hijos de Israel se han convertido en un no-pueblo, como cuando eran esclavos
del faraón. Por eso se les compara con una inmensa planicie de huesos secos 3 (99) son
muertos que han bajado al sepulcro 4('°°).
Pero el destierro no es la etapa definitiva en el plan divino. Si el abandono de la ley del
Señor estaba en el origen de aquel desastre nacional, la conversión a Yavé puede volver a
levantar el destino de Israel. Y así sucedió. Incluso en la tierra del destierro Dios envía a
sus profetas (Ezequiel, el Déutero-lsaías...). Y el pueblo se convierte, enseñado por su
palabra 5'°'. Como consecuencia de este retorno-conversión, el Señor atrae a su pueblo 6
102, lo resucita por obra de su Espíritu 7 103, es decir, reúne a sus hijos de en medio de
los gentiles entre los cuales los había dispersado 8 104. Mediante su Siervo, el Siervo
doliente de Yavé 9 105, los vuelve a conducir a su tierra 10 106, que será el lugar de la
reunificación, de la vuelta a la unidad.
Y aquí es donde adquiere toda su amplitud el mensaje de los profetas. Otros horizontes
se abren a la vista. Un futuro radiante aguarda a los desterrados a su regreso. De las tribus
de Israel y de Judá, divididas ya por el cisma, Dios hará nuevamente su pueblo 11 107, con
un descendiente de David como único pastor 12 108. Con ellos establecerá una alianza
nueva 13 109, de la que es mediador el Siervo 14 110. Los contrayentes de este nuevo
pacto no serán ya solamente los judíos, sino además todos los otros pueblos que Yavé
agrega a la nación elegida 15 111. Y sobre ellos se derramará en abundancia un espíritu
nuevo 15 112.
Pensando en nuestro tema hemos de señalar que en el trasfondo de esta grandiosa
restauración tras el destierro adquieren una función especialísima Jerusalén y el templo,
reconstruidos de su ruina. Se convierten en el centro ideal en donde se reúnen los hijos
dispersos de Dios, es decir, los israelitas que vuelven del destierro y los gentiles que se les
han incorporado.
El templo es el símbolo privilegiado de la reunificación. Los judíos y los gentiles se
reconocerán como un solo pueblo, el pueblo de la nueva alianza, en cuanto que se reúnen
dentro del mismo santuario para adorar al mismo y único rey-Señor.
Jerusalén, por su parte, es saludada como madre de estos hijos innumerables que Yavé
ha introducido en su seno. Desolada y estéril por causa del destierro, conoce ahora el gozo
y la sorpresa de una maternidad prodigiosa y universal. Para este acontecimiento
inesperado de la misericordia de Yavé, su esposo y su rey, la hija de Sión (es decir,
Jerusalén) se ve invitada a un gozo exultante: "Canta y alégrate, Sión, porque he aquí que
vengo para habitar en medio de ti... En aquel día se acercarán a Yavé muchas naciones y
serán su pueblo, habitaré en medio de ti, y conocerás que Yavé de los ejércitos me ha
enviado a ti... He aquí que viene a ti tu rey. El es justo y victorioso, humilde y cabalga sobre
un asno, sobre un pollino de asna" (Zac 2,14-15; cf Sof 3,14-18; J1 2,21-27).
Por este esbozo sumario puede verse ya qué variada es la gama de los motivos que se
refieren a la "reunión de los hijos dispersos de Dios". Véase, por ejemplo, el destierro,
considerado como dispersión-muerte-perdición, mientras que el retorno se ve como
atracción-resurrección; está luego la figura del Siervo de Yavé, la alianza nueva y eterna
con los judíos y los gentiles, la efusión de un espíritu nuevo, la unidad de Israel y de Judá
bajo un mismo príncipe davídico, la realeza de Yavé sobre todos los pueblos, el nuevo
templo, la maternidad universal de Jerusalén... Ya desde ahora conviene tener en cuenta
todo esto. Desde el destierro hasta la era mesiánica la esperanza de Israel se alimenta de
estas promesas.
Pero cuando los desterrados volvieron de Babilonia (538 a.C.), la reconstrucción
material y moral de la nación judía fue más bien modesta y no ciertamente la que habían
pensado los profetas. Hubo las dificultades de la época persa después del destierro
(538-333 a.C.), luego la dominación helenista (333-63 a.C.) y finalmente la romana,
inaugurada por Pompeyo (63 a.C.). En medio de estas vicisitudes tras el destierro en
Babilonia, los judíos se sentían todavía dispersos, ya que en Palestina eran tributarios de
potencias extranjeras y fuera de Palestina obedecían a gobiernos paganos.
Pues bien, en medio de la confusión de estas situaciones no disminuyó la fe judía en los
oráculos proféticos. Simplemente, la conciencia popular judía retrasó su actuación a los
tiempos del mesías esperado. Él reunirá a los dispersos de Israel. En otras palabras, el
mesías tenía que ser actor de un tercer éxodo, todavía más glorioso que el egipcio y el
babilónico.
2) Los "hijos dispersos de Dios" en Juan. Juan, como por otra parte los sinópticos,
comprendió que las antiguas profecías sobre la "reunión de los dispersos" se realizaron
cumplidamente y de manera inesperada tan sólo con el misterio pascual de Cristo mesías.
A la luz de la pascua, el evangelista da un contenido cristológico a cada uno de los temas
relacionados con la reunión de los hijos dispersos de Dios. La síntesis que resulta de ello
es la siguiente.
Jesús, como Siervo doliente de Yavé, como Cordero de Dios (Jn 1,29.36), es el que
reduce a la unidad a los hijos dispersos de Dios (11,52). Son llamados dispersos en cuanto
están muertos (5,25; cf Ez 37,1-14), en cuanto son víctimas de los lobos, es decir, del
maligno, que arrebata y dispersa (10,12; 16,32). Y son llamados hijos de Dios por
anticipación; llegarán a ser tales, efectivamente, porque acogerán a Jesús y su palabra
(1,12; IJn 3,1.2.9.10; 5,1.2). La dispersión de estos hijos quedará compuesta de nuevo en
la unidad del Padre y del Hijo (11,52 y 10,30).
Se realiza de este modo la alianza nueva. Ésta queda inaugurada cuando Jesús pasa de
este mundo al Padre: "Aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros
en mi y yo en vosotros" (14,20). Es una alianza que lleva consigo un mandamiento nuevo
(13,34) y que está sellada por el Espíritu que derramó Jesús al morir (19,30; cf 7,39). En
particular, es un pacto que se realiza en otro tiempo y en otra Jerusalén. ¿Cuáles?
En lugar del templo de piedra, el de Jerusalén, nos encontramos ahora con el templo no
construido por manos de hombre (Mc 14,58), es decir, la persona de Cristo resucitado (Jn
2,19-22). En él serán atraídos (12,32) y reunidos todos los que adoran al Padre, aceptando
la verdad evangélica bajo el impulso del Espíritu Santo (4,23). Éste es el comienzo de la
resurrección (14,19: 5,25), que tendrá luego su coronamiento en la resurrección final
(5,28-29). Y puesto que Jesús es una sola cosa con el Padre (10,30), la unidad de los
dispersos se realiza dentro de la comunión de amor que arde entre el Padre y el Hijo: "Para
que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mi, para que sean perfectos
en la unidad..." (17,22-23); "No vi en ella (en la nueva Jerusalén) ningún templo, porque su
templo es el Señor, Dios omnipotente y el Cordero... ¡He aquí la morada de Dios con los
hombres!" (Ap 21,22.3). Cesan por tanto las categorías étnico-espaciales. La unidad del
rebaño de Cristo se edifica y crece en cualquier sitio en que un hombre, judío o gentil,
escucha su voz (10,16) y entra a formar parte de su reino ( 18,37; cf 3,5 ).
Así pues. en vez de Jerusalén, madre de los dispersos reunidos por Yavé dentro del
perímetro de sus murallas, se presenta ahora Maria-madre de los hijos dispersos de Dios,
reunidos por Jesús en aquel templo místico de la nueva alianza, constituido por la unión del
Padre y del Hijo. En la economía del pacto nuevo, sancionado con el misterio pascual, la
madre de Jesús se convierte en la personificación de la nueva Jerusalén. es decir, de la
hija de Sión a la que los profetas dirigían sus vaticinios sobre los últimos tiempos. Y puesto
que en el lenguaje biblico-judio Jerusalén, así como el pueblo elegido, estaba representada
habitualmente por la imagen de una mujer, se comprende que Jesús se dirigiera a su madre
con el apelativo de mujer. En María Jesús indica la personificación de la nueva
Jerusalén-madre, o sea, de la iglesia. Si el profeta le decía a la antigua Jerusalén: "He aquí
a tus hijos reunidos juntos" (Is 60,4, Setenta), ahora Jesús dice a su madre: "Mujer, he ahí a
tu hijo" (Jn 19,26).
Dicho en otras palabras, tenemos una transposición de imágenes de Jerusalén a la
madre de Jesús. Jerusalén era la madre universal de los dispersos, reunidos en el templo
que surgía entre sus murallas. La madre de Jesús es la madre universal de los hijos
dispersos de Dios, unificados en el templo místico de la persona de Cristo, que ella revistió
de nuestra carne en su seno maternal.
Por consiguiente, la iluminación retrospectiva que viene del AT sobre la reunión de los
dispersos confiere una dimensión eclesial-ecuménica a la maternidad espiritual de María.
Aunque no se diga expresamente, el discípulo amado es también por esta razón tipo de
cualquier otro discípulo amado de Jesús, por causa de su fe (cfJn 13,1; 14,21; 15,12-15).
He aquí, pues, otro fundamento bíblico remoto del titulo "María madre de la
iglesia".
Una objeción. También el discípulo amado (como diremos a continuación) es figura de
todos los discípulos de Cristo, y por tanto de la iglesia. Entonces, ¿qué diferencia hay entre
el papel representativo de María y el del discípulo?
La diferencia es la siguiente. El discípulo representa a todos los creyentes en Cristo, en
cuanto discípulos, o sea, en cuanto personas que escuchan la voz de Jesús y se hacen un
solo rebaño bajo un solo pastor (Jn 10,16). Bajo este aspecto, el discípulo es también figura
de María, ya que ella fue discípula ejemplar en su obediencia a Cristo: "Haced lo que él os
diga" (Jn 2,5). María, por el contrario, es figura de la iglesia en cuanto madre, es decir, en
cuanto comunidad-familia dentro de la cual Jesús conduce y reúne a los dispersos, tanto
judíos como gentiles (Jn 10,16; 1 2,32).
Una elaboración ulterior. Se necesita además una clara indicación sobre los límites de
esta doctrina de Juan. El evangelista afirma el hecho de la maternidad de María respecto a
los discípulos de su hijo, pero no explica su naturaleza. En términos más explícitos,
deberíamos preguntarnos cuáles son las tareas efectivas de María para con los creyentes,
en qué consiste su maternidad en el orden de la fe. Como es fácil de advertir, estamos en el
punto clave de la cuestión mariológica, que tiene una gran densidad de desarrollo también
para el diálogo ecuménico. No podemos alargarnos aquí en una respuesta exhaustiva.
Aludiré solamente a una posible metodología desde el punto de vista bíblico, que es
fundamental. Bastará con dos indicaciones sobre ello.
a) Es muy significativo que Juan declare el hecho de la maternidad de María. Es algo
que no hay que ignorar, sino simplemente armonizar con los demás elementos doctrinales
que nos ofrece la rica síntesis juanea. Por ejemplo: el Espíritu Santo cual agente primordial
de la regeneración como hijos de Dios (Jn 3,5.6.8; cf 1,21), la unidad de la iglesia que se va
edificando en Cristo dentro de la obediencia dócil a su palabra y bajo la acción del Espíritu
(Jn 10,16; 12,32, 14,26, 16,13-14), el ministerio confiado por Jesús a los discípulos y en
especial a Pedro para la "reunión de los creyentes" (Jn 6,12-13; 17,2021, 21), la iglesia
madre en virtud de la evangelización.
b) Agotado el estudio de la síntesis juanea, habría que indagar a fondo en la Escritura y
en el judaísmo extrabíblico para deducir de allí la noción exacta de paternidad y maternidad
espiritual, con las debidas aplicaciones a María. Entre otras cosas, tan sólo por bajar a
algunas concreciones, un padre o una madre espiritual pueden merecer en favor de sus
hijos y sobre la base de esos méritos pueden interceder por ellos (dimensión social de la
salvación).
Más aún, la Escritura enseña que un padre o una madre espiritual son el ejemplo el
modelo de vida para sus hijos. Alguna cita. Pablo se presenta a sí mismo como padre de las
comunidades engendradas por él a la fe, mediante la predicación del evangelio de Cristo
(ICor 4,15; ITes 2,11). Con todos ellos se ha portado con el cariño afectuoso de una madre
que alimenta y cuida de sus hijos (ITes 2,7); es ésta una comparación que da a entender
cómo las categorías de la paternidad espiritual pueden transferirse a las de la maternidad
espiritual. Y como consecuencia de todo esto, Pablo concluye: "Sed imitadores míos, como
yo lo soy de Cristo " ( I Cor 4,16 + variantes). Así pues, el modelo supremo de inspiración
es siempre Cristo, el cual revive en los suyos (cf Gál 2,20). Pedro, por su parte, exhortaba
así a las esposas cristianas: "Ejemplo es Sara, que obedeció a Abrahán, llamándole señor.
Vosotras podéis ostentar el titulo de hijas suyas si hacéis el bien, sin dejaros intimidar" (IPe
3,6). De los textos de Juan hay que reservar una especial consideración a la frase de
Jesús: "Si sois hijos de Abrahán, haced las obras de Abrahán" (Jn 8,39). La literatura judía
contemporánea a los evangelios contempla dos espléndidas figuras de madres espirituales
del pueblo de Israel: Débora y la madre de los Macabeos; como madres en el espíritu,
recomiendan a sus hijos que vivan según la ley del Señor y que imiten el ejemplo luminoso
de los padres.
De estas premisas se sigue una deducción. Si Jesús nos entrega a su madre como
madre nuestra, esto significa que nos la intenta dar también como ejemplo, como forma que
imitar. Ella es para los creyentes un paradigma perfecto de existencia cristiana. Por eso
cada uno de los aspectos de su figura (virtudes, privilegios...) tiene una dimensión y un
aspecto eclesial. Es decir, es el tipo, el modelo, la figura de lo que toda la iglesia está
llamada a convertirse en la fase peregrinante y en la gloriosa.
e) "El discípulo que amaba Jesús" ¿Quién es este discípulo? DISCIPULO-AMADO: Es
sabido que la opinión tradicional, ya desde san Ireneo lo identifica con el autor mismo del
cuarto evangelio que hablaría de sí mismo en forma anónima (Jn/13/23;
Jn/19/26;
Jn/20/02; Jn/21/07/20). En cualquier caso si se trata del apóstol Juan o de algún otro
Juan, la cuestión es secundaria.
Lo que aquí interesa más bien es qué puede significar la expresión "el discípulo que
amaba Jesús". El que la humanidad de Cristo pueda tener predilecciones legítimas es algo
totalmente conforme con la doctrina de la encarnación. Sin embargo, los exegetas
modernos opinan en su mayoría que esta expresión quiere significar no tanto una
preferencia especial de Jesús sino más bien el estado de aquel que, observando la palabra
evangélica, llega a encontrarse en la esfera de amor del Padre y del Hijo. El discípulo "que
amaba Jesús" sería por tanto el "tipo" de cualquier otro discípulo que es amado por Cristo
debido a su fe.
Es lo que declara el mismo Jesús: "El que conoce mis mandamientos y los guarda, ése
me ama, y al que me ama lo amará mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él" (Jn
14,21). Son ésos los discípulos a los que Jesús llama amigos (Jn 14,14-15) y por los que
ofrece el testimonio supremo del amor, es decir, la entrega de su propio vida (Jn
15,12-13;13,1). Sustancialmente era ya éste el pensamiento de Orígenes (t 253/254)
cuando escribía: "Todo hombre que se hace perfecto no vive ya él, sino que es Cristo el
que vive en él, y como Cristo vive en él, por eso se dijo de él a María: He ahí a tu hijo,
Cristo"
Esta función típico-representativa del discípulo "que amaba Jesús" se señala muy bien
en el contexto de Jn 19,25-27. En estos versículos no se dice explícitamente que sea figura
de todos los fieles. Sin embargo, el valor típico de su persona debe considerarse
virtualmente incluido en la dimensión eclesial que tienen las palabras de Jesús. Poco antes
hemos visto que esas palabras encierran no solamente una voluntad privada, doméstica,
sino sobre todo un testamento que guarda relación con la hora de Jesús, con el designio de
la salvación universal, con la unión de los "hijos dispersos de Dios". Una vez dicho esto,
esa significación mesiánica quedaría privada de sentido si en el discípulo viéramos
solamente su persona. Por el contrario, la maternidad de María conserva una extensión
eclesial si en el discípulo "que amaba Jesús" reconocemos efectivamente el tipo de todo
discípulo fiel hasta la cruz, amado por Cristo por su fe perseverante.
También por esta razón es comprensible que él sea nombrado con el artículo
determinado ("el discípulo"), como de una forma enfática, por tres veces, en los vv. 26-27.
Él sigue al Maestro hasta la cruz (v. 26). Es testigo de la lanzada que recibe el costado de
Jesús y ve brotar de ella el agua con la sangre, dando testimonio de estas cosas, "para que
vosotros creáis" (v. 35). Por consiguiente, es el discípulo perfecto, que ha creído (19,35;
20,8).
f) La acogida de María por parte del discípulo. La conclusión de Juan/19/25-27 suena así
en el v. 27b: "Y desde aquel momento el discípulo la recibió entre sus cosas propias
(griego: eis ta ídia)". Entre estas "cosas propias" muchos entienden las propiedades
materiales del discípulo, concretamente su casa. De ahí la versión que se ha difundido
comúnmente: "El discípulo la recibió en su casa"
Sin embargo, un análisis detenido del vocabulario de Juan, confirmado por no pocos
testimonios patrísticos, sugiere una lectura del ta ídia del v. 27b en un nivel más profundo.
Efectivamente, cuando Juan utiliza el neutro plural ta ídia ("las cosas-propias"), confiere a
esta locución una densidad marcadamente personal y existencial. O sea, "las cosas
propias" para él serán personas y también valores (o no-valores) de orden moral. Para
aclarar esta noción, citemos algunos ejemplos relativos a las cosas propias de Jesús, del
maligno y de los discípulos.
El maligno tiene "sus cosas propias". Es lo que ocurre con Satanás, el cual, "cuando
dice mentira, habla sacando de sus cosas propias, porque es mentiroso y padre de la
mentira" (Jn/08/44). Lo que constituye a Satanás como algo propio y por definición es su
cerrazón total a la verdad, que consiste en el designio de Dios que se ha revelado en
Jesús. Si Cristo es "la verdad" (Jn 14,ó), Satanás no es más que mentira. Los que se dejan
desviar por las seducciones de Satanás, se sitúan en ese espacio de tinieblas que Juan
designa con el término de mundo. Oponerse a Cristo es toda su propiedad. Por eso
entrarán en conflicto con los discípulos del Señor, que decía: "Si fueseis del mundo, el
mundo amaría lo que es suyo. Mas como no sois del mundo... por eso el mundo os odia"
(Jn 15.19).
Están además "las cosas propias" de Cristo. A esta categoría pertenecen Israel y los
discípulos. Israel es propiedad del Verbo encarnado (Jn 1, 11); efectivamente, ha sido
creado por él (Jn 1.10), y posteriormente - en virtud de la alianza- se ha convertido en
pueblo de posesión especial por parte de Dios (Sal 135,4; Éx 19,5; Si 24,ó-12). Los
discípulos, por otra parte, designados como ovejas, constituyen todas las cosas propias de
Jesús (Jn 10,4); él los ama como suyos hasta el signo supremo (Jn 13,1); son el don que el
Padre le ha hecho (Jn 6,37-39; 10,29; 17,2. 6.9.11.12.24; 18,9).
Y están finalmente "las cosas propias" de los discípulos. Juan tiene dos pasajes a este
propósito (Jn 16,32 y 19,27b). Jn 16,32 es de carácter negativo. Jesús dice: "Pues se
acerca la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno a sus cosas propias y me
dejaréis solo". La huida de los discípulos que se alejan del Maestro está determinada por
su defección en la fe (cf vv. 30.31). Con el abandono de Jesús, que era el vinculo de su
unión, se dispersan como ovejas sin pastor (cf Zac 13,7, citado por Mt 26,31 y Mc 14,27).
Las cosas propias en que se dispersan, según la exégesis de I. de la Potterie, "no
describen los diferentes lugares por donde se habrían escapado los discípulos en su huida,
sino el derrumbamiento de su fe, la disgregación de su unidad en Cristo, el repliegue de
cada uno en sus propios intereses; no serán ya discípulos de Jesús, sino de ellos mismos"
(La parole de Jésus: "Voici ta Mere".., 30). Ésta es la propiedad, lo que le queda al que ha
naufragado en la fe. Se puede recordar oportunamente la frase de Jesús: "El que no recoge
conmigo, desparrama" (Lc 11,23).
En cuanto a Jn 19,27b (es el pasaje que aquí nos interesa), ¿cuáles serán las cosas
propias entre las cuales el discípulo acoge a la madre de Jesús? Además de los
precedentes semánticos del tà ídia de Juan que acabamos de examinar, hemos de recordar
las características de este discípulo que trazábamos más arriba. En una palabra, él es el
discípulo que Jesús ama. Por tanto, sus cosas propias no deben identificarse simplemente
con la casa que ofreció a María como residencia. Se trata ciertamente de esto. Pero hay
mucho más. En esas cosas propias hemos de ver principalmente los bienes espirituales, los
valores de la fe, esos bienes, esos valores de los que el amor de Jesús hacía entrega al
discípulo, como, por ejemplo: su palabra (Jn 17,8), el pan eucarístico (Jn 6,51), la paz (Jn
14,27), el Espíritu Santo (Jn 20,22).
Así pues, en sustancia esas cosas propias equivalen a la fe del discípulo en el Maestro,
al ambiente vital en que él ha situado ya su existencia. A partir del acontecimiento pascual,
la hora de Jesús, los seguidores de Cristo tienen que ver en María uno de los tesoros que
constituyen la propiedad de su fe. Y como tal, le dejan espacio a ella en el ámbito de su
propia acogida a Cristo (cf Jn 19,27b con 1,12a: "A cuantos... Io recibieron... ").
También en esta perspectiva son muchas las voces de la tradición que han intuido todo
el alcance del tà ídia de Jn 19,27b. Existe desde luego una casa y una acogida material,
pero se trata sobre todo de esa habitación mística del corazón, que se abre a Cristo Señor.
Comentaba san Sofronio de Jerusalén (+ 638): "El insigne (discípulo) acogió en su casa a
la perfecta madre de Dios como propia madre... Se hizo hijo de la Madre de Dios"
(Anacreontica Xl. In Johannem Theologum, vv. 77-87: PG 87.3789-3790).
CONCLUSIÓN. La historia de la espiritualidad cristiana documenta el hecho de que la
iglesia, ya desde su experiencia original de fe, encontró a María en su camino como un
elemento necesario de su propia constitución. Desde los siglos más remotos, incluidos los
anteriores a los grandes cismas, los discípulos de Cristo multiplicaron los modos y las
formas de expresar su actitud para con la santísima Virgen. A ella se dirigían en la plegaria,
en ella confiaban, hacia ella dirigían su mirada como modelo perfecto de vida evangélica.
Ciertamente, debemos estar atentos al desarrollo correcto de esas formas de devoción,
expuestas también (como todos los demás aspectos del cristianismo) a posibles
desviaciones. Pero en el fondo de todo es tranquilizador saber que en cada una de las
mencionadas manifestaciones la iglesia no se mueve por voluntad propia, sino acatando el
designio divino, ratificado por el testamento de Jesús que dice: "He ahí a tu hijo... He ahí a
tu madre" (Jn 19, 26-27a).
(·SERRA-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 358-368)
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