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MARÍA AL PIE DE LA CRUZ
(Jn/19/25-27)


Para la sensibilidad común de los fieles de nuestros días (educados, por otra parte, en 
una constante tradición, que se intensifica sobre todo en los ss. XVI-XVII), la figura de María 
al pie de la cruz es desde luego "la Dolorosa". ¡Y es justo que así sea! Si Jesús es "el 
hombre de dolores, avezado al sufrimiento" (cf Is 53,3), si es aquel "a quien traspasaron" 
(Zac 12,10, citado por Jn 19,37), su madre puede llamarse "la mujer de dolores". Ella está 
cerca no tanto de la cruz como del Crucificado: "Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su 
madre..." (Jn 19,25). María hace suyo, desde dentro, el misterio desconcertante del amor de 
Dios revelado en Jesús. Si los hombres decidieron reducirlo a un gusano de la tierra (cf Sal 
27,7), Dios no se defiende: muere como el más débil de nosotros, gimiendo, rezando, 
perdonando... 
Sin embargo, será oportuno recordar que la perícopa de Jn 19,25-27 ha sido interpretada 
de diversas maneras a lo largo de la historia de la exégesis cristiana. T. Koehler ha trazado 
un resumen de la tradición de los doce primeros siglos, mientras que H. 
Barre (+ 1968) centró sus investigaciones en el periodo medieval. Los frutos de estas 
investigaciones ponen de manifiesto la evolución lenta, pero segura, del pensamiento de la 
iglesia sobre este momento de la misión de María. Uno de los resultados indudablemente 
más interesantes es que desde el s. IV comienza a vislumbrarse el alcance eclesial de este 
episodio. Es decir, en esas palabras de Jesús moribundo se descubre una intención que 
supera la esfera estrictamente doméstica de madre-hijo, para dilatarse a toda la comunidad 
cristiana. Al decir a su madre: "Mujer, he ahí a tu hijo". y al discípulo: "He ahí a tu madre", 
Jesús constituye a María madre de todos sus discípulos, representados en el discípulo 
amado allí presente. Por tanto, la Virgen es madre espiritual de todos los creyentes; es 
madre de la iglesia. No porque se nos haya ocurrido así a nosotros, sino por voluntad de 
Cristo. 
La tradición cristiana, especialmente a partir del s. V. registra un coro interminable de 
voces que repiten y profundizan esta misma convicción. La cumbre de este proceso puede 
observarse en tres intervenciones autorizadas de León XIII y en una de Pío XII. Citemos 
solamente una frase del primero, sacada de la encíclica Adiutricem populi (1895): "En la 
persona de Juan, según el pensamiento constante de la iglesia, Cristo quiere referirse al 
género humano y particularmente a todos los que habrían de adherirse a él con la fe" 
(TONDINI, Roma 1954,2, 222-223). 
En cuanto a la exégesis bíblica actual, hemos de señalar que, desde hace unos treinta 
años hasta ahora está poniendo de relieve algunos argumentos literales-directos en favor 
de una lectura que ve en Jn 19,25-27 la proclamación de la maternidad espiritual de María 
para con todos los fieles. En apoyo de esta tesis se suele apelar al menos a los siguientes 
motivos.

a) Correlación entre el Calvario y Caná. En el cuarto evangelio se recuerda a María 
(además de en 6,42 y quizá en 1,13) en las bodas de Caná (Jn 2,1-12) y junto a la cruz (Jn 
19,25-27). Estos dos episodios, según juicio concorde de los exegetas, muestran una 
conexión recíproca, a modo de una gran inclusión. En efecto: 1) en ambos casos está 
presente la Virgen, que es presentada no con su nombre propio de María, sino con los 
títulos de madre de Jesús (2,1; 19,25) y de mujer (2,4; 19,26); 2) la hora de Jesús, que no 
ha llegado todavía en Caná, ha llegado en el Calvario (2,4; 19,27), en donde Jesús pasa de 
este mundo al Padre (13,1); 3) efectivamente, la hora de Jesús, según Juan, comprende 
como en un todo la pasión-muerte-resurrección. 
Pues bien, el episodio de Caná tiene un significado evidentemente mesiánico, como 
hemos explicado. Es como una sinfonía que sirve de preludio a los temas principales del 
cuarto evangelio. En efecto, si el prodigio de Caná es de carácter mesiánico, si se refiere a 
la obra del mesías en cuanto tal, es de presumir que también la presencia de María al pie 
de la cruz tiene una importancia análoga. Efectivamente, hemos dicho que las dos escenas 
tienen una relación mutua. La una remite a la otra. Ambas se refieren a la salvación 
universal, realizada por Jesús, mesías salvador (cf Jn 4,25-26.42). 

b) Importancia de Jn/19/28. Una vez acabada la escena de la entrega del discípulo a la 
madre y de la madre al discípulo (vv. 25-27), el evangelista añade a continuación: "Después 
de esto, sabiendo Jesús que todo se había acabado, para que se cumpliera la Escritura..." 
(v. 28). Este versículo, en la parte citada, es de gran importancia. Ilustrémoslo brevemente. 

"Después de esto", o sea, después de haber dicho: "He ahí a tu hijo... He ahí a tu 
madre...", Jesús es consciente de que se añade un hecho nuevo a la obra de la redención. 
Él sabe que ahora es llevado todo a su cumplimiento; y este todo se refiere a "su obra" (Jn 
4,34), a "la obra" (Jn 17,4) o a "las obras que el Padre le encargó realizar" (Jn 5,36). En 
resumen el todo de su obra de Salvador, anunciado de antemano en las Escrituras.
Así pues, el testamento de Jesús respecto a su madre y al discípulo hace que este todo 
se cumpla hasta la perfección. Si, por hipótesis, Jesús no hubiera dictado esta voluntad, no 
se habría realizado todo, sino que le habría faltado algo a la obra de la redención. Por 
tanto, vemos que Juan sitúa esta escena en el plano de la salvación universal. 

c) El "esquema de revelación " en los vv. 26-27a. En los vv. 26-27a leemos: "Así pues, 
Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre: Mujer, 
he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo He ahí a tu madre". En estos versículos los exegetas 
reconocen lo que se llama esquema de revelación. En términos más claros: Juan transmite 
las palabras de Jesús según un modelo literario ya conocido en la literatura profética, que 
lo utiliza cuando el Señor, por medio de su portavoz, quiere comunicar una revelación, es 
decir, un mensaje, una doctrina de gran importancia 1. El evangelista recibe y reelabora 
este esquema, dándole la siguiente progresión: ver-decir-he ahí... En otras palabras, un 
enviado de Dios (un profeta) ve a una persona; dirigiéndose a esa persona le dice 
(pronuncia) una frase, que comienza con el adverbio he ahí, seguido de un título que 
declara la misión de la persona que ha visto. 
De los cuatro ejemplos que nos ofrece Juan (1,29.35-36.47; 19, 26-27), baste el del 
Bautista. Él, que es un profeta-mensajero de Dios, "vio a Jesús que venía hacia él y dijo: 
He aquí el Cordero de Dios" (1,29; cf también los vv. 35-36). Juan, en su cualidad de 
enviado del Señor e iluminado por el Espíritu de profecía (cf Jn 1,31.33), revela a los 
circunstantes quién es aquel Jesús de Nazaret que se mueve entre la gente como uno 
cualquiera; en realidad, él es el Cordero de Dios, es decir, el mesías, que tendrá que sufrir 
para quitar el pecado del mundo. En casos como éstos, el verbo ver, además de indicar la 
visión física de los ojos, denota más bien un entrever, es decir, una introspección profética 
concedida por el Espíritu de Dios. 
También la escena de Jn 19,26-27a está estructurada según el cliché que hemos 
descrito anteriormente. Jesús, que es el profeta del Padre por excelencia, Ileno del Espíritu 
de Dios (Jn 1,32.33; 3,34), ve a la madre y al discípulo. A la mujer le dice: "Mujer, he ahí a 
tu hijo"; es decir, le revela que desde aquel instante ella es también madre de todos los 
creyentes representados en el discípulo presente a su lado. Y al discípulo le dice: "Hijo, he 
ahí a tu madre"; y de esta manera le manifiesta la actitud filial que en adelante tendrá que 
mostrar con María. 
Así pues, si el evangelista ha escogido este esquema típico, tan solemne, para 
transmitirnos la última voluntad de Jesús, esto quiere decir que contiene una revelación 
muy importante, de la que es autor Jesús, profeta del Padre. ¡Esta vez es el Hijo el que 
crea a la madre! 

d) La presencia y el papel de María respecto a la "reunión de los hijos dispersos de 
Dios" Jesús no solamente deja su madre al discípulo, sino que se dirige en primer lugar a 
ella. Si hubiera querido preocuparse únicamente del futuro de María, habría bastado con 
decir al discípulo: "He ahí a tu madre". Al dirigirse en primer lugar a la Virgen, Jesús intenta 
poner de relieve ante todo la tarea que está a punto de confiarle. La función del discípulo 
se presenta como subordinada y dependiente de la de María. 
En efecto, la atención prioritaria que Jesús concede a la madre se ve también 
confirmada por el título solemne de mujer con que Jesús se dirige a ella, como en Caná (Jn 
2,4). Este apelativo no es raro en la lengua griega. Especialmente en el cuarto evangelio 
Jesús lo utiliza tres veces: para la samaritana (4,21), para la adúltera (8 10) y para María de 
Magdala (20,15), Sin embargo, no se usa nunca por un hijo respecto a su madre, ni entre 
los autores griegos y bíblicos, ni entre los rabínicos. Intentemos, pues, escudriñar su 
sentido. 
M/MUJER/CRUZ: En el contexto de Jn 19,25-27 el término mujer, aplicado a María, tiene 
una resonancia comunitaria eclesial, que podemos descubrir partiendo de la profecía de 
Caifás en relación con la muerte de Jesús: "Como era el pontífice de aquel año (Caifás) 
profetizó que Jesús debÍa morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para 
reunir en uno los hijos de Dios dispersos" (Jn 11, 51-52). 
A nosotros, lectores occidentales del s. xx. nos dice muy poco una frase del tipo "reunir 
en uno los hijos de Dios dispersos". Mas para un judío contemporáneo de Jesús (como por 
lo demás, para el judaísmo moderno) compendia el cuadro multiforme de las esperanzas 
relacionadas con la liberación mesiánica. En este punto es preciso remontarse al AT y 
volver luego al texto de Juan. Si somos un tanto prolijos, lo hacemos adrede: este tema 
encierra unos puntos clave, relacionados también con la cuestión ecuménica, tan debatida. 


1) Los "hijos de Dios dispersos" en el A T. En la tradición veterotestamentaria los "hijos 
dispersos de Dios"' son los desterrados del pueblo de Israel. Yavé los ha dispersado entre 
los gentiles debido a sus pecados 2 (98). Desarraigados de su propia tierra, sin patria, sin 
templo, los hijos de Israel se han convertido en un no-pueblo, como cuando eran esclavos 
del faraón. Por eso se les compara con una inmensa planicie de huesos secos 3 (99) son 
muertos que han bajado al sepulcro 4('°°). 
Pero el destierro no es la etapa definitiva en el plan divino. Si el abandono de la ley del 
Señor estaba en el origen de aquel desastre nacional, la conversión a Yavé puede volver a 
levantar el destino de Israel. Y así sucedió. Incluso en la tierra del destierro Dios envía a 
sus profetas (Ezequiel, el Déutero-lsaías...). Y el pueblo se convierte, enseñado por su 
palabra 5'°'. Como consecuencia de este retorno-conversión, el Señor atrae a su pueblo 6 
102, lo resucita por obra de su Espíritu 7 103, es decir, reúne a sus hijos de en medio de 
los gentiles entre los cuales los había dispersado 8 104. Mediante su Siervo, el Siervo 
doliente de Yavé 9 105, los vuelve a conducir a su tierra 10 106, que será el lugar de la 
reunificación, de la vuelta a la unidad. 
Y aquí es donde adquiere toda su amplitud el mensaje de los profetas. Otros horizontes 
se abren a la vista. Un futuro radiante aguarda a los desterrados a su regreso. De las tribus 
de Israel y de Judá, divididas ya por el cisma, Dios hará nuevamente su pueblo 11 107, con 
un descendiente de David como único pastor 12 108. Con ellos establecerá una alianza 
nueva 13 109, de la que es mediador el Siervo 14 110. Los contrayentes de este nuevo 
pacto no serán ya solamente los judíos, sino además todos los otros pueblos que Yavé 
agrega a la nación elegida 15 111. Y sobre ellos se derramará en abundancia un espíritu 
nuevo 15 112. 
Pensando en nuestro tema hemos de señalar que en el trasfondo de esta grandiosa 
restauración tras el destierro adquieren una función especialísima Jerusalén y el templo, 
reconstruidos de su ruina. Se convierten en el centro ideal en donde se reúnen los hijos 
dispersos de Dios, es decir, los israelitas que vuelven del destierro y los gentiles que se les 
han incorporado. 
El templo es el símbolo privilegiado de la reunificación. Los judíos y los gentiles se 
reconocerán como un solo pueblo, el pueblo de la nueva alianza, en cuanto que se reúnen 
dentro del mismo santuario para adorar al mismo y único rey-Señor. 
Jerusalén, por su parte, es saludada como madre de estos hijos innumerables que Yavé 
ha introducido en su seno. Desolada y estéril por causa del destierro, conoce ahora el gozo 
y la sorpresa de una maternidad prodigiosa y universal. Para este acontecimiento 
inesperado de la misericordia de Yavé, su esposo y su rey, la hija de Sión (es decir, 
Jerusalén) se ve invitada a un gozo exultante: "Canta y alégrate, Sión, porque he aquí que 
vengo para habitar en medio de ti... En aquel día se acercarán a Yavé muchas naciones y 
serán su pueblo, habitaré en medio de ti, y conocerás que Yavé de los ejércitos me ha 
enviado a ti... He aquí que viene a ti tu rey. El es justo y victorioso, humilde y cabalga sobre 
un asno, sobre un pollino de asna" (Zac 2,14-15; cf Sof 3,14-18; J1 2,21-27). 
Por este esbozo sumario puede verse ya qué variada es la gama de los motivos que se 
refieren a la "reunión de los hijos dispersos de Dios". Véase, por ejemplo, el destierro, 
considerado como dispersión-muerte-perdición, mientras que el retorno se ve como 
atracción-resurrección; está luego la figura del Siervo de Yavé, la alianza nueva y eterna 
con los judíos y los gentiles, la efusión de un espíritu nuevo, la unidad de Israel y de Judá 
bajo un mismo príncipe davídico, la realeza de Yavé sobre todos los pueblos, el nuevo 
templo, la maternidad universal de Jerusalén... Ya desde ahora conviene tener en cuenta 
todo esto. Desde el destierro hasta la era mesiánica la esperanza de Israel se alimenta de 
estas promesas. 
Pero cuando los desterrados volvieron de Babilonia (538 a.C.), la reconstrucción 
material y moral de la nación judía fue más bien modesta y no ciertamente la que habían 
pensado los profetas. Hubo las dificultades de la época persa después del destierro 
(538-333 a.C.), luego la dominación helenista (333-63 a.C.) y finalmente la romana, 
inaugurada por Pompeyo (63 a.C.). En medio de estas vicisitudes tras el destierro en 
Babilonia, los judíos se sentían todavía dispersos, ya que en Palestina eran tributarios de 
potencias extranjeras y fuera de Palestina obedecían a gobiernos paganos. 
Pues bien, en medio de la confusión de estas situaciones no disminuyó la fe judía en los 
oráculos proféticos. Simplemente, la conciencia popular judía retrasó su actuación a los 
tiempos del mesías esperado. Él reunirá a los dispersos de Israel. En otras palabras, el 
mesías tenía que ser actor de un tercer éxodo, todavía más glorioso que el egipcio y el 
babilónico. 

2) Los "hijos dispersos de Dios" en Juan. Juan, como por otra parte los sinópticos, 
comprendió que las antiguas profecías sobre la "reunión de los dispersos" se realizaron 
cumplidamente y de manera inesperada tan sólo con el misterio pascual de Cristo mesías. 
A la luz de la pascua, el evangelista da un contenido cristológico a cada uno de los temas 
relacionados con la reunión de los hijos dispersos de Dios. La síntesis que resulta de ello 
es la siguiente. 
Jesús, como Siervo doliente de Yavé, como Cordero de Dios (Jn 1,29.36), es el que 
reduce a la unidad a los hijos dispersos de Dios (11,52). Son llamados dispersos en cuanto 
están muertos (5,25; cf Ez 37,1-14), en cuanto son víctimas de los lobos, es decir, del 
maligno, que arrebata y dispersa (10,12; 16,32). Y son llamados hijos de Dios por 
anticipación; llegarán a ser tales, efectivamente, porque acogerán a Jesús y su palabra 
(1,12; IJn 3,1.2.9.10; 5,1.2). La dispersión de estos hijos quedará compuesta de nuevo en 
la unidad del Padre y del Hijo (11,52 y 10,30). 
Se realiza de este modo la alianza nueva. Ésta queda inaugurada cuando Jesús pasa de 
este mundo al Padre: "Aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros 
en mi y yo en vosotros" (14,20). Es una alianza que lleva consigo un mandamiento nuevo 
(13,34) y que está sellada por el Espíritu que derramó Jesús al morir (19,30; cf 7,39). En 
particular, es un pacto que se realiza en otro tiempo y en otra Jerusalén. ¿Cuáles? 
En lugar del templo de piedra, el de Jerusalén, nos encontramos ahora con el templo no 
construido por manos de hombre (Mc 14,58), es decir, la persona de Cristo resucitado (Jn 
2,19-22). En él serán atraídos (12,32) y reunidos todos los que adoran al Padre, aceptando 
la verdad evangélica bajo el impulso del Espíritu Santo (4,23). Éste es el comienzo de la 
resurrección (14,19: 5,25), que tendrá luego su coronamiento en la resurrección final 
(5,28-29). Y puesto que Jesús es una sola cosa con el Padre (10,30), la unidad de los 
dispersos se realiza dentro de la comunión de amor que arde entre el Padre y el Hijo: "Para 
que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mi, para que sean perfectos 
en la unidad..." (17,22-23); "No vi en ella (en la nueva Jerusalén) ningún templo, porque su 
templo es el Señor, Dios omnipotente y el Cordero... ¡He aquí la morada de Dios con los 
hombres!" (Ap 21,22.3). Cesan por tanto las categorías étnico-espaciales. La unidad del 
rebaño de Cristo se edifica y crece en cualquier sitio en que un hombre, judío o gentil, 
escucha su voz (10,16) y entra a formar parte de su reino ( 18,37; cf 3,5 ). 
Así pues. en vez de Jerusalén, madre de los dispersos reunidos por Yavé dentro del 
perímetro de sus murallas, se presenta ahora Maria-madre de los hijos dispersos de Dios, 
reunidos por Jesús en aquel templo místico de la nueva alianza, constituido por la unión del 
Padre y del Hijo. En la economía del pacto nuevo, sancionado con el misterio pascual, la 
madre de Jesús se convierte en la personificación de la nueva Jerusalén. es decir, de la 
hija de Sión a la que los profetas dirigían sus vaticinios sobre los últimos tiempos. Y puesto 
que en el lenguaje biblico-judio Jerusalén, así como el pueblo elegido, estaba representada 
habitualmente por la imagen de una mujer, se comprende que Jesús se dirigiera a su madre 
con el apelativo de mujer. En María Jesús indica la personificación de la nueva 
Jerusalén-madre, o sea, de la iglesia. Si el profeta le decía a la antigua Jerusalén: "He aquí 
a tus hijos reunidos juntos" (Is 60,4, Setenta), ahora Jesús dice a su madre: "Mujer, he ahí a 
tu hijo" (Jn 19,26). 
Dicho en otras palabras, tenemos una transposición de imágenes de Jerusalén a la 
madre de Jesús. Jerusalén era la madre universal de los dispersos, reunidos en el templo 
que surgía entre sus murallas. La madre de Jesús es la madre universal de los hijos 
dispersos de Dios, unificados en el templo místico de la persona de Cristo, que ella revistió 
de nuestra carne en su seno maternal. 
Por consiguiente, la iluminación retrospectiva que viene del AT sobre la reunión de los 
dispersos confiere una dimensión eclesial-ecuménica a la maternidad espiritual de María. 
Aunque no se diga expresamente, el discípulo amado es también por esta razón tipo de 
cualquier otro discípulo amado de Jesús, por causa de su fe (cfJn 13,1; 14,21; 15,12-15). 
He aquí, pues, otro fundamento bíblico remoto del titulo "María madre de la iglesia". 

Una objeción. También el discípulo amado (como diremos a continuación) es figura de 
todos los discípulos de Cristo, y por tanto de la iglesia. Entonces, ¿qué diferencia hay entre 
el papel representativo de María y el del discípulo? 
La diferencia es la siguiente. El discípulo representa a todos los creyentes en Cristo, en 
cuanto discípulos, o sea, en cuanto personas que escuchan la voz de Jesús y se hacen un 
solo rebaño bajo un solo pastor (Jn 10,16). Bajo este aspecto, el discípulo es también figura 
de María, ya que ella fue discípula ejemplar en su obediencia a Cristo: "Haced lo que él os 
diga" (Jn 2,5). María, por el contrario, es figura de la iglesia en cuanto madre, es decir, en 
cuanto comunidad-familia dentro de la cual Jesús conduce y reúne a los dispersos, tanto 
judíos como gentiles (Jn 10,16; 1 2,32). 

Una elaboración ulterior. Se necesita además una clara indicación sobre los límites de 
esta doctrina de Juan. El evangelista afirma el hecho de la maternidad de María respecto a 
los discípulos de su hijo, pero no explica su naturaleza. En términos más explícitos, 
deberíamos preguntarnos cuáles son las tareas efectivas de María para con los creyentes, 
en qué consiste su maternidad en el orden de la fe. Como es fácil de advertir, estamos en el 
punto clave de la cuestión mariológica, que tiene una gran densidad de desarrollo también 
para el diálogo ecuménico. No podemos alargarnos aquí en una respuesta exhaustiva. 
Aludiré solamente a una posible metodología desde el punto de vista bíblico, que es 
fundamental. Bastará con dos indicaciones sobre ello. 

a) Es muy significativo que Juan declare el hecho de la maternidad de María. Es algo 
que no hay que ignorar, sino simplemente armonizar con los demás elementos doctrinales 
que nos ofrece la rica síntesis juanea. Por ejemplo: el Espíritu Santo cual agente primordial 
de la regeneración como hijos de Dios (Jn 3,5.6.8; cf 1,21), la unidad de la iglesia que se va 
edificando en Cristo dentro de la obediencia dócil a su palabra y bajo la acción del Espíritu 
(Jn 10,16; 12,32, 14,26, 16,13-14), el ministerio confiado por Jesús a los discípulos y en 
especial a Pedro para la "reunión de los creyentes" (Jn 6,12-13; 17,2021, 21), la iglesia 
madre en virtud de la evangelización. 

b) Agotado el estudio de la síntesis juanea, habría que indagar a fondo en la Escritura y 
en el judaísmo extrabíblico para deducir de allí la noción exacta de paternidad y maternidad 
espiritual, con las debidas aplicaciones a María. Entre otras cosas, tan sólo por bajar a 
algunas concreciones, un padre o una madre espiritual pueden merecer en favor de sus 
hijos y sobre la base de esos méritos pueden interceder por ellos (dimensión social de la 
salvación). 
Más aún, la Escritura enseña que un padre o una madre espiritual son el ejemplo el 
modelo de vida para sus hijos. Alguna cita. Pablo se presenta a sí mismo como padre de las 
comunidades engendradas por él a la fe, mediante la predicación del evangelio de Cristo 
(ICor 4,15; ITes 2,11). Con todos ellos se ha portado con el cariño afectuoso de una madre 
que alimenta y cuida de sus hijos (ITes 2,7); es ésta una comparación que da a entender 
cómo las categorías de la paternidad espiritual pueden transferirse a las de la maternidad 
espiritual. Y como consecuencia de todo esto, Pablo concluye: "Sed imitadores míos, como 
yo lo soy de Cristo " ( I Cor 4,16 + variantes). Así pues, el modelo supremo de inspiración 
es siempre Cristo, el cual revive en los suyos (cf Gál 2,20). Pedro, por su parte, exhortaba 
así a las esposas cristianas: "Ejemplo es Sara, que obedeció a Abrahán, llamándole señor. 
Vosotras podéis ostentar el titulo de hijas suyas si hacéis el bien, sin dejaros intimidar" (IPe 
3,6). De los textos de Juan hay que reservar una especial consideración a la frase de 
Jesús: "Si sois hijos de Abrahán, haced las obras de Abrahán" (Jn 8,39). La literatura judía 
contemporánea a los evangelios contempla dos espléndidas figuras de madres espirituales 
del pueblo de Israel: Débora y la madre de los Macabeos; como madres en el espíritu, 
recomiendan a sus hijos que vivan según la ley del Señor y que imiten el ejemplo luminoso 
de los padres. 
De estas premisas se sigue una deducción. Si Jesús nos entrega a su madre como 
madre nuestra, esto significa que nos la intenta dar también como ejemplo, como forma que 
imitar. Ella es para los creyentes un paradigma perfecto de existencia cristiana. Por eso 
cada uno de los aspectos de su figura (virtudes, privilegios...) tiene una dimensión y un 
aspecto eclesial. Es decir, es el tipo, el modelo, la figura de lo que toda la iglesia está 
llamada a convertirse en la fase peregrinante y en la gloriosa. 

e) "El discípulo que amaba Jesús" ¿Quién es este discípulo? DISCIPULO-AMADO: Es 
sabido que la opinión tradicional, ya desde san Ireneo lo identifica con el autor mismo del 
cuarto evangelio que hablaría de sí mismo en forma anónima (Jn/13/23; Jn/19/26
Jn/20/02; Jn/21/07/20). En cualquier caso si se trata del apóstol Juan o de algún otro 
Juan, la cuestión es secundaria. 
Lo que aquí interesa más bien es qué puede significar la expresión "el discípulo que 
amaba Jesús". El que la humanidad de Cristo pueda tener predilecciones legítimas es algo 
totalmente conforme con la doctrina de la encarnación. Sin embargo, los exegetas 
modernos opinan en su mayoría que esta expresión quiere significar no tanto una 
preferencia especial de Jesús sino más bien el estado de aquel que, observando la palabra 
evangélica, llega a encontrarse en la esfera de amor del Padre y del Hijo. El discípulo "que 
amaba Jesús" sería por tanto el "tipo" de cualquier otro discípulo que es amado por Cristo 
debido a su fe. 
Es lo que declara el mismo Jesús: "El que conoce mis mandamientos y los guarda, ése 
me ama, y al que me ama lo amará mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él" (Jn 
14,21). Son ésos los discípulos a los que Jesús llama amigos (Jn 14,14-15) y por los que 
ofrece el testimonio supremo del amor, es decir, la entrega de su propio vida (Jn 
15,12-13;13,1). Sustancialmente era ya éste el pensamiento de Orígenes (t 253/254) 
cuando escribía: "Todo hombre que se hace perfecto no vive ya él, sino que es Cristo el 
que vive en él, y como Cristo vive en él, por eso se dijo de él a María: He ahí a tu hijo, 
Cristo" 
Esta función típico-representativa del discípulo "que amaba Jesús" se señala muy bien 
en el contexto de Jn 19,25-27. En estos versículos no se dice explícitamente que sea figura 
de todos los fieles. Sin embargo, el valor típico de su persona debe considerarse 
virtualmente incluido en la dimensión eclesial que tienen las palabras de Jesús. Poco antes 
hemos visto que esas palabras encierran no solamente una voluntad privada, doméstica, 
sino sobre todo un testamento que guarda relación con la hora de Jesús, con el designio de 
la salvación universal, con la unión de los "hijos dispersos de Dios". Una vez dicho esto, 
esa significación mesiánica quedaría privada de sentido si en el discípulo viéramos 
solamente su persona. Por el contrario, la maternidad de María conserva una extensión 
eclesial si en el discípulo "que amaba Jesús" reconocemos efectivamente el tipo de todo 
discípulo fiel hasta la cruz, amado por Cristo por su fe perseverante. 
También por esta razón es comprensible que él sea nombrado con el artículo 
determinado ("el discípulo"), como de una forma enfática, por tres veces, en los vv. 26-27. 
Él sigue al Maestro hasta la cruz (v. 26). Es testigo de la lanzada que recibe el costado de 
Jesús y ve brotar de ella el agua con la sangre, dando testimonio de estas cosas, "para que 
vosotros creáis" (v. 35). Por consiguiente, es el discípulo perfecto, que ha creído (19,35; 
20,8). 

f) La acogida de María por parte del discípulo. La conclusión de Juan/19/25-27 suena así 
en el v. 27b: "Y desde aquel momento el discípulo la recibió entre sus cosas propias 
(griego: eis ta ídia)". Entre estas "cosas propias" muchos entienden las propiedades 
materiales del discípulo, concretamente su casa. De ahí la versión que se ha difundido 
comúnmente: "El discípulo la recibió en su casa" 
Sin embargo, un análisis detenido del vocabulario de Juan, confirmado por no pocos 
testimonios patrísticos, sugiere una lectura del ta ídia del v. 27b en un nivel más profundo. 
Efectivamente, cuando Juan utiliza el neutro plural ta ídia ("las cosas-propias"), confiere a 
esta locución una densidad marcadamente personal y existencial. O sea, "las cosas 
propias" para él serán personas y también valores (o no-valores) de orden moral. Para 
aclarar esta noción, citemos algunos ejemplos relativos a las cosas propias de Jesús, del 
maligno y de los discípulos. 

El maligno tiene "sus cosas propias". Es lo que ocurre con Satanás, el cual, "cuando 
dice mentira, habla sacando de sus cosas propias, porque es mentiroso y padre de la 
mentira" (Jn/08/44). Lo que constituye a Satanás como algo propio y por definición es su 
cerrazón total a la verdad, que consiste en el designio de Dios que se ha revelado en 
Jesús. Si Cristo es "la verdad" (Jn 14,ó), Satanás no es más que mentira. Los que se dejan 
desviar por las seducciones de Satanás, se sitúan en ese espacio de tinieblas que Juan 
designa con el término de mundo. Oponerse a Cristo es toda su propiedad. Por eso 
entrarán en conflicto con los discípulos del Señor, que decía: "Si fueseis del mundo, el 
mundo amaría lo que es suyo. Mas como no sois del mundo... por eso el mundo os odia" 
(Jn 15.19). 

Están además "las cosas propias" de Cristo. A esta categoría pertenecen Israel y los 
discípulos. Israel es propiedad del Verbo encarnado (Jn 1, 11); efectivamente, ha sido 
creado por él (Jn 1.10), y posteriormente - en virtud de la alianza- se ha convertido en 
pueblo de posesión especial por parte de Dios (Sal 135,4; Éx 19,5; Si 24,ó-12). Los 
discípulos, por otra parte, designados como ovejas, constituyen todas las cosas propias de 
Jesús (Jn 10,4); él los ama como suyos hasta el signo supremo (Jn 13,1); son el don que el 
Padre le ha hecho (Jn 6,37-39; 10,29; 17,2. 6.9.11.12.24; 18,9). 

Y están finalmente "las cosas propias" de los discípulos. Juan tiene dos pasajes a este 
propósito (Jn 16,32 y 19,27b). Jn 16,32 es de carácter negativo. Jesús dice: "Pues se 
acerca la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno a sus cosas propias y me 
dejaréis solo". La huida de los discípulos que se alejan del Maestro está determinada por 
su defección en la fe (cf vv. 30.31). Con el abandono de Jesús, que era el vinculo de su 
unión, se dispersan como ovejas sin pastor (cf Zac 13,7, citado por Mt 26,31 y Mc 14,27). 
Las cosas propias en que se dispersan, según la exégesis de I. de la Potterie, "no 
describen los diferentes lugares por donde se habrían escapado los discípulos en su huida, 
sino el derrumbamiento de su fe, la disgregación de su unidad en Cristo, el repliegue de 
cada uno en sus propios intereses; no serán ya discípulos de Jesús, sino de ellos mismos" 
(La parole de Jésus: "Voici ta Mere".., 30). Ésta es la propiedad, lo que le queda al que ha 
naufragado en la fe. Se puede recordar oportunamente la frase de Jesús: "El que no recoge 
conmigo, desparrama" (Lc 11,23). 
En cuanto a Jn 19,27b (es el pasaje que aquí nos interesa), ¿cuáles serán las cosas 
propias entre las cuales el discípulo acoge a la madre de Jesús? Además de los 
precedentes semánticos del tà ídia de Juan que acabamos de examinar, hemos de recordar 
las características de este discípulo que trazábamos más arriba. En una palabra, él es el 
discípulo que Jesús ama. Por tanto, sus cosas propias no deben identificarse simplemente 
con la casa que ofreció a María como residencia. Se trata ciertamente de esto. Pero hay 
mucho más. En esas cosas propias hemos de ver principalmente los bienes espirituales, los 
valores de la fe, esos bienes, esos valores de los que el amor de Jesús hacía entrega al 
discípulo, como, por ejemplo: su palabra (Jn 17,8), el pan eucarístico (Jn 6,51), la paz (Jn 
14,27), el Espíritu Santo (Jn 20,22). 
Así pues, en sustancia esas cosas propias equivalen a la fe del discípulo en el Maestro, 
al ambiente vital en que él ha situado ya su existencia. A partir del acontecimiento pascual, 
la hora de Jesús, los seguidores de Cristo tienen que ver en María uno de los tesoros que 
constituyen la propiedad de su fe. Y como tal, le dejan espacio a ella en el ámbito de su 
propia acogida a Cristo (cf Jn 19,27b con 1,12a: "A cuantos... Io recibieron... "). 
También en esta perspectiva son muchas las voces de la tradición que han intuido todo 
el alcance del tà ídia de Jn 19,27b. Existe desde luego una casa y una acogida material, 
pero se trata sobre todo de esa habitación mística del corazón, que se abre a Cristo Señor. 
Comentaba san Sofronio de Jerusalén (+ 638): "El insigne (discípulo) acogió en su casa a 
la perfecta madre de Dios como propia madre... Se hizo hijo de la Madre de Dios" 
(Anacreontica Xl. In Johannem Theologum, vv. 77-87: PG 87.3789-3790). 

CONCLUSIÓN. La historia de la espiritualidad cristiana documenta el hecho de que la 
iglesia, ya desde su experiencia original de fe, encontró a María en su camino como un 
elemento necesario de su propia constitución. Desde los siglos más remotos, incluidos los 
anteriores a los grandes cismas, los discípulos de Cristo multiplicaron los modos y las 
formas de expresar su actitud para con la santísima Virgen. A ella se dirigían en la plegaria, 
en ella confiaban, hacia ella dirigían su mirada como modelo perfecto de vida evangélica. 
Ciertamente, debemos estar atentos al desarrollo correcto de esas formas de devoción, 
expuestas también (como todos los demás aspectos del cristianismo) a posibles 
desviaciones. Pero en el fondo de todo es tranquilizador saber que en cada una de las 
mencionadas manifestaciones la iglesia no se mueve por voluntad propia, sino acatando el 
designio divino, ratificado por el testamento de Jesús que dice: "He ahí a tu hijo... He ahí a 
tu madre" (Jn 19, 26-27a). 
(·SERRA-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 358-368)
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