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MARÍA DE NAZARET
EL SER CREYENTE COMO ACOGIDA
JOSÉ I. GONZÁLEZ FAUS
Prof. de Teología
Sant Cugat del Vallés (Barcelona)
1. Introducción: María de Nazaret y María la de Celso
1.1. Nuestro estado de cosas
Muchos católicos no saben ya si María es importante o no en el
cristianismo. Antes parecía serlo mucho. Ahora, quienes siguen afirmando que lo es parecen
a veces nostálgicos de lo antiguo y suelen presentar un cristianismo de evasión, donde las
coronas, las joyas, las procesiones y los santuarios parecen "afanes de Marta" (cf. Lc 10,41)
que olvidan lo único esencial: hacer la voluntad del Padre, que consiste en amar al
hermano.
Por el contrario, quienes dan la sensación de pretender y de presentar un cristianismo
"más cristiano" y menos ajeno al camino de Jesús dan también la sensación de hablar poco
de María. Como si temieran que fuese, en lugar de un camino a Jesús (el famoso "ad Jesum
per Mariam" de antaño), un desvío de Jesús.
Curioso estado de cosas que explica la perplejidad de muchos católicos.
1.2. A modo de tesis
En este artículo quisiéramos decir dos cosas:
a) María es importantísima en el cristianismo, y en esto tienen razón los del primer grupo; pero
b) esa excepcional importancia de María no tiene nada que ver con todas las expresiones
en que la plasman los cristianos del primer grupo: apariciones reales o supuestas,
santuarios marianos, coronaciones de La Virgen, exhibiciones de sus tesoros de joyas,
procesiones de imágenes en las que parece darse culto no a una Mujer real de esta tierra,
sino a alguna vaporosa mitificación de lo femenino... hecha además por varones.
1.3. Razones para un malentendido
Lo que ocurre es que para este mundo es muy difícil digerir que sea cristianamente tan
importante una mujer como María de Nazaret, pues ello pone del revés todos los valores de
una "cultura". Y el primer sabio griego que polemizó largamente con los cristianos (el filósofo
Celso) ya tomaba como uno de sus argumentos el que los creyentes en Jesús honraban a
una María que era "mujer sin porvenir ni nacimiento regio, y a quien nadie conocía, ni
siquiera sus vecinos".' Muchos cristianos, impactados por esa argumentación de Celso,
parece que se hayan dedicado a ponerle coronas a María -para equipararla con los grandes
de "nacimiento regio"-, a levantarle templos descomunales que parecen tener garantizado
un "porvenir" histórico y a proclamar que se aparece aquí y allá, para que puedan conocerla
-y aprovecharse de ella- no sólo los vecinos, sino todas las gentes de lugares lejanos que
acuden allí con la ambigua intención de ser testigos de algún milagro, para ver si así se
ahorran aquello de "creer sin haber visto" (cf. /Jn/11/29), que tan duro se le hacía al apóstol
Tomás.
Por eso hemos hecho la contraposición que sirve de título a todo este primer capítulo. Y lo
que quisiéramos explicar en este artículo es sencillamente esto: en el cristianismo es
importantísima la María de Nazaret ("noia del poble", como reza una canción catalana), no la
María "de Celso". En cambio, los sectores que llamaríamos más "mariológicos", o más
marianamente maximalistas de nuestra Iglesia, parece que muchas veces dan culto a la
María de Celso, más que a la verdadera madre de Jesús. Sobre todo, cuando ese culto es
articulado y puesto en práctica por gentes de clases altas o que ocupan posiciones de
poder. Con ello no se hace ningún servicio a la misma María a la que se quiere honrar.
Pero aquí lo importante no es entablar ninguna polémica contra ese sector, sino más bien
intentar mostrar la importancia, decisiva y primaria, de María para la fe cristiana.
2. La acogida. Esbozo de una teología del «fiat»
2.1. La fe como acogida incondicional
Si hemos de atenernos a los datos evangélicos y a la tradición teológico
más respetuosa con ellos, habremos de decir que toda la grandeza de María está en su fiat.
En haber sabido decir que sí a la Palabra de Dios, en haberla acogido incondicionalmente.
Con esto, María es la personificación plena y máxima de lo que es todo creyente: el que se
abre para decir que sí, para acoger una Palabra de Dios no dominada por uno, presentida,
pero imposible de categorializar totalmente, y por eso -a la vez- oscuramente presentida.
Una Palabra que es fuente de conflictos ulteriores y de inseguridades ulteriores (como se
ve, por ejemplo, en Mt 1,18ss y en Lc 2,4ss). Pero que es también realizadora de la
humanidad del creyente, precisamente por haberla acogido.
2.2. El ser humano como posibilidad de acogida
La fe es acogida incondicional y -como tal- realización del hombre, precisamente por la
estructura misma del ser humano, el cual es creatura "abierta" (o transida por esa necesidad
de ser visitado) y "agraciada". El ser humano es contingencia transida de infinitud, y que se
encuentra además con una oferta de infinitud. Como prototipo del creyente, María es así
primicia, "primera redimida" y primera realización de la nueva humanidad hacia la que Dios
llama al hombre.
2.3. Lo femenino como sacramento de la acogida
Pero esa capacidad de acogida incondicional, que es característica de toda religiosidad
auténtica, es a la vez el rasgo más perceptible y más destacable de lo femenino: la mujer
como posibilidad de acogida, como expectativa receptora del amor. (Lo cual es algo distinto
del hecho de que esa apertura al amor no excluye, sino que exige, para entregarse, la
necesidad de discernir cuándo es el amor lo que se ofrece y cuándo es un proyecto
particular de dominio o de apropiación de un ser humano por otro ... ).
Al decir que la acogida es un rasgo quintaesenciado de lo femenino, tampoco queremos
decir que no pueda (y en este caso deba) darse también en el varón 2. Igual que -en
sentido contrario- el orgullo dominador puede darse -y se da, de hecho también en la mujer.
Estamos hablando, por así decir, de arquetipos puros. En la práctica, nadie (sea varón o
mujer) consta de componentes sólo masculinos o sólo femeninos: este dato es aceptado hoy
por todos los antropólogos y sexólogos.
2.4. Un ejemplo clásico
Todo lo anterior queda puesto muy de relieve por la
misma simbología del acto conyugal: la mujer es en él receptividad y acogida; pero esa
acogida puede falsificarse muchas veces en la forma de posesión, de "encarcelamiento" o
privación de libertad. Mientras que el varón parece, en la unión amorosa, más agresivo y
más descomprometido (y así ocurre infinidad de veces: el varón entrega mucho menos en el
acto sexual, y por eso lo convierte con demasiada frecuencia en una especie de "razzia" o
de invasión dominadora sobre un territorio ajeno. Sin que obste para esta descripción el
hecho de que el varón pueda encontrar "quintas columnas" en esa tierra ajena que él
invade). Pero, cuando el acto conyugal tiene lugar "éticamente" de acuerdo con
su-deber-ser, con su verdad más profunda o con sus posibilidades más auténticas,
entonces el varón sabe hasta qué punto el tono respetuoso y "protector" con que él visita a
la mujer le hace sentirse como envolvente de ésta y, en este sentido, también como
acogedor incondicional. El varón penetra el cuerpo de la mujer siendo penetrado por el alma
de ésta, porque de tal modo se abre a enriquecer, a acoger, que es efectivamente invadido
por aquello que acoge. Y en resumen: así como en la mujer la acogida puede degradarse,
convirtiéndose en posesividad, así en el varón la posesión debe redimirse convirtiéndose en
acogida.
El acto conyugal es entonces una especie de "perichóresis"3, una mutua interpenetración
de dos acogidas incondicionales. Y su ética radica en que sea efectivamente eso, en lugar
de ser, como hemos dicho, una "trampa" por parte de la mujer o una "razzia" por parte del
varón. Esta simbología, que arranca ya de la misma "base material", corporal, del ser
humano, atraviesa todos los niveles ulteriores de la humanidad y de la relación humana.
De todos modos, y a pesar de esta presencia necesaria de la acogida, tanto en lo
femenino como en lo masculino, no cabe duda de que, al nivel simbólico- expresivo, es lo
femenino el verdadero emblema de la acogida. Por -eso, incluso a niveles instintivos, la
mujer tiene una sexualidad mucho más oblativa, y el varón una sexualidad mucho más
dominadora.
Y de esta breve reflexión se sigue una consecuencia bien sencilla: María es,
efectivamente, en el cristianismo, lo más importante después de Cristo. Es más importante
que el Papa, o que la jerarquía, y más importante que los milagros y aun que la misma
revolución pendiente. Y lo es precisamente como mujer y por ser la mujer que fue. Y lo es
porque, en cuanto mujer y en cuanto tal mujer, puede ser paradigma de aquello en que la fe
cristiana consiste: la apertura incondicional y la acogida absoluta del amor de Dios ofrecido
al hombre. Esa acogida incondicional la valora el cristiano como algo muy superior a todas
las posesiones terrenas, a todos los orígenes nobles y a todas las condiciones de famoso,
que Celso echaba de menos en María. Pero además, por eso mismo, la devoción a María no
consiste -repitámoslo- en una sublimación idealista (y hecha además por varones) de
ninguna feminidad etérea, sino en la aceptación radical de esta verdad última de nuestro ser
hombres: nuestra pobreza y la acogida incondicional por nuestra pobreza de la oferta y la
visita del Amor de Dios revelado en Cristo 4.
Y ahora quisiera sacar de aquí unas pocas conclusiones prácticas.
3. Consecuencias: Lo humano (y lo religioso)
como acogida o como autoafirmación
3.1. Acogida de Dios y conocimiento de Dios
La acogida de Dios no es fácil. Pasa por momentos en que nos desborda y no
comprendemos, en que no queda más que preguntar (Cf. Lc 2,48) y guardar en el corazón
(Lc 2,51). Pero, para los evangelios, está claro que esa receptividad de María es elemento
indispensable para el conocimiento auténtico del Dios verdadero por parte del ser humano.
Por eso ponen en labios de María el Magnificat, como ya comenté en otra ocasión en esta
misma revista 5. Ahora es preciso añadir que Dios no es un objeto neutro de conocimiento al
que se pueda acceder "informativamente" y descomprometidamente. Encontrar a Dios
supone una actitud previa, no, naturalmente, de deseo ni de prejuicio, pero sí de apertura y
de acogida. Para poder captar que el poder y la gloria de Dios son su Misericordia Fiel, que
se posa sobre los pobres y les hace justicia "derribando del trono a los poderosos", para
poder captar eso hay que haber dicho antes FIAT. Y por eso, según los evangelios, el
hombre rico y poderoso que, en lugar de acogida es cerrazón, y en lugar de entrega es
"dueño de sí", ése no puede conocer a Dios y, en el mejor de los casos, sólo llega a creer
en dioses falsos, hechos a imagen y semejanza de su falsa riqueza. Esto lo pone muy bien
de relieve Juan Pablo II en su última encíclica sobre María:
«La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe expresada en las
palabras del Magnificat, renueva cada vez mejor en si la conciencia de que no se puede
separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la
manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes que, cantado en el
Magnificat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús» (Redemptoris
Mater, 37).
La receptividad de María la convierte así en memoria. Memoria de Jesús y memoria de la
pasada acción del Espíritu de Dios, para la Iglesia de cada hora concreta. Pero de la
acogida quizá brota, además, un segundo punto que me gustaría comentar, por estas dos
razones: porque hoy lo necesitamos mucho y porque coincide con la otra palabra de María
que nos han conservado los evangelios: su palabra en Caná.
3.2. Receptividad y persuasión frente a cerrazón e imposición por la fuerza
"María dijo: no tienen vino" (/Jn/02/03). Es como si el evangelísta dijera: el que conoce de
veras a Dios, porque lo lleva dentro, procura usar sólo el lenguaje de la sugerencia, de la
persuasión y de la propuesta, nunca el lenguaje de la fuerza, el engaño o la coacción. Y otra
vez: junto con la cerrazón frente a la acogida, también la coacción frente a la persuasión son
las características del poder y de la riqueza. De ahí brota un mundo construido sobre estos
dos pilares: la insolaridad del "cada cual para sí" y la agresividad del "cada cual sobre los
demás". Es decir: de ahí brota nuestro mundo.
También en la pareja humana el símbolo femenino encarna más la vía de la sugestión
cariñosa, frente a la vía de la fuerza autoritaria, típica del padre freudiano. Es el tópico de la
madre que consigue del hijo, a base de persuasión y paciencia, lo que el padre no consigue
a base de fuerza y castigo (tópico, digo, porque más de dos veces, en la vida real, los roles
funcionan al revés. Y porque, además, ese símbolo tampoco excluye la necesidad para el
niño del otro símbolo paterno de la decisión y la fortaleza. Pero tópico suficientemente
fundado).
Pero más allá de las bases arquetípicas que todo esto pueda tener en las estructuras
mismas de lo humano (tanto en las sociales como en las sexuales)., lo que nos interesa aquí
es lo que todo ello "revela" de Dios, y por qué lo revela. Dios sólo ofrece, sólo sugiere, por
muy Todopoderoso que le confesemos. Ha renunciado a su fuerza para relacionarse con los
hombres. Entretanto, los hombres seguimos divinizando la autoridad y el poder para
relacionarnos entre nosotros. Incluso los cristianos seguimos haciéndolo así. María, la mujer
y la creyente, es la que, por ser acogida incondicional de Dios, es a la vez transparencia y
memorial perenne de que Dios es ambas cosas: es un Dios de los pobres y un Dios de la
libertacl.
Las sugerencias que de aquí pueden brotar para relacionar la causa del feminismo con
las dos grandes causas históricas (la causa de los pobres o de la justicia y la causa de la
libertad de todos los hombres) no son para comentar ahora. Me limito a apuntar el tema,
subrayando que lo fundamental en él es que la causa feminista sea en efecto una liberación
de la mujer, no una masculinización de la mujer, a la que se desprecia tanto que sólo se
cree poder liberarla cuando se la desfigura y se la asimila a su dominador (y a los valores
sociales que configuran la convivencia, y que son todos proyecciones masculinas: fuerza,
éxito, posesión, imperio.... etc.).
También cabría seguir reflexionando cómo, desde la categoría de "acogida incondicional
de Dios" (el fiat), se derivan todas las demás verdades o "dogmas" que el cristianismo
atribuye a María: la acogida incondicional de Dios vuelve "inmaculada" a la persona; es la
única que hace triunfar al hombre sobre la muerte; y se convierte en "maternidad divina"
respecto de la Presencia de Dios en nuestra historia. Todo ello me parece suficientemente
claro. Pero esta reflexión nos apartaría del carácter práctico que queríamos dar a estas
conclusiones, y al que vamos a regresar para cerrar ya este artículo.
3.3. María de los evangelios y María de las apariciones
M/APARICIONES: Desde poco después del Vaticano II (con Garabandal) hemos entrado,
por lo visto, en una época en que las "apariciones de María" se han hecho noticia. Como si
en esos fenómenos tan ambiguos se expresase una reacción de resistencia o, al menos, de
desconcierto o de incomodidad tras el Vaticano II. Resistencia e incomodidad muy
comprensibles, por lo demás, desde esa "carnalidad judaizante" que acecha siempre a lo
religioso. Por eso no importa que cada una de estas supuestas apariciones quede
desmentida al poco tiempo, y a veces con cotas llamativas de ridículo. Sus adictos
reaccionan ante esos desmentidos como reaccionan los adictos a la lotería cuando no les
ha tocado el último sorteo: comprando un boleto para el próximo. Y el fenómeno ha
desbordado ya ampliamente las fronteras del "typical spanish", para hacerse internacional:
ahora la Virgen se aparece también en Italia, en Yugoslavia, en Polonia, en Nicaragua, en
Ucrania...
Lo que hace más concretamente sospechosos a estos fenómenos (más allá de las
consideraciones "formales" sobre su posibilidad y probabilidad en la actual "economía de
salvación") es el poco parecido entre la María del Evangelio que hemos intentado dibujar y
la Virgen que se aparece (y que suele asemejarse más a la María de Celso). En primer
lugar, frente a la fe como receptividad y acogida, suele caracterizar a esas apariciones la
presencia de algún mensaje o consejo que "asegura" y con el que se compra a Dios, más
que dejarse invadir por El. Parecería que el creer en las apariciones es un camino de
salvación mucho más ancho y seguro que el largo y estrecho "creer en el Evangelio" (Mc
1,15). Los supuestos milagros y las presiones colectivas (con frecuencia neurosis, más que
meras presiones) contribuyen a engendrar esa actitud que, en lugar de acercarse al "fiat" de
María, se acerca mucho más a aquella otra reprochada por Jesús: "si no véis signos y
prodigios no creéis" (Jn 4,48; para añadir luego: "me buscáis no por haber visto signos, sino
porque comisteis hasta saciaros" Jn 6,26).
Y, en segundo lugar, lo que estas apariciones tienen de "mensaje", que suele ser muy
poco, tiende mucho más a la autoafirmación y reafirmación propias que a la persuasión o
sugerencia que mostrábamos como actitud mariana: siempre son apariciones "contra algo".
Si no, tal vez, en sus primitivos testigos infantiles, sí en aquellos que luego las corean y
propagan. A veces da la sensación de que la Virgen, en lugar de aparecerse a alguien, se
aparece contra alguien. Y contra alguien que siempre es "exterior al sistema" que promueve
las apariciones: contra Rusia, contra el "clero joven", contra la iglesia postconciliar, contra
los sandinistas, contra todos los demás que son "el mundo" y los malos... Es como si Jesús,
en lugar de entrar en conflicto con los sacerdotes y los fariseos (cf.,v.gr., Mt 23) hubiera
dirigido sus diatribas contra los samaritanos, contra los paganos, los romanos o las
prostitutas. Habría resultado un Jesús más creíble para los aficionados a las apariciones.
Pero, desgraciadamente, también más sospechoso. Mucho más sospechoso.
Hace ya algún tiempo, un señor cristiano y de excelente voluntad me criticaba, no sin dolor, el que la jerarquía eclesiástica aparezca tantas veces reticente y se precipite a desautorizar este tipo de fenómenos, que -según argumentaba él- «en definitiva no hacen más que bien a la gente». Yo le comentaba que, en mi opinión, la jerarquía eclesiástica aún es muchas veces demasiado poco radical en su rechazo. Y a lo largo de la conversación se me ocurrió argumentarle así:
-¿Sabes cuándo una supuesta aparición de la Virgen tendría ciertos visos de ser (no creída, pero al menos sí) atendida o seguida con alguna perplejidad? Pues el día en que la Virgen se aparezca y, en lugar de pedir que le hagan un gran santuario o cosa parecida, pidiese que la despojaran de todos los atributos mundanos que le hemos ido poniendo los hombres (de todas las joyas, coronas, tesoros marianos, fajines de «capitana generala»... y ordenase que todo el importe de ese bendito despojo estudie la Iglesia cómo hacerlo servir en favor de los pobres de la tierra.
Ese día -le dije- yo no sabré si se aparece o no la Virgen. Pero al menos podré decir que, si alguien es visto allí, puede ser María la de Nazaret y no María la de Celso.
Paradójicamente (porque este tipo -de discusiones suelen ser más bien inútiles y sólo conducen a que cada cual reafirme y proteja cuidadosamente sus posturas previas), esta vez sí que mi interlocutor quedó algo convencido. Y por eso, al evocar esta anécdota pasada, se me ocurre concluir el presente artículo con una petición pública que podría servir como clausura evangélica del actual «año mariano».
3.4. Un- broche "de oro" para el año mariano
La clausura del año mariano podría ser una ocasión excelente para que el Papa, en algún
acto solemne, declarase públicamente que todos los bienes terrenos que poseen las
diversas advocaciones e imágenes marianas (como joyas, coronas, vestidos, etc.) pasan a
ser propiedad de los pobres de esta tierra. Es seguramente lo mismo, lo mismísimo que
haría la doncella de Nazaret si estuviera corporalmente entre nosotros 6.
Para ser realistas y moderados hasta el máximo, de momento bastaría con esa
declaración solemne. Después, poco a poco, alguna comisión integrada por técnicos en la
materia iría trabajando y estudiando los caminos más viables y eficaces para convertir en
operativo esa declaración, pues no se trata de espectacularidades alocadas y
momentáneas. Pero tampoco habría de quedarse en una declaración puramente nominal.
Los técnicos ya encontrarían caminos para ir convirtiéndola en eficaz.
Hermano Juan Pablo II: esto es lo que yo me atrevo a pedirte en nombre de María. Te
quiero recordar que, según la Tradición, cuando al diácono Lorenzo (cuya fiesta está aún
reciente) le preguntaron los soldados romanos dónde guardaba los tesoros de la Iglesia,
respondió: "venid y los veréis", y condujo a los paganos hasta un puñado de mendigos de la
urbe a los que él atendía. Desgraciadamente, hoy mucha gente recibe una respuesta bien
distinta cuando en tantos templos marianos se anuncian y se exhíben los "tesoros de la
Virgen". Una respuesta que -tú y yo lo sabemos- no es la que daría María.
Un gesto así sería, además, una manera de compensar el que la Iglesia, en su código de
derecho canónico, haya abandonado ya la antigua y tradicional declaración de que los
dueños morales de los bienes de la Iglesia son los pobres. En este punto, quienes se
sienten celosos guardianes del "depósito de la fe" han dejado de conservar algo que la
Iglesia nunca debería haber perdido y que (hoy precisamente) la haría más creíble ante los
hombres. Incluso Roma ha hecho quitar una declaración semejante de las Constituciones de
algunas órdenes religiosas que quisieron reintroducirla en ellas, pero hubieron de renunciar
a ello para conseguir que se aprobasen sus Constituciones. Lo cual ha sido, una vez más,
otra ocasión perdida.
Yo me atrevo a pedírtelo así, hermano Juan Pablo, por tu amor a María. Si no lo haces
porque aún no puedes, aún no te deja tu entorno o aún no te atreves, ¡paciencia! Otros lo
harán luego de ti. Pero quizá la ocasión de hacerlo estaba dada ya ahora. Y sé bien lo que
muchos estarán pensando: que un gesto así entregaría a la Iglesia en manos de la debilidad
y de la impotencia. Pero, a lo mejor, resulta que entregaría a la Iglesia simplemente... en
manos de Dios.
(·González-Faus-JI. _SAL-TERRAE/87/10. Págs. 707-718)
....................
1. Véase: ORÍGENES, Contra Celso I,39. Celso aduce eso como argumento para afirmar que Dios no
pudo enamorarse de una mujer así. Véase también I,28: "mujer campesina y pobre que se ganaba la vida
hilando".
2. Puede pensarse a partir de aquí si esta observación no tendrá algo que ver
con el hecho de que la mujer suela ser más religiosa que el varón. Desde el orgullo de los varones
-cerrado sobre sí y autosatisfecho- se interpreta muchas veces este dato despectivamente: la mujer sería
más religiosa porque es más débil o más tonta. Pero quién sabe si, desde Dios, no se interpretará como
una lección que da al orgullo masculino. Aquel que "oculta su misterio a los sabios y poderosos y lo revela
a los débiles y pequeños" (Mt 11,25 ss.).
3. Término clásico de la teología trinitaria griega que indica la absoluta compenetración entre las
Personas en Dios. Recientemente ha vuelto a utilizarlo con cierto vigor L. BOFF en su último libro: La
Trinidad, la sociedad y la liberación, Madrid 1987.
4. D/MASCULINO-FEMENINO: Otra observación marginal: de lo dicho se sigue que (en contra de lo que
sostienen algunas feministas norteamericanas) la designación "masculina" de Dios puede no ser
necesariamente una desventaja para la mujer, salvo que ésta pretenda interpretarse a si misma en
términos de poder. En la medida en que todo lenguaje sobre Dios describe, más que una "cualidad" de
Dios, un modo de comportarse del hombre, esa designación puede tener sus ventajas (y algo de eso
parece mostrar el esfuerzo inútil de los místicos por "feminizar" al alma, convirtiéndola en Amada o
Esposa: lenguaje que a mi. al menos, no me va en absoluto, porque parece claro que lo que ha de hacer
el varón para conocer a Dios no es "feminizarse", sino equilibrar o no extrapolar su masculinidad).
Con lo dicho tampoco reivindico la designación exclusivamente masculina de Dios, que sería
evidentemente falsa: me sumo más bien al lenguaje de todos los que hoy hablan de la
paterno-maternidad de Dios (desde Lucíani hasta Boff). Sólo quería, pues, mostrar que las cosas suelen
ser más complejas y que, en todo caso, la actual sensibilidad que rechaza la designación masculina de
Dios no pone de relieve un "inconveniente" divino, sino más bien el bajo nivel de aceptación social que
merece la masculinidad dominadora en nuestro mundo machista.
5. Véase: "María. Memoria de Jesús, memoria del pueblo", en Sal Terrae, abril 1982. Recogido más
tarde en el volumen: Memoria de Jesús. Memoria del pueblo: Reflexiones sobre la vida de la Iglesia,
Santander 1984. Remito a este escrito para el comentario al Magníficat. Por lo demás, creo que queda
clara la íntima relación entre las categorías de "acogida" y de "memoria".
6. RIQUEZAS/S-AMBROSIO: Para mostrar el carácter enormemente "tradicional" y nada
revolucionario de esta propuesta, puede ser útil la siguiente cita de san Ambrosio, en su obra Sobre los
deberes de los ministros de la Iglesia (PL 16, 148-149):
"Aquel que envió sin oro a los apóstoles (cf. Mt 10, 9) fundó también la iglesia sin oro. La iglesia posee
oro no para tenerlo guardado, sino para distribuirlo y socorrer a los necesitados. Pues ¿qué necesidad hay de reservar lo que, guardado, no es útil para nada?... ¿Acaso no nos dirá el Señor: 'por qué habéis tolerado que tantos pobres murieran de hambre, cuando poseíais oro con el que procurar su alimento? ¿Por qué tantos esclavos han sido vendidos y matados por el enemigo sin que nadie los haya rescatado? ¡Mejor hubiera sido conservar los tesoros vivientes que no los tesoros de metal!'.
Y es imposible refutar estos argumentos. Pues ¿qué podrías objetarme? ¿Que temes que falte el adorno
digno del templo de Dios? El Señor te contestará: los misterios de la fe no requieren oro, y lo que no se puede
comprar con oro tampoco se dignifica más con el oro. El ornato de los sacramentos es la redención de los
cautivos. Vasos verdaderamente preciosos son los que sirven para redimir a los hombres de la muerte. Tesoro
verdadero del Señor es aquel que realiza lo que obró su sangre. Y un cáliz es verdadera copa de la sangre del
Señor cuando ambos, la copa y la sangre, hacen visible la redención, de modo que el cáliz redima del enemigo
(al hombre) a quien la sangre redimió del pecado'.
Cuando un grupo de cautivos ha sido redimido por la Iglesia, es bien hermoso poder decir: ¡a éstos los
redimió Cristo! Aquí tienes un oro verdaderamente aquilatado: el oro útil, el oro de Cristo que libra de la muerte.
Por este oro, hasta se recupera el pudor y se facilita la castidad."
Creo que sobran comentarios. Simplemente, vuélvanse a leer estas palabras...
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2. «La madre del Señor, la Virgen María, es la dignidad de la tierra».
·Agustín-SAN
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3. M/J:J/M:
Queremos investigar qué lugar ocupa María y la mariología en el conjunto armónico de la
revelación y de la teología, respectivamente. María entra a formar parte de la historia de la
salvación a través de Cristo. Lo que Ella es y significa queda determinado por su relación a
Cristo. En cierto modo, Ella ocupa en la historia de la salvación el lugar preciso en el que
Dios, después de largos preparativos, saltó de su reserva celeste a nuestro mundo; no para
presentarse en él únicamente como rector, operador y conservador sino como actor a quien
el hombre encuentra en la libertad de la entrega. Ella fue destinada y formada por Dios
mismo para esta tarea. Por eso su figura lleva el sello de Cristo. El destino y curso de su
vida están marcados por Cristo. El Hijo de Dios humanado se convirtió en la forma decisiva
de vida para esta Mujer. La figura de María debe interpretarse desde el hecho de la
Encarnación.
Cualquier afirmación válida sobre María se realiza, pues, a la luz de Cristo. La
inteligencia de María depende esencialmente de la inteligencia de Cristo. Por tanto, quien
no participe de la fe católica en la Encarnación, no puede comprender la mariología
católica. Evidentemente, la comprensión del dogma mariano es una señal para saber si se
ha tomado realmente en serio el dogma cristológico y si se ha aceptado en su plenitud. Una
cristología, a la que falte completamente el matiz mariano, despierta la sospecha de no
estar dispuesta a aceptar sin disminución ni reserva la revelación de Cristo, que se nos
presenta en la Sagrada Escritura.
La mariología es, pues, una consecuencia de la cristología. Es la cristología desarrollada.
Por tanto, no puede ser un émulo de ésta. Lo decisivo de esta apreciación exige añadir la
observación de que la mariología no es únicamente un aspecto o matiz de la cristología.
Significa más bien algo nuevo sobre la cristología, a semejanza de la eclesiología y de los
tratados de la Gracia y de los Sacramentos. Aunque haya una relación tan estrecha entre
Cristo y María, sin embargo no se les puede identificar. Esto llevaría a aquel pancristismo al
Christus solus, que fue rechazado en la Encíclica Mystici Corporis. Existe más bien entre
Cristo y María aquella coordinación que en general se da en las relaciones del cristiano con
Cristo. Pablo lo expresa con estas palabras: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí"
(Gal. 2, 20). Aunque el cristiano se halle profundamente penetrado, dominado, formado y
sellado por Cristo, sin embargo, no desaparece su propio yo en el de Cristo. Conserva en la
unión con Cristo su libertad y su responsabilidad. María y Cristo se relacionan mutuamente
como madre e hijo, como redimida y redentor. Hay, pues, una doctrina sobre María que, a
pesar de su estrecha relación con la doctrina de Cristo, es distinta, añade algo a esta
última, no en sentido de igualdad, sino de subordinación, pero realmente. María está total y
completamente sumergida en el matiz de Cristo. Una falsa interpretación de Cristo conduce
por eso forzosamente a una falsa interpretación de María. A la inversa, en María queda de
manifiesto quién es Cristo y qué hace. En este sentido se puede entender el antiguo dicho
de que María es la vencedora de todas las herejías cristológicas.
Se comprende así también que la aclaración y profundización de las cuestiones
mariológicas corriesen paralelas a la aclaración y profundización de las cuestiones
cristológicas en la antigua Iglesia. Los Concilios de Efeso y Calcedonia, en los que se trató
de la verdadera inteligencia de Cristo, proporcionaron a la mariología nuevos y eficaces
impulsos. Por eso no hay que extrañarse de que en la hora presente, que se caracteriza por
un renacimiento de la cristología, exista un creciente y constante interés mariológico. Una
cosa implica a la otra.
Cristo continúa viviendo y obrando en la Iglesia, en su sacerdocio y en su ministerio
pastoral. El es la cabeza; Ella, su cuerpo; El es el Señor, Ella, su pueblo. La Iglesia es
pueblo de Dios como Cuerpo de Cristo. Por eso se puede decir: la Iglesia es la epifanía de
Cristo a través de los tiempos, desde la Ascensión hasta su retorno (V. Encíclica Mystici
Corporis). Así como entre Cristo y María reina una relación viva, también la hay entre la
Iglesia, el Cuerpo de Cristo y María.
I/M: En María se presenta la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, como en
un reflejo. Mientras Cristo mismo lleva en sí a la Iglesia como prototipo, protosacramento,
protopalabra; María es, según la doctrina de los Padres, el tipo de la Iglesia, la
representante de la Iglesia instituida por Cristo. En cierto modo se la puede mirar en María
como en una síntesis gráfica. Como Cristo se refleja en María, así también se refleja en ella
la Iglesia. Por eso María es una realidad de reflejo en doble sentido. A la vez que lleva el
matiz de Cristo, lleva también el matiz de la Iglesia. La mariología tiene por eso no sólo
significado cristológico, sino también eclesiológico. Se puede ver en María a la Iglesia, y en
la Iglesia a María. Quien mira a María contempla a la vez a la Iglesia. Quien, a la inversa,
mira a la Iglesia contempla a María. Así como se manifiesta clarísimamente en María la
dinámica inagotable de Cristo, igualmente se muestra en Ella la eficacia salvadora de la
Iglesia que deriva de Cristo.
También aquí se puede afirmar: el interés de la Iglesia en el presente está unido a la
mariología y a la piedad mariana. No hay ninguna contradicción en que a nuestro siglo al
que se le ha llamado siglo de la Iglesia, se le llame al mismo tiempo el siglo mariano. A la
inmensa literatura eclesiológica corresponde una literatura mariológica inmensa. Al
despertar de la Iglesia en el corazón de los hombres (Guardini), corresponde el despertar
de María en el corazón de los creyentes. A la profundización de la inteligencia de la Iglesia
está ligada la profundización de la inteligencia de María, de modo parecido a como ésta se
une con la profundización de la inteligencia de Cristo.
Así como María es la imagen de la Iglesia fundada por Cristo, es también imagen del
hombre redimido por Cristo. En ella se da a conocer el cambio obrado en el hombre salvado
por Cristo y viviente en la Iglesia. Ella es, en pleno sentido, el hombre nuevo formado por
Cristo. Por eso la mariología, a la vez que posee alcance eclesiológico, es también de
importancia para la antropología teológica. En María se manifiesta a toda luz la grandeza y
dignidad del hombre redimido, tanto en su estadio inicial, que pertenece a la historia, como
en su estadio de perfección, que cae más allá de la historia.
(·SCHMAUS-8.Págs. 34-36)
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