EL SERMON DE LA MONTAÑA

R. P. Pedro Herrasti S. M.


Introducción.

Lo que conocemos como "El Sermón de la Montaña" es un compendio maravilloso de la Doctrina Moral de Nuestro Señor Jesucristo. Nunca nadie ha dicho nada que se le pueda comparar. Hasta los mismos enemigos de la Iglesia, como Renán, han reconocido que "nadie nunca podrá superar el Sermón de la Montaña".

Dios, siglos antes, había dado a su pueblo la Ley por medio de Moisés en el Monte Sinaí y el Hijo de Dios da la nueva Ley en otro monte. Lo que conocemos como el Decálogo no agota el pensamiento de Dios acerca del comportamiento que espera y exige de nosotros. Jesucristo según sus propias palabras, no vino a suprimir la Ley del Antiguo Testamento, sino a darle su perfecto cumplimiento. El Sermón de la Montaña lleva a la Ley Natural y a la Ley de Moisés a su clímax de perfección.

Para el presente estudio las citas Bíblicas serán tomadas por lo general del Evangelio de San Mateo de la Biblia Latinoamericana, que tiene un lenguaje más accesible por haber sido traducida para nosotros. Así mismo nos inspiraremos en sus muy ricas notas explicativas y en otros comentarios que por fortuna abundan en la literatura Católica. Recomendamos tener a mano la Biblia ya que no reproduciremos el texto íntegro del Sermón de la Montaña.

Sin embargo, para la versión de las Bienaventuranzas tomamos la traducción de la Biblia de Jerusalén, que conserva el término tradicional "Bienaventurados" que equivale a "Felices" o "Dichosos" y que encontramos en otras versiones Bíblicas.

LAS BIENAVENTURANZAS (Mt.5, 3-12)

"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.

Da inicio el Sermón de la Montaf1a en el Evangelio de San Mateo con nueve frases tan contundentes como desconcertantes, ya que Cristo ofrece dicha, felicidad, bienaventuranza, exactamente a lo que el mundo considera infelicidad y desdicha.

"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos"

La pobreza no es un bien en sí, como la riqueza no es un mal. No es el simple hecho de ser pobres lo que nos hace agradables a Dios, sino una actitud espiritual respecto de los bienes materiales, un estilo de vida. Se puede ser pobre lleno de pasiones, envidias y odios, como se puede ser rico con magnanimidad, generosidad y desprendimiento interior de las riquezas.

No hay que entender la pobreza de espíritu como simple pusilanimidad. Dios no bendice a los apocados.

Del mismo modo Jesús llama Bienaventurados y poseedores del Reino de los Cielos a los puros de corazón, a los que siembran la paz, a los que son mansos.

Tengamos presente que cuando leemos en el Evangelio la frase "Reino de los Cielos", encontramos el modo de hablar de los judíos del tiempo de Jesús. Por respeto a Dios, no querían nombrarlo directamente. Aún hoy, en algunos escritos, ponen un guión en donde debería aparecer el nombre sacrosanto de Yahvé. Preferían usar otras palabras: el Cielo, el Poder, la Gloría, etc. Por lo tanto la expresión Reino de los Cielos significa exactamente el Reino de Dios, lo mismo que "el Padre que está en los Cielos" significa "Padre-Dios". O sea, que cuando Jesús promete el Reino de los Cielos, no está hablando tan solo de la recompensa que tendremos después de la muerte en el Cielo, sino que está anunciando el Reino de Dios que llega a nosotros ya desde esta vida a los seguidores de la doctrina de Jesús.

Cuando Jesucristo dice "Felices los mansos (o sea los pacientes) porque ellos poseerán en herencia la tierra", no es que Jesús prometa una recompensa material. En la Biblia no se distingue claramente entre lo espiritual y lo material. Los Profetas prometen al Pueblo de Dios un mundo feliz en el que se verían colmadas sus aspiraciones materiales: buenos banquetes, jugosos asados, larga vida, buen vino, buen clima en el que no faltarían las lluvias sobre la tierra árida, la liberación de los opresores, un reino de justicia. Pero sobre todo, Dios estaría presente y comunicaría su Espíritu a los hombres: "ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios".

Por eso Jesús proclama las Bienaventuranzas como una letanía en que las figuras más diversas representan una misma realidad: la tierra, es la Tierra Prometida por Dios a Abraham y que es figura del Reino de Dios.

Cuando Jesucristo llama "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados", está diciendo que recibirán a la vez, el pan material y la santidad de Dios. Recordemos que en la Biblia la palabra "justicia" significa también santidad: estar en Gracia de Dios. San José, dice el Evangelio "era un hombre justo".

"Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados". Mientras estamos en la tierra, es consuelo sentir que Dios nos ama y nos escucha. Pero también es un consuelo saber que cuando El parece no atender nuestras peticiones, nuestro sufrimiento, nuestra cruz, tienen un sentido y un valor. Consuelo es también saber ciertamente que Dios dará a sus seguidores, en la otra vida, más que todo lo que pudimos esperar y merecer.

Al llamar bienaventurados a los que lloran, Jesús no se dirige a personas fracasadas. En la Biblia los que lloran (ls 61, 1) o los pacientes (Sal 37, 11), son aquellos que esperan justicia para todos. Dios no se propone satisfacer un sinnúmero de peticiones egoístas, sino que desde tiempos de Abraham, promete una bendición y la salvación a toda la humanidad.

"Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa". Tanto San Lucas como San Mateo saben ya por experiencia propia, que es imposible anunciar el Evangelio sin sentir persecución. Ciertamente en muchos lugares la sociedad acepta oficial y teóricamente la Religión Católica, pero en cuanto proféticamente alguien con palabras actuales y gestos concretos intenta aplicar los criterios de Cristo en las relaciones humanas y de los hombres con Dios, surge la confrontación porque dadas nuestras limitaciones humanas, lo que uno cree conveniente y bueno, el otro no lo ve así. Aún dentro de la familia hay enfrentamientos dolorosos entre esposos, padres e hijos, hermanos y parientes.

Sucede también por desgracia, que se reacciona con perfecta mala fe por conservar una fortuna, un privilegio, un puesto en la empresa, una relación ilícita y de la confrontación se pasa a la abierta persecución.

La radicalidad del Evangelio molesta a la sociedad acomodaticia y aburguesada. Esto sucede desde los campos de la política (recordemos la Guerra Cristera en nuestra Patria) y hasta en los mismos conventos, como le sucedió a Santa Teresa de Ávila o a San Juan de la Cruz.

Las Bienaventuranzas son caminos de felicidad totalmente nuevos y distintos. Nuestra materialidad nos hace desear, porque las necesitamos, cosas materiales, cosas temporales. El peligro radica en absolutizar lo que el mundo ofrece: riquezas, comodidades, placeres, poder, vanidades. Ahí no está la felicidad. Jesucristo con las Bienaventuranzas abre un nuevo camino al hacerse presente entre nosotros en medio de las dificultades e inquietudes de la vida presente. Inmersos en estas realidades, los cristianos "recibirán consuelo, obtendrán misericordia, verán a Dios". Entendemos la paciencia de Dios porque experimentamos una renovación y una seguridad que el mundo no puede dar. Podemos, ahora sí, "sembrar la paz", porque la tenemos y no nos angustia nuestra pequeñez ante las fuerzas del mal. Lo que podemos hacer no tiene comparación con lo que Dios hace en nosotros. Somos felices porque somos reconocidos como Hijos de Dios.

El Papa Juan Pablo II desde el Monte de las Bienaventuranzas, el 24 de marzo del 200O, pronunció estas palabras:

"Es raro que Jesús exalte a quienes el mundo por lo general considera débiles. Les dice: "Bienaventurados los que parecéis perdedores, porque sois los verdaderos vencedores: es vuestro el Reino de los Cielos". Estas palabras pronunciadas por El, que es manso y humilde de corazón, (Mt.11, 29) plantean un desafío que exige un profundo y constante cambio en el espíritu y en el corazón.

Vosotros, los jóvenes, comprendéis por qué es necesario este cambio de corazón. Conocéis dentro de vosotros y en torno a vosotros una voz contradictoria. Es una voz que os dice: "Bienaventurados los orgullosos y los violentos, los que prosperan a toda costa, los que no tienen escrúpulos, los crueles, los inmorales, los que hacen la guerra en lugar de la paz y persiguen a quienes constituyen un estorbo en su camino. ¡ellos son los que vencen, dichosos ellos!"

Jesús presenta un mensaje muy diferente. No lejos de aquí, Jesús llamó a sus primeros discípulos, como os llama ahora a vosotros. Su llamada ha exigido siempre una elección entre las dos voces que compiten por conquistar vuestro corazón, incluso ahora, en este monte: la elección entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, ¿Qué voz elegirán seguir los jóvenes del siglo XXI? Confiar en Jesús significa elegir creer en lo que os dice, aunque pueda parecer raro y rechazar las seducciones del mal, aunque resulten, deseables o atractivas".

 

Jesucristo y la Antigua Ley

Después del exordio de las Bienaventuranzas, Cristo pasa en el Sermón de la Montaña, a explicar y llevar a la perfección la Ley dada antiguamente y a la que los escribas habían añadido innumerables minuciosidades.

No vino Cristo a suprimir o contradecir la Ley dada por su Padre a Moisés en el Monte Sinaí, pero sí a liberarla de las interpretaciones y desviaciones meramente humanas de los escribas y fariseos. (Mt. 5,17)

¡Qué impresión habrán tenido sus oyentes cuando asegura con una autoridad obviamente divina: "Habéis oído decir a vuestros mayores... pero Yo os digo..."! Con frases contundentes, con ejemplos clarísimos, de un golpe, eleva y sublima la Ley. Si los hombres habían complicado y malinterpretado la Ley de Dios, Jesucristo le da su auténtico significado, que al tiempo de liberarla de las complejidades farisaicas, la hace más exigente al darle una interioridad y una extensión no conocidas hasta entonces.

En el Evangelio de San Mateo, Nuestro Señor va perfeccionando la Ley del Sinaí, pero sin el orden a que estamos acostumbrados.

Perfeccionamiento del 5º Mandamiento. (Mt. 5, 21-26)

Según los escribas y fariseos, el lacónico "No matarás" se refería tan solo al acto exterior del homicidio, pero Nuestro Señor va mucho más lejos, cortando la raíz misma de un posible daño al prójimo: "Cualquiera que se enoje con su hermano, comete un delito" (Mt. 5,22). El pecado no es tan solo matar físicamente sino el simple rencor, el odio, el desear mal al prójimo, el insulto, el desprecio. Habremos de responder ante el Tribunal Supremo de todos esos actos tal vez interiores que nunca llegaron a manifestarse en un acto de violencia.

"NO saldrás de ahí sino cuando hayas pagado hasta el último centavo" Todo el mal enterrado en nuestra conciencia deberá ser sacado a la luz antes de que entremos en la Luz de la Verdad que es Dios. Si no nos purificamos en esta vida, seremos purificados después de la muerte. Muriendo en pecado mortal, no hay purificación que valga en el infierno, pero aún muriendo en Gracia de Dios, siempre tendremos faltas y deudas que pagar antes de entrar al Cielo.

Más adelante, en los versículos 38 al 48, Jesús continúa profundizando en el 5º. Mandamiento.

En el Antiguo Testamento, como freno a los desmanes que provoca la sed de venganza, existía la Ley del Talión, o sea, "Ojo por ojo y diente por diente". Pero Nuestro Señor condena dicha ley y lleva a sus discípulos a alturas ciertamente tan sublimes como difíciles de alcanzar.

"Ustedes saben que se dijo 'ojo por ojo, diente por diente'. En cambio Yo les digo: No resistan a los malvados. Preséntale la mejilla izquierda al que te abofetea la derecha y al que te arma pleito por la ropa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos. Dale al que te pida algo y no le vuelvas la espalda al que te solicite algo prestado". (Mt. 5,38-42)

Con figuras atrevidas, hipérboles impactantes, Cristo nos está diciendo que la mejor manera de acabar con el mal es haciendo el bien. Si concedemos al adversario el doble de lo que él pide, se rompe su armadura mental y al final reconocerá que estaba errado.

Tenemos en la historia reciente, casos notables en que la no-violencia activa ha cambiado el destino de pueblos enteros: Gandhi independizó a la India del imperio inglés sin derramar una gota de sangre y Martin Luther King logró terminar con la discriminación racial contra los negros en Estados Unidos de Norteamérica. Ambos dieron su vida por sus ideales, pero triunfaron en bien de los demás.

En el circo Romano, los sangrientos combates a muerte entre gladiadores, tuvieron su fin cuando San Telémaco ofrendó su vida por ellos ante el César.

En el versículo 43 y los siguientes, Jesús llega a extremos nunca soñados, nunca predicados, nunca exigidos: "Ustedes saben que se dijo ' Ama a tu prójimo y guarda rencor a tu enemigo' pero Yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores".

Si confundimos el amor con un sentimiento agradable hacia los demás, evidentemente no podríamos amar a los que nos han hecho daño. Pero el amor no es tan solo un sentimiento, sino un acto de la voluntad de hacer el bien al prójimo, sea quien sea. El mismo Jesús, en su pasión, humanamente no podía haber "sentido" nada agradable por sus verdugos judíos o romanos, pero desde la cruz ora por ellos aduciendo que "no sabían lo que hacían".

A nuestros enemigos, podemos y debemos devolverles bien por el mal que nos han hecho. Eso es amor del bueno sintamos lo que sintamos. Por eso más adelante Jesucristo añade: "Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué premio merecen? ¿no obran así también los pecadores? ¿Qué hay de nuevo si saludan a sus amigos? ¿No lo hacen también los que no conocen a Dios? (versículos 46 y 47).

Esta enseñanza sublime la supieron predicar y vivir los discípulos, como San Esteban que muere orando por sus asesinos, o como nos lo recomienda San Pablo en múltiples ocasiones (Rom.12, 14 y 13, 9; Gál. 5, 14; Cor. 4,12; Ef. 5,1).

Nuestro Salvador nos propone dos motivos de aliento para amara los enemigos: el ejemplo del Padre Eterno que hace el bien a los buenos y los malos y además nos promete como premio, ser hijos de ese mismo Padre Bondadoso.

Termina Jesús poniéndonos un ideal ciertamente inalcanzable, pero al cual debemos tender con todas nuestras fuerzas: "Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto su Padre que está en el Cielo" (v 48).

Perfeccionamiento del 6º. y 9º. Mandamientos.

"No cometerás adulterio" "No codicies la mujer de tu prójimo" (Ex. 20, 14, 17) dice escuetamente el Decálogo. La mujer era considerada entre las "cosas" del hombre. Así como se prohibía codiciar su casa, su burro y su buey, tampoco había que desear a su mujer: "No codicies nada de lo que le pertenece". La mujer pertenecía al hombre como una cosa más. En la práctica se interpretaba prohibiendo los actos explícitos de la infidelidad, pero Jesucristo va más allá: no solamente ordena extirpar hasta la raíz del adulterio, o sea el simple deseo previo al acto, sino que equipara a la mujer al hombre. Tan adúltero sería el hombre como la mujer en caso de infidelidad.

Cuando ponen en su presencia a esa mujer sorprendida en adulterio para ver si aprobaba la costumbre machista de apedrearla a muerte, su cómplice en el pecado de adulterio no corría prácticamente ningún peligro a pesar de que en el Libro del Deuteronomio la Ley establecía lo siguiente: "Si sorprenden a uno acostado con la mujer de otro, han de morir los dos: el que se acostó con ella y la mujer. Así extirparás la maldad de ti" (Deut. 22, 22). De hecho, como suele suceder aún en nuestros días, la pecadora era la mujer y la condenada a muerte era ella, no él.

Por eso Jesucristo aclara que delante de Dios, tan culpable es el hombre como la mujer, tan pecador es él como ella. No hay dos morales distintas para hombres y mujeres.

Sabe bien además Nuestro Señor que de los malos pensamientos, de los malos deseos consentidos, sigue el acto positivo si se presenta oportunidad.

Es por eso que en sentido figurado añade "si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecar, sácatelo y arrójalo lejos de ti: pues mejor te está perder uno de tus miembros que no todo tu cuerpo sea arrojado al infierno" (Mt. 5, 29). Y lo mismo dice de la mano derecha, la más útil. Es tan fácil perder la castidad, es tan tentadora la infidelidad, que no debemos retroceder ante las más severas medidas para evitar el pecado. Todo lo que sea ocasión próxima de pecado, debe ser cercenado aunque deba uno sujetarse a sacrificios tan dramáticos como fuera el perder un ojo o una mano.

Lo malo es que no nos decidimos a romper una relación peligrosa: nos gusta jugar con el fuego, creemos siempre que en el momento en que queramos podremos impedir la caída. Apagamos la conciencia que nos advierte el peligro, coqueteamos con la tentación... hasta que llega el momento en que ya no deseamos evitarla y caemos en pecado irremediablemente, porque "el que ama el peligro en él perece".

Asunto del Divorcio.

Los versículos 31 y 32 del Sermón de la Montaña, siempre en el capítulo 5º. de San Mateo, son candentes, son tajantes: un NO rotundo al divorcio entendido como la liberación total del lazo conyugal con la posibilidad de casarse otra vez.

"El que despide a su mujer, la expone al adulterio y el que se case con la divorciada, comete adulterio".

Jesús vuelve a llevar al matrimonio a su primitiva santidad, condenando el divorcio y declarando la indisolubilidad del lazo conyugal. En el capítulo 19, 1-9 del mismo San Mateo, Jesús establece con mayor claridad la indisolubilidad matrimonial al decir "Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre", La unión matrimonial no es cosa simplemente humana: Dios tiene un proyecto sublime para el amor humano y lo convierte en Sacramento con su presencia en las Bodas de Caná de Galilea. Dios, el Creador del género humano, sabe por Supuesto que la familia es el fundamento primordial de la humanidad, la célula básica de la sociedad, y el divorcio contradice totalmente el plan divino y en consecuencia destruye en sus raíces a la sociedad.

No hace falta mucha observación o muchos estudios sociológicos para constatar que en los países, religiones o culturas en que el divorcio se ha instaurado como ley, la familia ha sufrido un deterioro moral con terribles consecuencias más que evidentes: son los hijos los más dañados por la separación de sus padres, sufriendo un trauma que no logran curar "padrastros" o "madrastras" postizos. No debe extrañarnos el aparentemente insoluble problema de la drogadicción, del pandillerismo, de los embarazos entre adolescentes, del SIDA, la plaga del aborto, los crímenes por arma de fuego en las escuelas y de los suicidios entre adolescentes, principalmente en los países del norte donde por ser mayoritariamente protestantes, el divorcio y las uniones posteriores (no importa cuántas sean), son cosa común y corriente. La familia ha perdido su identidad hasta el grado de cuestionarse si dos homosexuales pueden "ser familia".

La Iglesia Católica admite tan solo la separación física de los esposos en los casos en que la convivencia es imposible sin remedio, pero insiste en que son y seguirán siendo marido y mujer "hasta que la muerte los separe". Ni el Papa mismo puede anular un matrimonio si este existió. Toda Inglaterra fue separada cruentamente de la Iglesia Católica por el libidinoso Enrique VIII que exigía al Papa le permitiera unirse a Ana Bolena, siendo en realidad esposo de Catalina de Aragón.

Casos hay, sin embargo, en que la unión Sacramental no se dio por alguna razón, a pesar de haberse realizado la ceremonia ante un sacerdote. Las Leyes de la Iglesia llamadas Derecho Canónico, prevén una serie de casos en los que el matrimonio fue nulo, (por ejemplo cuando uno de los contrayentes se había casado anteriormente) y lo declara así simplemente. La Iglesia no "divorcia" a nadie, porque no tiene la facultad para ello, pero sí dictamina después de un juicio muy profesional y muy serio; que los aparentemente casados, en realidad son libres y pueden por tanto casarse por la Iglesia.

Perfeccionamiento del 2º. Mandamiento.

"Ustedes aprendieron también lo dicho a sus antepasados: No jurarás en falso, sino cumplirás lo que has prometido al Señor. Ahora Yo les digo: No juren nunca, ni por el cielo porque es el trono de Dios, ni por la tierra, que es la tarima de sus pies, ni por Jerusalén, porque es la ciudad del Gran Rey, ni por tu cabeza, porque no puedes hacer blanco o negro ni uno solo de tus cabellos. Digan sí cuando es sí y no cuando es no, porque lo que se añade lo dicta el demonio" (Mt. 5, 33-37)

El Hijo de Dios corrige los abusos que acerca de los juramentos habían introducido los judíos, pues según los fariseos, no había juramento cuando no se pronunciaba el Nombre de Dios. Nos invita simplemente a no tener que jurar jamás. Que la palabra del cristiano sea de tal transparencia y veracidad, que sea indiscutible y digna de fe total. Cuando una persona jura, está demostrando que se duda de su veracidad y el que exige un juramento atestigua que no tiene confianza en su prójimo.

¡Qué distinta sería nuestra sociedad si pudiéramos confiar en la palabra de los demás!

Perfeccionamiento del 1er. Mandamiento.

Dios no puede premiarnos mientras busquemos nuestro propio interés y el aprecio o admiración de los demás. Empezará a escucharnos y a manifestarse a nosotros, cuando hagamos las buenas obras tan solo por El, para su mayor gloria. Con el ejemplo de la limosna; la oración y el ayuno, nos hace ver que será inútil abrir la boca, dar algo o privarnos de algo si lo hacemos con el fin de llamar la atención. (Mt. 6, 1-8)

Dios está en todas partes y conoce hasta las motivaciones más íntimas de nuestro corazón. No hace falta pues, hacer alardes para que El nos vea o escuche. Al contrario: mientras más vanidosos seamos, menos prestará atención a lo que recemos o hagamos.

El Padre Nuestro.

En el Evangelio de San Mateo se presenta a continuación la enseñanza de la oración perfecta: el Padre Nuestro. San Lucas lo intercala en otro contexto y la Iglesia ha considerado a esta oración imprescindible en la vida del cristiano. Tan importante es, que se reza oficialmente en la Santa Misa todos los días. Es la oración que aprendemos de los labios de nuestra madre y abuelas.

De las 7 peticiones que hacemos al rezarlo, las tres primeras se refieren a la gloria de Dios y las siguientes a nuestros propios intereses y necesidades.

El simple hecho de empezar diciendo "Padre Nuestro" es algo que debe asombrarnos y llenarnos de amor y gratitud. ¿Cómo llamar Padre a Dios Todopoderoso, al Creador de Cielo y Tierra, al Eterno? ¿Qué somos nosotros ante El? La distancia entre el Creador y sus creaturas es simplemente infinita.

Por eso en el Antiguo Testamento abundan los nombres que revelan la fuerza, el poder, la grandeza y elevación de Dios sobre el hombre: Todopoderoso, Elohím, Yahvé, Señor de los ejércitos, Santo de Israel, etc.

Pero en el colmo de amor por nosotros, pobres pecadores, Jesucristo suprime en su persona esa infinita distancia: por la Encarnación, la Persona Divina del Hijo, se hace también hijo de una mujer extraordinaria, la Santísima Virgen María. Y lo hace para hacernos participar de su propia Vida Divina, haciéndonos hijos de Dios como El es Hijo del Padre Eterno. Es lo que llamamos Gracia Santificante.

Por medio del Bautismo y de los demás Sacramentos, somos hermanos de Jesucristo y por tanto hijos de su Padre. ¡Podemos rezar el Padre Nuestro!

Los Santos Padres de la Iglesia y los grandes místicos y santos, han comentado abundantísimamente la Oración del Señor (oración Dominical, del latín Dominus = Señor).

Rezar de veras esta oración es suficiente para hacernos cambiar de vida. Pensar en cada una de sus palabras, meditándolas en el corazón, haciéndolas vida en nosotros, bastaría para cambiar el mundo entero porque nos descubriríamos todos hermanos, hijos de un mismo Padre. Lástima que la decimos en muchas ocasiones tan solo con los labios, a toda prisa y pensando en otras cosas.

Dios y las Riquezas.

En los versículos 19 al 21 del capítulo 6 del Evangelio de San Mateo, Nuestro Señor nos dicta la posición que debemos tomar ante los bienes materiales:

"No se hagan tesoros en la tierra, donde la polilla y el gusano los echan a perder y donde los ladrones rompen l muro y roban. Acumulen tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el gusano los echan a perder, ni hay ladrones para romper el muro y robar. Pues donde están tus riquezas ahí está también tu corazón".

No tan solo en el Sermón de la Montaña Jesús aborda este tema tan difícil. Recordemos: que en otra ocasión dijo: "Nadie puede servir a Dios y al dinero" (Mt. 6, 24)

En estos tiempos de un desenfrenado consumismo, de un afán de lucro a toda costa (tráfico de drogas, de indocumentados, contrabando de armas, secuestros, venta de niños, corrupción en todos los ambientes, etc.); cuando tratan de convencernos de que la lotería o cualquier rifa nos puede dar la felicidad... Sencillamente no puede conciliarse el culto a Dios con las voluptuosidades y pecados que las riquezas permiten hacer. Poderoso caballero es don dinero, dice el refrán popular.

El dinero compra lo que sea, por dinero se da lo que sea, hasta el alma misma. Es necesario escoger entre el Amo del Universo y el amo de este mundo, que es el dinero. Ellos son dos señores rivales e incompatibles a los cuales no se les puede servir al mismo tiempo.

Por las riquezas, el pobre, en su ambición, cae en pecados sin cuento: desde robos a mano armada hasta asesinatos... mientras que el rico cae en el orgullo, sensualidad, impureza, traiciones, escándalos, dureza de corazón, avaricia, etc... Nada como el amor a las riquezas contraría la acción del Evangelio en el mundo, pues viene a ser una auténtica idolatría: la adoración del Becerro de Oro.

Confianza en la Divina Providencia.

Como corolario de esta visión acerca de los bienes materiales, Jesucristo nos enseña a partir del versículo 25 del mismo capítulo 6, a confiar en el amor providente de Dios por nosotros.

Con ejemplos muy cotidianos nos hace ver que lo importante en la vida no es lo material: Dios que cuida a las aves del cielo, los lirios del campo, a la hierba común, no puede dejarnos sin alimentos y vestido. "¿No valen ustedes más que las aves? ¿No es más la vida que el alimento y el cuerpo más que la ropa? ¿Qué Dios no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe? ¿Por qué tantas preocupaciones? El Padre de ustedes sabe que necesitan todo eso. Por lo tanto, busquen primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás vendrá por añadidura" (Mt. 6, 25-33). Ya sabemos que el Reino y la justicia equivalen a la Gracia de Dios, a la Santidad.

La confianza en la Providencia amorosa de Dios por nosotros, no excluye, por supuesto, nuestro honesto trabajo para proporcionarnos lo necesario para vivir. Dios cuida a las aves del cielo, pero no les abre el piquito para alimentarlas: los pajaritos no descansan buscando su comida. "A Dios rogando y con el mazo dando".

Perfeccionamiento del 8º. Mandamiento.

En el capítulo séptimo de San Mateo, Jesús aborda el tema del falso celo, indiscreto y equivocado para juzgar la conducta del prójimo. "No juzguen y no serán juzgados (Mt. 7, 1).

Debemos por supuesto, juzgar en el sentido de discernir entre el bien y el mal de lo que sucede a nuestro alrededor, pero no debemos juzgar en el sentido de hacernos jueces para condenar a nuestro prójimo. Cada uno de nosotros llevamos dentro un tribunal siempre alerta al que citamos a todo mundo usurpando un derecho que nadie nos ha dado, en el que se acusa sin previa investigación, sin tomar en cuenta el derecho de la defensa y en el que se condena sin apelación. ¡Qué de iniquidades juntas!

y lo peor: al juzgar al prójimo no tomamos un elemento decisivo que es la intención, solo conocida por Dios, el Justo Juez.

Para juzgar usamos dos medidas (v 2), una para juzgarnos nosotros mismos y otra para los demás. Dios nos deja en libertad para que elijamos la medida en que queremos ser juzgados: la medida con la que medimos será aplicada a cada uno de nosotros.

La solidaridad humana, al amor al prójimo y la preocupación por la salvación de sus almas, nos obliga a usar de la corrección fraterna, pero habrá que hacerla con suma prudencia y caridad, con benevolencia y oportunidad. No debemos permanecer indiferentes por una falsa humildad ante las malas acciones que vemos se cometen a nuestro alrededor. Y al mismo tiempo, como pecadores que somos, debemos ser humildes para aceptar las correcciones y los consejos que nos den nuestros hermanos.

El versículo 6 del capítulo 7 merece una explicación especial: "No den las cosas sagradas a los perros ni echen sus joyas a los cerdos. Ellos podrían pisotearlas y después, se lanzarían encima de ustedes para destrozarlos". Jesús piensa en las dificultades que van a encontrar los cristianos viviendo en el mundo hostil al Evangelio. Propagar indiscriminadamente los misterios cristianos, malbaratar los Sacramentos, hablar de los deberes del cristiano a los que no están preparados para entenderlos, sería en el mejor de los casos inútil, porque en la tormentosa historia de la Iglesia, hemos visto cómo ha sido incomprendida y perseguida a muerte en todo el mundo por los enemigos de Cristo como sucedió en nuestra Patria después de la Revolución el siglo pasado.

Eficacia de la Oración

Los versículos siguientes, siempre del capítulo 7 del Evangelio de San Mateo, nos invitan a orar asidua y confiadamente. "Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen a la puerta y les abrirán. Porque el que pide recibe, el que busca halla y al que llame a una puerta le abrirán".

Respecto de la oración del cristiano, hay que referirnos también a otros lugares en los Evangelios: Lc. 11, 19; Mc. 11, 24; Jn. 14, 13; 15, 7; 16, 23 Y St.1, 5. No vayamos a pensar que Dios hará cualquier milagro que le pidamos. Cuando un enfermo trata de convencerse de que va a sanar, puede que con esto la mejoría se haga más fácil, pero ese ejercicio mental o esa esperanza no es necesariamente la fe en Dios. Y si me sugestiono a mí mismo para persuadirme que Dios me dará el premio mayor de la Lotería, El no tiene la obligación de pensar que siendo más rico, seré mejor, más santo.

Sabemos que Dios nos ama y escucha nuestras oraciones aunque sean imperfectas o equivocadas. El quiere nuestro bien nuestra felicidad, nuestra salvación. Aquel que está apasionado por el Reino de Dios, pide al Señor que su mano todopoderosa quite los obstáculos que se oponen a la extensión del Reino,. empezando por nuestra alma.

Nos pide Cristo que perseveremos en la oración hasta conseguir de Dios la certeza de que nuestra oración ha sido escuchada o por el contrario descubramos que lo que pedíamos no era bueno para nosotros ni la voluntad de Dios.

En el Padre Nuestro oramos una y otra vez que se haga la voluntad divina y no la nuestra, como Jesús mismo oró en el Huerto de los Olivos. ¡Sabemos tan poco de lo que nos conviene! Somos muy hábiles para auto convencernos de que lo que nosotros deseamos, Dios lo quiere también. Y en muchos casos no es así, sino todo lo contrario. ¿Qué es mejor, la salud o la enfermedad, la riqueza o la pobreza, el éxito o el fracaso?

El cristiano se esmera en descubrir cuál es la voluntad de Dios y pide la fuerza para acatar sus designios. En una oración de la Misa decimos que la Providencia de Dios nunca se equivoca. Nosotros sí. Y aunque de pronto no veamos claro, debemos poner por encima de todas las penas o problemas de nuestras vidas, la certeza absoluta de que Dios nos está escuchando y si permite ciertas cosas, es a la larga por nuestro bien.

Recordemos las palabras del Papa Juan Pablo II: "El único mal absoluto es el pecado". Viviendo en Gracia de Dios, todo lo demás, todo sin excepción, es secundario, por doloroso que sea.

 

La puerta angosta.

Los versículos 13 y 14, capítulo 7, son tremendos. Jesús nos advierte en contra de la molicie, que es el afán de pasarla bien, evitando todo esfuerzo, todo sacrificio. Los humanos somos capaces de privaciones exigentísimas por conseguir una medalla olímpica o un trofeo, pero el cristiano aburguesado, tibio, blandengue, quiere salvar su alma sin el menor esfuerzo. Tal vez confiado en la bondad de Dios o habiendo perdido de vista su último fin, se deja envolver por las comodidades, el placer y la diversión, permitiendo en su conducta actitudes parecidas a las de aquel rico Epulón del Evangelio, que fue incapaz de ver siquiera y menos de compartir su bienestar con el mendigo Lázaro; no era malo, pero vivía demasiado placenteramente, gozando el momento actual.

Y este concepto tiene repercusiones muy actuales y candentes. Para poder vivir cómodamente, no más de dos hijos: así se puede estrenar auto, salir de vacaciones, tener casa propia y beber vinos importados. Claro que para evitar un tercer hijo, habrá que recurrir a los anticonceptivos, a las operaciones quirúrgicas masculinas o femeninas o en último caso al aborto. La molicie termina en asesinato.

La puerta es estrecha, ya lo dijo el Señor. Son muchos los que entran por el camino ancho y fácil pero que conduce a la perdición, a la condenación eterna.

Los frutos buenos, los frutos malos.

En Mt. 7,15-20 Jesucristo nos dice otra de sus parábolas geniales: ¿Quién no entiende que por los frutos calificamos a un árbol de bueno o de malo? Evidentemente un árbol que da frutos buenos es un árbol bueno. "Por sus frutos los conocerán" (ver.19) y eso se aplica a nosotros. ¿Qué clase de frutos estamos dando en esta vida? Los casados, ¿qué clase de hijos tienen? Los religiosos y sacerdotes, ¿qué huella han dejado en la santificación de las almas? Los solteros, ¿qué han hecho de su vida?

Un dicho muy popular dice que "hay que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro" pero habría que añadir que debe ser un buen hijo, un buen árbol y un buen libro, porque de otra manera, habríamos hecho más mal que bien.

El mismo criterio debe ser aplicado a la familia, a la comunidad, a la Parroquia, a una Orden Religiosa y a la Iglesia misma. Podemos decir con legítima satisfacción que la Iglesia Católica ha dado maravillosos frutos de santidad en sus 2000 años de existencia: la lista de los Santos es innumerable. Miles y miles de cristianos han sabido seguir las enseñanzas del Sermón de la Montaña y han hecho un bien enorme a la humanidad entera.

Tenemos Santos y Santas de todas las condiciones sociales, de todas las razas, de todas las naciones evangelizadas. Auténticos héroes de Cristo que deben ser para nosotros ejemplos a imitar. No olvidemos a nuestro Santo Patrono, cuyo nombre llevamos. Seguir sus pasos en pos de Cristo será un camino seguro... aunque la senda sea estrecha.

Concluye el Sermón de la Montaña

Los cimientos de una casa

"No es el que me dice: ¡Señor, Señor! el que entrará al Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo". Somos muy propensos a considerarnos ya salvados por haber hecho ciertas cosas buenas, por haber sido amigos de un sacerdote, por haber sido monaguillos en la infancia, llevar un escapulario al cuello o la Guadalupana tatuada en el pecho. Podemos ser casados "por la Iglesia" y asistir a Misa "por lo general", peregrinar a Chalma cada año, colaborar con los cohetones en la fiesta patronal, etc., pero al mismo tiempo no estar en Gracia de Dios.

La Fe que nos salva obra mediante el amor (Gal. 5,6) y nos hace cumplir la Ley del Evangelio, vivir según los criterios de Cristo (St. 2, 8). La voluntad del Padre Celestial no es otra sino que sigamos a su Hijo Jesucristo hasta las últimas consecuencias, sin regateos, sin trampas, sin chantajes. Tal vez dicho seguimiento sea como normal para algunos cristianos, pero en otras ocasiones, puede llegar a ser simplemente heroico, como en el caso de los mártires.

Vivir según el Sermón de la Montaña es todo un estilo de vida que exige el acoger honestamente la Palabra de Dios, la lucha permanente en contra de las malas tendencias, la práctica de una caridad eficaz y la vivencia de la comunidad en la Iglesia.

Bienaventurado el cristiano que pone los cimientos de su vida entera en las palabras de Cristo. Su vida será como canta el Salmo primero: "Como un árbol plantado junto al río que da fruto a su tiempo y tiene su follaje siempre verde".

 

¡Sed santos! Si, santificad vuestras propias vidas y mantened siempre en vuestro interior la presencia de aquel que es El solo Santo. Sólo si aceptáis como propio estilo de vida el inmutable carácter específico del Evangelio podréis atraer a los hombres.

SS. Juan Pablo II.

 

Bibliografía:
R. P. Pedro Herrasti S. M.
1a. Edición 2000
Folleto E.V.C. No. 463
Sociedad E.V.C. Apdo. Postal 8707, 06000, México, D.F.