EL VERBO SE HIZO CARNE

En la fiesta de Navidad, la Iglesia anuncia al mundo cada año 
con las palabras del evangelista Juan -"el Verbo se hizo carne y 
habitó entre nosotros"- que en la persona de Jesús de Nazaret, 
nacido en Belén en tiempos del rey Herodes, el hijo de Dios se hizo 
hombre, es decir, que se convirtió en uno de nosotros, entrando en 
nuestra historia y compartiendo en su totalidad el sombrío drama 
de la condición del hombre. Con ese anuncio, la Iglesia da un 
testimonio y hace una propuesta de fe, invitando a todos los 
hombres a creer en Cristo.
Podemos preguntarnos ahora: ¿esa propuesta de fe tiene 
sentido para el hombre de hoy? En otras palabras, ¿qué le dice, o 
mejor, qué puede decirle al hombre de hoy el Cristo -no un Cristo 
cualquiera, sino el Cristo, Hijo de Dios hecho hombre- que la Iglesia 
testimonia y propone? Ciertamente, la figura de Cristo dice mucho 
a los hombres de nuestro tiempo, incluso a los no creyentes. 
Veinte siglos después de su muerte, su figura sigue irradiando una 
fascinación extraordinaria, porque su vida, con sus palabras y su 
ejemplo, ha mostrado que es posible la utopía humana: el sueño 
del hombre, la aspiración que late en lo más recóndito de su ser al 
amor, a la fraternidad, a la sinceridad, a unas relaciones humanas 
no basadas en la prepotencia, en el engaño y el odio. Jesús le ha 
descubierto al hombre una nueva dimensión humana y una nueva 
posibilidad de ser, señalándole con su ejemplo el modo de 
realizarla. Sin duda, la tragedia de su muerte ha puesto de 
manifiesto lo difícil que resulta realizar su utopía; sin embargo, no 
ha sido inútil, ya que no sólo ha mostrado la seriedad de su 
empeño, sino que también hoy infunde valor a quienes combaten 
por la misma utopía por la que El murió. Así, para muchos hombres 
y mujeres de nuestro tiempo -que se encuentran sin duda entre los 
mejores por la elevación de sus ideales, por la pureza de sus 
intenciones, por su generosidad y su ánimo-, Cristo es "punto 
firme" en el camino hacia un mundo más fraterno y más justo; es 
una fuente de inspiración y un modelo de fuerza y de valor para 
todo el que -creyente o no- desea luchar por el reino del hombre o 
por la causa de la libertad, de la justicia, de la fraternidad y de la 
paz.
Es, pues, la figura histórica y humana de Cristo, es su destino 
humano lo que le habla al hombre de hoy.
Pero la Iglesia no presenta a Jesús como un simple hombre sino 
como el Hijo de Dios hecho hombre, no habla sólo de la persona 
histórica de Jesús, de su vida y de su muerte ubicadas en un 
determinado lapso de tiempo, sino que habla de Cristo como del 
Señor vivo, afirmando que Jesús de Nazaret ha resucitado de la 
muerte y está vivo "a la derecha del Padre" como Señor de la 
historia, y presente en medio de la Iglesia, congregada en su 
nombre; más aún, en el corazón mismo de la humanidad, como 
salvador de todos los hombres.
Surge entonces la pregunta: si Jesús habla a los hombres de 
hoy en su humanidad, ¿les habla también en su divinidad, o, mejor, 
en su divinidad-humanidad, en su ser de Dios-hombre, de Hijo de 
Dios encarnado, según lo confiesa la Iglesia? Hay que señalar 
objetivamente que para muchos hombres de hoy, la divinidad de 
Cristo, además de antojárseles imposible -¿cómo podría hacerse 
Dios hombre?, se dicen-, se presenta carente de significado.
Más todavía les parece que la divinización de Cristo por parte de 
la Iglesia ha desfigurado su profunda humanidad, absorbiendo y 
diluyendo al hombre concreto que fue Jesús de Nazaret en una 
figura mítica y difuminada, y eliminando el carácter trágico de su 
destino de hombre que sale valientemente al encuentro de lo que 
sabe que es el final sin remedio. El Cristo Dios les parece la 
caricatura del hombre Jesús.
Sin embargo, a pesar de la negación de la divinidad de Cristo 
por parte de muchos no creyentes, la Iglesia reafirma hoy la validez 
de las fórmulas cristológicas de los Concilios de Nicea, 
Constantinopla y del Laterano IV, y confiesa ante el mundo que 
"Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre".
¿Por qué esta reafirmación tan enérgica de la divinidad de Cristo 
por parte de la Iglesia? No se trata, ciertamente, para la Iglesia de 
repetir mecánicamente viejas formulas por incapacidad de 
reconsiderar críticamente fórmulas de fe pertenecientes a un 
pasado ya muerto; tampoco se trata de adhesión a una venerada 
tradición. Lo que mueve a la Iglesia a reiterar con suma energía la 
divinidad de Jesucristo es la vivísima conciencia de que sólo así es 
fiel a su misión de conservar intacto y de transmitir sin 
adulteraciones "el depósito de la fe" que Jesús y los apóstoles le 
han confiado.
Si para transmitir ese depósito se sirve de las fórmulas de los 
antiguos concilios, lo hace convencida de que ellos, iluminados por 
el Espíritu Santo, que tiene en la Iglesia la misión de conducirla a la 
plenitud de la verdad, han interpretado y expresado fielmente, 
explicitándola cuando era necesario, la enseñanza de Jesús y de 
los Apóstoles. Por eso, tales fórmulas son para ella verdades 
"dogmáticas", que sin duda pueden ser completadas y 
desarrolladas con nuevas aportaciones de la ciencia exegética y 
de otras ciencias humanas, de modo que expresen el misterio de 
Cristo en toda su riqueza y en términos comprensibles para la 
mentalidad del hombre de hoy, pero no pueden ser negadas como 
impropias ni dejadas a un lado como totalmente inadecuadas e 
incluso descaminadas.
Al proclamar el dogma de la Encarnación del Hijo eterno y 
preexistente de Dios en la persona histórica de Jesús de Nazaret, 
la Iglesia es consciente de que anuncia una paradoja 
desconcertante para la razón humana. Por eso, habla de un 
"misterio" que sólo se puede aceptar por fe, es decir, por un don, 
por una gracia de Dios que mueve al hombre a adherirse con la 
inteligencia y con el corazón a una verdad que no contradice, sino 
que trasciende la razón humana y que está fundada no en pruebas 
racionales que fuerzan a asentir, sino en la autoridad de Dios 
revelador. Se da cuenta, por tanto, de que personas no iluminadas 
por la fe, debido a sus prejuicios de orden filosófico o científico que 
les impiden percibir la seriedad de los motivos que hacen creíble el 
misterio cristiano, pueden no adherirse de buena fe al dogma de la 
divinidad de Cristo o incluso rechazarlo positivamente. Sabe, 
ciertamente, que no todos los que no se adhieren a Cristo o 
rechazan la divinidad lo hacen de buena fe. No obstante, dejando a 
Dios el juicio sobre la sinceridad de los hombres, la Iglesia estima 
deber suyo proclamar a todos su fe en la divinidad de Cristo, en la 
convicción de que el dogma de la Encarnación es significativo para 
los creyentes, pero también para los no creyentes, al menos para 
los que buscan algo que pueda dar un sentido más verdadero y 
más profundo a su vida.
¿Cuál es, en realidad, el significado de la Encarnación? Antes de 
nada, es el signo de la originalidad del cristianismo.
Ninguna otra religión en efecto, profesa la Encarnación de Dios 
en una naturaleza humana histórica. Con la Encarnación, Dios 
entra en la historia humana como hombre en medio de los 
hombres, compartiendo con ellos la condición humana en toda su 
realidad de debilidad, de sufrimiento y de mal, a excepción del mal 
moral, del pecado.
Aquí estriba la originalidad del cristianismo, pero también su 
escándalo y su locura para la razón humana. Parece, en efecto, 
que si la razón humana puede admitir, aunque no sin dificultad, 
que Dios hable a algunos hombres o realice por medio de ellos 
cosas maravillosas, en cambio no puede admitir la historicidad de 
Dios, que supone no sólo una manifestación de Dios en la historia, 
sino existir en la historia.
Sin embargo, justamente su existir en la historia en la persona de 
Jesús es lo que hace al cristianismo significativo para el hombre y 
digno de su interés, como capaz de responder a sus más 
profundas aspiraciones.

Agustín GARCIA GASCO
Arzobispo de Valencia