Un solo Señor, Jesucristo


«Creemos en un solo Señor Jesucristo». Creemos en Jesús, el 
Cristo y el Señor. Hay estos tres elementos en nuestra profesión de 
fe: fe en Jesús, que es el Cristo, que es el Señor. Es el orden más 
lógico. Algunos dicen que este artículo tendría que ser el primero 
del Credo, porque antes de creer en Dios Padre se ha de creer en 
Cristo, el Señor. Tal vez haya una cierta verdad en esto: no 
creemos en cualquier Dios, sino que creemos en el Dios que nos ha 
revelado Jesucristo. Ahora bien, cuando decimos que creemos en 
Dios Padre, Padre de Jesús y Padre nuestro, ya está implícito que 
hablamos de Dios Hijo, Jesucristo.
Dios Padre se nos ha revelado por Jesucristo Y, por tanto, 
creemos primero en Jesús, el Cristo, que nos da a conocer a Dios 
Padre. Es lo específico y peculiar de la fe cristiana: tenemos acceso 
a Dios a través de una persona histórica y de un hecho histórico. Es 
algo realmente muy singular. Un escritor inglés, H. Belloc, cuenta en 
sus memorias la siguiente anécdota: Cuando estaba discutiendo en 
Oxford con unos estudiantes, uno de ellos le dijo: «No nos hará 
creer usted que un pobre paisano de Galilea, del tiempo de Tiberio, 
es el Creador del cielo y de la tierra». Y el escritor contesto: «Pues, 
realmente, así es. Esto es lo singular de nuestra fe cristiana».
Jesús es un nombre concreto de un hombre concreto: Jesús de 
Nazaret. Un hombre de quien se conocían los hermanos y los 
padres: «¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de 
Santiago y de José, de Judas y de Simón? ¿No están sus hermanas 
entre nosotros?» (/Mc/06/01-05). Era una persona concreta que 
vivía en un ambiente concreto, que tenía familia, que tenía paisanos 
que lo conocían bien, hasta el punto de que sabían que no había 
estudiado, y lo comentaban. Conocían su vida y era un hombre 
como cualquier otro.
Este Jesús de Nazaret, esta persona concreta, empezó un día a 
anunciar que el Reino de Dios estaba cerca; que traía una buena 
nueva de salvación; que había llegado el tiempo que Dios había 
prometido en los siglos antiguos; que Dios estaba a punto de hacer 
algo nuevo; que Dios acogía a los pecadores, a los pobres y a los 
marginados. Y que era El, Jesús, quien, en nombre de Dios, acogía 
a los pecadores, a los pobres y a los marginados, frente a una 
organización socio-religiosa que más bien los rechazaba. Y todo 
esto lo hacía Jesús con autoridad: «Y hablaba con autoridad» (Mc 
1,27). Autoridad que venía confirmada con signos de la fuerza 
extraordinaria de Dios, sobre todo echando los demonios, signo que 
significa muy particularmente la misión que tenía de vencer el mal 
que atenazaba a los hombres. Este hombre de Nazaret 
reinterpretaba, también con autoridad, la Ley frente a las 
autoridades oficiales de su pueblo, como se constata en el sermón 
de la Montaña, donde reinterpreta el sentido del templo, el sentido 
del culto, de la moral, etc.
«Cristo» es la traducción griega de una palabra hebrea que 
quiere decir «el Ungido», «el Mesías», "el Cristo", o también «el 
Escogido por Dios», el consagrado por Dios para cumplir la obra de 
Dios.
En tiempos de Tiberio, un tal Jesús de Nazaret se presenta como 
el cumplidor de las promesas de Dios, el Mesías según las 
promesas antiguas que Dios había hecho a Abraham, a David y a 
los Profetas. Y los que creen en él proclaman a Jesús el Cristo, el 
Mesías. Se realiza así por primera vez lo que los teólogos de ahora 
llamarían «el paso del Jesús histórico al Cristo de la fe».
·Cullmann-O, uno de los mejores exegetas modernos, planteó la 
problemática de esta manera: de alguna forma, tiene que haber un 
paso, un transito entre la experiencia del Jesús histórico, 
experiencia de una persona humana concreta, al Cristo de la fe.
Y hay que notar que este paso, este tránsito, esta opción, por la 
que se reconoce que Jesús es el Enviado definitivo de Dios, no es 
exclusiva de los que vivimos casi veinte siglos después. Algunos 
podrían pensar que estamos en desventaja: como no hemos tenido 
experiencia del Jesús histórico, no nos queda más que el recurso al 
Cristo de la fe. Este planteamiento viene de la época historicista, 
cuando se hacían intentos -que resultaron vanos- por reconstruir 
exactamente el Jesús histórico. Era el ideal de los teólogos y 
exegetas de finales del siglo pasado y comienzos de éste: 
reconstruir con todo detalle histórico lo que realmente vivió Jesús. 
Pero el problema del paso del Jesús histórico al Cristo de la fe no 
quedaría automáticamente resuelto el día que tuviéramos como un 
«vídeo» de todo lo que pasó mientras Jesús vivía, sino que es un 
problema que ya tenían las gentes del tiempo de Jesús. Es evidente 
que mucha gente vio a Jesús, lo tocó, lo sintió y no creyó en El, sino 
que lo crucificó. Y a nosotros podría pasarnos lo mismo, aunque un 
día la técnica llegara a recuperar las imágenes y palabras 
auténticas e históricas del mismísimo Jesús.
La mesianidad de Jesús, la «cristianidad» de Jesús, no es algo 
que quede automáticamente demostrado ni resulte evidente a partir 
de su realidad histórica. Si así fuese, no se explicaría cómo muchos 
de sus contemporáneos no le aceptaron como Mesías y Cristo. No 
hay que pensar, en contra de lo que opinaban ciertos apologetas 
de fines del siglo pasado, que para creer en Jesús basta con 
reconstruir exactamente su historia. Cuando la crítica historicista vio 
que esto era imposible, vino la reacción contraria: se tiende a 
pensar que, si no podemos recuperar al Jesús histórico, nuestra fe 
en Jesús ha de quedar como falta de fundamento positivo.
El exegeta R. Bultmann, más tarde, intenta hallar una salida: 
dejemos al Jesús histórico y quedémonos sólo con el Cristo de la fe. 
Pero esto tampoco es admisible. El Cristo de la fe se sustenta en el 
Jesús histórico, aunque no se deduce sólo necesaria y 
evidentemente, del Jesús histórico. Se necesita como una 
interpretación. La mesianidad o la divinidad de Jesús no se puede 
demostrar, al menos con una demostración puramente histórica, 
objetiva o científica; pero tampoco es objeto de una opción gratuita, 
es decir, algo que el que quiere cree y el que no quiere no. Es algo 
que surge de una determinada postura ante este histórico Jesús de 
Nazaret.
Reflexionemos un momento: ¿quiénes son los que aceptan a 
Jesús en su vida?; ¿cuáles son las condiciones para aceptar a 
Jesús como el Cristo? Prácticamente, las que El mismo describe en 
el sermón de la Montaña: son los pobres de espíritu, los limpios de 
corazón, los que buscan la justicia... quienes reconocen a Dios y su 
Reino en Jesús. Es decir, ante Jesús hay amigos y enemigos. Es un 
signo de contradicción. Ante Jesús hay quien se pone a favor y 
quien se pone en contra; y también hay gente indiferente. González 
Faus, basándose en el libro de A. Holl, "Jesús en malas 
compañías", describe quiénes son estos amigos y estos enemigos: 
la gente social y religiosamente no aceptada, gente de clase baja y 
de mala fama, se hacen amigos de Jesús; «las malas compañías», 
por decirlo así. Y la gente bienestante, piadosa y "como se debe", 
se hacen mas bien enemigos de Jesús (con alguna excepción como 
Nicodemo, por ejemplo, aunque va de noche, medio escondido, 
porque no estaba bien visto andar con Jesús).
Esto quiere decir que la opción por Jesús se hace desde un 
determinado lugar; no un lugar meramente politico-social, sino un 
lugar, podríamos decir, de postura espiritual: desde la pobreza de 
espíritu en que se hallan los pecadores, los desgraciados, los 
enfermos y los que se encuentran abandonados de todos y de todo 
en la vida. Son los que tienen conciencia de la necesidad de la 
gratuidad: gratuidad en todo, en su vida y en su existencia terrena y 
en su salvación y en el perdón que necesitan de Dios.
FE-EN-XTO J/FE: Sólo reconocerá a Jesús como Cristo el que 
sienta la necesidad de ser salvado por Cristo. Sólo reconoce al 
Salvador el que necesita ser salvado. Esto es muy importante. 
Como -diríamos- sólo conoce al médico como medico el que se 
siente y sabe enfermo y busca en él el remedio.
FARISEÍSMO GRATUIDAD: Desde el principio he intentado hacer 
comprender que el Credo no es una afirmación de enunciados 
nocionales, sino que es colocarse en unas determinadas actitudes. 
Creer en Jesús, y en Jesús el Cristo, el Mesías, el Salvador, quiere 
decir: descubrir que El responde a la necesidad que tenemos de 
salvación; y para esto se requiere la actitud de pobreza de espíritu, 
de humildad, de gratuidad. Por eso los fariseos que creían que se 
salvaban a sí mismos con sus obras y sus purificaciones, con el 
pago de los diezmos y con el cumplimiento exacto de la ley, no 
reconocen a Cristo. La acogida que Cristo ofrece a los marginados 
y pecadores les molesta: ¿Dónde quedan sus méritos, ganados con 
tanto esfuerzo, si cualquier desgraciado, aunque no haya cumplido 
la ley, se salvará con tal de que ponga su confianza en Dios 
manifestado por Cristo? 
Cristo viene a decirnos a los fariseos de todos los tiempos que 
hay disposiciones interiores mas esenciales que las meramente 
morales y cultuales. No dice que se tenga que despreciar la ley y el 
culto en sí mismo, sino que la confianza que los hombres ponen en 
ellos les hace incapaces de reconocer la bondad de Dios y la 
necesidad de solidaridad con el hermano; que la confianza en las 
propias obras de religión no hace más que fomentar el propio 
orgullo.
POBREZA/SV SV/POBREZA: En resumen: sólo conocerá y 
aceptará a Cristo como Salvador aquel que sienta la necesidad de 
ser salvado, y sólo sentirá la necesidad de ser salvado aquel que 
se considere pobre, pecador y en situación de absoluta gratuidad.
Una de las consecuencias de esto es que no podemos dejar de 
aceptar que somos pecadores. Algunos creen que los Ejercicios de 
San Ignacio no son de este tiempo, porque hablan de pecado. Yo, 
defendiendo con toda humildad el propio patrimonio, creo que los 
Ejercicios tienen una lógica perfecta según el evangelio, porque el 
que no empieza por la consideración del pecado, el que no se 
siente pecador, no necesita a Cristo, no le sirve de nada. Se 
requiere un auténtico sentido de nuestra pobreza espiritual para 
admitir que delante de Dios estamos en una situación negativa, en 
números rojos: a Dios no le hemos dado nunca todo lo que 
tendríamos que darle, no hemos correspondido al amor de Dios.
PECADOR/CONCIENCIA: No hay que entender el pecado 
legalísticamente, sino como una incapacidad de amar, como fallo en 
el amor. Si no nos sentimos así, pecadores, no tendremos el 
sentido de Cristo. Cristo no nos dirá nada y seremos de aquellos 
fariseos autosatisfechos de sus propias buenas obras, o de 
aquellos desesperados que no pueden creer que Dios aún les 
ama.
Sólo conoce a Cristo como Salvador aquél que siente 
urgentemente, casi con angustia -aunque no me acaba de gustar la 
palabra, porque Dios no nos angustia nunca-, vivencialmente al 
menos, la necesidad de ser salvado por el amor gratuito de Dios; es 
decir, el que está convencido de que lo único que puede salvar es 
el amor de Dios mismo.
Esto es precisamente lo que vino a anunciar Jesús. El Cristo, el 
Mesías, el Salvador, vino a liberar a Israel de su condición de 
impotencia, a sacarle de su situación de frustración. El Exilio y las 
adversidades de Israel, leemos en los Profetas, eran signos de la 
situación espiritual del pueblo. Estaba exiliado porque él mismo se 
había apartado de Dios, se había alejado, y Dios lo había como 
dejado. El pueblo estaba oprimido porque había dejado de poner su 
confianza en Dios y la había puesto en los asirios, en los babilonios, 
en los egipcios, en los cultos cananeos... Son temas constantes en 
los profetas. El pueblo estaba desamparado de Dios porque, en la 
interpretación legalista de todo el Antiguo Testamento, ponía la 
confianza en sus obras y no la ponía en el Señor.
A veces se hace esta pregunta: ¿Creía en Jesús la gente que le 
seguía? ¿Creían que era el Mesías? ¿Cómo creían? ¿Creían los 
propios apóstoles? En Mt 16,13, cuando Jesús pregunta: «¿Quién 
dice la gente que es el Hijo del Hombre?» ellos contestan: «Unos, 
que Juan Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o algunos 
de los profetas. Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» San Pedro 
respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios viviente". Si sucedió 
exactamente así, literalmente, como está narrado por Mateo, o si es 
una elaboración de la comunidad, es algo que podrán discutir los 
entendidos. Lo importante es que tanto los que seguían a Jesús 
como los que eran curados por El, y hasta los mismos apóstoles, 
tenían al menos una fe implícita en Jesús; quizá no tanto explícita, 
quizá no tematizada, pero sí una fe-confianza sincera y total. Quiero 
decir que si se les hubiese preguntado: "¿Es éste el Mesías?", tal 
vez el propio Pedro o los otros apóstoles, o Marta o Lázaro, no 
hubieran sabido bien cómo contestar. Quizá se hubieran quedado 
un poco asustados de la pregunta. Nosotros a veces estamos muy 
preocupados por la exactitud de las formulaciones dogmáticas y, sin 
embargo, puede haber fe total e implícita en el Cristo y no saberla 
expresar. La fe, la cualidad de la fe, no siempre se puede medir por 
la cualidad de la expresión de la gente que cree. Tenemos que 
tener cuidado cuando decimos que la gente no tiene fe, que no 
sabe nada de la fe. Tal vez tengan una fe muy informe, tal vez no 
sepan expresarla, pero creen más allá de lo que saben. Creer en 
Cristo no quiere decir tener una cristología absolutamente perfecta, 
aunque (sobre todo los que son más responsables dentro de la 
Iglesia) hemos de procurar que nuestra expresión de la fe sea lo 
más perfecta posible. Ciertamente hay unos límites que nos señalan 
que más allá de ellos la fe queda desfigurada en «herejía». Pero no 
pensemos que la fe se pueda traducir adecuadamente en palabras. 
Ya decía San Agustín que la fe va siempre más allá de su 
expresión.
J/SEÑOR: Intentemos ahora hacernos cargo de lo que significa 
decir que Jesús es el Señor. En el Antiguo Testamento, «El Señor» 
era Yahvé. Sólo hay que seguir los Salmos para comprenderlo. Los 
judíos sustituyeron el nombre de «Yahve» por el de «Adonai» (que 
quiere decir el Señor) por respeto a Dios, ya que no se atrevían a 
pronunciar su nombre directamente. Lo llamaban entonces por lo 
que consideraban que era su función primordial: ser El Señor.
Esto se ha de entender bien, sobre todo en estos días en que no 
miramos con buenos ojos a "los señores", porque estamos 
convencidos de que todos somos iguales. En la Biblia encontramos 
una pista para entender esto. Se nos dice que el Dios de la tierra 
de Canaán, el dios de los cananeos, era Baal.
Baal es otro nombre que también quiere decir «señor», pero con 
otro sentido. Dicho breve y simplemente: Baal es el amo que ordena 
y manda, mientras que Adonai significa el Señor que protege. 
Algunas connotaciones de ambas palabras quizá puedan 
superponerse, pero la connotación principal de la palabra "Señor", 
es que Yahvé es el que protege.
Este apelativo de «Señor» aplicado a Jesucristo, como lo 
encontramos de un modo habitual en las cartas de Pablo, expresa 
la función de Cristo sentado ya a la derecha del Padre. Decir que el 
Cristo es El Señor es decir que Cristo, después de la resurrección, 
tiene ya la soberanía que Dios le ha dado sobre toda la realidad en 
el cielo y en la tierra. Así, este epíteto de Señor se ha de entender 
dentro de la crisis profunda que se produjo en los apóstoles y en 
los seguidores de Jesús por el hecho de la pasión y la muerte de su 
maestro. Hemos visto que Jesús de Nazaret proclamó el Reino con 
signos y que le seguían los pobres de espíritu, los humildes, los 
sencillos, etc. Esto es magnífico. Pero llega la crisis del Viernes 
Santo y resulta que, después de tantos signos y de tantas 
promesas, en definitiva, los otros, sus enemigos, pueden más que 
El y le dan una muerte afrentosa.
RS/VENGANZA-D: La experiencia de la Resurrección es que, a 
pesar de todo, Cristo ha triunfado y es El Señor. Estamos en el 
centro de la experiencia cristiana: realmente, contra toda 
apariencia, a pesar de que todo parece que sigue igual, por más 
que Jesús haya predicado todo lo que predicó, y aunque la gente 
«como es debido» no haga ningún caso y todo siga como antes, a 
pesar de todo esto, Cristo es el Señor. La resurrección muestra que 
Dios no ha olvidado al pobre, al que padece, al que muere en el 
momento de su máximo abandono. Dios no deja abandonado al 
justo a su mala suerte. Cristo fue el primer justo que tuvo la mala 
suerte de que los malos pudieran más que El. A Cristo, que padeció 
abandonado de Dios, Dios lo ha resucitado. A partir de la 
resurrección Cristo es el Señor; y nosotros, desde entonces, 
esperamos participar de su señorío.
Por la resurrección, Dios lo ha constituido Señor y lo ha puesto a 
su derecha para ser protector y salvador de los suyos, de los que 
se acojan a El.
J/SENTADO: ¿Que quiere decir estar a la derecha de Dios? El 
Concilio de Nicea empleó la palabra "consubstancial", que pasó así 
a este artículo del Credo. ¿Que quiere decir? Literalmente, que 
Jesús es de la misma substancia, de la misma naturaleza, de la 
misma categoría que Dios Padre todopoderoso. La Biblia dice lo 
mismo, pero de una manera más imaginativa, más directa, más 
bonita: Jesús está "sentado a la derecha del Padre", está al mismo 
nivel de Dios, es igual a Dios, aunque había vivido como un pobre 
hombre y aunque sus enemigos parecía que habían tenido más 
poder que él. Esto es lo que queremos decir cuando confesamos a 
Cristo como «Señor».
Es el epíteto preferido por San Pablo para expresar la divinidad 
de Jesucristo. Cuando nos pregunten dónde se dice en el Nuevo 
Testamento que Jesús es Dios, podemos aducir, entre otros 
pasajes, éste que dice que Jesús está sentado a la derecha del 
Padre. O también el pasaje de /Mt/11/27: «Todo me ha sido dado 
por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce 
al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar». Jesús 
expresa así que hay una igualdad entre El y el Padre. Yo le conozco 
a El como El me conoce a mí. Es decir, hay una intimidad, hay una 
realidad común entre El y el Padre.
En el Antiguo Testamento, Dios se había manifestado 
protegiendo a su pueblo; ahora se nos manifiesta con esta nueva 
forma de protección que es rehabilitar a su Justo, que, aunque 
parezca víctima y vencido por las fuerzas del mal, no es aniquilado 
por ellas, sino que es resucitado de la muerte y es declarado 
triunfador de las fuerzas del mal. Por eso Jesús es identificado con 
todo aquello que se esperaba de Dios a lo largo del Antiguo 
Testamento. En este sentido es El Señor. Por esto se nos dice 
también en /Rm/10/09: «Si confiesas con la boca que Cristo es el 
Señor y crees con el corazón que Dios le resucitó, serás salvado». 
Fijémonos en el paralelismo entre dos aspectos equivalentes: con la 
boca se confiesa que Cristo es el Señor; pero, cuando confesamos 
que Cristo es el Señor, lo que creemos, lo que hay detrás de esta 
confesión, es que Dios lo resucitó, que no le dejó morir como un 
desvalido, aunque lo pareciera. Está sentado a la derecha del 
Padre y por eso es Señor.

JOSEP VIVES
CREER EL CREDO
EDIT. SAL TERRAE. COL. ALCANCE 37
SANTANDER 1986.Págs. 61-74