TESTIMONIOS DE LA ESCRITURA

 

1. La Resurrección como verdad revelada 
La muerte significa el fin irrevocable de la existencia 
temporal-histórica del hombre. Tiene significación transformadora no 
sólo para el cuerpo, sino para el alma. Es cierto que libra al alma de la 
carga de lo material. Pero sería malentender la concepción cristiana de 
la muerte, ver en ella solamente la liberación del espíritu. La idea de 
que la muerte consiste en que el espíritu sale de la cárcel del cuerpo 
tiene su origen en círculos no cristianos. Según la nueva idea cristiana, 
la muerte es el fin definitivo de la forma espacial y temporal de vida del 
hombre corpóreo-espiritual. Aunque el alma no se destruye como el 
cuerpo, sino que pervive, también sufre una profunda transformación. 
Es un misterio impenetrable cómo el alma, que es capaz de tener 
cuerpo e incluso está ordenada a él, puede vivir sin él. Sólo se puede 
explicar por una especial intervención de Dios. 
Aunque la muerte sea un duro fin irrevocable, es a la vez el 
comienzo de una nueva forma de vida. Con la muerte empieza la "otra 
vida", que por esencia no es sólo vida del espíritu, sino de todo el 
hombre, compuesto de cuerpo y alma. El cuerpo es asumido en la 
nueva forma de existencia. Mientras el alma transformada vive sin 
cuerpo, su perfección y plenitud no logran la última configuración y 
madurez. La plenitud perfecta se logra sólo cuando el hombre total con 
cuerpo y alma participa de la vida gloriosa de Cristo. La participación 
del cuerpo en esa vida es concedida mediante la resurrección de los 
muertos. 
Es dogma de fe que al fin de los tiempos todos los hombres serán 
resucitados con sus cuerpos. La Iglesia ha confesado su fe en ese 
decisivo suceso futuro muchas veces y especialmente en el símbolo 
apostólico, en el atanasiano, en el Concilio constantinopolitano del año 
381 y en el Lateranense del 1215: D. 2. 14. 40. 86. 429; cfr. D. 16. 20. 
30. 242. 287. 347. 427. 
La resurrección de los muertos es una convicción característica de la 
fe cristiana. Según la Revelación, la salvación se completa en el 
cuerpo. La plena filiación es, según testimonio de San PabIo, la 
salvación del cuerpo (Rom. 8, 18). El Hijo de Dios apareció en figura 
corporal determinada espacial y temporalmente, vivió, murió y resucitó, 
y también el hombre participará con su cuerpo en la vida divina. 
Prototipo de esa salvación plena y perfecta es Cristo resucitado y a la 
vez es causa eficiente de la resurrección de todos. El resucitó de entre 
los muertos y subió a los cielos como Cabeza de la Iglesia y de la 
Creación; es el Primogénito, a quien seguirán todos los demás (Rom. 
8, 29; I Cor. 15, 20; Col. 1, 18; 8, 9). El es el Principio (Jn, 8, 25). Lo 
que en El sucedió, debe suceder en todos. El es para todos el Principio 
de la vida (Hebr. 2, 10). Toda la historia y el universo participarán de la 
resurrección de Cristo. La tierra fue sometida a caducidad por culpa 
del pecado; gracias a Cristo se ha convertido en creación nueva (Gal. 
6, 15). 
Al resucitar Cristo fueron infundidas a la creación fuerzas que 
empujan hacia una nueva configuración del hombre y del mundo. La 
resurrección y ascensión de Cristo alcanzarán plenitud de ser y 
sentido, cuando las formas naturales del mundo sean conducidas a su 
configuración definitiva, por gratuita intervención de Dios; es decir, 
cuando ocurran la resurrección y glorificación de los hombres y del 
mundo. 
La relación entre la resurrección de Cristo y la de los cristianos -y la 
de todos los hombres también- es tan estrecha que hay que decir que 
si los cristianos no resucitan, Cristo tampoco resucitó (/1Co/15/13). 
Pero entonces es charlatanería vacía el testimonio cristiano del 
Apóstol, que es predicación del Señor crucificado, resucitado y 
glorificado (I Cor. 15, 14); entonces los Corintios no han sido salvados. 
Salvación significa comunidad con el Señor glorificado, que venció y 
superó el pecado y la muerte. La fe en la futura resurrección de los 
muertos es, por tanto, el desarrollo de la fe en Cristo resucitado. 
En esta relación se hace patente que fuera de la fe en Cristo no 
puede haber plena fe en la resurrección corporal de los hombres, y 
viceversa, que la fe en la resurrección de los muertos distingue 
esencialmente al Cristianismo de todas las demás esperanzas no 
cristianas de inmortalidad; y la distingue no sólo de las concepciones 
que hacen consistir la inmortalidad en la pervivencia en los sucesores 
o en la fama de las acciones y obras, sino también de las escuelas 
religiosas y filosóficas, que sólo conceden la inmortalidad del alma y 
para las que el espíritu es lo esencial y el cuerpo lo inesencial o 
accidental. 
La fe en la resurrección de los muertos tiene que parecer absurda a 
todo el que no cree en la resurrección de Cristo. Para los creyentes en 
el mundo y en la naturaleza es un grave escándalo; lo que ellos ven es 
sólo el ritmo continuo de vida y muerte. La doctrina de que el hombre 
pervivirá corporalmente está más allá de lo que la razón humana 
puede aprehender con sus métodos de conocimiento. Día a día hace 
el hombre la experiencia de que la materia es la razón de la caducidad 
y transitoriedad. Mientras la razón sea considerada como la única 
medida del juicio y del acontecer, la esperanza en la resurrección tiene 
que parecer contradictoria a la razón y a la experiencia. 
En la burla de esta doctrina se unieron los librepensadores judíos 
que alardeaban de piedad y los griegos orgullosos de su saber, por 
muy contrarios que fueran en otras cosas. Los saduceos intentaron 
ridiculizar la fe en la resurrección con la capciosa pregunta de a quién 
pertenecería después de la resurrección una mujer que hubiera tenido 
siete maridos en su vida terrena (/Mt/22/23-33). 
Por la primera Epístola de San Pablo a los Corintios sabemos cuán 
difícil les parecía a los griegos el afirmar la resurrección del cuerpo 
como un hecho futuro y no sólo como una metáfora. No tenían buenos 
antecedentes para ese mensaje, ya que creían que el cuerpo es cárcel 
del alma. A eso se añade la opinión, nacida con el sincretismo helénico 
y plenamente desarrollada en el gnosticismo, de que el cuerpo es la 
sede del mal y, por tanto, malo en sí y por esencia. Con estos 
supuestos tenía que parecer más que problemático que de veras fuese 
deseable que el cuerpo perviviera. En la comunidad cristiana de 
Corinto había fieles que no negaban formalmente la resurrección, pero 
intentaban espiritualizarla en armonía con la atmósfera intelectual en 
que vivían. 
En Atenas tuvo San Pablo, al predicar su primer sermón, 
experiencias todavía peores. Cuando habló en el Areópago -sede de la 
cultura griega y lleno todavía de signos y monumentos de la religión 
griega- sobre la providencia, que determina la historia, del Dios 
desconocido al que veneraban y al que cantaban sus poetas, los 
atenienses escucharon con gusto; los oídos de un griego, creyente de 
mitos y orgulloso de la razón, podían todavía soportar ese mensaje; 
pero cuando San Pablo quiso llevarlos más allá de la naturaleza 
adorada por ellos hasta un Dios distinto del mundo, que tiene poder 
para romper el anillo de la naturaleza resucitando a los muertos, ya no 
lo tomaron en serio; se echaron a reír y le mandaron a casa 
(/Hch/17/32). 
Cosa parecida le ocurrió a San Pablo ante el lugarteniente Festo y el 
rey Agripa. Cuando en su discurso de defensa aludió a la resurrección 
de los muertos, Festo dijo: "Tú deliras, Pablo. Las muchas letras te han 
sorbido el juicio" (/Hch/26/24). 
Debido a la significación central que tiene en el dogma cristiano la fe 
en la resurrección, se explica que la polémica contra el Cristianismo se 
concentre especialmente en la doctrina sobre ella. Es atacada con más 
fuerza e inmediatez que los demás dogmas por todos los intentos de 
"desmitologizar" el Cristianismo. Orígenes tuvo que defenderse contra 
los sarcasmos del gnóstico Celso, a propósito de la fe en la 
resurrección. ·Agustín-san hacía observar a sus lectores que en 
ningún punto tenía la fe cristiana tantos contradictores como en la 
revelación de la resurrección de la carne (Explicación del Salmo, 88, 2. 
5) y aconsejaba a los cristianos no dejarse instruir en ese punto por los 
filósofos, sino por la Sagrada Escritura (De Trinitate, lib. 4 sec. 23). 
Se necesita, pues, una conversión del pensamiento para poder 
afirmar la revelación de la resurrección de los muertos. Quien intente 
pensar y valorar desde Dios, encontrará en esta verdad una feliz 
demostración de la omnipotencia y amor divinos y una fuente de la más 
osada esperanza en la plenitud humana.

2. Testimonio de la escritura 
A. Antiguo Testamento 
En los primeros libros del AT no encontramos ninguna alusión clara 
a la resurrección corporal. Lo que dice Isaías (25, 8 y 26, 19-21) 
tampoco se refiere a la resurreción de los muertos, sino a la 
resurrección del poder y gloria terrenos del pueblo. Tampoco Job (19, 
25-27), según el texto original, es un testimonio a favor de la 
resurrección; fue la traducción de San Jerónimo lo que dio ocasión a 
entenderlo como tal. La mayoría de los Santos Padres no lo usan. En 
el texto original significa que Job espera la curación y recuperación de 
su vida corporal. En una imponente visión contempla Ezequiel la 
reanimación de huesos muertos (37, 1-14). Muchas veces se ha 
interpretado este texto como testimonio de la resurrección de los 
muertos al fin de la historia. Pero tampoco habla de la resurrección de 
los muertos, sino del retorno de la gloria terrena del reino. Dios mismo 
devolverá al pueblo su perdida libertad y grandeza. 
La resurrección de los muertos está, sin embargo, claramente 
testificada en el libro de Daniel (/Dn/12/01-03). Es prometida a los 
piadosos para alegría suya, y a los ateos se les amenaza con ella para 
tormento. También el autor del libro de la Sabiduría entrevé la 
resurrección (4, 20-5, 14). Hacia el año 200 antes de Cristo, la fe en la 
resurrección todavía no es patrimonio común de los creyentes 
viejotestamentarios. Pero poco después la conciencia de la mayoría de 
los creyentes se llena de esa fe. En tiempo de Cristo la profesan los 
piadosos (Jn, Il, 24; Mt. 22, 23-33; Lc. 20, 27; Mc. 12, 18-27; Act. 4, 
11). Cristo aclara y lleva a plenitud la revelación viejotestamentaria. 
Es muy discutida y todavía no ha sido resuelta con seguridad la 
cuestión del origen de la fe viejotestamentaria en la resurrección. ¿Es 
derivada de una de las culturas circundantes, de la egipcia, babilónica 
o persa? Sería imposible. Se podría suponer que en las esperanzas de 
resurrección de los pueblos extrabíblicos perduraba un resto de la 
revelación originaria. Si los autores escriturísticos la hubieran derivado, 
tal proceso incluiría el haber liberado a esa verdad de todas las 
deformaciones mitológicas y politeístas, que la ocultaban en las 
culturas dichas. 
Por lo que respecta a la cuestión de hecho, la derivación real 
contrasta con la observación de que la imagen viejotestamentaria de la 
resurrección se distingue esencialmente de las ideas egipcias, persas 
y babilónicas. La religión egipcia no conocía en general más que una 
vida aparente en el sepulcro. Según la doctrina persa, la vida posterior 
a la muerte se desarrolla en las formas sensoriales corrientes. 
La fe en la resurrección de los muertos sólo puede ser explicada por 
una intervención inmediata de Dios en forma de una revelación 
especial. Las esperanzas de resurrección nacidas en la cultura 
religiosa del antiguo Oriente fueron, sin embargo, atmósfera favorable 
para la evolución de esa creencia. Antecedente favorable para su 
desarrollo fue, sobre todo, la idea de recompensa, que tiene su puesto 
y razón en la fe viejotestamentaria. Los creyentes viejotestamentarios 
se apasionan ante el problema de por qué a los malos les va muchas 
veces bien en esta vida y a los buenos les va mal. En la vida terrena 
no hay ninguna compensación entre piedad y destino. Frente a la 
amenazadora desesperación de la justicia divina se levanta la 
esperanza de que lo que no ocurre en la vida terrena ocurrirá después 
de la muerte; entonces se dará al bueno la recompensa merecida y al 
malo su correspondiente castigo. La remuneración no puede ocurrir 
con plena realidad, de no pervivir el hombre corporalmente. 

B. Nuevo Testamento 
En el NT, la resurrección es prometida muchas veces. En un 
banquete explicó Cristo que el amor de ayuda, basado en el principio 
de la reciprocidad, carece de valor ético; sólo el amor practicado sin 
esperanza de recompensa sobrevivirá a la transitoriedad y ayudará a 
los hombres en la plenitud de su vida, cuando ocurra la resurrección 
de los justos (Mt. 14, 12-14). A la misma conclusión se llega en la 
polémica con los saduceos antes citada. Cristo contesta a los que le 
preguntan, que a pesar de su suficiencia se encuentran en un gran 
desconocimiento de la Teología; no saben que la vida de los 
resucitados no es la continuación de la vida corporal terrena, sino que 
en la resurrección ocurre una gran transformación, que tendrá como 
efecto que los hijos de la resurrección no se volverán a desposar. La 
forma matrimonial de existencia no será ya necesaria en la vida futura; 
en esta vida es necesaria para que no se acabe el género humano. 
Pero quienes resuciten, serán inmortales. Su modo de ser es en eso 
igual al de los ángeles. Cristo invoca a favor de la doctrina de la 
resurrección de los muertos el testimonio de Moisés, tan apreciado por 
los saduceos. Si le hubieran entendido realmente, deberían saber que 
Moisés hace por lo menos una alusión a la resurrección de los muertos 
al hablar del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y decir que no es 
Dios de muertos, sino de vivos (Ex. 3, 6; Mt. 22, 23-33; Mc. 12, 18-27; 
Lc. 20, 27-40). 
Según San Juan, quien oiga la voz de Cristo participará de la vida 
venidera; "En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi 
palabra y cree en el que me envió, tiene la vida eterna y no es juzgado, 
porque pasó de la muerte a la vida. En verdad, en verdad os digo que 
llega la hora, y es ésta, en que los muertos oirán la voz del Hijo de 
Dios, y los que la escucharen, vivirán. Pues así como el Padre tiene la 
vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo, y le dio 
poder de juzgar, por cuanto El es el Hijo del Hombre. No os maravilléis 
de esto, porque llega la hora en que cuantos están en los sepulcros 
oirán mi voz, y saldrán los que han obrado el mal para la resurrección 
del juicio. Yo no puedo hacer por mí mismo nada; según le oigo, juzgo, 
y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del 
que me envió." 
RS/OBEDIENCIA-PD RS/EU: Mientras que según este texto la 
resurrección a la futura vida transformada se funda en la obediencia a 
la palabra, en el discurso en que promete la Eucaristía, Cristo la funda 
en la fe y en el comer su carne y beber su sangre. "Y ésta es la 
voluntad del que me envió, que yo no pierda nada de lo que me ha 
dado, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad 
de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida 
eterna y yo le resucitaré en el último día" (/Jn/06/39-40). "El que come 
mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el 
último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre 
verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y 
yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así 
también el que me come vivirá por mí" (/Jn/06/54-57). 
Estos textos dan testimonio de que la resurrección a la vida corporal 
glorificada está condicionada por la unión a Cristo, que es a su vez 
producida por la fe en El y se intensifica en la recepción de la 
Eucaristía.
El más amplio de los testimonios neotestamentarios sobre la 
resurrección nos lo ofrece San Pablo en la primera Epístola a los 
Corintios. San Pablo toma posición frente a la duda propalada por 
Corinto respecto al mensaje de la futura resurrección de los muertos 
(/1Co/15/01-58). 
Según este texto, también San Pablo ve garantizada la resurrección 
en la comunidad de vida con Cristo. Aquí se destaca un leitmotiv de su 
teología: lo que sucedió a Cristo, les sucede también a los cristianos, 
ya que Cristo es el primogénito, a quien siguen los demás. El cristiano 
está en el ámbito de acción de Cristo; participa de la muerte, 
resurrección y ascensión de Cristo. Gracias a la muerte de Cristo 
recibe un golpe de muerte en el bautismo y por el mismo bautismo, 
según el testimonio de San Pablo, resucita con Cristo y es trasplantado 
al cielo (Rom 6; Eph. 2, 6; Col, 2, 12). 
La participación en la resurrección de Cristo es oculta mientras dura 
la vida de peregrinación. Pero lo obrado ocultamente por el Bautismo y 
por los demás Sacramentos -especialmente por la Eucaristía- será 
revelado el día en que lleguen a pleno desarrollo las fuerzas de 
resurrección infundidas en el hombre. 
La resurrección completará así lo empezado en la vida de 
peregrinación. Cristo resucitará, por su poder, a quienes estuvieron 
unidos a El y llenos de El en esta vida (I Cor. 6, 14; 11 Cor. 4, 14). Ya 
ahora pertenecen a la comunidad celestial en la que Cristo entró al 
subir a los cielos y no como añadidos, extraños o extranjeros, sino 
como conciudadanos y domésticos (Eph. 2, 11-20; Hebr. I1, 8-10; 11, 
13-16; 12, 22; 13, 14). Ahora viven aquí en tiendas, es decir, en casas 
construidas para una estancia fugaz y pasajera; su verdadero domicilio 
está en el cielo. Cristo, el Primogénito, tiene ya su morada allí (Col. 1, 
16; Eph. 1, 19-23; Phll 2, 9-11) y prepara para los suyos moradas 
eternas e indestructibles, no expuestos a los ataques de la 
transitoriedad e inseguridad (Jn, 14, 2-4) Cuando vuelva, configurará a 
los suyos según su propia imagen y los revestirá de su gloria y les 
asignará el rango que les corresponde (Rom. 4, 17; 8, 11; Col. 2, 12). 
Con su nueva figura podrán vivir en las moradas preparadas por 
Cristo. 
Con la mirada puesta en ese futuro advierte y consuela San Pablo a 
los Filipenses: "Porque somos ciudadanos del cielo, de donde 
esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de 
vuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que 
tiene para someter a sí todas cosas" (/Flp/03/20-21). Dios mismo 
obrará ese estado, haciendo en todo el mundo lo que hizo en Cristo. 
Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios por 
Jesús tomará consigo a los que se durmieron en El. Esto os decimos 
como palabra del Señor: Que nosotros, los vivos, los que quedamos 
para la venida del Señor, no nos anticiparemos a los que se durmieron, 
pues el mismo Señor, a una orden, a la voz del arcángel, al sonido de 
la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo 
resucitarán primero; después nosotros, los vivos, los que quedamos, 
junto con ellos, seremos arrebatados en las nubes, al encuentro del 
Señor en los aires, y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, 
pues, mutuamente con estas palabras (I Thess. 4, 14-18).
Aunque este texto de San Pablo -como los demás testimonios suyos- 
habla de la resurrección de los muertos con los medios de una imagen 
del mundo que no es la nuestra, el hecho de una existencia corporal 
futura está testificado sin lugar a dudas. 
Aunque los textos paulinos podrían a primera vista dar la impresión 
de que sólo resucitarán los que están unidos a Cristo, la Escritura 
habla claramente de la resurrección de todos los hombres (Jn, 5, 28; 
Act. 24, 15; I Cor. 15, 22; Mt. 13, 41). El sentido y modo de la 
resurrección son, sin embargo, completamente distintos en los buenos 
y en los pecadores. 
La resurrección de los muertos derrotará definitivamente a la muerte. 
"Entregó el mar los muertos que tenía en su seno, y asimismo la 
muerte y el infierno entregaron los que tenían, y fueron juzgados cada 
uno según sus obras. La muerte y el infierno fueron arrojados al 
estanque de fuego; ésta es la segunda muerte, el estanque de fuego, 
y todo el que no fue hallado escrito en el libro de la vida fue arrojado 
en el estanque de fuego" (Apoc. 20, 13-14). San Juan contempla a la 
muerte como ser personal enemigo de la vida. Durante todo la historia 
tiene un terrible poder. Todos se la someten: individuos y 
comunidades, poderosos, ejércitos y pueblos. Este enemigo del 
hombre se mantendrá hasta el fin, pero también será vencido (I Cor. 
15, 39).

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 194-204