LA RESURRECCIÓN DE JESÚS ANTE EL RETO DE LA MODERNIDAD 



1 La utopia, un signo de los tiempos 
LA ESPECIAL preocupación por el futuro constituye una de las 
peculiaridades de nuestra época frente a las antiguas culturas 
agrarias, más supeditadas al ciclo del eterno retorno de las estaciones 
e inmovilizadas por ello en el pasado o en un presente estático. Asé 
puede decirse que, mientras la tradición clausurada prevalece en el 
mundo antiguo, la utopía, como infinita posibilidad abierta, responde 
mejor al espíritu de nuestro tiempo. 
Sin embargo, en el transcurso de la historia humana no faltó nunca la 
tensión hacia el futuro, pues es ésta una de las constantes que definen 
el caminar histórico del hombre frente a los restantes seres, que 
carecen de futuro. Pero hubo sin duda ciertos pueblos que se 
caracterizaron por un especial sentido del futuro, y aún más de un 
futuro último, como Israel, animado ya desde muy pronto por un talante 
mesiánico que lo impulsó, en éxodo constante, hacia el futuro de una 
«tierra prometida». El mandato ­que es a la vez promesa­ de Dios a 
Abraham: «sal de tu tierra, de la casa de tu padre, y vete hacia la tierra 
que yo te mostraré» (Gn 12,1) (y que constituye todo un símbolo de la 
plenitud de la resurrección futura) está presente en cada página de la 
historia de Israel bajo las imágenes, primero de la tierra prometida y 
más tarde del reino de Dios o de la nueva creación última (cf. Is 
60-62.65-66) y encontrará en Jesús su culminación y su cumplimiento. 

Por eso lo que caracteriza a la religiosidad bíblica no es tanto la añoranza 
de un pasado primigenio, del «paraíso perdido» (destacado por el 
Romanticismo de finales del XVIII y comienzos del XIX, y del que son 
exponentes el célebre poema de J. MILTON o el mito del «bon 
sauvage» de E. ROUSSEAU), cuanto la tensión hacia la plenitud futura 
de unos nuevos cielos y una nueva tierra. Fueron sobre todo los 
profetas quienes acertaron a destacar este valor de lo nuevo: la nueva 
alianza y el nuevo templo (Jeremías y Ezequiel), o el nuevo éxodo y el 
nuevo reino (Deuteroisaías). Así, mientras en el ámbito general de las 
religiones antiguas predominan los mitos que remiten a una edad de 
oro situada en los prolegómenos de la historia de la humanidad, Israel 
prestó una exigua atención a los orígenes, insistiendo preferentemente 
en el futuro último del reino de Dios, hacia el que se endereza su 
caminar histórico. 
Algo similar cabe decir del Nuevo Testamento. Los evangelios conservan 
muy pocas alusiones explícitas de Jesús a la creación antigua (cf. Mc 
10,ó; 13,19), mientras son muy numerosas sus referencias a la plenitud 
del futuro reino de Dios. También en Pablo el interés por la nueva 
creación (cf. 2 Cor 5,17; Gal 6,15) y el hombre nuevo (o segundo 
Adán, celestial: cf. Rom 5,12-21; 1 Cor 15,45-49; Éf 2,15; 4,24) 
prevalece sobre las escasas referencias a la creación primera. 
Así nada tiene de extraño que el cristianismo muestre un positivo aprecio 
por la apertura del hombre moderno hacia el futuro. De hecho, la 
teología contemporánea ha prestado una singular atención al «espíritu 
de la utopía», preconizado por ciertos ámbitos del ateísmo moderno, 
así como al «principio esperanza» que de ahí se deriva. Aunque es 
verdad que la fe cristiana tendrá que liberar esa utopía secular de 
ciertos lastres que la condicionan, como son: su desvinculación del 
misterio de Dios, su radical colectivismo que, afirmando el resurgir 
definitivo de la colectividad humana, olvida el destino último de los 
individuos que la componen; o bien ese carácter prometeico, frecuente 
en la sociedad actual, tan segura de que la técnica o el esfuerzo 
humanos, por sí solos, pueden hacer surgir una humanidad nueva en 
virtud del avance siempre creciente de la historia, postulado por el 
dinamismo ascensional de la evolución misma. Como si las normas que 
regulan el comportamiento humano fueran reductibles a las férreas 
leyes de la física que rigen la materia o al estricto código genético que 
controla la herencia y el proceso evolutivo de los seres vivientes. 

2 Desmitización de la realidad última, escatológica 
EL PENSAMIENTO griego giraba en torno al concepto de «naturaleza» 
como clave central. En ella se hallaba inserto el hombre, verdadero 
siervo de la gleba, como un mero fragmento del cosmos, del inerte 
paisaje de las cosas. Mientras, separado del mundo y en un «lugar 
celestial», situaba Platón la realidad de las ideas (prototipos de todo lo 
sensible), y en especial la idea del Bien, identificada con Dios. En esta 
clave, la salvación era concebida ­a diferencia de Israel­ no ya como un 
futuro último hacia el que tiende toda la historia humana, así como los 
individuos que la integran, sino en categorías puramente espaciales: 
como un desplazamiento o una ascensión desde el mundo sensible al 
ámbito superior de las ideas. Este esquema dualista, espacial, griego 
fue incorporado por el cristianismo sobre todo a partir del siglo II, 
ejerciendo en él un duradero influjo. 
El giro copernicano, que desplazó a la tierra desde el centro del universo 
hacia su periferia, es todo un símbolo de la nueva mentalidad que 
surge con el Renacimiento. La persona humana destaca ahora sobre 
la naturaleza: el hombre adquiere prevalencia sobre el cosmos. 
Estas nuevas claves de pensamiento repercuten inevitablemente sobre la 
reflexión teológica, postulando nuevas reformulaciones de la fe más 
adecuadas a la mentalidad moderna por encima de otros esquemas 
propios de anteriores culturas. Esta trasposición de claves, que R. 
BULTMANN denomina «desmitización», no implica la eliminación radical 
de todo lenguaje mítico (pues la realidad del misterio de Dios sólo 
puede ser expresada en un lenguaje simbólico o poético y por ello, en 
definitiva, «mítico» LENGUAJE-MITICO), sino la superación de ciertas 
claves conceptuales o imaginativas que hoy resultan ya inadecuadas o 
ininteligibles, y su reformulación en esquemas nuevos más adecuados 
a la mentalidad del hombre actual y por ello más comprensibles. 
Una de las primeras exigencias requeridas para una correcta 
comprensión del misterio de la resurrección es la superación de un 
esquema objetivante o cosista, dependiente de categorías puramente 
espaciales. La resurrección de Jesús no puede reducirse a una mera 
traslación local de la tierra a los cielos como un lugar recóndito, lejano, 
o a una mera ascensión de este mundo inferior a otro superior, pues 
no cabe pensar hoy en el cielo como un mero espacio que sirve de 
«receptáculo de las almas» o como un «más allá» en oposición al «más 
acá». SC-ESPACIAL/MITO: Una salvación de tipo espacial sería propia 
de una mentalidad ingenuamente mítica: ya que hoy ni los avances de 
la ciencia moderna ni la concepción actual del universo nos permiten 
hablar de un «arriba» o de un «abajo» en el cosmos; a lo sumo, cabría 
pensar en «otros mundos» materiales más o menos alejados del 
nuestro en los espacios intersiderales, pero no en «otro mundo» o 
ámbito espacial entendido como un piso superior ­o inferior­ a la tierra 
en que habitamos. Todo lo cual no impide el que podamos seguir 
utilizando las expresiones tradicionales, como «estar en el cielo» o «ir 
al cielo», pero conscientes de que se trata de fórmulas simbólicas o 
poéticas­míticas­que expresan una realidad más profunda que la de un 
mero ámbito local: la realidad de Dios que todo lo llena, desbordando 
toda localización.

3 La resurrección como una nueva relación personal 
RS/NO-LUGAR/FORMA-V: RESULTA, pues, necesario superar una 
concepción meramente espacial de la resurrección, entendida como 
tránsito hacia un lugar celestial, cuando en realidad es paso hacia una 
nueva forma de ser y de existir, a un nuevo estado y a una forma 
nueva de vida y de relación interpersonal. En última instancia, la 
resurrección, sobre todo para Jesús, es la incorporación definitiva y 
plena de su existencia humana a la existencia y la vida de Dios Padre, 
que no mora en «otro mundo» ajeno, distante o separado del nuestro, 
antes bien, todo lo llena con su ser («por esencia, presencia y 
potencia», según la fórmula clásica). De aquí que la resurrección de 
Jesús no sea más que el término y la plenitud de la singular y estrecha 
vinculación del Hijo al Padre por la encarnación (cf. Jn 16,28). 
El mismo Nuevo Testamento orienta en esta dirección cuando el 
evangelio de Juan omite el discurso escatológico de Jesús que se 
encuentra en los Sinópticos (cf. Mt 24), eliminando toda aquella 
escenografía cósmica tan ligada a la concepción mítica del hombre 
antiguo e inclinándose por una visión más personalista de las 
realidades últimas. Jesús personifica y encarna la escatología: «Yo soy 
la resurrección y la vida» (Jn 11,25; cf. 5,21), como es también el juicio 
final (cf. Jn 3,18; 5,24, etc.). La resurrección para Juan no es «algo» 
(un don impersonal o un ámbito hacia el que el hombre se encamina), 
sino «alguien»; ni los «novísimos» son en realidad más que un único 
«novísimo», el Hombre Nuevo Cristo Jesús (cf. Éf 2,15; 4,24) a cuya 
imagen habremos de ser configurados (cf. 1 Cor 15,45-49). La 
resurrección es, pues, para Jesús una nueva e intima relación vital que 
él establece con el Padre; y para nosotros, la participación plena en la 
vida eterna otorgada y personificada en el Hijo. 
Desde estos presupuestos es admisible la tesis de que la resurrección no 
es sin más un hecho histórico, por cuanto lo histórico acaece en el 
marco espacio-temporal, mientras que Jesús, por su resurrección, pasa 
al Padre abandonando las coordenadas del espacio y del tiempo sin 
quedar enmarcado por ellas, antes bien, abarcándolas. El Resucitado 
no es ya un ser histórico, sino escatológico, de manera que su ser o su 
presencia no pueden ser objeto de comprobación por los métodos o 
los instrumentos propios de las ciencias humanas. Lo cual no significa 
que la resurrección, aun sin ser un hecho histórico, no sea un hecho 
real: tampoco el ser de Dios es una realidad histórica ni históricamente 
comprobable, lo cual no impide que sea una realidad y, más aún la 
realidad suprema. Cabe decir que, por su resurrección, la historia 
humana queda inserta en Cristo y es abarcada por él como Señor, y no 
viceversa. 

4 La resurrección de Jesús como misterio 
ESCA/IGNORANCIA: AL DESBORDAR las coordenadas del espacio y del 
tiempo, situándose más allá de la realidad histórica accesible a nuestro 
conocimiento inmediato ­ya sensible, ya intelectual­, es evidente que 
no podemos lograr un esclarecimiento pleno de lo que la resurrección 
es en todos sus detalles. No existen cartas náuticas que puedan ya 
guiarnos en pleno mar abierto, una vez cruzados los umbrales de 
nuestro «mare nostrum». No disponemos de un mapa de la 
escatología, ni es ésta un panorama que el hombre pueda abarcar con 
su mirada como quien reconoce y describe un paisaje familiar en torno. 
Hemos de contentarnos sólo con los escuetos datos que nos transmite 
la palabra de Dios, sin pretender ir más allá de aquellos limites que la 
revelación misma nos impone. Lo contrario seria, en cierto modo, 
querer arrebatar los frutos primigenios del «árbol de la vida», 
recayendo en el pecado primordial humano. Porque la realidad futura 
es más objeto de esperanza que de posesión ­ni siquiera cognoscitiva­, 
y la palabra de Dios como promesa es la única prueba válida que 
poseemos de un misterio que aún no nos es dado contemplar cara a 
cara (cf.Heb 11,1; 1 Cor 13,12). Quizá sea aplicable también en este 
caso aquella antigua afirmación del Éxodo de que nadie puede ver a 
Dios sin morir (Éx 33,20; Núm 4,20), «porque mi faz nadie la puede ver, 
ya que no puede hombre verla, y vivir» (Ex 33,22s). 
Tanto la teología como la predicación y la catequesis han hecho, a 
veces, demasiado hincapié en ciertas imágenes fisicistas de la 
resurrección de Jesús, buscando en ellas la apoyatura sensible que 
sirviese de base a una demostración apologética de la realidad del 
Resucitado. Y, sin embargo, la contextura más profunda de lo que la 
resurrección es, se nos escapa, porque pertenece a aquella plenitud 
futura de unos nuevos cielos y una nueva tierra que, en definitiva, no 
son otra cosa que la riqueza insondable de la divinidad, meta última del 
ser y del existir de la creación entera. Por eso no cabe una descripción 
directa y detallada de la realidad de la resurrección, ante la que nos 
hallamos como el ciego ante los colores: es imposible describir a un 
ciego de nacimiento la rica gama de color con la que se reviste la 
naturaleza. 
Sólo cabe una aproximación periférica a los efectos de la resurrección ­lo 
que el Nuevo Testamento llama las apariciones o la tumba vacía­, ya 
que el hecho en sí mismo nos es inaccesible. En realidad, los 
evangelios nunca nos hablan de un testigo directo e inmediato del 
acontecimiento puntual de la resurrección de Jesús1: por ésta, el 
Señor abandona el mundo visible, y en lo que encierra de más 
profundo -el «paso a la derecha del Padre- desborda la capacidad del 
ojo humano. Sin embargo, aun cuando resulte muy difícil dar una 
definición adecuada de lo que la resurrección es en sí misma, ya que 
su núcleo central nos es inaccesible, sí podemos decir con claridad lo 
que no es. Se hace necesario huir, a este respecto, de dos extremos 
inaceptables. La resurrección de Jesús no es, por una parte, una mera 
realidad subjetiva ­una alucinación o un puro recuerdo del pasado­ que 
«resurge» en el corazón o en la mente de los discípulos, despertando 
en ellos una fe renovada o una nueva interpretación de la vida y la 
actuación del Jesús histórico. Esta concepción meramente 
interiorizante de la resurrección resulta insuficiente. Pero, por el otro 
extremo, habrá que evitar asimismo otra concepción demasiado carnal 
de la resurrección como si ésta fuese un simple retorno a la vida 
terrena o a una existencia en todo similar a la presente. La 
resurrección de Jesús es mucho más que la mera reanimación de un 
cadáver (a lo que con frecuencia se la reduce): existe una disparidad 
absoluta entre la resurrección de Jesús y la resurrección de Lázaro o la 
del hijo de la viuda de Naín, aunque tantas veces se hayan identificado 
agrupándolas bajo la categoría, puramente apologética, de milagro. El 
realidad, Lázaro, al revivir, retorna hacia el pasado de la vida terrena, 
hacia la existencia cotidiana, mientras que la resurrección de Jesús 
significa el avance absoluto hacia el futuro sin retorno, hacia Dios 
Padre como meta última a la vez que origen primero de su caminar 
histórico. Se trata, pues, de dinamismos contrapuestos. De Lázaro 
podemos decir que revive o es «reanimado»; de Jesús hay que decir 
mucho más: es «consumado» (cf. Jn 19,30), ya que por su muerte y su 
resurrección alcanza la meta suprema de la plenitud y la consumación 
total. 

5 La resurrección de Jesús, primicia de la resurrección de la 
humanidad 
POR ULTIMO, conviene señalar que la resurrección de Jesús no sólo le 
atañe a él personalmente, sino que afecta además a la humanidad y al 
universo entero. La resurrección de Cristo no sólo consiste en que él 
vive, sino, además, y sobre todo, en que es vivificador. En lo que se 
diferencia asimismo de otras formas de resurrección: Lázaro resurge 
de la muerte, pero la vida a la que adviene es una vida puramente 
individual, que sólo le atañe a él y no a otros. La resurrección de 
Jesús, en cambio, es una explosión de luz, de vida, de gozo y alegría 
que se comunica y tiende a expandirse sobre el mundo. Es no sólo 
salvadora, sino la salvación misma; es una fuente que mana en el 
corazón del universo y una luz que brilla en las oscuras entrañas de 
nuestra tierra. Por eso la resurrección de Jesús desemboca 
necesariamente en «misión», en palabras y hechos portadores de un 
mensaje y una realidad de salvación, que brotan inmediatamente de la 
experiencia creyente de ese acontecimiento. Ella genera el anuncio y la 
comunicación de la vida y la salvación que ella misma entraña, y es de 
por sí creadora de comunión y liberación. Hasta el punto de que la 
resurrección de Jesús, o es liberadora del hombre a todos los niveles, 
o no sería verdadera resurrección, ya que una resurrección estática y 
no dinámica, no generadora de vida nueva y creadora de nuevas 
situaciones, no sería la resurrección del Viviente por antonomasia 2. 
PRIMICIA J/RSD/PRIMICIA: Esto es lo que el Nuevo Testamento, y en 
especial Pablo, quieren expresar con el término «primicia». «Porque 
Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que 
duermen», pues por Él «vino la resurrección de los muertos», ya que 
«en Cristo somos todos vivificados» (/1Co/15/20-22). Lo que en Cristo 
ha sucedido no queda clausurado en él, sino que se extiende y se 
desborda sobre el mundo como «entrega y derramamiento» de sí 
mismo (de su «cuerpo y sangre»). Los sacramentos (en especial el 
bautismo y la eucaristía) serán los signos a través de los cuales se 
significa y se celebra nuestra comunión vital en la muerte y en la 
resurrección de Cristo ejercida y realizada luego en todo el conjunto de 
la vida y la praxis cristiana en el mundo. 
No conviene olvidar, por tanto, esta doble vertiente, personalista y a la 
vez comunitaria, de la resurrección de Jesús. La teología católica de 
los últimos siglos tendió a centrar su atención en la dimensión 
puramente individualista de la resurrección de Jesús, y por ello en su 
carácter pretérito. Todo su interés radicaba en saber qué sucedió con 
el cadáver de Jesús en la tumba que se encontró vacía, 
empobreciendo así la riqueza del misterio de su resurrección al 
reducirla a un hecho del pasado, en cierto modo similar a otros hechos 
históricos pretéritos. Prevalecía el interés por el «hecho en sí» (y su 
demostración apologética) sobre la vertiente o significación salvífica del 
«hecho para nosotros». A su vez, y por el otro extremo, R. BULTMANN 
(así como, en parte, K. BARTH) destacaba en los años cincuenta la 
dimensión existencial de la resurrección de Jesús y su constante 
actualización en la fe y la «existencia auténtica» del cristiano que vive 
ya como hombre nuevo, resucitado. Lo que le haya sucedido 
individualmente a Jesús tras su muerte queda oculto tras los velos del 
pasado y, además, como «hecho en sí» no nos interesa grandemente; 
lo único que en realidad nos importa es que la persona y la obra de 
Jesús nos afectan, llenando de fe, esperanza y amor el vivir del 
cristiano. Tesis que alcanzó cierta resonancia en el ámbito católico. 
Pues bien, tanto una postura como la otra, radicalizadas, son incorrectas. 
La primera porque reduce la resurrección de Jesús ­al menos en la 
práctica­ a un hecho inscrito en el pasado, del que a lo sumo podemos 
tomar nota o conciencia, pero sin que tenga mayor repercusión sobre 
nosotros. (En realidad, esta teología situaba el núcleo central de la 
salvación más en la muerte que en la resurrección de Jesús.) A su vez, 
la segunda postura contrae la resurrección al mero presente de la 
existencia y la actuación ética humana puntual, olvidando su dimensión 
de gracia (o de vida divina comunicada) que antecede siempre al vivir y 
al actuar concreto del hombre. Pero en realidad, la resurrección es un 
misterio que hunde sus raíces en el futuro de la nueva creación y el 
reino de Dios, desde donde se anticipa en el tiempo, haciéndose 
presente de forma singularísima en Jesús, y especialmente en su 
exaltación (de la que participa también la comunidad cristiana, 
vinculada como cuerpo de Cristo al mismo Señor resucitado, su 
Cabeza).
De aquí que un planteamiento correcto de la resurrección de Cristo 
deberá tener en cuenta esta triple vertiente: siendo de por sí un hecho 
escatológico, perteneciente al futuro último, actúa, sin embargo, en la 
historia apoyándose sobre dos pilares fundamentales, de los que si 
uno fallase no nos hallaríamos ya ante la resurrección de Jesús. Estos 
pilares son: «algo sucedió en Jesús», muerto y crucificado; pero 
también «algo sucede en sus discípulos», en su comunidad, por la 
resurrección. O en otras palabras: no basta con afirmar que Jesús está 
vivo en la fe o en la vida de su comunidad, sino que hay que confesar 
que él mismo, personalmente, vive. Pero, a su vez, tampoco bastaría 
con centrar toda nuestra atención en la persona de Jesús como 
individuo, olvidando aquella comunidad nueva que su resurrección 
genera y crea de inmediato. O lo que es lo mismo: no basta la 
contemplación de la resurrección del Señor desde una perspectiva 
puramente apologética, sino que se requiere, además, tener en cuenta 
su vertiente salvífica (o teológica). Y viceversa: esta dimensión salvífica 
«para nosotros» de la resurrección sólo tendrá verdadera entidad y 
eficacia si se funda, no en un mero sentimiento religioso interior o en el 
recuerdo del pasado, sino en la realidad del Resucitado, vivo y 
actuante.

MANUEL GESTEIRA GARZA
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE. Madrid 1984. Págs. 7-19

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1. El propio Tomás de Aquino afirma que «el hecho mismo de la resurrección de 
Cristo no debía ser contemplado de forma inmediata por el hombre, sino que 
tenía que serle anunciada por los ángeles» (S Th lll, q. 55, a. 2 c). Lo que 
concuerda con los datos del Nuevo Testamento. Únicamente el evangelio apócrifo 
de Pedro describe de forma muy imaginativa el hecho mismo de la resurrección 
de Jesús. 
2. Sobre resurrección y liberación, cf. L. BOFF, Jesucristo el Liberador, Buenos Aires, 
1975, pp. 212-229; J. SOBRINO Cristología desde América Latina, México, 1977, 
pp. 201-226, entre otros.