ALGUNAS INTERPRETACIONES ACTUALES DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS


EN UNA RÁPIDA presentación de las principales interpretaciones recientes 
de la resurrección de Jesús, cabe destacar las siguientes: 

a) La resurrección como emergencia de la palabra de Dios que late 
tras la vida y la muerte de Jesús. 

DESDE la moderna perspectiva de las ciencias naturales, afirma R. 
BULTMANN, la tesis que proclama la resurrección corporal de un 
muerto presupone una concepción mítica del mundo que resulta 
inaceptable hoy en día. Por consiguiente, dada la actual mentalidad 
positivista, la Iglesia sólo puede anunciar la resurrección si la entiende 
no como un «hecho bruto», sino, en su sentido simbólico, despojada de 
todo rasgo fisicista y reinterpretada en clave existencial (es decir, 
referida a determinadas situaciones de plenitud de la existencia 
humana). La existencia histórica de Jesús acabó con su muerte en la 
cruz. Pero tras su vida y su muerte late la palabra de Dios, que 
constituye la realidad más honda del ser y el actuar de Jesús. Pues 
bien, la resurrección coincide con el descubrimiento, por parte de la 
Iglesia primera, de «la palabra de la cruz» (1 Cor 1,18): los primeros 
discípulos aciertan a descubrir, tras el Jesús histórico, al Cristo de la fe, 
tras la realidad del personaje histórico el sentido y el mensaje que su 
persona y su vida encierran; palabra y mensaje que la Iglesia posterior 
continuará proclamando y que todavía hoy siguen interpelando al 
mundo. Cabe decir así: Jesús ha muerto (en cuanto personaje 
histórico); Cristo vive (en cuanto palabra de Dios que nos interpela a 
través de la vida y la muerte de Jesús) y sigue actuando por medio de 
la palabra y la obra de la Iglesia 30. 
En una breve valoración de esta postura, cabe señalar que aunque R. 
BULTMANN no parece excluir una pervivencia de Jesús en el seno de 
Dios, insiste en rechazar toda resurrección corpórea, reduciendo la 
presencia del Resucitado a la eficacia salvadora de la palabra de Dios 
en el Jesús terreno, prolongada luego en la acción de la Iglesia, y a 
nuestra fe en ella. Ahora bien, R. BULTMANN olvida que en los datos 
más antiguos de la tradición neotestamentaria destaca el valor de la 
resurrección sobre la muerte, contemplándolas en mutua 
contraposición y como realidades irreductibles (y no ven la resurrección 
como una mera explicitación del sentido profundo que la muerte 
encierra). Por otra parte, este autor cae en un reduccionismo de la 
persona y la obra de Jesús al misterio de Dios, olvidando que al ser la 
resurrección exaltación y glorificación de Jesús y, por ello, participación 
plena en la soberanía y el poder de Dios Padre, la incardinación 
definitiva de Jesús en el misterio de Dios por la resurrección no tiene 
por qué implicar la disolución o la eliminación de su realidad humana, 
antes bien, entraña su potenciación definitiva y su exaltación hacia una 
novedad plena. 

b) La resurrección como experiencia e interpretación de los 
discípulos. 

COMO prolongación de las tesis de R. BULTMANN, W. MARXSEN afirmaba 
en 1966 que tanto la resurrección de Jesús como las apariciones del 
Resucitado son del todo inaccesibles a la investigación científica 31. Lo 
único a lo que en realidad tenemos acceso es al testimonio de los 
discípulos acerca de su propia experiencia de la resurrección. Pero 
esta experiencia no significa que hayan sido testigos directos e 
inmediatos de la realidad del Resucitado, sino que se reduce a la 
reflexión y a la interpretación que ellos hacen de la vida y la muerte del 
Jesús histórico a la luz de su propia fe y de ciertas «claves de 
interpretación» previas. Una de estas claves es la apocalíptica del 
judaísmo tardío, que esperaba como próxima la resurrección universal 
de los muertos. Los discípulos formulan entonces su fe y su experiencia 
de la vida y la muerte de Jesús utilizando el módulo de la resurrección. 
Si estos mismos discípulos hubieran vivido en un clima cultural 
helénico, hubiesen formulado esta misma experiencia según el modelo 
interpretativo de la «inmortalidad» o de la pervivencia del alma después 
de la muerte. 
Junto a este primer modelo de interpretación, que atiende más a la realidad 
individual de Jesús (y que W. MARXSEN denomina «personal»), otro 
segundo esquema «funcional» expresaría esto mismo bajo la clave de 
la misión y el anuncio o «kerygma» de la Iglesia, en los que se formula 
y se comunica la anterior experiencia de fe. En este segundo esquema, 
la resurrección de Jesús podría formularse así: la «causa» de Jesús 
(su pretensión o su misión), aunque interrumpida momentáneamente 
por su muerte, pervive y continúa en la misión, la vida y la predicación 
de la Iglesia. Hasta tal punto que aquel que se siente interpelado por la 
palabra de Cristo en la Iglesia se ve obligado a confesar que el Señor 
vive y sigue hablando y actuando.
J/MU/ABANDONO-DLOS: A manera de critica, que la reducción que W. 
MARXSEN hace del hecho de la resurrección a la mera experiencia 
subjetiva de fe de los discípulos resulta inaceptable. La mayor dificultad 
de esta tesis radica en explicar cómo es posible que del profundo 
desaliento de la cruz surja por sí sola en el corazón de los discípulos 
esa fe renovada sin un motivo poderoso o una razón objetiva previa. La 
explicación de W. MARXSEN simplifica y hasta trivializa la trágica 
realidad de la muerte de Jesús, que no fue un hecho intrascendente, 
sino una ruptura radical con toda una vida y unas experiencias 
comunes habidas anteriormente. Porque la muerte de Jesús no fue una 
muerte normal o natural; ni siquiera fue el suplicio impuesto a un 
ajusticiado, sino algo peor: fue la muerte de un blasfemo o de un 
«ateo». Así como la huida y el abandono de los discípulos no fue sólo 
fruto del miedo o el temor, sino principalmente del desencanto y la 
profunda desesperanza ante la figura del Profeta, descalificado 
oficialmente ­y en nombre de Dios­ como falsario. Esta honda 
desilusión es muy difícil que pueda superarse únicamente por la mera 
lógica humana: por el recuerdo o por la reflexión sobre la vida y la 
actuación anterior de Jesús, si no ha sucedido algo capaz de conmover 
y de sacudir hondamente la conciencia de los discípulos despertando 
en ellos una fe nueva. 
Por último, la tesis de W. MARXSEN de una fe que surge por la propia 
iniciativa de los discípulos parece presuponer que ellos esperaban de 
alguna manera la resurrección individual de Jesús (pues sólo se cree 
en lo que de algún modo se espera). Pero ¿puede afirmarse esto 
cuando en el Antiguo Testamento no hay antecedente alguno de una 
resurrección individual? ¿En que podían apoyarse los discípulos para 
llegar a semejante «conclusión»? Lo más lógico es afirmar que sólo un 
hecho real que se les impone por su propia fuerza fue capaz de 
originar una experiencia nueva que los llevó a la fe y a la posterior 
reflexión. Pero en modo alguno son éstas principio o punto de partida, 
sino consecuencia de la realidad de la resurrección. De no ser así, 
habría que admitir un milagro similar (y quizá aun mayor) que el que se 
intenta superar.
Por otra parte, no cabe afirmar que la causa de Jesús continúe 
independientemente de que Él esté vivo. Pues en Jesús su causa no es 
disociable en absoluto de su persona, ya que Él encarna y personifica 
la causa del reino que anuncia -es el reino de Dios personificado­, a 
diferencia de los antiguos profetas32. 


c) La resurrección como anticipación de la novedad futura del reino 
de Dios. 

FRENTE a los dos autores anteriores, W. PANNENBERG insiste más en la 
realidad fáctica de la resurrección como apoyatura imprescindible de la 
fe. Esta, aunque necesaria, no puede suplir la ausencia de un hecho 
real previo. Algo aconteció en Jesús para que sus discípulos se vean 
obligados ­enfrentándose con sus propias dudas y vacilaciones, de las 
que dan testimonio los mismos relatos evangélicos­ a interpretar 
primero y predicar luego ese acontecimiento. Es verdad que no nos es 
posible precisar en todos sus detalles ese «suceso», porque pertenece 
al futuro último que, como tal, nos resulta en buena parte inaccesible. 
Pero ese futuro último toma carne y se anticipa en la resurrección de 
Jesús, convirtiéndose para nosotros en revelación a la luz de toda una 
tradición anterior que lo explicita. PANNENBERG coincide con W. 
MARXSEN en que los discípulos participaban de la esperanza del 
judaísmo tardío en la resurrección universal de los muertos: lo que les 
permitirá comprender e interpretar lo que acaece en Jesús, por lo que 
esa esperanza sirve como de marco o clave inicial de comprensión. 
Pero, a diferencia de W. MARXSEN, PANNENBERG advierte que esa 
esperanza en la resurrección universal, por sí sola, no es razón 
suficiente para que surja en los discípulos la fe en una resurrección 
individual como lo fue la de Jesús. Un cambio de esquemas tan radical 
no resulta explicable sin un acontecimiento previo que lo condicione: 
sólo el hecho de la resurrección de Jesús puede explicar una transición 
tan rápida de la esperanza en la resurrección universal (frecuente en el 
judaísmo de la época) a la confesión de una resurrección individual (de 
la que no hay antecedente alguno en el judaísmo anterior) 
Otro teólogo de nuestros días, J. MOLTMANN, parte de la esperanza 
universal como apertura radical hacia un futuro en plenitud. Esta 
apertura hacia el futuro es patrimonio de la humanidad (y no sólo de la 
religiosidad bíblica) y encuentra su concreción en la utopía, que da 
pábulo a la historia al generar una tensión que impulsa al hombre más 
allá del presente, hacia unas metas que desbordan sin cesar toda 
previsión y aspiración humanas. Pues bien, desde ese futuro, siempre 
desbordante e imprevisible, «siempre mayor», es desde donde 
MOLTMANN plantea la realidad de la resurrección como «motor de la 
historia». La resurrección vendría a ser el máximo exponente de la 
utopía, la gran posibilidad abierta que señala hacia la plenitud del 
mundo y de la historia (y que no es otra cosa que el reino de Dios o 
Dios mismo). La resurrección es así meta última del devenir histórico a 
la vez que el motor que lo impulsa, pues la historia humana avanza 
atraída por ese «vértigo del futuro». De este modo el futuro último se 
anticipa ­al menos como promesa­ en la resurrección de Jesús, donde 
adquiere concreción y tematización la esperanza o utopía humana 
universal 34. 
La visión del MOLTMANN se contrapone, por tanto, abiertamente a la de R. 
BULTMANN, quien, bajo el influjo de una mentalidad exageradamente 
positivista, olvida el dinamismo de la historia, afirmando un mundo 
clausurado en sí mismo y regido por las férreas leyes de las ciencias 
de la naturaleza: un determinismo que no permite novedad alguna ni 
está abierto a la sorpresa de un futuro nuevo, capaz de superar en 
grado sumo la realidad presente. En cambio, la postura de MOLTMANN 
acierta al mantener esa apertura del mundo y de la historia al 
«milagro» siempre sorprendente de un futuro radicalmente utópico ­tan 
humano, a la vez que tan inabarcable e imprevisible para el hombre­, 
donde tiene cabida, como una posibilidad al menos, la resurrección 
como parte integrante de esa esperanza última o de esa utopía 
vislumbrada oscuramente a la vez que claramente anhelada por el 
hombre. 


4 LA REALIDAD DEL CUERPO RESUCITADO

LA TEOLOGÍA católica, al prestar una mayor atención a la resurrección 
personal de Jesús, suele destacar con mayor fuerza la dimensión 
corporal del hombre resucitado (a veces recayendo en posturas 
extremas); mientras la teología protestante, en su linea más avanzada, 
propende a resaltar la proyección más eclesial de la resurrección de 
Jesús. 
CUERPO-GLORIOSO: Hoy en día es claro que el cuerpo de la resurrección 
no puede ser entendido como pura materialidad, en contraposición al 
espíritu, dentro del esquema dualista griego. La mentalidad bíblica es 
mucho más unitaria. Sin entrar ahora en mayores precisiones, baste 
decir que la persona, más que tener un cuerpo, es un ser corporal, de 
manera que el cuerpo es en realidad la mediación a través de la cual la 
persona humana se abre hacia el mundo. A través de ese microcosmos 
que es el cuerpo, la persona ­a partir de su intimidad personal­ se 
relaciona con el cosmos entero. De aquí que la corporalidad humana 
no pueda ser reducida al mero cuerpo animal o a la pura realidad 
material, sino que implica una dimensión más profunda y misteriosa.
Aun sin tratar de dar aquí una respuesta exhaustiva a tan difícil cuestión, 
intentaremos mostrar cómo, incluso durante su existencia terrena, el 
cuerpo humano es algo más que una mera agregación de células, 
integradas a su vez por una serie de elementos materiales básicos; es 
principalmente una realidad misteriosa, transida de una dimensión 
espiritual que desborda a la vez que configura desde dentro una 
estructura físico-química, haciendo de ella una realidad nueva, 
personal. Con los datos que aduciremos no intentamos ofrecer una 
explicación directa de la nueva configuración del cuerpo resucitado, 
sino presentar algunas pautas que de algún modo nos permitan una 
aproximación, aunque imperfecta, a esa realidad. 
En primer término, la corporalidad humana, aun durante la existencia 
terrena, se nos presenta como una realidad maleable por el espíritu y 
personalizada hasta el punto de servir de vehículo y cauce de 
expresión a ideas o sentimientos puramente espirituales. La risa, el 
llanto, el gesto, la palabra, son signo elocuente de la plasticidad del 
cuerpo por el espíritu y la personalidad del hombre. El cuerpo viene a 
ser así la revelación más adecuada y la traducción más exacta de la 
intimidad personal, su más claro exponente. Pues bien, esta 
espiritualización y personalización del cuerpo humano alcanzará su 
culminación suprema en la resurrección, en un cuerpo del todo 
maleable por el espíritu, surgido de lo más hondo de la realidad 
personal y personalizado en sumo grado, sin posibilidad de que se 
subleve o luche contra el espíritu (como sucede durante el caminar 
terreno). 
En segundo lugar, la corporalidad humana, aun en la tierra, desborda de 
forma misteriosa los estrictos límites del cuerpo material, siendo capaz 
de trascenderse a sí misma, distendiéndose en aquella amplitud infinita 
hacia la que tiende de por sí el espíritu. La corporalidad humana no se 
circunscribe a las estrechas fronteras de la propia piel o al mero 
espacio material que ocupa sino que es capaz de prolongarse más allá 
de su propia estructura física. De hecho, en el proceso evolutivo, el 
signo que define los umbrales de la hominización está representado 
por una corporalidad capaz de trascenderse a sí misma y de 
enseñorearse del mundo en torno, dominándolo y apropiándoselo, 
primero por la utilización de la mano como órgano prensil y luego por la 
adaptación y el uso de los más antiguos instrumentos. Así, el 
descubrimiento, en los yacimientos paleoantropológicos, de los 
primeros instrumentos líticos ­las más rudimentarias máquinas del 
hombre­ constituye el testimonio más antiguo y la prueba más evidente 
de la presencia de un ser humano frente a los antropoides anteriores. 
Y es en estos útiles, prolongación de la mano y del cerebro humanos, 
donde aflora por vez primera la dimensión trascendente del hombre 
que tiende a desbordar, ensanchándola, su propia realidad corporal: 
algo que es incapaz de realizar el animal, inscrito y cautivado en los 
estrictos límites de su propia piel y que, a lo sumo, podrá utilizar su 
mismo cuerpo como instrumento ­sus garras o sus dientes­, pero 
difícilmente llegará a fabricar otros útiles exteriores a él, otras máquinas 
a su servicio. 
Pero además, el hombre, al proyectar más allá de sí mismo su propia 
realidad personal, es capaz de humanizar y personalizar su entorno, el 
espacio y el tiempo en los que vive inmerso. El vestido y la morada 
construida, tan típicamente humanos, son otro signo vivo no sólo de la 
hominización, sino también de la humanización del mundo por el 
hombre. La criatura humana no puede vivir ­a diferencia de otros 
seres­ en una naturaleza completamente hostil si no ha sido 
humanizada previamente; es decir, convertida antes por el propio 
hombre en morada y prolongación de su propio cuerpo, de sí mismo. 
Esta humanización del mundo (que acaece a través del esfuerzo y el 
trabajo humanos), por cuyo medio el hombre va ensanchando no sólo 
sus dominios, sino también profundizando en su propia realidad 
personal, llega hoy a proyectarse hacia los espacios intersiderales: su 
brazo alcanza hasta la luna y su presencia se extiende hasta donde 
llegan los magníficos ingenios de su técnica. Pues bien, desde estas 
categorías cabe también establecer cierto paralelismo con la realidad 
del cuerpo resucitado: por la resurrección, la realidad corpórea 
humana adquiere su máxima trascendencia o desbordamiento, que 
conlleva la radical transformación y humanización del mundo y de la 
historia. Algo que ya expresa el Nuevo Testamento a través de la 
afirmación del señorío de Jesús resucitado, que domina y abarca el 
universo incorporándolo a sí mismo como cuerpo suyo. 
Por último, y dentro de esta misma línea, no cabe olvidar cómo el hombre, 
alfarero inicial, es capaz de moldear la tierra convirtiendo el barro en 
arte, la grosera piedra en la línea estilizada del gótico o el colorido 
informe de la naturaleza en la armonía de la pintura. De este modo, el 
ser humano no sólo logra imprimir el sello de su personalidad propia en 
la plasticidad de su cuerpo, sino que extiende esa misma impronta 
hacia su entorno, personalizando y convirtiendo en arte puro la materia 
y llegando hasta a arrancar de instrumentos en sí inertes aquella 
«música extremada» con la que «el aire se serena, y viste de 
hermosura y luz no usada» (Fray Luis de León). 
Todos estos datos, aducidos a manera de ejemplo, nos inducen a pensar 
que la estructura corporal humana ­aun en la tierra­ señala y tiende 
hacia una realidad más profunda, misteriosa, que desborda y 
sobrepasa los límites de su actual configuración material y que 
creemos encontrará su culminación y su plenitud por la resurrección. 
Si, como decíamos al principio, la resurrección implica una nueva 
relación personal, ésta debería concretarse en una relación más 
profunda e íntima del hombre con el misterio de Dios, en la apertura 
radical de la persona a los otros (en una especie como de 
«socialización» consumada), así como en la asunción del cosmos y la 
creación entera y en su personalización por obra del hombre, lo que 
acaece a través de la transformación y «redención de nuestro cuerpo» 
(Rm 8,19-23). 
Dejando de lado estas reflexiones de tipo antropológico, y desde otra 
perspectiva, las ciencias naturales afirman una constante recirculación 
de la materia. Aquellos elementos que en un momento dado formaron 
parte de un determinado cuerpo vivo, son reutilizados, pasando a 
integrarse en otros seres, vivientes o no. Bajo el punto de vista de la 
biología, resulta muy difícil admitir que los elementos orgánicos que 
formaron parte del cuerpo terreno se conserven indemnes hasta el fin 
de los tiempos, pasando a formar parte sin más del cuerpo resucitado. 
Pero aún hay más: la práctica totalidad de los elementos químicos 
fundamentales que componen las células del cuerpo humano dejan de 
formar parte de él al cabo de tres o cuatro años, en virtud del proceso 
metabólico que permite a los seres vivos incorporar elementos nuevos 
a su organismo, desechando los ya gastados e inútiles. Pues bien, aun 
a pesar de estas mutaciones que permiten al cuerpo humano ­y al 
hombre mismo­ su propio crecimiento, y que son, a veces, tan 
profundas y aparatosas que hacen de una persona, en su apariencia 
física, algo muy distinto de lo que fue en otro tiempo (en ocasiones 
resulta bien difícil reconocer, en la fotografía del niño o del joven, al 
actual anciano), sin embargo, ni tenemos normalmente la impresión de 
ser otra persona distinta de lo que fuimos, ni nuestro cuerpo, aun a 
pesar de las importantes mutaciones sufridas, nos parece algo ajeno a 
nosotros mismos. Todo esto nos induce a pensar que la realidad 
corpórea humana es algo más que el mero conjunto o agregación de 
las sucesivas células que han ido integrando el cuerpo en el decurso 
de la vida terrena. Hay un principio superior, personal, de identidad, 
capaz de asumir esos cambios, por muy profundos que sean, y de dar 
unidad y cohesión al ser humano, aun a pesar de las mutaciones 
sufridas. También aquí cabría establecer cierta analogía o paralelismo 
entre la transformación que el hombre sufre a lo largo de su existencia 
terrena y la definitiva transformación por la resurrección. La persona 
seguirá siendo entonces la misma y su identidad no será otra de la que 
tuvo durante su vida en la tierra, pero a la vez será un ser 
transformado y distinto, sobre todo en su dimensión corpórea. 
Por último, ¿qué datos aporta sobre esta cuestión el Nuevo Testamento? 
Cabría empezar aduciendo la respuesta que Jesús dio a unos 
saduceos que negaban la resurrección (tal como nos es transmitida por 
los tres Sinópticos): «estáis en un error, porque ni conocéis las 
Escrituras ni el poder de Dios; porque en la resurrección ni se casarán 
ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo» 
(/Mt/22/29-30 y par. de Mc y Lc). Jesús habla del cuerpo futuro de la 
resurrección, del que excluye la pura carnalidad («no se casarán»), 
equiparándolo, en cambio, a la realidad personal, espiritual, de los 
seres angélicos (según la concepción de la época). Pero, además, 
poseemos algunos datos que nos permiten situar esta expresión en el 
contexto de las controversias de su tiempo: en las Parábolas de Henoc 
(1 Hen 51,4) se habla de que los justos, al final de los tiempos, «serán 
como ángeles en el cielo». Este libro (escrito, al parecer, en ámbito 
esenio) se enmarca en la controversia antifarisaica respecto a la 
resurrección. Los fariseos admitían la resurrección, pero dada su idea 
demasiado terrena del reino de Dios, se imaginaban la vida futura de 
una forma exageradamente carnal. De ello tomaban pie los saduceos, 
que ridiculizaban la postura farisaica a través de ejemplos, como el de 
la mujer que tuvo siete maridos sucesivos, basándose en ello para 
negar la resurrección. Jesús, en su respuesta, adopta una postura 
intermedia: rechaza la tesis de los saduceos y afirma la resurrección 
basándola en «el poder de Dios» vivificador. Pero, a la vez, excluye 
asimismo la concepción farisaica, demasiado materialista y carnal, 
echando mano de esa fórmula («como los ángeles»), utilizada ya por 
los controversistas antifarisaicos de la época 35. Finalmente, Jesús 
mantiene el símil o la comparación, evitando toda afirmación directa; lo 
que parece indicar que incluso a él le resulta difícil formular con toda 
precisión la realidad del cuerpo resucitado. Pablo, a su vez, nos ofrece 
diversas imágenes para explicar la realidad del cuerpo resucitado. En 1 
Cor 15,35 se plantea expresamente esta cuestión. Y responde en 
primer término con el ejemplo de la semilla que al morir da origen a una 
realidad nueva que es la espiga (/1Co/15/37-38). Este símil (que el 
mismo Jesús había utilizado para referirse al futuro reino de Dios ­cf. 
Mc 4,30-32­ y, según Juan, para designarse a sí mismo como grano de 
trigo que cae en tierra y muere, produciendo nuevo y abundante fruto: 
Jn 12,14) afirma una identidad fundamental entre el cuerpo terreno que 
muere y el cuerpo resucitado, junto a una distinción innegable, paralela 
a la que existe entre la semilla y el fruto. Otra segunda imagen utilizada 
por el Apóstol es la polaridad existente entre cuerpos terrestres y 
celestes (que los antiguos creían ígneos, de una estructura 
semiespiritual, como la del fuego: cf. 1 Cor 15,40-41). Pero, sobre todo, 
habla de cuerpo incorrupto, glorioso, poderoso y, más aún, de cuerpo 
espiritual (1 Cor 15,42-49); lo que equivale a afirmar que la realidad 
corporal humana queda transida en la resurrección por la divinidad 
misma, pues las características que esos adjetivos designan coinciden, 
según el mismo Pablo, con determinados atributos de la divinidad: Dios 
es incorruptible, glorioso, poderoso y espíritu puro. El mismo Apóstol 
advierte que «la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios, 
ni la corrupción heredará la incorrupción» (1 Cor 15,50), por lo que es 
necesaria una «transformación e inmutación del cuerpo terreno, que 
deberá revestirse de incorrupción e inmortalidad» (1 Cor 15,51-54). La 
mansión humana, terrena, en su frágil labilidad, será sustituida por otra 
sólida casa no hecha por mano de hombre, de manera que nuestra 
realidad mortal será absorbida por la vida misma (cf. 2 Cor 5,2-4) en 
una transfiguración de nuestro humilde cuerpo en un nuevo cuerpo de 
gloria (Flp 3,20s) 36. 
Podemos acabar afirmando con Pablo: al final «Dios le da el cuerpo según 
ha querido» en cada caso el propio cuerpo (1 Cor 15,38). Aquel que es 
Creador desde el principio es también el que «da vida a los muertos y 
llama al ser tanto a lo que es como a lo que no es» (Rm 4,17; cf. 8,11; 
Jn 5,21). En última instancia, sólo cabe la apelación al poder supremo 
de Dios y a su potencia vivificadora, tal como lo hace Jesús en el 
pasaje antes citado: «no conocéis las Escrituras ni el poder de Dios» 
(Mt 22,29). Lo que nos permite afirmar en la fe que, por esa 
participación plena en el misterio de la divinidad que es la resurrección, 
Dios mismo otorgará un ser nuevo al hombre, haciendo así que éste se 
recobre a sí mismo totalmente en la plenitud de su dimensión personal, 
incluida la corporalidad, y en continuidad profunda con toda su 
existencia anterior, terrena. 


5 LAS RAZONES DE LA FE CRISTIANA
EN LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

QUIZÁ esta presentación de la resurrección de Jesús produzca la impresión 
de que aquellos argumentos que tradicionalmente le servían de apoyo 
o de prueba han perdido valor o consistencia. Esto es verdad en cierto 
grado: anteriores pruebas de la resurrección, basadas en pretendidos 
datos físicos (incluido el sudario de Turín), han perdido valor. Pero es 
posible recuperar otros argumentos nuevos desde categorías de tipo 
antropológico o teológico. Señalemos algunos. 

1) Resurrección y esperanza humana. 
RS/ESPERANZA-HUMANA: Un primer argumento, dirigido tanto a creyentes 
como a no creyentes, parte de la tensión hacia un futuro en plenitud, 
tan enraizada en el corazón del hombre. La humanidad no sólo busca 
nuevas metas de paz o de justicia, sino que tiende hacia un mundo 
nuevo en toda su radical plenitud. Pero este mundo nuevo que tantos 
hombres (creyentes o no) anhelan, y por el que a veces luchan con 
denodado esfuerzo (aunque muy pocos sean capaces de concretar su 
posible configuración futura), es objeto de fe oscura y de esperanza, 
no de demostración científica. Incluso muchos que se llaman no 
creyentes creen y esperan en esa realidad nueva futura, aun cuando 
no puedan aducir prueba científica alguna de que ese mundo nuevo 
esperado llegará a realizarse un día. 
Pero, aun careciendo de una argumentación racional suficiente, la 
humanidad tampoco puede renunciar a esta fe, o a esta esperanza en 
el futuro como plenitud, si quiere vivir humanamente; pues si se 
apagase esa esperanza o esa utopía, quedarían cegadas las fuentes 
del progreso, ya que la historia humana avanza movida por esa 
inagotable esperanza en un futuro siempre mayor. Porque el hombre 
es un soñador empedernido, embarcado en la aventura de todo mar 
incógnito, es por lo que continúa el avance de la historia humana. Pero 
¿dónde están las pruebas racionales o científicas de que este avance 
desembocará ­humanamente hablando­ en un final feliz y no en un 
fracaso radical o en una catástrofe? Y sin embargo, el hombre necesita 
vitalmente ­para poder ser hombre­ seguir esperando y confiando. 
Todo esto parece demostrar que la esperanza, en la gran posibilidad 
abierta del futuro (en la que el hombre cree, aunque no pueda 
demostrarla por una argumentación racional válida), constituye algo 
esencial al ser humano, tanto para la persona concreta como para el 
conjunto de la humanidad en su devenir histórico. 
RS/MOTOR-DE-LA-HT: Ahora bien, ¿qué impide el que en el marco de esa 
esperanza en una plenitud futura ­indemostrable siempre­ los cristianos 
pongamos también nuestra esperanza en esa utopía suprema y radical 
que es la resurrección? Lo menos que cabe decir es que no somos tan 
necios los creyentes cuando, en el marco global de la esperanza 
universal de la humanidad (incluso atea) en un mundo nuevo, también 
nosotros afirmamos y esperamos esa realidad radicalmente nueva, de 
la resurrección futura, si bien iluminada por el resplandor de la 
presencia amorosa de Dios, plenitud absoluta. Desde esta perspectiva, 
tiene razón MOLTMANN al afirmar que la resurrección (también la de 
Jesús) es el motor de la historia: la meta capaz de dar sentido al 
caminar del hombre y de impulsar con su fuerza la transformación y la 
liberación del mundo. 

2) El misterio del Dios vivificador y la resurrección. 
Esta meta última, hacia la que se dirige el caminar humano ­la perfección 
suprema­, coincide para Jesús con el misterio de Dios: «llegad a ser 
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Por eso, 
para el creyente, la fe en la resurrección y en la plenitud de la vida 
futura no es disociable de la fe en un Dios vivo y dador de vida. 
Sin duda, la seguridad radical que Jesús tiene de su propia resurrección 
radica en su confianza absoluta y total en el Dios de la vida (al que él 
llama Padre): «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22,32) 
es su respuesta a la pregunta de los saduceos por la resurrección y 
que nos recuerda la afirmación del libro de la Sabiduría: «Dios no hizo 
la muerte ni se goza en la pérdida de los vivientes» (Sab 1,13), antes 
bien, Él «creó al hombre inmortal y lo hizo a imagen de su naturaleza» 
(Sab 2,23). Jesús afirma así a Dios no sólo como el «Dios vivo» (como 
lo había hecho el judaísmo en el Antiguo Testamento), sino, sobre 
todo, como el «Dios de la vida» o de los vivientes, como el vivificador. 
Pero indudablemente esta afirmación no constituye una teoría 
abstracta, sino que brota de lo profundo de la vida y la experiencia 
religiosa del propio Jesús: porque Él experimenta al Padre como 
«dador de vida» (el Padre da al Hijo la vida eterna y el Hijo vive por el 
Padre: cf. Jn 5,26; 6,57), por eso Él puede afirmarlo como Dios de la 
vida «hoy y mañana y al día tercero»; es decir, lo será en el futuro 
último porque lo es y lo ha venido siendo en el transcurso de toda su 
existencia terrena. La experiencia singular que Jesús tiene, como Hijo 
único, de la paternidad del Padre es el fundamento más hondo de su 
seguridad en su futura resurrección. 
Pero esto es válido también, aunque a otra escala, para la vida del 
creyente: la experiencia que cada persona tiene del misterio de Dios 
condiciona en gran medida su fe en la resurrección. Con harta 
frecuencia, Dios es sentido o percibido como rival o antagonista del 
hombre: la divinidad niega o excluye al hombre de un modo similar a 
como cuando surge en el horizonte el fulgor esplendoroso del sol que 
apaga prontamente la tenue luz de las estrellas. De esta experiencia de 
un Dios «mortal» para el hombre difícilmente puede brotar una 
verdadera fe y una esperanza auténtica en la resurrección. Sólo si Dios 
es sentido y adorado no como el Dios de la muerte sino como el Dios 
de la vida, y experimentado como potenciador del ser humano y capaz 
de enriquecer y ahondar la vida y la existencia del hombre, esta 
experiencia de vivificación es lo único que puede dar pie a una correcta 
fe y a una acendrada esperanza en la resurrección. «Conocer su poder 
es la raíz de la inmortalidad» queda dicho en el libro de la Sabiduría 
(15,3). 

3) La resurrección y la justicia. 
MU/JUSTICIA-A: Por último, la resurrección de Jesús, primicia de la 
nuestra, tiene también su razón de ser en el hecho de que la justicia y 
el amor son, en su realidad más profunda, irreconciliables con la 
muerte37. «La justicia no está sometida a la muerte», habían dicho los 
sabios de Israel (Sab 1,15). También el amor excluye por principio la 
muerte de la persona amada. 
Es bien significativo que, en el Antiguo Testamento, la resurrección llegue a 
su tematización explícita a través de la reflexión sobre la justicia: el 
tratamiento injusto e inhumano que reciben los mártires macabeos 
induce a los creyentes a confiar en la suprema e irrevocable justicia 
divina ejercida en la vida y en la resurrección futura (cf. 2 Mac 6,25-30; 
7,ó.9.11.13-18). Bastante similar es la trayectoria que sigue el Nuevo 
Testamento. Los primeros discípulos contemplan la resurrección de 
Jesús en relación con la justicia o la justificación divina: Dios justifica 
­hace justicia­ a Jesús, injustamente condenado y ejecutado por los 
hombres, manifestándole así como «el Justo» (cf. Hch 3,13s; 17,52s). 
Pero, a la vez, Dios se justifica a sí mismo en la resurrección del Hijo al 
mostrarse públicamente como justo vindicador del que ha sido oprimido 
por la injusta justicia humana. Si bien la justicia de Dios muestra en la 
resurrección toda su singularidad y su diferencia de la justicia humana: 
la justicia divina no consiste tanto en dar muerte al impío injusto cuanto 
en vivificar de forma nueva e insospechada al justo oprimido y sufriente 
(una tarea que la Iglesia deberá proseguir). Por eso Pablo sitúa 
también en estrecha relación el hecho de la resurrección de Jesús por 
Dios y el misterio de la justificación del creyente, pues Jesús «fue 
entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra 
justificación» (Rm 4,24s; cf. 1 Cor 15,17). 
Desde esta perspectiva, la resurrección de Jesús ofrece una importante 
base a la teología de la liberación: la vindicación abierta y clara que 
Dios hace, en la resurrección de Jesús, del Hijo injustamente tratado 
por sus hermanos, es una señal inequívoca, levantada como la 
serpiente de bronce en medio de las naciones (cf. Jn 3,14-15), como 
signo de que Dios, «amador de la vida» (Sab 11,25-27), se sitúa al 
lado de los que sufren la injusticia humana y enfrente de los que 
ejercen la injusticia generadora de muerte. De este modo la 
resurrección, siendo exponente y signo del amor infinito del Padre al 
Hijo único, es también revelación de la injusticia del hombre y de la 
suprema justicia de Dios y su juicio. Un juicio que es, de entrada, oferta 
de liberación y de salvación para todo el que acepte la conversión, 
pasando con Cristo de la muerte a la vida: muriendo a la antigua vida 
de pecado y viviendo de forma nueva la filiación, y por ello la 
fraternidad. La resurrección de Cristo muestra así su poder al hacerse 
presente en el mundo a través de una forma nueva de vivir, a través de 
la justicia, de la paz y el perdón, de la liberación y la transformación del 
mundo. 

MANUEL GESTEIRA GARZA
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE. Madrid 1984. Págs. 51-73

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30. Sobre R. BULTMANN, cf. en castellano E. RUCKSTUHLJ. PFAMMATTER, La 
resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973, páginas 67-78. 
31. Cf., de W. MARXSEN, La resurrección de Jesús como problema histórico y teológico, 
Salamanca, 1979 (que recoge la conferencia programática de 1964), así como La 
resurrección de Jesús de Nazaret, Barcelona, 1974. 
32. Sobre W. MARXSEN, cf. F. MUSSNER, La resurrección de Jesús, pp. 9-26, 47-56 y 
69-74.
33. Cf. W. PANNENBERG, Fundamentos de Cristología, Salamanca, 1974, pp. 82-142. 
Cf. también R. BLÁZQUEZ, La resurrección en la cristología de W. Pannenberg, 
Vitoria, 1973.
34. Cf. J. MOLTMANN Teología de la Esperanza, Salamanca, 1972, pp. 123-392; El Dios 
crucificado, Salamanca, 1975, páginas 220-274.
35. Cf. P. GRELOT, La resurrección de Jesús y su trasfondo bíblico y judío, en P. 
SURGY-P. GRELOT, La resurrección de Cristo, pp. 34-35. 
36. Sobre el cuerpo de la resurrección en Pablo, cf. F. MUSSNER, La resurrección de 
Jesús, pp. 100-111.
37. Sobre la relación resurrección-justicia, cf. J. SOBRINO, Jesús en América Latina, 
Santander, 1982, pp. 235-250