ALGUNAS INTERPRETACIONES ACTUALES DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
EN UNA RÁPIDA presentación de las principales interpretaciones recientes
de la resurrección de Jesús, cabe destacar las siguientes:
a) La resurrección como emergencia de la palabra de Dios que late
tras la vida y la muerte de Jesús.
DESDE la moderna perspectiva de las ciencias naturales, afirma R.
BULTMANN, la tesis que proclama la resurrección corporal de un
muerto presupone una concepción mítica del mundo que resulta
inaceptable hoy en día. Por consiguiente, dada la actual mentalidad
positivista, la Iglesia sólo puede anunciar la resurrección si la entiende
no como un «hecho bruto», sino, en su sentido simbólico, despojada de
todo rasgo fisicista y reinterpretada en clave existencial (es decir,
referida a determinadas situaciones de plenitud de la existencia
humana). La existencia histórica de Jesús acabó con su muerte en la
cruz. Pero tras su vida y su muerte late la palabra de Dios, que
constituye la realidad más honda del ser y el actuar de Jesús. Pues
bien, la resurrección coincide con el descubrimiento, por parte de la
Iglesia primera, de «la palabra de la cruz» (1 Cor 1,18): los primeros
discípulos aciertan a descubrir, tras el Jesús histórico, al Cristo de la fe,
tras la realidad del personaje histórico el sentido y el mensaje que su
persona y su vida encierran; palabra y mensaje que la Iglesia posterior
continuará proclamando y que todavía hoy siguen interpelando al
mundo. Cabe decir así: Jesús ha muerto (en cuanto personaje
histórico); Cristo vive (en cuanto palabra de Dios que nos interpela a
través de la vida y la muerte de Jesús) y sigue actuando por medio de
la palabra y la obra de la Iglesia 30.
En una breve valoración de esta postura, cabe señalar que aunque R.
BULTMANN no parece excluir una pervivencia de Jesús en el seno de
Dios, insiste en rechazar toda resurrección corpórea, reduciendo la
presencia del Resucitado a la eficacia salvadora de la palabra de Dios
en el Jesús terreno, prolongada luego en la acción de la Iglesia, y a
nuestra fe en ella. Ahora bien, R. BULTMANN olvida que en los datos
más antiguos de la tradición neotestamentaria destaca el valor de la
resurrección sobre la muerte, contemplándolas en mutua
contraposición y como realidades irreductibles (y no ven la resurrección
como una mera explicitación del sentido profundo que la muerte
encierra). Por otra parte, este autor cae en un reduccionismo de la
persona y la obra de Jesús al misterio de Dios, olvidando que al ser la
resurrección exaltación y glorificación de Jesús y, por ello, participación
plena en la soberanía y el poder de Dios Padre, la incardinación
definitiva de Jesús en el misterio de Dios por la resurrección no tiene
por qué implicar la disolución o la eliminación de su realidad humana,
antes bien, entraña su potenciación definitiva y su exaltación hacia una
novedad plena.
b) La resurrección como experiencia e interpretación de los
discípulos.
COMO prolongación de las tesis de R. BULTMANN, W. MARXSEN afirmaba
en 1966 que tanto la resurrección de Jesús como las apariciones del
Resucitado son del todo inaccesibles a la investigación científica 31. Lo
único a lo que en realidad tenemos acceso es al testimonio de los
discípulos acerca de su propia experiencia de la resurrección. Pero
esta experiencia no significa que hayan sido testigos directos e
inmediatos de la realidad del Resucitado, sino que se reduce a la
reflexión y a la interpretación que ellos hacen de la vida y la muerte del
Jesús histórico a la luz de su propia fe y de ciertas «claves de
interpretación» previas. Una de estas claves es la apocalíptica del
judaísmo tardío, que esperaba como próxima la resurrección universal
de los muertos. Los discípulos formulan entonces su fe y su experiencia
de la vida y la muerte de Jesús utilizando el módulo de la resurrección.
Si estos mismos discípulos hubieran vivido en un clima cultural
helénico, hubiesen formulado esta misma experiencia según el modelo
interpretativo de la «inmortalidad» o de la pervivencia del alma después
de la muerte.
Junto a este primer modelo de interpretación, que atiende más a la realidad
individual de Jesús (y que W. MARXSEN denomina «personal»), otro
segundo esquema «funcional» expresaría esto mismo bajo la clave de
la misión y el anuncio o «kerygma» de la Iglesia, en los que se formula
y se comunica la anterior experiencia de fe. En este segundo esquema,
la resurrección de Jesús podría formularse así: la «causa» de Jesús
(su pretensión o su misión), aunque interrumpida momentáneamente
por su muerte, pervive y continúa en la misión, la vida y la predicación
de la Iglesia. Hasta tal punto que aquel que se siente interpelado por la
palabra de Cristo en la Iglesia se ve obligado a confesar que el Señor
vive y sigue hablando y actuando.
J/MU/ABANDONO-DLOS: A manera de critica, que la reducción que W.
MARXSEN hace del hecho de la resurrección a la mera experiencia
subjetiva de fe de los discípulos resulta inaceptable. La mayor dificultad
de esta tesis radica en explicar cómo es posible que del profundo
desaliento de la cruz surja por sí sola en el corazón de los discípulos
esa fe renovada sin un motivo poderoso o una razón objetiva previa. La
explicación de W. MARXSEN simplifica y hasta trivializa la trágica
realidad de la muerte de Jesús, que no fue un hecho intrascendente,
sino una ruptura radical con toda una vida y unas experiencias
comunes habidas anteriormente. Porque la muerte de Jesús no fue una
muerte normal o natural; ni siquiera fue el suplicio impuesto a un
ajusticiado, sino algo peor: fue la muerte de un blasfemo o de un
«ateo». Así como la huida y el abandono de los discípulos no fue sólo
fruto del miedo o el temor, sino principalmente del desencanto y la
profunda desesperanza ante la figura del Profeta, descalificado
oficialmente y en nombre de Dios como falsario. Esta honda
desilusión es muy difícil que pueda superarse únicamente por la mera
lógica humana: por el recuerdo o por la reflexión sobre la vida y la
actuación anterior de Jesús, si no ha sucedido algo capaz de conmover
y de sacudir hondamente la conciencia de los discípulos despertando
en ellos una fe nueva.
Por último, la tesis de W. MARXSEN de una fe que surge por la propia
iniciativa de los discípulos parece presuponer que ellos esperaban de
alguna manera la resurrección individual de Jesús (pues sólo se cree
en lo que de algún modo se espera). Pero ¿puede afirmarse esto
cuando en el Antiguo Testamento no hay antecedente alguno de una
resurrección individual? ¿En que podían apoyarse los discípulos para
llegar a semejante «conclusión»? Lo más lógico es afirmar que sólo un
hecho real que se les impone por su propia fuerza fue capaz de
originar una experiencia nueva que los llevó a la fe y a la posterior
reflexión. Pero en modo alguno son éstas principio o punto de partida,
sino consecuencia de la realidad de la resurrección. De no ser así,
habría que admitir un milagro similar (y quizá aun mayor) que el que se
intenta superar.
Por otra parte, no cabe afirmar que la causa de Jesús continúe
independientemente de que Él esté vivo. Pues en Jesús su causa no es
disociable en absoluto de su persona, ya que Él encarna y personifica
la causa del reino que anuncia -es el reino de Dios personificado, a
diferencia de los antiguos profetas32.
c) La resurrección como anticipación de la novedad futura del reino
de Dios.
FRENTE a los dos autores anteriores, W. PANNENBERG insiste más en la
realidad fáctica de la resurrección como apoyatura imprescindible de la
fe. Esta, aunque necesaria, no puede suplir la ausencia de un hecho
real previo. Algo aconteció en Jesús para que sus discípulos se vean
obligados enfrentándose con sus propias dudas y vacilaciones, de las
que dan testimonio los mismos relatos evangélicos a interpretar
primero y predicar luego ese acontecimiento. Es verdad que no nos es
posible precisar en todos sus detalles ese «suceso», porque pertenece
al futuro último que, como tal, nos resulta en buena parte inaccesible.
Pero ese futuro último toma carne y se anticipa en la resurrección de
Jesús, convirtiéndose para nosotros en revelación a la luz de toda una
tradición anterior que lo explicita. PANNENBERG coincide con W.
MARXSEN en que los discípulos participaban de la esperanza del
judaísmo tardío en la resurrección universal de los muertos: lo que les
permitirá comprender e interpretar lo que acaece en Jesús, por lo que
esa esperanza sirve como de marco o clave inicial de comprensión.
Pero, a diferencia de W. MARXSEN, PANNENBERG advierte que esa
esperanza en la resurrección universal, por sí sola, no es razón
suficiente para que surja en los discípulos la fe en una resurrección
individual como lo fue la de Jesús. Un cambio de esquemas tan radical
no resulta explicable sin un acontecimiento previo que lo condicione:
sólo el hecho de la resurrección de Jesús puede explicar una transición
tan rápida de la esperanza en la resurrección universal (frecuente en el
judaísmo de la época) a la confesión de una resurrección individual (de
la que no hay antecedente alguno en el judaísmo anterior)
Otro teólogo de nuestros días, J. MOLTMANN, parte de la esperanza
universal como apertura radical hacia un futuro en plenitud. Esta
apertura hacia el futuro es patrimonio de la humanidad (y no sólo de la
religiosidad bíblica) y encuentra su concreción en la utopía, que da
pábulo a la historia al generar una tensión que impulsa al hombre más
allá del presente, hacia unas metas que desbordan sin cesar toda
previsión y aspiración humanas. Pues bien, desde ese futuro, siempre
desbordante e imprevisible, «siempre mayor», es desde donde
MOLTMANN plantea la realidad de la resurrección como «motor de la
historia». La resurrección vendría a ser el máximo exponente de la
utopía, la gran posibilidad abierta que señala hacia la plenitud del
mundo y de la historia (y que no es otra cosa que el reino de Dios o
Dios mismo). La resurrección es así meta última del devenir histórico a
la vez que el motor que lo impulsa, pues la historia humana avanza
atraída por ese «vértigo del futuro». De este modo el futuro último se
anticipa al menos como promesa en la resurrección de Jesús, donde
adquiere concreción y tematización la esperanza o utopía humana
universal 34.
La visión del MOLTMANN se contrapone, por tanto, abiertamente a la de R.
BULTMANN, quien, bajo el influjo de una mentalidad exageradamente
positivista, olvida el dinamismo de la historia, afirmando un mundo
clausurado en sí mismo y regido por las férreas leyes de las ciencias
de la naturaleza: un determinismo que no permite novedad alguna ni
está abierto a la sorpresa de un futuro nuevo, capaz de superar en
grado sumo la realidad presente. En cambio, la postura de MOLTMANN
acierta al mantener esa apertura del mundo y de la historia al
«milagro» siempre sorprendente de un futuro radicalmente utópico tan
humano, a la vez que tan inabarcable e imprevisible para el hombre,
donde tiene cabida, como una posibilidad al menos, la resurrección
como parte integrante de esa esperanza última o de esa utopía
vislumbrada oscuramente a la vez que claramente anhelada por el
hombre.
4 LA REALIDAD DEL CUERPO RESUCITADO
LA TEOLOGÍA católica, al prestar una mayor atención a la resurrección
personal de Jesús, suele destacar con mayor fuerza la dimensión
corporal del hombre resucitado (a veces recayendo en posturas
extremas); mientras la teología protestante, en su linea más avanzada,
propende a resaltar la proyección más eclesial de la resurrección de
Jesús.
CUERPO-GLORIOSO: Hoy en día es claro que el cuerpo de la resurrección
no puede ser entendido como pura materialidad, en contraposición al
espíritu, dentro del esquema dualista griego. La mentalidad bíblica es
mucho más unitaria. Sin entrar ahora en mayores precisiones, baste
decir que la persona, más que tener un cuerpo, es un ser corporal, de
manera que el cuerpo es en realidad la mediación a través de la cual la
persona humana se abre hacia el mundo. A través de ese microcosmos
que es el cuerpo, la persona a partir de su intimidad personal se
relaciona con el cosmos entero. De aquí que la corporalidad humana
no pueda ser reducida al mero cuerpo animal o a la pura realidad
material, sino que implica una dimensión más profunda y misteriosa.
Aun sin tratar de dar aquí una respuesta exhaustiva a tan difícil cuestión,
intentaremos mostrar cómo, incluso durante su existencia terrena, el
cuerpo humano es algo más que una mera agregación de células,
integradas a su vez por una serie de elementos materiales básicos; es
principalmente una realidad misteriosa, transida de una dimensión
espiritual que desborda a la vez que configura desde dentro una
estructura físico-química, haciendo de ella una realidad nueva,
personal. Con los datos que aduciremos no intentamos ofrecer una
explicación directa de la nueva configuración del cuerpo resucitado,
sino presentar algunas pautas que de algún modo nos permitan una
aproximación, aunque imperfecta, a esa realidad.
En primer término, la corporalidad humana, aun durante la existencia
terrena, se nos presenta como una realidad maleable por el espíritu y
personalizada hasta el punto de servir de vehículo y cauce de
expresión a ideas o sentimientos puramente espirituales. La risa, el
llanto, el gesto, la palabra, son signo elocuente de la plasticidad del
cuerpo por el espíritu y la personalidad del hombre. El cuerpo viene a
ser así la revelación más adecuada y la traducción más exacta de la
intimidad personal, su más claro exponente. Pues bien, esta
espiritualización y personalización del cuerpo humano alcanzará su
culminación suprema en la resurrección, en un cuerpo del todo
maleable por el espíritu, surgido de lo más hondo de la realidad
personal y personalizado en sumo grado, sin posibilidad de que se
subleve o luche contra el espíritu (como sucede durante el caminar
terreno).
En segundo lugar, la corporalidad humana, aun en la tierra, desborda de
forma misteriosa los estrictos límites del cuerpo material, siendo capaz
de trascenderse a sí misma, distendiéndose en aquella amplitud infinita
hacia la que tiende de por sí el espíritu. La corporalidad humana no se
circunscribe a las estrechas fronteras de la propia piel o al mero
espacio material que ocupa sino que es capaz de prolongarse más allá
de su propia estructura física. De hecho, en el proceso evolutivo, el
signo que define los umbrales de la hominización está representado
por una corporalidad capaz de trascenderse a sí misma y de
enseñorearse del mundo en torno, dominándolo y apropiándoselo,
primero por la utilización de la mano como órgano prensil y luego por la
adaptación y el uso de los más antiguos instrumentos. Así, el
descubrimiento, en los yacimientos paleoantropológicos, de los
primeros instrumentos líticos las más rudimentarias máquinas del
hombre constituye el testimonio más antiguo y la prueba más evidente
de la presencia de un ser humano frente a los antropoides anteriores.
Y es en estos útiles, prolongación de la mano y del cerebro humanos,
donde aflora por vez primera la dimensión trascendente del hombre
que tiende a desbordar, ensanchándola, su propia realidad corporal:
algo que es incapaz de realizar el animal, inscrito y cautivado en los
estrictos límites de su propia piel y que, a lo sumo, podrá utilizar su
mismo cuerpo como instrumento sus garras o sus dientes, pero
difícilmente llegará a fabricar otros útiles exteriores a él, otras máquinas
a su servicio.
Pero además, el hombre, al proyectar más allá de sí mismo su propia
realidad personal, es capaz de humanizar y personalizar su entorno, el
espacio y el tiempo en los que vive inmerso. El vestido y la morada
construida, tan típicamente humanos, son otro signo vivo no sólo de la
hominización, sino también de la humanización del mundo por el
hombre. La criatura humana no puede vivir a diferencia de otros
seres en una naturaleza completamente hostil si no ha sido
humanizada previamente; es decir, convertida antes por el propio
hombre en morada y prolongación de su propio cuerpo, de sí mismo.
Esta humanización del mundo (que acaece a través del esfuerzo y el
trabajo humanos), por cuyo medio el hombre va ensanchando no sólo
sus dominios, sino también profundizando en su propia realidad
personal, llega hoy a proyectarse hacia los espacios intersiderales: su
brazo alcanza hasta la luna y su presencia se extiende hasta donde
llegan los magníficos ingenios de su técnica. Pues bien, desde estas
categorías cabe también establecer cierto paralelismo con la realidad
del cuerpo resucitado: por la resurrección, la realidad corpórea
humana adquiere su máxima trascendencia o desbordamiento, que
conlleva la radical transformación y humanización del mundo y de la
historia. Algo que ya expresa el Nuevo Testamento a través de la
afirmación del señorío de Jesús resucitado, que domina y abarca el
universo incorporándolo a sí mismo como cuerpo suyo.
Por último, y dentro de esta misma línea, no cabe olvidar cómo el hombre,
alfarero inicial, es capaz de moldear la tierra convirtiendo el barro en
arte, la grosera piedra en la línea estilizada del gótico o el colorido
informe de la naturaleza en la armonía de la pintura. De este modo, el
ser humano no sólo logra imprimir el sello de su personalidad propia en
la plasticidad de su cuerpo, sino que extiende esa misma impronta
hacia su entorno, personalizando y convirtiendo en arte puro la materia
y llegando hasta a arrancar de instrumentos en sí inertes aquella
«música extremada» con la que «el aire se serena, y viste de
hermosura y luz no usada» (Fray Luis de León).
Todos estos datos, aducidos a manera de ejemplo, nos inducen a pensar
que la estructura corporal humana aun en la tierra señala y tiende
hacia una realidad más profunda, misteriosa, que desborda y
sobrepasa los límites de su actual configuración material y que
creemos encontrará su culminación y su plenitud por la resurrección.
Si, como decíamos al principio, la resurrección implica una nueva
relación personal, ésta debería concretarse en una relación más
profunda e íntima del hombre con el misterio de Dios, en la apertura
radical de la persona a los otros (en una especie como de
«socialización» consumada), así como en la asunción del cosmos y la
creación entera y en su personalización por obra del hombre, lo que
acaece a través de la transformación y «redención de nuestro cuerpo»
(Rm 8,19-23).
Dejando de lado estas reflexiones de tipo antropológico, y desde otra
perspectiva, las ciencias naturales afirman una constante recirculación
de la materia. Aquellos elementos que en un momento dado formaron
parte de un determinado cuerpo vivo, son reutilizados, pasando a
integrarse en otros seres, vivientes o no. Bajo el punto de vista de la
biología, resulta muy difícil admitir que los elementos orgánicos que
formaron parte del cuerpo terreno se conserven indemnes hasta el fin
de los tiempos, pasando a formar parte sin más del cuerpo resucitado.
Pero aún hay más: la práctica totalidad de los elementos químicos
fundamentales que componen las células del cuerpo humano dejan de
formar parte de él al cabo de tres o cuatro años, en virtud del proceso
metabólico que permite a los seres vivos incorporar elementos nuevos
a su organismo, desechando los ya gastados e inútiles. Pues bien, aun
a pesar de estas mutaciones que permiten al cuerpo humano y al
hombre mismo su propio crecimiento, y que son, a veces, tan
profundas y aparatosas que hacen de una persona, en su apariencia
física, algo muy distinto de lo que fue en otro tiempo (en ocasiones
resulta bien difícil reconocer, en la fotografía del niño o del joven, al
actual anciano), sin embargo, ni tenemos normalmente la impresión de
ser otra persona distinta de lo que fuimos, ni nuestro cuerpo, aun a
pesar de las importantes mutaciones sufridas, nos parece algo ajeno a
nosotros mismos. Todo esto nos induce a pensar que la realidad
corpórea humana es algo más que el mero conjunto o agregación de
las sucesivas células que han ido integrando el cuerpo en el decurso
de la vida terrena. Hay un principio superior, personal, de identidad,
capaz de asumir esos cambios, por muy profundos que sean, y de dar
unidad y cohesión al ser humano, aun a pesar de las mutaciones
sufridas. También aquí cabría establecer cierta analogía o paralelismo
entre la transformación que el hombre sufre a lo largo de su existencia
terrena y la definitiva transformación por la resurrección. La persona
seguirá siendo entonces la misma y su identidad no será otra de la que
tuvo durante su vida en la tierra, pero a la vez será un ser
transformado y distinto, sobre todo en su dimensión corpórea.
Por último, ¿qué datos aporta sobre esta cuestión el Nuevo Testamento?
Cabría empezar aduciendo la respuesta que Jesús dio a unos
saduceos que negaban la resurrección (tal como nos es transmitida por
los tres Sinópticos): «estáis en un error, porque ni conocéis las
Escrituras ni el poder de Dios; porque en la resurrección ni se casarán
ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo»
(/Mt/22/29-30 y par. de Mc y Lc). Jesús habla del cuerpo futuro de la
resurrección, del que excluye la pura carnalidad («no se casarán»),
equiparándolo, en cambio, a la realidad personal, espiritual, de los
seres angélicos (según la concepción de la época). Pero, además,
poseemos algunos datos que nos permiten situar esta expresión en el
contexto de las controversias de su tiempo: en las Parábolas de Henoc
(1 Hen 51,4) se habla de que los justos, al final de los tiempos, «serán
como ángeles en el cielo». Este libro (escrito, al parecer, en ámbito
esenio) se enmarca en la controversia antifarisaica respecto a la
resurrección. Los fariseos admitían la resurrección, pero dada su idea
demasiado terrena del reino de Dios, se imaginaban la vida futura de
una forma exageradamente carnal. De ello tomaban pie los saduceos,
que ridiculizaban la postura farisaica a través de ejemplos, como el de
la mujer que tuvo siete maridos sucesivos, basándose en ello para
negar la resurrección. Jesús, en su respuesta, adopta una postura
intermedia: rechaza la tesis de los saduceos y afirma la resurrección
basándola en «el poder de Dios» vivificador. Pero, a la vez, excluye
asimismo la concepción farisaica, demasiado materialista y carnal,
echando mano de esa fórmula («como los ángeles»), utilizada ya por
los controversistas antifarisaicos de la época 35. Finalmente, Jesús
mantiene el símil o la comparación, evitando toda afirmación directa; lo
que parece indicar que incluso a él le resulta difícil formular con toda
precisión la realidad del cuerpo resucitado. Pablo, a su vez, nos ofrece
diversas imágenes para explicar la realidad del cuerpo resucitado. En 1
Cor 15,35 se plantea expresamente esta cuestión. Y responde en
primer término con el ejemplo de la semilla que al morir da origen a una
realidad nueva que es la espiga (/1Co/15/37-38). Este símil (que el
mismo Jesús había utilizado para referirse al futuro reino de Dios cf.
Mc 4,30-32 y, según Juan, para designarse a sí mismo como grano de
trigo que cae en tierra y muere, produciendo nuevo y abundante fruto:
Jn 12,14) afirma una identidad fundamental entre el cuerpo terreno que
muere y el cuerpo resucitado, junto a una distinción innegable, paralela
a la que existe entre la semilla y el fruto. Otra segunda imagen utilizada
por el Apóstol es la polaridad existente entre cuerpos terrestres y
celestes (que los antiguos creían ígneos, de una estructura
semiespiritual, como la del fuego: cf. 1 Cor 15,40-41). Pero, sobre todo,
habla de cuerpo incorrupto, glorioso, poderoso y, más aún, de cuerpo
espiritual (1 Cor 15,42-49); lo que equivale a afirmar que la realidad
corporal humana queda transida en la resurrección por la divinidad
misma, pues las características que esos adjetivos designan coinciden,
según el mismo Pablo, con determinados atributos de la divinidad: Dios
es incorruptible, glorioso, poderoso y espíritu puro. El mismo Apóstol
advierte que «la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios,
ni la corrupción heredará la incorrupción» (1 Cor 15,50), por lo que es
necesaria una «transformación e inmutación del cuerpo terreno, que
deberá revestirse de incorrupción e inmortalidad» (1 Cor 15,51-54). La
mansión humana, terrena, en su frágil labilidad, será sustituida por otra
sólida casa no hecha por mano de hombre, de manera que nuestra
realidad mortal será absorbida por la vida misma (cf. 2 Cor 5,2-4) en
una transfiguración de nuestro humilde cuerpo en un nuevo cuerpo de
gloria (Flp 3,20s) 36.
Podemos acabar afirmando con Pablo: al final «Dios le da el cuerpo según
ha querido» en cada caso el propio cuerpo (1 Cor 15,38). Aquel que es
Creador desde el principio es también el que «da vida a los muertos y
llama al ser tanto a lo que es como a lo que no es» (Rm 4,17; cf. 8,11;
Jn 5,21). En última instancia, sólo cabe la apelación al poder supremo
de Dios y a su potencia vivificadora, tal como lo hace Jesús en el
pasaje antes citado: «no conocéis las Escrituras ni el poder de Dios»
(Mt 22,29). Lo que nos permite afirmar en la fe que, por esa
participación plena en el misterio de la divinidad que es la resurrección,
Dios mismo otorgará un ser nuevo al hombre, haciendo así que éste se
recobre a sí mismo totalmente en la plenitud de su dimensión personal,
incluida la corporalidad, y en continuidad profunda con toda su
existencia anterior, terrena.
5 LAS RAZONES DE LA FE CRISTIANA
EN LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
QUIZÁ esta presentación de la resurrección de Jesús produzca la impresión
de que aquellos argumentos que tradicionalmente le servían de apoyo
o de prueba han perdido valor o consistencia. Esto es verdad en cierto
grado: anteriores pruebas de la resurrección, basadas en pretendidos
datos físicos (incluido el sudario de Turín), han perdido valor. Pero es
posible recuperar otros argumentos nuevos desde categorías de tipo
antropológico o teológico. Señalemos algunos.
1) Resurrección y esperanza humana.
RS/ESPERANZA-HUMANA: Un primer argumento, dirigido tanto a creyentes
como a no creyentes, parte de la tensión hacia un futuro en plenitud,
tan enraizada en el corazón del hombre. La humanidad no sólo busca
nuevas metas de paz o de justicia, sino que tiende hacia un mundo
nuevo en toda su radical plenitud. Pero este mundo nuevo que tantos
hombres (creyentes o no) anhelan, y por el que a veces luchan con
denodado esfuerzo (aunque muy pocos sean capaces de concretar su
posible configuración futura), es objeto de fe oscura y de esperanza,
no de demostración científica. Incluso muchos que se llaman no
creyentes creen y esperan en esa realidad nueva futura, aun cuando
no puedan aducir prueba científica alguna de que ese mundo nuevo
esperado llegará a realizarse un día.
Pero, aun careciendo de una argumentación racional suficiente, la
humanidad tampoco puede renunciar a esta fe, o a esta esperanza en
el futuro como plenitud, si quiere vivir humanamente; pues si se
apagase esa esperanza o esa utopía, quedarían cegadas las fuentes
del progreso, ya que la historia humana avanza movida por esa
inagotable esperanza en un futuro siempre mayor. Porque el hombre
es un soñador empedernido, embarcado en la aventura de todo mar
incógnito, es por lo que continúa el avance de la historia humana. Pero
¿dónde están las pruebas racionales o científicas de que este avance
desembocará humanamente hablando en un final feliz y no en un
fracaso radical o en una catástrofe? Y sin embargo, el hombre necesita
vitalmente para poder ser hombre seguir esperando y confiando.
Todo esto parece demostrar que la esperanza, en la gran posibilidad
abierta del futuro (en la que el hombre cree, aunque no pueda
demostrarla por una argumentación racional válida), constituye algo
esencial al ser humano, tanto para la persona concreta como para el
conjunto de la humanidad en su devenir histórico.
RS/MOTOR-DE-LA-HT: Ahora bien, ¿qué impide el que en el marco de esa
esperanza en una plenitud futura indemostrable siempre los cristianos
pongamos también nuestra esperanza en esa utopía suprema y radical
que es la resurrección? Lo menos que cabe decir es que no somos tan
necios los creyentes cuando, en el marco global de la esperanza
universal de la humanidad (incluso atea) en un mundo nuevo, también
nosotros afirmamos y esperamos esa realidad radicalmente nueva, de
la resurrección futura, si bien iluminada por el resplandor de la
presencia amorosa de Dios, plenitud absoluta. Desde esta perspectiva,
tiene razón MOLTMANN al afirmar que la resurrección (también la de
Jesús) es el motor de la historia: la meta capaz de dar sentido al
caminar del hombre y de impulsar con su fuerza la transformación y la
liberación del mundo.
2) El misterio del Dios vivificador y la resurrección.
Esta meta última, hacia la que se dirige el caminar humano la perfección
suprema, coincide para Jesús con el misterio de Dios: «llegad a ser
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Por eso,
para el creyente, la fe en la resurrección y en la plenitud de la vida
futura no es disociable de la fe en un Dios vivo y dador de vida.
Sin duda, la seguridad radical que Jesús tiene de su propia resurrección
radica en su confianza absoluta y total en el Dios de la vida (al que él
llama Padre): «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22,32)
es su respuesta a la pregunta de los saduceos por la resurrección y
que nos recuerda la afirmación del libro de la Sabiduría: «Dios no hizo
la muerte ni se goza en la pérdida de los vivientes» (Sab 1,13), antes
bien, Él «creó al hombre inmortal y lo hizo a imagen de su naturaleza»
(Sab 2,23). Jesús afirma así a Dios no sólo como el «Dios vivo» (como
lo había hecho el judaísmo en el Antiguo Testamento), sino, sobre
todo, como el «Dios de la vida» o de los vivientes, como el vivificador.
Pero indudablemente esta afirmación no constituye una teoría
abstracta, sino que brota de lo profundo de la vida y la experiencia
religiosa del propio Jesús: porque Él experimenta al Padre como
«dador de vida» (el Padre da al Hijo la vida eterna y el Hijo vive por el
Padre: cf. Jn 5,26; 6,57), por eso Él puede afirmarlo como Dios de la
vida «hoy y mañana y al día tercero»; es decir, lo será en el futuro
último porque lo es y lo ha venido siendo en el transcurso de toda su
existencia terrena. La experiencia singular que Jesús tiene, como Hijo
único, de la paternidad del Padre es el fundamento más hondo de su
seguridad en su futura resurrección.
Pero esto es válido también, aunque a otra escala, para la vida del
creyente: la experiencia que cada persona tiene del misterio de Dios
condiciona en gran medida su fe en la resurrección. Con harta
frecuencia, Dios es sentido o percibido como rival o antagonista del
hombre: la divinidad niega o excluye al hombre de un modo similar a
como cuando surge en el horizonte el fulgor esplendoroso del sol que
apaga prontamente la tenue luz de las estrellas. De esta experiencia de
un Dios «mortal» para el hombre difícilmente puede brotar una
verdadera fe y una esperanza auténtica en la resurrección. Sólo si Dios
es sentido y adorado no como el Dios de la muerte sino como el Dios
de la vida, y experimentado como potenciador del ser humano y capaz
de enriquecer y ahondar la vida y la existencia del hombre, esta
experiencia de vivificación es lo único que puede dar pie a una correcta
fe y a una acendrada esperanza en la resurrección. «Conocer su poder
es la raíz de la inmortalidad» queda dicho en el libro de la Sabiduría
(15,3).
3) La resurrección y la justicia.
MU/JUSTICIA-A: Por último, la resurrección de Jesús, primicia de la
nuestra, tiene también su razón de ser en el hecho de que la justicia y
el amor son, en su realidad más profunda, irreconciliables con la
muerte37. «La justicia no está sometida a la muerte», habían dicho los
sabios de Israel (Sab 1,15). También el amor excluye por principio la
muerte de la persona amada.
Es bien significativo que, en el Antiguo Testamento, la resurrección llegue a
su tematización explícita a través de la reflexión sobre la justicia: el
tratamiento injusto e inhumano que reciben los mártires macabeos
induce a los creyentes a confiar en la suprema e irrevocable justicia
divina ejercida en la vida y en la resurrección futura (cf. 2 Mac 6,25-30;
7,ó.9.11.13-18). Bastante similar es la trayectoria que sigue el Nuevo
Testamento. Los primeros discípulos contemplan la resurrección de
Jesús en relación con la justicia o la justificación divina: Dios justifica
hace justicia a Jesús, injustamente condenado y ejecutado por los
hombres, manifestándole así como «el Justo» (cf. Hch 3,13s; 17,52s).
Pero, a la vez, Dios se justifica a sí mismo en la resurrección del Hijo al
mostrarse públicamente como justo vindicador del que ha sido oprimido
por la injusta justicia humana. Si bien la justicia de Dios muestra en la
resurrección toda su singularidad y su diferencia de la justicia humana:
la justicia divina no consiste tanto en dar muerte al impío injusto cuanto
en vivificar de forma nueva e insospechada al justo oprimido y sufriente
(una tarea que la Iglesia deberá proseguir). Por eso Pablo sitúa
también en estrecha relación el hecho de la resurrección de Jesús por
Dios y el misterio de la justificación del creyente, pues Jesús «fue
entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra
justificación» (Rm 4,24s; cf. 1 Cor 15,17).
Desde esta perspectiva, la resurrección de Jesús ofrece una importante
base a la teología de la liberación: la vindicación abierta y clara que
Dios hace, en la resurrección de Jesús, del Hijo injustamente tratado
por sus hermanos, es una señal inequívoca, levantada como la
serpiente de bronce en medio de las naciones (cf. Jn 3,14-15), como
signo de que Dios, «amador de la vida» (Sab 11,25-27), se sitúa al
lado de los que sufren la injusticia humana y enfrente de los que
ejercen la injusticia generadora de muerte. De este modo la
resurrección, siendo exponente y signo del amor infinito del Padre al
Hijo único, es también revelación de la injusticia del hombre y de la
suprema justicia de Dios y su juicio. Un juicio que es, de entrada, oferta
de liberación y de salvación para todo el que acepte la conversión,
pasando con Cristo de la muerte a la vida: muriendo a la antigua vida
de pecado y viviendo de forma nueva la filiación, y por ello la
fraternidad. La resurrección de Cristo muestra así su poder al hacerse
presente en el mundo a través de una forma nueva de vivir, a través de
la justicia, de la paz y el perdón, de la liberación y la transformación del
mundo.
MANUEL
GESTEIRA GARZA
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE. Madrid 1984. Págs. 51-73
............................................
30. Sobre R. BULTMANN, cf. en castellano E. RUCKSTUHLJ. PFAMMATTER, La
resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973, páginas 67-78.
31. Cf., de W. MARXSEN, La resurrección de Jesús como problema histórico y teológico,
Salamanca, 1979 (que recoge la conferencia programática de 1964), así como La
resurrección de Jesús de Nazaret, Barcelona, 1974.
32. Sobre W. MARXSEN, cf. F. MUSSNER, La resurrección de Jesús, pp. 9-26, 47-56 y
69-74.
33. Cf. W. PANNENBERG, Fundamentos de Cristología, Salamanca, 1974, pp. 82-142.
Cf. también R. BLÁZQUEZ, La resurrección en la cristología de W. Pannenberg,
Vitoria, 1973.
34. Cf. J. MOLTMANN Teología de la Esperanza, Salamanca, 1972, pp. 123-392; El Dios
crucificado, Salamanca, 1975, páginas 220-274.
35. Cf. P. GRELOT, La resurrección de Jesús y su trasfondo bíblico y judío, en P.
SURGY-P. GRELOT, La resurrección de Cristo, pp. 34-35.
36. Sobre el cuerpo de la resurrección en Pablo, cf. F. MUSSNER, La resurrección de
Jesús, pp. 100-111.
37. Sobre la relación resurrección-justicia, cf. J. SOBRINO, Jesús en América Latina,
Santander, 1982, pp. 235-250