LA RESURRECCIÓN DE JESÚS EN EL NUEVO TESTAMENTO 


1 Confesiones de fe e himnos 
LOS TESTIMONIOS más antiguos que nos conserva el Nuevo Testamento 
del hecho de la resurrección de Jesús son profesiones de fe (o credos, 
que con frecuencia se traducen en fórmulas kerygmáticas o de 
predicación) e himnos. 
La primera reacción de los discípulos ante el hecho inesperado de la 
resurrección de Jesús fue el estupor y el asombro, tal como lo reflejan 
las diversas narraciones evangélicas, que hablan de temor y espanto, 
incredulidad (Mc 16,11; Mt 28,5.8.17), miedo, turbación o duda (Lc 
24,5.11s.37s). Una vez convencidos de la realidad del Resucitado, lo 
primero que brota del corazón y los labios de los discípulos no es un 
relato detallado o un reportaje de los hechos acaecidos, sino más bien 
un grito de júbilo que contrapone la acción vivificadora de Dios frente a 
la actuación mortal de los hombres, respecto de Jesús. Los discípulos 
empiezan cantando y profesando, más que contando y relatando en 
detalle, su experiencia de la resurrección. Surgen así los primeros 
himnos y confesiones de fe en torno a la resurrección del Crucificado 
3. 
Algunas de estas primitivas aclamaciones y confesiones de fe (de las que 
quedan numerosos vestigios dispersos en diferentes escritos del 
Nuevo Testamento, en especial Hechos y Pablo) aparecen vinculadas 
a la celebración del bautismo: así la profesión de 1 Pe 3,18 («Cristo 
murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu» de Dios) o la de 
Hch 10,40 (situada en un contexto bautismal). Otras van vinculadas 
explícitamente a la experiencia del señorío de Jesús y de su fuerza 
salvadora, como el himno de Flp 2,5-11 («Dios lo exaltó y le dio el 
nombre sobre todo nombre»: el nombre de Señor) o la confesión de fe 
de Rom 10,9 que exige creer en que «Dios lo resucitó de entre los 
muertos» y lo constituyó en Señor, así como la de Lc 24,32 
(«verdaderamente el Señor ha resucitado»). Quizá este segundo tipo 
de fórmulas tuviese cierta relación con la primitiva celebración 
eucarística. 
Una primera característica de estas antiguas confesiones de fe e himnos 
es la repetida contraposición entre la muerte infligida y la vida 
otorgada: «vosotros le disteis muerte» (o «lo crucificasteis»), pero 
«Dios lo resucitó». La muerte de Jesús aparece como fruto de la 
maldad humana frente a la resurrección y vivificación como obra del 
Dios Padre. Estas fórmulas se reflejan en la fe más antigua, tanto de 
Pedro (cf. Hch 2,23.3233; 3,15; 4,10; 5,30; 10,39-40) como de Pablo 
(cf. Hch 13,28-30.33-34; Rom 10,9; cf. también 8,11). Tras la expresión 
«Dios lo resucitó» (anterior a otras que más tarde llevarán a Jesús 
como sujeto) late sin duda la intención de exonerar a la muerte 
ignominiosa de Jesús de su aparente carácter de maldición divina, 
dada su condenación como blasfemo y falso profeta por la suprema 
autoridad religiosa de Israel. La experiencia de la resurrección excluirá 
de raíz esta interpretación de la muerte de Jesús: fue precisamente 
Dios, y aún más, «el Dios de nuestros padres (en cuyo nombre había 
sido condenado) quien resucitó a Jesús, a quien vosotros (el sanedrín 
judío) habíais dado muerte colgándolo de un madero» (Hch 5,30). Dios 
mismo reivindica a su Hijo, injustamente crucificado y muerto, de 
manera que «la piedra rechazada por los arquitectos ha venido a ser 
ahora la piedra angular» (Hch 4,11; 1 Pe 24ss; cf. Sal 118,22). Por otra 
parte, la atribución al Padre de la resurrección del Hijo recuerda la 
suprema función vivificadora de Dios Padre, «fuente y origen» de 
donde procede la «vida eterna» y que «teniendo la vida en sí mismo» 
la comunica al Hijo (cf. Jn 5,26). 
Otra característica de estas antiguas fórmulas de fe es la ausencia de 
toda mención del «tercer día» (con la única excepción de Hch 13,30), 
mientras predomina la expresión (Dios) «lo resucitó de entre los 
muertos» o sea del «sheol» (el reino de la muerte). Con ello se trata de 
resaltar especialmente la potencia del Dios liberador y vivificador, 
capaz de «quebrantar las ataduras de la muerte» (Hch 2,24), tal como 
dice el salmo 16,10: porque «no abandonarás mi alma en el "sheol", ni 
permitirás que tu santo experimente la corrupción» (Hch 2,27.31). En 
esta afirmación de la resurrección «de entre los muertos» está la raíz 
de la fórmula posterior «descendió a los infiernos (al sheol)»: en ambos 
casos lo que se afirma fundamentalmente es que Jesús murió en 
verdad, sufrió la honda humillación de la muerte siendo presa de sus 
temibles garras, de las que el Padre lo salvó y lo liberó4. En este 
período más antiguo la comunidad destaca así el surgir de Jesús del 
«sheol» o de la muerte (y su exaltación por Dios a su derecha) por 
encima del surgir de Jesús del sepulcro, al que se presta (sobre todo 
en ciertos ámbitos) una menor atención. La tradición de la tumba vacía, 
aunque muy antigua, será una tradición independiente en un principio 
que más tarde se irá integrando en el acervo común del mensaje. 
RS/EXALTACION: Por último, nos encontramos en estos textos más 
antiguos con un doble lenguaje: «exaltación» y «resurrección». El 
verbo «resucitar» (o «suscitar») evoca originalmente la idea de 
levantarse o ponerse en pie alguien que yace acostado, mientras que 
el verbo «exaltar» significa elevar a un determinado estado o situación. 
Resucitar, por tanto, mira más hacia el pasado de la muerte de donde 
Jesús proviene, siendo despertado del sueño del sepulcro en que 
yace. Exaltar, así como glorificar ­términos preferidos por los Hechos y 
Juan­, miran, en cambio, hacia el futuro de Dios al que Jesús se 
encamina o hacia el que va 5. Por eso la exaltación tiene mucho que 
ver con la «sesión a la derecha de Dios», a la que alude varias veces 
el Nuevo Testamento 6. Pues bien, es indudable que la clave 
«exaltación» expresa mucho mejor el misterio de la resurrección de 
Cristo y define en mayor grado su peculiaridad y su carácter singular. 
De Lázaro (como de Jesús) se puede decir que fue «resucitado de 
entre los muertos» (Jn 12,1) (o que surge de la tumba), pero en modo 
alguno se puede afirmar que haya sido exaltado por esa resurrección, 
sino más bien devuelto a la tierra. En cambio, Jesús no retorna por su 
resurrección a la vida terrena, antes bien, es exaltado a la diestra del 
Padre y hecho igual a él en cuanto hombre. Por eso, frente a Lázaro 
que tendrá que morir otra vez, «Cristo, una vez resucitado, ya no 
muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Su vivir es un vivir 
para siempre, porque resucitado vive para Dios» (Rm 6,9; cf. Hch 
13,34). 
En efecto, por su exaltación o glorificación, Jesús vive totalmente de Dios y 
«para Dios». Otras fórmulas similares, que expresan también con 
acierto lo que la resurrección de Jesús es, pueden ser: «ir al Padre» o 
«retornar al Padre», preferidas por Juan (cf. Jn 14,13.28; 
16,5.10.17.28; 17,11). Por su resurrección, Jesús se sumerge 
plenamente en la vida y el resplandor del Padre, de quien, como Hijo, 
procedía desde un principio: «salí del Padre y vine al mundo; otra vez 
dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28). Aunque este ir al Padre o 
estar en él por la resurrección no implican un alejamiento del Señor 
respecto de los suyos, antes bien, conllevan una mayor cercanía de él 
para con sus discípulos: «me voy, pero vengo a vosotros» (Jn 14,28; 
cf. 14,1-3.18.20.23). Con ellos estará hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 
28,20). 
La exaltación de Jesús «a la diestra de Dios» (condicionada sin duda por 
la figura del Hijo del hombre que aparece junto al trono del Altísimo: cf. 
Hch 7,56; Dan 7,9ss.13ss) parece ser una de la expresiones más 
antiguas de la resurrección de Jesús por parte de la comunidad 
primitiva. Esto explicaría el que los primeros discípulos hiciesen al 
principio mayor hincapié en la glorificación de Jesús junto al Padre que 
en el tema de la tumba vacía (que destacará más tarde en la 
predicación de la resurrección como prueba de ésta). Finalmente, una 
derivación tardía de la clave «exaltación» será la «ascensión» (que 
Lucas resalta), donde se acentúa un mayor sentido espacial de 
traslación local de la tierra al cielo, que tampoco destacó en un primer 
momento. Pues la exaltación de Jesús no consistió tanto en ser 
elevado o levantado a las alturas cuanto en ser glorificado participando 
plenamente del ser y de la gloria del Padre por su total incorporación a 
él. 

2 El pasaje de I Cor 15,1-8 (/1Co/15/01-08)
GLOBALMENTE considerado, el texto de 1 Corintios 15,1-8, relativo a la 
resurrección de Jesús, es el más antiguo si atendemos a su redacción 
y fijación por escrito, ya que la epístola se escribe hacia el año 56, 
mientras que los relatos evangélicos empiezan a ponerse por escrito 
en torno a los años setenta. Pero, además, Pablo remite a la más 
antigua tradición de la Iglesia al recordar a los corintios, que ahora les 
repite aquello mismo que (hacia el año 51) les había predicado y que 
ellos acogieron en la fe. A su vez, lo que entonces predicó ­añade­ 
tiene su origen en lo que él mismo había recibido de la primera 
tradición cristiana, sin duda en aquel contacto inicial con Cefas (Pedro) 
y Santiago el Menor en Jerusalén (cf. Gál 1,17; Hch 9,27-29) que tuvo 
lugar unos tres años después de la conversión del propio Pablo (hacia 
el año 36 ó 37), así como en el diálogo posterior con Santiago, Pedro y 
Juan (cf. Gál 2,1-10) unos catorce años más tarde (hacia el 49 ó 50). 
Nos hallamos, pues, ante unos datos de primera mano, que se 
remontan a las experiencias originales de la comunidad. Otros indicios 
de antigüedad de este texto son el apelativo de Cefas, aplicado a 
Simón Pedro, así como la distinción entre los Doce y los apóstoles (cf. 
15,5.7): aquellos vinculados a Pedro, éstos, a Santiago. Con el término 
apóstoles se designa aquí a los primitivos misioneros itinerantes que 
partían de Jerusalén, la iglesia madre, sin que prevalezca todavía la 
posterior identificación entre los apóstoles y los Doce que se refleja 
claramente en el evangelio de Lucas. 
El pasaje de 1 Cor 15,1-8 sirve de eslabón o puente de unión entre las 
primitivas confesiones de fe y las narraciones posteriores de la 
resurrección. En efecto, la primera parte del texto (v. 3-4), «murió por 
nuestros pecados según las Escrituras, fue sepultado y resucitó al 
tercer día según las Escrituras», ¿no nos recuerda la fórmula del 
credo, de las profesiones de fe? En cambio, la segunda parte (v. 5-8) 
contiene una somera referencia a un conjunto de apariciones que nos 
remiten a los posteriores relatos evangélicos7. 

a) En lo que respecta a la confesión de fe (v. 34), Pablo afirma que Jesús 
murió y fue sepultado. Se discute hoy el sentido de esta alusión a la 
sepultura de Jesús. ¿Se trata de una mera referencia al sepulcro o 
dice relación, además, al hallazgo de la tumba vacía al tercer día? Es 
verdad que la mención del tercer día aparece a continuación, pero no 
parece afectar a la sepultura, sino a la resurrección misma (con un 
sentido más teológico que cronológico). En consecuencia, cabe 
interpretar el «fue sepultado» como una afirmación con entidad propia 
que vendría a ser una ulterior explicitación de la antigua fórmula «de 
entre los muertos», propia de las confesiones de fe. 
No obstante, esta afirmación adquiere ahora ciertos matices nuevos. 
Corinto estaba situada en el área de influencia de los cultos mistéricos 
de Eleusis (localidad muy próxima a Atenas). Estos cultos, muy 
vinculados a las religiones agrarias, celebraban la muerte y 
resurrección anual de la vegetación, en el paso del otoño a la 
primavera personificada en las divinidades respectivas: Perséfone 
desciende al «hados», el reino de la muerte regido por Plutón, de 
donde es rescatada por Deméter, la gran diosa madre, que la hace 
retornar a la luz y a la vida. Con ello revive también la vegetación y la 
naturaleza, en una resurrección de la que participa asimismo el 
creyente iniciado. Es muy probable que en Corinto (como en el ámbito 
helénico en general) la muerte y la resurrección de Jesús fuesen 
entendidas en una clave similar a la muerte y la resurrección simbólicas 
o místicas de las divinidades de la naturaleza, celebradas en los cultos 
mistéricos. Así, con la mención de la sepultura, Pablo pretende afirmar 
la realidad fáctica tanto de la muerte como de la resurrección de Jesús. 
Pues si de la naturaleza y las divinidades agrarias podría decirse 
­metafóricamente­ que mueren la muerte simbólica del invierno y 
resurgen con el revivir de la primavera, no puede afirmarse de ellas 
que «son sepultadas», como lo fue Jesús, porque ello implica una 
muerte real, fáctica, y no meramente simbólica o metafórica (y por eso 
también una resurrección real e irrepetible, no reductible a la constante 
repetición del ciclo agrícola). Por otra parte, la mención de la sepultura 
contribuye a recalcar la identidad personal entre el Crucificado y el 
Resucitado: no se trata de dos personas distintas, sino que el que 
resucita es el mismo que, muerto, había sido depositado en la tumba. 
El sepulcro sirve así como signo de identidad o eslabón entre los dos 
estadios de la vida de un único Jesús. Si bien esta mención de la 
sepultura no implica todavía una referencia explícita a la tumba vacía 8. 


b) TERCER-DIA: La mención del tercer día, que aparece con entera 
claridad por vez primera en 1 Cor 15,4, tiene un sentido más teológico 
que puramente cronológico 9. Esto se deduce porque Pablo pone en 
relación los tres días con la resurrección y con las Escrituras, 
remitiendo así a éstas como raíz y origen de dicha expresión, aunque 
resulte difícil encontrar en el Antiguo Testamento referencias concretas 
al «tercer día». Únicamente Os 6,2 habla de una liberación y 
restauración del pueblo de Israel por Dios al tercer día: «Él nos dará la 
vida en dos días y al tercero nos resucitará y viviremos ante Él». A su 
vez, Mateo (12,40) pone en boca de Jesús una alusión a los tres días 
que pasó Jonás en el vientre del cetáceo (si bien el paralelo de Lc 
11,32 alude a Jonás, pero sin mencionar el tercer día). En cambio, 
aparecen numerosas referencias en diversos escritos del judaísmo de 
tiempos de Jesús (tárgumes o midrash), donde se identifica el tercer 
día por el tiempo de la consolación y la liberación final, así como con la 
plenitud última y con la resurrección universal escatológica 10. A partir 
de estos textos, que consideran el día tercero como «el día de la 
consolación futura, cuando Dios hará revivir a los muertos» (donde 
aparece también el tercer día en relación con la resurrección ­como en 
Pablo­ y no con el sepulcro), se comprende que Jesús pudiese haber 
hablado de su resurrección al tercer día, aunque «se trataba menos de 
un dato cronológico que de la expresión, en términos de las Escrituras, 
de su propia certeza del triunfo final 11. 
En efecto, un mayor sentido teológico que cronológico predomina en la 
fórmula «después de tres días» utilizada por Jesús en las predicciones 
más antiguas de la pasión (cf. Mc 8,31; 9,31; 10,34) y corregido luego 
por la comunidad (tal como aparece en los pasajes paralelos de Mateo 
y Lucas), debido sin duda a ciertos hechos posteriores -en este caso 
cronológicos­ que se añaden al primitivo sentido teológico (si bien el 
dato cronológico en torno al hallazgo del sepulcro vacío viene 
expresado en la tradición primera no a través de la fórmula «al tercer 
día», sino de la expresión aramaica «el primer día después del 
sábado» ­Mc 16,2­ o «el primer día de la semana» ­Mt 28,1; Lc 24,1; Jn 
20,1­, dato en el que coinciden los cuatro evangelistas). El mismo 
sentido teológico de plenitud o de consumación pervive todavía en la 
palabra de Jesús que nos conserva Lucas (13,32-33): «Yo expulso 
demonios y hago curaciones hoy, y mañana y al día tercero habré 
llegado a mi término. Pues tengo que andar hoy, y mañana y al día 
siguiente, porque no conviene que un profeta perezca fuera de 
Jerusalén». Es evidente que en este pasaje el tercer día se refiere no a 
un momento cronológico, sino al final de su vida terrena como 
«término» o consumación por la plenitud de la resurrección (cf. Jn 
19,30, donde también aparece la palabra «consumación», «teleiosis» 
en griego). Por último, el evangelio de Juan prefiere hablar de «un 
poco de tiempo» (cf. Jn 14,19; 16,16-19.22). El tema de los tres días 
sólo se halla una vez en Juan (2,19-20) en relación con la resurrección: 
«Destruid este templo y yo lo levantaré en tres días», donde prevalece 
asimismo el sentido teológico sobre el cronológico (más vinculado éste 
a la tumba vacía). 
La significación primigenia del «tercer día» vendría a ser, pues, la plenitud 
y la consumación de la existencia humana de Jesús. Él tiene la 
seguridad plena de que su vida no se disipa por la muerte como el 
humo en el aire, sino que desemboca, por la resurrección, en la 
plenitud del «tercer día», que no es otra cosa que la intimidad y el 
corazón del Padre. 

c) En cuanto a las apariciones de Jesús a los discípulos, nos encontramos 
en 1 Cor 15 con meras referencias escuetas, todavía no con relatos 
detallados. Estas apariciones se distribuyen en dos grupos, 
encabezado uno por Cefas (Pedro) y otro por Santiago el Menor. En 
torno a Pedro se sitúan los Doce, así como «más de 500 hermanos», a 
quienes Jesús se hizo presente. Todo este primer grupo se refiere a 
diversos miembros de la comunidad primitiva recientemente constituida 
(cf. v. 5-6). En torno a Santiago aparecen en cambio, «todos los 
apóstoles», así como Pablo, «el menor de los apóstoles» (v. 7-8), 
alusión sin duda a la Iglesia itinerante y misionera (entre cuyos 
miembros se cuenta al propio Pablo) a quienes se apareció también el 
Señor. 
De la aparición a Pedro nada se nos cuenta con detalle en los posteriores 
relatos evangélicos. Únicamente Lc 24,34 alude de pasada a una 
aparición del Señor a Ceras: al retornar los discípulos de Emaús a 
Jerusalén, «los once y sus compañeros» les comunican que «el Señor 
en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón». Juan, por su 
parte, relata la ida de Simón Pedro al sepulcro a instancias de la 
Magdalena (cf. Jn 20,27; Lc 24,12), pero nada se dice de una aparición 
del Resucitado a él hasta el capítulo 21, en el lago de Galilea, donde 
Pedro asume cierto protagonismo. En cambio, el evangelio apócrifo de 
Pedro adscribe a este apóstol la primera visión del Resucitado, siendo 
así el primer testigo del hecho de la resurrección 12. 
De las restantes apariciones a los Doce tenemos ulterior constancia en 
diversos relatos evangélicos. De la aparición a más de 500 discípulos 
nada sabemos por las restantes fuentes del Nuevo Testamento. Se 
trata evidentemente de miembros de la comunidad primera, lo que es 
indicio de que Jesús se hizo presente no sólo a los Doce, cabezas de la 
Iglesia, sino también a otros discípulos. Un caso similar es la aparición 
a los dos de Emaús, que tampoco pertenecían al número de los Doce, 
y de los que sólo de uno (Cleofás) se nos conserva el nombre. 
Sorprende, además, que la aparición a los de Emaús sea la primera 
que nos relata Lucas, precediendo a las restantes apariciones a los 
Doce (cf. Lc 24,1335). La mención en 1 Cor 15 de estos más de 500 
testigos parece implicar cierta intención apologética, ya que Pablo 
advierte que algunos de ellos murieron, pero la mayoría aún viven y 
pueden dar fe de su experiencia. Desconocemos el lugar preciso de la 
aparición del Señor a este grupo, aunque podría ser Palestina (quizá la 
ciudad de Jerusalén). Sin duda se trataba de personas que conocieron 
a Jesús y le siguieron durante su vida terrena, miembros ahora de la 
primitiva comunidad judeocristiana palestinense. Al parecer, esta 
aparición tuvo lugar simultáneamente («de una vez»: v. 6). 
De las apariciones al segundo grupo tampoco tenemos constancia 
explícita en los relatos evangélicos. De una aparición individualizada a 
Santiago nada se nos dice en los evangelios; al menos nunca se cita 
su nombre con ocasión de alguna aparición, como se hace en algún 
caso aislado con el de Juan o el de Tomás; aunque podría ir incluido 
en la frecuente referencia colectiva a los Doce (los Once). Únicamente 
se nos conserva, transmitido por Jerónimo, un breve pasaje del 
evangelio apócrifo de Santiago según el cual Cristo Resucitado se le 
apareció y comió con él 13. Por último, tampoco poseemos ulteriores 
referencias de otras apariciones «a todos los apóstoles». En cambio se 
conservan relatos más detallados de la aparición del Resucitado a 
Pablo en el camino de Damasco, que se nos narra por tres veces en 
los Hechos (cf. 9,3-9; 22,3-21; 26,12-20; cf. 1 Cor 9,1; Gal 1,11-19; 
2,9). 

3 Los relatos de la resurrección de Jesús en los evangelios 
LA DESCRIPCIÓN más pormenorizada de los hechos acaecidos en torno 
al Señor resucitado se encuentra en las narraciones evangélicas, que 
en su redacción definitiva son bastante tardías. Ello implica una cierta 
elaboración teológica que desborda la mera descripción o el relato 
ingenuo de unos hechos. Todas las narraciones evangélicas sobre la 
resurrección de Jesús coinciden en una doble temática fundamental: el 
descubrimiento del sepulcro vacío y las apariciones del Señor a los 
discípulos. Predomina hoy, sin embargo, la impresión de que, aunque 
ambos temas aparezcan juntos, se trata de dos tradiciones distintas e 
independientes en un primer momento y unidas luego. «Marcos debió 
ser el primero que las unió», afirma W. KASPER 14. 

a) Los relatos del sepulcro vacío 
TUMBA-VACIA: LOS CUATRO evangelistas coinciden en el hecho tanto 
de la sepultura de Jesús como del descubrimiento del sepulcro vacío. 
En cuanto a la sepultura individual, aunque es verdad que por haber 
sido condenado al infamante suplicio de la cruz Jesús estaba en 
principio privado del derecho a una sepultura honrosa, debiendo ser 
sepultado en una fosa común, hay una serie de datos que prueban 
que de hecho no fue así. En primer lugar, poseemos ciertos 
testimonios de la época por los que consta que los romanos actuaban 
entonces con cierta benevolencia y solían ceder el cuerpo del 
ajusticiado en el caso de que los parientes o allegados lo reclamasen 
(en especial si el condenado, como en el caso de Jesús, no era reo de 
lesa majestad). En segundo lugar, los cuatro evangelistas (y algunos 
apócrifos, como el evangelio de Pedro) coinciden en afirmar que el 
sepulcro fue cedido por José de Arimatea (del que Marcos y Lucas 
afirman que era miembro del consejo o sanedrín judío), noticia que 
difícilmente podría mantenerse en pie e incorporarse al relato 
evangélico si no respondiera a la verdad. Pues un relato novelado no 
suele echar mano de personajes históricos conocidos, sino de 
personajes de ficción; pero José de Arimatea se presenta como 
personaje conocido, de alta relevancia social y con cierto ascendiente 
sobre Pilato, a quien solicita el cadáver de Jesús. Por último, también 
parece responder a la realidad histórica la prisa por retirar de la cruz 
los cuerpos de los ajusticiados, dada la proximidad de la fiesta de la 
pascua y a tenor del precepto del Dt 21,22-23 (cf Jn 19,31s). La 
sepultura individual de Jesús (cedida por José de Arimatea) es admitida 
como un hecho ­hacia los años setenta­ no sólo por los discípulos 
cristianos, sino también por los propios judíos (según el relato de Mt 
28,15). 
MUJERES/TESTIGOS-RS: La historicidad del descubrimiento de la tumba 
vacía está respaldada por diversas razones 15. La más importante es 
la intervención, en este hecho, de un grupo de mujeres. Dado el 
menosprecio que sentían por la mujer muchas culturas antiguas hasta 
impedir el que fuese admitida como testigo válido en un juicio, es 
impensable que estos relatos que presentan a mujeres como únicas 
testigos puedan ser un invento de una comunidad de aquel tiempo. Si 
de esta forma se nos cuenta es porque así sucedió, y la realidad de los 
hechos se impone, obligando a reconocerlo tal como aconteció. Los 
relatos evangélicos muestran aún cierta tendencia a desvalorizar ese 
testimonio: a los discípulos «les parecieron desatinos tales relatos, y no 
los creyeron» (Lc 24,11). Y todavía en el siglo III, según Orígenes, 
·Celso se burlaba de los cristianos porque presentaban como 
principales testigos de la resurrección ­punto clave del misterio 
cristiano­ a un grupo de mujeres, cuando debería haber sido un hecho 
esplendoroso, manifiesto al mundo entero 16. 
Está también a favor del descubrimiento del sepulcro vacío el hecho de 
que en Jerusalén resultaría muy difícil, por no decir imposible, la 
predicación y el anuncio de la resurrección de Jesús si la tumba 
estuviese ocupada por su cadáver. Sabemos, por una parte, que eran 
frecuentes en la Ciudad Santa las visitas a las tumbas de los profetas 
(cf. Hch 2,29.34; Mt 23,29-30) y, por otra, la mentalidad judía no 
disociaba fácilmente la resurrección de la resurrección corporal. En 
cambio, en otros lugares más lejanos, dentro o fuera de Palestina, la 
predicación de la resurrección iba vinculada en menor grado ­al 
principio­ a la constatación del hecho de la tumba vacía. Pues desde 
Atenas o Roma, o aun desde la misma Galilea, resultaba mucho más 
difícil la comprobación del hecho; de aquí que, fuera de Jerusalén y en 
un primer momento, fuese bastante menor la relevancia del sepulcro 
vacío. Por eso Pablo, en su predicación inicial de la resurrección de 
Jesús, no hace mención alguna de la tumba vacía en Antioquía de 
Pisidia (cf. Hch 13,29-30, pasaje muy similar a 1 Cor 15,3ss) ni en 
Atenas (cf. Hch 17,31-32) ni en el mismo Corinto, como ya hemos 
señalado. Sólo más tarde, una vez consolidada la autoridad central de 
los apóstoles, y cuando las diversas tradiciones se van incorporando al 
acervo común de la tradición apostólica, esta tradición del sepulcro 
vacío, que originalmente era una tradición local vinculada a la ciudad 
de Jerusalén, pasará a formar parte del testimonio universal de la fe de 
la Iglesia. Pero esto acaece ya en la segunda (o tercera) generación 
de los primeros creyentes; es decir, hacia el comienzo de los años 
sesenta. 
Una tercera razón en pro del hecho del sepulcro vacío estriba en que es 
algo admitido no sólo por los cristianos, sino también por los judíos de 
la época, aun cuando haya discrepancias en la interpretación del 
hecho mismo: los judíos atribuyen el vaciamiento del sepulcro al robo 
del cadáver por parte de los discípulos; los cristianos, a la resurrección 
de Jesús. Ambas posturas se enfrentaban todavía en los años setenta, 
tal como se refleja en Mt 28,15 (que escribe hacia esa época), donde 
se pretende excluir el robo del sepulcro a través de un piquete de 
soldados romanos que guardan la tumba. Este relato de la guardia, 
que no aparece en ninguna de las otras narraciones, encierra, sin 
duda, un intento apologético 17. 
Los relatos muestran ciertas divergencias en cuestiones de detalle, como 
en la hora precisa en que acaece el hallazgo de la tumba vacía 18, en 
los nombres de las mujeres que intervienen (excepto en el de María 
Magdalena, figura en la que todos los relatos concuerdan) 19, así 
como en las razones por las que van a visitar el sepulcros 20. Estas 
pequeñas divergencias son signo de la honradez de los testigos, que 
no se han puesto de acuerdo de antemano, sino que cada uno narra 
los hechos tal como los recuerda o como los ha recibido por la 
tradición. Pero, sobre todo, nos indican que no debemos ver en estas 
narraciones un mero reportaje sobre un acontecimiento pretérito, sino 
el anuncio de un hecho salvífico que nos afecta (y en el que 
predomina, por tanto, el contenido teológico). Esto mismo es válido 
también respecto a las divergencias en el pasaje de la aparición del 
ángel 21, así como en las palabras pronunciadas por él o los 
mensajeros celestiales 22 

b) Las apariciones del Resucitado 
LAS APARICIONES del Señor resucitado constituyen el núcleo central de 
la experiencia de la resurrección, por encima del descubrimiento del 
sepulcro vacío. No podemos hacer de la tumba vacía el centro de 
nuestra fe en la resurrección, «porque la fe pascual no es 
primariamente fe en el sepulcro vacío, sino en el Señor exaltado y 
viviente» 23. Por otra parte, el hecho de la tumba vacía adolece 
siempre de cierta ambigüedad: «históricamente lo único que se puede 
llegar a probar es la posibilidad de que el sepulcro se encontró vacío; 
pero nada puede decirse, bajo el punto de vista histórico, sobre cómo 
se vació el sepulcro. De por sí el sepulcro vacío es un fenómeno 
ambiguo. Ya en el Nuevo Testamento encontramos diversas 
explicaciones (Mt 28,11-15; Jn 20,15) que sólo se esclarecen por la 
predicación basada en las apariciones. El sepulcro vacío no constituye 
para la fe prueba alguna, sino sólo un signo»24. 

1) La aparición como revelación. 
J/RSD/APARICIONES: Los cuatro evangelistas coinciden en que el 
Resucitado se hizo presente a sus discípulos. Pero ¿cómo entender las 
apariciones del Señor? Con frecuencia, y desde una concepción más 
carnal del cuerpo resucitado, las apariciones se conciben como un 
mero encuentro objetivo entre Jesús y sus discípulos en que él se les 
presenta de una forma accesible plenamente al ojo humano. De esta 
manera cualquiera que estuviese presente en el momento de la 
aparición del Señor, aun sin tener fe (Pilato o Herodes, por ejemplo), 
podría percibir su presencia. Pero esto es algo que queda 
expresamente excluido por el mismo Nuevo Testamento (cf. Hch 
10,40-41; Jn 14,19.22): no puede contemplar al Resucitado aquel que 
carezca de un mínimo de fe y de actitud religiosa, pues el verlo no 
radica más que en la iniciativa del ojo humano. 
Pero si no cabe entender las apariciones desde una materialidad crasa, 
tampoco pueden quedar reducidas a una mera experiencia interior que 
brota de la fe o del recuerdo de los discípulos en la palabra o la 
actuación del Jesús terreno. Entonces, «¿en qué consiste exactamente 
el fenómeno de la aparición?», se pregunta un autor moderno. «Puesto 
que la realidad corpórea del Resucitado pertenece a un orden 
inaccesible para el conocimiento de los hombres, el hecho de ver al 
Resucitado no se reduce a una visión simplemente física. La visión de 
los testigos, como contemplación del que ha sido elevado a la gloria y 
que en un determinado momento se manifiesta, es una cristofanía muy 
próxima a las teofanías bíblicas» 25. 
En efecto: los evangelios nos ofrecen una doble clave interpretativa de las 
apariciones. Mateo, sobre todo (y en parte Marcos), asimila 
estrechamente la aparición del Resucitado, investido ya del poder y el 
señorío divinos, a las apariciones de Yahvé en el Antiguo Testamento 
(cf. Mt 28,16-20) y por ello habla de la presencia del Resucitado sin 
hacer demasiado hincapié en la dimensión sensible o carnal. El 
esquema de las teofanías o apariciones de Yahvé y el de la aparición 
del Resucitado es similar: así como la realidad espiritual, invisible, de 
Dios se visibiliza y se hace presente («el ángel de Yahvé») a sus 
elegidos ­en el Antiguo Testamento­, así también Jesús resucitado y 
exaltado se revela y se hace visible «desde Dios» en su realidad 
humana, aunque espiritualizada. Este mismo esquema va implicado en 
las apariciones angélicas en el sepulcro: por por medio de ellas, el 
Padre que resucitó a Jesús revela y anuncia la resurrección del Hijo, 
oculto a la mirada humana, pero proclamado por Dios mismo (a través 
de «su ángel») como «el que vive» (Lc 24,5), exaltado ya, a su 
derecha. De aquí que los rasgos que caracterizaban a las antiguas 
teofanías o apariciones de Yahvé ­manifestación inicial, temor por 
parte del testigo, comunicación del mensaje y envío o misión a 
proclamarlo­ se repitan ahora en ciertas apariciones del Resucitado 
(así como en la aparición del ángel). Esta clave predomina en el ámbito 
judío, el más antiguo, de la comunidad primitiva. 
Otra segunda clave interpretativa, posterior, insistirá, en cambio, en una 
mayor materialidad de la aparición, por razones de tipo apologético. Tal 
sucede en Lucas o en Juan, donde el Resucitado muestra a sus 
discípulos «sus manos y sus pies» (Lc 24,39s) o «las manos y el 
costado» (Jn 20,20.27). Estos esquemas prevalecen en clima 
helenístico, donde predominaba una exagerada tendencia a la 
espiritualización: a un griego, que admitía fácilmente la inmortalidad del 
alma, le resultaba incomprensible la resurrección corporal (cf. Hch 
17,31-32). Por lo que la aparición corría peligro de quedar reducida a 
la presencia de un espectro o del espíritu de un muerto, en vez de ser 
la presencia del Viviente por antonomasia. De aquí que la predicación 
cristiana tienda a resaltar en ciertos ámbitos de la comunidad posterior 
helenística, y como contrapeso, la dimensión corporal 26. 
Podemos afirmar, pues, que la aparición del Resucitado participa, por una 
parte, del dinamismo de la revelación o la manifestación del misterio de 
Dios, que desborda la pura realidad material. Esto viene expresado en 
el Nuevo Testamento por el uso de la forma verbal «hacerse ver» o 
«dejarse ver» (en griego «ophthe»), en vez de «ver» o «ser visto». 
Esta forma verbal que, aun sin ser la única, es la preferida para 
expresar las apariciones del Resucitado, era la misma que utilizó el 
Antiguo Testamento (LXX), para la aparición de Dios, a quien el 
hombre no puede ver si El mismo no se le manifiesta o se «deja ver». 
De modo similar en el caso de Jesús: no ve al Resucitado aquel que 
quiere, sino aquel a quien Él se le muestra. Los evangelios nos 
recuerdan que el Señor se aparece a los discípulos «en otra forma» 
distinta de la terrena (Mc 16,12) y que «sus ojos no podían 
reconocerle» (en el camino de Emaús: Lc 24,16). Jesús se presenta de 
repente «en medio de ellos», «estando las puertas cerradas» (Lc 
24,36; Jn 20,19.26) y súbitamente también desaparece y «se hace 
invisible» (Lc 24,31): lo cual no es propio de un cuerpo puramente 
material, sometido a las leyes normales de la física. Pablo, a su vez, 
nos describe la aparición del Señor resucitado como una luz fulgurante 
y una voz que se le imponen por su fuerza (cf. Hch 9,3-7; 22,ó-10; 
26,13-15). 

2) La aparición como comunión vital. 
La aparición del Resucitado es, por tanto, algo más que una mera 
confrontación o encuentro cara a cara entre Jesús y sus discípulos, 
que acaece según los esquemas espacio-temporales, antes bien, tiene 
lugar según unos módulos nuevos, propios de la realidad escatológica 
futura. Esto significa que los discípulos sólo pueden ver a Jesús en la 
medida en que ellos mismos son elevados desde el plano de la 
creación antigua a la altura de la «nueva creación» en la que el 
Resucitado se encuentra ya situado. Y sólo participando de la vida 
nueva del Señor (cf. Jn 14,19) y de su Espíritu (cf. Jn 16,12-15), y 
hechos ellos mismos hombres nuevos en y por el Hombre Nuevo, 
pueden verdaderamente contemplarle con el Viviente. Con razón 
afirma Lucas que para captar al Resucitado se requieren unos ojos 
nuevos y una inteligencia iluminada por la fe (cf. Lc 24,31.45), porque 
no bastan los ojos de la carne: la luz de la resurrección, según Pablo, 
es cegadora para el ojo humano (cf. Hch 9,8; 22,11). Por eso Jesús no 
puede ser visto por el «mundo», es decir, por aquellos que en principio 
han cerrado su corazón a la luz y a la verdad (cf. Hch 10,40s; Jn 
14,19.22). En realidad sólo aquel que está dispuesto a dejarse 
incorporar por Cristo, participando de su misma vida como el sarmiento 
unido a la vid (cf. Jn 15) o como el miembro a la cabeza (cf. 1 Cor 
12,12-27), puede realmente captar y reconocer la presencia del 
Resucitado en lo que ésta tiene de más hondo y singular: como 
presencia no ya de un muerto que vive, sino que además es dador de 
vida (cf. Jn 14,20.23). La aparición no sólo consiste, pues, en que los 
discípulos capten al Señor, sino también y, sobre todo, en haber sido 
ellos mismos captados antes por Él e incorporados a Él: es preciso que 
Él esté en ellos para poder estar verdaderamente con ellos y que ellos 
estén en Él para poder estar con El. De aquí que la aparición de Cristo 
resucitado sea siempre actuante ­no mera presencia estática­ y 
creadora de algo nuevo: en ella acaece la autodonación del Señor a 
sus discípulos en la que él se les entrega, derramando sobre ellos su 
propia vida nueva, su perdón y su paz, su espíritu de comunión y 
originando así una comunidad y una fraternidad renovadas. 
La presencia del Resucitado no puede reducirse, por tanto, a una mera 
presencia objetiva por confrontación, sino que es, sobre todo, una 
presencia de comunión en una misma vida y en un mismo espíritu (cf. 
Jn 14,26), que tendría que ser entendida y explicada más desde 
aquella presencia de intercomunión vital que se da entre los diversos 
miembros del cuerpo y su cabeza que desde una presencia que sitúa 
frente a frente a personas distintas. Esta presencia mutua de comunión 
es ciertamente real y objetiva, pero a la vez desborda el dualismo 
propio del mero encuentro físico entre dos seres. Por eso no es del 
todo válida la pregunta de si la aparición del Resucitado es algo 
puramente exterior o puramente interior. Ni una cosa sola ni la otra, 
pues la nueva creación o la resurrección desbordan y superan toda 
polaridad y todo dualismo entre sujeto cognoscente y objeto conocido. 
La resurrección de Jesús implica una presencia desbordante y por ello 
abarcante del Señor que derrama su nuevo ser sobre los discípulos y 
hace presente su persona (su «cuerpo y sangre») sólo a través de un 
supremo gesto de «entrega y derramamiento» de sí mismo. La 
resurrección entraña así también la plena donación personal de Jesús 
en el amor y la apertura radical de sí mismo, por los que El se da 
totalmente hasta hacerse uno con nosotros, haciéndonos a nosotros 
uno con Él (tal como acaece en la eucaristía, pues la aparición y la 
presencia viva del Resucitado no queda limitada a los discípulos 
primeros, sino que se extiende y se prolonga ­aunque con rasgos 
distintos­ a la historia posterior de su comunidad hasta el fin de los 
tiempos). Esto no supone una eliminación de la realidad de la persona 
de Jesús o de su «autonomía» personal; antes al contrario: en la 
medida en que el Resucitado se trasciende y se desborda más a sí 
mismo, es más plenamente él en su propia realidad (y hasta 
individualidad) personal; y a su vez, en la medida en que por este 
dinamismo los discípulos son abarcados e inundados por la presencia 
y la vida del Señor resucitado, abriéndose a él, llegan a ser más 
plenamente ellos mismos. Porque la realidad personal humana radica 
precisamente en la capacidad de trascendencia y desbordamiento de 
sí misma en el conocimiento y en el amor. Por eso, en la misma 
proporción en que los discípulos son de Él, el Señor, y están en Él, en 
esa misma medida cabe decir que están también con Él (o ante Él) y Él 
con ellos (o ante ellos). Cuanto más íntimo y abarcante les es a ellos el 
Señor, más es Él mismo y más los hace a ellos ser ellos mismos y más 
distinto es de ellos27. 
De aquí que la aparición deba ser considerada como algo dinámico y no 
estático. No es un mero «ir y venir» del Resucitado que empieza a 
estar allí donde Él no estaba momentos antes. Implica un actuar y no 
un mero «estar». Es sobre todo un proceso de manifestación del Señor 
a la vez que de concienciación e interiorización por parte de los 
discípulos en un dinamismo en el que, inicialmente, pudo predominar 
una presencia visible de Jesús, con el que ellos habían convivido 
estrechamente. Pero es muy probable que el dinamismo de las 
apariciones implique un sucesivo despojamiento de lo visible y la 
progresiva superación de unos signos sensibles particularizados 
(vinculados en mayor grado ­en las apariciones iniciales­ a una 
presencia más sensible o visible del Señor; aunque paradójicamente 
unida, en los relatos evangélicos, a una mayor incredulidad de los 
discípulos), para ir aprendiendo poco a poco a reconocer la presencia 
y la acción del Resucitado tras signos cada vez más amplios y más 
universales: signos que van desbordando la corporeidad individual de 
Jesús, más próxima a su realidad terrena, y abriéndose hacia el cuerpo 
universal de Cristo y la obra de su Espíritu (en lo que insisten, de 
diversas maneras, Pablo y Juan). Estos signos serán sobre todo la 
Iglesia, cuerpo del Señor resucitado, y los sacramentos (en especial la 
eucaristía) como primicias de una presencia desbordante de Cristo 
que, como Señor, va incorporando a la humanidad y el mundo y 
convirtiéndolos en vehículo de su aparición y de su presencia 28. Esta 
transición de una aparición más individualizada del Señor hacia la 
aparición a través de signos más amplios parece venir reflejada en la 
palabra de Jesús según Jn 16,7s: «os conviene que yo me vaya»; sólo 
cuando la individualidad terrena de Jesús, clausurada por los límites de 
su propio ser corporal, se abre y se trasciende hacia una corporeidad 
más amplia, transida e inundada por el Espíritu, es donde acaece en 
su máxima densidad la aparición y la presencia del Señor. Sin olvidar, 
por último, que la aparición acaece en el juego dialéctico de una 
presencia que deviene ausencia y viceversa, y al que no es ajena la 
«memoria». Es en la memoria donde los discípulos van reconociendo 
también a su Señor y Él va grabando cada vez más hondamente su 
perfil y su imagen en el corazón y en la vida de sus discípulos (cf. Jn 
14,26). 

3) El ciclo Galilea y el ciclo Jerusalén. 
¿Dónde acaecieron las primeras apariciones del Resucitado? Es difícil 
poder dar una respuesta terminante a esta cuestión. Según Mateo y 
Marcos el Señor se aparece a sus discípulos en Galilea, mientras en 
Lucas y en Juan las apariciones tienen lugar en Jerusalén (si bien 
Juan, en un relato póstumo ­capítulo 21­, narra una última aparición de 
Jesús en el lago de Galilea). Para Mateo y Marcos, Jesús había 
anunciado en la última cena la dispersión de los discípulos en la 
pasión, añadiendo: «pero después de haber resucitado, os precederé 
a Galilea» (Mc 14,28; Mt 26,32), idea que reaparece en boca del ángel 
ante la tumba vacía: «Id a decir a sus discípulos y a Pedro que os 
precederá a Galilea; allí lo veréis, tal como os lo había dicho» (Mc 16,7; 
Mateo 28,7.10, lo repite dos voces, aunque sin mencionar a Pedro en 
ningún caso). Lucas, en cambio (como Juan), omite toda alusión a las 
apariciones del Resucitado en Galilea, tanto en la última cena como en 
boca del ángel en el sepulcro, convirtiendo las palabras del mensajero 
celestial en un mero recordatorio de las predicciones que Jesús había 
hecho en Galilea acerca de su muerte y resurrección (cf. Lc 24,6-7). 
Algunos autores se inclinan por una mayor antigüedad de la tradición 
galilaica: allí habrían tenido lugar las primeras experiencias de 
aparición del Resucitado, a las que más tarde se unirían los relatos de 
la tumba vacía y de otras apariciones en Jerusalén 29. En favor de 
Galilea como escenario de las primeras apariciones estarían las 
razones siguientes: la rápida huida de la práctica totalidad de los 
discípulos ante el prendimiento y el posterior proceso y condenación 
de Jesús, por el temor de ser también ellos apresados (cf. Mt 26,31.56; 
Mc 14,27.50); de hecho, ninguno de ellos comparece en la muerte ni 
en la sepultura de Jesús (a excepción de Juan). Lo normal es que esta 
huida fuese hacia Galilea, su tierra, donde disponían de medios de 
vida, mientras que en Jerusalén era mucho más difícil que pudieran 
subsistir por sí mismos. En la Ciudad Santa ni disponían, al parecer, de 
vivienda propia (ya que tuvieron que pedir prestada una sala para 
celebrar la última cena y de ordinario, al atardecer salían de Jerusalén 
para ir a pernoctar a Betania, retornando a la ciudad en la mañana 
siguiente: cf. Mc 11,1.11.12; 14,3), ni después de la muerte de Jesús 
podían mantenerse como grupo, antes bien, tendrían que dispersarse, 
lo que aumentaba el riesgo y las dificultades de subsistencia. Según 
esto, en Galilea tendrían lugar las apariciones iniciales, mientras 
independientemente acaece en Jerusalén el hallazgo de la tumba vacía 
por parte del grupo de mujeres. Sólo algo más tarde sobrevendrían las 
apariciones en Jerusalén, con el retorno de los discípulos de Galilea y 
el posterior comienzo de la predicación y el anuncio de la resurrección 
de Jesús en la Ciudad Santa. Al final, las diversas tradiciones se 
unieron en una única tradición y un único relato. 
No obstante, el lugar concreto de las apariciones tiene una importancia 
relativa. Mayor relevancia encierra la teología que subyace a estos dos 
ciclos de aparición, tal como se nos relatan en el momento en que se 
escriben los evangelios (hacia los años 70 d. C.). El ciclo Galilea 
intenta destacar la resurrección de Jesús como comunicación universal 
de vida y salvación, que deberá extenderse a todas las naciones del 
mundo (Mt 28,19). Por eso la presencia del Señor acaece en la 
periferia de Israel, en la «Galilea de los gentiles», pueblo medio judío, 
medio gentil. Para este «pueblo que habita en la región de mortales 
sombras, una luz se levantó» (Mt 4,16): la resurrección empieza a 
brillar en esa tierra fronteriza entre el judaísmo y el mundo pagano, 
iluminando así «a todas las gentes» (Mt 28,19) y no sólo a los judíos. 
En cambio, el ciclo Jerusalén tiende a recordar, por una parte, cómo en 
la Ciudad Santa están las raíces del cristianismo: de allí partió la 
evangelización primera (cf. Hch 1,4.8); mientras, por otra parte, intenta 
destacar, con un mayor talante apologético, la resurrección en sí 
misma, tal como acaece en Jesús, y el hecho del sepulcro vacío con la 
consiguiente tendencia a acentuar la corporalidad y con ello la realidad 
del Resucitado, mostrando así que Jesús no es un fantasma o un 
espectro, sino alguien vivo. Esta preocupación apologética (que 
predomina en Lucas y Juan) no impera todavía en el ciclo Galilea 
(Mateo y Marcos) ni en 1 Cor 15.


MANUEL GESTEIRA GARZA
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE. Madrid 1984. Págs. 20-50

....................
3. Cf. H. SCHLIER, La résurrection de Jésus Christ, París 1969, pp. 19-75; E. 
RUCKSTUHL-J. PFAM- MATTER, La Resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973, PP. 
115-132. 
4. La idea del descenso de Cristo al reino de la muerte y su victoria sobre el poder 
del abismo aparece varias veces en el Nuevo Testamento (Rm 10,7; Éf 4,9; Heb 
13,20; Ap 1,18). 1 Pe 3,19 la formula en clave un tanto colorista, con la que luego 
pasó a la catequesis cristiana: Jesús «fue a pregonar a los espíritus que estaban 
en la prisión (el "sheol"), desobedientes en otro tiempo». Lo que equivale a decir 
que la salvación que Jesús trae por su muerte y resurrección afecta a la 
humanidad entera. 
5. Los términos «exaltación» (cf. Hch 2,33; 5,31; Flp 2,9; Jn 3,14; 8,28; 12,32.34) y 
«glorificación» (Hch 3,13; Jn 12,16; 13,31s; 16,14; 17,1.5) son preferidos por los 
Hechos y, sobre todo, por Juan. «Resurrección» por Pablo. «Consumación» por la 
carta a los Hebreos (2,10; 5,9; 7,28). 
6. La «sesión a la diestra de Dios», tomada del Sal 110,1, es frecuente en el primer 
estadio de la predicación (Hch 2,33; 5,31; 7,55s, unida a «exaltación», excepto en 
la última cita; Rom 8,32; Éf 1,20; Col 3,1) y reaparece en Hebreos (1,4; 8,1; 10,12; 
12,2) y 1 Pe 2,22. Sobre la polaridad resurrección-exaltación, cf. también E. 
RÜCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973, pp. 
135-179. 
7. Sobre 1 Cor 15,1-8, cf. S. VIDAL La resurrección de Jesús en las cartas de Pabio, 
Salamanca 1982, páginas 155-186; E. RUCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La 
resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973, pp. 19-35.
8. Lo cual no significa que Pablo desconociese el dato del sepulcro vacío, sino que 
no lo utiliza. Cf. J. DELORME, Resurrección y sepulcro de Jesús, en P. SURGY P. 
GRELOT, etcétera, La resurrección de Cristo y la exégesis moderna, Madrid, 1974, 
páginas 105-152.
9. Hacen hincapié en el sentido teológico, entre otros, E. RUCKSTUHL-J. 
PFAMMATTER, La resurrección de Jesucristo, páginas 59-60, y W. KASPER, Jesús 
el Cristo, Madrid, 1976, páginas 178-179. Tiende a acentuar más el sentido 
cronológico U. WLLCKENS, La resurrección de Jesús, Salamanca, 1981, páginas 
20-25. 
10. Cf. los textos en P. GRELOT, La resurrección de Jesús y su trasfondo bíblico y 
judío, en P. SURGY- P. GRELOT, La resurrección de Cristo, pp. 36-37. 
11. P. GRELOT, La resurrección de Jesús y su trasfondo bíblico y judío, en P. 
SURGY-P. GRELOT, La resurrección de Cristo, p. 45. 
12. Cf. Evangelio de Pedro, pp. 58-60. 
13. Cf. Evangelio de Santiago: véase el texto en S. JERÓNIMO, De Vir. Illust. 2 (PL 
23,612-613). 
14. W. KASPER, Jesús el Cristo, pp. 157.
15. Frente a H. GRASS, Ostergeschehen und Osterberichte Gotinga, 1970, pp. 
138-186, que niega radicalmente la historicidad del sepulcro vacío. A él se oponen 
numerosos autores: cf. más datos en E. RÜCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La 
resurrección de Jesucristo. Madrid. 1973, pp. 57-62. 
16. Cf. ORÍGENES, Contra Celso, 2,55.63.70 (PG 11, 884s. 986.905s).
17. El pasaje de la guardia del sepulcro, que únicamente aparece en Mateo (27,62-66; 
28,4.11-15), intenta demostrar la imposibilidad de la tesis contemporánea judía 
sobre el robo del cadáver de Jesús por los discípulos (cf. Mt 38,15 y Jn 20,2.15). 
No parece probable que los príncipes de los sacerdotes fueran a pedirle a Pilato 
soldados como guardia: eran los días de la pascua y habrían incurrido en 
impureza legal (cf. Jn 18,18); además, no cabe pensar que los judíos o Pilato 
creyesen en absoluto en una posible resurrección de Jesús, en la que ni sus 
discípulos creían. Tampoco es probable que los soldados romanos fuesen a dar 
cuenta del terremoto a la autoridad judía en vez de a sus propios jefes romanos. 
El tema es ampliado y desarrollado por los apócrifos (evangelio de Pedro, Actas 
de Pilato, etc.). En este sentido apologético del relato coincide hoy la mayoría de 
los autores: cf. P. BENOIT, Pasión y resurrección del señor, Madrid, 1971, pp. 
254-255; E. RÜCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección de Jesucristo, Madrid, 
1973, pp. 54-55. 
18. Según Mt 28,1 y Lc 24,1, las mujeres van al sepulcro al rayar el alba, si bien para 
Juan (20,1) todavía estaba oscuro, mientras para Marcos (16,2) ya había salido el 
sol. Las divergencias se encuentran en pequeños matices. 
19. Mt 28,1 alude a María Magdalena y la otra María; Mc 16,1: Magdalena, María la de 
Santiago y Salomé; Lc 24,10: Magdalena, Juana, María la de Santiago y las demás 
que estaban con ellas; Jn 20,1 sólo la Magdalena.
20. Para Mateo, Ias mujeres «van a ver» el sepulcro. Para Juan, la Magdalena fue al 
sepulcro sin más. Según Marcos y Lucas, van para ungir a Jesús con aromas (y 
en el camino surge la pregunta sobre quién les removerá la piedra: sólo en 
Marcos). 
21. Mateo menciona un gran temblor, el ángel que desciende y remueve la piedra; 
ante su aspecto, como relámpago, los guardias quedan como muertos. Según 
Marcos, al entrar en la tumba, las mujeres vieron un joven sentado a la derecha, 
vestido de túnica blanca, y quedaron sobrecogidas de espanto. Para Lucas, las 
mujeres estaban perplejas ante la tumba vacía cuando se les presentan dos 
hombres con hábitos deslumbrantes; ellas se quedan aterrorizadas. Según Juan, 
en un primer momento, la Magdalena sólo vio el sepulcro vacío, corre a dar la 
noticia y sólo en un segundo momento ve a dos ángeles vestidos de blanco, uno a 
la cabecera y otro a los pies del sepulcro. 
22. En el mensaje angélico, Mateo y Marcos coinciden fundamentalmente: no temáis; 
buscáis al crucificado: ha resucitado y no está aquí; sólo queda el sitio donde lo 
pusieron. Decid a los discípulos que Él los precederá a Galilea; allí lo veréis. 
Lucas concuerda básicamente con Mateo y Marcos; sólo varía la referencia a 
Galilea, que en Lucas se menciona no como el escenario de las futuras 
apariciones, sino de las antiguas predicciones de Jesús respecto a su muerte y 
su resurrección. Por último, para Juan, las palabras angélicas son del todo 
intrascendentes: «Mujer, ¿por qué lloras?». Estas diferencias pueden explicarse 
por la influencia de posteriores acentuaciones teológicas. Sobre el sepulcro vacío, 
cf. F. MUSSNER, La resurrección de Jesús, Santander, 1971, pp. 119-125. 
23. W. KASPER, Jesús el Cristo, p. 161. 
24. W. KASPER, Jesús el Cristo, p. 157.
25. E. RÜCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973, PP. 
31-32.
26. Cf. M. E. BOISMARD, Le réalisme des récits evangeliques: LumVie 21 (1972), pp. 
35ss. A. GEORGE, Los relatos de apariciones a los Once, en P. SURGY- P. 
GRELOT, La resurrección de Cristo, pp. 73-103. 
27. Cf. M. GESTEIRA, Jn 14,18-28. Una clave de interpretación de las apariciones del 
Resucitado, en VARIOS, Palabra y Vida, Madrid, 1984, pp. 214-226. 
28. Cf. E. POUSSET, Croire en la résurrection: NRTh 96 (1974), pp. 368-380.
29. Cf. X. LÉON-DUFOUR. Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Salamanca, 
1973, pp. 135-162; E. RUCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección de 
Jesucristo, Madrid, 1973, páginas 46-52. RUCKSTUHL mantiene una postura 
intermedia: Pedro y Juan permanecen en Jerusalén (con el grupo de mujeres) 
hasta el desenlace final de la pasión, mientras el resto de los discípulos huye a 
Galilea. Al divulgarse el hallazgo de la tumba vacía (en el que ambos participan 
también) van a Galilea para anunciarlo a los restantes del grupo. Allí (o quizá en el 
camino) acaece la aparición a Pedro y el núcleo de las primeras apariciones. Las 
apariciones en Jerusalén serían posteriores.