Ignacio Ellacuría
El
intento de poner en relación a Jesús con la historia y, consiguientemente, a
la Iglesia con la historia, es esencial para la comprensión y realización del
cristianismo, así como para la realización y la comprensión de la historia.
Si no se llega a tener clara esta «relación», se cae en posturas
religiosistas o en posturas secularistas, con menoscabo de lo que es realmente
la salvación histórica.
La
encarnación histórica de Jesús, como paradigma de lo que ha de ser una
historización de la salvación, puede presentarse desde diversos aspectos de su
vida. Uno de ellos, especialmente privilegiado, es el de su pasión y su muerte.
En efecto, éstas representan el núcleo original de los relatos evangélicos,
permiten una mayor verificación histórica, representan la culminación de su
vida mortal y, desde otro punto de vista, son elemento de divergencia entre
quienes se atienen a que Jesús murió por nuestros pecados y quienes piensan
que se le mató en razón de su lucha por el hombre y en virtud de motivos políticos.
El
estudio, por tanto, de la pasión en su doble vertiente de por qué muere Jesús
y de por qué le matan, es un lugar adecuado para iluminar la unidad intrínseca
y necesaria entre la lucha por el hombre y la implantación del Reino de Dios.
Es
un problema muy presente en el Nuevo Testamento. Ya en el primero de sus
escritos se nos dice, por un lado: «porque Dios no nos destinó a la ira, sino
a adquirir la salvación por medio de Nuestro Señor Jesucristo, el que murió
por nosotros, a fin de que... lleguemos a la vida juntamente con él» (I Tes 5,
910); por otro: «pues vosotros hermanos os hicisteis imitadores de las Iglesias
de Dios que están en Judea, en Cristo Jesús, porque también vosotros
padecisteis de parte de vuestros compatriotas las mismas persecuciones que ellos
de parte de los judíos, los que mataron al Señor, a Jesús, y a los
profetas...» (ib., 2, 14-15). Y es un problema que no puede resolverse a la
ligera. Un autor, tan ponderado como Rahner, considera, por ejemplo, que es
discutible si el propio Jesús atribuyó a su muerte una función soteriológica;
esto es, si a él mismo le era clara la conexión entre el significado histórico
de su muerte y su sentido trascendente1 .
Consideramos
nuestro problema desde tres puntos de vista: 1) la dimensión histórica de la
muerte de Jesús; 2) la conciencia histórica de Jesús sobre su muerte; 3)
significado teológico de su muerte. Nos ceñiremos a los relatos de la pasión
y el punto de vista será exclusivamente exegético-histórico.
1.
Dimensión histórica de la muerte de Jesús
a)
Creciente oposición entre Jesús y sus enemigos.
Los
autores evangélicos presentan la vida de Jesús como una creciente oposición
entre él y quienes van a ser los causantes de su muerte. Pocas dudas pueden
caber sobre este punto, léase la vida de Jesús según Marcos o, en el otro
extremo, según Juan2 . Jesús y sus enemigos representan dos totalidades
distintas, que pretenden dirigir contrapuestamente la vida humana; se trata de
dos totalidades prácticas, que llevan la contradicción al campo de la
existencia cotidiana. Ya en el pasaje de la curación del hombre con la mano
paralizada (Mc 3,1-6; Lc 6, 6-11) aparecen sus enemigos espiándole para
acusarle y condenarle y Jesús encolerizado, con el resultado de que los
fariseos y herodianos salieran dispuestos a deshacerse de él.
Pero
el complot definitivo aparece en la pasión y está narrado por los cuatro
evangelistas. Parecería que hasta Juan se ha vuelto «sinóptico», a la hora
de contar el proceso de la muerte de Jesús. Esta relativa «coincidencia sinóptica»
de los cuatro evangelistas indica el carácter histórico del fondo de la
narración. Reunamos los rasgos más sobresalientes.
Se
reúnen los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo (Mt 26, 3), los escribas
(Mc 14, 1 y Lc 22, 2) y los fariseos (Jo 11, 47). Coinciden todos en querer
matar a Jesús y los tres sinópticos señalan que no se atreven a hacerlo por
miedo al pueblo, con lo cual se sobrepasa el nivel de la confrontación
puramente personal. Pero se aprovechan de Judas, que llega a capturarlo con un
grupo numeroso, enviado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo (Mt
26, 47), de los escribas (Mc 14, 43) y de los fariseos (Jo 18, 3). Juan añade
que se trata de la cohorte y de los guardias; al parecer, la cohorte era romana
y los guardias lo eran de los sumos sacerdotes. Hay, pues, una captura en que se
aunan los poderes sociales, políticos y religiosos. La acusación, a pesar de
las divergencias entre los evangelistas, muestra por qué le persiguen y le
combaten estos poderes.
b)
Por qué persiguen a Jesús.
Según
Juan (18, 19-27) el sumo sacerdote le interroga a Jesús sobre sus discípulos y
sobre su doctrina; se trataría, por tanto, de un problema de ortodoxia, pero
tras este primer plano de la ortodoxia aparece el de sus seguidores, esto es, el
de un movimiento, que ha cobrado fuerza y frente al cual no tienen control los
dominantes oficiales de la situación religioso-oficial. No deja de ser
significativo que los guardianes le insulten como a profeta; debieron de
percibir en sus amos la persuasión de que Jesús era profeta y ponía en marcha
dinamismos proféticos.
En
el juicio ante el Sanedrín se le acusa de querer destruir el templo. No puede
pasarse por alto lo que suponía el templo jerosolimitano en la configuración
religiosa y política de Judea; la afirmación del templo nuevo que sustituye al
antiguo era una blasfemia, que exigía la lapidación. Distintos motivos
redaccionales han hecho que se ampliara la acusación a la más llamativa de
hacerse el Mesías, pero este punto lo trataremos en la tercera parte. En este
primer estadio Jesús aparece como blasfemo, pero como blasfemo público, que
pone en conmoción los pilares de la estructura del judaísmo.
Las
acusaciones cambian ante Pilato. El punto de conexión está en la acusación de
presentarse como Mesías, que de cara a los judíos se presenta como Hijo del
Bendito y de cara a los romanos como rey de los judíos. Es Lucas quien propone
el sumario de la acusación: «Hemos encontrado a este hombre excitando al
pueblo a la rebelión e impidiendo pagar los tributos al César y diciéndose
ser el Mesías, Rey» (23, 2). Pilato sabía que el Mesías sería enemigo de
los romanos; toda la época de su mandato estaría llena de expectativas mesiánicas
y de levantamientos armados de tinte mesiánico. Por eso pregunta a Jesús: ¿eres
el Rey de los judíos? Ninguno de los cuatro evangelistas pone en boca de Jesús
el rechazo de esta acusación. Ante las reticencias de Pilato los sumos
sacerdotes y los escribas le siguen acusando violentamente (Lc 23, 10) e
insisten en que Jesús subleva al pueblo con su enseñanza. Ni Herodes ni Pilato
recogen la acusación; pero cuando le amenazan a Pilato con que si no condena a
Jesús se convierte en enemigo del César, acaba por ceder. De hecho le condena
a la crucifixión, pena típicamente política impuesta a los rebeldes contra
Roma, y como titulus de la condenación se establece su pretensión de
convertirse en rey de los judíos.
c)
Jesucristo como enemigo del poder y estructura social.
Es
claro que, fuera de intereses redaccionales, los enemigos de Jesús extreman y
distorsionan las apariencias, pero estas apariencias lo eran de hechos reales.
Ante todo, está el hecho real de la oposición a muerte de los poderes
socio-religiosos contra Jesús; si no hubieran visto en él a un enemigo de su
poder y de la estructura social, no lo hubieran condenado a muerte; y si la acción
de Jesús no hubiera tenido nada que ver con aquello de que le acusan, tampoco
hubiera prosperado. Ambos aspectos que en su unidad se hacen presentes a todo lo
largo de la vida de Jesús, prueban el carácter de su vida: el anuncio del
Reino de Dios tenía mucho que ver con la historia de los hombres y esta
historia quedaba contradicha por el anuncio efectivo del Reino. Tan peligrosa
aparecía la persona y la acción de Jesús, que las autoridades judías habían
calculado que esa peligrosidad iba a traer una mayor represión por parte de los
romanos. Lo cuenta San Juan: reunidos los sumos sacerdotes y los fariseos se
preguntaban qué hacer, porque Jesús hacía muchos signos; si le dejaban
seguir, todos iban a creer en él, lo cual ocasionaría la intervención de los
romanos, que destruirían el lugar santo y la nación entera; a lo cual respondió
Caifás que era mejor que muriera un solo hombre por el pueblo y no que
pereciera toda la nación (11, 47-50). La apelación a los romanos y al peligro
del lugar santo y de la nación, muestra la conexión de la palabra y de los
signos de Jesús con la realidad histórica, tanto en su vertiente religiosa
como política. Curiosamente esta frase de Caifás de tinte tan marcadamente político
va a ser leída por Juan teológicamente y, además, en un sentido expiatorio.
El por qué le matan a Jesús queda unido al por qué muere en la propia
historia teológica de Juan.
La
preponderancia de los elementos histórico-políticos en el juicio de Jesús y
aun en el relato entero de la pasión es grande. Lo que más resaltan los
evangelistas es una serie de elementos históricos, como si estuvieran
preocupados por responder a por qué le mataron a Jesús. Sobre este punto
crucial se han deslizado los comentaristas teológicos con peligrosa e
ideologizada facilidad; hoy se trata de evitar ese deslizamiento interesado. No
en vano este punto tiene tal importancia en los relatos evangélicos; considerar
la morosidad de los evangelistas como algo anecdótico o como concesión
sentimental, sería caer en lo que Zubiri ha llamado docetismo biográfico.
Insistir en lo que realmente significa nos lleva a la que fue la raíz humana de
la vida de Jesús y, consiguientemente, al lugar adecuado de la fe y de la
trascendencia.
2.
Conciencia histórica de Jesús ante su muerte
a)
Jesús sabía que su modo de actuar era peligroso y lo llevaba a la muerte.
Entramos
en un tema lleno de dificultades exegéticas y dogmáticas. Dando por supuesta
la literatura sobre la conciencia de Jesús, nos vamos a ceñir a lo que los
evangelistas muestran de esa conciencia en los relatos de la pasión.
Como
preámbulo podemos dar por supuesto que Jesús era consciente de la peligrosidad
de su vida y de que su actuación ofrecía motivos para llevarlo a la muerte. La
hipótesis contraria no es aceptable: una cosa es que los anuncios de la pasión
sean port-pascuales, otra que Jesús no previera el peligro mortal que corría.
La confrontación con sus enemigos, tal como la señalan los evangelistas, no
podía llevar a otro final; Juan reitera incansablemente cómo Jesús conocía
el propósito de sus adversarios: «algún tiempo después recorría Jesús
Galilea, evitando andar por Judea porque los judíos trataban de matarlo» (7,
1; cfr. 2, 24-25; 5, 16-17; 7,19, 25-26, 30-35; 8, 20, 59; 10, 30-31, 39; 11, 8,
53-54, 57).
¿Cómo
se le presenta a Jesús no tanto la inminencia de su muerte sino lo que la
muerte significaba para él y para los hombres? Esta conciencia puede
sospecharse a partir de dos pasajes: el huerto y la crucifixión.
b)
La muerte de Jesús, consecuencia de haber anunciado el Reino de Dios.
Boismard3
rastrea tres documentos anteriores al actual relato de Getsemaní, de los
cuales el más primitivo ofrecería un sensible paralelismo con algunos versículos
de Juan, no referidos por éste a la escena del huerto. El más antiguo diría:
"ha
llegado la hora en la que es entregado el hijo del hombre en manos de los
pecadores; mi alma está triste hasta la muerte, y oraba para que si fuera
posible pasase de él la hora; he aquí que se acerca el que me entrega;
levantaos, vayamos». Jesús, pues, esperaría la "hora", pero la
"hora" tiene un claro carácter mesiánico que, sobre todo en Juan,
implica el paso por la glorificación de la muerte, lo cual le causa profunda
turbación. No aparece explícitamente ni el sentido expiatorio de su muerte ni
siquiera de su inmediata resurrección. Tanto la oración de Jesús como su
tristeza mortal son datos no conciliables con una visión clara de su triunfo
glorioso sobre el príncipe de este mundo.
Igualmente
las palabras de Jesús en la cruz muestran el dramatismo de una conciencia
oscura respecto del sentido de la muerte. Boismard4 trata aquí también
de reconstruir los documentos que reflejan la tradición más antigua: en el más
antiguo no habría ni siquiera una palabra de Jesús; en el segundo, mucho más
elaborado, sólo estaría la palabra del abandono: Dios mío, Dios mío, por qué
me has abandonado. Sólo en el tercer nivel aparecerían las otras "seis
palabras", de las cuales las recogidas por Lucas serian las más
significativas: el perdón a los que le matan, el premio al que se arrepiente y
un último suspiro de confianza en el Padre.
Lo
que en el huerto aparecía todavía como autoconciencia del «hijo del hombre
entregado en manos de los pecadores», todavía queda más oscurecido en la
cruz. Ni siquiera la reelaboración teológica de los evangelistas se creyó
autorizada a poner en los labios y en la conciencia manifiesta de Jesús un
planteamiento claro del sentido de su muerte. Jesús muere en la cruz acosado
por sus enemigos, abandonado por sus discípulos; todo ello como resultado de lo
que hizo en vida, todo ello como resultado de su oposición radical a quienes
acaban venciéndole en la cruz. No aparece ningún sentido místico expiatorio:
lo que le ocurrió en la muerte fue la consecuencia de lo que actuó en vida: el
anuncio y la realización del Reino de Dios entre los hombres, a lo que se oponían
los representantes del poder religioso, del poder social y del poder político,
como plasmación visible del príncipe este mundo.
3.
Significado teológico de su muerte
¿Es,
entonces, arbitraria la referencia al por qué muere Jesús, cuando el acento de
los evangelistas en la pasión está puesto en por qué le matan los judíos y
los romanos? Para responder a esta cuestión quedan por examinar dos pasajes
fundamentales del relato de la pasión: la institución de la Eucaristía y las
palabras puestas en boca de Jesús con ocasión de su condena.
a)
La institución de la Eucaristía.
No
pretendemos entrar en el problema general de la cena pascual y de la institución
de la Eucaristía ni desde el punto de vista exegético ni desde el punto de
vista dogmático. Nuestra pretensión se reduce a mostrar la conexión del por
qué muere Jesús y del por qué le matan, la conexión entre el sentido histórico
de su muerte y el sentido teológico respecto de un punto particular.
Si
consideramos las diferentes redacciones de la institución eucarística (1 Cor
11, 24-25; Lc 22, 19-20; Mc 14, 22-24 y Mt 26, 28) en su versión actual,
parecería evidente que Jesús, en la víspera de su pasión, consideraba
expiatoria y soteriológica su muerte. Aunque respecto del pan, como cuerpo
suyo, nada dicen Marcos y Mateo, Pablo afirma que es por vosotros y Lucas que es
entregado por vosotros; con estos últimos coincide Juan (6, 51) cuando pone en
boca de Jesús que su carne es para la vida del mundo. Pero, al hablar del vino
y de la sangre los tres sinópticos y Pablo hablan de la (nueva) alianza,
mientras que sólo los tres5 hablan de la sangre derramada por vosotros o
por muchos, añadiendo Mateo -y sólo él- «para el perdón de los pecados».
Según Pablo y Lucas, Jesús les manda a sus discípulos que lo sigan haciendo
en su memoria y Pablo señala que, haciéndolo así, anunciarán la muerte del
Señor mientras vuelva.
Este
recuerdo de datos mostraría que Jesús en la cena habría tenido clara
conciencia de la relación entre la institución eucarística y su sangre
derramada por el perdón de los pecados y aun con una segunda venida suya. Se
trataría de una nueva alianza sellada con un nuevo sacrificio. Vista la muerte
de Jesús desde la cena poco o nada importaría el planteamiento del por qué le
matan; lo importante sería el sentido de su muerte. De ahí a considerar que lo
importante en el cristianismo es la celebración cultual de la pasión y de la
resurrección de Jesús, dejando de lado la celebración real e histórica de su
vida, no hay más que un paso. El culto sería el álibi perfecto de la
realidad cristiana.
Pero
un análisis del modo en que están redactados los textos pone en entredicho
esta apariencia del relato eucarístico, si queremos saber lo que realmente
ocurrió en la víspera de la pasión. En efecto, dos planos fundamentales deben
distinguirse en el texto evangélico: el relato de la cena ritual de la pascua y
el relato de la institución eucarística; el primero más histórico y el
segundo más litúrgico.
En
el relato más primitivo de Marcos6 se hace explícita referencia a la
celebración de la pascua judía: Jesús toma la copa, da gracias, se la pasa a
los discípulos, que beben de ella, mientras les dice que no beberá más del
producto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el reino de Dios. Es
a esta cena a lo que aludirían las palabras: «con gran deseo, he deseado comer
con vosotros esta pascua». En este plano del relato pascual nada rompe la
continuidad de la conciencia histórica de Jesús. Jesús prevé su final, pero
no desespera del sentido de su muerte sino que positivamente establece su firme
esperanza en el triunfo del Reino y el de su causa personal.
Pero,
además del relato pascual, está el relato de la institución eucarística,
cuyo texto más antiguo es el de Pablo; se trata de un texto litúrgico de
vocabulario distinto al de Pablo y que retrotrae la tradición usada más allá
del año 54, fecha de la carta, pero al mismo tiempo, muestra un texto
transformado por exigencias litúrgicas e incluso una helenización de la fórmula
eucarística7 . Reunidos los textos de los sinópticos y de Pablo tendríamos
los siguientes elementos: a) esto es mi cuerpo; b) entregado por
vosotros; c) esto es mi sangre; d) derramada por muchos; e) para el perdón de
los pecados; f) como alianza (nueva); g) mandato de su recuerdo.
Ahora
bien, si el texto de Marcos es el que responde a una tradición mas antigua y es
el menos afectado por el lenguaje litúrgico, los elementos más originales serían:
a) una cena de despedida en que Jesús anuncia la inminencia del final de su
vida de predicador y anunciador del Reino de Dios; b) una cierta esperanza
escatológica en continuidad con lo que ha sido su predicación del Reino y su
relación con el Padre; c) la referencia a su cuerpo y a su sangre como
alimentos nuevos de la alianza de Dios con el hombre; d) un profundo sentido
sacrificial de toda su vida entregada a los demás.
Que
esto ofrezca suficiente base para que una tradición, muy primitiva, viera en
los sucesos de la cena y de la crucifixión un claro sentido soteriológico y
expiatorio, no permite concluir que Jesús apreciara su muerte en los mismos términos.
b)
Los títulos trascendentes de Jesús.
En
los diferentes enfrentamientos de Jesús con sus enemigos con ocasión de su
enjuiciamiento, los evangelistas proponen una serie de títulos, que mostrarían
cómo el propio Jesús teologizaba creyentemente lo que estaba ocurriendo, sobre
todo con ocasión del interrogatorio del Sumo Sacerdote. Le pregunta, en efecto,
si es el Mesías, el Hijo del Bendito. Jesús acepta estos títulos, pero los
reinterpreta desde el título de Hijo del Hombre, sentado a la derecha del Padre
y que ha de volver entre las nubes del cielo (Mc 14, 61-62). El sentido de la
pregunta no hace referencia a una presunta divinidad de Jesús, que caía
completamente fuera del horizonte mental del Sumo Sacerdote; significaba tan sólo
una pregunta por su carácter de rey mesiánico, que gozaría de la total
protección de Yahvé. Jesús, por su parte, le responde con el salmo 110,1,
referido al rey mesiánico y con Daniel 7,13 referido al Hijo del hombre; esto
es, en ninguno de los dos casos autoproclamaría su divinidad sino que se
limitaría a colocarse en la línea de un nuevo mesianismo y anunciaría la
certeza de su triunfo final y de su potestad de juicio definitivo.
¿Qué
supondrían, entonces para Jesús estos títulos de Hijo del hombre y de Mesías
en referencia al sentido de su muerte?
No
tiene razón Bultmann, al rechazar tan rápidamente la conexión de este título
con la vida histórica de Jesús8 . Aunque se acepte que las profecías
de la pasión, tal como hoy se encuentran en el texto evangélico, son
formulaciones de la comunidad primitiva, no hay por qué negar la proyección
escatológica del Hijo del hombre. Si se acepta un sentido escatológico del
Reino de Dios, no hay por qué desechar la proyección escatológica de Jesús
como Hijo del hombre en función del Reino de Dios, aunque la plena identificación
de toda la carga teológica del Hijo del hombre con el Jesús histórico sólo
se realizara en la experiencia creyente de la comunidad primitiva. En la propia
vida de Jesús se dan las bases de esa identificación: Jesús habría acentuado
cómo su misión le iba llevando al sufrimiento, a la oposición y a la muerte
habría proclamado también el carácter definitivo del Reino de Dios y de su
persona; habría anunciado que el criterio definitivo del juicio es la relación
con su vida y con su persona (Lc 12, 8ss.), y, en este sentido, habría
preanunciado una esperanza que la comunidad primitiva habría clarificado tras
la experiencia creyente de la resurrección. Pero esto no supone que Jesús se
haya concebido a sí mismo como siervo de Yahvé, que cumple su misión mesiánica
mediante una muerte expiatoria. Aunque la presencia de este título llene los
evangelios y remita a un estadio muy primitivo de la redacción9 , no
debe olvidarse la resonancia teológica diversa que han ido poniendo en el Hijo
del hombre las distintas comunidades. Las referencias evangélicas al Hijo del
hombre apuntan a una justificación del paso del por qué le matan al por qué
muere, pero no permiten independizar la segunda pregunta de la primera.
Algo
parecido ha de decirse de la autoproclamación como Mesías. La disposición del
texto (Mc 14, 62 y paralelos) muestra que Jesús no rechaza el título, pero
muestra asimismo que él no lo toma en el contexto del mesianismo judío; por
otra parte, el mismo Jesús desvía el significado demasiado político hacia la
consideración del Hijo del hombre. Pero esto no permite confundir la mesio-logía
del Nuevo Testamento en su sentido judaico con la cristología en su sentido helénico.
Es cierto que Jesús intentó purificar el mesianismo politizado, entendido como
una toma del poder en la linea de una concepción teocrática, pero de ahí no
se sigue que se haya entendido a sí mismo como Cristo-Señor, que poco tiene
que ver con la historia material de los hombres.
No
puede interpretarse el «Heilsbringer», el salvador, como alguien que tan sólo
aporta una salvación individual y espiritualizada. Moltmann lo ha resaltado con
razón, así como lo han hecho con insistencia los teólogos de la liberación.
Una lectura objetiva de la vida y, sobre todo, de la pasión de Jesús no deja
lugar a dudas, sobre todo si se subraya que se trata de relatos posteriores
-mucho más historizados- a algunos de los textos paulinos. ¿Qué interés pudo
tener la comunidad postpascual al mostrar tan numerosos y precisos rasgos histórico-sociales,
una vez que estaba en posesión del Jesús resucitado y exaltado? No otro sino
el de mostrar la conexión real entre el Cristo de la fe con el Jesús de la
historia.
4.
A Jesús le mataron por la vida que llevó y por la misión que cumplió
Podemos
ahora aproximarnos a la respuesta de nuestra pregunta. Circunscritos a lo que
sucedió al Jesús histórico y, por tanto, dejando sólo metódicamente de lado
el resto del Nuevo Testamento y las formulaciones ulteriores de la Iglesia,
podemos decir que el por qué murió Jesús no se explica con independencia del
por qué le mataron; más aún, la prioridad histórica ha de buscarse en el por
qué le mataron. A Jesús le mataron por la vida que llevó y por la misión que
cumplió. Sobre este por qué de su muerte puede plantearse el para qué de su
muerte. Si desde un punto de vista teológico-histórico puede decirse que Jesús
murió por nuestros pecados y para la salvación de los hombres, desde un punto
de vista histórico-teológico ha de sostenerse que lo mataron por la vida que
llevó. La historia de la salvación no es ajena nunca a la salvación en la
historia. No fue ocasional que la vida de Jesús fuera como fue; no fue tampoco
ocasional que esa vida le llevara a la muerte que tuvo. La lucha por el Reino de
Dios suponía necesariamente una lucha en favor del hombre injustamente
oprimido; esta lucha le llevó al enfrentamiento con los responsables de esa
opresión. Por eso murió y en esa muerte les venció.
5.
Conclusiones principales
a)
Jesús no fue muerto por confusión de sus enemigos. Ni los judíos ni los
romanos se confundieron, pues la acción de Jesús, pretendiendo ser
primariamente un anuncio del Reino de Dios, era necesariamente una amenaza
contra el orden social establecido, en cuanto estaba estructurado sobre
fundamentos opuestos a los del Reino de Dios.
b)
Esta conexión se funda en una necesidad histórica. Jesús no predica un Reino
de Dios abstracto o puramente transterreno sino un Reino concreto, que es la
contradicción de un mundo estructurado por el poder del pecado; un poder que va
más allá del corazón del hombre y se convierte en pecado histórico y
estructural. En estas condiciones históricas la contradicción es inevitable y
la muerte de Jesús se constituye en necesidad histórica.
c)
La comunidad post-pascual, aun tras la experiencia creyente de la resurrección
y de la divinidad de Jesús consideró imprescindible no dejar anulado el Jesús
histórico sino que le dio máxima importancia para mostrar cómo la experiencia
creyente está ligada necesariamente al proseguimiento de lo que fue la vida de
Jesús, muerto y crucificado por lo que representaba como oposición al mundo de
su tiempo.
d)
Sólo en el proseguimiento esperanzado de esa vida de Jesús, se hace posible
una fe verdadera, que testifique la fuerza nueva de la resurrección. Porque Jesús
ha resucitado como Señor, ha quedado confirmada la validez salvífica de su
vida; pero al mismo tiempo, por la relación de su vida con su resurrección ha
quedado mostrado cuál es el camino histórico de la fe y de la resurrección.
e)
La conmemoración de la muerte de Jesús hasta que vuelva no se realiza
adecuadamente en una celebración cultual y mistérica ni en una vivencia
interior de la fe, sino que ha de ser también la celebración creyente de una
vida que sigue los pasos de quien fue muerto violentamente por quienes no
aceptan los caminos de Dios, tal como han sido revelados en Jesús
f)
La separación en la vida de la Iglesia y de los cristianos del por qué muere
Jesús y del por qué le matan, no está justificada. Es una disyunción que
reduce la fe a una pura evasión o reduce la acción a una pura praxis histórica.
La praxis verdadera, la plena historicidad, está en la unidad de ambos
aspectos, aunque esa unidad se presente a veces con la misma oscuridad, que se
hizo presente en la vida del Jesús histórico.
g)
No puede olvidarse que si la vida de Jesús hubiera terminado definitivamente en
la cruz, nosotros estaríamos en la misma oscuridad que su muerte produjo entre
sus discípulos. El que su vida no pudo terminar en la cruz muestra
retroactivamente la plenitud que esa vida encerraba y da la base firme para que
la comunidad creyente actualizara las posibilidades reales que esa vida tuvo.
Jesús fue y se proclamó el verdadero templo de Dios, el lugar definitivo de la
presencia de Dios entre los hombres y del acceso de los hombres a Dios. Por eso
murió y por eso nos dio la vida nueva.
Notas:
1 RAHNER y W. THÜSSING, Christologie systematisch und exegetisch. Freiburg
1972, pp. 27 y 33.
2 I. ELLACURIA, Teología política, San Salvador, 1973; traducción
inglesa: Freedom made flesh, New York, 1976.
3 P. BENOIT, M. BOISMARD, Synopse des quatre évangiles, París, 1972,
pp. 390ss.
4 l.c., 428 ss.
5 Dejamos de lado, a pesar de su gran importancia para nuestro propósito,
el problema del texto largo y del texto corto de Lucas. Cfr. P. BENOIT, Exegese
et theologie, Paris, 1961, I, pp. 163-203 y J. JEREMIAS, Die AbendmaHlsworte
Jesu, Goettingen, 1960, pp. 133-135.
6 Cfr. BOISMARD, l.c., pp. 381 SS.; Jeremías, l.c., pp. 153 ss.
7 Cfr. BOISMARD, l.c.
8 R. BULTMANN, Theologie des neuen Testaments, Tübingen, 1968, p. 31 ss.
9 F. HANN, Christologische Hoheitstitel, Goettingen, 1966, p. 13 ss.
«Misión
Abierta» (marzo 1977)17-26