PRINCIPALES INTERPRETACIONES DE LA MUERTE DE
CRISTO EN LA TRADICIÓN TEOLÓGICA:
SU CADUCIDAD Y SU ACTUALIDAD
Hemos visto la interpretación que Jesús dio a su muerte y los
ensayos de interpretación de la Iglesia primitiva. Ahora vamos a
analizar las principales imágenes de que se ha servido la tradición
de la fe para hacer comprensible, significativa y actual la muerte
salvífica de Jesús.
Todas las interpretaciones, por dispares que puedan parecer,
quieren traducir la fe profunda y la esperanza de que, gracias a
Dios, fuimos liberados por nuestro Señor Jesucristo (cf. Rom 7,
25). Constituyen una respuesta al interrogante más fundamental
de la existencia humana.
¿Cómo hacer creíble y aceptable tan gozosa respuesta? Las
imágenes y representaciones que la piedad, la liturgia y la teología
emplean para expresar la liberación de Jesucristo, ¿resaltan o, por
el contrario, ocultan hoy para nosotros el aspecto verdaderamente
liberador de la vida, muerte y resurrección de Cristo? Decimos que
Cristo nos redimió con su sangre, expió satisfactoriamente con su
muerte nuestros pecados y ofreció su propia vida como sacrificio
para la redención de todos. Pero ¿qué significa realmente todo
eso? ¿Comprendemos lo que decimos? ¿Podemos de verdad
pensar que Dios estaba airado y que se apaciguó con la muerte de
su Hijo? ¿Puede alguien sustituir a otro, morir en su lugar y
continuar el hombre con su pecado? ¿Quién tiene que cambiar:
Dios o el hombre? ¿Debe Dios cambiar su ira en bondad o es el
hombre el que ha de convertirse de pecador en justo?
Confesamos que Cristo nos liberó del pecado, y nosotros
continuamos pecando. Decimos que nos libró de la muerte, y
seguimos muriendo. Que nos reconcilió con Dios, y permanecemos
en su enemistad. ¿Cuál es el sentido concreto y verdadero de la
liberación de la muerte, del pecado y de la enemistad? El
vocabulario empleado para expresar la liberación de Jesucristo
refleja situaciones sociales muy concretas, lleva consigo intereses
ideológicos y articula las tendencias de una época. Así, una
mentalidad marcadamente jurídica hablará en términos jurídicos y
comerciales de rescate, de redención de los derechos de dominio
que Satán tenía sobre el pecador, de satisfacción, de mérito, de
sustitución penal, etc. Una mentalidad cultual se expresará en
términos de sacrificio, mientras otra preocupada con la dimensión
social y cultural de la alienación humana predicará la liberación de
Jesucristo.
¿En qué sentido entendemos que la muerte de Cristo formaba
parte del plan salvífico del Padre? ¿Formaban parte de ese plan el
rechazo de los judíos, la traición de Judas y la condena por parte
de los romanos? En realidad, ellos no eran marionetas al servicio
de un plan trazado a priori o de un drama suprahistórico. Fueron
agentes concretos y responsables de sus decisiones. La muerte
de Cristo -como hemos visto detalladamente- fue humana, es
decir, consecuencia de una vida y de una condenación provocada
por actitudes históricas tomadas por Jesús de Nazaret.
No basta repetir servilmente las fórmulas antiguas y sagradas.
Tenemos que intentar comprenderlas para captar la realidad que
quieren traducir. Esa realidad salvífica puede y debe expresarse
de muchas maneras; siempre fue así en el pasado y lo es también
en el presente. Cuando hoy hablamos de liberación significamos
con esa expresión toda una tendencia y una encarnación concreta
de nuestra fe, de la misma manera que cuando san Anselmo se
expresaba en términos de satisfacción vicaria reflejaba, tal vez sin
tener conciencia de ello, una sensibilidad propia de su mundo
feudal: la ofensa hecha al soberano supremo no puede ser
reparada por un vasallo inferior. Nosotros tenemos una aguda
sensibilidad para la dimensión social y estructural de la esclavitud y
de la alienación humana. ¿Cómo y en qué sentido es Cristo
liberador «también» de esta antirrealidad? Nuestras reflexiones se
van a centrar en desmontar. Se trata de someter a un análisis
crítico tres representaciones comunes de la acción salvífica de
Cristo: la del sacrificio, la de la redención y la de la satisfacción.
Hablamos de desmontar y no de destruir. Los tres modelos
referidos son construcciones teológicas que pretenden recoger,
dentro de un determinado tiempo y espacio cultural, el significado
salvífico de Jesucristo. Desmontar significa ver la casa a través del
plano con que se construyó, rehacer el proceso de construcción,
mostrando la temporalidad y, eventualmente, la caducidad del
material utilizado y destacando el valor permanente de su
significado y su intención. No hace falta explicar el sentido positivo
que damos a la palabra «crítica»: es la capacidad de discernir el
valor, el alcance y las limitaciones de una afirmación determinada.
1. ¿Qué es propiamente redentor en Jesucristo: el comienzo (la
encarnación) o el fin (la muerte)?
En la tradición teológica y en los textos litúrgicos aún vigentes
se nota una limitación en el modo concreto de concebir la
redención. Esta se centra en dos puntos matemáticos: o en el
comienzo de la vida de Cristo (la encarnación) o en el fin (la pasión
y la muerte en cruz). El mismo credo adoptó esta estructuración
abstracta: pasa inmediatamente de la encarnación a la muerte y
resurrección. Pone entre paréntesis la vida terrena de Jesucristo y
el valor salvífico de sus palabras, actitudes, acciones y
reacciones.
ENC/REDENCION REDENCION/ENC: La teología influida por la
mentalidad griega ve en la encarnación de Dios el punto decisivo
de la redención. Según la metafísica griega, Dios es sinónimo de
vida, de perfección y de inmortalidad. La creación, por no ser Dios,
es necesariamente decadente, imperfecta y mortal. Esto obedece
a la estructura ontológica del ser creado. Constituye una fatalidad,
no un pecado. Redimir significa elevar el mundo a la esfera de lo
divino. De esta manera el hombre, juntamente con el Cosmos, es
divinizado y liberado del lastre de su limitación interna. «Dios se
hace hombre para que el hombre se haga Dios», dirá
lapidariamente san Atanasio 1. Con la encarnación entra en el
mundo la redención, porque el Dios inmortal e infinito se encuentra
en Jesucristo con la criatura mortal y finita. La constitución de este
punto matemático de la encarnación es suficiente para que toda la
creación quede afectada y redimida. No interesa tanto el hombre
concreto Jesús de Nazaret, su itinerario personal, el conflicto que
provocó con la situación religiosa y política de su tiempo, cuanto la
humanidad universal representada por él. El agente de la
redención es Dios. El es quien se autocomunica a la creación,
elevándola y divinizándola. Se hace abstracción de lo histórico en
Jesús de Nazaret. La encarnación se considera estéticamente,
como el primer momento de la concepción virginal de Jesús,
Dios-hombre. Ahí radica todo. No se tiene en cuenta el aspecto
dinámico e histórico del crecimiento de Jesús, sus palabras, las
diversas fases de su vida, sus decisiones, tensiones y encuentros,
que, a medida que iban surgiendo, eran asumidos por Dios y
realizaban la acción salvífica.
En esta perspectiva, la redención actual se efectúa al margen de
la historicidad concreta del hombre. No se trata de plasmar la
redención en una praxis humana más fraterna, justa y equitativa,
sino de participar subjetivamente en un acontecimiento objetivo
que sucedió en el pasado y se actualiza en la Iglesia, prolongación
de la encarnación del Verbo, mediante los sacramentos y el culto,
que, a su vez, divinizan al hombre.
Otro tipo de teología, influido por la mentalidad ético-jurídica de
los romanos, pone en la pasión y muerte de Cristo el punto
decisivo de la redención. Para el pensamiento romano, el mundo
es imperfecto no sólo por el hecho ontológico de la creación, sino,
sobre todo, por la presencia del pecado y del abuso de la libertad
humana. El hombre ha ofendido a Dios y ha violado el recto orden
de la naturaleza. Debe reparar el mal causado. De ahí la
necesidad del mérito, el sacrificio, la conversión y la reconciliación.
Sólo así queda restablecido el orden original y se alcanza la paz.
Dios viene al encuentro del hombre: envía a su propio Hijo para
que repare vicariamente con su muerte la ofensa infinita
perpetrada por el hombre. Cristo vino para morir y reparar. La
encarnación y la vida de Jesús sólo tienen valor en cuanto
preparan y anticipan su muerte. El protagonista no es tanto Dios
cuanto el hombre Jesús, que con su acción repara el mal causado.
No se trata de introducir algo nuevo con la divinización, sino de
restaurar el orden primitivo, justo y santo.
2. Problemática y aporías de las concepciones de la redención
Los dos modelos anteriores corren el riesgo de escindir
esquizofrénicamente la encarnación y la muerte poniendo en una o
en otra el valor redentor de Cristo. En realidad se vacía de
contenido la vida concreta de Jesús de Nazaret, y la redención
adopta un carácter extremadamente abstracto. ¿Acaso no fue
liberadora toda la vida de Jesús? ¿No mostró él qué es la
redención en su forma de vivir, en el modo de comportarse ante
las más variadas situaciones y en la manera de afrontar la muerte?
Todo esto falta en los dos modelos abstractos, el encarnatorio y el
estaurológico (staurás=cruz).
El comienzo y el fin son considerados como magnitudes
independientes y subsistentes en sí mismas. No se establece entre
ellas la relación que representa la trayectoria histórica de Jesús de
Nazaret. La muerte de cruz no es una necesidad metafísica: es la
consecuencia de un conflicto y el desenlace de una condena
judicial y, por tanto, de la decisión y del ejercicio de la libertad
humana.
Además, ambas concepciones sitúan la redención en el pasado.
No la relacionan con las mediaciones del presente. Pero cabe
preguntar: ¿qué relación hay entre la redención de Jesucristo y la
liberación del pecado social, la liberación de las injusticias
estructurales, la lucha contra el hambre y la miseria humana?
Estos dos modelos no permiten dar una respuesta coherente. Sin
embargo, las preguntas son teológicamente válidas y de palpitante
actualidad.
El verdadero significado de la redención y la liberación de
Jesucristo debemos buscarlo no en modelos abstractos y formales
que escinden la unidad de su existencia, sino en la reflexión sobre
el itinerario concreto que, paso a paso, siguió Jesús de Nazaret: en
su vida, en su actuación, en sus exigencias, en los conflictos que
provocó, en su muerte y en su resurrección. La redención es
fundamentalmente una praxis y un proceso histórico que se verifica
(se hace verdadero) en el choque con una situación. Jesús
comenzó ya a redimir con el comportamiento nuevo que exigió e
introdujo en el mundo que encontró.
La encarnación implica la entrada de Dios en un mundo
caracterizado religiosa y culturalmente y, al mismo tiempo, la
transfiguración de ese mundo. El no lo asumió pacíficamente ni
sacralizó todo lo que encontró. Lo asumió críticamente
purificándolo, exigiendo la conversión, el cambio, una nueva
orientación y la liberación.
No queremos olvidar las implicaciones ontológicas del camino
redentor de Cristo, que pueden formularse así: ¿por qué fue
precisamente Jesús de Nazaret y no otro cualquiera quien
consiguió liberar a los hombres? ¿Por qué sólo él fue capaz de
vivir una vida tan perfecta y transparente, tan divina y humana que
significó la redención y la vida verdadera buscada siempre por los
hombres? El logró todo eso no porque fuera un genio en materia
de humanidad y religiosidad, ni como mero fruto de su esfuerzo,
sino porque el mismo Dios estaba encarnado en él y en él se hacía
presente como liberación y reconciliación del mundo. Pero esta
afirmación ontológica sólo es verdadera si aparece como
explicación última de la historia concreta que Jesús vivió, soportó,
sufrió y superó, tal como describen los evangelios. En esa vida,
que incluye también la muerte y la resurrección, se manifestó la
salvación y la redención: no abstractamente en puntos
matemáticos o en formulaciones, sino en una serie de gestos y
actos enmarcados en la unidad coherente de una existencia
entregada por completo a los otros y a Dios. Pero de este tema
hemos hablado ya ampliamente.
Este empobrecimiento en la forma de interpretar la fe en la
acción liberadora de Cristo no se da sólo en el punto de partida
(encarnación o cruz), sino también en la articulación de las
imágenes empleadas para expresar y comunicar el valor universal
y definitivo de la acción salvadora. Estamos pensando,
particularmente, en tres imágenes muy frecuentes en la piedad y la
teología: el sacrificio expiatorio, la redención-rescate y la
satisfacción sustitutiva.
EXPIACION/REDENCION: REDENCION/EXPIACION:
SATISFACCION-VICARIA: Estos tres modelos se apoyan sobre un
pilar común: el pecado, contemplado en tres perspectivas
diferentes. Este pecado, en lo que respecta a Dios, es una ofensa
que exige reparación y satisfacción condigna; en lo que respecta al
hombre, reclama un castigo por la transgresión y exige un sacrificio
expiatorio; en lo que afecta a la relación entre Dios y el hombre,
significa la ruptura de esa relación y la caída del hombre bajo el
dominio de Satán, lo cual exige una redención y el precio de un
rescate.
En las tres maneras de interpretar la salvación de Jesucristo, el
hombre aparece incapaz de reparar su pecado. No puede
satisfacer a la justicia divina ultrajada. Permanece en la injusticia.
La liberación consiste precisamente en que Jesucristo sustituye al
hombre y realiza lo que éste debería hacer y que no puede realizar
por sí mismo de forma satisfactoria. Según esta teología, la
misericordia divina se manifiesta en que el Padre envía a su propio
Hijo para que, en lugar del hombre, satisfaga plenamente a la
justicia de Dios ofendida, reciba el castigo por el pecado, la
muerte, pague el rescate debido a Satán y, así, libere al hombre.
Todo esto se realiza mediante la muerte expiatoria, satisfactoria,
redentora. ¿Quién quiso la muerte de Cristo? Esa teología
responderá que la quiso el Padre como forma de expiar el pecado
y de restablecer su justicia violada.
Como puede verse, aquí predomina una concepción jurídica y
formal del pecado, la justicia y la relación entre Dios y el hombre.
Los términos expiación, reparación, satisfacción, rescate, mérito,
más que comunicar la gozosa novedad de la liberación de
Jesucristo, la ocultan. Se elimina violentamente el elemento
histórico de la vida de Jesús. La muerte no aparece como una
consecuencia de su vida, sino como un hecho preestablecido
independientemente de las decisiones de los hombres, del rechazo
de los judíos, de la traición de Judas y de la condenación por parte
de Pilato. ¿Puede Dios encontrar alegría y satisfacción en la
violenta y sanguinaria muerte de cruz?
La inteligencia de la fe tiene que desmontar esas imágenes para
salvaguardar el carácter verdaderamente liberador de la vida,
muerte y resurrección de Jesús. En toda esta soteriología falta por
completo la resurrección. Según ella no habría sido preciso que
Cristo resucitara. Habría podido redimirnos con el simple hecho de
sufrir, derramar su sangre y morir en la cruz. No podemos ocultar
las peligrosas limitaciones de este modo de interpretar el
significado salvífico de Jesucristo.
Además, estos tres modelos suscitan algunas cuestiones que
deben responderse adecuadamente para no dar la sensación de
que nos hallamos ante unas imágenes mitológicas y arcaicas, cosa
que comprometería el contenido histórico-fáctico de la liberación
de Jesucristo. ¿Qué significa el carácter sustitutivo de la muerte de
Jesús? ¿Puede alguien sustituir a un ser libre sin recibir de él una
delegación? ¿Cómo hay que concebir la mediación de Jesucristo
con respecto a los hombres que vivieron antes o después que él y
con respecto a los que nunca oyeron hablar del evangelio ni de la
redención? El sufrimiento, la pena y la muerte de un inocente,
¿eximen de culpa y de castigo al criminal que causó ese
sufrimiento, esa pena y esa muerte? ¿A partir de qué horizonte se
hace comprensible el carácter representativo universal de la obra
de Cristo? ¿Qué experiencia nos permite comprender y aceptar
mediante la fe la mediación salvadora y liberadora de Cristo para
todos los hombres? Tales preguntas exigen una aclaración.
Antes de desmontar y analizar críticamente esas imágenes para
mostrar sus aspectos caducados y su validez permanente,
conviene aludir a su carácter simbólico y mítico. Decir, por ejemplo,
que la redención es el resultado de una lucha de Cristo con el
demonio, o un rescate pagado a Dios por la ofensa hecha a él,
etc., son evidentemente formas de hablar sobre realidades
trascendentes que se dan en una esfera inaccesible para el
sentido histórico. Hubo épocas en que este lenguaje no se
consideraba mítico y simbólico, sino narrativo y explicativo de la
realidad. Se creía en la existencia de una lucha entre Cristo y
Satán y en el pago real de un rescate. Para nosotros, hijos de la
modernidad y de la ciencia del lenguaje, el mito está desmitificado;
pero no pierde su función; se ha elevado a la categoría de
símbolo, de soporte semántico de la revelación de realidades que
sólo pueden expresarse simbólicamente como Dios y su redención,
el pecado y el perdón, etc. Como acertadamente dice Paul
Ricoeur, el mito conserva siempre su función simbólica, es decir,
"su poder de descubrir y revelar los lazos del hombre con lo
sagrado». Estos lazos deberán aparecer en nuestro análisis, pues
de lo contrario perderíamos la ligazón con el pasado y su
lenguaje.
3. El modelo del sacrificio expiatorio: muerto, por el pecado de su
pueblo
SC-EXPIATORIO: Siguiendo la carta a los Hebreos, la tradición
interpretó la muerte de Cristo como un sacrificio expiatorio por
nuestras iniquidades. «Aunque no había cometido crímenes ni
hubo engaño en su boca" (Is 53,9), Jesús "fue castigado por
nuestros crímenes> (ls 53,9) y «muerto por el pecado de su
pueblo» (Is 53,8), y «entregó su vida como sacrificio expiatorio» (ls
53,10). El modelo está tomado de la experiencia ritual y cultual de
los sacrificios de los templos. Con los sacrificios, los hombres
creían que, además de honrar a Dios, aplacaban su ira provocada
por la maldad humana. Así, Dios volvía a ser bueno y amable.
Ningún sacrificio humano humano conseguía por sí mismo
apaciguar definitivamente la ira divina. La encarnación hizo posible
un sacrificio perfecto e inmaculado que pudiera complacer
plenamente a Dios. Jesús aceptó Iibremente ser sacrificado
representando a todos los hombres ante Dios para conquistar el
perdón divino total. En cierto modo, la ira divina se desahogó y
aplacó plenamente con la muerte violenta de Jesús en la cruz.
Jesús soportó todo como expiación y castigo por el pecado del
mundo.
a) Sus limitaciones.
Mientras hubo una base sociológica para los sacrificios cruentos
y expiatorios, como en la cultura romana y judía, este modelo fue
perfectamente comprensible. Al desaparecer tal experiencia, el
modelo comenzó a resultar problemático, y hubo que comenzar a
desmontarlo y reinterpretarlo. Jesús, situándose en la tradición
profética, no pone el acento en los sacrificios y holocaustos (cf. Mc
7,7; 12,33; Heb 10,5-8), sino en la bondad y la misericordia, en la
justicia y la humildad. Dios no quiere las cosas del hombre, sino
simplemente al hombre: quiere su corazón y su amor.
El aspecto vindicativo y cruento del sacrificio no se compagina
con la imagen de Dios Padre que Jesucristo nos reveló. Dios no es
un Dios airado, sino alguien que ama a los malos e ingratos (Lc
6,25). Es amor y perdón. No espera a los sacrificios para otorgar
su perdón, sino que se anticipa al hombre y rebasa con su
benevolencia todo lo que éste puede hacer o desear. El auténtico
sacrificio consiste en abrirse a Dios y entregarse a él filialmente.
Cada hombre es sacrificio en la medida que se entrega y acepta la
finitud de la existencia, se sacrifica, se desgasta y empeña su ser,
su tiempo y sus energías en la búsqueda de una vida más liberada
para el otro y para Dios. Cada uno es sacrificio en la medida en
que acoge la muerte dentro de su vida. La muerte no es el último
átomo de la vida: es la misma estructura de la existencia, que es
mortal y que, por eso,.en la medida en que vive, va muriendo
lentamente hasta acabar de morir y de vivir. Acoger la muerte
dentro de la vida es aceptar la caducidad de la existencia, no como
una fatalidad biológica, sino como una oportunidad de dar
libremente la vida que nos va siendo arrancada. Yo debo evitar
que se me esfume la vida por el desgaste biológico. Co una
libertad que acepta el límite infranqueable, puedo entregarla y
consagrarla a Dios y a los otros. El último instante de la vida mortal
no hace más que completar y formalizar la estructura que marcó
toda la historia personal: me transporta a la riqueza del Otro como
expresión de amor consciente. Esa actitud constituye el verdadero
sacrificio cristiano, como dice san Pablo: «Por la misericordia de
Dios, os ruego, hermanos, que ofrezcáis vuestros cuerpos
(expresión hebrea para designar la vida) como hostia viva, santa y
agradable a Dios, como vuestro culto espiritual» (acorde con la
nueva realidad del Espíritu traída por Cristo) (/Rm/12/01).
b) Su valor permanente.
La idea de sacrificio está profundamente enraizada en la
existencia humana. Sacrificio, como aún se dice en el lenguaje
popular, es la donación costosa y difícil de sí mismo.
«Generalmente, el mal, el sufrimiento, el pecado, la inercia, la
costumbre, muchos de los elementos que nos rodean
(económicos, sociales, culturales, políticos) tienden a sofocar el
brote de vida cuyas infinitas potencialidades percibimos. Por el
sacrificio actualizarnos el paso de la vida en nosotros y en el
mundo. Mantenemos su tensión. Este sacrificio es la expresión del
amor». Lo trágico del sacrificio fue que se identificó con los gestos
y los objetos sacrificiales, los cuales dejaron de ser expresión de la
conversión profunda del hombre a Dios. Esta conversión es la que
constituye el verdadero sacrificio, en cuanto entrega incondicional
a Dios, que se exterioriza en los gestos y en los objetos ofrecidos.
Como decía san Agustín, el sacrificio visible es el sacramento, el
signo visible del sacrificio invisible 2. Sin esta actitud interior de
conversión el sacrificio exterior es algo vacío.
V/SACRIFICIO J/V-SACRIFICIAL: La vida humana posee,
ontológicamente, una estructura sacrificial. En otras palabras: está
estructurado de tal forma que sólo es verdaderamente humana
cuando se abre a la comunión, se auto-entrega, muere en sí
misma y se realiza en el otro. Únicamente cuando se da esta
entrega puede salvar el sacrificio. San Juan lo dice magistralmente:
«Quien tiene apego a la propia existencia, la pierde; quien se
entrega, se conserva para la vida eterna" (Jn 12,24-25). Dios
reclama siempre ese sacrificio, no porque lo exija su justicia ni
porque él deba ser aplacado, sino porque lo necesita el propio
hombre, que sólo puede vivir y subsistir humanamente
entregándose al Otro y despojándose de sí mismo para dejarse
llenar de la gracia de Dios. En este sentido, Cristo fue el sacrificio
por excelencia, pues realizó de forma radical el «ser para los
otros». No sólo fue sacrificio su muerte, sino toda su vida, ya que
toda ella fue entrega. Si consideramos únicamente el aspecto
cruento de su muerte, a la manera de los sacrificios antiguos,
perdemos la especificidad del sacrificio de Cristo. El habría sido
sacrificio aunque no hubiera sido inmolado ni hubiera derramado
su sangre. El sacrificio no consiste en esto, sino en la entrega total
de la vida y la muerte. Esta entrega puede adoptar históricamente
el aspecto de muerte violenta y derramamiento de sangre. Pero no
es la sangre «en sí» ni la muerte violenta "en sí» lo que construye
el sacrificio. Ambas son manifestación y plasmación del sacrificio
interior en cuanto proyecto de vivir dejándose guiar por Dios, y
sometiéndose incondicionalmente al designio del Misterio.
Si la vida humana se estructura como sacrificio, podemos decir
que en Cristo esa vida se manifestó de forma definitiva y
escatológica. Por eso es él el sacrificio perfecto y la salvación
presente. La salvación es la plena hominización. Y hominizarse por
completo es salir totalmente de sí mismo y abandonarse
radicalmente a Dios, hasta el punto de ser uno con él. El sacrificio
representa, paradigmáticamente esa dimensión y, por ello, realiza
la plena hominización y la salvación del hombre. Jesucristo cumplió
todo eso e invita a los hombres, con los que es solidario
ontológicamente, a hacer lo mismo. En la medida en que lo
hacemos, nos salvamos.
Por consiguiente, el modelo de sacrificio, purificado de sus
adherencias míticas y paganas, conserva una riqueza permanente
y válida todavía.
4. El modelo de la redención y el rescate: triturado por nuestras
iniquidades
Esta forma de concebir la salvación de Jesucristo está
relacionada con la antigua esclavitud. Se pagaba un determinado
precio para librar al esclavo: era el rescate. Así quedaba redimido
(redimir proviene de los términos latinos emere, comprar, y
redimere, comprar y liberar mediante un precio) el esclavo. La
muerte de Cristo fue el precio que Dios exigió y que fue pagado
para rescatar a los hombres prisioneros de Satán. Estábamos tan
sometidos al dominio de lo demoníaco, de lo alienante y del
cautiverio que no podíamos librarnos por nosotros mismos.
Para la Biblia, que refleja una cultura nomádica, la redención
consiste también en la liberación del hombre de la falta de agua y
de pastos. Significa el éxodo de una situación de carencia a otra
de abundancia. Para el pueblo de Israel, que tenía también la
experiencia de un verdadero cautiverio en Egipto, la redención es
asimismo la salida liberadora de una situación de esclavitud a otra
de libertad. La redención está ligada a categorías espaciales y
locales: paso de un lugar a otro.
Cuando Israel se hace sedentario, traslada el esquema al plano
temporal. Dios redimirá al pueblo llevándolo del tiempo provisional
a un tiempo definitivo, en el horizonte del futuro y de lo
escatológico. La redención es peregrinar a través de la historia en
un proceso permanente de superación y liberación de los
mecanismos de opresión que acompañan siempre a la vida. En
esta perspectiva, Cristo aparece como el que ya ha llegado al
término y, por tanto, se ha liberado de todo el peso del pasado
alienante de la historia. Es el punto Omega y, como tal, hace que
converjan en él todas las líneas ascendentes. De esta forma es el
redentor del mundo.
a) Sus limitaciones.
El modelo del cautiverio y del rescate quiere revelar la gravedad
de la perdición humana. No éramos dueños de nosotros mismos,
sino que estábamos dominados por algo que no nos dejaba existir
auténticamente. Las limitaciones de este modelo radican en que en
la redención y en el precio pagado por ella intervienen sólo Dios y
el demonio. El hombre es un espectador interesado, pero no un
participante. Se desarrolla un drama salvífico suprahistórico. Y una
redención tan extrínseca a la vida no puede ser experimentada. El
hombre necesita combatir y ofrecer su propia vida. No nos
sentimos manipulados por Dios ni por el demonio porque
advertimos que conservamos nuestra libertad y el sentido definitivo
de nuestras decisiones. Pero vivimos la experiencia de una libertad
cautiva y de unas opciones ambiguas.
b) Su valor permanente.
A pesar de estas limitaciones intrínsecas, la imagen de la
redención y el rescate posee un valor permanente. El hombre no
tiene, ni siquiera en el ámbito cristiano, la experiencia de una
liberación total. La liberación se realiza en el marco de una
profunda percepción del cautiverio en que se encuentra la
humanidad. Nos sentimos constantemente esclavizados por
sistemas opresivos, sociales o religiosos. Estos sistemas no son
algo impersonal: se encarnan en personas civiles y religiosas,
generalmente llenas de buena voluntad, pero demasiado ingenuas
para percibir que el mal se halla en el mismo corazón del sistema y
no fuera de él, encuentra apoyo y estímulo en ciertas ideologías
que intentan hacer plausible y razonable la iniquidad inherente al
sistema, y le sirven de soporte los ideales propuestos por todos los
medios de comunicación. Cristo nos liberó realmente de este
cautiverio; a partir de una nueva experiencia de Dios y de una
nueva praxis humana, se mostró un hombre libre, liberado y
liberador. Con su muerte violenta sufrió y pagó el precio de esta
libertad que reclamó para sí en nombre de Dios. Nunca se dejó
dominar por el statu quo social y religioso, alienador y alienante.
Pero tampoco fue un reaccionario que orientara su acción como
re-acción contra el mundo que lo rodeaba. Actuó a partir de una
nueva experiencia de Dios y de los hombres. Su acción provocó en
el judaísmo oficial una reacción que lo llevó a la muerte. Cristo
soportó con hombría y fidelidad, sin compromisos ni
tergiversaciones, una muerte que no buscó, sino que le fue
impuesta. Tal actitud conserva hoy un valor provocativo
indiscutible. Puede despertar la conciencia adormecida y lleva a
reiniciar el proceso de liberación contra todos los conformismos y
contra el cinismo que los regímenes de esclavitud social y religiosa
parecen provocar. Cristo no dijo "yo soy el orden establecido y la
tradición», sino "yo soy la verdad». En nombre de esta verdad
supo morir y liberar a los hombres para que dejaran de temer a la
muerte, puesto que él la había vencido en la resurrección.
5. El modelo de la satisfacción sustitutivo:
«Gracias a sus padecimientos hemos sido sanados»
En el horizonte de una visión jurídica se emplearon categorías
tomadas del derecho romano -satisfactio-, para expresar la acción
redentora de Cristo. El modelo de la satisfacción sustitutiva,
introducido por Tertuliano y desarrollado por san Agustín, encontró
en san Anselmo su formulación clásica en el libro Cur Deus homo?
(¿Por qué se hizo Dios hombre?). La preocupación de san
Anselmo, en el que se advierte una fuerte tendencia al
racionalismo, latente en toda la Escolástica, se centra en encontrar
una razón necesaria que permita justificar la encarnación de Dios
de forma aceptable para un infiel. Su argumentación es la
siguiente: por el pecado, el hombre viola el recto orden de la
creación y ofende a Dios, autor de este orden universal. La justicia
divina exige que tal orden sea restablecido y reparado, para lo cual
se necesita una satisfacción condigna. La ofensa es infinita porque
afecta a Dios, que es infinito. Por tanto, también la satisfacción
debe ser infinita; pero el hombre finito no puede reparar
infinitamente. Su situación es desesperada.
Anselmo descubre una salida absolutamente racional: el hombre
debe a Dios una satisfacción infinita. Sólo Dios puede realizar una
satisfacción infinita. Por tanto, es necesario que Dios se haga
hombre para poder reparar infinitamente. El Hombre-Dios realiza lo
que debía hacer la humanidad: la reparación; el Dios-Hombre
presta lo que falta a la reparación humana: su carácter de infinitud.
En el Hombre-Dios, por tanto, se da la reparación (hombre)
condignamente infinita (Dios). La encarnación es necesaria por
una lógica irrefutable.
Sin embargo, lo que realmente repara la ofensa no es la
encarnación y la vida de Cristo. Estas no son más que los
presupuestos que posibilitan la verdadera reparación condigna en
la muerte cruenta de la cruz. La cruz expía, repara la ofensa y
restablece el recto orden del universo. Dios, llega a decir Anselmo,
encuentra hermosa la muerte de cruz porque a través de ella se
aplaca su justicia 3.
a) Sus limitaciones.
Esta forma de concebir la liberación de Jesucristo refleja con
gran claridad el substrato sociológico de una determinada época.
El Dios de san Anselmo tiene muy poco que ver con el Dios Padre
de Jesucristo. Encarna la figura de un señor feudal absoluto,
dueño de la vida y de la muerte de sus vasallos. Aparece con los
rasgos de un juez cruel y sanguinario empeñado en cobrar, hasta
el último céntimo, las deudas relativas a la justicia. En tiempos de
Anselmo imperaba en este campo una crueldad feroz. Tal contexto
sociológico se reflejó en el texto teológico de san Anselmo y
contribuyó, desgraciadamente, a elaborar la imagen de un Dios
cruel, sanguinario y vengativo, presente todavía en la mente de
muchas personas piadosas, pero torturadas y esclavizadas.
Se impone al propio Dios un atroz mecanismo de
violación-reparación que le prescribe lo que debe hacer
necesariamente. ¿Es ése el Dios que la experiencia de Jesús nos
enseña a amar confiadamente? ¿Es ése el Dios del hijo pródigo,
que sabe perdonar? ¿El de la oveja perdida, que deja las noventa
y nueve en el aprisco y sale a buscar la que se había marchado?
Si Dios encuentra hermosa la muerte, ¿por qué prohibió matar?
(Ex 20,13; Gn 9,6). ¿Cómo puede estar airado el Dios que prohíbe
hasta airarse? (M' t 5,21).
b) Su valor permanente.
San Anselmo sistematiza, en un lenguaje jurídico, una de las
líneas de la idea de satisfacción, dentro siempre de su entorno
cultural, marcado por el feudalismo. Pero descuidó la dimensión
ontológica, que, debidamente desarrollada, resulta adecuada para
traducir la salvación alcanzada por Jesucristo. Este nivel ontológico
aparece cuando preguntamos en qué consiste fundamentalmente
la salvación humana. En síntesis podemos responder: en que el
hombre sea cada vez más él mismo. Si consigue esto, el ser
humano se realizará plenamente y se salvará. Aquí comienza el
drama de la existencia: el hombre se siente incapaz de encontrar
su plena identidad, se siente perdido; está en deuda consigo
mismo; no satisface las exigencias que experimenta en su interior;
se sabe no «satis-fecho» (no hecho suficiente), y su postura no es
satisfactoria.
¿Cómo debe ser el hombre para ser totalmente él mismo y, por
tanto, para estar salvado y redimido? Debe poder actualizar la
inagotable apertura que él mismo es. Su drama histórico consiste
en estar cerrado sobre sí mismo. Por eso vive en una condición
humana decadente, llamada pecado. Cristo fue aquel a quien Dios
concedió abrirse a lo Absoluto de forma que pudiera identificarse
con él. Estaba abierto a todos y a todo. No tenía pecado, es decir,
no se replegaba sobre sí mismo. Sólo él pudo cumplir las
exigencias de la apertura ontológica del hombre. Por eso Dios
pudo ser también completamente transparente en él (cf. Jn 14,20).
Era la imagen de Dios invisible en forma corporal (Col 1,15; 2 Cor
4,4).
J/EL-UNICO-H: Dios se encarnó en Jesús de Nazaret no sólo
para divinizar al hombre, sino también para hominizarlo y
humanizarlo, quitándole la carga de inhumanidad proveniente de
su pecado histórico. En Jesús apareció el hombre realmente salvo
y redimido. Solamente él puede, con la fuerza del Espíritu, realizar
el orden de la naturaleza humana. Por eso fue constituido Salvador
nuestro, si participamos de él y llevamos a cabo la apertura total
que él, en la esperanza, posibilitó para todos. Jesús mostró que
esto no es una utopía antropológica, sino un acontecimiento
histórico de la gracia. Recogiendo la preocupación de san Anselmo
sobre la necesidad de la encarnación, podemos afirmar que, para
que el hombre pudiera ser realmente hombre, Dios debía
encarnarse, es decir, debía entrar por la apertura infinita del
hombre de forma que lo llevara a la plenitud. Y el hombre tenía
que poder situarse ante el Infinito de forma que pudiera realizarse
en el único ámbito en que se puede efectivamente realizar: en
Dios. Cuando sucede esto, se convierten en acontecimiento la
encarnación de Dios y la divinización del hombre. El hombre está
salvado. Satisface lo que constituye la llamada más profunda de su
ser y la razón de su existencia: vivir en comunión con Dios.
Cristo salvador nos invita a vivir lo que él realizó. Estamos
redimidos y «satis-fechos" en la medida en que nos empeñamos
en la «satis-facción» de nuestra vocación fundamental. El
demostró que la búsqueda incansable de nuestra definitiva
identidad (que implica a Dios) no es un sinsentido (mito de Sísifo y
Prometeo), sino que consigue su objetivo, y el hombre tiene la
posibilidad de llegar a ser lo que debe ser.
Contemplada en esta dimensión ontológica, la idea de
satisfacción puede ser considerada como un instrumento fecundo
para expresar la liberación de Jesucristo. Por esas posibilidades
latentes, ha llegado a ser una de las concepciones más populares.
Nos sentimos solidarios de Jesús en el dolor y en la búsqueda; nos
sentimos solidarios de quien, en nombre de todos, respondió
satisfactoriamente al llamamiento de acercarse a Dios. Y no sólo
eso: también nos sentimos solidarios en el anhelo del encuentro y
en la certeza de la llegada.
A través de todas estas imágenes intentamos captar la riqueza
salvífica que siempre las trasciende. No podemos aferrarnos a
ninguna de ellas. Debemos recorrerlas, desmontarlas, superarlas,
asumirlas purificadas, elaborar otras y articularlas en el horizonte
de una experiencia de fe encarnada en una situación concreta.
Todavía no hemos abordado un problema, espinoso pero
importante, al que ya hemos aludido: ¿cómo interpretar el carácter
universal de la liberación de Criste o, dicho de otro modo, en qué
medida es él solidario con nosotros, y su realidad salvífica afecta a
nuestra realidad salvándola y liberándola?
6. Cristo libera en solidaridad universal con todos los hombres
Jesucristo no es el salvador de todos los hombres por puro
voluntarismo divino, es decir, simplemente porque Dios lo quiso
así. Hay una razón más honda, que puede ser objeto de
experiencia y control. Experimentamos la profunda solidaridad que
existe entre todos los hombres. Nadie está solo. La unidad de la
humanidad sólo se explica adecuadamente en el horizonte de esta
solidaridad universal de origen y de destino. Todos somos
solidarios en la convivencia del mismo cosmos material: solidarios
en el mismo proceso biológico. Todos compartimos la misma
historia humana de éxitos y de fracasos de amor y de odio, de
divisiones violentas y de anhelo de fraternidad universal, la historia
de las relaciones con una realidad trascendente llamada Dios.
Gracias a esta radical y ontológica solidaridad todos somos
responsables de la salvación y la perdición de los demás. «El
mandamiento del amor al prójimo no se nos ha dado para que, en
la esfera social y en la privada, nos soportemos y llevemos una
vida más agradable, sino que proclama la obligación de que cada
uno se preocupe de la salvación de los otros y de la posibilidad de
tal salvación».
Al venir al mundo nos ligamos solidariamente a la situación que
encontramos. Tal situación penetra hasta lo más íntimo de nuestro
ser; participamos de su pecado y de su gracia, del espíritu del
tiempo, de sus problemas y anhelos. Y si la situación influye en
nosotros y nos marca, también nosotros influimos y contribuimos a
crear el mundo circundante, no sólo en el plano de las relaciones
humanas y en el de la cultura, sino también con nuestra postura
ante Dios, bien como apertura y acogida, o bien como cerrazón y
rechazo.
Lo específico de ser del hombre-espíritu, a diferencia del de las
cosas, consiste en que nunca está yuxtapuesto, sino siempre
dentro de todo aquello con lo que se relaciona. Ser
hombre-espíritu es poder ser, de alguna manera, todas las cosas,
porque la relación con ellas mediante el conocimiento y el amor,
establece una comunión y participación en el destino de lo
conocido y amado. Nadie puede sustituir a nadie, porque el
hombre no es algo intercambiable, sino una singularidad personal,
única e irrepetible, histórica y libre; pero sí es posible, en razón de
la solidaridad universal, ponerse al servicio del otro, unir el propio
destino al destino de los demás y participar en el drama de la
existencia de todos. Por eso, cuando uno se eleva, eleva
solidariamente a todos. Cuando uno se hunde en el abismo de la
negación de su humanidad, arrastra consigo a todos. De esta
forma somos solidarios con los sabios, los santos y los místicos de
todos los tiempos, a través de los cuales se ha mediatizado la
salvación y el misterio autocomunicado de Dios. Pero también
somos siempre solidarios con los criminales y los malhechores de
todos los siglos, que han corrompido y contaminado la atmósfera
salvífica humana.
Ahora bien, Jesucristo y su acción liberadora se sitúan dentro de
esta solidaridad universal y ontológica, como advirtió muy pronto la
teología de la Iglesia primitiva al elaborar las genealogías de
Jesucristo como jalones de la historia de Israel (Mt 1,1-17), de la
historia del mundo (Lc 3,23-38) y de la historia íntima de Dios (Jn
1,1-14). En la concreción de su trayectoria personal, Jesús de
Nazaret pudo, por obra y gracia del Misterio, acoger a Dios y ser
acogido por él de forma que ambos constituyeron una unidad sin
confusión y sin distinción, una unidad concreta y no abstracta que
se manifestó y realizó en la vida diaria del artesano de Nazaret, del
profeta ambulante de Galilea, en el mensaje que proclamó, en las
polémicas que provocó, en el conflicto mortal que soportó, en la
cruz y en la resurrección. En ese itinerario histórico del judío Jesús
de Nazaret se dio la máxima autocomunicación de Dios y la
suprema revelación de la apertura del hombre. Ese punto
culminante de la historia humana es irreversible y escatológico, es
decir, representa el punto de llegada del proceso humano
orientado hacia Dios. En él se realizó la unidad entre Dios y el
hombre sin que ninguna de las partes perdiera su identidad. Ese
punto Omega significa a la vez la máxima hominización y la plenitud
de la salvación y la liberación del hombre.
La fe proclama a Jesús de Nazaret liberador y salvador universal
porque se hizo ontológicamente solidario con nuestra historia,
porque en él y por él participamos de ese punto Omega y de esa
situación de salvación. En él se manifestaron y encontraron su
máxima realización las estructuras antropológicas más radicales,
de las que brotan los anhelos de unidad, reconciliación,
fraternidad, liberación y relación inmediata con el Misterio que
circunda nuestra existencia. Ahí reside el sentido concreto y
profundo de su resurrección. La llegada de Cristo al término final
afecta en la raíz de su ser a todos los hombres, incluidos los que
no tienen conciencia de ello y los que rechazan la proclamación de
esa buena noticia. Al afectarlos por la solidaridad en la misma
humanidad hace posible su redención y su liberación, les anima en
su lucha por salir de todos los exilios y estimula las fuerzas que van
sacudiendo toda suerte de servidumbres.
Ya hemos visto cómo estas afirmaciones se hicieron historia en
la vida de Jesús de Nazaret. Porque existió la historia de la
liberación, hemos hecho las afirmaciones que acabamos de
articular. Tales afirmaciones sólo tienen sentido cuando las
confrontamos constantemente con la matriz de la que emanaron.
Así esperamos que dejen de parecer ideologías o consuelos
innocuos ante las esperanzas frustradas.
LEONARDO
BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág.
386-404
......................
1. San Atanasio, De Incarnatione Verbi, 54.
2. San Agustín, De civitate Dei, 1.X, § 5.
3. San Anselmo, Cur Deus homo, 1, 14.