«Oficio de consolar»
El Resucitado y las cuaresmas de sus seguidores


Xabier PIKAZA
Mercedario
Profesor de Sagrada Escritura
en la Universidad Pontificia de Salamanca



«Mirar el oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae, y 
comparando cómo unos amigos suelen consolar a otros»
(IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios, 224)

 

Introducción devocional
Esta famosa cita de Ignacio de Loyola guiará mi trabajo de síntesis 
bíblica. Siguiendo el ejemplo de la cuarta semana de sus Ejercicios, iré 
repasando y comentando aquellos textos donde el evangelio presenta 
a Jesús resucitado en forma de consolador o amigo entrañable1. 
El mismo Ignacio afirma en otro lugar que Jesús resucitado se 
apareció primero «a la Virgen María, lo cual, aunque no se diga en la 
Escritura, se tiene por dicho en decir que apareció a tantos otros; 
porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, como está 
escrito: '¿También vosotros estáis sin entendimiento?'» (Ejercicios, 
299; cf. Lc 24,25). Evidentemente, ha venido a consolarla, como 
añadirá santa Teresa de Jesús: «Díjome [Jesús] que en resucitando 
había visto a Nuestra Señora... y que había estado mucho con ella, 
porque había sido menester, hasta consolarla» (Cuentas de 
conciencia, 13.a, 12). 
Conforme a una larga tradición oriental, el mismo ángel de la 
Anunciación (cf. Lc 1,26-38) reveló la nueva dicha a la Virgen sin 
Consuelo del Calvario: «así como el adviento [de Jesús], también el 
gozo de su resurrección fue anunciado a su Madre antes que a los 
demás, por medio del mismo ángel Gabriel...» (así lo suponen, entre 
otros, S. Gregorio Pálamas, siglo XIV, y S. Jorge de Nicomedia, siglo 
IX). Sobre ese fondo se entiende la más bella oración pascual mariana: 

«Reina del cielo, alégrate, aleluya, 
porque el Señor a quien has merecido llevar, aleluya, 
ha resucitado, según su palabra, aleluya. 
Ruega al Señor por nosotros, aleluya» 

Ha sido y sigue siendo perfectamente legitima esta condensación 
mariana de la experiencia pascual, aunque en ella se atribuyen a 
María, madre de Jesús, palabras y gestos que la tradición evangélica 
ha visto más relacionados con María Magdalena y con el resto de los 
testigos de la pascual. Tanto Jn 19,25-27 como Hch 1,13-14 (y en otra 
perspectiva Mc 16,1) suponen que la madre ha visto a Jesús 
resucitado, pero no han desarrollado ese motivo. Tampoco nosotros lo 
haremos, sino que estudiaremos la figura de Jesús Consolador en el 
conjunto del evangelio. 

Las mujeres en el sepulcro (/Mc/16/01-08 y /Mt/28/01-10)
El evangelio primitivo de Marcos (que acaba en Mc 16,8) ha 
silenciado misteriosamente ese motivo del consuelo pascual de las 
mujeres. Es muy probable que lo conociera: fueron las mujeres al 
sepulcro, la mañana de pascua, y encontraron la losa corrida; el mismo 
Cristo se mostró y les dijo: «He resucitado» Pero él, por fidelidad a su 
visión de la historia cristiana, hacia el año 70, ha preferido omitirlo: las 
mujeres del perfume inútil, llegando a la tumba vacia, sólo escuchan el 
anuncio de un joven celeste: «¡Ha resucitado! Id a Galilea, donde le 
veréis». Pero ellas no cumplen el mandato, huyen con miedo, quedan 
presas de su propio desconcierto y no se atreven a dejarlo todo 
(Jerusalén, las tradiciones del viejo judaísmo), para encontrar al nuevo 
Cristo pascual de la dicha en la tierra del evangelio (cf. Mc 16,1-8). Así 
acaba el texto de Marcos, como enigma no resuelto, como pascua 
incompleta de unas mujeres miedosas3. 
La pascua de estas mujeres se define como miedo extático. Les 
domina un terror grande: quieren a Jesús, buscan su tumba, pero no 
saben descubrirlo y disfrutarlo vivo en la tierra de la pascua. Siguen 
vinculadas a la vieja Jerusalén, a las tradiciones de un 
judeocristianismo hecho de leyes y observancias cúlticas, privilegios 
sacrales y seguridades de familia. No son capaces de dejar todo lo 
viejo y de buscar al Resucitado en la tierra prometida de su evangelio, 
en la libertad de Galilea, abierta en amor hacia todos los pueblos de la 
tierra. 
Estas tres mujeres misteriosas de Mc 16,1-8, en el umbral de la 
iglesia, siguen siendo el signo más fuerte del dilema pascual mostrando 
que sólo pueden contemplar a Jesús y acoger su consuelo aquellos/as 
que siguen hasta el fin su camino de muerte, subiendo al Calvario y 
superando las sacralidades antiguas (jerarquías nacionales, 
dignidades oficiales). Según Mc 16,8, ellas no han dado todavía ese 
paso, no han gozado de la pascua, no han muerto al mundo viejo. 
Pues bien, releyendo los mismos datos desde su nueva experiencia 
eclesial y reescribiendo la historia de Marcos, pasados unos años, 
hacia el 80 d.C., Mateo ha corregido esa visión, afirmando que las 
mujeres han cumplido la palabra de Jesús y le han visto, recibiendo el 
consuelo de su pascua. Tras escuchar al joven celeste (Ángel de Dios: 
cf. Mt 28,1-7), dejan la tumba vacia para buscar a los discípulos, 
siendo encontradas por el mismo Jesús Consolador en el camino: 

«Y he aquí que Jesús salió a su encuentro diciendo: '¡Alegraos!' 
Ellas, acercándose, tomaron sus pies y le adoraron. Entonces Jesús 
les dijo: 'No temáis; id y anunciad...'» (Mt 28,8-10). 

Han dejado el miedo del sepulcro, no se cierran a llorar sobre la 
tumba ni se quedan en Jerusalén, sino que quieren llegar a Galilea. 
Saben así que el evangelio no es piedad de cementerio ni culto 
ofrecido al recuerdo de los muertos. Por eso lo dejan todo y buscan a 
los viejos amigos de Jesús, para llevarles el mensaje de dicha de su 
pascua. Precisamente entonces, Jesús sale a su encuentro para darles 
su mayor consuelo: «¡Alegraos!» (khairete!). 
El ángel de la anunciación había dicho a la madre de Jesús: ¡Khaire, 
kelharitomene! (alégrate, agraciada: Lc1,28). El mismo Jesús 
resucitado dice ahora a las mujeres (entre las que está su madre, 
conforme a la lectura más probable de Mc 16,1; Mt 28,14): ¡Khairete!, 
alegraos, agraciadas. Ha terminado el luto y tristeza de la tierra. Nace 
en fuerte gozo esta primera iglesia de mujeres (las primeras cristianas), 
que responden echándose a su pies, en gesto de cariño cercano (le 
agarran, le acarician) y fuerte reverencia (le adoran). 
Es como si quisieran aferrarse a los pies de Jesús: que no se 
marche nunca, que no las deje solas. Ellas necesitan la cercanía de su 
cuerpo glorioso y amigo. No les hace falta perfume de tumba (cf. Mc 
16,1), pues todo Jesús es perfume. No quieren ya ninguna otra cosa; le 
quieren a él, le tocan y le adoran. 
El Jesús del consuelo pascual no se deja apresar o detener para 
siempre en el mundo. Ciertamente, acepta el cariño de las mujeres y lo 
aumenta diciendo: «¡No temáis!» (mê phobeisthe!). Les ha dicho antes 
que se alegren; ahora añade que venzan el temor y se abran al futuro, 
realizando su tarea de discípulas cristianas. No hay reproche, no hay 
palabra de condena. Todo es amor austero y fuerte entre el Jesús 
pascual y estas mujeres, antes miedosas, que habían estado 
demasiado tiempo sin el amigo, traídas y llevadas por un mundo de 
violencia dominado por varones. Pero, al fin, quiere y debe separarse 
de ellas, confiándoles la más alta misión de la tierra: ellas han de 
hacerse testigos de la pascua, reuniendo a los dispersos, animando a 
los desanimados y caminando con ellos hasta el monte de Galilea, para 
iniciar allí el camino de la Iglesia. 
La tradición posterior ha destacado la función de los varones, 
portadores «oficiales» de la palabra y la celebración de pascua. Pero 
en el principio las cosas fueron diferentes: el primer apostolado y 
consuelo de pascua vino a realizarse a través de estas mujeres, en la 
fuente de agua viva y primera de la Iglesia. Ellas continúan ofreciendo 
el consuelo de Jesús y nos conducen a su encuentro en Galilea. 
Nosotros, cristianos del siglo xx, seguimos apoyados en su experiencia: 
sólo con ellas podremos subir de nuevo a la montaña de la nueva 
revelación (cf. Mt 28,16-20), superando, como ellas hicieron, las 
seguridades de muerte de la vieja Jerusalén. En el camino que lleva de 
Mc 16,1-8 (las mujeres huyen) a Mt 28 (las mujeres van y encuentran a 
Jesús) se contiene todo el misterio y tarea de la pascua (de la vida de 
la Iglesia)5. 

El gran consuelo: María Magdalena (/Jn/20/11-18)
En ella ha condensado Juan la función de las mujeres de Mc 16,1-8 
y Mt 28. Estaba acompañada en la cruz (Jn 19,25-27), pero en la 
pascua se queda sola. Ha ido al sepulcro, lo ha encontrado abierto y 
ha comunicado su hallazgo a los varones (cf. Jn 20,1-10). Ellos se van, 
y ella permanece desconsolada en el huerto del amigo ausente. A 
partir de aquí ha trazado Jn 20,11-18 una escena conmovedora de 
encuentro pascual. 
Magdalena es signo de la humanidad que vaga y llora perdida, 
enamorada, ausente, por un jardín de tumbas. Ella representa, al 
mismo tiempo, a todas las mujeres y varones que buscan redención de 
amor y de consuelo sobre el mundo. Llora, derrotada e impotente 
sobre el huerto de una vida convertida en sepultura; pero es mujer 
enamorada, y desde el fondo de su amor halla la vida. No escapa como 
el resto (cf. Mc 14,27), sino que permanece, llorando y deseando el 
don de Dios, amor del mundo, ante una tumba. Busca apasionada a su 
amigo, muerto y enterrado, en el jardín del viejo mundo, envuelta en 
llanto: 
«Y mientras lloraba, se inclinó para mirar el monumento y vio a dos 
ángeles, vestidos de blanco, uno junto a la cabeza y otro junto a los 
pies, en el lugar donde había yacido el cuerpo de Jesús. Ellos le 
dijeron: 'Mujer, ¿por qué lloras?' Ella contestó: Se han llevado a mi 
señor, y no sé dónde lo han puesto'» (Jn 20,11-13). 
Asi empieza una conversación prodigiosa que recoge todos los 
motivos de la historia. Magdalena ya no quiere ritos ni teorías 
religiosas. No busca el consuelo que ofrecen sacerdotes ni templos. 
Sólo quiere el cuerpo de su amigo muerto: el consuelo de un cadáver 
querido, para tocarlo al menos, para eternizarse en el amor por el amor 
asesinado.
Esta María puede estar loca, pero lo está como los grandes 
amantes de la historia: como tantos varones y mujeres que recuerdan 
a su amado y quedan fijados para siempre en actitud de llanto. Llorar 
por el amigo muerto: ésta es la meta del amor del mundo. Magdalena 
sólo quiere amor, pero en el huerto de las muertes necesita al menos 
el cadáver de su amado muerto. Por eso dice al presunto jardinero: 
«Dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré» (Jn 20,15). No se puede 
pedir más, pues aquí acaban todos los caminos de la tierra. Pero la 
aurora de la pascua empieza precisamente ahora, con su voz más alta 
de consuelo, con su amor transfigurado. En vez del jardinero, está el 
amante; en vez del cadáver, el amigo vivo que llama, consolando: 

«Jesús dijo: '¡María!' Ella se volvió y dijo en hebreo: '¡Rabboni!' (¡mi 
maestro!). Jesús le dijo: 'No me toques más, que todavía no he subido 
al Padre. Vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro 
Padre, a mi Dios y vuestro Dios'. Maria Magdalena vino y anunció a los 
discípulos: '¡He visto al Señor, y me ha dicho...!'» (Jn 20,16-20). 

Ella buscaba el cadáver del amigo, para morir de esa manera en 
amor acompañado; pero Jesús le ofrece su voz viva, diciéndole su 
nombre (¡María!) y ofreciéndole el cuerpo amante que ella puede tocar 
y retocar, acariciar y gozar hasta calmarse. Éste es el mayor de todos 
los consuelos: que alguien nos llame y diga nuestro nombre, 
devolviéndonos la vida; que podamos tocar y descubrirnos vivos en el 
cuerpo del que vive (recordemos lo de Mt 28,9). 
Magdalena revive para el gozo ante el amigo pascual que la llama y 
deja que le toque. Por eso quiere eternizar el gesto: estaría bien toda 
la vida, en unión sorprendida, en donación de corazones. Nada busca, 
ya no necesita cosa alguna, tiene lo que quiere, pues la pascua es 
relación de amor con el amado, tiempo de dicha, ojos que se miran, 
voces que dialogan, manos que tocan. Pero Jesús, gozado ya el 
encuentro, consolada Magdalena, le responde y dice: ¡Vete! ¡No me 
toques!, no me sigas agarrando. 
Jesús se ha dejado tocar y querer, en gozo pascual que comienza a 
celebrarse ya en el mundo. Pero quiere después que Magdalena, 
amiga consolada, expanda por la tierra el gozo transformado de su 
pascua. Sólo una mujer (una persona) como ella, que ha sentido y 
gozado a Jesús, puede decir a los humanos la palabra de la pascua: 
«¡Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios!» 
Magdalena es la primera amante de la historia cristiana, la primera 
teóloga de la iglesia. Quien haya amado sabrá que su experiencia y su 
consuelo son verdaderos. 
En el principio de la historia pascual, en la raíz de la Iglesia 
encontramos (como sabe el final posterior de Mc 16,9-11) a esta mujer 
consolada y consoladora, evangelizada y evangelizadora. Ya no tiene 
que ir a Galilea, como suponía Mt 28, pues en cualquier lugar donde se 
anuncie la presencia de Jesús y se celebre la victoria de su pascua 
está Jesús con los humanos. Se había refugiado en el huerto de su 
llanto. Pero, tras ver y tocar a Jesús, sale y camina, portando el 
consuelo pascual del amor en una tierra antes yerma. Su consuelo es 
fuente de alegría amorosa para todos los humanos. Ya no tenemos 
que buscar una lejana Galilea, ni cerrarnos en la Jerusalén vieja del 
llanto y de la ley hecha de muerte. Con Jesús que sube al Padre, 
unidos a María Magdalena, en el centro de la Iglesia, podemos iniciar 
un camino universal de amor6. 

De Emaús al Cenáculo: el testimonio de Lucas (Lc 24)
Lucas ha desarrollado el tema del consuelo pascual en dos escenas 
de hondo contenido catequético, centradas en varones, no en mujeres, 
porque las mujeres (al parecer, más susceptibles, más dadas al amor) 
no solían ser reconocidas como testigos oficiales en un juicio. 
La primera nos conduce hasta Emaús (/Lc/24/13-32). Dos fugitivos 
de Jesús huyen de la comunidad incrédula (que no ha recibido el 
testimonio de las mujeres), escapan del evangelio. La promesa 
mesiánica ha terminado para ellos en engaño. Se esconden de la vida, 
retornan a la muerte, caminando tristes, en diálogo de muerte, hasta 
que llega un desconocido: 

«',,Qué son esas palabras que os decís entre vosotros,mientras 
camináis?' Y ellos se pararon, quedando tristes. Pero uno, llamado 
Cleofás, respondió diciéndole: '¿Eres tú el único habitante de 
Jerusalén que ignora las cosas que han pasado... las de Jesús de 
Nazaret, varón profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante 
todo el pueblo, cómo le entregaron nuestros sacerdotes y jefes, en 
juicio de muerte, y le crucificaron? Nosotros pensábamos que era él 
quien debía redimir a Israel, pero con todas estas cosas, han pasado 
ya tres días...'» (Lc 24,17-21) 

Como fracasados escapan estos hombres, huyendo de su propia 
historia, del pasado de su encuentro con Jesús, de la comunidad que 
se deshace. Escapan y, sin embargo, le llevan en su llanto. 
Precisamente allí, de la tristeza fugitiva, sale Jesús a su encuentro, 
invitándoles a decir, a recordar otra vez todo lo que ha sido su camino 
pascual, a partir de la Escritura: ¿No sabéis que el Cristo debía 
padecer? Así empieza la catequesis pascual del consuelo: 

«'¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y entrara 
así en su gloria?' Y comenzando por Moisés y por todos los profetas, 
les fue interpretando a través de las Escrituras todas las cosas que se 
referían a él» (Lc 24,25-27). 

Magdalena buscó el falso consuelo del cadáver amigo; pero quería 
a Jesús, y Jesús vino hacia ella, dejándose tocar en el jardín de 
pascua. Estos fugitivos buscan el consuelo mucho más falso de la 
huida en medio de la noche. No aceptan la muerte. Por eso, para 
revelarles su presencia, Jesús ha de ofrecerles su más honda 
catequesis pascual: con la ayuda de profetas y salmos les enseña el 
sentido de su muerte hecha de amor por los demás. Ésta es la 
catequesis que la Iglesia sigue ofreciendo año tras año en la Vigilia de 
Pascua: sólo allí donde el sufrimiento se comprende como gesto de 
entrega personal, signo de amor, puede hablarse de Jesús resucitado. 
Ésta es la novedad cristiana, anunciada en la palabra más antigua de 
la Biblia. 
Así ha empezado Jesús la catequesis, y los caminantes aceptan en 
parte su argumento, pues su corazón ardía al escucharle (cf. Lc 24, 
32). No le entienden aún, pero le aman y le invitan a cenar en su noche 
de huida (24,28-29), que Jesús convierte en banquete de pascua: 

«Y sucedió que, al sentarse con ellos en la mesa, tomando el pan, lo 
bendijo y, partiéndolo, se lo dio. Entonces se abrieron sus ojos y le 
reconocieron, y él se volvió invisible para ellos» (Lc 24,30-31). 

El invitado se ha puesto en el centro de la mesa y, en lugar de 
esperar a que le sirvan, sirve a los demás su vida hecha eucaristía, 
culminando así su catequesis de consuelo. No ha sido suficiente la 
Escritura, ni la exégesis abstracta sobre el sufrimiento y la muerte por 
los otros. Para encontrar a Jesús resucitado hay que avanzar hasta la 
mesa compartida donde los humanos se animan mutuamente en el 
amor del Cristo que ha dado su vida por ellos. 
Así pasamos del consuelo más intimo de la Magdalena, que 
encuentra a Jesús en el huerto de su amor enamorado, al más abierto 
de estos fugitivos, que le encuentran en el pan y se consuelan 
mutuamente, compartiendo una cena de solidaridad y justicia que ha 
de abrirse a todos los humanos. Éste es el eje de la pascua: sin el 
amor del huerto no hay presencia de Jesús; sin el pan de la casa 
(Emaús) ese amor se muere (encerrándose en el gozo de uno o dos 
enamorados que olvidan los restantes problemas de la tierra). Pero la 
mujer enamorada fue al encuentro de todos los hermanos para 
compartir su amor con ellos (Jn 20), y estos dos fugitivos retornan a la 
casa de la comunidad para ofrecer en ella su testimonio y su pan de 
pascua (Lc 24,33-53) 
Sólo cuando llegan los fugitivos, viene Jesús y se muestra a la 
comunidad, reunida en torno a Pedro, cuyo encuentro pascual está 
evocado, pero no narrado por el texto («¡Ha resucitado el Señor de 
verdad, y se ha aparecido a Simón!»: 24,34). Viene y dice: «La paz sea 
con vosotros», disipando luego el miedo de aquellos que le creen un 
fantasma (cf. 24,37). La historia antigua y moderna está llena de 
visiones. Muchos han tenido «apariciones»: ovnis y vírgenes, figuras 
del miedo o deseo proyectivo. Pero la pascua es más que una visión: 
es experiencia de cuerpo cercano, pan compartido, comprensión de la 
Escritura y misión universal. 
Es cuerpo cercano: «¿Por qué estáis turbados? Mirad mis manos y 
mis pies» (Lc 24,38-40). No es consuelo de imaginación, huida de la 
fantasía. El encuentro con Jesús vuelve a llevarnos a la corporalidad 
de su vida y de su muerte. Contra todos los que quieren diluir su 
recuerdo en signos y gestos de espiritualismo desencarnado, el 
evangelio le sigue presentando vivo: amor que sufre, carne que se 
toca y goza, cuerpo vivido en compañía. 
Es experiencia de pan compartido: «'¿Tenéis algo de comer?' Le 
dieron pescado, y lo comió» (Lc 24, 41-42). Jesús ofrece su consuelo 
haciéndose comida: Pascua es comer juntos, compartir el pan y el pez 
de la multiplicación en Galilea (cf. Me 6,30-44; 8,1-12 par). El había 
invitado a los excluidos de la tierra (pecadores y proscritos), 
prometiéndoles el banquete de vida que no acaba. Ahora come con los 
suyos, sentándose con ellos en la mesa (signo eucarístico). Comer 
juntos en nombre de Jesús: esto es la pascua. 
La pascua es un nuevo entendimiento: «Les abrió el corazón para 
comprender las Escrituras» (24,43-46). No es consuelo ciego, pan 
material sin cultura, opresión de la mente. Por el contrario, la pascua 
es experiencia hermenéutica: comprensión más honda del mensaje, 
entendimiento más profundo de las causas de la opresión y el dolor del 
mundo, descubrimiento del sentido de la entrega de la vida. No hay 
pascua sin comprensión; no hay consuelo de Jesús si no entendemos 
el sentido oculto de la vida: la maldad de quienes le matan (los que 
oprimen a los otros) y la gracia de quienes le acogen entregando su 
vida en esperanza. 
Finalmente, la pascua es experiencia de misión: «Y se predicará en 
mi nombre la conversión y perdón de los pecados a todos los 
pueblos...» (24,47-49). Del cuerpo (tocar), del pan compartido (comer), 
de la comprensión (saber), podemos pasar—y pasamos—al envío 
universal por el Espíritu de pascua. Ésta es la misión del cambio 
realizado a través del perdón de los pecados. En el fondo de todo 
desconsuelo y llanto está el pecado: el egoísmo corporal, el ansia de 
dinero, la mentira... Pues bien, Jesús ha roto con su muerte ese 
pecado, haciéndonos capaces de recuperar el cuerpo para el amor, el 
pan para la mesa compartida, el entendimiento para la comprensión. 
Esta es la verdad, el consuelo que podemos y debemos extender a 
todo el mundo7. 

/Lc/24/33-33 ha condensado en estos cuatro grandes signos de 
consuelo (cuerpo, pan, compresión, misión) su más honda catequesis 
de la pascua, que empezaba en Emaús. Pues bien, eso que Lucas ha 
reunido en un relato ejemplar se halla expandido en varios de los 
textos más hermosos de la tradición evangélica: el Jesús de pascua es 
consuelo y presencia amorosa en medio de la tempestad del mundo, 
cuando la barca de la Iglesia corre el riesgo de hundirse entre las olas 
(cf. Mc 4,35-41; 6,45-51; 8, 14-21 par); ese mismo Jesús se vuelve pan 
multiplicado para todos los hombres y mujeres de la tierra (cf. Mc 
6,30-44 par) y pan de eucaristía para sus creyentes (Mc 14,22-25 par); 
él es también Señor transfigurado en el camino de la Iglesia (Mc 
9,2-13)~. 

Pesca y envío de amor: el testimonio de Juan (Jn 21)
En contexto de mujeres, he presentado ya el consuelo de María (Jn 
20,11-18). Del encuentro con Jesús en el Cenáculo de Pascua, con los 
temas del tocar y el comer, del perdón y el envío (Jn 20,19-29), he 
tratado ya en el texto paralelo, muy cercano, de Lc 24,36-49. Ahora lo 
estudio brevemente, para tratar después de Jn 21 (pesca y envío). 
Jn 20,19-29 sigue presentando la pascua como experiencia de paz y 
perdón, presencia del Espíritu y misión, en cercanía corporal que 
evoca el gesto de Tomás: «¡Si no veo en sus manos la huella de los 
clavos, si no meto mi mano en su costado abierto...!» ( Jn 20,25) La 
razón de amor de María (que toca gozosa el cuerpo de Jesús: Jn 
20,17) se vuelve aquí prueba apologética: «Trae tu dedo...; trae tu 
mano...; y no seas incrédulo, sino fiel!» (Jn 20,26-29). Se expresa así 
el consuelo más hondo del palpar, del conocer por experiencia: 
cristianos son aquellos que tocan a Jesús resucitado con los dedos de 
la fe, en camino de vida compartida. 
María abrazaba el cuerpo glorioso y gozoso. Tomás, en cambio, 
tiene que tocar sus llagas. Los signos de muerte (clavos que han atado 
a Jesús de pies y manos al madero, lanza que ha atravesado su 
costado) son ya señal de vida. Sólo así, en contacto de corporalidad a 
corporalidad, en encuentro con la Vida triunfante del Cristo, se 
manifiesta el consuelo de la pascua. El mismo viejo cuerpo del amor 
concreto y de la entrega, el cuerpo que han matado (con heridas de 
lanza y clavos), se convierte en signo de vida. La muerte de Jesús no 
es accidente del pasado, algo que se olvida, sino amor que 
permanece. Por eso, su cuerpo entregado se vuelve signo de gloria de 
la pascua. Experiencia de llagas transfiguradas, de dolor amante que 
triunfa de la muerte y se abre, en misión salvadora, a todo el mundo: 
eso es la resurrección de Jesús. 
Desde ese fondo se entiende la pesca en el lago (/Jn/21/01-14). 
Los «siete» discípulos pascuales (entre ellos Pedro y el amado) 
pescan en la noche de la historia, para retornar cansados y vacíos, ya 
de madrugada. Pero en la orilla está aguardándoles Jesús: 

«'¡Muchachos! ¿No tenéis nada de comer?' Le respondieron: '¡No!' 
El les dijo: '¡Echad las redes a la derecha y encontraréis...!'» (21,5-7). 


Éste es el Cristo de la pascua, que parece oculto mientras bregan 
sus discípulos. Ha resucitado, pero el mar de la vida sigue insondable. 
Todo parece igual: mar y noche, barca y pescadores sobre el lago. Es 
inútil esforzarse: sobre el mar del mundo no se puede conseguir la 
pesca prometida (cf. /Mc/01/16-20). Pero Jesús emerge en la neblina 
matinal, invitándoles a empezar de nuevo. Ellos no le reconocen, pero 
escuchan y cumplen su palabra. El inicio de la experiencia pascual es 
precisamente el gesto de confianza de aquellos que han estado 
faenando en las vigilias de la noche. Quieren descansar cuando rompe 
la mañana: necesitan un lecho para el sueño. Pero escuchan la voz del 
desconocido y continúan realizando su tarea. 
Así llega el consuelo, ya de madrugada, en forma de pesca 
abundante: la red está llena, y tienen gran dificultad para arrastrarla. 
Entonces, mientras todos se ocupan de la pesca, el discípulo amado 
tiene tiempo de mirar, y así descubre al Cristo de la pascua, diciéndole 
a Pedro: «¡Es el Señor!» (Jn 21,7). Pedro ha dirigido la faena, como 
buen patrón del barco, pero en el fondo está ciego: no sabe distinguir 
a Jesús en la mañana. Por el contrario, el discípulo amado le distingue 
y reconoce, ya de madrugada, para así decírselo a Pedro. 
La pascua se convierte de esta forma en experiencia compartida. El 
discípulo amado debe acompañar a Pedro, para ver a Jesús desde la 
barca. Por su parte, Pedro, jerarca de la Iglesia, tiene que dejarse 
guiar por el discípulo vidente, descubriendo así al Señor, con los 
restantes pescadores (son siete, es decir, toda la Iglesia), en la 
madrugada de la pascua. Este es el consuelo de la vida compartida, de 
la mutua ayuda, de todos los cristianos: sólo allí donde se mantienen 
unidos escuchándose unos a otros, descubrirán a Jesús, que les 
espera en la orilla de su vida gozosa diciendo: «¡Venid a comer!» 
Como hemos visto en otros casos, los discípulos se sientan y comen 
con Jesús, en gesto de consuelo. Nadie pregunta quién es, nadie duda 
o discute ni se eleva sobre los demás. Todos juntos, los siete 
discípulos de la misión eclesial, con Pedro y el amado, comen el pan y 
el pez de Jesús (21,9-14). 
El Cristo pascual sigue guiando a los suyos en la pesca, de manera 
que misión y experiencia pascual se identifican. Él está presente como 
pan y pez, comida compartida de la comunidad, en la orilla del mar, al 
final de la jornada misionera de la Iglesia. Partiendo de aquí, avanza la 
escena final del evangelio (Jn 21,15-25) que nos lleva de la pesca 
pascual al pastoreo, en tarea de amor enamorado. Desaparecen los 
demás. Quedan Pedro (función organizativa, ministerio al servicio del 
mensaje) y el discípulo amado, en quien se encarna la función y amor 
de las mujeres pascuales ya evocadas. Pues bien, el mismo Pedro 
pascual del ministerio, para realizar su tarea, debe recibir y cultivar el 
consuelo del amor, como el discípulo amado y las mujeres: 

«Simón, hijo de Juan ¿me amas más que estos?' Le dijo: '¡Sí, Señor! 
Tú sabes que te quiero'. Le dijo: '¡Apacienta mis corderos!'» 
(/Jn/21/15-17). 

Tres veces pregunta Jesús, y tres responde Pedro (cf. 21,16-17) en 
confesión de amor pascual hecha principio de amor (cuidado pastoral) 
hacia los otros. Quien ha visto a Jesús ya nunca puede encerrarse en 
sus problemas mientras rueda el mundo. Quien ha visto a Jesús ha de 
amarle y cuidar de sus ovejas, en camino de pascua que sólo culmina y 
se cumple por la muerte: «Cuando eras joven, te ceñías tú e ibas 
adonde querías...; cuando seas viejo, extenderás tus manos, y otro te 
ceñirá y te llevará adonde no quieres» (/Jn/21/18-19). Éste es el 
consuelo final que Jesús ofrece a Pedro: le llama al amor, le convida a 
dar la vida por el evangelio. 
El pastoreo pascual es experiencia de amor hecho servicio. Pedro lo 
asume porque ama a Jesús y porque quiere ayudar gratuitamente a 
sus ovejas. Por su parte, Jesús promete a Pedro el único premio del 
amor: será capaz de dar la vida hasta el martirio. Éste es el consuelo 
supremo del amor de pascua: Pedro y los restantes seguidores de 
Jesús, ayudándose en verdad unos a otros y comiendo de su mesa, 
podrán amar hasta entregar su propia vida. 
Así consuela Jesús al Pedro amigo, a quien ha pedido amor y a 
quien ofrece la tarea de pastorear a sus ovejas. Muere Pedro por 
amor, y así morimos con él todos nosotros; pero el amor de pascua 
representado por el discípulo amado sigue vivo y triunfante sobre el 
mundo: «Si yo quiero que él permanezca hasta mi vuelta, ¿a ti qué?; tú 
sígueme» (/Jn/21/21-22). 
Con estas palabras misteriosas, dichas así, sin comentario, culmina 
este trabajo. Quien lo haya seguido sabrá que Jesús resucitado es 
consolador, como decía Ignacio de Loyola (Ejercicios, 224): la pascua 
es el consuelo del Jesús, que ha vencido a la muerte para sembrar en 
nuestro mundo una semilla de amor fuerte, personal, de cuerpo y alma, 
de comprensión y entrega mutua, abierto a todos los hombres y 
mujeres de la tierra9. 

PIKAZA Xabier
SAL TERRAE 1998/03. Págs. 205-218 

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1. He ofrecido un desarrollo más completo del tema en Camino de Pascua, 
Sigueme, Salamanca 1996. 
2. Una hemmosa tradición y/o paraliturgia mexicana centra el gozo de la 
«mañanita» pascual en las muchachas que salen de madrugada por las 
calles y plaza, buscando a María Magdalena para consolarla con su canto: 
Alégrate, Magdalena, que Jesús tu amor, ha resucitado. Esa tradición vincula 
a las «tres marías» de Mc 6,1 y Jn 19,25. Las dos más importantes (la madre 
y la Magdalena), aparecen unidas desde el comienzo de la iglesia, como ha 
indicado C. BERNABÉ UBIETA, María Magdalena. Tradiciones en conflicto. 
Verbo Divino, Estella 1994. 
3. Las explicaciones de este sorprendente final de Mc 16,8 siguen siendo 
diferentes, como hemos mostrado en Pan casa y palabra. La iglesia de 
Marcos, Sígueme, Salamanca 1998. Aquí sólo nos importa señalar el hecho 
de que estas mujeres de Mc no han llegado todavía al gozo pleno y al 
consuelo de la pascua. 
4. Una visión abarcadora de la identidad de las mujeres de Mc 16.1 par.. en 
R.M FOWLER, Let the Reader Understand. Reader-Response Criticism and 
the Gospel of Mark, Fortress, Minneapolis 1991.
5. El final de Mc y Mt sigue siendo misterioso, como muestran los estudios 
dedicados al tema. 
6. Además de comentarios a Juan, cf. X. LÉON-DUFOUR, Resurrección de 
Jesús y mensaje pascual, Sígueme. Salamanca 1973: U. WILCKENS, La 
resurrección de Jesús, Estudio histórico-crítico del testimonio bíblico. 
Sígueme, Salamanca 1981.
7. Sobre el relato pascual de Lucas, además de comentarios. cf. Ph. 
PERKINS. Resurrection, Chapman. London 1984. 
8. He destacado el carácter pascual de esos relatos, especialmente dentro 
de la tradición de Marcos, en Camino de pascua. Sígueme. Salamanca 1996. 
91-116. 
9. Para situar el tema en un contexto exegético y teológico más amplio, cf. 
mis dos trabajos cristo- lógicos: El Evangelio. Vida y pascua de Jesús. 
Sigueme, Salamanca 1993; Éste es el Hombre. Manual de Cristología, 
Secretariado Trinitario, Salamanca 1998. Para una visión más amplia de la 
experiencia pascual: E. SCHILLEBEECKX Jesús. La historia de un viviente, 
Cristiandad, Madrid 1981; B. SESBOUÉ, Jesucristo. el único mediador I-II. 
Secretariado Trinitario, Salamanca 1990.