JESUCRISTO, LIBERADOR DE LA CONDICION HUMANA


En la religión judía de tiempos de Jesús todo estaba prescrito y 
determinado: primero, las relaciones con Dios; después, las 
relaciones entre los hombres. La conciencia se sentía oprimida por 
un fardo insoportable de prescripciones legales. Jesús formula una 
impresionante protesta contra semejante esclavización del hombre 
en nombre de la ley. En este capítulo se muestra cuál es la actitud 
fundamental de Jesús: libertad frente a la ley, pero sólo para el bien 
y no para el libertinaje. La ley tiene únicamente una función 
humana de orden, de crear posibilidades de armonía y comprensión 
entre los hombres. Por eso las normas del Sermón de la Montaña 
presuponen el amor, el hombre nuevo y liberado para cosas 
mayores.

El tema de la predicación de Cristo no fue él mismo ni la Iglesia, sino el reino de Dios. El reino de Dios expresa la total liberación de la 
realidad humana y cósmica, utopía inscrita en el corazón del 
hombre. Es la situación nueva del viejo mundo, totalmente lleno de 
Dios y reconciliado consigo mismo. En una palabra: se podría decir 
que el reino de Dios significa una revolución total, global y 
estructural del viejo orden llevada a cabo por Dios y solamente por 
Dios. Por eso, el reino es reino de Dios en sentido objetivo y 
subjetivo. Cristo se entiende a sí mismo no sólo como un 
predicador y profeta de esta novedad (evangelio), sino como un 
elemento de la nueva situación transformada. Él es el hombre 
nuevo, el reino ya presente, aunque bajo una apariencia de 
debilidad. Adherirse a Cristo es condición indispensable para 
participar en el nuevo orden introducido por Dios (Lc 12, 8-9). Para 
que se realice esa transformación liberadora del pecado, de sus 
consecuencias personales y cósmicas y de todos los demás 
elementos alienantes sentidos y sufridos en la creación, Cristo 
formula dos exigencias fundamentales: conversión de la persona y 
reestructuración de todo su mundo.

1 EL REINO DE DIOS IMPLICA UNA REVOLUCIÓN EN EL MODO DE 
PENSAR Y ACTUAR 

CV/QUE-ES: El reino de Dios afecta primero a las personas. A ellas se 
les exige la conversión. Conversión significa mudar el modo de 
pensar y actuar en el sentido de Dios, y esto supone una revolución 
interior. Por eso Jesús comienza predicando: «Convertíos, porque 
el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2; 4,17). Convertirse no 
consiste en ejercicios piadosos, sino en un nuevo modo de existir 
ante Dios y ante la novedad anunciada por Jesús. La conversión 
implica siempre una división: «Pensáis que he venido a traer paz a 
la tierra? No, os lo aseguro, he venido a traer la división, porque 
desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos: tres 
contra dos y dos contra tres ... » (Le 12,51-52). Sin embargo, esta 
transformación en el modo de pensar y de actuar no quiere ser 
sádíca: intenta llevar al hombre a una crisis y a que se decida por el 
nuevo orden que ya está en medio de nosotros, esto es, Jesucristo 
mismo (Lc 17,21). A Jesús no le interesa principalmente si el 
hombre observó estrictamente todas las leyes, si pagó el diezmo de 
todas las cosas y si observó todas las prescripciones legales de la 
religión y de la sociedad. A él le interesa, en primer lugar, si el 
hombre está dispuesto a vender sus bienes para adquirir el campo 
del tesoro escondido, si está dispuesto a enajenar todo para 
comprar la perla preciosa (Mt 13,45-46), si para entrar en el nuevo 
orden tiene el valor de abandonar familia y fortuna (Mt 10,37), 
arriesgar su propia vida (Lc 17,33), arrancarse un ojo y cortarse 
una mano (Mc 9,43 y Mt 5,29). Ese no al orden vigente no significa 
ascetismo, sino una pronta actitud para responder a las exigencias 
de Jesús. Ahora, pues, urge abrirse a Dios. Esa exigencia va tan 
lejos que Jesús amenaza con las siguientes palabras: «Si no os 
convertís, todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,3-5). El diluvio 
es inminente y ésta es la última hora (Mt 24,37-39; 7,24-27). El 
hacha está colocada en la raíz del árbol, y si no da frutos, será 
cortado (Lc 13,9). En breve, el dueño de casa cerrará la puerta y 
los retrasados habrán de oír estas palabras: "No sé de dónde sois» 
(Lc 13,25b), ya es tarde (Mt 25,11). Por eso, al hombre que 
comprendió esta situación de crisis radical se le llama prudente (Mt 
7,24; 24,45; 25,2.4.8.9; Lc 12,42) porque toma una decisión en 
favor del reino capaz de soportar y vencer todas las tentaciones (Mt 
7,24-25). El convite es para todos. La mayoría, sin embargo, se 
encuentra de tal forma atareada con sus quehaceres que desecha 
la invitación para la fiesta nupcial (Lc 14,16-24). Principalmente los 
ricos se ven rechazados (Mc 10,25: cf. Mt 23,24). La puerta es 
estrecha y no todos tienen la fuerza suficiente ni luchan para entrar 
por ella (cf. Lc 13,24). La necesidad de conversión exige, a veces, 
ruptura de los lazos naturales más elementales del amor para con 
los familiares muertos que van a ser enterrados (Lc 9,59ss; Mt 
8,21ss). Quien se ha decidido por la novedad de Jesús sólo mira 
hacia adelante. El pasado quedó atrás (cf. Lc 9,62). Hay cierto 
carácter de intimidación en la invitación de Jesús. Un ágraphon 
transmitido por el evangelio apócrifo de Tomás es considerado por 
los buenos exegetas como auténtico de Jesús; dice 
perentoriamente: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego; 
quien está lejos de mí está lejos del reino». La opción por Jesús no 
puede quedar a medio camino, como el constructor de una torre 
que comenzó a levantarla y después dejó su obra incompleta o 
como el rey que partió con aire triunfal para la guerra y, frente a la 
fuerza del enemigo, tuvo que retroceder y pactar con él (Lc 
14,28-32). Urge reflexionar antes de aceptar el convite. Decir 
«¡Señor, Señor!» no basta. Hay que hacer lo que él dice (Lc 6,46). 
De lo contrario, su última situación es peor que la primera (Mt 
12,43-45b; Lc 11,24-26). La conversión misma es como el traje 
nupcial, como la cabeza perfumada y el rostro acicalado (Mt 6,17), 
como la música y la danza (Lc 15,25), como la alegría del hijo que 
regresa a la casa paterna (Lc 15,32; 15,7), semejante a la 
satisfacción que se tiene al encontrar el dinero perdido (Lc 
15,8-10). Y todo eso comienza a surgir en el hombre desde el 
momento en que se hace pequeño (Mt 18,3). La frase: «Si no os 
cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los 
cielos» (Mt 18,3; cf. Mc 10, 15; Lc 18,17) no tiende a exaltar la 
inocencia natural de éstos.

Cristo no es un sentimental romántico. El punto de comparación reside en otro lugar: así como el niño depende totalmente de la ayuda de los padres y nada puede por sí solo, así debe hacer el hombre ante 
las exigencias del reino. San Juan hace decir claramente a Jesús: 
"El que no nace de lo alto no puede ver el reino de Dios» (Jn 3,3). 
Se exige un nuevo modo de pensar y actuar. Esto queda más claro 
aún si consideramos la actitud de Jesús ante ese modo de pensar y 
actuar.

a) Jesucristo, liberador de la conciencia oprimida 
En la religión judía, en tiempos del Nuevo Testamento, todo estaba 
prescrito y determinado: primero, las relaciones para con Dios; 
luego, las relaciones entre los hombres. Todo era sancionado 
como voluntad de Dios expresada en los libros santos de la ley. 
Esta se llegó a absolutizar de tal manera que, en algunos círculos 
teológicos, se enseñaba que el propio Dios en los cielos se 
ocupaba en su estudio varias horas al día. La conciencia se sentía 
oprimida por un fardo insoportable de prescripciones legales (cf. Mt 
23,4). Jesús levanta una impresionante protesta contra semejante 
esclavitud del hombre en nombre de la ley. «El sábado ha sido 
instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Me 2,27). 
Sin embargo, en el Antiguo Testamento se dice claramente: «No 
añadiréis nada a lo que yo os mando, ni quitaréis nada de lo que yo 
os ordeno, al guardar los mandamientos de Yahvé, vuestro Dios» 
(Dt 4,2). Jesús se toma la libertad de modificar varias 
prescripciones de la ley mosaica: la pena de muerte para los 
adúlteros sorprendidos en flagrante delito (Jn 8,11). la poligamia 
(Mc 10,9), la observancia del sábado (Mc 2,27), considerado como 
símbolo del pueblo escogido (Ez 20,12), las prescripciones acerca 
de la pureza legal (Mc 7,15) y otras. Jesús se comporta con libertad 
soberana frente a las leyes. Si auxilian al hombre, aumentan o 
posibilitan el amor, él las acepta. Si, por el contrario, legitiman la 
esclavitud, las repudia y exige su quebrantamiento 1. No es la ley la 
que salva, sino el amor: ése es el resumen de la predicación de 
Jesús.

Jesús desteologiza la concepción de la ley: la voluntad de Dios no se 
encuentra sólo en las prescripciones legales y en los libros santos, 
sino que se manifiesta principalmente en los signos de los tiempos 
(Lc 12,54-57). El amor que él predica y exige debe ser 
incondicional para amigos y enemigos (Mt 5,44). Sin embargo, si 
Cristo libera al hombre de las leyes, no lo entrega al libertinaje o a 
la irresponsabilidad. Al contrario, crea lazos y ataduras más fuertes 
aún que los de la ley. El amor debe unir a todos los hombres entre 
sí. En el aparato crítico del Evangelio de Lucas (6,5 del Codex D) 
se cuenta la siguiente anécdota, que revela claramente la actitud de 
Jesús frente a la ley: Jesús encuentra un sábado a un hombre 
trabajando en el campo y le dice: «Amigo, si sabes lo que haces, 
eres dichoso, pero si no lo sabes, eres un maldito y un transgresor 
de la ley». ¿Qué quiere decir Jesús? ¿Quiere abolir definitivamente 
las fiestas sagradas y el sábado? Lo que afirma, y en ello vemos su 
libertad e inconformismo («Habéis oído también que se dijo a los 
antepasados... Pues yo os digo», Mt 5,21ss), viene a ser lo 
siguiente: <Hombre, si sabes por qué trabajas en sábado, como yo 
curé en día prohibido la mano seca a un hombre (Mc 3,1), a una 
mujer encorvada (Lc 13,10) y a un hidrópico (Lc 14), si sabes 
trabajar en sábado para auxiliar a alguien y sabes que para los hijos 
de Dios la ley del amor está por encima de todas las leyes, 
entonces serás feliz. Pero si no lo sabes y, por frivolidad, capricho y 
placer, profanas el día santo, serás maldito y transgresor de la ley». 
Aquí vemos la actitud fundamental de Jesús: libertad sí, frente a la 
ley. Pero sólo para el bien y no para el libertinaje. Cristo no está 
contra nada. Está a favor del amor, de la espontaneidad y de la 
libertad. Para defender valores positivos tiene que estar a veces en 
contra de la ley. Parafraseando a Rom 14,23, podemos decir: Todo 
lo que no viene del amor es pecado. En otra ocasión asistimos a la 
misma preocupación de Jesús por liberar al hombre de las 
convenciones y los prejuicios sociales. En el tiempo y en la patria 
de Jesús, el varón gozaba del privilegio de poseer varias mujeres y 
poder separarse de ellas. La ley de Moisés decía: «Cuando un 
hombre toma a una mujer y se casa con ella, si resulta que esta 
mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que 
le desagrada, le redactará un libelo de repudio y la despedirá de su 
casa» (Dt 24,1). En la jurisprudencia de la época eran motivos 
suficientes para que una mujer no agradara al hombre: no ser 
hermosa, no saber cocinar, no tener hijos, etc. Jesucristo se alza 
contra tal situación y dice taxativamente: «Lo que Dios unió, que no 
lo separe el hombre» (Me 10,9). Estas palabras revelan el espíritu 
decidido de Jesús contra la anarquía legalizada. En el reino de Dios 
debe reinar la libertad y la igualdad fraterna. Jesús la conquistó en 
él. Pablo, que comprende pronto y profundamente la novedad de 
Jesús, escribe a los Gálatas: "Para ser libres nos libertó Dios. 
Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el 
yugo de! la esclavitud. Pero no toméis de esa libertad pretexto para 
la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros. 
Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo concepto: Amarás 
ti tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5,1.13-14).

b) El comportamiento del hombre nuevo: A/H-NUEVO:
La conversión que Jesús pide y la liberación que nos conquistó son 
para el amor sin discriminación. Hacer del amor la norma de vida y 
de conducta moral es algo dificilísimo para el hombre. Es más fácil 
vivir dentro de la ley y de unas prescripciones que todo lo prevén y 
determinan. Difícil es crear para cada momento una norma 
inspirada en el amor. El amor no conoce límites. Exige fantasía 
creadora. Sólo existe en el dar y ponerse al servicio de los otros. Y 
sólo dando se tiene. Esa es la «ley» de Cristo: que nos amemos los 
unos a los otros como Dios nos ha amado. Ese es el único 
comportamiento del hombre nuevo, libre y liberado por Cristo e 
invitado a participar del nuevo orden. Ese amor se expresa en 
fórmulas radicales, como las del Sermón de la Montaña: no sólo el 
que mata, sino también el que irrita a su hermano es reo de juicio 
(Mt 5,22) ; comete adulterio aquel que desea una mujer en su 
corazón (Mt 5,28) ; no se debe jurar de ninguna forma; sea vuestra 
palabra: sí, sí; no, no (Mt 5,34-37) ; no resistas a los malos; si 
alguien te abofetea en la mejilla derecha, ponle también la otra; y al 
que lucha contigo para quitarte el vestido, dale también el manto (Mt 
5,39-40), etc.

BITS/IMPOSIBLES: ¿Es posible, con estas normas, organizar la vida y 
la sociedad? Ya Juliano el Apóstata veía aquí un argumento para 
rechazar in toto el cristianismo: es simplemente impracticable para el 
individuo, para la familia y para la sociedad. Algunos piensan que 
las exigencias del Sermón de la Montaña quieren demostrar la 
imposibilidad del hombre para hacer el bien. Tienden a llevar a 
éste, desesperado y convencido de su pecado, al Cristo que 
cumplió todos los preceptos por nosotros, y así nos redimió. Otros 
dicen: el Sermón de la Montaña predica únicamente una moral de la 
buena intención interior. Dios no mira tanto lo que hacemos cuanto 
cómo lo hacemos. Un tercer grupo opina de la siguiente forma: las 
exigencias de Jesús deben ser entendidas dentro de la situación 
histórica. Jesús predica la próxima aparición del reino de Dios. El 
tiempo urge y es corto. Es el momento de la opción final, la hora 
veinticinco. En ese pequeño intervalo hasta el establecimiento del 
nuevo orden debemos arriesgar todo y prepararnos. Existen leyes 
de excepción. Es una moral del tiempo que falta hasta que 
aparezcan el nuevo cielo y la nueva tierra. Estas tres soluciones 
encierran algo de cierto. Pero no atinan con lo esencial, porque 
dan por supuesto que el Sermón de la Montaña es una ley. Cristo 
no vino a traer una ley más radical y severa, no predicó un 
fariseísmo más perfeccionado. Predicó el evangelio que significa 
una prometedora noticia: no es la ley la que salva, sino el amor. La 
ley posee sólo una función humana de orden, de crear las 
posibilidades de armonía y comprensión entre los hombres. El amor 
que salva supera todas las leyes y convierte todas las normas en 
absurdas. El amor que Cristo exige supera ampliamente la justicia. 
La justicia, en la definición clásica, consiste en dar a cada uno lo 
que es suyo. Lo suyo, lo de cada uno, supone evidentemente un 
sistema social previamente dado. En la sociedad esclavizante, dar 
a cada uno lo que es suyo consiste en dar al esclavo lo que es suyo 
y al señor lo que es suyo; en la sociedad burguesa, dar al patrón lo 
que es suyo y al operario lo que es suyo; en el sistema 
neocapitalista, dar al magnate lo que es suyo y al proletario lo que 
es suyo. Cristo, con su predicación en el Sermón de la Montaña, 
rompe ese círculo. La justicia que él predica no supone la 
consagración y legitimación de un statu quo social, levantado sobre 
la discriminación entre los hombres. El anuncia una igualdad 
fundamental: todos son dignos de amor. ¿Quién es mi prójimo?, he 
ahí una pregunta equivocada que no debe hacerse. Todos son 
prójimo de cada uno. Todos son hijos del mismo Padre y por eso 
todos son hermanos. De ahí que la predicación del amor universal 
represente una crisis permanente para cualquier sistema social y 
eclesiástico. Cristo anuncia un principio que pone en jaque todo el 
fetichismo y la subordinación deshumanizante de cualquier sistema, 
social o religioso. Por eso, las normas del Sermón de la Montaña 
presuponen el amor, el hombre nuevo, liberado para cosas 
mayores: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y 
fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (/Mt/05/20). 

Originariamente, el Sermón de la Montaña tenía carácter 
escatológico: Cristo predica el fin inminente. Para eso exige una 
conversión total en el sentido del amor. En la redacción actual de 
Mateo, las palabras de Jesús están situadas dentro de un contexto 
de Iglesia para la que el fin del mundo está en un futuro 
indeterminado. No obstante, dentro de esta nueva situación, se 
conservó lo esencial de la predicación de Jesús. Su mensaje no es 
de ley, sino de evangelio y de amor. El Sermón de la Montaña, en 
su formulación actual, quiere ser un catecismo de comportamiento 
del discípulo de Jesús, de aquel que ya abrazó la buena nueva y 
procura regirse según la novedad que Cristo ha traído: la filiación 
divina.


2. EL REINO DE DIOS SUPONE EVOLUCIÓN DEL MUNDO DE LA 
PERSONA 

J/COMPORTAMIENTO: La predicación de Jesús sobre el reino de Dios 
no se dirige sólo a las personas exigiéndoles conversión. Se dirige 
también al mundo de las personas como liberación del legalismo, de 
las convenciones sin fundamento, del autoritarismo y de las fuerzas 
y potencias que subyugan al hombre. Veamos cómo se comporta 
Cristo frente a los mentores del orden vigente de su tiempo. Los 
mentores del orden religioso y social son, para el pueblo sencillo, no 
los romanos de Cesarea, junto al mar, o de Jerusalén, ni el sumo 
sacerdote en el templo, ni, en un plano más inmediato, los 
gobernantes colocados por las fuerzas romanas de ocupación, 
como Herodes, Filipo, Arquelao o Poncio Pilato. Los que distribuyen 
la justicia, solucionan los casos y cuidan del orden público, son 
concretamente los escribas y fariseos. Los escribas son rabinos, 
teólogos que estudian cuidadosamente la Escritura y la ley mosaica, 
principalmente las tradiciones religiosas del pueblo. Los fariseos 
constituyen un grupo de laicos muy fervorosos y piadosos. 

Observan todo al pie de la letra y cuidan que el pueblo también 
observe todo estrictamente. Viven esparcidos por todo Israel, 
mandan en las sinagogas, poseen enorme influencia sobre el 
pueblo y tienen para cada caso una solución deducida más o 
menos justamente de las tradiciones religiosas del pasado y de los 
comentarios de la ley mosaica (halaká). Todo lo realizan en función 
del orden vigente «para ser vistos por los hombres» (Mt 23,5). No 
son malos. Al contrario, pagan todos los impuestos (Mt 23,23), 
buscan los primeros lugares en la sinagoga (Mt 23,6), son tan 
fervorosos de su sistema que recorren el mundo para conquistar un 
solo adepto (Mt 23,15) ; no son como los demás hombres: 
«rapaces., injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano» (Lc 
18,11) ; observan los ayunos y pagan el diezmo de todo lo que 
poseen (Lc 18,12) ; aprecian de tal forma la religión que edifican 
monumentos sagrados (Mt 23,29). Pero, pese a su perfección, 
poseen un defecto capital denunciado por Jesús: «descuidáis lo 
más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe» (Mt 
23,23). «Esto es lo que había que practicar -comenta él-, aunque 
sin descuidar aquello» (Mt 23,23). Ellos dicen y no hacen. Atan 
pesadas cargas de preceptos y leyes y las ponen en los hombros 
de los otros, mientras que ellos ni con un dedo quieren moverlas (Mt 
23,3-4).

Para entrar en el reino de Dios no basta hacer lo que la ley ordena. El 
presente orden de cosas no puede salvar al hombre de su 
alienación fundamental. Es un orden en el desorden. Urge una 
mudanza de vida y una transformación en los fundamentos de la 
vieja situación. Por eso los marginados del orden vigente están 
más próximos al reino de Dios que los otros. Jesús se siente 
especialmente llamado para ellos (Mt 9,13). Rompe con las 
convenciones sociales de la época. Sabemos cómo se respetaba 
estrictamente la división de clases sociales entre ricos y pobres, 
prójimos y no prójimos, sacerdotes del templo y levitas de los 
pueblos, fariseos, saduceos y recaudadores de impuestos. Los que 
practicaban las profesiones despreciables eran evitados y 
maldecidos, como los pastores, los médicos, los sastres, los 
barberos, los carniceros y principalmente los publicanos 
(recaudadores de impuestos), considerados como colaboradores 
de,los romanos.

¿Cómo se comporta Jesús frente a esta estratificación social? 
Soberanamente. No se ata a las convenciones religiosas, como 
lavarse las manos antes de comer, de entrar en casa y tantas otras. 
No respeta la división de clases. Habla con todos. Busca contacto 
con los marginados, los pobres y despreciados. A los que se 
escandalizan les grita: «No he venido a llamar a los justos, sino a los 
pecadores. Los sanos no precisan médico» (Mt 11,19). Conversa 
con una prostituta, acoge a gentiles (Me 7,24-30), come con un 
gran ladrón, Zaqueo; acepta en su compañía un usurero que 
después lo traiciona, Judas Iscariote; tres ex guerrilleros se 
convierten en discípulos suyos y permite que las mujeres lo 
acompañen en sus viajes, algo inaudito para un rabino de su 
tiempo. Los piadosos comentan: «Ahí tenéis a un comilón y un 
borracho, amigo de los publicanos y pecadores» (Mt 11,19). 
Seculariza el principio de autoridad. Las autoridades constituidas 
no son sin más representantes de Dios: «Lo del César devolvédselo 
al César y lo de Dios a Dios» (Mt 22,21). Al rey Herodes, que lo 
expulsa de Galilea, le manda decir: «Id a decir a ese zorro que yo 
expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al 
tercer día acabo» (Lc 13,32). La autoridad es una mera función de 
servicio: «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan como 
señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero 
no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser 
grande entre vosotros sea vuestro servidor» (Mt 20,25). No tiene 
ningún apego a las convenciones sociales: «Los últimos serán los 
primeros y los primeros los últimos» (Me 10,31) y «los publicanos y 
las rameras os adelantarán en el reino de Dios» (/Mt/21/31). ¿Por 
qué? Por su situación de marginados del sistema sociorreligioso 
judío son más aptos para oír y seguir el mensaje de Jesús. No 
tienen nada que perder, pues nada tienen, o nada son socialmente. 
Sólo deben esperar. El fariseo, no. Vive asentado en el sistema 
que creó para sí: es rico, tiene fama, tiene religión y está seguro de 
que Dios se halla de su lado. Triste ilusión. La parábola del fariseo 
cumplidor fiel de la ley y orgulloso y del publicano arrepentido y 
humilde nos enseña otra cosa (LC 18,9-14). El fariseo no quiere 
escuchar a Jesús, porque su mensaje le es incómodo, le obliga a 
desinstalarse, le exige una conversión que hace abandonar el suelo 
seguro y firme de la ley y se rige por el amor universal que supera 
todas las leyes (Mt 5,43-48). No en vano los fariseos murmuran (LC 
15,2) y hacen mofa de Jesús (Le 16,14), calumniándolo como 
poseso (Mt 12,24; Jn 8,48.52), concertándole entrevistas 
fraudulentas (Mt 22,15-22; Jn 7,38-8,11) intentan apresarlo (Mt 
21,45ss; Jn 7,30.32.44) e incluso matarlo (Mc 3,6; Jn 5,18; 8,59; 
10,33), recogen material de acusación contra él (Mt 12,10; 
21,23-27) y, por fin, están entre los que lo condenan a muerte. 
Pero Jesús no se deja intimidar. Predica la conversión individual y 
social, porque el fin último es inminente, "el tiempo se ha cumplido y 
el reino de Dios está cerca» (Mc 1,15; Mt 4,17).

3. CONCLUSIÓN: SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE LAS ACTITUDES DEL 
JESÚS HISTÓRICO

La figura de Jesús que surge de estos logia y relatos breves es la de 
un hombre libre de prejuicios con los ojos abiertos a lo esencial, 
volcado a los otros, principalmente a los más abandonados física y 
moralmente. Así nos enseña que el orden establecido no puede 
redimir la alienación fundamental del hombre. Este mundo, tal como 
está, no puede ser el lugar del reino de Dios (1 Cor 15,50). 
Necesita una reestructuración en sus mismos fundamentos. Lo que 
salva es el amor, la aceptación desinteresada del otro y la total 
apertura a Dios. Aquí no hay ya amigos y enemigos, prójimos y no 
prójimos. Hay sólo hermanos. Cristo intentó con todas sus fuerzas 
crear las condiciones para la irrupción del reino de Dios, como total 
transfiguración de la existencia humana y del cosmos. 

Independientemente del éxito o fracaso (el éxito no es ningún 
criterio para el cristianismo), el comportamiento de Jesús de 
,Nazaret tiene una gran significación para nuestra existencia 
cristiana. Es verdad que ya no vive entre nosotros el Jesús 
histórico, sino el Cristo resucitado, que está más allá de la historia. 
No obstante, es válido hacernos semejante reflexión porque el 
Cristo resucitado es el mismo que el Jesús histórico de Nazaret, 
totalmente transfigurado, elevado a la derecha de Dios, en el 
momento culminante de la historia y ahora presente en medio de 
nosotros como Espíritu (2 Cor 3,17). El trajo una situación nueva. 
BUENOS/MALOS JUICIO/MISERIA: Utilizando las palabras de 
Carlos Mesters: 

«No nos cabe juzgar a los otros, definiéndolos como buenos o malos, 
fieles o infieles, pues la distinción entre buenos y malos desaparece 
si eres bueno para los demás. Si existen malos, entonces examina 
tu conciencia: has cerrado el corazón y no has ayudado al otro a 
crecer. La miseria del mundo nunca es disculpa ni motivo de fuga, 
sino acusación contra ti. No eres tú quien debe juzgar la miseria, 
sino que es ésta la que te juzga, y juzga tu sistema y te hace ver tus 
defectos (cf. Mt 7,1.5).

PROJIMO/QUIEN-ES: La distinción entre prójimo y no prójimo ya no 
existe. Depende ahora de cada uno. Si te aproximas, el otro será 
tu prójimo. De lo contrario, no lo será. Todo va a depender de tu 
generosidad y apertura. La regla de oro es: haz a los demás lo que 
quieres que hagan contigo (Mt 7,12). La distinción entre lo puro y lo 
impuro no existe fuera del hombre: sólo depende de él, de las 
intenciones de su corazón, donde está la raíz de sus acciones. 
Sobre este particular no existe ya el apoyo de las muletas de la ley. 
El hombre tiene que purificar su interior, y todo lo de fuera será 
igualmente puro (Lc 11,41) ... La distinción entre obras de piedad y 
obras profanas ya no existe, porque la manera de practicar las 
obras de piedad no debe distinguirse de la manera de practicar las 
demás obras (Mt 6,17-18). La distinción verdadera es la que el 
hombre establece en su conciencia, confrontada con Dios (Mt 
6,4.6.18). La visión clara y jurídica de la ley ha desaparecido. La 
ley ofrece un objetivo claro, expresado en el Sermón de la Montaña, 
objetivo de entrega total que va a exigir generosidad, 
responsabilidad, creatividad e iniciativa por parte del hombre. Jesús 
permite que se observen aquellas tradiciones, en tanto no 
perjudiquen, sino que favorezcan el objetivo principal (Mt 5, 19-20; 
23,23). La participación en el culto ya no da al hombre garantías de 
estar a bien con Dios. La garantía está en la actitud interior que 
procura adorar a Dios en "espíritu y en verdad'. Esa actitud es más 
importante que la forma exterior y es ella la que juzga y testimonia la 
validez de las formas exteriores del culto» (Carlos Mesters, Jesús e 
o povo, 171-172).

Los discípulos deben seguir las actitudes de Jesús. Tales actitudes 
inauguran en el mundo un nuevo tipo de hombre y de humanismo 
que nosotros juzgamos como el más perfecto que jamás haya 
surgido, con capacidad para asimilar valores nuevos y extraños sin 
traicionar su esencia. El cristiano no pertenece a ninguna familia, 
sino a la familia de todo el mundo. Todos son sus hermanos. Como 
decía el autor de la Carta a Diogneto (¿Panteno? hacia el año 190) 
: «Obedecen a las leyes establecidas, pero su vida supera la 
perfección de la ley... Toda la tierra extranjera es para ellos una 
patria y toda patria una tierra extranjera». Están en este mundo, 
trabajan en él, ayudan a construir y también a dirigir. Sin embargo, 
no ponen en él sus últimas esperanzas. Quien, como Jesús, soñó 
con el reino de los cielos no se contenta con este mundo tal como 
es. Se siente, frente a este mundo lleno de ambigüedades, como 
un «parroquiano», en el sentido primitivo y fuerte que esa palabra 
tenía para Clemente Romano (+97) o Ireneo (+202) ; esto es, se 
siente extranjero en camino hacia una patria más humana y feliz. 
Por algún tiempo debe vivir aquí, aunque sabe que desde que 
apareció Jesús, el hombre puede soñar con un nuevo cielo y una 
nueva tierra. 

Jesús devolvió al hombre a sí mismo superando profundas alienaciones que se habían incrustado en él y en su historia; en las cuestiones importantes de la vida nada puede sustituir al hombre, ni la ley, ni las tradiciones, ni la religión. El debe decidirse de dentro hacia 
fuera, frente a Dios y frente al otro. Para ello necesita creatividad y 
libertad. La seguridad no viene de la observancia minuciosa de las 
leyes y de su adhesión estricta a las estructuras sociales y 
religiosas, sino del vigor de su decisión interior y de la autonomía 
responsable de quien sabe lo que quiere y para qué vive. No sin 
razón, ·Celso, el eminente filósofo pagano del siglo III, veía a los 
cristianos como hombres sin patria y sin raíces, que se oponían a 
las instituciones divinas del Imperio. Por su modo de vivir, decía 
este filósofo, los cristianos levantaron un grito de rebelión (phoné 
stáseos). No porque ellos estuvieran contra los paganos y los 
idólatras, sino que estaban a favor del amor indiscriminado a 
paganos y cristianos, a bárbaros y a romanos y desenmascaraban 
la ideología imperial que hacía del emperador un dios, y de las 
estructuras del vasto imperio, algo divino. Como decía el Kerygma 
Petri, los cristianos formaban el tertium genus, un tercer género de 
hombres, diferente del de los romanos (primer género) y del de los 
bárbaros (segundo) y formado por ambos indiscriminadamente. Lo 
que cuenta ahora no son las categorías exteriores y las etiquetas 
que los hombres pueden colgar y descolgar, sino lo que se revela 
en el corazón, lo que abre a Dios y al otro. Aquí se decide quién es 
bueno o malo. divino o diabólico, religioso o arreligioso. El nuevo 
comportamiento de los cristianos provocó, sin violencia, un tipo de 
revolución social y cultural en el Imperio romano que sustenta 
nuestra civilización occidental, hoy vastamente secularizada y 
olvidada de su principio genético. Todo esto entró en el mundo a 
causa del comportamiento de Jesús, que sacudió al hombre en sus 
raíces, poniendo el principio «esperanza» y haciéndole soñar con el 
reino, que no es un mundo totalmente distinto de éste, sino éste 
mismo., totalmente nuevo y renovado.
....................
1. Mt 5,17-19 no puede considerarse como una objeción: «No creáis que he 
venido a suprimir la ley o los profetas. No he venido a derogar, sino a dar 
cumplimiento». Tanto la exégesis católica como la protestante han mostrado 
que no se trata de un logion del Jesús histórico, sino de una construcción de 
la comunidad primitiva, especialmente de Mateo, preocupada por los 
antinomistas que comenzaron a surgir en las comunidades (tal vez por influjo 
de la teología de Pablo sobre Cristo como fin de la ley: Rom 10,4 y Gál 3). 
Para la teología de Mateo, la ley y los profetas son medios para conocer la 
voluntad de Dios. Sin embargo, están sometidos a la crítica de Jesús, quien 
vino a revelar y manifestar, de forma definitiva, la voluntad de Dios. Para Mateo, 
la ley vale solamente si sirve al amor.

LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág. 95-109