JESÚS ES SEÑOR

 

(/1Co/08/06). Al decir San Pablo que Cristo fue constituido Señor 
por la Resurrección, quiere decir estrictamente que desde la 
Resurrección participa su cuerpo humano de la gloria de Dios. 
Hasta entonces había estado en El la gloria de Dios, por supuesto 
pero sin atravesar los velos del cuerpo, cosa que ocurrió en la 
Resurrección precisamente: Cristo se hizo espíritu (11 Cor. 3, 17; 
cfr. también 44). En este suceso, sin embargo, no ocurrió más que 
el hacerse patente lo que siempre había sido real en Cristo 
Ya dijimos antes que la caracterización de Cristo como Señor no 
supone ninguna apoteosis. El fundamento de la apoteosis es el 
mito, y Cristo no está en el ámbito del mito, sino en el dominio de la 
historia. En el aire del mito, el señor o dominador es vivido y sentido 
como poder numinoso; nos encontramos aquí con una deformación 
y desfiguración de lo que las Santas Escrituras dicen del Señor, a 
saber: que es representante de Dios en la tierra, que su poder es 
un feudo suyo y El no es más que un enviado de Dios. En el mito 
está rota la relación del Señor o dominador con Dios y aislada su 
divinidad de tal manera que él mismo se presenta como dios. La 
representación mítica del señor lleva a ver simbolizada en él y en su 
salvación, en su salud y en su victoria la salvación del pueblo. Por 
eso, es venerado como dios por el mundo que piensa míticamente. 
Cristo no es una figura mítica en la que una comunidad humana 
-pueblo o comunidad cultural- represente sus vivencias y 
experiencias religiosas, sino una realidad histórica. El ser confesado 
y alabado como Señor no es más que la expresión de las 
experiencias que de El tuvieron sus discípulos. Le reconocieron 
como Señor sobre todos los demás señores, que no fueron más 
que precursores suyos que esperaban su llegada. El llevó a cabo lo 
que los otros pensaron. Tenía un señorío que es más profundo que 
todos los demás. Tenía autoridad sobre las fuerzas del destino, a 
las que sucumbieron todos los otros señores; y dominio sobre la 
muerte y el dolor, sobre la preocupación y la angustia, sobre las 
fuerzas naturales y los pecados del hombre. No sucumbió a la 
muerte, como sucumbieron todos los demás.
Si Cristo aceptó la muerte fue por libre y señorial decisión. A la 
hora de despedirse pudo decir con plena seguridad y dominio de la 
necesidad del destino: "Me voy y vuelvo a vosotros" (Jo. 14, 28). El 
señor de este mundo no tiene parte en El (lo. 14, 30); no puede 
poner en El la mano, con la que arroja todas las cosas al polvo. 
Cristo va hacia la muerte con plena libertad. La acepta para ser 
obediente a la voluntad del Padre. En eso debe conocer el mundo 
que ama al Padre y cumple la misión que le ha sido confiada (Jo. 
14, 31). No necesita hacer esfuerzos para esta decisión; no muere 
como héroe ni como mártir en sentido estricto. Sabe adónde va y 
adónde se dirige a través de la muerte. 
Por ser la muerte para El no más que un paso hacia una vida 
nueva y libre de toda caducidad terrestre, su morir significa la 
ruptura del eterno proceso circular de la naturaleza. De una vez 
para siempre, interrumpió con su muerte la eterna repetición del 
nacer y morir. Abre el camino, que libera y saca de ese ritmo, lo que 
significa justamente lo opuesto al mito. Por ser los dioses míticos 
personificaciones de cosas y procesos naturales, la fe en ellos no 
libera de la naturaleza, sino que hunde en ella cada vez más 
profundamente. La piedad mítica significa que sus creyentes se 
realizan en la naturaleza y se adaptan a su proceso y devenir, que 
se sumergen en la vida cósmica de la naturaleza. El que reconoce a 
Cristo por Señor suyo espera, al contrario, ser sacado de esa 
inmersión en la naturaleza a la inmutable vida de Dios. Nadie tiene 
poder para eso más que un solo Señor: Cristo. El puede por tanto, 
salvar de la última y definitiva necesidad. No hay otro Redentor. 
Cristo hace ver su superioridad sobre las fuerzas naturales en los 
milagros testificados en los Evangelios. Al multiplicar los panes y 
curar a los enfermos, al dominar las tormentas y las olas, revela su 
poder sobre las fuerzas de la naturaleza, que intimidan y aplastan a 
los hombres. Cristo se apodera de la naturaleza y la cambia de tal 
manera que tiene que servir al hombre. AI poner la naturaleza al 
servicio del hombre deja libre el camino para una vida 
verdaderamente digna del hombre. Sólo puede haber una 
existencia auténticamente humana en virtud de El, porque las 
necesidades que El sólo puede remediar están muy hondas en la 
vida humana y la impiden y lastran. Es cierto que el hombre puede 
crear por sus propias facultades un orden de necesidades; hasta 
puede producir sin Cristo una gran cultura, incluso magnífica y 
encantadora; puede, sin El, hacer grandes cosas en las Ciencias y 
en las Artes. Pero en la cima más alta resta siempre un orden de 
necesidades. Antes de Cristo, consiste ese orden en la venida del 
Señor -in adventu Domini-, en la espera del verdadero Salvador. 
Después del nacimiento de Cristo, las obras construidas por sus 
enemigos son signos de la autonomía humana y llevan en sí, como 
todo lo antidivino, la semilla de la perdición. Los fracasos y 
catástrofes de que está llena la historia humana nos hacen sentir lo 
poco que pueden hacer los hombres para edificar una existencia 
auténticamente humana con las solas posibilidades de esta tierra.
En los milagros de Cristo, sobre todo en su Resurrección, se 
revela su señorío como a relámpagos; sólo logrará su plenitud en el 
mundo futuro; entonces serán definitivamente alejados de la historia 
humana el dolor y la muerte. Entonces se presentará como 
vencedor y juez. Sobre el agitado mar de todas las decadencias y 
odios, de todos los vicios e incredulidades se levantará como el que 
era, es y será. Hasta ahora, puede parecer que el señorío de Cristo 
ha sido débil e insignificante y que han sido otros señores los que 
han determinado la marcha de la historia humana. Cristo ha sido 
siempre su verdadero señor; El es quien tiene en la mano el timón y 
por El pasan todos sus hilos. Todas las criaturas son instrumentos 
suyos; todos los sucesos y acontecimientos están al servicio de su 
voluntad. La majestad del Señor de los cielos, oculta mientras dura 
la historia humana, se revelará un día con radiante claridad.
La Iglesia primitiva, hasta en medio de las angustias y 
persecuciones, estaba tan segura del señorío de Cristo que ponía 
su imagen -la imagen del Pantocrator- en el ábside de sus templos; 
que adornaba la cabeza del crucificado con corona de rey. 
Confesaban así el imperio de quien es siempre rey, de quien, sin 
embargo, sólo revelará su realeza a los ojos del mundo en el futuro 
y más allá de la historia humana.
No todos son capaces de creer en el imperio de Cristo. El 
autónomo y creyente del mundo no es capaz de confesar el reinado 
de Jesús, pues sólo cree en el señorío intramundano, en los 
señores que puede ver y palpar él mismo. Sólo el que puede mirar 
más allá del mundo y de los poderes del mundo, sólo el que puede 
darse cuenta de que la realidad que está más allá del mundo es 
más fuerte que todos los poderes terrestres, de que el Padre 
celestial tiene más poder que todos los dominadores de la Historia 
es capaz de confesar el reinado y señorío de Cristo y podrá 
glorificarle como a Señor suyo. No se gloría de más señores que del 
Crucificado (Gal. 6, 14); tiene confianza y se mantiene en todos los 
cambios y trastornos de la existencia, pues sabe que su Señor está 
sobre todos y que le librará algún día de todas las necesidades. El 
que cree en el mundo se reirá de tal Señor, porque le parece pobre 
de espíritu y abandonado. El que cree en Cristo se sabe siempre 
obligado con su Señor; todo lo hará por amor a El. Por El saludará y 
dará las gracias, rezará y obrará, vivirá y morirá (Rom. 14, 7-8).
Quien le ha elegido por Señor sabe que está al servicio de un 
poderoso que no oprime ni esclaviza a los que le sirven. Con El no 
puede esperarse que la libertad sea suprimida; El no cayó en la 
tentación, en la que todos los otros señores cayeron, de esclavizar 
a sus súbditos, de tratarlos como mercadería y despojarles de su 
humana dignidad. Cristo, siendo Señor, imprime señorío a los que 
le son fieles. Su imperio es servicio a sus súbditos. Obliga a un 
servicio que supera en importancia y responsabilidad a todos los 
servicios de la tierra, pues permite a sus súbditos participar de su 
propia plenitud de vida y de su propia fuerza existencial. Su imperio 
es servicio del amor que se regala a sí mismo. 

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA III
DIOS REDENTOR
RIALP. MADRID 1959.Pág. 260 ss.

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