JESÚS, HOMBRE LIBRE Y LIBERADOR



¿Es necesario subrayar la importancia y la urgencia del tema? 
Abordamos aquí el corazón mismo del mensaje cristiano. Preguntad 
a algunas personas creyentes de vuestro alrededor, quizá también 
a sacerdotes; hacedles esta pregunta: ¿Cuál es la Buena Noticia 
que se piensa que traemos a los hombres? ¿Qué quiere decir la tan 
nombrada Salvación traída por Jesucristo? Hace no pocos años que 
se vienen planteando preguntas acerca de la identidad de Cristo: "Y 
vosotros, ¿quién decís que soy yo?" Se plantean también preguntas 
sobre la identidad del cristiano: ¿Cuál es el misterio de esa 
diferencia que hace que los cristianos tengamos algo distinto, no 
digamos si de más o de menos, que el conjunto de los hombres? 
Estas preguntas son legítimas. Y fecundas. Hay otra más radical 
todavía: la que se refiere a la naturaleza y amplitud del don que se 
nos ofrece por la fe en Jesucristo. Cristo nos salva: ¿qué quiere 
decir esto?

Tenemos dificultades, confesémoslo, con un vocabulario 
heredado ciertamente del Nuevo Testamento, pero en el que la 
distancia cultural se muestra más perjudicial que en cualquier otro 
campo. No nos atrevemos a hacer de ese vocabulario (por ejemplo 
de las expresiones "misterio de la Redención", "rescate") el vehículo 
del testimonio que debemos dar de nuestra fe en Jesucristo. Ese 
vocabulario ha llegado a carecer de todo significado: ni verdadero 
ni falso; y esto tanto para nosotros mismos como para los demás. 
Incluso ha llegado a ser falaz, y tiene peligro de causar 
desorientación. ¿Rescatados de quién? ¿Para qué?

Pero en la constelación de términos que nos proporciona el 
Nuevo Testamento para expresar la plenitud del misterio de 
Jesucristo, hay uno cuyos fundamentos son serios y firmes, y cuyo 
empleo por San Pablo y San Juan es una garantía de autenticidad. 
Ese término, esa fórmula, más expresiva, más rica y más verdadera, 
hoy igual que ayer, es la expresión «nos libertó Cristo». 

¿Expresamos con ella toda la plenitud de sentido de una realidad 
irreductible, sin duda, a fórmula alguna? No lo sé. Parece, al menos, 
que con ella se expresa mejor esa realidad que con las palabras 
rescate y redención. Parece también que nuestros contemporáneos 
entienden mejor estos términos. Sólo dos ejemplos de esto. En un 
pasado ya lejano, cuando la liberación de Francia del aplastamiento 
hitleriano, el padre Thivollier, preocupado por encontrar un lenguaje 
que pudieran entender sus compañeros de lucha, escribió un librito 
titulado «El liberador». Eso es Cristo. Y hoy nos inundan los ecos, 
discrepantes para algunos, que nos llegan de la audacia de los 
teólogos de América Latina, para quienes el mensaje cristiano es, 
en primer lugar, un mensaje de liberación. Para ellos no se trata de 
una cuestión puramente académica, ni siquiera del deseo 
voluntarioso de hacer una teología nueva; es la necesidad de 
comunicar a Jesucristo a un pueblo aplastado bajo el peso de la 
miseria, la opresión y el menosprecio.

Debemos abordar ahora, por tanto, todo este tema de la 
liberación en Cristo, de la liberación por medio de Cristo. Lo 
haremos en tres etapas: primero, una rápida evocación de la 
realidad de Cristo, de Jesús de Nazaret, el hombre libre, como lo 
definió Ch. Duquoc. A continuación, intentaremos comprender mejor 
de qué manera nos libera Jesucristo. Por último, describiremos la 
situación del cristiano, que es hombre libre porque ha sido 
liberado.

1. JESUCRISTO, HOMBRE LIBRE 
La verdad es que esta fórmula no aparece nunca en el Nuevo 
Testamento. Y quizás haya más todavía: el himno de la carta a los 
Filipenses (2,5-11) culmina todo el camino de Jesús con la gran 
profesión de fe de la Iglesia: «Jesús, el Mesías, es Señor». El 
hombre Jesús, el hombre como tal, ha llegado a la plena soberanía; 
a él, que había aceptado antes (no por obligación, sino 
voluntariamente) ser semejante a un esclavo, asumir los rasgos 
propios del esclavo, Dios, su Padre, le otorgó por gracia la plenitud 
de una libertad que nada tiene que ver con nuestras pequeñas 
contraposiciones terrenas: dueño-esclavo. El es el Soberano; El es 
el Señor. Esta es la herencia que recibió, la herencia de la que 
quiere hacernos partícipes. Confesar a Jesús como Señor no es 
anonadarse ante El; es reconocer, es proclamar que nosotros 
participaremos de su Soberanía de Hijo.

Atención: En lenguaje cristiano y en lenguaje bíblico, por tanto, 
enriquecido por todo el pasado del Antiguo Testamento, la libertad, 
la afirmación de que un hombre es libre, adquiere todo su sentido 
por su relación con el acontecimiento fundante del Pueblo. La 
primera figura de la liberación, la que esboza sus rasgos esenciales, 
es la liberación de Egipto. En la Instrucción sobre algunos aspectos 
de la Teología de la Liberación se hace una advertencia muy 
atinada: cuando leamos el Éxodo, podremos poner el acento, 
efectivamente, en la terminación de la servidumbre, de la opresión y 
de aquellos duros y forzosos trabajos a que estaba sometido Israel 
en tierra extraña. No se puede prescindir de esta dimensíón. 
Liberación es, en primer lugar, ser «liberado de». Pero los relatos 
del Éxodo, dentro de su misma diversidad, coinciden en un punto: la 
liberación no es sólo la salida de Egipto; es también la llegada de 
una partida de tribus, sin duda muy diversas, al pie del Monte: 
acuden allí a la llamada del Señor, a la convocatoria del Señor, que 
de aquel montón de fugitivos hace su Pueblo, un Pueblo libre. Y 
libre por su adhesión al Dios que le salva, por su adhesión al Dios 
que le convoca.

Así pues, toda liberación deberá considerarse siempre como 
ruptura y como apertura a la vez. Será siempre el fin de un régimen 
que acabaría conduciendo a la muerte. Y será también el 
nacimiento de una comunidad nueva, que en la adhesión al Dios 
único, al Dios vivo, encuentra la vida y la esperanza. En este 
sentido hablamos de Jesús como del hombre libre, en el sentido 
negativo y en el sentido positivo.

Volved a leer el testimonio, recogido en el Nuevo Testamento, de 
quienes convivieron con El, de los que fueron sus compañeros de 
camino y llegaron a ser sus testigos y que, antes de convertirse en 
sus predicadores, fueron sus oyentes. ¿Qué nos dicen?

Por una parte, hacen gran hincapié en el aspecto de la ruptura 
que yo llamaba antes negativo: es decir, que en Jesús no 
encontramos indicio alguno de esos apegos que la «carne y el 
mundo» originan en nosotros con demasiada frecuencia.
La «carne» es ese campo de los impulsos interiores que pueden 
encadenarnos. Es curioso que los tres evangelistas sinópticos 
abran el relato de la vida pública de Jesús con la escena de la 
tentación o, más bien, de las tentaciones en el desierto.

1.1. Libre frente al tener: J/TENTACIONES TENTACIONES/J 
/Mt/04/01-11:
La primera tentación es moneda corriente. El hombre es un ser 
con naturaleza; por lo tanto, con necesidades. No puede vivir sin 
alimento, sin techo, sin vestidos, sin tiempo disponible, sin cultura. 
La lista va en aumento. Tanto crece que nunca tendremos bastante; 
y para satisfacer estas necesidades enormemente elásticas, no 
podremos por menos que desear cada vez más riquezas. La 
mayoría de los hombres están encadenados. Mammon, lo llama el 
Evangelio. Sí, nunca tenemos demasiado, pues siempre miramos 
sólo a los que son más que nosotros, a los que tienen más que 
nosotros; porque, en este mundo en que vivimos, la carrera del 
tener se ha convertido en el motor ordinario para poner en 
movimiento a las multitudes. Todos desearían prosperar mucho, 
pero en esa dinámica y en nuestras estructuras mundanas 
presentes se introduce una ruptura irreparable entre la extrema 
opulencia, por un lado, y la extrema miseria, por otro; entre la 
excesiva riqueza y la indigencia. Jesús hizo otra opción diferente. 
Venció en Sí mismo toda preocupación por poseer. No tuvo «dónde 
reclinar la cabeza».

1.2. Libre frente al valer 
La segunda tentación no es menos clásica, menos corriente. Es 
verdad que la invitación a lanzarse sin paracaídas al vacío, desde lo 
alto del alero del templo, parece muy circunstancial. Sin embargo, 
lleva en sí la dimensión de un desafío: realizar un hecho milagroso... 
Porque todavía seguimos pensando que los milagros son hechos 
que escapan a las leyes de la naturaleza. Aquél habría violado la 
ley de la gravitación universal. Pero el gesto habría tenido la ventaja 
de concitar sobre Jesús las miradas y la admiración de todo el 
mundo. Con aquel gesto habría ganado Jesús prestigio y fácil 
renombre. Esta búsqueda de la consideración, de la admiración, 
esta voluntad de hacerse valer es, verdaderamente, uno de los 
impulsos fundamentales que explican la conducta de la mayor parte 
de los hombres. Jesús no claudica ante esta fascinación. Frente al 
deseo que nos lleva a nosotros a hacernos valer, a seducir a los 
demás, a despertar en nuestro provecho los deseos ajenos, Jesús 
es libre.

1.3. Libre frente al poder 
Libre también ante la tercera tentación: el ansia de poder. 
Querrán hacerle rey. El se negará a semejante pretensión. En su 
pasión será únicamente un rey de mofa, a costa de una 
entronización bufonesca. La libertad con que vive le hace ser 
soberano, pero esa soberanía jamás se trocará en voluntad de 
dominación sobre otros hombres. Jesús sólo será terrible para los 
demonios. Después de haberlos expulsado, en la otra orilla del lago, 
se verá rechazado por los habitantes de aquel lugar. Aceptará su 
rechazo, sin intentar imponérseles en modo alguno.

Tener, valer, poder... De estos tres impulsos, que son siempre 
una amenaza para la frágil libertad de los hombres, no hallamos en 
Jesús ningún rastro en los testimonios evangélicos. Incluso El mismo 
se atreverá a decir: «¡A ver, uno que pruebe que estoy en falta!». 
Está limpio de pecado. Su extremada indulgencia para con los 
pecadores es la de un hombre libre de todo compromiso; pero libre 
también de despreciar o menospreciar a nadie.

1.4. Libre frente a la opinión
Frente a estas tres presiones interiores, la conducta de la 
mayoría de los hombres se halla sometida también a otra forma de 
presión: la ejercida por la sociedad circundante, por los modelos de 
conducta que ella impone, por el temor que suscitan los que en ella 
hacen la ley. La opinión pública es un amo ante el que la mayoría 
de los hombres capitulan. Jesús la desafía sin vacilar. Huye del 
entusiasmo popular que llegó a suscitar. Por lo que se refiere a los 
poderes establecidos, no le preocupan. No les tiene ningún miedo, 
cuando tantos hombres renuncian a su libertad tan pronto como se 
sienten amenazados en su vida, en sus bienes o en su 
independencia.

De ahí esos testimonios que nos le presentan enfrentado, sin la 
más mínima concesión, a todas las autoridades de su tiempo. 
Autoridad política: a Herodes alguien le contarían el implacable 
juicio que Jesús había emitido sobre él: «Ese don nadie. Ese zorro». 
No hace falta que relatemos aquí sus apreciaciones sobre las 
autoridades religiosas, los sacerdotes, las grandes familias 
sacerdotales (colaboracionistas, por lo demás), que defienden sus 
propios intereses so capa de defender los intereses del templo; con 
ellos se enemistó ya desde el primer momento.

También ellos sospecharon, desde el principio, el riesgo que la 
predicación de aquel hombre podía crearles, y tomaron sus 
medidas. Lo más sorprendente es el conflicto de Jesús con quienes 
podríamos llamar las autoridades morales; hoy leemos con ojos 
severos su relación con los fariseos. ¿Por qué? Es toda una 
paradoja. En cierto modo, Jesús está muy cercano a ellos, por 
ejemplo en lo que se refiere a su fe en la resurrección de los 
muertos; pero, por otra parte, se niega a caer en su integrismo, en 
el integrismo de la ley, de las tradiciones de los padres, de las 
sutilezas de los doctores. Y en todo esto les trata sin concesiones 
también a ellos, como pudo apreciarlo aquel buen Nicodemo, cuyo 
proceder era, sin embargo, muy generoso.

La opinión pública. Jesús no va a recurrir al pueblo contra los 
jefes -el mismo pueblo está ciego-; nunca se fiará de los 
entusiasmos populares; cuando quieran hacerle rey, huirá al monte; 
rechazará implacablemente todos los malentendidos. Donde habría 
podido andar con rodeos, atenuar o mitigar sus palabras (como, por 
ejemplo, en el célebre discurso en la sinagoga de Cafarnaún, 
capítulo sexto del Evangelio según San Juan), insiste duramente, 
violentamente, en lo que de más intolerable e increíble había en sus 
palabras. Jesús nunca traficó ni negoció con lo verosímil que podía 
tener a su disposición. El viene de otra parte, de un lugar en el que 
no cuenta lo verosímil, lo creíble, sino la fe.

1.5. ¿De dónde le viene su libertad? 
Pero ¿cuál es el secreto de esa su libertad? Y volviendo a lo que 
decíamos antes, ¿cómo se inscribe esa libertad de un modo 
positivo, de una manera creadora y no sólo como rechazo, repulsa 
o negación? El secreto es bien sencillo: para Jesús, Dios es Dios. El 
hace su vida como Hijo del Padre. Su fe le hace libre. Su único 
horizonte es Dios. Dios es su único porvenir. Dios cercanísimo. A los 
demás les dice que el Reino está muy próximo; para El, el Reino es 
inminente. El Reino, esto es, la venida de Dios en la plenitud de su 
amor soberano: un amor capaz de barrerlo todo: nuestras repulsas, 
nuestras resistencias, nuestras traiciones; un amor más fuerte que 
el pecado. Dios viene, Dios está ahí. Dios está ahí para Jesús. 
Entonces, todo lo demás es relativo, queda relativizado, no le 
angustia. Dios es el único término de su deseo. San Juan escribe al 
comienzo de su Evangelio que «al principio, la Palabra se dirigía a 
Dios». Jesús es el hombre orientado exclusivamente hacia Dios. En 
esta adhesión incondicional encuentra El su libertad, en medio de 
todas las ataduras que a nosotros nos traban. Está vuelto hacia 
Dios, comulga con El, coincide con el deseo mismo de Dios: «Para 
mí es alimento cumplir el designio del que me envió». Deseo de 
Dios: «Proclámese que Tú eres santo, llegue tu Reinado, realícese 
tu designio». Es inútil tratar de escrutar la psicología de Jesús; está 
ahí; en estas palabras, que El nos comunicó y nos propuso hacer 
nuestras. En ellas encontró Jesús la libertad de su deseo; en ellas 
podemos encontrar también nosotros la libertad del nuestro; en 
ellas puede nuestro deseo recuperar su fuerza. En ellas puede 
recobrar su amplitud, sin nuestras estrechuras, sin nuestras 
mezquindades, sin nuestros bloqueos en esas cosas que adquieren 
para nosotros tal importancia que nos llevan a olvidarnos de Dios.
Jesús, el hombre libre, testigo de la libertad íntegra. Así tuvo que 
ser verdaderamente para que sus mismos adversarios lo 
reconocieran: «Enseñas el camino de Dios con verdad; además, no 
te importan las apariencias». Dijimos que hombre libre es aquel 
cuya palabra es realmente propia palabra suya. Aquel cuya palabra 
no es voz de otro. Jesús habló siempre, y solamente, su propia 
palabra. Seguramente porque El es la Palabra.

2. JESÚS NOS LIBERA CR/LIBERADO/P-MU-LEY
Se nos presenta aquí una pregunta temible. Pregunta previa que 
debemos responder, pues de lo contrario nuestras restantes 
palabras carecerían de sentido. La pregunta es ésta: ¿necesitamos 
de verdad un liberador? ¿Por qué no es capaz cada uno de llegar 
por sí mismo a esa soberanía que tantas veces venimos 
mencionando? ¿No se trata de una tarea que hay que realizar, y en 
modo alguno de un don que haya que recibir? ¿Por qué razón no 
vamos a ser capaces de realizarla nosotros mismos? Desde siempre 
flota este pensamiento en la conciencia de los cristianos. Esta idea 
encontró un ilustre representante en la persona de un monje bretón 
que pasó su vida en la isla de Lérins y que se llamaba Pelagio. Su 
punto de vista era coherente: Dios nos ha creado para la libertad, 
nos ha dado la libertad; a nosotros nos toca usar bien de ella; es 
tarea de nuestra exclusiva incumbencia. Todavía hoy, muchos 
hombres y mujeres piensan que, puesto que el mal está en 
nosotros, es cosa nuestra triunfar sobre él. Habría que mencionar 
aquí, o más bien desarrollar muy por extenso, todos los caminos de 
ese tipo que se nos proponen para llegar a la liberación del 
hombre.

La objeción es real: ¿no sería renunciar a nuestra libertad 
esperar de otro la propia salvación? Tanto más cuanto que la 
experiencia cristiana cotidiana parece enseñar que los que dicen 
que han recibido la salvación no siempre se manifiestan de modo 
indiscutible como hombres libres.

Reflexionemos: hacerse libre es, en primer lugar, cortar todas las 
ataduras que nos retienen. Respecto a un determinado número de 
esas ataduras, la cosa es relativamente fácil o, al menos, no 
imposible. A pesar de ello, parece que hay una atadura que el 
hombre no puede romper por sí solo. Es la que le ata a sí mismo. 
Entre todas las cárceles de las que el hombre puede escapar, hay 
una de la que le está vedado salir: la cárcel de sí mismo.

2.1. La cárcel de uno mismo
Uno mismo, yo... Esta es ciertamente nuestra primera evidencia, 
la evidencia constante: yo soy yo, único. Estoy dentro de mi piel. 
Este es el centro de todas mis evidencias, el punto desde el que 
percibo el mundo en su totalidad: esto está a mi derecha, aquello a 
mi izquierda; esto está arriba, aquello abajo. Y ese yo, ese yo que 
soy yo, sé que es vulnerable, que es mortal.

Esta es la puerta permanentemente abierta a las más diversas 
formas de egoísmo, en el sentido estricto de la palabra, es decir: la 
voluntad de placer o la voluntad de poder. En ambos casos, el ser 
humano se aliena. Se somete a ídolos: ídolo del placer, ídolo del 
poder. No quiere esto decir que condenemos el placer ni el poder si 
se les mantiene en su puesto de medios para lograr realizarse a sí 
mismo y servir mejor a los demás. Pero, de hecho, este 
egocentrismo insuperable da lugar a la invasión de los grandes 
miedos. A partir de ahí, me encuentro ante los miedos invencibles, 
los miedos paralizadores, los miedos-disuasivos de toda audacia 
y de todo riesgo comportado por la libertad. Hay en la carta a los 
Hebreos un texto poco conocido, que es de una claridad meridiana. 
Dice así: «El asumió una carne y sangre para... liberar a todos los 
que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos» 
(/Hb/02/15). El miedo a la muerte es contrarrevolucionario. El miedo 
a la muerte disuade de la audacia y del riesgo. Hegel lo vio 
claramente: ese miedo es lo que decide entre amos y esclavos. 
Frente a los fusiles, difícilmente lleva uno adelante las propias 
ideas, los valores en que cree. Pero esta invasión del temor y de los 
grandes miedos, que, por lo demás, proceden quizá de algo más 
profundo que el miedo a la muerte (pues, a pesar de todo, hay 
«muertes limpias», muertes que nos asustan menos), esta invasión 
del miedo a la muerte abre la puerta a todas las demás amenazas. 
Porque, ante mi fragilidad y mi vulnerabilidad, todo puede 
convertirse en amenaza. En primer lugar, los otros; si se instaura en 
mí el recelo hacia ellos, hace que yo los mire como extraños o, lo 
que es peor, como a adversarios. ¿Y Dios, Dios mismo? Podemos 
colocarle al margen del juego, dejar de ocuparnos de El. ¿No sería 
El la suprema amenaza? Podemos también conservarlo, 
sometiéndonos a El. Se convierte entonces en un déspota 
arbitrario, celoso. Y nosotros en juguetes de su capricho. Dios 
espera de nosotros (nos exige) una perfección imposible. Podemos 
intentar conciliar esa amenaza. Se entabla entonces el regateo, el 
«te doy para que me des». Se espera de Dios que habrá de 
respetar el contrato, que habrá de darnos, y en un porcentaje 
apreciable, lo que hayamos podido ofrecerle nosotros.

Todo esto crea un clima de insuperable desconfianza. Hemos 
entrado en el círculo vicioso: la muerte, el miedo, la culpa. Porque la 
culpa es eso. La culpa es el reflujo hacia uno mismo, la incapacidad 
para salir de sí. Sólo por la confianza se sale de uno mismo. La peor 
cárcel del hombre es él mismo. Soledad y muerte, es decir, pecado. 
La respuesta, la única respuesta que deberíamos dar al 
llamamiento que, no obstante, tira de nosotros hacia afuera, no la 
podemos dar, debido a la densa fuerza atractiva que nos recluye en 
nosotros mismos. De todo eso yo no puedo liberarme. Lo que yo 
hago es encarcelarme. Yo no puedo ni vivir ni amar. Yo vuelvo a 
caer en ese círculo, en esa espiral, que una y otra vez me devuelve 
a mí mismo.

2.2. Muerto "por" nosotros
J/MU/POR-NOSOTROS Es aquí donde interviene Cristo. El nos 
ha liberado. Más arriba mencionábamos la riqueza, la complejidad y 
las dificultades de las múltiples fórmulas escriturísticas. ¿Qué dicen 
los textos más antiguos? ¿Qué nos dice, por ejemplo, el kerigma 
primitivo que encontramos en la primera carta de San Pablo a los 
Corintios? Algo muy sencillo: El Mesías murió por nuestros pecados, 
como lo anunciaban las Escrituras» (15, 1). Con mayor frecuencia 
todavía, encontramos: «Murió por todos nosotros». Muerto por. Este 
«por» tiene dos sentidos. En primer lugar, quiere decir «en 
provecho nuestro»; pero también quiere decir «en lugar nuestro». 
Con absoluta libertad ocupó Cristo ese lugar, la muerte, al que 
nosotros no tenemos fuerzas para ir, al que nosotros no queremos 
ir. Nos vendría bien meditar detenidamente los cuatro relatos de la 
muerte de Cristo. Se desarrolló allí un acontecimiento capital, 
inefable. Un suceso sin igual, único. Por eso las Escrituras 
multiplicaron las fórmulas, para poner de relieve su significado: 
fórmulas simbólicas tomadas, por una parte, del acontecimiento 
fundador de la liberación del pueblo; y, por otra, de los símbolos 
cultuales de la liturgia del Templo; de ahí su insistencia en la 
sangre: «nos ha salvado por la sangre del Mesías».

Hay que intentar volver al sentido más profundo de este 
acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesucristo. En él se 
estableció la Alianza Nueva, según la promesa hecha en el 
Cenáculo. La Alianza Nueva es la victoria de la confianza sobre la 
desconfianza. Venir a colocarse en este lugar de la muerte del 
hombre es venir a ponerse en el lugar donde toda desconfianza con 
respecto a los hombres parecería legítima. Pues su muerte fue, en 
primer lugar, rechazo por parte de los hombres; fue la soledad; fue 
el desamparo; y fue la muerte en la noche, en la sola fe. Porque 
Cristo nos salvó por la fe. Ahí obtuvo El la victoria de la confianza 
sobre la desconfianza, del amor sobre el odio.

Dos textos lo dicen muy claramente. En primer lugar, la curiosa 
fórmula del himno de la carta a los Filipenses: "Obedeciendo hasta 
la muerte". Obedecer es una palabra que nosotros no entendemos 
muy correctamente. Obedecer significa confiar, dar crédito, dar 
oídos a la palabra de otro, permanecer colgado de esa palabra y de 
esa promesa que la palabra comporta. Cristo aprendió la 
obediencia, aprendió la fe, se vinculó a ellas y las llevó hasta el 
extremo de lo posible. Ya no hay ninguna situación, ninguna miseria 
física o moral que no pueda ser el lugar de la confianza 
incondicional.

La otra fórmula se encuentra en la carta a los Efesios: "Matando 
en Sí Mismo la hostilidad" (2, 14). Matar el odio, responder con un 
amor, más fuerte que todo el odio, al rechazo efectivo y patente de 
sus enemigos que quieren su piel. A partir de ese momento, Cristo 
es el Creador, es el lugar mismo en que se anuda un vínculo nuevo 
entre Dios y la humanidad, y también entre los hombres entre sí. Es 
el lugar donde el espíritu de amor, el amor que es Espíritu, fue 
liberado. Nos lo dice San Pablo en la carta a los Romanos (5, 5). 
Dios nos ha liberado en Cristo. Cristo, en su muerte y resurrección, 
liberó al Espíritu y, de esa manera, liberó a la libertad. El anudó el 
vínculo vivo, el lazo vital, en su persona, que nos da la gracia de 
vivir de El, de revivirlo. ¿Qué es lo que Cristo ha liberado en 
nosotros? La libertad misma. La libertad de creer. Frente a nuestras 
desconfianzas en Dios, ha vuelto a abrir el camino de la confianza. 
Frente a nuestros recelos y temores, que nos apartan del otro y 
hacen de él un adversario, ha liberado la libertad de amar. Y ha 
liberado la libertad de esperar, es decir, de no andar ya como 
rebaño conducido al matadero por caminos que sólo llevan a la 
muerte.

Ha vuelto a abrir el porvenir de Dios. Ahora bien, nuestra libertad, 
la libertad de todo hombre, se halla bloqueada por estos tres 
factores esenciales: la desconfianza, el odio, el miedo. Con Cristo y 
en Cristo se nos brinda y ofrece la posibilidad de arriesgarnos a 
empeñar con seguridad nuestra libertad. He aquí dos palabras que 
salen muchas veces de la pluma de San Pablo: intrepidez, 
seguridad. Cristo nos ha dado la posibilidad, la capacidad en el 
Espíritu que El vino a liberar. Liberando al Espíritu de Dios, liberó la 
libertad de los hombres. 

3. EL CRISTIANO, HOMBRE LIBRE POR HABER SIDO LIBERADO 

Abordamos ahora el mensaje central del Nuevo Testamento. 
Todos los escritos convergen. Sin embargo, donde este tema ha 
sido mejor desarrollado con mayor rigor es en San Pablo y en San 
Juan. Por lo que se refiere a San Pablo, convendría leer y meditar 
Romanos 8, 1-7 y, en idéntico sentido, Gálatas 5, 1-25. Todos estos 
textos nos dicen que la libertad es la vocación propia y específica 
de los cristianos: «os han llamado a la libertad» (/Ga/05/13). "Para 
que seamos libres nos liberó el Mesías" (/Ga/05/01).

Debemos tener presentes estos dos textos, porque (sobre todo el 
último de ellos) expresan perfectamente la tarea que debemos 
realizar: estamos metidos en un proceso de liberación que nunca 
llegará a ser total en toda nuestra vida, pues en otros textos San 
Pablo nos habla de la liberación de nuestro cuerpo, que, desde 
luego, ahora no conocemos todavía. Pero esta tarea tiene su 
fundamento en un don que ya hemos recibido - «nos liberó»-, en un 
don que continuamente nos es ofrecido. ¿Cuál es, pues, nuestra 
situación? ¿Cuál es el principio de nuestra liberación? ¿Por qué 
medio hemos sido liberados y para qué? 

3.1. Liberado «por» 
¿De dónde viene nuestra liberación? Del don del Espíritu, del 
Espíritu recibido de Cristo: «Donde hay Espíritu del Señor hay 
libertad» (/2Co/03/17). El Espíritu. Espíritu que es Espíritu de Dios 
y, a la vez, Espíritu en el hombre, espíritu del hombre. Si leéis en 
varias traducciones este capítulo octavo de la carta a los Romanos, 
advertiréis la indecisión de los editores acerca de si la palabra en 
cuestión han de ponerla con mayúscula o con minúscula. Espíritu 
en Dios, espíritu en el hombre. De todas formas, ése es el lugar de 
nuestra comunicación con el misterio de Dios. Espíritu significa, 
para nosotros, aliento, el aliento vital. Ahora bien: el aliento es lo 
más personal que hay en nosotros. Si nos quedamos sin aliento, se 
nos va la vida. Pero, al mismo tiempo, el aliento depende 
rigurosamente del aire que recibimos: si ese aire está contaminado, 
morimos por asfixia. El aliento es la imagen de la energía vital. Es la 
imagen de la voluntad de vivir, de esa cosa siempre recomenzada, 
siempre frágil, siempre incesante en nosotros, que hace que 
respiremos, que vivamos. Es la "cifra" del deseo radical. Esto 
aparece todavía más claro en Dios. El Espíritu, el aliento, es la vida 
de Dios y es, en el sentido más riguroso de la palabra, el deseo del 
deseo. La reciprocidad en el amor consiste en ser por el otro y en el 
otro; a partir del otro y para el otro. El Espíritu es la comunión, una 
comunión de vida. Por eso el Espíritu, cuando se le da al hombre, 
es creación y re-creación. Cuando leemos el Salmo 50, nos 
detenemos (y debemos hacerlo así) en la lamentación de nuestras 
culpas; pero debemos escuchar, sobre todo, el maravilloso 
versículo: «renuévame por dentro con espíritu firme; no que quites 
tu santo espíritu». El Espíritu es la fuerza del deseo. Este deseo 
está en el hombre; es el que hace que el hombre sea. Es el que le 
hace imagen de Dios, en camino hacia la semejanza plena con El. El 
Espíritu de Dios, recibido, respirado, devuelve a nuestro deseo su 
fuerza y su verdadera dirección. El rectifica y vivifica nuestro deseo. 
San Pablo habla frecuentemente de este «deseo del Espíritu», de 
este Espíritu que es deseo.

De esta manera, el Espíritu nos asemeja a Cristo. A ese Cristo 
vuelto hacia el Padre y que no busca otra cosa más que cumplir su 
amorosa voluntad. El Espíritu que Cristo nos ha dado nos da la 
libertad de los hijos. En efecto: respecto a Dios y respecto a los 
hombres, a las instituciones, a la Iglesia, por ejemplo, no hay más 
que dos situaciones:

ESCLAVO/HIJO HIJO/ESCLAVO: La primera es la situación y la 
actitud de esclavo. El esclavo trabaja porque le interesa trabajar 
para comer. Trabaja porque tiene miedo, miedo a los golpes. Es 
fácil hacerse esclavo de los hombres, pero también lo es hacerse 
esclavo de Dios.

El hijo no tiene miedo. El hijo no es calculador: se lo dan todo 
gratuitamente. El hijo actúa porque quiere, porque ama. Y el 
Espíritu es, en nosotros, esa fuerza del deseo. Nos hace gritar: 
«¡Abba! ¡Padre!» (/Rm/08/15). Si traducimos «nos hace decir», 
atenuamos el texto. Gritar es dejar que se exprese en nosotros la 
pasión, la impaciencia del deseo y, al mismo tiempo, la confianza 
absoluta. Gritamos. Nada se interpone entre el Padre y nosotros. 
Como dice también San Pablo, tenemos «acceso libre» al Padre. No 
existe obstáculo, nada que se interponga, nada que pueda 
detenernos. Somos hijos del Padre; no podemos hacernos esclavos 
de nadie. Dios no quiere esclavos, busca hijos, y en eso consiste la 
liberación total del hombre, que a partir de ese momento puede 
entregarse sin segundas intenciones, incondicionalmente, a cuantas 
tareas humanas le parezcan urgentes o importantes. Y no lo hace 
para sí, sino para gloria de su Padre. Nuestras acciones, nuestros 
trabajos, nuestras fatigas, nuestra vida de cada día, son el modo de 
servir a Dios que tenemos nosotros, los laicos presentes en este 
mundo. Servir a Dios no es ser esclavos suyos; es tomar a pecho 
sus intereses, como el Hijo toma a pecho los intereses de su Padre; 
y saber que el Padre nos corresponderá dándonos la plenitud de su 
gozo. «Muy bien, empleado fiel y cumplidor. Has sido fiel en lo poco: 
te pondré al frente de mucho; pasa a la fiesta de tu Señor» (Mt 25, 
21) Tal es el misterio de la liberación. Es un misterio de gozo.

Sin embargo, es preciso señalar las dificultades de un lenguaje 
como éste para ser entendido hoy; ¿quizá para que puedan 
entenderlo los jóvenes? Nosotros no entendemos nada en los textos 
de la Escritura que nos hablan del Espíritu. Para nosotros, el 
espíritu es lo opuesto a la materia. Para nosotros, el espíritu es la 
inteligencia. Nos hallamos presos en ese esquema dualista en el 
que aparecen el cuerpo y el alma, pero no el espíritu. Deberíamos 
poder renovar la concepción del hombre que la Biblia nos presenta, 
donde aparecen, desde luego, la realidad orgánica, física y 
biológica que es el cuerpo, la carne misma, y la realidad psíquica 
que es el alma. Nuestro occidente cartesiano los distinguió bien. 
Nuestros médicos empiezan a darse cuenta de que la separación 
entre la realidad orgánica y la psíquica es sin duda menos brutal, y 
de que lo psico-somático existe. Más allá de la unidad de lo psíquico 
y de lo somático, todavía queda un umbral: el descubrimiento del 
espíritu, del espíritu en el hombre, del espíritu que hace al hombre 
vivir no sólo con esa supervivencia biológica que en nuestros 
hospitales nos esforzamos por prolongar hasta lo absurdo, sino del 
espíritu que es el lugar de la comunión entre Dios y el hombre.
Otra dificultad: hablar de la libertad filial, hablar de las imágenes 
del Padre. Y hablar de estas cosas después de Freud. No es fácil 
tarea. Pero es aún más difícil exponer estos conceptos cuando se 
trata de hijos que nunca tuvieron un padre al que poder reconocer 
como tal, o de padres que han dejado de reconocer a sus hijos. 
Hablar del Padre de los cielos a quien jamás experimentó la ternura 
de un padre, es hacerle imposible acceder al misterio del Padre, del 
Hijo y del Espíritu.

3.2. Liberado «de» 
¿De qué nos libera el Espíritu? Abordamos aquí el aspecto 
negativo de toda liberación. Pues bien, paradójicamente, esta 
vertiente es más abundante en la Escritura; porque dice y repite en 
el Nuevo Testamento que el Espíritu Santo nos libera del pecado, 
de la ley y de la muerte. El pecado, la ley, la muerte... ¿De verdad 
tiene esto mucha actualidad? ¿Puede tener sentido, o recobrarlo? 

3.2.1. Liberado del pecado:P/LIBRES:
La fórmula es fácil, la realidad es muy compleja. De hecho, esta 
realidad está velada, porque bajo una misma palabra, la castellana 
pecado y la latina peccatum, se aúnan, se identifican, varios 
términos griegos. Con todo, el rastro de esa complejidad se 
reconoce en las vacilaciones de nuestros textos: cuando, por 
ejemplo, la fórmula habitual es «Murió por nuestros pecados», el 
evangelio de Juan pone en boca del Bautista esta extraña fórmula: 
«Este es el que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), esta vez en 
singular. En realidad, cuando hablamos del pecado, habría motivos 
para distinguir tres niveles o etapas. Estos niveles están muy bien 
señalados en el texto de Génesis 3, que todavía sigue siendo la 
mejor catequesis acerca del pecado. El primer nivel visible, 
reconocible a ras de tierra, es el de las transgresiones o las caídas, 
dos palabras griegas perfectamente claras. Se trata de caminar por 
las lindes del camino previsto o de caer en el camino que se intenta 
seguir. Nos hallamos ante las violaciones de unas leyes 
determinadas. El grado de importancia de esas leyes cuenta poco. 
Es notable que en San Pablo ambas palabras se emplean siempre 
en plural. Es la zona visible, fácil de reconocer, de nuestras 
transgresiones. Se las puede incluso contar: el justo peca siete 
veces cada día, por lo menos; puede sacarse la cuenta. Pero quien 
se detiene en este nivel, no comprende que se trata de síntomas y 
no de la realidad misma.

P/QUÉ-ES: Hay que descender, por tanto, a un primer nivel más 
profundo. El término griego con que se expresa este nivel en San 
Pablo es amartía, «desviación». Es el deseo que se descamina; no 
se conforma ya con pisotear las lindes del camino, sino que cambia 
el rumbo y marcha hacia lo desconocido, a la aventura, tras un ídolo 
que le ha cautivado. El deseo se vuelve loco, se descamina, deja de 
ser deseo orientado hacia el Padre. Entre este segundo nivel, más 
oculto, y los malos pasos reconocibles de que hablábamos hace un 
momento, existe una vinculación. La frecuencia con que las 
transgresiones se repiten revela la presencia de un deseo que ni él 
mismo sabe ya a dónde va. Tales transgresiones nos permiten ver 
de qué lado tenemos peligro de resbalar. Eso es el pecado. San 
Pablo siempre habla de él en singular. Quizás el hombre sea capaz 
de conjugar en sí, dentro de su inicial anarquía, no pocos deseos 
contradictorios. Es preciso ahondar todavía más. Y a esa 
profundidad, nos encontramos, sobre todo en San Juan toda una 
teología del pecado que él llama, digámoslo en castellano, 
desconfianza. Es el bloqueo sobre uno mismo, sobre sí mismo, el 
encerramiento y la reclusión. Es negarse a confiar en la palabra de 
otro. Adán y Eva llegaron a ello, porque la serpiente les convenció 
de que Dios era un embustero, de que estaba celoso y de que, por 
tanto, ya no se podía confiar en El ni dar crédito a sus palabras. 
Pero esta desconfianza interviene también bloqueando todas las 
relaciones entre los hombres. Se deja entonces de creer en la 
palabra del hombre. Cosa lógica cuando se ha dejado de creer en 
la palabra primera, primordial. En eso consiste el pecado de los 
hombres; eso es la realidad esencial del pecado. La frase de 
Kierkegaard encuentra aquí su pleno sentido: «Lo contrario del 
pecado no es la virtud; lo contrario del pecado es la fe». Realidad 
esencial del pecado, principal manantial de todo pecado, en eso 
consiste el pecado del mundo. A partir de ese momento, la vida del 
cristiano será contradictoria, paradójica. Valdría la pena volver a 
leer lo que San Juan nos dice acerca del pecado en su primera 
carta. Por una parte, en el primer capítulo despliega ante nuestros 
ojos el reino del pecado, tratándonos de embusteros si decimos que 
no tenemos pecado. Realmente somos responsables de nuestras 
transgresiones. Somos pecadores. Pero en el capítulo tercero de la 
misma carta San Juan nos da la Buena Noticia del final del pecado. 
La fe cristiana no es fe en el pecado; la fe cristiana es fe en la 
liberación del pecado, del mal que está en nosotros.

Y San Juan llega muy lejos: se atreve a decir que ya no podemos 
pecar, con tal de que, naturalmente, «permanezcamos en El». Pues 
en El y por El recobró el hombre la rectitud de su deseo, recuperó 
esa apertura del corazón que hace que sea Dios lo único que 
cuente como término final de su deseo. "El Espíritu Santo que Dios 
derramó para la remisión de los pecados", se dice en la fórmula de 
la absolución sacramental. Sí: para cancelar las cuentas, para abolir 
la contabilidad de nuestras culpabilidades que machaconamente 
nos repetimos a nosotros mismos. Es verdad. Y hay mucho más: el 
Espíritu vino para devolvernos la audacia de vivir realmente como 
hijos de Dios. Si nos mantenemos en ese lugar que se nos ha dado, 
no podemos pecar más. Porque ese lugar es nuestro corazón en el 
corazón de Cristo, que jamás rompió el vínculo de amor, de 
confianza con su Padre.

Reconozcamos que no es corto el camino que tenemos que 
remontar. Seguimos confundiendo tenazmente la falta y el pecado. 
Ni siquiera sabemos ya lo que es el pecado, no en el sentido de una 
falta, de un error, de una debilidad, incluso de un crimen, sino en el 
sentido de esa ruptura con Dios que consiste en la ruptura de la 
confianza incondicional.

3.2.2. Liberado de la muerte : MU/LIBRES
Sabemos que somos mortales. Sabemos que nuestra vida 
finalizará con ese acontecimiento último que será la muerte. La 
muerte sigue siendo un misterio, y nada hay más revelador que la 
irritación de la humanidad ante ella y sus preguntas por un «más 
allá» de la muerte. Pero algo se nos ha enseñado, manifestado, 
ofrecido en la muerte y la resurrección de Jesucristo. La muerte ya 
no es un callejón sin salida.

Desde entonces, ese temor a la muerte del que nos habla la carta 
a los Hebreos, ese miedo a la muerte que causa desesperación, 
que abre ancho camino a la resignación, que nos convierte en 
víctimas de la fatalidad, no pesa ya sobre nosotros. La vida no es 
un camino absurdo que sólo conduce a la nada. Tiene un sentido, y 
un sentido que no pasa. Consiguientemente, podemos pensar en la 
muerte y vivirla a partir de la de Jesucristo. No existe otro lugar 
desde el que poder pensar en ella y vivirla. Para él, la muerte fue 
nacimiento. Nacimiento del Hijo recibido en la casa del Padre. Pero 
no se trata únicamente de la muerte final. Y lo mismo también se 
diga de todas esas fuerzas de muerte que nos «mortifican». Nos 
mortifican desde hoy, día tras día, en las más diversas formas.

LBT/RIESGO: Volvamos al misterio de la libertad humana, 
entendida en el aspecto concreto de una decisión verdaderamente 
libre. El Concilio Vaticano II dice que «debemos creer que el Espíritu 
Santo ofrece a a todos la posibilidad de asociarse al misterio 
pascual». (Gaudium et Spes, nº 22,5). Esta asociación se realiza en 
toda decisión realmente libre. Pues toda decisión guarda relación 
con la muerte voluntaria por amor, ya que toda decisión es, antes 
que nada, ruptura. Decidir es «cortar». Es desarraigarse de un 
determinado «statu quo». La libertad no puede surgir más que 
arriesgándose. Carece de seguridad, de garantía, de certeza. Todo 
verdadero acto de libertad es siempre costoso.

Y en eso estamos verdaderamente asociados a la Resurrección. 
Cuando aludíamos al capítulo octavo de la carta a los Romanos, 
hablábamos del alumbramiento y del gozo por el nacimiento de un 
hombre en este mundo. El hombre libre experimenta, atónito, la 
sorpresa de su propio nacer a sí mismo, de su nacer al mundo. 
Experimenta de una forma nueva, novedosa, el amor a sí mismo, el 
amor a los demás, el amor al mundo. Porque, para él, todo se ha 
convertido en don; para él todo se ha convertido en gracia. Sólo 
tiene motivos para maravillarse.

En este análisis de la decisión realmente libre se encuentra el 
lugar en el que el discurso cristiano sobre la libertad confluye con lo 
que podría denominarse la estructura crística de la libertad. Muchos 
hombres y mujeres, un día u otro, comprendieron el sentido y el 
valor de aquella parábola (cristiana, puesto que traza el camino de 
Cristo) sobre el grano de trigo que, si quiere quedarse solo, está 
condenado a la infecundidad, y aquel otro que rompe su envoltura y 
consiente en morir para hacer posible que el hombre nazca a sí 
mismo; comprendieron y aceptaron entregar su vida por amor.
Estábamos hablando de la muerte. Hay hombres para quienes la 
muerte no es más que el choque brutal en el que se les arrebata la 
vida. Pero hay otros hombres a quienes nadie ni nada se la puede 
arrebatar, porque a lo largo de toda su existencia la han ido 
entregando día a día, por amor.

3.2.3. Liberado de la ley: LEY/LIBRES:
Esta es la afirmación decisiva de San Pablo. Al leer sus repetidas 
afirmaciones, a veces se pregunta uno si no se tratará de 
exageraciones polémicas frente a las resistencias judaizantes. De 
buena gana atribuiríamos estos textos a situaciones coyunturales 
que ya no nos afectarían a nosotros. Además, parece que San 
Pablo habla exclusivamente de la ley judía. Apunta a las obras 
prescritas por la ley, según la interpretación sumamente formalista y 
hasta puntillosa de los doctores de su tiempo. ¿Sigue siendo actual 
su afirmación? Y ¿cómo podemos nosotros hacerla realidad en la 
fe? Por supuesto que es actual. El propio San Pablo, que 
experimentó en sí mismo la seducción de la ley, descubrió en el celo 
que le inflamaba la trampa y el peligro supremo. Ciertamente, él 
respetaba la ley de Dios. Después de su conversión, el Decálogo no 
dejó de ser para él Palabra de Dios. Pero en esta ley, invadida por 
las tradiciones de los antepasados, descubrió una modalidad del 
poder satánico: la obsesión por la perfección, por esa perfección 
que sólo puede ser reproducción literal de un modelo impuesto 
desde fuera. La ley puede llegar a convertirse en la exigencia del 
cumplimiento imposible de una justicia integral. No puede tolerarse 
ninguna transgresión. De este modo, la ley pone al hombre «bajo el 
yugo del miedo». Puede llegar a convertirse en el punto de partida 
de una conciencia desdichada.

Hemos citado ya la extraña frase de Cristo en el sermón de la 
montaña: «Sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del 
cielo»; o, según San Lucas, «Sed generosos como vuestro Padre 
es generoso». Se trata de prevenirnos contra todas las imágenes y 
contra todo legalismo. No hay fronteras. No hay un campo 
delimitado. Tenemos que ir cada vez más lejos, hasta llegar a la 
plenitud de Dios. Si permanecemos bajo el yugo de la ley, seremos 
como esclavos obstinados en contabilizar las ventajas y los 
inconvenientes de su propia situación. No seremos hijos.

LBT/LEY:Pero ¿cómo vivir esta libertad respecto a la ley? 
Acabamos de decirlo. Porque, por una parte, todavía existe la ley. 
«La ley del Mesías» (Gal 6, 2). Ley resumida, condensada, en un 
único precepto: «La ley entera queda cumplida con un solo 
mandamiento, el de amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gal 5, 
14). En la gracia del Espíritu se reanuda y se cumple la ley antigua 
en sus elementos fundamentales: toda libertad ha de pasar y volver 
a pasar por la escuela de esta ley. De esta pedagogía necesaria 
hablará San Pablo en otro lugar. Pero la ley ha llegado a su 
cumplimiento. San Mateo puso en boca de Jesús esta palabra para 
definir con ella su relación con la ley antigua: cumplimiento, 
acabamiento, plenitud insuperable.

Pero, paradójicamente, esta ley de Cristo ya no merece, hablando 
con propiedad, el nombre de ley. En la traducción ecuménica de la 
Biblia, a propósito de Gálatas 6,2, que hemos citado hace un 
momento, podemos leer en una Nota: «La ley de Cristo es la ley del 
Espíritu y de la vida; del Espíritu que comunica la vida de Cristo». 
Es una ley interior: la que inspiró la vida de Cristo por su Espíritu. 
En última instancia, todo es aquí cuestión de inspiración, de 
orientación de nuestro deseo, abierto o no al deseo del Espíritu.
Liberados por el Espíritu. Liberados del pecado, de la muerte y de 
la ley. La liberación, lo hemos recordado en repetidas ocasiones, no 
es sólo la ruptura de las ataduras que nos tenían prisioneros; es la 
entrada comprometida en una vida nueva. Entonces, ¿para qué 
somos liberados? 

3.3. Liberado «para»
La respuesta inicial ya la hemos dado. Somos libres para amar, 
somos libres porque amamos, pues el Espíritu de Dios es espíritu 
de amor: «El amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones 
por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (/Rm/05/05). El amor de 
Dios: no el amor nuestro para con Dios, sino el agapé, que es 
mucho más que uno de los nombres de Dios: es el que define su 
naturaleza misma. Dios, misterio de amor. Este Espíritu nos hace 
participar en la vida misma de Dios, en su vida de amor. Toda esta 
doctrina del Evangelio de Juan y de Pablo la condensó 
·Agustín-SAN en una frase célebre: «Dilige et quod vis, fac». Hay 
que entenderla bien. Dilige. Pregúntate a ti mismo: «¿Estás 
verdaderamente inspirado, animado, dirigido por el amor? Lo que 
quieres. ¿Sabes lo que quieres en realidad? ¿Estás seguro de que 
ese bien al que te diriges caprichosamente, instintivamente, es lo 
que tú quieres? Entonces, si estás seguro de quererlo, para ti ya no 
hay más camino que el de tu propia decisión, pues esa decisión 
tuya se ha convertido en la decisión misma de Dios. ¿Cómo, qué 
señales han de darse para que los cristianos puedan vivir con esa 
libertad? San Pablo respondió a esto y, paradójicamente, lejos de 
replegarles sobre sí mismos en una especie de serenidad estoica 
que permite que el mundo siga libremente su curso y se propaguen 
las desdichas entre los hombres, les dio como señal una actitud que 
él expresa con la palabra griega «parresia», que significa una 
confianza audaz que es, en primer lugar, sentido del riesgo, espíritu 
emprendedor, gusto por la audacia. En otros tiempos se hablaba de 
compromiso, de seguir adelante con alegría. Es ahí donde ve 
Ignacio de Loyola la mejor señal de la presencia, de la consolación 
del Espíritu Santo.

Pero ¿cuáles serán los límites de esta libertad del cristiano? No 
hay más límites que los de la caridad. En este texto del capítulo 
quinto de Gálatas tenemos una fórmula sorprendente: "A vosotros, 
hermanos, os han llamado a la libertad. Que el amor os haga 
esclavos unos de otros". El servicio mutuo es la expresión 
verdadera de la libertad. Servicio mutuo, pero también, y 
previamente, respeto mutuo. De la carta a los Corintios citábamos 
aquella paradójica afirmación de Pablo de que «todo os está 
permitido, pero no todo es constructivo» (/1Co/10/23). Difícil 
equilibrio. Las Iglesias primitivas lo vivieron con bastante crudeza 
con motivo de una cuestión que hoy nos parece superada: la de 
tomar carne en las comidas. En aquel tiempo, los únicos lugares 
donde se comercializaban las carnes eran los templos. Con aquel 
comercio se beneficiaban los sacerdotes. Aquello suscitaba la 
pregunta en los cristianos: puesto que todas aquellas carnes 
habían sido antes consagradas a alguna divinidad, ¿debían ellos 
abstenerse de consumirlas o podían optar alegremente por una 
alimentación equilibrada y no estrictamente vegetariana? Las 
tensiones que este problema provocó en las comunidades fueron 
considerables y merecieron una serie de capítulos de la carta a los 
Romanos y de la primera carta a los Corintios. A los Romanos, al 
recordarles los principios de la libertad del cristiano, del cristiano 
instruido, les decía San Pablo que no hay más Dios que el Dios de 
Jesucristo. No obstante, pide a los fuertes que respeten a los 
débiles. Que mi libertad no sea nunca motivo de escándalo para 
otros. Principio exigente, porque ¿quiénes son hoy los débiles y 
quiénes los fuertes? ¿Quién puede decir de sí mismo que es uno de 
esos fuertes? Pero nuestra libertad, que es total ante Dios y ante 
nuestros hermanos, sólo estará verdaderamente inspirada por el 
Espíritu de Cristo si su criterio último es siempre la caridad.

4. CONCLUSIÓN 
Hemos hablado de la libertad. Pero la libertad del hombre no es 
una cualidad habitual en él, no es un «estado». La libertad sólo se 
atestigua realmente en las decisiones plenamente libres, en 
grandes o pequeñas decisiones, pero realmente libres. Ahí nos 
aguarda Dios. Y ahí nos aguardan los hombres. Hemos hablado de 
Cristo, hombre libre. Lo fue en el transcurso de toda su vida y en su 
decisión de hacerse Eucaristía, donde se concentra, se revela, se 
reparte y se nos ofrece para que participemos de su total libertad; 
donde nos invita a unirnos a El. Más aún: nos invita a que 
acudamos a recibir el don de su libertad en el corazón mismo de 
nuestra libertad de hombres. Imposible tratar de separar aquí lo que 
es el don que El nos hace y lo que es obra de nuestra incumbencia. 
Todo es don, todo es gracia. Y todo es realmente nuestro.

JOSEPH THOMAS, S.J.
LLAMADOS A LA LIBERTAD
Edit. SAL TERRAE SANTANDER 1986
.Págs. 32-63