JESÚS, EVANGELIZADOR EN LA PASIÓN
Jesús tiene que continuar su obra de evangelizador para Pedro y
para todos nosotros. Y la continúa en su Pasión, en donde se
muestra como el gran evangelizador del Padre. No por nada San
Juan, refiriéndose a la Pasión, dice: "Hemos visto la gloria de Dios"
(Jn 1, 14).
En un tiempo era frecuente la meditación sobre la Pasión
(pensemos en el Viacrucis tan difundido entre la gente); se puede
reflexionar sobre los sufrimientos del Señor, sobre la multitud de
sus dolores, se puede hacer hincapié sobre Jesús que sufre por la
injusticia del mundo y del sistema que lo aplasta, realidades que se
han vuelto emblemáticas de la situación injusta en la que se
encuentra a menudo el pobre.
Hoy nos vamos a detener sobre todo en Jesús que en la Pasión
aparece como evangelizador y redentor. Viene espontáneo orar
con gratitud diciendo: Te doy gracias, Señor, porque me has
amado hasta este punto, porque has hecho esto por mí.
Se trata de contemplar lo que Jesús, evangelizador y redentor,
hace por nosotros, no con el propósito de acusarnos porque
somos perezosos, sino con el propósito de reanimarnos, de
abrirnos el corazón, porque el Maestro nos ama, porque nos
comprende, porque nos está cerca.
En efecto, esta meditación de la Pasión asume en nuestra vida
distintas coloraciones según nuestras experiencias; cuanto más
entremos en experiencias difíciles, nuestras o de otros -de
humillación, de soledad, de grave enfermedad, de situaciones
límite- tanto más comprendemos profundamente que, en verdad, la
revelación de Dios en Cristo que sufre es una de las claves de la
existencia humana, sin la cual en muchas situaciones no sabríamos
verdaderamente qué decir, ni a nosotros ni a los demás.
Para contemplar a Jesús, evangelizador del Padre y redentor
nuestro, leamos los capítulos 22 y 23 de Lucas. Es verdad que en
la narración de la Pasión los cuatro Evangelios se acercan mucho
entre sí: en efecto, siendo la narración más antigua y más
tradicional, se permiten menos variantes. Sin embargo, Lucas,
aunque siguiendo el esquema tradicional, presenta algunas
omisiones típicas que lo caracterizan y hacen que en su narración
ponga a Jesús en el centro como testigo fiel, Maestro,
evangelizador.
Por ejemplo, es propio de Lucas la mirada a Pedro, la invitación
a las mujeres, a Jerusalén, el perdón a los crucificadores, la
acogida al malhechor arrepentido. Son todos episodios que
muestran a Jesús como evangelizador por excelencia precisamente
en el momento más dramático de su vida.
Deteniéndonos un momento en oración, vivimos en contacto con
cada escena y pedimos esa participación en el sufrimiento de
Cristo del que habla Pablo en Flp. 3, 10-1 1. Como ejemplo,
examinaremos juntamente tres pasajes de la Pasión.
El primero es el de Jesús humillado, y se refiere sobre todo a
los insultos que recibe Jesús en el juicio, durante la audiencia en el
tribunal. El segundo es el de Jesús tentado. Finalmente, la
escena por excelencia, la más bella de toda la Pasión, es la de
Jesús que acoge al ladrón arrepentido; en esta narración aparece
en su plenitud Jesús evangelizador. Jesús mostró
verdaderamente, a un hombre desgraciado y perdido, la salvación
de Dios, llegando así a la culminación de su misión.
Jesús humillado
Las humillaciones de Jesús: "Los que custodiaban a Jesús se
burlaban de él y lo golpeaban; lo cubrieron con un velo y le
preguntaban: Adivina quién te pegó. Y le decían muchas otras
injurias" (/Lc/22/63-45).
Infortunadamente muchos hechos de persecución en la Iglesia y
de tortura en el mundo han hecho esta escena de tremenda
actualidad: basta seguir un poco algo de lo que cuentan, siempre
con gran pudor, algunos que han tenido que vivir en su pellejo
estas experiencias.
Detengámonos un momento a meditar sobre estas
persecuciones precisamente para tratar de comprender cómo las
vivió Jesús.
En su primera carta Pedro hace una interpretación de lo que le
sucede a Jesús: "El no cometió pecado en sus labios no se
encontró engaño. Ultrajado, no contestaba con ultrajes; siendo
maltratado no amenazaba, sino que se abandonaba en manos del
que juzga con justicia." (1 P 2, 22-23).
Naturalmente, en el fondo de esta cita se encuentra Isaías 53, el
canto del siervo de Yavé, que hay que releer en este contexto: el
hombre mudo ante quien lo tortura y lo mata.
Reflexionemos sobre el significado humano de esta escena.
¿Quién es el que ofende así a Jesús? Son los guardias, los
siervos, es decir, personas a su vez humilladas y ofendidas;
personas, pues, acostumbradas a recibir también ellas
humillaciones y ofensas por parte de sus superiores,
acostumbradas a reconocer que el derecho lo tiene el más fuerte,
el que se lo apropia. Por lo general los humillados son ellos, ellos
son los despreciados, obligados a los trabajos más pesados, más
inútiles, sin poder rebelarse. Pero esta vez tienen delante a uno
más débil que ellos, más frágil que ellos. He aquí cómo surge la
miseria de la condición humana en la que los hombres
desencadenan, el uno contra el otro, sus instintos: estos hombres
han sido muchas veces oprimidos, tal vez golpeados sin razón, y
ahora pueden desahogarse contra alguien más débil que ellos. Su
vida es amarga, pesada, sin ninguna apertura, sin ninguna alegría
familiar; ellos se expresan por lo que son. No es maldad,
perversidad pura: es precisamente el sufrimiento del hombre, que
vive situaciones imposibles y aquí se desahoga contra Jesús.
¿Qué hacen contra Jesús? Ciertamente lo provocan y lo golpean
en lo que le es más querido, en su calidad de profeta, él "Palabra
del Padre": "¡adivina quién te golpeó!", lo insultan como hombre
que puede conocer los corazones, como hombre que puede
anunciar una palabra verdadera.
¿Y qué piensan mientras hacen ésto? Tal vez con asombro se
preguntan: ¿pero por qué este hombre no reacciona? ¿qué hay en
él que no se mueve contra nosotros? No es el profeta que
creíamos. Tal vez se encuentran desilusionados, porque se
hubieran esperado una reacción violenta y todo esto los traumatiza
y los confunde.
¿Cómo reacciona Jesús? Mientras Lucas nos hace comprender
que Jesús responde con el silencio, Juan nos hace comprender
que Jesús responde un poco con el silencio y un poco con alguna
palabra de aclaración buena: "Si te he hecho algún mal, dímelo; si
no, ¿por qué me pegas?" (Jn 18, 23).
He aquí a Jesús evangelizador que, en el mismo momento en
que es maltratado, se dirige a la humanidad más profunda de quien
lo ha golpeado, tratando de hacerlo razonar: ¿por qué haces esto?
porque eres descontento dentro de ti, eres interiormente humillado,
te sientes oprimido, trata de entender cuáles son los deseos más
profundos dentro de ti. Golpéame, si quieres, pero aclara tus
deseos a ti mismo, aclárate a ti mismo qué quieres ser como
hombre; esto dice Jesús con su palabra, y mucho más todavía, con
su silencio.
Ciertamente, en su corazón excusa a estos hombres, los
comprende en su tosquedad, en su brutalidad; comprende que, en
el fondo, muy poco de lo que hacen es culpa de ellos, y se ofrece
por ellos. Se ofrece por ellos como salvación, como Palabra mansa
del Padre.
A nosotros nos queda difícil comprender por qué Dios se revela
en esa debilidad, por qué Jesús permite que esta maldad se
desahogue y crea poderla resanar con la paciencia más que con el
reproche y el castigo.
Pidámosle al Señor que nos haga comprender bien este misterio
de la debilidad de Dios manifestada en Jesús, este misterio de la
debilidad de la Iglesia inerme y perseguida de la cual, en efecto,
nace un esplendor de Iglesia increíble. Y lo vemos a nuestro
alrededor, vemos que de pueblos como el de Polonia vienen
lecciones ciertamente maravillosas de vitalidad cristiana, de fe, de
compromiso; es una Iglesia que, ciertamente, ha usado también los
medios valientes de la defensa, de la palabra, de la resistencia,
pero siempre medios débiles, inermes, nunca el uso de las armas,
nunca la contestación violenta, siempre la serenidad, la constancia
de fe, sin avergonzarse de la cruz de Cristo ni de su humillación.
Sólo una consideración de historia de la salvación mas amplia
nos permite comprender que de la debilidad nace una fuerza
inmensa, que hay un testimonio en el que la humanidad inerme e
indefensa grita, con la fuerza de la resistencia, en favor de la
justicia.
Todo esto lo acogemos como Palabra de Dios, que trata de
iluminarnos sobre el hecho de que la potencia del Señor no se
manifiesta solamente en el obrar, sino también en el padecer, y en
el padecer con aquella humildad, sencillez, mansedumbre, pero en
la que se resalta una profunda dignidad. Cuando contemplamos
esta escena nos preguntamos quién es el vencedor, quién
representa la verdadera dignidad del hombre. Ciertamente es
Jesús quien representa el más profundo ser del hombre justo y
verdadero, el que comprende y vence, con su mansedumbre, a
quienes se lanzan contra él: los confunde, los asusta con su modo
de obrar tan desacostumbrado.
Jesús tentado J/TENTACIONES Las "tentaciones" de Jesús
sobre la cruz: "El pueblo estaba mirando. Los mismos príncipes se
burlaban diciendo: 'Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo, si
es el Cristo de Dios, el elegido'. También los soldados lo
escarnecían acercándose a él y dándole vinagre, diciendo: 'Si tú
eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo'. Había también una
inscripción sobre él en letras griegas, latinas y hebreas: Este es el
Rey de los judíos. Uno de los malhechores crucificados, lo
insultaba, diciendo: '¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a
nosotros' " (/Lc/23/35-39).
Me parece notar una analogía con las primeras tentaciones de
Jesús en el desierto. "Si eres el Hijo de Dios, haz que estas piedras
se conviertan en pan; si eres el Hijo de Dios, échate". Se le
propone aquí a Jesús el uso de su potencia mesiánica en su propio
provecho; detrás de esta propuesta se encuentra toda la idea que
el Antiguo Testamento había cultivado respecto de la potencia de
Dios: "Si es el Cristo de Dios, sálvese a sí mismo; si es el rey de los
judíos, descienda". Es decir, si verdaderamente él representa la
imagen de Dios que tenemos en la mente, la de un Dios poderoso,
la de un Dios dominador, que nos lo haga ver.
Jesús se encuentra en un momento dramático. Si escuchara a
sus interlocutores y bajara de la cruz, todos le creerían. Pero si
baja de la cruz, ¿cómo mostrará la imagen de un Dios que acepta
la muerte por amor al hombre? Ciertamente dará la imagen de un
Dios poderoso, un Dios del éxito, un Dios del que uno se puede
servir para alimentar las propias ambiciones, pero ya no mostrará
la imagen, inédita en toda la historia de las religiones -y que el
hombre por sí mismo no puede nunca imaginar-, del Dios que sirve,
que da su vida por el hombre, que lo ama hasta despojarse de
todo por su amor, y a aceptar el aniquilamiento de sí.
Precisamente esta idea de un Dios dominador, exigente, que
quiere del hombre la propia ventaja, es la que Jesús vino a negar.
El Evangelio contiene la imagen de un Dios que es misericordia,
que se vacía de sí mismo por amor al hombre.
Un Dios así, nos parece a nosotros un poco increíble y surge
una cierta desconfianza, porque para el hombre es difícil aceptarlo:
algo así como Pedro que no quería aceptar que el Maestro muriera
por él, que le lavara los pies. Sin embargo, esta imagen
revolucionaria del amor de Dios, tan increíble, es la que Jesús lleva
hasta el fondo, en su cuerpo, en su carne, en la cruz. Y es aquella
de la que los demás tratan de alejarlo: sálvate a ti mismo, sírvete
de tu potencia, demuestra tu capacidad de dominar. En cambio,
Jesús vino a demostrar su capacidad de servir.
Nunca contemplaremos suficientemente esta escena. Nos
encontramos aquí precisamente en el corazón del Evangelio y,
gracias a Dios, podemos contemplarla siempre, porque esta es la
Eucaristía, el Cristo hecho pan, convertido en alimento: esto es mi
cuerpo, esta es mi sangre entregada por ustedes. Hagan esto en
memoria mía.
Naturalmente se sigue de aquí toda una concepción diversa de
la vida: nosotros también debemos ser personas que saben
despojarse, olvidarse de sí por los demás. Tal vez nos resistimos
un poco a este concepto de Dios precisamente porque, si lo
admitimos, debe cambiar nuestro modo de ser y de vivir.
De la contemplación del Crucifijo nace la imagen de Iglesia como
Iglesia al servicio no de sí misma, sino del hombre, de todas sus
necesidades, sobre todo de las más profundas, que son la
necesidad de verdad, de amor, de justicia, de esperanza. De la
contemplación del Crucifijo nace la revelación del hombre que se
encuentra a sí mismo al ponerse a disposición de los demás, en el
amar a los hermanos.
La palabra amor resume todo esto, aunque a menudo se la
entiende de muchas maneras fáciles. Tenemos pues, necesidad de
esta contemplación de Cristo que nos muestra cómo Dios ama,
cómo Jesús ama, hasta qué punto se pone a nuestro servicio,
hasta qué punto renuncia a sus privilegios de potencia ("Aun
teniendo en sí la potencia de Dios, se humilló a sí mismo", Flp. 2, 5
ss.).
Debemos hacer de nuestra vida un acto real de servicio y
ponernos en estado de disponibilidad. Disponibilidad que llega, en
la Iglesia, hasta la persecución y el martirio: la Iglesia hace
resplandecer su disponibilidad cuando, frente a la contestación,
propone humildemente la palabra, y acepta, a un cierto punto, aun
el silencio, con tal de continuar su testimonio de la verdad,
cumpliendo así su servicio supremo.
Solamente el Espíritu Santo, entrando en nosotros, como don del
Resucitado, nos permitirá, día por día, integrar verdaderamente en
nuestra existencia este Evangelio, este modo de ser de Dios, esta
realidad de Dios en Jesús y esta realidad de Jesús en nosotros. Sin
embargo, la contemplación del Señor crucificado es sumamente
iluminadora para nosotros y para todo lo que la Iglesia es para el
mundo.
Jesús evangelizador J/EVANGELIZADOR
La última escena que sigue inmediatamente es aquella en la que
Jesús se muestra como evangelizador pleno y obtiene el primer
fruto de su vida y muerte evangelizadora. "Uno de los malhechores
crucificado lo insultaba diciendo: '¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti
mismo y a nosotros'. Pero el otro lo reprendi6 diciendo: 'Ni siquiera
temes a Dios tú que estás en el mismo suplicio. Y nosotros, a la
verdad, justamente, porque recibimos lo merecido por nuestras
obras, pero éste ningún mal ha hecho'. Y decía: 'Jesús, acuérdate
de mí cuando estés en tu Reino'. Y le contestó: 'En verdad te digo
que hoy estarás conmigo en el Paraíso'"(/Lc/23/39-43).
Reflexionemos un momento sobre estas palabras, que solamente
transmite Lucas, y que son un análisis finísimo de lo que el hombre
convertido vive gradualmente en sí.
Por ahora, pensemos quién podía ser este hombre: un
malhechor, esto es, uno que había vivido la ley de la violencia, la
ley del más fuerte, y, a un cierto punto, había tenido que sucumbir
ante otros más fuertes que él.
Ahora se encuentra en una situación en la que podía sentir
sobre todo disgusto, rabia, ira contra la sociedad, una situación
ciertamente de extrema confusión y molestia. En cambio, al
contemplar a Jesús que sufre con humildad y mansedumbre, se
abre gradualmente a la claridad de que existe un mundo nuevo de
valores y de relaciones, y que no sólo hay violencia, no solamente
la ley del más fuerte. Descubre una humanidad que él no había
nunca conocido, que ni siquiera había sospechado pudiera existir y
que se encuentra allí cerca de él: descubre un nuevo tipo de
hombre que no juega sobre las relaciones de fuerza, que no se
sirve de su propia potencia, por lo menos creída o que se le
atribuye, y que vive, con abandono, su sufrimiento.
Es algo en realidad increíble, inaudito, que lo lleva gradualmente
a comprender un poco la situación de aquel nazareno que ha
aceptado ponerse de parte de la injusticia: "Nosotros, a la verdad,
justamente, porque recibimos lo merecido por nuestras obras; pero
éste ningún mal ha hecho". Comienza a ver claramente las
relaciones de las cosas, a juzgar bien a las personas, y aquel
fondo de honestidad, que ciertamente había en él, sale poco a
poco y se manifiesta con libertad; hay diferencia entre nosotros y
él, somos distintos, él representa un tipo distinto de humanidad.
Hasta este punto sale a flote solamente su honestidad humana;
pero a un cierto punto, al ver cómo sufre Jesús y su modo de
abandonarse, en el sufrimiento, en las manos del Padre, da el paso
decisivo de la confianza y sale con esta oración: "Jesús, acuérdate
de mí cuando estés en tu Reino".
Notemos que por primera vez en el Evangelio se llama a Jesús
por su nombre y con mucha familiaridad (los Apóstoles lo llaman
Señor o Maestro). Aquí, la comunión en el sufrimiento, ha llevado
rápidamente a esa amistad que es capacidad de entenderse hasta
el fondo: ve en Jesús un amigo, se siente comprendido
perfectamente y sabe que puede dirigirse con el apelativo más
inmediato: "Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino". De
ese modo expresa su amistad, su fe, su abandono en la potencia
de Dios que obra en Jesús: es un hombre que ha comprendido
perfectamente el Evangelio, ha comprendido que en aquel
crucificado se manifiesta la potencia de Dios, se revela un modo de
vivir distinto del que él ha vivido, un modo de vivir fraterno que él
mismo, desde este momento, puede realizar con una palabra de
amistad. Si la amistad existe, se puede confiar el uno del otro, y si
este amigo es poderoso, me puede ayudar, me puedo abandonar
en él.
He aquí un hombre que en pocos instantes ha vuelto a rehacer
el tejido de relaciones de su vida. Ha pasado de una existencia en
la que todo era sospecha, violencia, hacerse el mal uno al otro, a
una situación en la que hay amistad, fidelidad, confianza,
abandono recíproco y claridad. Detrás de estas cosas hay un Dios
que, si se manifiesta, no podrá sino manifestarse así, con este
nuevo tipo de humanidad amigable, de confianza, de dignidad en
e1 sufrimiento, capaz de nuevas relaciones.
Y entonces he aquí la respuesta de Jesús: "En verdad te digo,
hoy estarás conmigo en el Paraíso".
Es la primera persona a quien Jesús acoge en su salvación, el
primer evangelizado. Evangelizado sin la resurrección,
evangelizado por la gloria de Dios que resplandece en el modo
como Jesús afronta su acontecimiento de sufrimiento y de
injusticia.
Son cosas que nosotros apenas alcanzamos a comprender, que
logramos expresar difícilmente con palabras, porque
comprendemos que -como por aquellas realidades encarnadas de
vida en las que se comunican los significados más profundos de la
existencia- no es tanto el análisis de las palabras, sino más bien la
participación interna de lo que Jesús vive, que nos permite
penetrar en su realidad.
Pidamos al Señor poder comprender estas lecciones de
evangelización y de fuerza que nos vienen de la Pasión de Jesús.
Son realidades que nos revela sobre todo la oración, y con las que
la Iglesia nos alimenta continuamente, porque son ellas las que la
regeneran en su verdadero ser de Iglesia al servicio, de Iglesia
disponible, de Iglesia capaz de crear una nueva forma de hombre,
un hombre que represente, en medio de la historia de crueldad y
de injusticia, la gloria y la potencia de Dios.
CARLO M.
MARTINI
EL EVANGELIZADOR EN SAN LUCAS
PAULINAS.BOGOTA 1983.Págs.
102-112