¿DONDE ENCONTRAMOS HOY A CRISTO RESUCITADO?


La resurrección abrió una nueva dimensión y descubrió un nuevo 
horizonte en la comprensión de la realidad. En Cristo se manifestó la 
meta hacia la cual se dirigen el hombre y el propio cosmos: total 
realización y plenitud cósmico-humano-divina. En él, glorificado en su 
realidad material, descubrimos el destino futuro del hombre y de la 
materia. El está presente en la realidad cósmica, en la realidad 
humana, personal y colectiva, de manera anónima o patente, 
culminando en la Iglesia católica, sacramento primordial de la 
presencia del Señor. El sentido de ser cristiano es intentar 
constantemente reproducir de nuevo, dentro de la vida, lo que 
apareció en su máxima intensidad y se hizo fenómeno histórico en 
Jesús-Verbo encarnado-resucitado.

1. EL CRISTIANISMO NO VIVE DE UNA NOSTALGIA, CELEBRA UNA 
PRESENCIA
El cristianismo no se presentó al mundo como una religión que vive 
de la nostalgia de un hecho feliz del pasado, sino que surgió como 
anuncio y celebración de la alegría de una presencia, la de Cristo 
resucitado. Desde la resurrección, Jesús de Nazaret, muerto y 
sepultado, no vive sólo a través de su recuerdo y de su mensaje 
liberador de la conciencia oprimida. El mismo está presente y vive una 
forma de vida que supera las limitaciones de nuestro mundo, marcado 
por la muerte, y realiza en sí todas sus posibilidades en todas las 
dimensiones. De ahí que resurrección no sea sinónimo de 
reanimación de un cadáver, como fue el caso de Lázaro (Jn 11) o el de 
la hija de Jairo, que necesitaron comer (Mc 5,45) y, por fin, murieron 
nuevamente. La resurrección debe entenderse como la total y 
exhaustiva realización de la realidad humana en sus relaciones con 
Dios, con el otro y con el cosmos. La resurrección es, pues, la 
escatologización del hombre que ya alcanzó el fin del proceso evolutivo 
y quedó inserto en la realidad divina. Con la resurrección, Cristo no 
dejó este mundo, sino que lo penetró en profundidad y ahora está 
presente en toda la realidad, del mismo modo como Dios está presente 
en todas las cosas: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin 
del mundo» (/Mt/28/20). La fe cristiana vive de esta presencia y 
desarrolla una óptica que le permite ver toda la realidad penetrada por 
los resplandores de la resurrección. El mundo se ha hecho, por la 
resurrección de Cristo, diáfano y transparente.

2. COMPRENDER EL MUNDO PARTIENDO DE SU FUTURO YA 
MANIFESTADO
La resurrección abrió una nueva dimensión y descubrió un nuevo 
horizonte en la comprensión de la realidad. En Cristo se manifestó la 
meta hacia que caminan el hombre y el propio cosmos: total 
realización, plenitud cósmico-humano-divina. Los dinamismos 
ascendentes de la realidad encontraron en el resucitado su punto de 
convergencia (cf. Ef 1,10). Con él se inició la nueva creación futura (2 
Cor 4,6). El es el nuevo Adán y la nueva humanidad (Rom 5,14; 1 Cor 
15,21.45; cf. Col 1,15.18), el punto Z y el fin ya alcanzado (Ap 1,17; 
21,6). A partir de este fin conseguido, se puede ver el sentido de todo 
el proceso de la creación y de la liberación. Por eso, en la 
comprensión cristiana del mundo, no sólo el comienzo y el pasado son 
determinantes para descubrir el sentido de la evolución y de la 
totalidad, sino especialmente el futuro, que, manifestado en la 
resurrección, adquiere una particularísima función esclarecedora y 
heurística. En Jesús, glorificado en su realidad material, descubrimos 
el destino futuro del hombre y de la materia. Debido a esto, Jesucristo 
transfigurado posee un valor cognoscitivo y antropológico inestimable y 
absoluto. El provocó una revolución en la interpretación de la realidad. 
Ya no podemos contentarnos con analizar el mundo a partir de la 
creación in illo tempore, sino que debemos comprenderlo a partir de la 
escatología del futuro presente en Jesús resucitado. En él se realizó, 
en el tiempo, lo que para nosotros sólo se dará al fin de los tiempos. El 
es la meta anticipada. A partir del fin, debemos entender el comienzo. 
El plan de Dios sólo se hace transparente y comprensible si se 
considera a partir de su realización y de su término. Entonces se verá 
que, para alcanzar la meta final, el comienzo (la creación del mundo) y 
el medio (la creación del hombre) eran etapas de un plan más vasto 
que llegó a la culminación en Jesús resucitado. A partir de estas 
reflexiones podremos comprender mejor la realidad de la presencia de 
Cristo en el mundo de hoy y también intentar articular algunas 
modalidades de la misma.

3. ¿COMO ESTA HOY PRESENTE CRISTO RESUCITADO?
Hay varias modalidades de presencia de Cristo dentro de la realidad 
que vivimos. Existe la realidad cósmica, humana, personal y colectiva; 
la realidad de la evolución psicosocial, de la Iglesia como comunidad 
de los fieles, de los sacramentos, etc. Y a estos modos de ser 
corresponden modos de presencia de Cristo resucitado, dentro y a 
través de ellos. Analizaremos aquí brevemente las articulaciones más 
generales:

a) El Cristo cósmico: «la historia está grávida de Cristo»
La encarnación, que no es un mito, sino un hecho histórico percibido 
por la fe, significa que Jesús se insertó en la humanidad. Por ser 
hombre-cuerpo, Jesús asume una parte vital de materia. Por esta 
razón se relaciona con nuestro mundo en cosmogénesis. 
Jesús-hombre es el resultado de un largo proceso de evolución 
cósmica. Como cuerpo-espíritu, Jesús de Nazaret era también un nudo 
de relaciones para con la totalidad de la realidad humana y cósmica 
que lo rodeaba. Sin embargo, vivió -para usar el lenguaje semita de la 
Escritura- de forma sárquica- limitado por el espacio en Galilea, en 
Palestina, y por el tiempo, dentro de la cultura judía, bajo la dominación 
de los romanos, en una sociedad sacral, agraria y de relaciones 
primarias, dentro de una comprensión precientífica del mundo, sujeto a 
las fragilidades humanas del dolor y de la muerte, limitado (en cuanto 
al conocimiento y a la interrelación) a las posibilidades que la época 
ofrecía. La presencia de Cristo en este mundo, en cuanto que vivió la 
condición sárquica (sarx = carne, condición humana frágil), se movía 
necesariamente dentro de las limitaciones propias de nuestra 
condición terrestre. La resurrección, no obstante, realizó la total 
apertura del hombre-Jesús a las proporciones de Dios-Jesús. Por la 
glorificación y transfiguración de su condición sárquica, no abandonó 
el mundo y el cuerpo: los asumió plena y profundamente. Su 
capacidad de comunión y comunicación con la materia del mundo fue 
totalmente realizada, de modo que no está presente sólo en el espacio 
y en el tiempo palestinense, sino en la totalidad del espacio y del 
tiempo. El homo absconditus (el hombre escondido), en Jesús fue, por 
la resurrección, transformado en homo revelatus (hombre totalmente 
revelado). Pablo expresa esta verdad diciendo que el Cristo 
resucitado vive ahora en forma de Espíritu (cf. 2 Cor 3,17; 1 Cor 6,17; 
15,45; 2 Cor 3,18; Rom 8,9), y su cuerpo sárquico fue transformado en 
cuerpo pneumático-espiritual (cf. 1 Cor 15, 44).
Al decir que Cristo glorificado es Espíritu, Pablo no piensa todavía en 
el Espíritu en términos de la tercera persona de la Santísima Trinidad, 
sino que quiere expresar el modo de existencia de Jesús resucitado y 
así revelar las reales dimensiones de la novedad de la resurrección: 
Cristo superó todas las limitaciones del espacio y del tiempo terrestres 
y ya vive en la esfera divina de plenitud y total presencia en todas las 
cosas . Así como el Espíritu ocupa todo el universo (Sal 139,7; Gn 1,2), 
así también lo ocupa el Resucitado. La resurrección hizo patente lo 
que estaba oculto: que Cristo Espíritu actuaba en el mundo desde el 
comienzo (Gn 1, 2): era la fuerza creadora en la naturaleza (Jn 37,10; 
cf. Gn 2,7) y en el hombre (Gn 2,7; Sal 104,30; Jn 27,3) ; era el poder 
de Dios, creador de las funciones espirituales de sabiduría, 
inteligencia, sentido artístico y habilidad (Ex 31,3; 35,31; Is 11,2) ; era 
el que, como Espíritu, suscitaba una fuerza corporal extraordinaria (Jue 
14,6.19; 15,14), desencadenaba la palabra entusiasta (1 Cr 12,19; 2 
Cr 15,1; 20,14) y especialmente la palabra profética (2 S 23,2; y 1 R 
22,24; Ez 61,1; 11,5; Zac 7,12; Miq 3,8; Neh 9,30) y dirigía y conducía 
todo a la salvación (Ez 32,15; Sal 143,10; Neh 9,20; Ez 63,11.14). El 
que actuaba así antes latentemente se manifiesta ahora de forma 
evidente, como una explosión inimaginable, por la resurrección. Por 
eso, la resurrección reveló la dimensión cósmica de Cristo, colmando el 
mundo y la historia humana desde sus comienzos.
Se entiende así por qué Pablo no se interesa tanto por el Cristo 
según la carne (limitado y frágil: Cristo katá sárka), sino casi 
exclusivamente por el Cristo según el Espíritu (Cristo katá pneuma, 
abierto a las dimensiones de Dios y de toda la realidad: 2 Cor 5,16). Al 
reflexionar sobre las dimensiones cósmicas del hecho de la 
resurrección y ver en él la meta del plan de Dios sobre el mundo y el 
hombre, los autores del Nuevo Testamento elaboraron los primeros 
elementos de una cristología trascendental y cósmica. Si la 
resurrección había mostrado el fin de los caminos de Dios y 
manifestado plenamente la acción del Espíritu iniciada con la creación, 
podían decir que todo había caminado hacia Cristo como hacia su 
punto de convergencia (Ef 1,10) ; él constituye la plenitud de los 
tiempos (Gal 4,4) y la plenitud de todas las cosas (Ef 1,22-23; 4,10; Col 
2,9-10; 1,19) ; todo fue creado para él y por él (Col 1,16; 1 Cor 8,6; 
Heb 1,2.10; Jn 1,13; Ap 3,14), y en él todas las cosas tienen su 
existencia y consistencia (Col 1,17-18). Tales afirmaciones, de 
extrema gravedad teológica, sólo son posibles y comprensibles si 
admitimos, con el Nuevo Testamento, que Jesús resucitado reveló en 
sí el fin anticipado del mundo y el sentido radical de toda la creación. 
Si Cristo es el fin y punto Omega, el comienzo de todo está en función 
de él, y por su causa todo ha sido hecho. Entonces el primer hombre 
no fue Adán, sino Cristo. Dios, al crear a Adán, tuvo a Cristo en su 
pensamiento. Cristo se constituye como el mediador de todas las 
cosas. Pero eso sólo fue revelado y manifestado a la conciencia de la 
fe por el acontecimiento de la resurrección, cuando se hizo patente lo 
que estaba oculto en Jesús de Nazaret.
J/UBICUIDAD-COSMICA: Los sinópticos expresan esta fe 
mostrando, por la genealogía de Jesús, que hacia él había caminado 
toda la historia desde Abrahán (Mt 1-17) o, mejor dicho, desde Adán 
(Lc 3,23-38). Juan dará un paso más y dirá que la propia historia del 
mundo material depende de él, porque «sin él no se hizo nada de 
cuanto existe» (Jn 1,3). Juan usa una palabra que, para sus oyentes, 
tenía una función mediadora, reveladora y salvífica de orden cósmico: 
Logos. Anuncia que Jesús es el Logos (palabra, sentido) y dice a los 
destinatarios de su evangelio que el sentido secreto que abarca todo 
el universo y se esconde en cada ser y en cada hecho no permaneció 
como una idea abstracta, sino que, cierto día, se hizo carne y puso su 
tienda entre nosotros (Jn 1,14). Quien, como Jesús, introdujo la nueva 
creación tuvo también que colaborar en la vieja. Por eso fue y es 
creado como el primero y el último (Ap 1,17), el comienzo y el fin; 
creación y consumación deben corresponderse: «he aquí que hago 
tanto lo primero como lo último». La cristología cósmica, como 
especulación y fe, quiere fundamentalmente profesar que Cristo es el 
comienzo, el medio y el fin de los caminos de Dios y la medida de todas 
las cosas. En la epístola a los Efesios se dice que la totalidad del 
cosmos está en él resumida y colocada como debajo de una sola 
cabeza (1,10). En este sentido, el ágraphon (palabras de Cristo no 
contenidas en los evangelios) del logion 77 del evangelio apócrifo de 
Tomás expresa bien la fe de la comunidad primitiva que es también la 
nuestra. Allí habla Cristo resucitado: «Yo soy la luz que está sobre 
todas las cosas. Yo soy el universo. El universo salió de mí y retornó 
hacia mí. Corta un pedazo de leña y yo estoy allí dentro; levanta una 
piedra y yo estoy debajo de ella». Aquí se profesa la ubicuidad 
cósmica del Resucitado. Los sentidos no sienten y los ojos no pueden 
captar el corazón de las cosas. La fe nos abre un acceso iluminador a 
la intimidad última del mundo, hasta donde él se revela como templo de 
Dios y del Cristo cósmico transfigurado. El Señor no está lejos de 
nosotros; los elementos materiales son sacramentos que nos colocan 
en comunión con él, pues ellos, en lo más íntimo de su ser, pertenecen 
a la propia realidad de Cristo. Con otras categorías lo expresa también 
Mateo, cuando pone las siguientes palabras en boca del Resucitado: 
«Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (28,20). 
Y Agustín, con su típico realismo, comentaba: «La historia está grávida 
de Cristo».

b) Cristo y el cosmos
Un lector moderno, al cabo de estas reflexiones, podría preguntarse: 
¿No será que toda esta reflexión sobre el Cristo cósmico obedece a 
una concepción tolomeica del cosmos, para la cual la tierra o nuestro 
sistema solar es todavía el centro de todo? Las ciencias modernas 
nos hablan de las dimensiones indefinidas de nuestro universo. Los 
sistemas cerrados dependen de nuestro punto de vista. La realidad de 
los espacios siderales, poblados de millones y millones de galaxias, 
nos obliga a pensar en sistemas abiertos, donde nada prácticamente 
es a priori imposible. Esto no deja de reflejarse en nuestras 
afirmaciones religiosas, tanto más cuanto éstas se presentan a 
menudo con carácter dogmático, infalible e irreformable. ¿No habrá 
otros seres espirituales en otros planetas de otros sistemas?. ¿Cuál 
será su relación con Jesús de Nazaret y con Cristo resucitado? 
¿Necesitarán también ellos de redención? Y si no la necesitaran, 
¿cómo deberíamos representar la función de la encarnación de Dios? 
¿También a ellos se habría comunicado el Verbo u otra persona divina 
en forma encarnada? ¿Podremos seguir hablando de una unidad en el 
plan divino de la creación, de la redención y de la consumación? Quizá 
alguien diga que estas preguntas son ociosas y sin sentido porque no 
poseemos las condiciones necesarias para responderlas 
adecuadamente. Creemos que nadie tiene derecho a limitar la 
capacidad humana de preguntar y discutir especialmente en el campo 
religioso, donde tocamos deslumbrados el misterio absoluto de Dios, 
que jamás puede ser aprehendido por ninguna definición ni 
armonizado dentro de un sistema de comprensión. Este problema 
preocupó ya al joven Paul Claudel, a Teilhard de Chardin y al gran 
escritor y teólogo laico austríaco Reinhold Schneider, que convirtió 
tales cuestiones en un drama personal de su vejez. Desesperado, se 
preguntaba: «Si reconocemos los signos de Cristo en la historia, 
¿podremos reconocerlos también en el cosmos? Es osadía invocar al 
cosmos como testimonio de Jesucristo. El Señor vivió y anduvo por el 
estrecho camino de los hombres. Como Sócrates, buscó solamente al 
hombre y respondió a su existencia ofreciéndole una oportunidad 
personal; el enigma que el cosmos abre... eso no lo percibió». Teilhard 
respondía al problema introduciendo una reflexión nueva, exhaustiva, 
de su meditación sobre el proceso de complejidad-conciencia de la 
curva evolutiva: existe la infinita grandeza de los espacios siderales; 
frente a ella el hombre parece realmente una magnitud despreciable, 
perdido como un átomo errante por los infinitos espacios vacíos. 
Existe de igual modo la infinita pequeñez del macrocosmos, que se 
comporta probablemente de acuerdo con la misma estructura del 
macrocosmos. Pero existe además otra grandeza, la infinita 
complejidad de la conciencia humana que sabe que existe, que se da 
cuenta de su pequeñez y de que eso exactamente es lo que constituye 
su grandeza. Es pequeña y cuantitativamente despreciable. Pero 
posee una cualidad nueva que la hace mayor y más noble que todas 
las grandezas físicas y matemáticas imaginables: puede pensar y, 
especialmente, puede amar. Un único acto de amor, señalaba 
excelentemente Pascal, vale más que el universo físico entero. En 
esta cualidad nueva de la autoconciencia el cosmos llega a la máxima 
unidad y convergencia. Por eso, en el hombre se da el sentido de la 
totalidad. Y Teilhard deducía la siguiente conclusión: el mundo no 
puede tener dos cabezas; sólo Cristo puede ser el centro, su motor, su 
Alfa y Omega".
Dentro de semejante perspectiva teilhardiana podemos profundizar 
su intuición y preguntar de qué manera Cristo podrá estar presente y 
colmar el cosmos todo. La siguiente reflexión nos podrá aportar, quizá, 
alguna luz: la totalidad de la realidad, que percibimos y que nuestros 
instrumentos de indagación nos revelan cada vez mejor, no se 
presenta caótica, sino profundamente armoniosa. Hay una unidad 
radical que trasciende y vincula a todos los seres entre sí. Las cosas 
no están desordenadas, unas en medio o por encima de las otras. El 
mundo es fundamentalmente un cosmos, como la genial intuición de 
los griegos lo percibió muy bien. ¿Qué es lo que hace del mundo una 
unidad y una totalidad? ¿Cuál es el principio que une a los seres en el 
ser y en una estructura invisible de totalización? Este problema 
trasciende los límites de las ciencias que estudian campos específicos 
de la realidad y exige una reflexión de orden metafísico que se 
pregunta por el todo en cuanto todo. Entonces, ¿qué es lo que hace 
de todas las cosas, aun de las más distintas en el cosmos, un todo? 
Leibniz, que también vio el problema, respondió proponiendo la teoría 
del vínculo sustancial que comprende todo, uniendo un ser con otro. 
Para él, como para M. Blondel, que tomó la teoría de Leibniz, Cristo 
resucitado sería el vínculo sustancial, el «amante supremo que atrae y 
une por arriba, peldaño por peldaño, la jerarquía total de los seres 
distintos y consolidados... Es aquel sin el cual todo lo que se hizo 
volvería a la nada». Evidentemente, un Cristo concebido de este modo 
no puede ser representado como un hombre cósmico, preso dentro de 
nuestras categorías y coordenadas espacio-temporales. Es el Cristo 
resucitado que superó estas limitaciones y ahora está presente no de 
manera física, sino pneumática. Es decir, está presente en el corazón 
de las cosas, en la realidad transfísica que forma una unidad con todos 
los seres y que puede ser comparada con la presencia y ubicuidad del 
Espíritu (Pneuma) divino, que ocupa todo, constituye el meollo más 
profundo de cada ser, sin eliminar su alteridad creacional. Como 
resulta evidente, se trata aquí de una especulación metafísica cuya 
representación en categorías de imaginación debe ser evitada para 
que no se formen innecesariamente mitos y monstruos.
Pero, en cualquier caso, cabe preguntar si existen otros seres 
racionales en el cosmos. A la fe no le repugna su existencia. Por el 
contrario, en razón de la inmensidad inimaginable del universo y del 
fracaso de la humanidad para ser el sacerdote cósmico por el cual se 
da gloria a Dios, es posible postular que haya otros seres espirituales 
que desempeñen esta función sacerdotal mejor que el hombre. Como 
veremos más adelante, si decimos que la encarnación del Logos 
eterno pertenece al orden de la creación, querida por Dios para ser 
exactamente el receptáculo de su entrada en ella, entonces podremos 
decir que, si el Logos eterno que ocupa toda la realidad apareció en 
nuestra carne, asumiendo las coordenadas evolutivas de nuestro 
sistema galáxico, nada impide que este mismo Logos eterno haya 
aparecido y asumido las condiciones espirituales y evolutivas de otros 
seres en otros sistemas. Ya Tomás de Aquino reflexionaba: «Por el 
hecho de la encarnación, en nada disminuyó el poder del Padre y del 
Hijo. Por consiguiente, parece que, después de la encarnación, el Hijo 
puede asumir otra naturaleza humana ... " (S. Th. III, 3, 7 sed contra; 
III Sent. dist. 1, 2, S). De esta manera realizaría la misión para la que 
fue destinado desde toda la eternidad: asumir y divinizar la creación. 
El modo de redención, tal como se realizó aquí en la tierra, sería sólo 
una forma concreta entre otras tantas, por las que el Verbo de Dios se 
relaciona con la creación. Nada impide que hayan podido encarnarse 
las otras personas divinas. El misterio del Dios Trino es tan profundo e 
inagotable que jamás puede reducirse a una concreción como la que 
se realizó dentro de nuestro sistema galáxico y terrestre.
La Biblia habla únicamente de la historia de la salvación humana. No 
especula sobre otras posibilidades, porque en el tiempo en que fue 
redactada estos problemas eran simplemente inexistentes. Nosotros, 
en cambio, nos enfrentamos hoy con tales cuestiones y hay que agotar 
las posibles respuestas dentro de un horizonte más amplio, a partir del 
propio misterio de Dios y de su relación para con la creación.
Intentando responder a la pregunta formulada anteriormente 
-¿interesa Jesús solamente a la tierra o a todo el cosmos?- diríamos 
hipotéticamente que Jesús, por ser un hombre como nosotros y 
además es el Logos que asumió nuestra condición, interesa solamente 
a nuestra historia. Pero Jesús de Nazaret no es solamente un hombre: 
forma una unidad inconfundible e indivisible con el Logos eterno de 
Dios, segunda persona de la Santísima Trinidad. En este sentido 
interesa a la totalidad de la realidad. EI Logos, que comprende todo y 
que puede haber asumido en otros sistemas otras condiciones 
diversas de las nuestras, aquí se llamó Jesús de Nazaret. Por la 
resurrección, proyectó la realidad Jesús a las dimensiones de todo el 
cosmos. Pero debemos hacer todavía una restricción. Es cierto que el 
cosmos permite otras dimensiones y consecuentemente otra relación 
con Dios y con su comunicación por el Verbo, diferente de la realizada 
por Jesús de Nazaret. Sin embargo, para nosotros, ésa fue la forma 
con que Dios nos brindó su gracia; para eso nos creó, redimió y 
glorificó en Jesucristo. Y el hecho de que éste no sea el único modo 
absoluto de comunicación de Dios con su creación no disminuye en 
nada su valor para nosotros. Lo que debemos hacer es mantenernos 
abiertos a las infinitas posibilidades del misterio de Dios, para que, 
tanteando, podamos vislumbrarlas y, vislumbrándolas, podamos 
cantarlas y celebrarlas.

e) El hombre, principal sacramento de Cristo
Si todo fue creado por, para y en Cristo de forma que todo posee 
rasgos del rostro de Cristo, quiere decir de modo muy especial que el 
hombre es hermano suyo por la humanidad. El hombre no es sólo 
imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26); es también imagen y 
semejanza de Cristo (Rom 8,29; Col 3,10). Primeramente, Cristo es la 
imagen de Dios por excelencia (2 Cor 4,4; Jn 6,15; Col 1,15; Flp 2,6; 
Col 3,9-10; Ef 4,24; Rom 8,29; 1 Cor 15,49; 2 Cor 3,18) ; el hombre lo 
es después en cuanto que fue pensado y creado en él y por él. Así lo 
afirmaron especialmente Tertuliano y Orígenes. Por el simple hecho 
de la creación, el hombre queda constituido en imagen y semejanza de 
Cristo. La encarnación y la resurrección revelaron con mayor 
profundidad esta grandeza. Cada hombre es de hecho hermano de 
Jesús y, de alguna forma, participa de su realidad. La resurrección 
perpetúa y profundiza la participación de Cristo en cada hombre. El, 
como glorificado, presente en cada ser y en cada hombre, está 
actuando y haciendo fermentar el bien, la humanidad, la fraternidad, la 
comunión y el amor en todos los hombres y en cada uno, donde quiera 
que esté. Pero ¿en qué sentido podemos decir que cada hombre es el 
lugar donde encontramos a Dios y a Jesucristo? El prójimo, cuando es 
amado, aceptado como es en su grandeza y en su pequeñez, revela 
una trascendencia palpable. Nadie se deja definir, nadie puede ser 
encuadrado dentro de una situación. Ese algo más que escapa 
continuamente, que es el misterio íntimo de cada persona, constituye 
su trascendencia.
El otro es el lugar donde yo percibo la trascendencia y también la 
presencia viva y concreta de la trascendencia. A esta trascendencia la 
llamamos Dios. Dios no está lejos del hombre, es su máxima 
profundidad. En Jesús, Dios apareció de forma concreta, asumiendo 
nuestra condición humana. Por eso, cada hombre recuerda al hombre 
que fue Jesús. Aceptar al pobre como pobre es aceptar a Jesús 
pobre. El se esconde detrás de cada rostro humano. La fe nos manda 
mirar con profundidad el rostro del hermano, amarlo, darle de comer, 
de beber, vestirlo y visitarlo en la cárcel, porque visitándolo, 
vistiéndolo, dándole de beber y de comer, estamos hospedando y 
sirviendo al propio Cristo. Por eso, el hombre es la mayor aparición no 
sólo de Dios, sino también de Cristo resucitado en medio del mundo. 
Quien rechaza a su hermano, rechaza al propio Cristo, porque quien 
repele la imagen y semejanza de Dios y de Cristo repele al propio Dios 
y al propio Cristo (cf. Gn 9,6; Mt 25,42-43). Sin el sacramento del 
hermano, ninguno podrá salvarse. De esta manera se evidencia la 
identidad del amor al prójimo con el amor a Dios 1. El hombre encierra 
en sí también esta posibilidad realizada en Cristo, y eso funda en él su 
radical dignidad y última sacralidad, sólo penetrada por Dios mismo (Ap 
2,27). Solamente por la fe sabemos que el Señor está presente en 
cada hombre. Con nuestra propia resurrección, que será semejante, 
veremos y gozaremos y amaremos, amaremos y entenderemos nuestra 
fraternidad con Jesucristo encarnado y resucitado (cf. 1 Jn 3,2).

d) Presencia de Cristo en los cristianos anónimos
Jesús resucitado está presente y actúa de modo especial en 
aquellos que, en el vasto ámbito de la historia y de la vida, llevan su 
causa adelante. Independientemente de la coloración ideológica y de 
la adhesión a alguna religión o credo cristiano, siempre que el hombre 
busca el bien, la justicia, el amor humanitario, la solidaridad, la 
comunión y el entendimiento entre los hombres, siempre que se 
empeña en superar su propio egoísmo, en hacer este mundo más 
humano y fraterno y se abre a una trascendencia que da sentido a su 
vida, ahí podemos decir, con toda certeza, que el Resucitado está 
presente porque sigue adelante la causa, por la que él vivió, sufrió, fue 
procesado y también ejecutado. «El que no está contra nosotros, está 
con nosotros" (Mc 9,40; Lc 9,50), dijo también el Jesús histórico 
derribando así las barreras sectarias que dividen a los hombres y que 
impiden considerar hermanos a quienes no se adhieren al propio 
credo. Todos los que se asocian a la causa de Jesús están 
hermanados con él, y él actúa en ellos para que haya en este mundo 
mayor apertura al otro y mayor lugar humano para Dios. Cristo no vino 
a fundar una religión nueva: vino a traer un hombre nuevo (Ef 2,15) 
que no se define por los criterios establecidos en la sociedad (Gál 
3,28), sino por su entrega a la causa del amor, que es la causa de 
Cristo. Como Espíritu, Jesús resucitado actúa donde quiere. En la 
plenitud de su realidad humana y divina, trasciende todas las posibles 
barreras opuestas a su acción, de lo sacro y de lo profano, del mundo 
y de la Iglesia, del espacio y del tiempo. Alcanza a todos, 
especialmente a los que luchan en sus vidas por aquello por lo que el 
propio Jesús luchó y murió, aun cuando no hagan una referencia 
explícita a él y a su significado salvífico universal. De ahí que puedan 
ser llamados cristianos anónimos o implícitos.

e) Presencia de Cristo en los cristianos explícitos
Cristo resucitado está presente de manera más profunda en quienes 
se han propuesto seguirlo e imitarlo por la fe, por el amor, por la 
adhesión explícita y evidente a su divina realidad y significación 
absoluta para nuestra exigencia ante Dios. En una palabra: Cristo está 
presente de forma cualificada en los cristianos. Cristiano es 
fundamentalmente la persona que se decide a imitar y seguir a Cristo. 
El bautismo es el símbolo de tal propósito. Por su parte, el sentido de 
la imitación de Cristo es en sí sencillo: intentar comportarse en la 
propia situación existencial como Cristo se comportó en la suya. De 
esta manera, el esclavo ultrajado sufrirá como Cristo, que, al ser 
insultado, no replicó con insultos, y al ser atormentado, no amenazó (1 
Pe 2,23). Imitar a Cristo no es copiar o remedar sus gestos; consiste 
en poseer la misma actitud y el mismo espíritu de Jesús, encarnándolo 
en la situación concreta, que es diferente de la de Jesús; imitar es 
«tener entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 
2,5), ser como él, abnegado, sentir con los otros e identificarse con 
ellos, perseverar en el amor y en la fe, en la bondad del corazón 
humano hasta el fin y, en función de eso, no tener miedo a criticar y 
discutir una situación religiosa o social que no humanice al hombre, 
que no le libere para el otro y para Dios; es tener el coraje de ser 
liberal y, al mismo tiempo, mantener el equilibrio; usar fantasía 
creadora y ser fiel a las leyes que ayudan al clima de amor y de 
comprensión humana, a semejanza de Cristo. Una forma más radical 
de la imitación es seguir a Jesús. En la época de su vida terrestre, 
seguirlo significaba andar con él, ayudarlo a anunciar la buena nueva 
de que el mundo tiene un futuro totalmente reconciliado con Dios, con 
el hombre y consigo mismo (Mc 1,17; 3,4-15; 6.,7.13; Lc 9,1-6; 
10,1-20) y participar de su destino, incluso con riesgo de la propia vida 
y de muerte violenta (Mc 8,34; Mt 16,24; Lc 9,23; 14,27). Después de 
la resurrección, cuando ya no se podía hablar de seguir a Cristo, 
porque en ese momento había pasado a ser celestial, de visible a 
invisible, se interpretó la expresión o se le dio un nuevo significado: 
seguir a Cristo y ser su discípulo (Hch 11,26), supone unirse a él por la 
fe, por la esperanza, por el amor, por el Espíritu (1 Cor 6,17), por los 
sacramentos (Rom 6,3ss; 1 Cor 11,17-30) y así estar en él y formar 
con él un cuerpo (1 Cor 12,27; Rom 12,5). Esto es lo que se llamó ser 
cristiano. Este seguir a Jesús no debe ser reducido a una categoría 
moral; unidos así profundamente a Cristo resucitado, él está en 
nosotros, nos incluye en su nueva realidad de tal forma que, dentro del 
viejo hombre marcado por la ambigüedad pecado-gracia, 
justicia-injusticia, comienza a crecer el hombre nuevo (2 Cor 5,17; Ef 
2,15; 4,22-24) que con la muerte terminará en la resurrección (1 Cor 
6,14; 2 Cor 5,8; Flp 1,20-23). En todos los cristianos sinceros, aun en 
aquellos que no se hallan en comunión plena con la Iglesia católica, 
está el Resucitado presente; por eso, «merecidamente son 
reconocidos como hijos de la Iglesia, como hermanos en el Señor».

f) La Iglesia católica, sacramento primordial de la presencia del 
Señor
Cristo resucitado, que llena todo el cosmos, que se halla presente en 
cada hombre, que se manifiesta por la fe en todos los que llevan su 
causa adelante y que constituye un fenómeno en los cristianos 
explícitos, alcanza el mayor grado de concreción histórica en el católico 
que está en posesión del Espíritu Santo (cf. Lumen gentium n. 14). La 
Iglesia, comunidad de los fieles, forma el cuerpo de Cristo resucitado. 
Ella es cuerpo, no a semejanza del cuerpo sárquico (carnal) de Jesús, 
sino de su cuerpo pneumático (resucitado) . Este cuerpo, por tanto, no 
está limitado a un determinado espacio, sino que, ya liberado, se 
relaciona con la totalidad. La Iglesia local, donde se oye la palabra de 
Dios, donde la comunidad se reúne para celebrar la presencia del 
Resucitado en la mesa eucarística, y donde vive el vínculo del amor, 
de la fe, de la esperanza, de la caridad y de la comunión con la 
jerarquía, da forma concreta al Señor presente. Por ser pneumático, el 
cuerpo del Señor no se restringe solamente a la Iglesia, pero en ella se 
hace presente de forma única: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues», 
dijo el Resucitado a Saulo, que perseguía a los cristianos para 
matarlos (Hch 9,2).
En el magisterio infalible, en los sacramentos y en el anuncio y 
gobierno ortodoxos, Cristo resucitado se hace presente sin ninguna 
ambigüedad: es él quien bautiza, consagra y perdona; es él quien 
enseña cuando la Iglesia, de forma solemne e infalible, establece, en 
asuntos de fe y moral, orientaciones para toda la Iglesia universal; es 
él quien gobierna cuando la Iglesia, en asuntos de su catolicidad y 
colegialidad con el papa, toma decisiones que atañen a todo el pueblo 
de Dios. La Iglesia se constituye de esta manera en el sacramento 
primordial de la presencia del Señor resucitado. En la palabra, 
especialmente en la oración y meditación de sus misterios, el Señor 
está presente, como él lo prometió (Mt 18,20) ; «en la liturgia, Dios 
habla a su pueblo, Cristo continúa anunciando su evangelio», 
comentaba excelentemente la Constitución Litúrgica del Vaticano II (n. 
33). De hecho, los actos litúrgicos, gestos, palabras y objetos 
sagrados asumen un carácter simbólico: simbolizan el encuentro del 
Resucitado con sus fieles y lo hacen mistéricamente presente en el 
viejo mundo. En ellos, y a través de ellos, Cristo se comunica y el 
hombre experimenta su proximidad. No obstante, en la eucaristía es 
donde el Señor resucitado adquiere el máximo grado de densidad y de 
presencia; la transustanciación del pan y del vino localizan al 
Resucitado bajo especies totalmente circunscritas: aquí está él, en la 
totalidad de su misterio y en la realidad de su transfiguración. El pan y 
el vino exhíben y contienen, bajo la frágil realidad material, al Señor 
mismo, en el pleno realismo de su humanidad transfigurada, 
entregándose a todos, como siempre lo hiciera en su existencia 
sárquica y ahora, de forma cabal, en su existencia pneumática. El 
tornar y comer su cuerpo y sangre significan el sentido radical de su 
entrega: incluirnos en su propia vida, entrando en la nuestra, porque 
«la participación en el cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa 
sino transformarnos en aquello que recibimos» (Lumen gentium. 26). 
Comiendo el cuerpo de Cristo en la eucaristía, el pueblo de Dios se 
torna también cuerpo de Cristo. La presencia eucarística no constituye 
un fin en sí, sino que es el medio por el que Cristo quiere vivir en la 
intimidad de los suyos. La eucaristía celebra la entrega y 
autocomunicación del Señor: «Este es mi cuerpo (yo) que he 
entregado por vosotros... Este es el cáliz de mi sangre (vida) que he 
derramado por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los 
pecados». Quien recibe la eucaristía debe vivir de la entrega y de la 
apertura a los otros. La eucaristía es una llamada a la reciprocidad, 
vivida también fuera del sacramento, dentro de la vida, a fin de que el 
católico sea transparencia y sacramento de la presencia del 
Resucitado en el mundo.

4. CONCLUSIÓN: EL ORGULLO DE LOS CRISTIANOS
El Señor transfigurado, presente en todos los hombres, destina a los 
cristianos y a los católicos a una misión: ser imagen y signo de él en el 
mundo. Muchas veces, por nuestro modo de ser y de actuar, nos 
convertimos en contrasigno del Señor y de su causa; en vez de ser un 
syn-bolon de Cristo (signo que habla y lleva hacia Cristo), nos 
transformamos en dia-bolon (signo que separa y divide). Otras veces, 
las Iglesias sucumben a la tentación y, en lugar de representar a 
Cristo, lo sustituyen. En vez de llevar a los hombres a Cristo, los 
atraen solamente a sí mismas. En ocasiones no se crea el silencio 
suficiente para que su voz se haga oír. A las Iglesias se aplican, sobre 
todo, las palabras de Juan Bautista: «Es preciso que él crezca y que yo 
disminuya» (Jn 3,30). Todos los cristianos deberían vivir en sí el 
sentido de la taza: su orgullo está en la bebida, su humildad en el 
servir, como escribía en su diario íntimo Dag Hammarskjóld en 1954. 
El sentido de ser cristiano es intentar reproducir constantemente en su 
vida lo que hizo Jesucristo: crear espacio, para que él, a través de 
nuestra existencia y comportamiento, pueda aparecer e invitar a los 
hombres. Cada cristiano y la Iglesia toda deberían comportarse como 
el amigo del novio: «El que tiene a la novia es el novio, pero el amigo 
del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio» 
(Jn 3,29). ¿Podemos decir con Juan: "Este gozo se tornó mío y fue 
completo?» (ibíd.). «No es el aceite, no es el aire, sino el punto de 
combustión, el punto de claridad que hace nacer la luz. Tú eres 
únicamente la lente en el haz de luz. Puedes sólo recibir, dar y poseer 
la luz, como hace la lente. Si luchas por ti mismo y por tus derechos 
impides que el aceite y el aire se encuentren en la llama; robas la 
transparencia de la lente. La santidad debe apagarse para que pueda 
nacer, debe apagarse para que pueda concentrarse y ser irradiada» 
(Dag Hammarskjóld).
La resurrección de Cristo trajo una óptica nueva en la visión del 
mundo. Sólo por la fe descubrimos lo recóndito de las cosas, el punto 
donde se relacionan con Dios y con el Cristo cósmico, que ahora, 
resucitado, ha penetrado en el corazón de la materia y de toda la 
creación. En la situación terrestre, como viajeros y tanteadores de las 
realidades definitivas, poco experimentamos de todo eso. Pero nos 
consolamos con las palabras de Pedro: «A quien amáis sin haberlo 
visto; en quien creéis, aunque de momento no lo veáis, rebosando de 
alegría inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la 
salvación de las almas» (1 Pe 1,8).

LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD
MADRID 1981. Pág. 217-234