Cristo es el verdadero y auténtico camino

Lo que todo camino significa pero no puede conceder. 
Cristo lo concede. Durante la vida terrena los hombres recorren muchos caminos. Pues muchos caminos invitan a ser recorridos, caminos del cuerpo y caminos del espíritu y del corazón. Los hombres recorren las calles porque esperan llegar por ellas a la meta que su corazón anhela. Cuando un camino engaña porque es falso, el hombre recorre otro. Pero en definitiva tiene que reconocer que todos los caminos de la tierra son callejones sin salida. Ninguno lleva más allá del mundo. Se interrumpen donde termina lo terreno y vuelven de nuevo sobre sí mismos. Hacen un círculo. Pero el corazón humano anhela una realidad distinta de todas las realidades de la experiencia y que está más allá del mundo. Sin embargo, el hombre no puede encontrar ningún camino hacia ella. En esta situación se oyen las palabras del Señor: "Yo soy el verdadero camino." Cristo es el verdadero camino porque conduce hasta donde ningún otro camino puede conducir y hasta donde el hombre tiene que llegar, sin embargo, para alcanzar la meta de su anhelo. Cristo no es sólo el indicador ni sólo el maestro de quien el hombre puede saber hacia dónde va el camino, sino que es el camino mismo que tiene que recorrer (/Jn/14/01). 

Cuando Cristo dice que El es el camino no se trata de una mera 
información, sino de una invitación. Llama a los hombres a seguir el 
camino que es El mismo. El hombre sigue esta invitación cuando se 
dirige a Cristo en la fe. Mientras se une a Cristo en la fe no puede 
ver patentemente el carácter de camino de Cristo. Pero en la vida 
celestial el hombre sabrá inmediatamente que en Cristo puede 
apoderarse de la realidad que anheló poseer. En Cristo puede 
poseer continuamente la realidad del Padre mismo. Cristo lo lleva al 
Padre. El es el Hijo que tiene derecho a disponer de la casa de su 
Padre. Puede llevar a los unidos con El a la casa del Padre sin 
tener que temer que El mismo o éstos sean rechazados por el 
Padre. Invita a sus amigos al banquete amistoso y solemne en la 
mesa de Dios sin que El o los invitados tengan que preocuparse ni 
temer que el Padre los aparte de la mesa (lo. 14, 2; Mt. 25, 1-12; 
22, 1-14; Lc. 13, 25; 22, 29). Hace aún más y El mismo lo sirve en el 
banquete celestial (Lc. 12, 37; lo. 13, 1-17; Mt. 20, 28; Lc. 22, 26; 
Mar. 10, 45). Mediante ese servicio les regala continuamente el 
amor del Padre y con ello la bienaventuranza de ser amados y 
poder amar. Es el mayor servicio que puede hacerse a un hombre 
(J. Pinsk, Die sakramentale Welt, 1937, págs. 83-88). Les permite 
participar de su reino (Lc. 22, 28-30), de su libertad de las formas 
transitorias y perecederas de esta tierra, de su vida de gloria. 
El encuentro celestial con Cristo es, por tanto, un encuentro con 
el hermano y con el Señor, que por su parte se realiza como 
continuo encuentro con el Padre. 
San Cipriano describe el cielo desde este doble punto de vista de 
la manera siguiente: 
"Cuando muramos entraremos a través de la muerte en la 
inmortalidad, y no puede seguir la vida eterna si antes no se nos ha 
concedido partir de aquí abajo. Esto no es ninguna desaparición 
para siempre, sino sólo un paso y un tránsito hacia la eternidad 
después de haber transcurrido la vida temporal. ¿Quién no se 
apresurará hacia lo mejor? Y ¿quién no deseará ser transformado y 
transfigurado lo antes posible a imagen de Cristo y de la gloria de la 
gracia celestial, como dice el Apóstol San Pablo? Que tendremos 
esas propiedades lo promete también Cristo, el Señor, cuando 
ruega por nosotros que estemos con El y podamos alegrarnos con 
El en la morada eterna y en el reino celestial. Quien quiera llegar a 
la sede de Cristo, a la gloria del reino celestial no puede 
entristecerse y lamentarse, sino que tiene que manifestar sólo 
alegría en razón de la promesa del Señor y en razón de su fe en la 
verdad de este su viaje y traslación" (Sobre la inmortalidad, núm. 
22; BKV I, 250 y sig.). 

Según esta descripción el cielo no es primariamente una posesión 
objetiva, sino un encuentro personal, un encuentro de amor 
perfecto y bienaventurado. La participación en la vida del Señor 
implica la participación en la vida trinitaria de Dios.
(·SCHMAUS-7.Pág. 532 s.)