Consonancia entre el testimonio de la Escritura y el dogma cristológico 

En la conferencia anterior nos hemos limitado al testimonio de los 
evangelios sobre Jesús. La conclusión a la que hemos llegado es 
que el título definitivo de la fe en Jesús -Hijo- corresponde 
exactamente a la imagen histórica de Jesús que los textos nos 
permiten reconocer: el centro de su vida fue el contacto permanente 
con su Padre, la intimidad de su oración. La cristología que se 
expresa en el título «Hijo» es, en el fondo, teología de la oración, 
concentración de la experiencia que los testigos tuvieron de la 
persona de Jesús.
En esta conferencia damos un paso más: abordamos la cristología 
del dogma, es decir, la cristología de los grandes concilios de la 
Iglesia antigua: Nicea, Calcedonia, Constantinopla. La palabra clave 
de estos concilios es omooúsios (de la misma sustancia), que ya 
se introdujo en el Símbolo del 325, en el Concilio ecuménico de 
Nicea. Con esta palabra, los Padres del Concilio expresaron su 
síntesis entre pensamiento hebreo y pensamiento griego, historia de 
la salvación y ontología. La tesis que defiendo es que, con relación 
a esta síntesis, resulta válido todo lo que antes se ha dicho acerca 
de la concentración de los diferentes títulos bíblicos en la palabra 
Hijo. Esta última palabra es también, en último término, una 
interpretación de la vida y de la muerte de Jesús, que se vieron 
siempre determinadas por el diálogo del Hijo con el Padre. Por esta 
razón, así como la cristología dogmática y la bíblica no pueden 
escindirse ni contraponerse entre sí, tampoco es posible separar la 
cristología y la soteriología. Del mismo modo, la cristología «desde 
arriba» y la cristología «desde abajo», la teología de la Encarnación 
y la teología de la cruz, forman una unidad indivisible. En otras 
palabras: el término central del dogma «Hijo consustancial», en el 
que se resume el testimonio íntegro de los antiguos concilios, se 
limita simplemente a traducir el hecho de la oración de Jesús a 
lenguaje filosófico-teológico.
DOGMA: A esto se opone la tesis, hoy tan difundida, según la 
cual Escritura y dogma provienen de dos diferentes culturas: la 
Escritura, de la cultura hebrea; y el dogma, de la cultura griega. El 
traspaso del testimonio bíblico al pensamiento griego -se afirma- ha 
dado como resultado una completa refundición de los contenidos del 
mensaje de Jesús. La fe, que antes era un simple acto de confianza 
en la gracia salvífica, se habría transformado de esta manera en 
adhesión a ciertas paradójicas afirmaciones de tipo filosófico, en 
asentimiento a una determinada doctrina. La confianza en la acción 
de Dios se habría visto sustituida así por una doctrina ontológica 
absolutamente extraña a la Escritura 
LBT/VERDAD VERDAD/LIBERTAD: Llegados a este punto, 
debemos introducir una sencilla aunque fundamental cuestión 
humana. Todo el pensamiento cristológico trata, en definitiva, de la 
salvación, de la liberación del hombre. Pero ¿qué es lo que libera al 
hombre? ¿Quién lo libera y con qué fin? O, en términos todavía más 
simples: ¿en qué consiste esta «libertad del hombre»? ¿Puede el 
hombre hacerse libre al margen de la verdad, es decir, en la 
mentira, en la incertidumbre, en el error? Una liberación que no 
tiene en cuenta la verdad, que es ajena a la verdad, no sería 
liberación, sino engaño, esclavitud y ruina del hombre. Una libertad 
que prescinde de la verdad no puede ser verdadera libertad. Lejos 
de la verdad, en consecuencia, no hay libertad digna de este 
nombre.
Añadamos otra reflexión. Para que el hombre sea libre ha de ser 
«como Dios» (/Gn/03/05). El empeño de llegar a ser como Dios 
constituye el núcleo central de todo lo que se ha pensado para 
liberar al hombre. Puesto que el deseo de libertad pertenece a la 
esencia misma del hombre, este hombre busca necesariamente, 
desde el principio, el camino que conduce a «ser como Dios»: no se 
conforma el hombre con menos; nada finito puede satisfacerle. Lo 
demuestra particularmente nuestro tiempo, con su apasionado 
anhelo de libertad total y anárquica frente a la insuficiencia de las 
libertades burguesas, por amplias que éstas sean, y también frente 
a todo libertinaje. De ahí que una antropología de la liberación, si 
quiere responder en profundidad al problema que ésta plantea, no 
puede hacer caso omiso de la pregunta: ¿Cómo es posible alcanzar 
este fin, llegar a ser como Dios, hacerse el hombre divino? 
¿A qué resultado llegamos si unimos ahora nuestras dos 
reflexiones? Cuando el hombre se enfrenta a las cuestiones más 
perentorias, cuestiones inevitables en realidad, es decir, cuando se 
pregunta acerca de la verdad y de la libertad, se plantea cuestiones 
ontológicas. La cuestión ontológica, que en las teologías modernas 
es objeto de frecuentes ironías, no obedece a otro motivo que a la 
sed de libertad, inseparablemente vinculada con la indigencia de la 
verdad connatural del hombre.
HUMANIDAD/EPOCAS:No se puede decir, por tanto, que el 
problema del ser pertenezca a una determinada fase del desarrollo 
espiritual de la humanidad, a la época metafísica, que Augusto 
·Comte-A sitúa, de acuerdo con su «ley de los tres estadios», como 
fase intermedia entre la época mítica y la positiva; esta última sería, 
según él, la nuestra, y en ella se habría superado definitivamente el 
problema metafísico. Es indiscutible que las ciencias humanas, que 
tratan de describir al hombre «positivamente» en el sentido del 
método científico que hoy se practica, pueden contribuir de manera 
notable al conocimiento del hombre. Pero la aportación de estas 
ciencias no convierte en superflua la pregunta sobre la verdad 
propia del hombre, la pregunta por el origen y el destino de esta 
realidad que es el hombre. En el momento en que las ciencias 
humanas trataran de invalidar la pregunta sobre la verdad del 
hombre, se convertirían en un método de autoalienación que traería 
consigo la esclavitud del hombre. La pregunta sobre la libertad, y 
sobre la libertad en cuanto problema del ser, incluye también la 
pregunta sobre Dios, sobre el problema de Dios. Es claro que se 
pueden catalogar los métodos de la teología de los Padres de una 
época determinada, y evidenciar con ello los límites de aquella 
teología: pero las cuestiones que ella ha planteado son cuestiones 
siempre y en todas partes necesarias al hombre. Una explicación del 
Nuevo Testamento que prescindiera de estos interrogantes se 
excluiría a sí misma de lo esencial y se convertiría en un 
pensamiento superfluo.
Con estas observaciones retornamos al punto concreto de 
nuestra pregunta. Hablar de la oración de Jesús como expresión 
fundamental del Nuevo Testamento sobre su figura puede parecer, 
a primera vista, algo incluido en términos muy particulares, una mera 
cuestión interna del cristianismo. En realidad, se trata justamente del 
punto que nos está ocupando, del centro de lo humano. Porque el 
Nuevo Testamento quiere indicar con esto el ámbito en el que el 
hombre puede llegar a ser Dios; por consiguiente, el ámbito de su 
liberación: el ámbito en donde alcanza su libertad y se hace 
auténtico.
Cuando se habla de la relación de Jesús-Hijo con el Padre, se 
toca el punto más sensible del problema de la libertad y de la 
liberación del hombre, el punto sin el cual todo lo demás acaba por 
hundirse en el vacío. Una liberación del hombre que deje de lado la 
transformación en Dios engaña al hombre, traiciona su incoercible 
deseo de infinito.
Una nota más sobre el lenguaje del dogma. EI Concilio de Nicea, 
como es sabido, supera el lenguaje de la Biblia cuando en el 
Símbolo afirma que Jesús es «consustancial al Padre». Este término 
filosófico, introducido en el Credo -"consustancial"-, ha suscitado 
memorables disputas en tiempos antiguos y modernos. Siempre se 
ha querido ver aquí un profundo divorcio no sólo con el lenguaje, 
sino también con el pensamiento de la Biblia. Este problema sólo 
puede resolverse determinando con precisión el contenido del 
vocablo. ¿Qué significa realmente «consustancial»? He aquí la 
respuesta: esta palabra, en su intención objetiva, no es más que la 
traducción en lenguaje filosófico de la palabra «Hijo". Pero ¿a qué 
obedece esta traducción? Desde el instante mismo en que la fe 
comienza a meditar, surge la pregunta: ¿Qué realidad puede 
expresar la palabra «Hijo» cuando se aplica a Jesús? Siendo como 
es término de uso muy frecuente en el lenguaje religioso, es 
inevitable preguntarse: ¿qué sentido tiene la palabra «Hijo» en este 
caso? ¿Es tan sólo una metáfora, como ocurre siempre en la 
historia de las religiones, o significa algo más? Si el Concilio de 
Nicea interpreta filosóficamente el vocablo «Hijo» utilizando el 
término «consustancial», esto quiere decir que la palabra "Hijo" no 
debe entenderse aquí en el sentido del lenguaje religioso figurado, 
sino en toda la realidad del contenido de la palabra. La palabra 
central del Nuevo Testamento, el término «Hijo», ha de entenderse, 
pues, al pie de la letra.
Esto significa que el término filosófico «consustancial», lejos de 
añadir algo al Nuevo Testamento, representa, contra toda forma de 
alegoría, la defensa del valor literal de aquello que constituye el 
punto determinante del testimonio neotestamentario. Significa, en 
consecuencia, que la palabra de Dios no nos engaña. Jesús no sólo 
se llama Hijo de Dios, sino que lo es realmente. Dios no permanece 
eternamente envuelto en la nube de las imágenes, que, más que 
revelarlo, nos lo ocultan. Dios entra en contacto real con el hombre 
y se deja tocar realmente en aquel que es su Hijo. Cuando el Nuevo 
Testamento habla del Hijo, derriba el muro de imágenes que ha 
levantado la historia de las religiones y nos muestra la realidad, es 
decir, la verdad en la que podemos habitar, vivir y morir. De manera 
que este término erudito, «consustancial», viene a defender 
precisamente aquella simplicidad de la que habla el Señor cuando 
dice: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque 
ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los 
pequeñuelos" (Mt 11,25; cf. 1 Pe 2,2).
Pero el desarrollo de la teología dogmática no termina con los 
Concilios de Nicea y Calcedonia. La llamada teología 
neo-calcedonense, recapitulada en el tercer Concilio de 
Constantinopla (680-681), ha contribuido notablemente, además, a 
una exacta comprensión de la íntima unidad existente entre teología 
dogmática y teología bíblica. Sólo mediante aquella teología se 
puede comprender plenamente el sentido del dogma de Calcedonia 
(481).
De ordinario, en los manuales de teología se presta escasa 
consideración al desarrollo teológico que siguió a Calcedonia. De 
este modo, muchas veces se tiene la impresión de que la cristología 
dogmática se reduce, en último término, a un cierto paralelismo 
entre las dos naturalezas de Cristo. Esta impresión ha sido incluso la 
causa que ha conducido a las divisiones surgidas después de 
Calcedonia. No cabe duda, en efecto, de que la declaración de la 
verdadera humanidad y de la verdadera divinidad de Cristo sólo 
puede conservar su sentido cuando se aclara también el modo de 
unidad de ambas naturalezas, modo que el Concilio de Calcedonia 
definió con la fórmula de la «unidad personal» de Cristo, cuyo 
significado no había sido todavía examinado a fondo en aquel 
tiempo. En realidad, sólo tiene sentido de salvación para el hombre 
aquella unidad de divinidad y de humanidad que en Cristo no se 
reduce a ser mero paralelismo, en el que se mantienen la una al 
lado de la otra, sino real compenetración -y únicamente 
compenetración entre Dios y hombre-. Esta es la única forma en que 
puede tener lugar el auténtico «ser como Dios», sin el cual no existe 
libertad ni liberación.
Esta fue la pregunta que se planteó el tercer Concilio de 
Constantinopla (680-681), después de dos siglos de luchas 
dramáticas, que se vieron no pocas veces condicionadas por la 
política de los emperadores bizantinos. Según este Concilio, la 
unidad entre la divinidad y la humanidad de Cristo no implica, por 
una parte, amputación o reducción de la humanidad. Cuando Dios 
se une a su criatura que es el hombre, no la vulnera ni disminuye en 
nada, sino que la lleva a su plena realización; y, por otro lado (y esto 
no es menos importante), no queda rastro alguno de aquel dualismo 
o paralelismo entre las dos naturalezas, que en el curso de la 
historia se había juzgado con frecuencia necesario para defender la 
libertad humana de Jesús. Era éste un planteamiento en el que se 
olvidaba que la asunción de la voluntad humana en la voluntad 
divina no destruye la libertad, sino que, por el contrario, engendra la 
verdadera libertad. El Concilio de Constantinopla analizó 
concretamente la cuestión de las dos naturalezas y de la única 
persona en Cristo con la mira puesta en el problema de la voluntad 
de Jesús. El Concilio recuerda con firmeza que existe una voluntad 
específica del hombre Jesús que en modo alguno es absorbida por 
la voluntad divina. Pero esta voluntad humana sigue a la voluntad 
divina, de tal forma que viene a hacerse con ella una sola voluntad, 
y esto no porque sufra violencia en algún sentido, sino de manera 
completamente libre. No desaparece, ciertamente, la duplicidad 
metafísica de una voluntad humana y de otra divina, pero en el 
ámbito personal, en la esfera de la libertad, ambas voluntades se 
funden de tal suerte que constituyen una sola voluntad personal, sin 
que ello signifique que pueda hablarse de una única voluntad 
natural. Esta unión libre -una unión creada por el amor- es más 
íntima y elevada que cualquier unión natural. Corresponde a la 
unión trinitaria, la más sublime que puede existir. El Concilio explica 
esta unión acudiendo a unas palabras del Señor que hallamos en el 
Evangelio de Juan: «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, 
sino la voluntad del que me envió» (Jn 6,38). Es el Logos divino el 
que habla, y habla de la voluntad humana del hombre Jesús 
llamándola su voluntad, voluntad del Logos. Con esta exégesis de 
Juan (6,38), el Concilio demuestra la unidad de sujeto en Jesús. No 
hay en él dos «Yo», sino sólo uno. El Logos habla de la voluntad y 
del pensamiento humano de Jesús utilizando el «Yo»: éste se 
convierte en su «Yo», es asumido por su «Yo", porque la voluntad 
humana se hace plenamente una con la voluntad del Logos y, unida 
a ella, se transforma en puro asentimiento a la voluntad del Padre.
Máximo el Confesor, el gran teólogo exegeta de esta segunda 
fase del desarrollo del dogma cristológico, presenta la oración de 
Jesús en el huerto, que nosotros hemos contemplado ya en la 
meditación anterior, como expresión clarísima de la relación singular 
de Jesús con Dios. En efecto, en esta oración podemos asomarnos, 
por así decir, a la vida íntima de la Palabra hecha hombre. Podemos 
vislumbrar esa vida en aquella frase que será siempre modelo y 
criterio de toda auténtica oración: «No sea lo que yo quiero, sino lo 
que quieres tú» (/Mc/14/36). La voluntad humana de Jesús se 
sumerge y entraña en la voluntad del Hijo. De este modo, Jesús 
recibe la identidad del Hijo, que consiste en la subordinación plena 
del yo al tú, en el darse y transferirse del yo al tú: éste es el ser de 
aquel que es pura relación y acto puro. La libertad nace cuando el 
«yo» se entrega al «tú», porque entonces se asume la «forma de 
Dios».
Pero este proceso podemos describirlo también, e incluso mejor, 
desde otro punto de vista: el Logos se humilla hasta el punto de 
asumir como suya la voluntad de un hombre, y habla al Padre con el 
«yo» de este hombre, hace entrega de su «Yo» a este hombre, y de 
esta suerte transforma la palabra de un hombre en la palabra 
eterna, en su bienaventurado «Sí, Padre». Y al entregar a este 
hombre su «Yo», su propia identidad, libera al hombre, lo salva y 
diviniza. Aquí podemos tocar casi con las manos lo que realmente 
significan las palabras «Dios se ha hecho hombre»: El Hijo 
transforma la angustia de un hombre en la obediencia del Hijo; 
transforma las palabras del «siervo» en la palabra propia del «Hijo». 
Así se comprende también cómo se hace realidad nuestra 
liberación, nuestra participación en la libertad del Hijo.
En esta unión de voluntades se alcanza la más profunda 
transformación del hombre que cabe pensar, transformación que es, 
al tiempo, la única cosa digna de ser definitivamente deseada: su 
divinización. De este modo, la oración, que se adentra en la oración 
de Jesús y que se hace oración de Jesucristo en el cuerpo de 
Cristo, puede definirse como «laboratorio» de la libertad. Aquí y en 
ningún otro lugar, acontece aquella profunda renovación del hombre 
de que tenemos absoluta necesidad si queremos avanzar hacia un 
mundo mejor. Porque únicamente a través de este camino logra la 
conciencia plena rectitud y fuerza irresistible. Y sólo de esta 
conciencia puede nacer aquel orden de las cosas humanas que 
responde a la dignidad del hombre y la protege: un orden que en 
cada generación ha de ser nuevamente buscado por la conciencia 
vigilante, para que venga aquel Reino que sólo Dios puede 
construir. 

JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990
.Págs. 97-106