VIVIR EN COMUNIDAD
ASPECTOS PSICOLÓGICOS
(3)
ALESSANDRO MANENTI
CONSTRUIR LA COMUNIDAD
Toda persona perteneciente a un grupo es de algún modo líder
y cabeza del mismo. No es preciso que se le reconozca
legítimamente como tal; podrá incluso ser la última rueda del carro,
pero no por ello dejará de tener influencia en los demás. Junto al
líder legítimo hay otros líderes: los líderes ocultos. Puede decirse
que en la comunidad todos son «jefes», en cuanto que cada cual
ejerce un determinado influjo sobre los demás. El problema, en
suma, no es únicamente el de «quién» manda, sino también el de
«cómo» nos influenciamos mutuamente.
Si nuestro modo de influencia mutua es infantil, no basta con
cambiar de superior para lograr que crezca la comunidad. Antes de
nada hay que ver si nos relacionamos mutuamente como adultos o
como niños. El cómo vivamos las amistades puede ser un resorte o
un freno para el crecimiento de la comunidad.
1. Verdaderas y falsas amistades
Una forma sumamente negativa de relacionarnos consiste en
influir sobre el vecino a base del chantaje. ¿Por qué decimos que
es una forma negativa? Porque la subsiguiente relación no se basa
en el encuentro libre fundado sobre unos valores, sino en la
constricción y el miedo.
Un ejemplo: supongamos que yo ejerzo mi influencia recurriendo
al sistema de premios y castigos. No es preciso que sean de
carácter físico; basta con que sean medios psicológicos del estilo
de «sólo si haces lo que yo te diga seré amable contigo; de lo
contrario...». Mensaje sin palabras, a veces inconsciente, pero
tremendamente incisivo. Si la persona objeto del chantaje se aviene
a ello por las buenas o, simplemente, no tiene otra alternativa,
supuesto que debe convivir conmigo, deberá adaptarse a mi
exigencia si quiere evitar la desagradable situación de incomodo
cuando está conmigo.
Pero ¿qué clase de relación es ésta? Desde luego, no una
relación libre; el otro se adapta a mí no porque esté convencido del
contenido de mi comportamiento, sino para evitar desagradables
consecuencias. No me sigue porque crea en mí, sino porque tiene
miedo de proceder de otra manera. Es evidente que tal relación no
puede durar mucho; sólo durará mientras el otro acepte mi
prepotencia; prepotencia que, por mi parte, yo deberé reforzar
continuamente con ulteriores recompensas o amenazas, a fin de no
dejar que se me vaya de las manos la presa.
El «contrato inconsistente» inconsciente
Un segundo modo negativo de relacionarnos consiste en
establecer un inconsciente «contrato inconsistente», es decir, una
relación gratificante para aquella parte del «yo» que es
inconsistente con respecto a los valores. Las reglas de la relación
son a menudo inconscientes. Ya no se trata, como antes, de una
relación entre dominador y dominado, sino de una relación entre
iguales, entre «amigos», en la que cada uno da y recibe al mismo
tiempo, aunque de un modo distorsionado, por egoísta. Es la lógica
de la reciprocidad, del «yo te rasco a ti la espalda y tú me la rascas
a mí»; es la amistad-ghetto, de personas que sólo se mantienen en
pie porque se apoyan la una en la otra. Cada uno piensa
exclusivamente en lo que puede obtener de la relación. Es verdad
que uno y otro dan algo, pero se trata de un dar orientado a recibir
una gratificación. Se da con el subconsciente fin de recibir.
Un ejemplo ayudará a iluminar el concepto: supongamos que yo
tengo una necesidad inconsistente de recibir afecto: ser amado,
valorado, estimado, apreciado... Es una necesidad que todos
sentimos, luego no es mala en si; pero puede ser inconsistente si
es exagerada, si es algo vital para la auto-estima, si es lo que me
mueve a actuar. En este caso debo recibir afecto, debo depender;
de lo contrario, me siento mal, aislado, deprimido y triste. Es
evidente que tal situación hace difícil vivir de un modo libre el
seguimiento de Cristo: si necesito constantemente «la sonrisa de
mamá» para seguir adelante, entonces no será fácil aceptar el
mensaje de la cruz y del «no os recibirán en su casa», a no ser que
se pague el precio de heroicos voluntarismos. En esta situación
resulta fácil ponerse a buscar a alguien que le haga a uno sentirse
amado, estimado, apreciado: alguien con quien entablar una
«amistad». Y ese alguien lo más probable es que se parezca a mí,
que tenga mis mismas exigencias, o que me complemente con
exigencias opuestas (en nuestro caso, las de dar, sentirse útil,
abrumar a los demás de afectividad...). En este momento se ha
establecido el contrato inconsciente, se han encontrado la oferta y
la demanda. Yo tengo necesidad de una mamá-sonrisa y tú tienes
necesidad de un hijo-mimoso; nos encontramos y... oramos juntos,
hacemos el discernimiento comunitario... Cada uno de nosotros
desempeña el papel que es gratificante para el otro: yo, el de
consolado; el otro, el de consolador. La armonía y el entendimiento
no engendran problemas visibles. Pero este contrato es
inconsistente, porque no hace crecer a las personas; y la amistad
de él resultante es «anti-vocacional», en cuanto que las
necesidades que satisface contrastan con los valores vocacionales.
El Señor jamás se comportó como una «mamá-sonrisa» y mucho
menos como un «hijo-mimoso».
En segundo lugar, se trata de una amistad no-libre: cada uno de
los dos debe desempeñar su papel y no puede cambiarlo. Si uno de
los dos lo hace, el otro le tachará de ingrato: «...después de todo lo
que he hecho por ti...». No se pueden dejar el uno al otro por
ningún motivo; pero, en el caso de que sucediera (muchas veces
por culpa de unos superiores «ingratos»), terminaría el juego;
ambas personas se dan cuenta de que lo único que han hecho ha
sido gratificarse mutuamente; consiguientemente, la separación
forzada se transforma en un corte absoluto, en un renegar
totalmente de la pasada amistad. De la gratificación al rencor; de
amigotes a extraños o incluso rivales.
Lo que en este asunto resulta engañoso es que este tipo de
amistad, a pesar de que no haga crecer, es, sin embargo,
inmediatamente gratificante, emotivamente hermosa y placentera,
por lo que (y aquí está la conclusión equivocada), «desde el
momento en que nos sentimos a gusto juntos, no se entiende por
qué todo esto no va a ser bueno». Satisfechos con la gratificación
inmediata, ya no se preguntan si la amistad «que complace» es
también una relación «que favorece» el crecimiento recíproco en el
seguimiento de Cristo.
AMISTAD-VERA: No toda amistad «que complace» permite crecer
hacia Cristo, porque puede limitarse a ser una mutua gratificación
de necesidades que no cuadran con el seguimiento de Cristo. Más
aun, mientras este inconsciente «contrato inconsistente» resulta
inmediatamente gratificante, la verdadera amistad puede conllevar
sufrimiento y no gratificación inmediata. De hecho, la verdadera
amistad se basa en tres presupuestos:
1) La finalidad de nuestro estar juntos no consiste sólo en
favorecer la comunión entre nosotros, sino que, a través de la
misma amistad, debe también estimular una mayor comunión con
Dios. Conocerse y amarse para mejor conocer y amar a Dios.
2) El medio para construir esta amistad abierta es la renuncia a la
gratificación mutua de aquellas necesidades que van en contra del
conocimiento y el amor de Dios, para dedicarse, en cambio, a la
realización y satisfacción de las necesidades consistentes.
3) El discernimiento de la relación entre fin y medios: los medios
que empleamos para trabar amistad (punto 2) ¿conducen al fin o
apartan de él (punto 1)?
La verdadera amistad
Dios Creador nos ha dado unas facultades naturales que, bien
empleadas, nos predisponen a conocerle y amarle: la necesidad de
autonomía (ser libres, sacudirse las ataduras), la necesidad de
conocer (explorar, adquirir nueva información), la necesidad de
amar, de triunfar en asuntos difíciles, de superar tenazmente las
dificultades, de ayudar a los demás... Gracias a estas tendencias
naturales, el hombre puede por su propia naturaleza caminar hada
Dios
La amistad es verdadera cuando estimula el buen uso de estas
tendencias. El verdadero amigo es el que me ayuda a tomar
conciencia de estas riquezas naturales y me impulsa a usarlas no
con fines utilitaristas o de defensa del yo, sino como cauces de
expresión de los valores (me ayuda a construir mi casa sobre roca y
no sobre arena).
Por otra parte, nuestra naturaleza humana también tiene otras
exigencias que, por su propia naturaleza, obstaculizan el
seguimiento de Cristo, frenan mi relación con El: la exigencia de
inferioridad (resignarse, envilecerse, rendirse); la exigencia de
exhibicionismo (causar impresión, seducir, fascinar...; y sin
embargo, no es posible imaginarse un Jesús seductor,
¡exhibicionista!); la exigencia de dependencia afectiva (tener
siempre necesidad de las faldas de una mamá a las que
acogernos); la exigencia de evitar los peligros (¿pero acaso nos
imaginamos a un Jesús incapaz de exponerse a la inseguridad?)...
Es evidente que la verdadera amistad no puede ni debe satisfacer
estas exigencias, porque son contrarias a los valores evangélicos. y
ahora comprendemos por qué la verdadera amistad no es siempre
gratificante. Dice que sí; esto es, valora una parte de mí; pero
también dice «no» a aquella otra porte de mí que no me ayuda a
crecer hacia Cristo... Y nuestras amistades... ¿a qué parte de
nuestro yo satisfacen?
El verdadero amigo, por consiguiente, no establece un contrato
basado en la «gratificación» (yo te rasco la espalda a ti y tú me la
rascas a mí; yo te guardo las espaldas y tú me reconoces como tu
salvador; yo estoy junto a ti y tú me das incienso...). Su contrato se
basa en los valores: yo te ayudo.... ambos nos ayudamos a
descubrir, para poder usarlas después, todas las fuerzas positivos
de nuestro yo que nos permiten crecer...; y nos ayudamos también
a desbloquear aquellos frenos de nuestro yo que obstaculizan
nuestro camino de trascendencia. Pero entonces la amistad se
hace exigente: el verdadero amigo no te abrirá sus puertas siempre
que se lo pidas; sólo estará disponible si tu petición es fuente de
crecimiento, signo de decisiones maduras y no infantiles. De lo
contrario, sus puertas permanecerán cerradas. Y así es como los
verdaderos amigos se corrigen y se reprenden mutuamente,
porque desean vivir en la verdad acerca de sí mismos, persuadidos
de que, para crecer, es preciso abandonar para siempre las
exigencias y caprichos infantiles. El verdadero amigo cierra sus
puertas al infantilismo y no puede renunciar a ser exigente con el
otro.
Pero sólo será capaz de todo esto si no pretende imponer su
amistad, sino que se limita a ofrecerla. En la base de la relación no
puede haber un «debes», sino un «si quieres». El verdadero amigo
no vincula indiscriminadamente al otro consigo, sino que le ofrece
una oportunidad recíproca. Y si ofrece, consiguientemente deja al
otro en libertad de responder o no responder; más aún, le permite
incluso que responda mal, es decir, que abuse de la oferta recibida,
instrumentalizándola. No es infrecuente el caso de que al menos
uno de los dos no desee crecer, sino que se sirva de la relación
con fines utilitaristas y defensivos, aprovechándose de ella para
plantear exigencias infantiles y narcisistas. Pero en este punto el
verdadero amigo no puede plegarse al juego manipulador, porque,
si lo hace, estará rebajando las exigencias de la amistad y
estableciendo un inconsciente «contrato inconsistente»; estará
respondiendo a las exigencias infantiles del otro, pero sin que
ninguno de los dos logre crecer.
Esta dinámica no es un fenómeno raro; de hecho, es muy
frecuente que en la comunidad tengamos pavor a que nos dejen
solos o a ver reducido nuestro nivel de agradecimiento y que, para
recuperarlo, nos adaptemos a todas las exigencias ajenas, incluso
las infantiles, desempeñando el papel que los demás esperan de
nosotros. Pero ¿es el mismo papel que Cristo desea que
desempeñemos?
El verdadero amigo, aun a costa de quedarse solo, no acepta
estos compromisos, porque, si lo hiciera, habría relación, sí, pero
no crecimiento, porque faltaría el carácter de exigencia que la
verdadera amistad conlleva. Es lo que hizo Jesús: nos ofreció una
relación madura, basada en nuestra libre aceptación. No redujo sus
exigencias para evitar el riesgo de ser abandonado, sino que,
precisamente por ser verdadero amigo, se negó siempre a
satisfacer nuestras exigencias infantiles, aun a riesgo de que no
volviéramos a llamar a su puerta. E incluso, cuando ha sucedido
esto, no se ha encerrado en su espléndido y displicente
aislamiento, sino que ha vuelto a proponernos su libre llamamiento
con el supremo gesto de un amor llevado al extremo: hasta la cruz.
E incluso en este punto nos ha dejado libres, aceptando una vez
más la posibilidad de que no regresáramos a él.
2. La capacidad de diálogo
El hombre vivirá libre en el mundo si consigue tener de éste una
visión verdadera y exacta. Cuanto más claro sea su «mapa» del
mundo, mayor será su capacidad de hacerle frente. Y cuanto más
confuso y aproximativo sea, más fácilmente será presa de engaños
y prejuicios. Si deseamos superar la incomunicabilidad, deberemos
tener una visión clara y realista de nosotros mismos y de nuestro
hermano. Ya lo hemos visto en el anterior capítulo, cuando
hablábamos del modo de percibir a los demás. Sobre la base de
cuanto allí decíamos, hacemos ahora dos preguntas: ¿por qué
tenemos una visión del mundo muchas veces vaga y confusa?;
¿qué podemos hacer, en cambio, para vivir en la verdad con
nuestros hermanos?
Para conocer la realidad necesitamos un «mapa» que
proporcione una estructura y una organización a nuestro universo,
que nos ayude a definir y entender los significados -de otro modo
difusos e inciertos de la vida y de la relación con los demás. Si este
«mapa» es verdadero y exacto, sabremos dónde estamos, hacia
dónde hemos decidido caminar y cómo podemos llegar allá. De lo
contrario, estaremos en un estado de confusión con respecto a
nosotros mismos y a los demás.
Pero es difícil obtener ese «mapa» exacto. Vivir en la verdad
exige esfuerzo: nadie nace poseyendo el «mapa» de la vida, sino
que hay que hacerlo. Y esto es difícil y requiere trabajo: buscar,
captar, elaborar, errar, corregir, escuchar... Muchas veces no
realizamos este esfuerzo o lo abandonamos enseguida,
interrumpiendo la realización de nuestro «mapa» en los tempranos
años de nuestra formación. Entonces el decurso de la vida no se
corresponde con la evolución del «mapa», el cual, adaptado al
ayer, se ha quedado pequeño hoy por no haber tenido en cuenta el
tiempo transcurrido. Vivimos en un mundo adulto con un «mapa»
propio de niños; y lo malo es que lo consideramos completo y
correcto cuando, por el contrario, es incompleto y parcial;
confundimos los límites de nuestro campo de visión con los límites
del mundo.
Pero la vida prosigue y nos proporciona constantemente nuevos
estímulos e informaciones. Si queremos valorar éstos, debemos
revisar nuestros mapas; pero esta continua revisión es dolorosa y
más difícil aún que la construcción misma del «mapa». Entonces
resulta más cómodo ignorar esas nuevas informaciones, negarlas o
acusarlas de sospechosas, falsas y heréticas. De este modo
organizamos las cruzadas de conversión y tratamos de manipular el
mundo con el fin de conformarlo a nuestra visión de la realidad. Y
en lugar de revisar su propio «mapa», el hombre puede tratar de
destruir la nueva realidad, empleando gran parte de sus energías
en defender un «mapa» inadecuado, en vez de intentar modificarlo
y actualizarlo.
Las transferencias
Este proceso, en virtud del cual permanece uno aferrado a un
mapa pasado de moda, influye también en el terreno de lo
interpersonal, dando origen a las relaciones transferenciales. Por
«transferencia» entendemos lo siguiente: percibir y responder al
mundo actual del mismo modo en que se percibió y se respondió al
mundo pasado; es decir: tratar la realidad presente del mismo modo
que se trató la realidad pasada, como si el hoy no fuera sino una
repetición del ayer.
Una mujer de 35 años, exasperada por el comportamiento de su
marido, se lamentaba: «nos pasamos horas enteras hablando, pero
jamás acepta lo que yo digo; me considera una egoísta y me da a
entender que no confía en mí». El marido, un respetable
profesional, inteligente y culto, es el típico hombre que ha salido de
la nada y ha conseguido crearse una vida acomodada y digna.
Cuando habla de sus colegas, los presenta como si fueran una
banda de arribistas y embusteros: «no se puede uno fiar de ellos;
cada cual busca exclusivamente su propio interés». A sus antiguos
maestros los recuerda como un hatajo de burócratas peseteros a
quienes, en su opinión, les interesaba más el estipendio que la
escuela. ¿Y sus padres?: «Me querían muchísimo, se mataban por
mí»; tan es así que ni siquiera tenían tiempo para acordarse de su
cumpleaños.
Recuerda como una etapa decisiva de su vida cuando cumplió
los siete años. Había esperado la fiesta, pero cuando llegó el día
ansiado no sucedió absolutamente nada: «tal vez me darán el
regalo esta tarde...». Pero llegó la tarde y tampoco pasó nada. «Tal
vez lo festejemos el domingo próximo...». Pero llegó el domingo y
nadie se acordó. «Tal vez me hayan puesto el regalo debajo de la
almohada...»; ni hablar. Nadie se había acordado de su
cumpleaños. Entonces empezó a ver a sus padres como unos
tremendos egoístas. ¿Y los amigos? Tan sólo tenía compañeros
con los que hablaba del tiempo y de deportes, pero sin
manifestarse nunca a sí mismo. Y se hizo su propio «mapa», que
consistía en lo siguiente: no puede uno fiarse de nadie. Con este
«mapa» llegó a la adolescencia y, después, a la edad adulta.
Cambian las personas, pero para él todas siguen siendo, más o
menos, unas egoístas: los padres, los maestros, los colegios, los
compañeros, la mujer... Ha tenido ocasiones para revisar este
«mapa», pero inconscientemente las ha desaprovechado todas.
Para él, el presente no es más que una repetición del pasado: no
se puede uno fiar de nadie, ni siquiera de la propia mujer.
Estas relaciones transferenciales no son en absoluto infrecuentes
en nuestros ambientes. La conocida investigación del P. Rulla ha
señalado que el 69% de los religiosos y el 67% de las religiosas
tienden, desde los primeros años de su formación, a establecer
relaciones transferenciales.
Cuando yo era niño, hablaba como un niño, actuaba como un
niño, pensaba como un niño...; ahora que soy adulto, sigo
hablando, actuando y pensando como un niño... ¿Qué debo hacer,
pues, para vivir en la realidad?
Ama a tu prójimo como a ti mismo
Para estar abiertos al diálogo con los demás, debemos antes
dialogar con nosotros mismos: para escuchar a los demás,
debemos escucharnos a nosotros mismos. Cuanto mayor sea la
ignorancia, mayor será e] dogmatismo. Si estoy dispuesto a
reconocer mis propios conflictos y mis propias distorsiones,
entonces y sólo entonces podré conocer al otro de una manera
realista. Por eso debemos preguntarnos acerca de nuestro
«mapa»: ¿ha crecido desde la época de la formación o se ha
quedado pequeño y canijo?; ¿confundo acaso los límites de mi
horizonte con los límites del mundo?
Para estar abiertos al diálogo hemos de estar dispuestos a
aceptar los retos que el hermano nos plantea; la señal para estar
seguros de que nuestro «mapa» es realista consiste en exponerlo a
la crítica y a los desafíos que provienen de los «mapas» de los
demás. Aceptar ser cuestionados por los demás; de lo contrario,
permaneceremos en nuestro sistema cerrado. Todo lo cual resulta
obvio en teoría aunque no en la práctica porque el hombre tiende
naturalmente a evitar las ocasiones de ser sometido a crítica. El
padre dice al hijo: «tú te callas, que para eso soy tu padre»; la
mujer dice al marido: «deja ya de criticarme, porque, si no, tendrás
que reconocer que has sido tan estúpido que te has casado
conmigo»; los ancianos se defienden: «si me criticáis, vais a hacer
que me muera de un infarto»; el patrono se cura en salud: «si no te
gustan las cosas como están, búscate otro trabajo».
Escucharse y dejarse mutuamente afectar por los demás: dos
características que poseen una base afectiva. El diálogo no es
cuestión de técnicas dialécticas concentración intelectual, sino que
presupone el amor a sí mismo y al prójimo; pero no un amor
emotivo-sentimental, sino el amor volitivo que se deriva del
compromiso. Amar al otro significa reconocer que ese otro es
válido, que es digno de confianza, que puede decir cosas
importantes y puede tener un contenido muy valioso. Amarse a sí
mismo significa que uno se toma a pecho su propio crecimiento, es
decir, que reconoce que posee algo, pero que también debe
ampliar y revisar su propio «mapa»; que aunque posea, sin
embargo también carece de algo que Él otro puede ayudarle a
descubrir. De lo contrario, no llegará a dialogar, porque si quien
está ante uno no es para él más que un necio sin ningún valor,
entonces no podrá uno comprometerse con él, dado que no le ama;
y si uno se considera ya perfecto o, por el contrario, un perfecto
inútil, entonces no podrá amarse a sí mismo, porque amarse a sí
mismo significa esforzarse por crecer; ahora bien, si uno se cree en
posesión de toda la verdad o absolutamente incapaz de alcanzarla,
escuchará sin poder oir, mirará sin ser capaz de ver.
Ha llegado un nuevo miembro a mi comunidad. Hemos charlado y
el encuentro ha resultado fructífero y me ha proporcionado motivos
de reflexión ulterior. ¿Por qué? En primer lugar, porque he creído
en él, he reconocido su validez; y en segundo lugar, porque he
creído en mí, me he esforzado en mi propio crecimiento. El diálogo
ha sido un acto de amor. Le he amado porque le he considerado
digno; y me he amado a mí mismo porque me he tomado en serio
mi crecimiento. Hace ya un mes que está con nosotros y mi
compañero de mesa aún no le ha dirigido la palabra; se ha limitado
a correrse un poco más allá para hacerle sitio. ¿Por qué? Tal vez
porque no se ama a sí mismo (porque cree saberlo todo o porque
se cree incapaz de saber nada más); o tal vez porque no ama al
recién llegado (porque «es un crío incompetente... ¡qué va a saber
el pobre...! »).
El diálogo es como escucharse a sí mismo y dejarse afectar por
el hermano: amarse a sí mismo y amarlo a él. En una palabra, la
regla básica del diálogo es: ama al prójimo como a ti mismo.
Cuando no se da este doble amor, la comunicación se interrumpe;
sucede lo mismo que en las familias: si decrece el amor, lo primero
que aparece es la discusión o el silencio. Pero este amor es fruto
del esfuerzo y el compromiso. Amarse a sí mismo significa
perseverar en la construcción de la propia identidad; amar a los
demás significa considerarlos en su verdadera capacidad de ser
amados, en su «amabilidad objetiva». Dos aspectos que vamos a
ver a continuación.
3. Construir la propia identidad
«Tengo poca confianza en mí», «no me siento seguro», «tengo
miedo de no triunfar».. son distintas expresiones de un único
problema: la inseguridad. La investigación del P. Rulla revela que el
75% de los sacerdotes y de los religiosos adolece de una
autoestima excesivamente baja. La experiencia clínico-terapéutica
no hace sino confirmar este impresionante dato: nos amamos
demasiado poco o nos amamos de manera equivocada. Nos
sentimos interiormente negativos y, consiguientemente, inseguros.
Sin embargo, precisamente para ser verdaderamente hombres y
verdaderamente religiosos es preciso tener una fundamental
confianza en sí mismos. De hecho, no podrá ni pensar en vivir de
un modo animoso quien se sienta incapaz; como tampoco podrá
pensar en perderse a sí mismo (evangélicamente hablando) quien
no se sienta interiormente lo bastante seguro. No podrá perderse
quien aún no se haya encontrado a si mismo; no podrá arriesgarse
a sí mismo quien no se sienta seguro de si.
La inseguridad puede manifestarse en dos estilos de vida: la del
«fanfarrón» y la del «timorato», dos estilos aparentemente
opuestos, pero con una misma matriz. En el primer caso se niega la
inseguridad; en el segundo se padece esa misma inseguridad.
Dos modos de no amarse asimismo
El «fanfarrón» trata de solventar el problema de la inseguridad
negando su existencia. No acepta experimentar su propia limitación,
esa limitación natural (de cualidades, virtudes y comportamientos)
que no puede eliminarse de la condición humana y que es preciso
aceptar. Tiene miedo de sí mismo, de su «zona de sombra»; teme
encontrar en ella Dios sabe qué y entonces decide que... no existe
dicha zona y consume valiosas energías en su intento, más o
menos desesperado, de ignorar esa zona interior marcada de
negro. Intento que, por otra parte, hace que su personalidad sea
una personalidad vacilante e insegura. De hecho, todo el mundo
teme más aquello que no conoce, por lo que, lógicamente, cuanto
mayor sea el temor, mayor será la inseguridad. Estos individuos
son, pues, interiormente débiles e inconscientemente miedosos,
pero no pueden confesárselo a sí mismos, y por eso se manifiestan
externamente como todo lo contrario. Se manifiestan como «los que
jamás se equivocan», siempre dispuestos a atribuir culpas y
responsabilidades a los demás y a las estructuras, siempre reacios
a un análisis crítico de su propio «mapa». Carecen de la premisa
fundamental: el valor para admitir serenamente su propia limitación.
«Ama a tu prójimo como a ti mismo»..., pero como estas personas
no se aman, no consiguen dialogar. Dado que el «fanfarrón» tiene
una percepción negativa de si mismo percepción inconsciente e
insoportable, su relación con el hermano servirá no sólo para
negar, sino para contradecir tal percepción.
Para él, dialogar significará dominar: cuanto más domino, más
siento que soy «alguien». Necesita estar por encima de los demás y
no puede conformarse con ser uno de tantos. Cuanto más arriba
está, tanto más se ilusiona creyendo ser importante. Entonces
recurre a medios competitivos: vive instintivamente sus relaciones
en clave de confrontación exasperada, de envidia sutil, de rivalidad
irónica (expresiones, todas ellas, de una fundamental inseguridad).
No puede aceptar las críticas; más aún, la diferencia del otro es una
especie de atentado a su propia seguridad. Reduce a la función de
chivo expiatorio de quien él se hace perseguidor a quien le suscita
dudas o a quien posee alguna característica o cualidad que le
recuerda sus propias limitaciones; consiguientemente, le atacará y
le negará. Un medio alternativo es el exhibicionismo: al sentirse
interiormente inseguro, busca seguridad fuera de sí mismo, en los
resultados de todo cuanto hace y dice, en lo que los demás piensan
acerca de él. Necesita el éxito y la aprobación de los demás. Vive
las relaciones en función de su propio yo, un yo que no está
dispuesto en modo alguno a sacrificarse.
El otro modo de vivir la inseguridad consiste en no hacer nada
por reaccionar contra ella. El «timorato» padece su propia
inseguridad. Percibe perfectamente sus propios aspectos
negativos, pero no sabe captar (o los capta insuficientemente y de
manera menos significativa) los aspectos positivos. Posee un
«mapa» distorsionado. Y aquí está el asunto: no es que no sepa
verse a sí mismo; es que, de hecho, en el concepto de su propio yo
concede la máxima importancia a las cualidades accidentales de
que carece (por ejemplo, el no saber hablar en público) y que
desearía poseer, cuando, por el contrario, esa preeminencia
deberían tenerla las cualidades esenciales que sí posee (la
vocación, por ejemplo), y que, en cambio, ha relegado a un
segundo plano. En otras palabras, no es suficientemente capaz de
percibir como significativos y centrales los aspectos positivos de su
personalidad. Con lo cual, en resumidas cuentas, a la hora de
valorar su propio yo concede mayor importancia a la falta de
cualidades accidentales.
Como se siente «inadecuado», no puede amarse a si mismo y el
propio diálogo le resulta difícil: se encierra en ese sentido de
inadecuación que poco a poco va creándole el sentimiento de culpa
y de inferioridad. De todo ello resulta un círculo vicioso, porque,
cuanto más inseguro se siente, más se encierra; y cuanto más se
encierra, más inseguro se siente. La persona insegura tiende a
aislarse; el diálogo se hace penoso y cualquier relación resulta una
amenaza en potencia. Entonces se encierra en su propio mundo,
donde el otro ya no pueda entrar, porque además resulta que el
hermano es visto como alguien inútil y vacío. Todo pasa por el filtro
de su pesimismo-victimismo que le permite vivir en una actitud
descomprometida, delegando tareas y responsabilidades en los
demás y conservando él el derecho de criticar (postura ciertamente
cómoda, dada la falta de riesgo) y la facultad de proyectar sobre los
demás su propio sentimiento de culpa e inadecuación, a la vez que
justifica su auto-marginación haciéndose la víctima.
El «fanfarrón» y el «timorato»: dos modos de no amarse y, por lo
tanto, de no dialogar. ¿Cómo amarse, pues?; ¿cómo construir la
propia identidad?
El concepto de identidad
IDENTIDAD/QUE-ES: En la identidad personal confluyen dos
componentes: el yo actual, es decir, lo que la persona cree ser, con
sus necesidades subjetivas y sus potencialidades, y el yo ideal, o
sea, lo que la persona cree deber ser, con sus valores objetivos y
los fines que se ha propuesto.
EL tener un sentido sólido del propio yo significa ver
realistamente ambas realidades. Más concretamente, eL sentido
correcto y estable del propio yo supone: a) la presencia simultánea
de ambos componentes, dado que el considerar al hombre
únicamente en la actualidad de sus necesidades, prescindiendo del
aspecto objetivo de los valores o, viceversa, el considerar este
último aspecto separado del contexto psíquico subjetivo del
individuo, en la práctica es tanto como considerar parcialmente el
problema. En realidad, el sujeto posee capacidades positivas que le
permiten responder positivamente a este llamamiento objetivo.
Conviene además b) hallar el justo equilibrio entre ambos
componentes. El yo actual y el yo ideal no pueden identificarse,
porque, si se hiciera, no se daría en el hombre esa beneficiosa
tendencia hacia unos valores muy concretos que son los que ponen
en movimiento todo su dinamismo psíquico. Por otra parte, la
distancia entre ambos contenidos debe ser la distancia óptima, es
decir, una distancia realista y susceptible de ser salvada por el yo
actual, que de otro modo llegaría a frustrarse.
¿Qué es lo que les ocurre al «fanfarrón» y al «timorato»? Pues
que su concepto de sí mismos no respeta estos dos elementos
fundamentales. En la autoidentidad del «fanfarrón» no se da la
necesaria distancia entre el yo actual y el yo ideal y,
consiguientemente, no existe auténtica tensión hacia los valores; el
«fanfarrón» confunde lo que cree ser con lo que debería ser. En
este caso, el yo actual es artificialmente «inflado» precisamente
para ocultar la desconfianza en sí mismo, mientras que está
prácticamente ausente el yo ideal. En la autoidentidad del
«timorato», por el contrario, la distancia entre ambos componentes
es insalvable: el tan proclamado valor resulta algo inalcanzable por
parte del sujeto, que se siente incapaz, culpable y perennemente
frustrado. Y también en este caso está prácticamente ausente e
insuficientemente valorado uno de los dos componentes de la
autoidentificación; el predominio corresponde al yo ideal, con
absoluto menoscabo del yo actual, totalmente abrumado por las
exageradas expectativas ideales de la persona.
Esta situación se resuelve cuando el individuo va a la raíz del
problema de la autoidentidad, con el fin de:
recuperar un sentido potencialmente positivo del yo actual como
una realidad capaz de tender eficazmente a los valores;
adquirir una percepción realista, objetivamente fundada y
saludablemente provocadora del yo ideal como una realidad capaz
de arrastrar al dinamismo psíquico en su totalidad.
Tratemos, pues, de profundizar estos dos puntos.
El verdadero sentido del yo actual
YO-ACTUAL/VERO-SENSU: Conviene recuperar un sentido
potencialmente positivo del yo actual. Recuperar, no adquirir o
conquistar. Se recupera algo que nos pertenece y que tal vez
hemos dejado abandonado en el fondo del cajón; por el contrario,
se adquiere algo que sólo llega a ser nuestro después de haberlo
conquistado, pero que anteriormente no lo era. La imagen
potencialmente positiva del yo es algo a recuperar dentro de
nosotros, una positividad radical al menos a nivel potencial que se
saca a flote. No hay que buscarla fuera de uno mismo, en la estima
de los demás o en las situaciones de gratificación y de éxito, sino
dentro del propio yo, en aquello que más esencialmente pertenece
a la propia identidad.
A nivel humano, eso tan esencial se encuentra en algunos
elementos que pertenecen constitutivamente a la naturaleza
humana. Todo ser humano posee la capacidad de amar, de salir de
sí mismo, de darse al otro. De igual modo posee la capacidad de
realizar de manera creadora algo significativo, así como la
correspondiente energía. Puede hacerse un uso equivocado de
estas energías, es decir, se puede amar y crear con un sentido
egoísta y destructivo, en función de determinadas necesidades
subjetivas; pero también se puede amar y crear con un sentido
oblativo y constructivo, en función de unos concretos valores
objetivos. Pero por encima de su uso, lo que persiste es el hecho
de que existen estas capacidades, que tal vez no sean más que
una semilla, pero se trata de una semilla muy valiosa, positiva en sí
misma. Es importante tomar conciencia de ello, porque es en torno
a esta realidad esencial como el hombre se encuentra a sí mismo y
se descubre sustancialmente digno de estima. Lo demás es
secundario. Es decir, poco importa el que determinado ser humano
no posea grandes dotes o determinados talentos; para nada
cambia las cosas el hecho de que no posea el coeficiente
intelectual de un genio, o que no encandile a la gente cuando
habla, o que le resulte difícil desempeñar ciertas funciones; no es
ningún drama el hecho de que se equivoque o descubra que hay
alguien más valioso que él.
A nivel cristiano, todos sabemos lo que es el hombre: criatura de
Dios, hecha a su imagen y semejanza. Pero queda por comprobar
si esta verdad de fe ocupa un puesto verdaderamente central y
esencial en nuestra concepción del yo actual. Si así fuera, debería
derivarse de ello, como lógica consecuencia, un sentido positivo de
nosotros mismos como personas que, prescindiendo de sus
cualidades individuales, reciben como don de Dios una semilla de
positividad que aguarda una maduración. ¿Cómo es, pues, que hay
un 75% de religiosos inseguros, insatisfechos, que buscan una
positividad cada vez más difícil de alcanzar? No es cuestión de falta
de fe sino de falta de centralidad de la fe: no somos capaces de
hallar en ella una positividad suficiente, como si no bastara
descubrir que somos hijos de Dios para sentirnos portadores de
valores. Y entonces la identidad se desplaza a otras realidades y,
para valorarse positivamente, se requiere un montón de
compensaciones, de confirmaciones, de éxitos... A pesar de su
presencia, en la práctica no se considera la verdad de fe lo
bastante central y esencial en el concepto de sí. Pero no basta con
saberse portadores de potencialidades positivas y de valiosas
energías.
El yo-ideal
La identidad no se construye a base de las simples tendencias:
mientras no se actualice, la capacidad seguirá siendo un hecho
teórico y la energía tendrá necesidad de un criterio preciso para ser
adecuadamente encauzada. En otras palabras, el yo actual no
basta para explicar al hombre; el yo actual no es todo el hombre ni
puede dar a éste una idea adecuada y completa de él. La
potencialidad positiva del yo actual exige, por su propia naturaleza,
un concreto punto de referencia, un objetivo hacia el que tender y
que la valore en el momento en que lo actualiza. El yo ideal, con
sus valores objetivos y su sentido del «deber ser», viene a ofrecer
ese concreto punto de referencia y ese objetivo; responde a esa
exigencia natural con contenidos que, precisamente por ser
objetivos, tienen el poder de imprimir un dinamismo actualizante a
este germen de positividad, con tal de que el sujeto sea capaz de
percibirlo y definirlo de modo realista. Es el segundo paso que hay
que dar para adquirir un correcto y estable sentido de la propia
identidad. En otras palabras, conviene adquirir una percepción
realista, objetivamente fundada y saludablemente provocadora del
yo ideal.
Si el yo actual y su positividad son algo que hay que recuperar, el
sentido del yo ideal es, por el contrario, una realidad que hay que
adquirir. Aquel es un dato natural que cada cual descubre en lo
profundo de sí; éste es un elemento que hay que conquistar con
esfuerzo, por encima y más allá del propio yo.
De hecho, el hombre no nace con los valores ya interiorizados,
sino que se construye a sí mismo día a día, modelándose a partir
de contenidos objetivos que entran a formar parte de su identidad,
hasta el punto de identificarse con ellos. Cada vez se encuentra
más a sí mismo no en lo que es ( = yo actual), sino en lo que está
llamado a ser ( = yo ideal), mientras la energía del yo actual
descubre el modo de expresarse plena y ordenadamente según los
contenidos del yo ideal. El yo ideal debe poseer dos características:
la de estar objetivamente fundado y la de ser saludablemente
provocador.
El yo ideal debe estar objetivamente fundado. No puede ser el
hombre quien se cree «sus» valores, precisamente porque correría
el riesgo de que fueran exclusivamente suyos, expresión subjetiva
de exigencias particulares o de necesidades personales, lectura
parcial (e incorrecta, por consiguiente) de la naturaleza humana. Y
se trata de un riesgo que no es únicamente hipotético, teniendo en
cuenta la fundamental ambigüedad del yo actual. Pero si esto
sucediera, resultaría trastornado el propio sistema de relaciones
interpersonales. Cada cual hablaría «su» lenguaje, en función de
sus propios valores.
REALIZARSE/QUE-ES: Fijémonos en lo que a veces sucede en
nuestras comunidades..., pero fácilmente cada uno de nosotros
interpreta estas cosas a su manera (una manera absolutamente
subjetiva). Por el contrario, el ideal está objetivamente fundado
cuando se basa en la palabra de Dios que nos ha sido revelada,
única y auténtica intérprete de las verdaderas exigencias de la
naturaleza humana y garante de la objetividad absoluta de nuestros
ideales. Es esta misma palabra la que nos propone la unión con
Dios y la identificación con Cristo como valores últimos, y los tres
consejos evangélicos como valores instrumentales. Estos son los
valores según los cuales está llamada a modelarse nuestra
identidad. Y según esto, amar significa no buscarse a sí mismo, no
buscar la propia gratificación, sino preocuparse mucho más de
amar que de ser amado, amando a todos, incluidos los más
insignificantes. Realizarse a sí mismo significa no estar aferrado a
las cosas, a los talentos y a los proyectos propios, sino estar
dispuesto a sacrificarlos por el Reino si fuera necesario; significa no
hacer de la propia auto-realización el objetivo primario de la vida,
sino aceptar morir a sí mismo, como el grano de trino.
PD/PROVOCADORA: Pero hay una segunda y muy concreta
condición que especifica la naturaleza del yo ideal: éste debe ser
saludablemente provocador (lo cual es una consecuencia y, a la
vez, una prueba de cuanto hemos visto hasta aquí). Puede
suceder, de hecho, que el valor sea captado en su objetividad, pero
que se interprete después subjetivamente, en función de las
propias necesidades. En tal caso, queda prácticamente vaciado de
su carga de provocación y de tensión. Es el fenómeno de la
«habituación» a la palabra de Dios y a los valores que ésta
propone. La señal de alarma suena cuando uno sale de la
confrontación con la Palabra de Dios con la conciencia
suficientemente tranquila; cuando uno se apresura demasiado a
darse a si mismo la razón, tal vez creando excepciones a lo que
dice la Palabra o estableciendo por sí mismo «rebajas» en beneficio
propio. La tentación de «lo fácil» se presenta siempre que nos
hallamos ante la alternativa entre aceptar la provocación evangélica
o tratar de gratificarnos a nosotros mismos. El verdadero amor
cuesta caro, y la verdadera auto-realización debe inevitablemente
pasar por el camino de la renuncia y de la muerte. Pero es
precisamente aceptando esas provocaciones como se construye la
propia y auténtica identidad. El hombre sano y seguro de sí
necesita tender a lo difícil para ser auténticamente él mismo. Y digo
«tender», no realizar inmediatamente, que sería imposible. Los
santos son los que han tenido el valor de volver a levantarse
después de cada caída y seguir tendiendo a lo difícil, no los que
jamás se han equivocado.
Por otra parte, sólo será un valor saludablemente provocador
aquello que sea capaz de mover y arrastrar todo el dinamismo
psíquico y activar su potencialidad: Dios y su palabra; un Dios que
nos llama, que nos somete a prueba; el Dios de Abrahán, que pide
mucho, ya lo sabemos; pero que, en cambio, da al hombre una
identidad modelada sobre la suya propia.
4. La amabilidad objetiva
Hace ya tiempo vino a verme una señora muy desconsolada
porque había descubierto que su marido la había sido infiel. Su
orgullo de mujer desencadenaba en su interior un furor vengativo.
Su amor de esposa la hacía llorar, porque siempre había confiado
en su marido, el cual se presentaba ahora ante ella con un
comportamiento que jamás había podido esperar. Luchando entre
el deseo de venganza y la desilusión, me dijo: «Mire usted, le
advierto que soy atea; de manera que conmigo los sermones no
valen de nada». Después siguió en aquella alternancia entre
proyectos de venganza y propósitos de perdonar y al final declaró:
«si yo quisiera, podría vengarme a mis anchas: a las mujeres no
nos faltan armas para humillar a un hombre; pero no lo haré,
porque lo que él ha hecho no responde a lo que él debe ser; por
eso tenemos ahora los dos que 'arremangarnos' y poner manos a
la obra». De momento no comprendí el sentido de aquella frase;
pero se me quedó grabada en la mente y acabé entendiéndola:
aquella mujer me había mostrado la más profunda actitud de fe que
yo he visto en toda mi vida de sacerdote. Consideremos los hechos:
La traición de él; el descubrimiento por parte de ella, con la
consiguiente rabia, deseo de venganza y desilusión. El se
manifiesta en toda su debilidad y miseria. Ella, humillada y
mortalmente ofendida: la traición ha hecho que se derrumben
brutalmente todas sus aspiraciones y los ideales en los que creía y
que tal vez pensaba haber hecho ya realidad. Llegada a este
punto, podía haber prevalecido en ella la reacción de rabia y de
venganza: habérselas hecho pagar al marido, destruir todos los
pasados ideales y considerar al marido como un caso perdido: «yo
creía que nuestro matrimonio era distinto y, en cambio..., resulta
que él es como los demás; pero ¿y yo?, ¿quién soy yo?... ¡Ah, no!
¡De ningún modo! Me ha hecho sufrir una vez, pero en adelante
pienso estar muy atenta... ¡Ya está bien! O nos separamos ahora o
seguimos tirando hasta que los hijos hayan crecido». Pero nada de
todo esto: aquella mujer reaccionó positivamente y, en lugar de
vengarse, «se arremangó y puso manos a la obra»; en lugar de
destruir el ideal, lo renueva; en lugar de considerar al marido un
caso perdido, lo redescubre de nuevo. ¿Cómo lo ha hecho?
Fijémonos en su enigmática frase: a pesar de la infidelidad de él
y la consiguiente rabia y humillación de ella, ella consiguió ver en él
(que la había traicionado) la primacía del ideal. A pesar de la
debilidad material de él, ella logró conservar la confianza en su
espíritu; supo verlo «con transparencia»: a pesar de lo que él había
hecho (la infidelidad), siguió viendo en él lo que «debía» ser (un
marido fiel). El descubrimiento de su debilidad no la llevó a culparle
de su maldad, sino a renovarle su amor. Por encima de la
infidelidad, consiguió ver la vocación de su marido a la fidelidad;
vocación que aquella infidelidad no habla destruido, sino que la
había mostrado necesitada de ser renovada con el esfuerzo de
ambos («ahora tenemos los dos que 'arremangarnos' y poner
manos a la obra»).
Ama a tu prójimo
A-H/AMABILIDAD-REAL: Los religiosos, por definición, ponemos
los valores evangélicos en la base de nuestra vida; es decir,
deseamos poder leer la realidad a la luz de dichos valores.
Consiguientemente, también deberemos ver a la misma luz a
nuestro vecino, el cual, al igual que nosotros, ha sido creado y
querido por Dios; más aún, ha sido llamado, también como
nosotros, a seguirle de un modo absolutamente particular. Es decir,
debemos verlo en su «amabilidad objetiva»: le amo porque hay en
él un bien absoluto, objetivo; porque es una persona digna de ser
amada, dado que ha sido creada y llamada por Dios, prescindiendo
de lo que haga o deje de hacer. Puedo incluso no compartir su
modo de obrar; lo que hace puede ser que oscurezca su bondad
objetiva; puedo, por tanto, rechazar su comportamiento, pero no
por ello tengo derecho a rechazarlo como persona. El hombre es
susceptible de ser amado por lo que es, no por lo que hace; y
viceversa: puede ser rechazado por lo que hace, no por lo que es.
En la práctica, sin embargo, de la condena de la acción pasamos
al rechazo de la persona en cuanto tal. Basta que se equivoque
para que como persona la declaremos como causa perdida, en
lugar de hacer como aquella mujer «atea», que condenó el hecho,
pero no a la persona; que por encima de la «carne» débil supo
seguir viendo el espíritu; que creyó en la «amabilidad objetiva» de
su marido hasta el punto de que la situación de infidelidad fue para
ella ocasión de redescubrir el «deber ser» de su marido. Santo
Tomás explica muy bien en qué consiste este redescubrimiento del
otro a pesar de todo. Dice que debemos amar a las criaturas en
proporción a su cercanía con respecto a Dios: por eso hay que
amar a los hombres más que a los animales, el dinero o las cosas...
Debemos amar al hombre porque por su naturaleza es cercano a
Dios, ama naturalmente a Dios sobre todas las cosas. Puede
ocurrir, sin embargo, que el hombre se busque exclusivamente a sí
mismo y haga uso de su propia racionalidad para amar únicamente
a su propio yo. Pues bien, ni siquiera en este caso dice Santo
Tomás pierde el hombre su «amabilidad objetiva». El hombre se
hace malo por lo que hace, no por lo que es. De hecho, puede
ocurrir que la cercanía con respecto a Dios sea únicamente
potencial, pero no real. Esto quiere decir que amamos a los demás
no sólo por la cercanía con respecto a Dios que ya poseen, sino
también en virtud de aquella cercanía que nosotros deseamos que
alcancen y que aún no han alcanzado en realidad.
¿De dónde nace este nuestro deseo referido al otro? Nace del
hecho de que vemos al otro en el ámbito de la caridad divina. Así,
por ejemplo, el marido infiel es amado por su mujer porque ésta
sabe verlo en aquella cercanía con respecto a Dios que ella desea
para él y que de momento sólo posee en potencia, como
posibilidad: a partir de su «carne» débil, yo (traicionado) descubro
por transparencia su espíritu (el espíritu de él, que me ha
traicionado), su bondad personal, contradicha en la realidad por su
mal comportamiento.
No ingenuos, sino exigentes
Hay que observar que todo esto no significa «manga ancha»
para absolverlo todo y a todos: «dado que es objetivamente
amable, entonces puede hacer lo que le venga en gana mientras yo
me afano por ver cómo se transparenta su espíritu bueno a través
de la débil carne».
No es eso, sino que, por el contrario, desear que el otro sea lo
que «debe» ser significa rechazar sus acciones malas, egoístas o
defensivas, para exigir que actualice concretamente la vocación
que no hemos dejado de reconocer en él, al menos como
potencialidad. La diferencia radica en el modo que tengamos de
exigirlo, es decir, en el presupuesto de la amabilidad objetiva del
otro. Te exijo no para que recuperes a mis ojos aquella confianza
que tenía en ti y que he perdido, sino porque sigo teniendo
confianza en ti y sé que puedes ser lo que debes ser. Te exijo para
que también tú sacies aquella «sed de agua viva» que yo sé que
hay en ti. En suma. la pretensión no consiste en que el otro se
rehabilite a mis ojos, sino en que sea fiel a la vocación que posee y
que yo sigo viendo en él, prescindiendo de su comportamiento.
Sólo quien se siente perdonado puede reconocerse pecador.
Concretamente, si una persona es molesta, o agresiva, o
pegajosa, o infantil..., no tratamos de olvidarnos de ella y dejarla
que lo siga siendo, sino que, en virtud de su «amabilidad objetiva»,
la estimulamos a que abandone su comportamiento de «niño
grande», porque creemos que también ella puede llegar a ser lo
que «debe» ser. Se rechaza, pues, el comportamiento, pero jamás
se rechaza a la persona, digna siempre de ser amada.
En segundo lugar, este «mirar transparente» no significa sin más
que haya que amar al otro como consecuencia del amor a Dios. En
este caso estaríamos, por una parte, Dios y yo y, por otra, el
hermano, el cual, «por suerte para él», se beneficia de esa relación
mía con Dios, de la que él, sin embargo, queda excluido,
limitándose a recibir beneficios por puro reflejo y bondad mía.
Significa algo más. hacer que el otro participe en mi relación con
Dios. En este caso estamos Dios, yo... y el otro, que es incluido en
esa mi relación con Dios. En otras palabras: yo amo a Dios y, en
ese mi amor, introduzco al otro, que participa también de mi
cercanía a Dios. En concreto, a aquella persona molesta de la que
hablábamos no la amo únicamente porque amo a Dios (ya que, si
no amara a Dios, ¡a saber lo que haría...! ), sino que la amo porque
la hago parte integrante de mi relación personal con Dios. De este
modo, el amor al otro se convierte en demostración de mi amor a
Dios.
El más hermoso ejemplo de este modo de ver al otro lo tenemos
en los capítulos 1-3 del libro de Oseas, donde Dios lleva a su
profeta a una experiencia matrimonial que resultará ser reveladora
del proyecto divino con respecto al pueblo escogido. Oseas se casa
con Comer, la cual le da tres hijos. Pero es una mujer indigna que
traiciona a su esposo, le abandona y se va con otro hombre. Oseas
es un marido humillado y abandonado que,.sin embargo, sigue
enamorado de su mujer. De acuerdo con las costumbres de su
época, no sólo tenía derecho a repudiarla, sino que tenía también
el deber de separarse de ella. Podía vengarse y hacérselo pagar
muy caro, impidiendo cualquier posible arreglo. Pero Dios conduce
a su profeta a una actitud «contra corriente»: Oseas espera
pacientemente a Comer hasta que ésta, hastiada de su propio
adulterio, es readmitida en la casa después de un período de
purificación y de prueba. Entonces tiene lugar una nueva unión que
se caracteriza por basarse en un amor verdadero y purificado. El
matrimonio de Oseas es un matrimonio nuevo: no se trata de
rendición frente a la ruptura, sino de un compromiso constante en
favor de la recuperación, de la renovación, de la creación de una
unión firme y estable: el fracaso inicial no se recibe con resignación,
sino que es superado por medio de la esperanza en que el otro sea
aún capaz de una comunión profunda y fiel.
5 Construir la comunidad con el silencio
No es sólo con palabras y obras como podemos contribuir a
construir la comunidad. Hay otros medios: el modo que tengamos
de vivir la amistad, la clase de amor a nosotros y a los demás, el
estilo de nuestro diálogo... Pero un medio aún más poderoso para
construir la comunidad como lugar de trascendencia y matriz de
identidad es el mensaje silencioso que podemos transmitir con
nuestro comportamiento. Es el cauce más poderoso de testimonio:
callar y actuar; cauce ciertamente opuesto al deletéreo sistema de
los «dobles mensajes».
Vamos a considerar dos de los contenidos de este mensaje
silencioso: reconocer la propia debilidad y experimentar la soledad
de la fe, dos auténticos hitos en la construcción de la vida en
común; dos hitos que, por otra parte, solemos olvidar con
demasiada frecuencia en nuestro mundo, enfermo de eficacismo y
de comunitarismo. Intentemos ver lo que significa testimoniar
silenciosamente mediante el reconocimiento de nuestra propia
debilidad y la experiencia de la soledad de la fe. En ambos casos,
de lo que se trata no es tanto de hablar ni de realizar actos
espectaculares o insignificantes, sino más bien de actitudes
interiores, es decir, de modos de ponerse en relación con los
demás y con Dios.
Reconocer la propia debilidad
DEBILIDAD/HUMILDAD: La debilidad no significa indecisión o
duda acerca de lo que debe hacerse; mucho menos se identifica
con la desconsolada confesión de nuestras incapacidades y
miserias. Todas éstas son actitudes paralizantes, típicas de
personas pasivas e incapaces que no han experimentado la
dinámica fuerza del encuentro con Dios. No se trata, pues, de la
debilidad del «timorato» o del «fanfarrón». Por «debilidad» nos
referimos aquí a lo contrario del orgullo altanero, en su triple
aspecto de actitud para consigo mismo, para con los demás y para
con Dios.
ORGULLO/QUE-ES: El orgullo con respecto a sí mismo significa
considerarse a sí mismo como uno de los que «ya han llegado», de
los que «están de vuelta de todo». El orgullo para con Dios significa
independencia absoluta con respecto a El, siguiendo el principio:
«yo tengo mi vida en mis propias manos; debo intentarlo
constantemente y vencer siempre». Por último, el orgullo para con
los demás significa presentarse ante ellos como el ser perfecto que
ya lo ha resuelto todo «basta con que me observen, me sigan... y
asunto concluido».
HUMILDAD/3-ASPECTOS: Paralelamente, también la debilidad
presenta estos tres aspectos:
1) Debilidad con respecto a sí mismo significa reconocer que uno
no es una persona que «ya ha llegado», sino que está siempre en
camino (y, consiguientemente, que ya ha arrancado). El cristiano (y
nos referimos también al cristiano «consagrado», incluido el que
desempeña funciones importantes) sigue siendo débil y, por lo
tanto, perfectible y vulnerable. Sólo se distingue por el modo de
afrontar sus propias limitaciones. Rechaza los dos extremos -el de
la resignación y el del afianzamiento, para adoptar la actitud del
caminante: la conciencia de su propia finitud es para él estimulo y
ocasión de compromiso. Por eso no teme reconocer sus propias
limitaciones; más aún: conoce perfectamente cuáles son y hace
todo lo posible por reducir cada vez más la divergencia entre ellas y
las exigencias de Cristo. Los límites y las debilidades se convierten
en ocasión de crecimiento: aceptarlos no significa padecerlos, sino
caminar.
Esta actitud interior es un poderoso factor de testimonio
silencioso, porque permite transmitir un mensaje fundamental que,
al mismo tiempo, es de los más difíciles de aceptar. Es la actitud de
quien no se considera un iniciado ni, mucho menos, un profesional
de la fe. Sabe que está en la verdad, pero debe aún luchar por
obtenerla. Testimonia la fe, pero sin pretender tener una respuesta
clara, prefabricada y unívoca en cada ocasión. Está firme en su fe,
pero sin negar la oscuridad ni escandalizarse por ella. Reconoce
que también para él la fe es una conquista diaria. En suma: no se
considera a si mismo la bondad personificada, sino que
sencillamente se esfuerza por ser bueno. Un cristiano de esta clase
permanece siempre abierto a una continua revisión, que es un
presupuesto esencial para vivir en comunidad y ayudar a
construirla.
2) Debilidad con respecto a Dios significa reconocer nuestra
dependencia de El. Sustituimos el lema «llego, veo y venzo» por el
de «sigo, escucho y pierdo». El verdadero cristiano (¡y no sólo el
religioso! ) se siente libre de la obligación de justificarse mediante
«el éxito a toda costa». No está condenado a triunfar
ineludiblemente, sino que sabe perder, porque a pesar del posible
fracaso externo tiene siempre presente el sentido de su vida,
reconocido ya en el encuentro con Cristo.
No preocupado ya por auto-afirmarse ni por evitar a todo trance
el fracaso, el creyente tiene la libertad de «perderse», excluyendo
todo comportamiento calculador, hasta el punto de que la
experiencia misma del dolor y de la muerte está para él llena de
sentido.
Todo esto significa concretamente: sinceridad, sosiego,
perseverancia, determinación, libertad para arriesgar,
reconocimiento de las propias limitaciones y de los propios talentos,
todo lo cual constituye otra condición indispensable para construir
la comunidad.
3) Las dos actitudes precedentes -estar en camino y ser libre
para perderse se transforman en una actitud de aceptación del
otro. Presentarse ante los demás como una persona débil y
vulnerable no significa declararse impotente e incapaz de
escucharles («yo no puedo ayudarte..., ve a ver a aquel sacerdote,
que es estupendo...»). Significa más bien renunciar a presentarse
como quien ha resuelto todo tipo de problemas y reconocerse tal
como uno es: una persona que lucha como todas con la
confusión, la culpa y los errores de la vida. Presentarse, una vez
más, en silencio. De palabra, todos decimos que «buscamos juntos,
sufrimos juntos...»; pero, en realidad, basta con que alguien nos
haga ver nuestra confusión y nuestro error para que
inmediatamente interrumpamos la transmisión. De manera que en
silencio. Un auténtico encuentro humano tiene lugar cuando
estamos dispuestos a esforzarnos constantemente por crecer en
una verdad jamás poseída del todo. Lo repito: no es preciso ser
perfectos; basta con ser perfectibles. Lo cual es aún más difícil de
aceptar, porque amenaza a nuestra seguridad: el perfecto ya ha
llegado; el perfectible está todavía en camino. Pero es esencial
para hacer comunidad. Sólo quien se reconoce limitado y a la vez
perfectible, sabe ser tolerante con el hermano, aceptarlo y no
cansarse de él (ni de sí mismo).
La soledad de la fe
FE/SOLEDAD-DE-LA CR/CONTRA-CORRIENTE:: Ahora bien,
todo lo anterior presupone la «soledad de la fe». Es ésta una
expresión empleada por Karl Rahner, el cual, sin pretender abolir el
carácter comunitario de la proclamación de la fe, subraya la
necesidad para el consagrado de hoy de hacer realidad, con mayor
radicalidad que en otros tiempos, el compromiso personal con el
Señor. Se trata del coraje de la decisión solitaria y «contra
corriente», en oposición a la opinión pública; un coraje semejante al
de los mártires de la primitiva Iglesia; el coraje de la decisión de fe
que adquiere su fuerza de sí misma, sin esperar el apoyo de la
aprobación general. El consagrado de hoy debe ser un místico, no
en el sentido de experimentar extraños fenómenos
parapsicológicos, sino en el sentido de que, en el corazón mismo de
su existencia, habita la experiencia auténtica y personal de Dios.
En el mundo resulta fácil vivir de acuerdo con los criterios del
mundo. En la soledad es fácil vivir de acuerdo con nuestros propios
criterios; pero el hombre religioso es aquel que, en medio de la
multitud, conserva con perfecto sosiego y dulzura la independencia
de la soledad.
Esta experiencia de Dios tiene lugar, ante todo, en la soledad,
cuando no hay nadie para aplaudirnos. Es en esta soledad donde
el consagrado se hace independiente de la opinión general y
disponible a la experiencia de Dios. Y así concluye Rahner: «es a
este nivel de experiencia religiosa radical y solitaria como debe vivir
hoy el cristiano. Debe tener esta experiencia, cada vez con mayor
claridad, y asimilarla cada vez mejor y con una radical libertad».
Sólo así nuestra enseñanza adquiere plena credibilidad e impacto
existencial. Quien es capaz de estar a solas con Dios será capaz
también de estar a solas con el hermano. Compartir la fe supone
que cada uno de nosotros se encuentra personalmente con Dios.
Sólo quien ha descendido a lo más profundo de su propia soledad y
ha encontrado allí a Dios, es verdaderamente capaz de comunión
con los hombres. Es la intuición de Bonhoeffer: sólo quien es capaz
de soportar la soledad es capaz de comunión (y puede, por lo
tanto, contribuir de veras a construir la comunidad), y sólo quien es
capaz de comunión puede vivir una soledad que no acabe con él.
Cuando uno no ha llegado a reconocer y aceptar su propia soledad
existencial, entonces la búsqueda de la comunidad y de los demás
no es sino una huida de si mismo; y la soledad que aunque sea
para dedicarse a la oración conlleva un rechazo de los demás y de
la comunidad, no conduce a encuentro alguno, ni siquiera con
Dios: es una soledad que mata
Pero lo cierto es que el problema se resuelve en la oración, en el
encuentro personal con Dios, en el propio aposento. Ahí es donde
nos encontramos a nosotros mismos y, consiguientemente,
encontramos también la capacidad de encontrar a los demás y de
hacer comunidad.
ALESSANDRO
MANENTI
VIVIR EN COMUNIDAD
Aspectos psicológicos
SAL TERRAE SANTANDER 1984. Págs. 57-95)