Consideraciones Sobre El Crepúsculo De La Vida Religiosa En Occidente

Alphonse BORRAS

 

  El título puede parecer provocador. Pero el propósito no está desprovisto de esperanza. Ciertamente, hay realidades que pertenecen al pasado y el reloj de la historia va siempre hacia adelante. Es el caso del fin de la «cristiandad» y del «eurocentrismo». Sin embargo, el autor del presente artículo no se contentó con diagnosticar la situación de la vida religiosa en este momento de la historia del cristianismo, sino que abre perspectivas desde las que la vida religiosa descubrirá nuevos ámbitos en los que desarrollar su radicalismo evangélico en el despojo y en la novedad de la fidelidad creadora. Es lo que la Iglesia espera de ella.

 

Publicación original:
“Considérations sur le crépuscule de la vie religieuse en Occident”
Vie consacrée 71 (1999) 163-176.

Publicación resumida: Sal Terrae 154 (junio 2000) 93-100

 

 

En Europa occidental y en América del Norte, la disminución de los efectivos de los Institutos religiosos es un hecho innegable, debido al envejecimiento de sus miembros y a la disminución de las vocaciones. Este hecho debe ser constatado por cada Instituto religioso con serenidad y analizado con lucidez, para llegar a descubrir lo que el Señor espera de nosotros y discernir la voluntad de Dios en el día de hoy, del cual depende nuestro futuro. Éste depende de nosotros, de nuestra libre cooperación a la fidelidad de Dios vivida en la libertad de un proyecto. Una mirada serena y un análisis lúcido del presente son elementos necesarios de todo proyecto de futuro.

Escribo desde mi condición de sacerdote diocesano y pensando sobre todo en la situación de los Institutos religiosos «internacionales», muy a menudo de derecho pontificio, que tienen comunidades tanto en Occidente como en lo que todavía llamamos «jóvenes Iglesias». Mi reflexión tratará sobre tres aspectos de la situación presente en Occidente, situación que yo considero, quizás arriesgándome, como un final e incluso -lo vamos a ver- como un triple final. Entiendo aquí por final la etapa última de un proceso histórico, imbricado él mismo en el marco más amplio de la historia de la humanidad. En este contexto más amplio, un final no es nunca pura y simplemente un término absoluto o un cierre definitivo. No podemos cortar la historia con un cuchillo. En el devenir histórico todo fin abre camino a «otra cosa», a nuevos comienzos. Y siempre con la mirada puesta en «largos períodos».

El título de este artículo utiliza la metáfora del crepúsculo: éste designa ciertamente el final de la noche, pero anuncia también la aurora de un nuevo día. Mis consideraciones sobre el crepúsculo de la vida religiosa tratan precisamente del crepúsculo de un triple fenómeno -la cristiandad, el eurocentrismo, la eclesiología universalista- y de su incidencia sobre la vida religiosa. Escrutando el final de cada una de estas realidades, veremos las primeras luces de la aurora y los resplandores del nuevo día que exigen un compromiso libre y responsable.

 

FIN DE LA CRISTIANDAD

En el siglo IV, el hecho cristiano da paso al régimen llamado de cristiandad. Los edictos de Constantino (314) y de Teodosio (380) decretan respectivamente la tolerancia religiosa respecto a la Iglesia y la instauración del cristianismo como religión oficial del Imperio romano. Después de la caída de éste en Occidente (410), la ideología imperial y su «imaginario» político se perpetúan en la España visigótica para contribuir después a la instauración del Imperio carolingio. Durante estos siglos se va afirmando progresivamente una visión política en la cual el espacio social y el espacio religioso coinciden de tal manera que, en principio, todo ciudadano es religioso, y viceversa. Este régimen de cristiandad, bajo diversas figuras y modalidades, ha perdurado durante varios siglos, incluso después de la Reforma. La división eclesial del siglo XVI no cuestionó la referencia común a la fe cristiana. Sin embargo, la imposibilidad política de volver a encontrar la unidad confesional en Occidente favoreció la tolerancia religiosa y el pluralismo ideológico. En el clima filosófico de la Ilustración, la emergencia del sujeto y su pretensión de dominar su entorno y su historia hicieron pasar definitivamente el mundo occidental del teocentrismo, que daba sentido y coherencia al cuerpo social, a una concepción del mundo antropocéntrica, en el cual el primado de la libertad abría las puertas a las prácticas democráticas del debate, de la negociación y de la constitución de los lazos sociales. La revolución francesa es el acontecimiento emblemático de la modernidad política, pero serán necesarios todavía dos siglos para que llegue a ser una evidencia el fin de la cristiandad. En adelante, el Estado ya no es confesional y el cristianismo es una religión más entre otras en un Occidente pluralista.

Resistiendo a las tendencias y presiones que le forzaban a quedar reducida a un hecho privado, la Iglesia católica y las otras Iglesias cristianas se mantienen en su afirmación de ser realidades públicas. Su lugar en la vida social depende de su manera de insertarse en el debate de las ideas y de contribuir a la cohesión social. A pesar de la diversidad de situaciones en Europa occidental, una cosa es clara: la adhesión al hecho cristiano no es ya una condición necesaria para ser considerado ciudadano de pleno derecho.

Uno de los aspectos de la cristiandad fue la suplencia asumida por la Iglesia en los diferentes campos de la vida social (asistencia pública, sanidad, educación), que ha dado lugar a una multiplicidad de instituciones temporales cristianas. Todavía ahora, después de la secularización de muchas obras caritativas, hospitalarias o educativas, la Iglesia católica mantiene instituciones temporales, que ofrecen, si no ya una suplencia, al menos un aporte útil a la sociedad, incluso muchas veces una alternativa a las instituciones públicas. Los beneficiarios e incluso los dirigentes de estas instituciones temporales cristianas no comparten necesariamente la fe cristiana, hecho que cuestiona, a medio plazo, la persistencia de la identidad confesional de estas instituciones.

El final de la cristiandad significa que Dios no es ya una evidencia cultural, que nuestros contemporáneos no se adhieren masivamente al hecho cristiano y que las instituciones temporales cristianas han entrado en un proceso de desconfesionalización, al menos en los hechos. Hace ya más de cuarenta años que Karl Rahner hablaba de la Iglesia «en situación universal de diáspora», considerando incluso esta situación como «una necesidad inherente a la historia de salvación», extrayendo de ello las consecuencias para la actuación del cristianismo en este mundo. «Nos es necesario confesar nuestra pobreza, si queremos ser leales, y la lealtad, a la larga, siempre acaba pagando». Queramos o no queramos, hemos llegado a ser una Iglesia «en vías de despojo». Pero esta misma precariedad nos ofrece la posibilidad de gustar y compartir el frescor del Evangelio, una gracia, un don de Dios, quien, por su Espíritu, nos sostiene confirmándonos su fidelidad. ¿Acaso no es él el Dios eternamente fiel?

Tocados de lleno por los cambios de este final, laborioso pero ineluctable, de la cristiandad, los religiosos sienten de una manera especial los cambios y son los primeros en vivir la ruptura de las estructuras de la Iglesia local: movimientos confesionales e instituciones temporales cristianas se cuestionan su relación con la Iglesia, parroquias reducidas al servicio público de la religión civil, folklorización del sentimiento religioso, etc.

Diseminados en medio de un mundo en el cual ya no captan tantas vocaciones como antes, los institutos religiosos se han convertido en lugares privilegiados para experimentar a la vez la fidelidad siempre nueva y sin cesar desconcertante del Dios de la Alianza graciosamente ofrecida: en sus propias carnes (¡y en sus edificios!) hacen la experiencia pascual de la muerte y de la resurrección, expresando así la dimensión escatológico de la vida consagrada.

En este aprendizaje de diáspora y con su testimonio de desnudamiento pascual, los religiosos y religiosas nos ayudarán a las Iglesias locales afirmando en las vicisitudes del presente al Único necesario. Su aprendizaje nos estimulará a aprender, a nuestra vez, a vivir gozosamente «en estado de desnudez». La inevitable reestructuración parroquial y la superación de la estricta división territorial de las diócesis son operaciones que se imponen, lo cual implicará el abandono de una presencia parroquial tradicionalmente basada sobre la proximidad del servicio, el encuadramiento religioso de la población y la pertenencia sociocultural al hecho cristiano. Se trata de pasar de una pastoral de censo territorial a una pastoral de engendramiento, opción que supondrá morir a una cierta imagen de Iglesia. Los religiosos, enfrentados ya a estos cambios, en sus vidas y en sus edificios, nos ayudan a elaborar la espiritualidad que nuestras iglesias locales necesitan para vivir hoy día. ¿Acaso no conduce Dios a su pueblo al desierto para decirle su amor? (véase Os 2,16).

 

 

FIN DEL EUROCENTRISMO

A lo largo de los tres últimos decenios, la mayoría de las congregaciones internacionales de origen europeo han sufrido una evolución marcada por el envejecimiento de sus efectivos en Europa y por un rejuvenecimiento de sus comunidades presentes en las jóvenes Iglesias (las cuales, al menos, han mantenido la pirámide de edades). A veces, esta evolución ha tenido como consecuencia que religiosas de las jóvenes Iglesias hayan venido a vivir en las comunidades europeas de sus Institutos, ya sea para asegurarles una ayuda en sus obras apostólicas (muy a menudo en labores de intendencia), ya sea para darles la asistencia que requieren las comunidades envejecidas.

Esta evolución es significativa de la dimensión eurocéntrica de los Institutos religiosos fundados en el Viejo Continente. Hoy día, el reclutamiento de los nuevos miembros, el rejuvenecimiento de los efectivos y la irradiación de sus obras no se realizan ya en Europa sino en el Tercer mundo o, para decirlo mejor, en las «jóvenes Iglesias». Siguiendo fieles al carisma fundacional, las comunidades religiosas presentes en ellas conocen una vitalidad garantizada y promovida por sus propios recursos humanos. Con una existencia de varios decenios o de más de un siglo, estas comunidades se desarrollan según una tradición propia, marcada ciertamente por el origen del Instituto pero, determinada también por su inculturación en un contexto social, económico, histórico y religioso. Viviendo de su riqueza de valores espirituales y apostólicos debidos a su enraizamiento humano y eclesial, estas comunidades pueden enriquecer las comunidades del Viejo Continente. La inculturación del carisma del Instituto en los diferentes continentes y la variedad de valores espirituales y apostólicos de todas las provincias y comunidades constituyen un verdadero «fondo de catolicidad», del cual todos los miembros y comunidades pueden beneficiarse. Es el tema del «intercambio de dones» del que habla Vita Consecrata, la cual insiste sobre «la responsabilidad especial (de los Institutos internacionales) de mantener el sentido de la comunión entre los pueblos, las razas, las culturas, y de dar testimonio de ella».

Este final del eurocentrismo, vivido ya en los Institutos religiosos, ¿no anticipa ya el fin del eurocentrismo en la Iglesia católica? Y ya se contempla ampliamente en diversos campos. Las llamadas hasta hace poco «jóvenes Iglesias», se han convertido, no sin resistencias y dificultades, en adultas, y recuerdan a las Iglesias del viejo Continente -en términos socio-políticos: del Primer mundo- que el Evangelio no se limita a una civilización, sino que su poder liberador se manifiesta en todas las facetas de la humanidad y en todas las vicisitudes de la historia. La vitalidad de estas jóvenes Iglesias, su inculturación en una fidelidad creadora, puede enriquecer a las Iglesias occidentales y, sobre todo, animarlas a vivir libremente, y no fatalmente, este proceso de desnudez necesario para mantenerse fieles a la misión.

La espiritualidad del Exilio que, a mis ojos, debe caracterizar en nuestro momento presente las Iglesias de la vieja cristiandad, está llamada a encontrarse con la espiritualidad de la Liberación propia de las jóvenes Iglesias. Purificada de los espejismos de conquista de una «tierra prometida» en este mundo, la espiritualidad de la Liberación comprenderá mejor que la verdadera libertad procede de la Cruz en la cual el Hijo se entrega al Padre. Y a su vez, las jóvenes Iglesias suscitarán en las viejas Iglesias una acogida gozosa del Espíritu Santo que siempre está en acción. Los Institutos religiosos internacionales ¿no podrían ser los laboratorios de esta simbiosis tan benéfica para el anuncio de la Buena Nueva en el mundo de hoy?

 

 

FIN DE UNA ECLESIOLOGÍA UNIVERSALISTA

 Si en el siglo XI la Reforma gregoriana fue una etapa significativa de un proceso de uniformidad y de centralización de la Iglesia latina en Occidente, los siglos siguientes reforzaron este proceso según el cual, en la teoría y en los hechos, una sola Iglesia es plenamente la Iglesia, la Iglesia de Roma. La autoridad papal, con una perspectiva y una ideología imperial, actuará en la línea de una armonización entre poder espiritual y poder temporal. Desde el siglo XII al siglo XIV, los Concilios Generales de Occidente reforzarán el poder del papado sobre la cristiandad latina, pero a partir del XV se convertirán en una amenaza continua para los Papas. En el siglo XVI, desvanecido el sueño de un imperio cristiano y ante la fragmentación nacionalista y los avances del protestantismo, el Concilio de Trento favorecerá la «toma del poder» por el papado» sobre los restos de la cristiandad que le era fiel» y la Contrarreforma dará paso a una fuerte centralización. En adelante, la unidad eclesial se identifica no sólo con la unidad de fe, sino con la unidad de la teología y de la organización uniforme del derecho y de los ritos. A finales del siglo XVI, se trataba de reagrupar en un solo haz muy estricto todo lo que llevaba el nombre de cristiano para defenderlo de la herejía, unir fuerzas contra el Islam y anunciar el Evangelio en las nuevas tierras conquistadas por las potencias católicas. Hasta el Vaticano II, esta visión universalista de la Iglesia latina de Occidente y la práctica centralizadora de Roma producirán una eclesiología abstracta y jurídica, que, ignorante de la diversidad de las Iglesias locales, extranjera a su contribución a la inculturalización del Evangelio y a la catolicidad de la fe, tenderá a irse reduciendo a una jerarcología preocupada en primer lugar por justificar el poder de la jerarquía en una sociedad eclesial jurídicamente perfecta. Deberemos esperar el fin del Antiguo Régimen y su lenta y laboriosa aceptación para que la Iglesia católica supere, a través de los violentos cambios de un mundo emergente, esta eclesiología de «Iglesia universal» y que, gracias a la renovación bíblica, litúrgica y patrística, se abra a una eclesiología de «la comunión de las Iglesias locales» avalada, o al menos suscitada , por el Vaticano II.

 Esta sumaria evocación del crepúsculo de la eclesiología unversalista es suficiente para nuestro propósito. Hoy día nace una nueva mirada, la de la eclesiología de comunión, que honra mejor la catolicidad confesada en el Credo y el carácter orgánico y complementario de la realidad eclesial. Fácilmente comprendemos que esta perspectiva de comunión tendrá sus consecuencias sobre la vida consagrada, en particular para los religiosos. La verdadera catolicidad de la Iglesia se manifiesta en la diversidad de carismas en el seno de cada Iglesia particular y en la Iglesia toda entera (ecclesia universa), en la inculturación de la fe y en la simbiosis del Evangelio anunciado, celebrado y vivido con cada cultura, y también en las relaciones de comunión entre todas las Iglesias particulares. Enraizada en su participación en la vida trinitaria, la comunión eclesial se va construyendo sobre la base de la común gracia bautismal y a partir de la diversidad de carismas, en especial de las vocaciones y de los estados de vida, reflejo de la «admirable variedad» que da estructura a la Iglesia en el seno de la cual «no todos marchan por el mismo camino» (LG 32).

 En su magisterio reciente, Juan Pablo II evoca los tres estados de vida, su correlación y su articulación recíproca. La vida consagrada actualiza la exigencia de todo bautizado de responder por la santidad de vida al amor de Dios, manteniendo en la Iglesia la exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad. En la extrema diversidad de maneras de vivir los consejos evangélicos, es una experiencia singular del Espíritu Santo la que da a cada Instituto religioso un «estilo particular de santificación y de apostolado y una tradición determinada». Y es siempre en un lugar -en la Iglesia tal y como ella se realiza en este lugar- que se realiza esta experiencia, que se expresa esta respuesta al amor de Dios, que se vive esta fraternidad a imagen de la Trinidad. La vida consagrada, como toda otra vocación, no se inscribe fuera del tiempo y de la historia, sino que está inserta en el tejido de una Iglesia particular, en su cultura ambiente y en su propia historia. Esto justifica el reconocimiento de la justa autonomía de cada Instituto religioso y fundamenta el deber de la autoridad pastoral (del obispo) de preservar y proteger esta autonomía.

 La inserción en lo concreto de una Iglesia particular es una exigencia teológica de catolicidad. Los cristianos y los pastores de la Iglesia particular se enriquecerán de los dones de la vida consagrada y los religiosos deberán vivir de manera significativa su inserción solidaria en la Iglesia particular. Esto supondrá, de su parte, un espíritu abierto, pero también una fidelidad creadora. Los obispos diocesanos deberán suscitar y promover el respeto de los Institutos religiosos y éstos deberán acoger y seguir las llamadas y las normas pastorales. Si desean inscribirse en la admirable variedad de la Iglesia en este lugar, los Institutos deben dialogar con los pastores y éstos deben dejarse interpelar. La escasez de sacerdotes diocesanos puede empujar de los obispos a solicitar a los religiosos que se responsabilicen de la pastoral de las parroquias, «enturbiando la imagen del religioso que es sacerdote» (P.H. Kolvenbach). ¿No se trata, en definitiva, de participar en la tarea eclesial como socio leal en la complementariedad de las vocaciones en vistas a la edificación de la Iglesia y de la realización de su misión en este lugar? En estos tiempos de diáspora, esta participación eclesial es una cuestión de credibilidad.

 Quisiera apuntar una última consecuencia de la eclesiología de comunión: la participación de los laicos en el carisma del Instituto religioso. Ellos contribuyen a difundir la espiritualidad del Instituto en la realidad social y en el seno de la Iglesia particular, al mismo tiempo que aseguran la continuidad de algunas de sus actividades características. Si una verdadera espiritualidad del Exilio se funda sobre la fidelidad de Dios, no hay razón alguna para dudar de que esta participación de los laicos, fervientes y convencidos, no llegue a suscitar algo nuevo. ¿No es el mismo caso mutatis mutandis (con los cambios pertinentes) que en la vida parroquial y en ciertos servicios de la Iglesia diocesana?

 La condición es la de haberse ya desembarazado de la nostalgia de un pasado glorioso, pues la amenaza más grave en estos tiempos de diáspora es la de asistir al crepúsculo con la nostalgia por el tiempo pasado y sin esperar nada ni de la aurora ni, sobre todo, del día que viene. Pero el Señor no cesa de decir -y los religiosos son los centinelas de esta palabra: “Mirad que todo lo hago nuevo!” (Ap 21,5.

 

Tradujo y condensó: MIQUEL SUÑOL