¿POR QUÉ PERMANEZCO EN LA IGLESIA?


Joseph Ratzinger


"...Los límites impuestos necesariamente por una conferencia y el 
carácter especial del tema que se me ha ofrecido, pienso que son 
suficientes para comprender que no pretendo exponer aquí 
exhaustivamente las razones objetivas que fundan la existencia de la 
iglesia. En las páginas que siguen me he limitado a recoger como en un 
mosaico algunas reflexiones que pueden ser útiles para iluminar una 
elección, que en último término sólo puede ser personal, así como para 
clarificar algún aspecto de su derecho objetivo..."

Joseph Card. Ratzinger

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Existen hoy muchos y opuestos motivos para no permanecer en la 
iglesia. En nuestros días están tentados de volver la espalda a la 
iglesia no sólo aquellos a quienes se les ha hecho extraña la fe de ésta, 
a quienes aparece demasiado retrógrada, demasiado medieval, 
demasiado hostil al mundo y a la vida, sino también aquellos que 
amaron la imagen histórica de la iglesia, su liturgia, su independencia 
de las modas pasajeras, el reflejo de lo eterno visible en su rostro. 
Estos tienen la impresión de que la iglesia está a punto de traicionar su 
especificidad, de venderse a la moda del tiempo y de este modo perder 
su alma. Están desilusionados como el amante traicionado y por eso 
piensan seriamente en volverle la espalda.

Por otra parte también existen motivos contradictorios para 
permanecer en la iglesia. Permanecen en ella no sólo los que creen 
firmemente en su misión o quienes no quieren abandonar una antigua y 
entrañable costumbre aunque hagan poco uso de ella, sino sobre todo 
y especialmente quienes rechazan toda su realidad histórica y 
combaten abiertamente el contenido que sus ministros tratan de darle y 
de conservar. A pesar de querer eliminar lo que la iglesia fue y es, no 
intentan salir fuera de ella, porque esperan trasformarla en lo que a su 
juicio debe ser.

1. Reflexiones preliminares sobre la situación de la Iglesia. 
I/CONFUSIONISMO: De todo esto resulta que la iglesia se encuentra 
en una situación de confusionismo, en la que los motivos a favor o en 
contra no sólo se entremezclan de la manera más extraña, sino que 
parece imposible llegar a un entendimiento. Reina la desconfianza 
sobre todo porque el permanecer en la Iglesia no tiene ya el carácter 
claro e inequívoco de antes y nadie cree en la sinceridad de los demás. 
Las palabras llenas de esperanza de Romano Guardini en 1921 -un 
acontecimiento de gran importancia ha comenzado: la iglesia despierta 
en las almas-, aparecen anacrónicas. Al contrario, hoy habría que 
cambiar la frase de este modo: un acontecimiento de gran importancia 
ha comenzado: la iglesia se apaga en las almas y se disgrega en las 
comunidades. En medio de un mundo que tiende a la unidad, la iglesia 
se dispersa en resentimientos nacionalistas, en la exaltación de lo 
propio y en la denigración de lo ajeno. Entre los defensores de la 
secularidad y la reacción de quienes están demasiado apegados al 
pasado y a lo externo, entre el desprecio de la tradición y la fidelidad 
exagerada a la letra parece que no existe ninguna posibilidad de 
equilibrio; la opinión pública asigna inexorablemente a cada uno su 
propio puesto; tiene necesidad de posiciones claras y precisas y no 
puede entretenerse en ninguna clase de matices: quien no está a favor 
del progreso está contra él; o se es conservador o progresista. Gracias 
a Dios, la realidad es distinta: entre estos dos extremos existen también hoy creyentes silenciosos y casi sin voz, quienes con toda sencillez realizan la verdadera misión de la Iglesia incluso en este momento de fusión: la adoración y la paciencia de la vida cotidiana, la palabra de Dios. Sin embargo, en la imagen que se tiene de la iglesia éstos no tienen sitio; esa verdadera iglesia no es invisible, pero está 
profundamente escondida a las maniobras de los hombres.

De este modo queda esbozada una primera indicación sobre el 
contexto en donde se sitúa la pregunta: ¿por que permanezco en la 
iglesia? Para dar una respuesta adecuada debemos analizar en primer 
lugar ese contexto, en el que la palabra «hoy» entra de lleno en el 
tema, y posteriormente profundizar en los motivos de la situación 
actual.

¿Cómo se ha podido llegar a una tan extraña situación de confusión 
en el momento en que se esperaba un nuevo pentecostés? ¿Cómo ha 
sido posible que precisamente cuando el concilio parecía recoger los 
frutos maduros de los últimos decenios, esta plenitud haya dado paso 
de repente a un vacío desconcertante? ¿Qué ha sucedido para que del 
gran impulso hacia la unidad haya surgido la disgregación? Quisiera 
intentar responder recurriendo en principio a una comparación que 
puede hacernos descubrir cuál es nuestra tarea y, al mismo tiempo, 
dejar entrever los motivos que hacen posible un sí o un no. Parece 
como si en nuestro esfuerzo por llegar a una comprensión de la iglesia, 
siguiendo las huellas del concilio que ha luchado denodadamente por 
ello, nos hubiéramos acercado tanto a la iglesia, que ya no fuéramos 
capaces de verla en su conjunto; como si los primeros edificios nos 
impidieran ver la ciudad y los primeros árboles nos estorbaran para 
abarcar con nuestra mirada todo el bosque. La situación a la que nos 
ha llevado la ciencia a propósito de muchos aspectos de la realidad, se 
repite también ahora con la iglesia. Vemos los detalles tan cercana y 
minuciosamente que no somos capaces de contemplar el todo. Lo que 
hemos ganado en precisión lo hemos perdido en verdad. Cuando 
observamos al microscopio un trozo de árbol, lo que vemos es sin duda 
exacto, pero podría a la vez esconderse la verdad si se olvidase que un 
detalle no es sólo un detalle, sino que existe en un todo, que aunque 
no sea visible al microscopio, es igualmente verdadero, incluso más 
verdadero que el detalle tomado aisladamente.

CV/REFORMAS I/REFORMAS-C: Pero dejemos a un lado las 
comparaciones. La perspectiva contemporánea ha determinado 
nuestra mirada sobre la iglesia, de tal modo que hoy prácticamente sólo 
vemos la iglesia desde el punto de vista de la eficacia, preocupados por 
descubrir qué es lo que podemos hacer con ella. Los prolongados 
esfuerzos por reformar a la iglesia han hecho olvidar todo lo demás. 
Para nosotros hoy no es nada más que una organización que se puede 
trasformar y nuestro gran problema es el de determinar cuáles son los 
cambios que la hagan «más eficaz» para los objetivos particulares que 
cada uno se propone. Planteando de esta manera la cuestión, el 
concepto de reforma ha sufrido en la conciencia colectiva profundas 
degeneraciones, que lo han privado de su núcleo central. Pues 
reforma, en su significado original, es un proceso espiritual, totalmente 
cercano al cambio de vida y a la conversión, que entra de lleno en el 
corazón del fenómeno cristiano: solamente a través de la conversión se 
llega a ser cristianos; esto vale tanto para la vida particular de cada 
uno como para la historia de toda la iglesia. Esta vive como iglesia en la 
medida en que renueva sin cesar su conversión al Señor, al evitar 
cerrarse en sí misma y en sus propias costumbres más queridas, tan 
fácilmente contrarias a la verdad. Cuando la reforma es arrancada de 
este contexto, del esfuerzo y el deseo de conversión, cuando se espera 
la salvación solamente del cambio de los demás, de la trasformación de 
las estructuras, de formas siempre nuevas de adaptación a los tiempos, 
quizá se llegue de momento a cierta utilidad inmediata, pero en el 
conjunto la reforma se convierte en una caricatura de sí misma, capaz 
de cambiar únicamente las realidades secundarias y menos 
importantes de la iglesia. No es de extrañarse por tanto que la misma 
iglesia aparezca en definitiva como algo secundarioo. Todo esto nos 
ayuda a entender la paradoja que surge de los intentos de renovación 
propios de nuestra época: los esfuerzos para suavizar la rígidez de las 
estructuras, para corregir las formas del aparato eclesiástico 
provenientes de la edad media o más aún de los tiempos del 
absolutismo, para liberar a la iglesia de tales interferencias y 
capacitarla para un servicio más simple y más conforme con el espíritu 
del evangelio, han conducido en realidad a una sobrevaloración del 
elemento institucional de la iglesia sin precedentes en su historia. Las 
instituciones y los aparatos eclesiásticos son sin duda objeto de una 
crítica radical como jamás existió, pero también absorben la atención 
con una exclusividad más acentuada que antes, de tal manera que 
para muchos la iglesia queda reducida a esa realidad institucional. La 
pregunta sobre la iglesia se plantea en términos de organización. No se 
quiere que un mecanismo tan bien montado quede infructuoso, pero se 
le encuentra desde muchos puntos de vista inadecuados para 
conseguir los objetivos que se le asignan.

Detrás de todo eso se perfila el problema central de la crisis de la fe. 
Por su radio de acción la iglesia ejerce sociológicamente su influencia 
más allá del círculo de sus fieles, y la institucionalización de esta 
situación falsa la aliena profundamente en su verdadera naturaleza. La 
publicidad derivada del concilio y la perspectiva de un posible 
acercamiento entre creyentes y no creyentes, que ha dado fatalmente 
la impresión de realidad, ha radicalizado al máximo esta alienación. 
Muchas veces el concilio fue aplaudido también por aquellos que no 
tenían intención de llegar a ser creyentes en el sentido de la tradición 
cristiana, pero que saludaron este «progreso» de la iglesia como una 
confirmación de sus propias opciones y de los caminos recorridos por 
ellos. Al mismo tiempo hay que reconocer que dentro de la iglesia la fe 
ha entrado en una agitada fase de efervescencia. El problema de la 
mediación histórica sitúa el antiguo credo en una luz incierta y ambigua, 
con la que las verdades pierden sus propios contornos; por otra parte 
las objeciones de las ciencias naturales y más aún de la concepción 
moderna del mundo avivan este proceso. Los límites entre la 
interpretación y la negación de las verdades principales se hacen cada 
vez más difíciles de reconocer. Por ejemplo ¿qué es lo que significa 
realmente «resucitado de entre los muertos»? ¿Quiénes son los que 
creen, interpretan o niegan? Y mientras se discute hasta dónde pueden 
llegar los límites de la interpretación, se hace cada vez más borroso el 
rostro de Dios. La «muerte de Dios» es un proceso totalmente real, que 
se instala hoy en el mismo corazón de la iglesia. Dios muere en la 
cristiandad, así al menos parece. De hecho allí donde la resurrección 
se convierte en un acontecimiento de una misión vívida en una imagen 
superada, Dios no actúa ya. ¿Pero Dios actúa verdaderamente? Esta 
es la pregunta que surge de inmediato. Mas ¿puede haber alguien tan 
reaccionario que acepte literalmente la afirmación «él ha resucitado»? 
De este modo lo que para uno sólo es progreso, es para otro 
increencia y lo que antes era inconcebible, es hoy algo normal; 
personas que desde hace tiempo habían abandonado el credo de la 
iglesia, se consideran de buena fe como auténticos cristianos 
progresistas. Según éstos el único criterio para juzgar a la iglesia es su 
eficiencia. Queda, sin embargo, por establecer cuál sea la verdadera 
eficiencia y para qué objetivos se deba usar. ¿Para criticar la sociedad, 
para ayudar al desarrollo, para fomentar la revolución? ¿O quizá para 
celebraciones comunitarias? De cualquier forma hay que comenzar 
desde los cimientos, porque inicialmente la iglesia no había sido 
concebida para esto y efectivamente en su forma actual no está 
preparada para esos objetivos. Y de este modo aumenta el malestar 
tanto en los creyentes como en los no creyentes. El derecho de 
ciudadanía que la incredulidad ha adquirido en la iglesia hace la 
situación cada vez más insoportable tanto para unos como para otros. 
Especialmente trágico es el hecho de que todo esto haya situado el 
programa de reforma en una ambigüedad extraordinariamente 
equívoca y para muchos insoluble.

Naturalmente se puede objetar que no todo el panorama se presenta 
con nubarrones tan negros. En los últimos años han nacido y 
madurado muchas realidades positivas que no es justo silenciar: la 
nueva liturgia más accesible al pueblo, la sensibilidad para los 
problemas sociales, el mejor entendimiento entre los cristianos 
separados, la disminución del miedo debido a una falsa concepción 
literal de la fe y muchas otras cosas más. Esto sin duda es verdadero y 
no se puede minimizar; pero no refleja exactamente la atmósfera 
general de la iglesia. Al contrario, también todo esto ha sido 
inficcionado por la ambigüedad debida a la desaparición de los límites 
precisos entre fe e incredulidad. Solamente al principio pareció que la 
consecuencia de esta desaparición pudiera ser considerada como algo 
liberador. Hoy es claro que de semejante proceso, a pesar de todos los 
signos de esperanza, en vez de una iglesia moderna ha surgido una 
profundamente desgarrada y problematizada. Hemos de admitirlo sin 
restricciones: el Vaticano I había descrito la iglesia como el signum 
levatum in nationes, como el estandarte escatológico visible desde lejos 
que convocaba y reunía a los hombres. Según el concilio de 1870 ella 
era el signo esperado por Isaías (11, 12), la señal que incluso desde 
lejos todos podían reconocer y que a todos indicaba claramente el 
camino a recorrer. Con su maravillosa porpagación, su eminente 
santidad, su fecundidad para todo lo bueno y su profunda estabilidad, 
ella representaba el verdadero milagro del cristianismo, la mejor prueba 
de su credibilidad ante la historia(1). Hoy parece verdadero todo lo 
contrario: no una comunidad maravillosamente difundida, sino una 
asociación estancada, que no ha sido capaz de superar realmente los 
confines del espíritu europeo y medieval; no ya una profunda santidad, 
sino un conjunto de debilidades humanas, una historia vergonzosa y 
humillante, en la que no ha faltado ningún escándalo, desde la 
persecución de herejes y procesos contra las brujas, desde la 
persecución de los judíos y el servilismo de las conciencias hasta el 
autodogmatismo y la resistencia contra la evidencia científica, de tal 
modo que quien pertenece a esa historia no puede hacer otra cosa que 
cubrirse vergonzosamente la cara; finalmente no ya una estabilidad 
indestructible, sino condescendencia con todas las corrientes de la 
historia, con el colonialismo, el nacionalismo y recientemente los 
intentos de hacer las paces con el marxismo y hasta de identificarse 
con él... De este modo la iglesia no aparece ya como el signo que invita 
a la fe, sino precisamente como el obstáculo principal para su 
aceptación. Da la impresión de que la verdadera teología consiste sólo 
en quitarle a la iglesia sus predicados teológicos, para considerarla y 
tratarla bajo un aspecto puramente político. No se la mira ya como una 
realidad de fe, sino como una organización de creyentes, puramente 
casual y poco accesible, que hay que remodelar lo antes posible según 
los más modernos criterios de la sociología. «La confianza es buena, el 
control mejor», tal es el eslogan que después de tantas desilusiones se 
prefiere adoptar en relación con la estructura eclesiástica. El principio 
sacramental no es ya suficientemente claro, solamente el control 
democrático aparece digno de fe(2): en definitiva el Espíritu santo es 
totalmente inaferrable. Quien no tiene miedo de mirar al pasado sabe 
muy bien que las humillaciones de la historia se derivan precisamente 
de que en un momento determinado el hombre creyó deber asumir los 
plenos poderes y considerar como única y verdadera realidad 
solamente sus propias empresas.


2. La naturaleza de la Iglesia simbolizada en una imagen
I/PERTENENCIA/CRISIS I/LUNA: Una iglesia que contra toda 
su historia y su naturaleza sea considerada únicamente desde un punto 
de vista político, no tiene ningún sentido y la decisión de permanecer 
en ella, si es puramente política, no es leal, aunque se presente como 
tal. Ante la situación presente ¿cómo se puede justificar la permanencia 
en la iglesia? En otros términos: la opción por la iglesia para que tenga 
sentido tiene que ser espiritual. ¿Pero en qué puede apoyarse una 
opción espiritual? Quisiera dar una primera respuesta utilizando una 
imagen y volviendo a los términos que usamos al principio para 
describir la situación. Hemos dicho que en nuestros estudios nos 
hemos acercado tanto a la iglesia que no somos capaces de verla en 
su conjunto. Vamos a profundizar este pensamiento tomando una 
imagen con la que los padres nutrieron su meditación simbólica sobre 
el mundo y sobre la iglesia. Los padres decían que en el mundo 
cósmico la luna era la imagen de lo que la iglesia representaba para la 
salvación del mundo espiritual. Tomaban así un antiguo simbolismo 
constantemente presente en la historia de las religiones -los padres no 
hablaron nunca de «teología de las religiones», pero la han actuado 
concretamente- en el que la luna era el símbolo de la fecundidad y de 
la fragilidad, de la muerte y de la caducídad de las cosas, pero también 
de la esperanza en el renacimiento y en la resurrección, era la imagen 
«patética y al mismo tiempo consoladora» (3) de la existencia humana. 
El simbolismo lunar y el telúrico se mezclan frecuentemente. Por su 
fugacidad y por su reaparición la luna representa el mundo de los 
hombres, el mundo terreno caracterizado por la necesidad de recibir y 
por su indigencia, y que obtiene su propia fecundidad de otro, es decir, 
del sol. De este modo el simbolismo se convierte en símbolo del hombre 
y de la naturaleza humana, como se manifiesta en la mujer que concibe 
y es fecunda en virtud del semen que recibe.

Los padres han aplicado el simbolismo de la luna a la iglesia sobre 
todo por dos razones: por la relación luna-mujer (madre) y por el hecho 
de que la luna no tiene luz propia, sino que la recibe del sol sin el cual 
sería obscuridad completa. La luna resplandece, pero su luz no es suya 
sino de otro (4). Es obscuridad y luz al mismo tiempo. Aunque por sí 
misma es obscuridad, da luz en virtud de otro de quien refleja la luz. 
Precisamente por esto simboliza la iglesia, que resplandece aunque de 
por sí sea obscura; no es luminosa en virtud de la propia luz, sino del 
verdadero sol, Jesucristo, de tal modo que siendo solamente tierra 
-también la luna solamente es otra tierra- está en grado de iluminar la 
noche de nuestra lejanía de Dios: «la luna narra el misterio de 
Cristo»(5).


Mas no hemos de forzar los símbolos; su eficacia está en la 
inmediatez plástica que no se puede encuadrar en esquemas lógicos. 
Sin embargo en esta época nuestra de viajes lunares surge 
espontáneamente profundizar esta comparación, que confrontando el 
pensamiento físíco con el simbólico evidencia mejor nuestra situación 
específica respecto a la realidad de la iglesia. La sonda lunar y los 
astronautas descubren la luna únicamente como una estepa rocosa y 
desértica, como montañas y arena, no como luz. Y efectivamente la 
luna es en sí y por sí misma sólo desierto, arena y rocas. Sin embargo, 
aunque no por ella, por otro y en función de otro, es también luz y como 
tal permanece incluso en la época de los vuelos espaciales. Es lo que 
no es en sí misma. Pero esto otro, que no es suyo, también es realidad 
suya. Existe la verdad física y la simbólico-poética que no se excluyen 
mutuamente. Este es el momento de plantearnos la pregunta: ¿no es 
ésta una imagen exacta de la iglesia? Quien la explora y la excava con 
la sonda, como la luna, descubrirá solamente desierto, arena y piedras, 
las debilidades del hombre y su historia a través del polvo, los desiertos 
y las montañas. Todo esto es suyo, pero no se representa aún su 
realidad específica. El hecho decisivo es que ella, aunque es solamente 
arena y rocas, es también luz en virtud de otro, del Señor: lo que no es 
suyo es verdaderamente suyo, su realidad más profunda, más aún su 
naturaleza es precisamente la de no valer por sí misma sino sólo por lo 
que en ella no es suyo; existe en una expropiación continua; tiene una 
luz que no es suya y sin embargo constituye toda su esencia. Ella es 
luna -mysterium lunae- y como tal interesa a los creyentes porque 
precisamente así exige una constante opción espiritual.

Como el significado contenido en esta imagen me parece de una 
importancia decisiva, antes de traducirlo en afirmaciones de principio, 
prefiero clarificarlo mejor con otra observación. Después de la 
utilización de la lengua propia en la liturgia de la misa, antes de la 
última reforma, encontraba siempre una dificultad ante un texto que me 
parece esclarecedor para lo que estamos tratando. En la traducción del 
suscipiat se dice: «El Señor reciba de tus manos este sacrificio... para 
nuestro bien y el de toda su santa iglesia». Siempre estuve tentado de 
decir «y el de toda nuestra santa iglesia». Reaparece aquí todo el 
problema y el cambio obrado en este último período. En lugar de su 
iglesia hemos colocado la nuestra, y con ella miles de iglesias; cada 
uno la suya. Las iglesias se han convertido en empresas nuestras, de 
las que nos enorgullecemos o nos avergonzamos, pequeñas e 
innumerables propiedades privadas, puestas una junto a otra, iglesias 
solamente nuestras, obra y propiedad nuestra, que nosotros 
conservamos o trasformamos a placer. Detrás de «nuestra iglesia» o 
también de «vuestra iglesia» ha desaparecido «su iglesia». Pero ésta 
es la única que realmente interesa; si ésta no existe ya, también la 
«nuestra» debe desaparecer. Si fuese solamente nuestra, la iglesia 
sería un castillo en la arena.


3. ¿Por qué permanezco en la iglesia?
En lo ya expuesto está implícita la respuesta al interrogante que nos 
hemos planteado al principio: yo estoy en la iglesia porque creo que 
hoy como ayer e independientemente de nosotros, detrás de «nuestra 
iglesia» vive «su iglesia» y no puedo estar cerca de él si no es 
permaneciendo en su iglesia. Yo estoy en la iglesia porque a pesar de 
todo creo que no es en el fondo nuestra sino «suya».

I-NO/J-SI: En términos muy concretos: es la iglesia la que no 
obstante todas las debilidades humanas existentes en ella nos da a 
Jesucristo; solamente por medio de ella puedo yo recibirlo como una 
realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora. 
·Lubac-Henri-de ha expresado de este modo esta verdad: «Incluso 
los que la (iglesia) desprecian, si todavía admiten a Jesús, ¿saben de 
quién lo reciben? ... Jesús está vivo para nosotros. Pero ¿en medio de 
qué arenas movedizas se habría perdido, no ya su memoria y su 
nombre, sino su influencia viva, la acción de su evangelio y la fe en su 
persona divina, sin la continuidad visible de su iglesia?... ‘Sin la iglesia, 
Cristo se evapora, se desmenuza, se anula’. ¿Y qué sería la 
humanidad privada de Cristo?»(6). 

El primer y más elemental principio que hemos de establecer es que 
cualquiera que sea o haya sido el grado de infidelidad de la iglesia, así 
como es verdad que ésta tiene continuadamente necesidad de 
confrontarse con Cristo, también es cierto que entre Cristo y la iglesia 
no hay ningún contraste decisivo. Por medio de la iglesia él, superando 
las distancias de la historia, se hace vivo, nos habla y permanece en 
medio de nosotros como maestro y Señor, como hermano que nos 
reúne en fraternidad. Dándonos a Jesucristo, haciéndolo vivo y 
presente en medio de nosotros, regenerándolo continuamente en la fe 
y en la oración de los hombres, la iglesia da a la humanidad una luz, un 
apoyo y una norma sin los que no podríamos entender el mundo. Quien 
desea la presencia de Crísto en la humanidad, no la puede encontrar 
contra la iglesia, sino solamente en ella.

Todo lo dicho nos lleva a la conclusión de que si yo estoy en la 
iglesia es por las mismas razones porque soy cristiano. No se puede 
creer en solitario. La fe sólo es posible en comunión con otros 
creyentes. La fe por su misma naturaleza es fuerza que une. Su 
verdadero modelo es la realidad de pentecostés, el milagro de 
compresión que se establece entre los hombres de procedencia y de 
historia diversas. Esta fe o es eclesial o no es tal fe. Además así como 
no se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, 
tampoco se puede tener fe por iniciativa propia o invención, sino sólo si 
existe alguien que me comunica esta capacidad, que no está en mi 
poder sino que me precede y me trasciende. Una fe que fuese fruto de 
mi invención sería un contrasentido, porque me podría decir y 
garantizar solamente lo que yo ya soy y sé, pero no podría nunca 
superar los límites de mi yo. Por eso una iglesia, una comunidad que se 
hiciese a si misma, que estuviese fundada sólo sobre la propia gracia, 
sería una contrasentido. La fe exige una comunidad que tenga poder y 
sea superior a mí y no una creación mía ni el instrumento de mis 
propios deseos.

Todo esto se puede formular también desde un punto de vista más 
histórico: o Jesús fue un ser superior al hombre, dotado de un poder 
que no era fruto del propio arbitrio, sino capaz de extenderse a todos 
los siglos, o no tuvo tal poder ni pudo por tanto dejarlo en herencia a 
los demás. En tal caso yo estaría al arbitrio de mis reconstrucciones 
mentales y él no sería nada más que un gran fundador, que se hace 
presente a través de un pensamiento renovado. Si en cambio Jesús es 
algo más, él no depende de mis reconstrucciones mentales sino que su 
poder es válido todavía hoy.

Pero volvamos al pensamiento anterior según el cual solamente se 
puede ser cristiano dentro de la iglesia, no fuera ni junto a ella. No 
tengamos miedo de plantearnos con toda objetividad esta pregunta 
patética: ¿qué sería el mundo sin Cristo? ¿Sin un Dios que habla y se 
manifiesta, que conoce al hombre y a quien el hombre puede conocer? 
La respuesta nos la dan clara y nítida quienes con tenacidad enconada 
tratan de construir efectivamente un mundo sin Dios. Sus esfuerzos se 
reducen a un experimento absurdo, sin perspectivas ni criterios de 
acción. Aunque en su larga historia el cristianismo haya concretamente 
faltado -y siempre lo ha hecho de modo desconcertante- al mensaje 
contenido en él, no ha dejado jamás de proclamar los criterios de 
justicia y de amor, frecuentemente contra la misma iglesia y no obstante jamás sin el secreto poder que hay depositado en ella.

En otros términos: yo permanezco en la iglesia porque creo que la fe, 
realizable solamente en ella y nunca contra ella, es una verdadera 
necesidad para el hombre y para el mundo. Este vive de la fe aun allí 
donde no la comparte. De hecho donde ya no hay Dios -y un Dios que 
calla no es Dios- no existe tampoco la verdad que es anterior al mundo 
y al hombre. Pero en un mundo sin verdad no se puede vivir por mucho 
tiempo. Donde se renuncia a la verdad, se continúa viviendo porque 
ésta aún no se ha apagado totalmente, como la luz del sol continúa aún 
brillando por algún tiempo, antes de que la noche cerrada cubra el 
mundo.

I/SV SV/INTENTOS-FALLIDOS: El mismo pensamiento puede 
ser expresado de otro modo: yo permanezco en la iglesia porque 
solamente la fe de la iglesia salva al hombre. Puede parecer una frase 
muy tradicional, dogmática e irreal, pero en cambio es totalmente 
objetiva y realista. En nuestro mundo lleno de inhibiciones y de 
frustraciones el deseo de salvación ha reaparecido en toda su 
primordial vehemencia. Los esfuerzos de Freud y de C. G. Jung no son 
otra cosa que intentos de salvar a quienes se sienten irredentos. 
Partiendo de otras premisas, Marcuse, Adorno, Habermas, continúan a 
su modo buscando y anunciando la salvación. También el problema de 
Marx es en el fondo un problema de salvación. Cuanto más libre, 
clarificado y poderoso se convierta el hombre, tanto más le atormentará 
el deseo de salvación y tanto más esclavizado se encontrará. Marx, 
Freud, Marcuse, tienen todos en común la búsqueda de la salvación, la 
aspiración hacia un mundo sin dolor, enfermedad y miseria. El gran 
ideal de nuestra generación es uno sociedad libre de la tiranía, del 
dolor y de la injusticia; a esto apuntan las turbulentas explosiones de 
los jóvenes y el resentimiento de los viejos al ver que la tiranía, la 
injusticia y el dolor continúan como siempre. La lucha contra el dolor y 
la injusticia brota de un impulso fundamentalmente cristiano, pero el 
pensar que a través de las reformas sociales y la eliminación del 
dominio y del ordenamiento jurídico se puede conseguir aquí y ahora 
un mundo libre de dolor, es una doctrina errónea, profundamente 
desconocedora de la naturaleza humana. En este mundo el dolor no se 
deriva sólo de la desigualdad en las riquezas y en el poder. El 
sufrimiento no es el único peso que el hombre ha de descargarse de 
las espaldas. Quien piensa así, tiene que refugiarse en el mundo 
ilusorio de los estupefacientes, para encontrarse después más abatido 
y en contraste con la realidad. Sólo soportándose a sí mismo y 
liberándose de la tiranía del propio egoísmo, el hombre se encuentra a 
sí mismo, su propia verdad, su propia alegría y su propia felicidad. La 
crisis de nuestro tiempo depende principalmente del hecho de que se 
nos quiere hacer creer que se puede llegar a ser hombres sin el 
dominio de sí, sin la paciencia de la renuncia y la fatiga de la 
superación, que no es necesario el sacrificio de mantener los 
compromisos aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con paciencia la 
tensión de lo que se debería ser y lo que efectivamente se es. Un 
hombre que sea privado de toda fatiga y trasportado a la tierra 
prometida de sus sueños, pierde su autenticidad y su mismídad. En 
realidad el hombre no es salvado sino a través de la cruz y la 
aceptación de los propios sufrimientos y de los sufrimientos del mundo, 
que encuentran su sentido liberador en la pasión de Dios. Solamente 
así el hombre llegará a ser libre. Todas las demás ofertas a mejor 
precio están destinadas al fracaso. La esperanza del cristianismo y la 
suerte de la fe dependen de algo muy simple, de su capacidad de decir 
la verdad. La suerte de la fe es la suerte de la verdad; ésta puede ser 
oscurecida y pisoteada, pero jamás destruida.

Llegamos al último punto. Un hombre ve únicamente en la medida en 
que ama. Ciertamente existe también la clarividencia de la negación y 
del odio. Sin embargo éstos solamente pueden ver lo que entra dentro 
de sus perspectivas: lo negativo. Sin duda pueden preservar al amor 
de una ceguera que les haca olvidar sus límites y los peligros que 
corre, pero no son capaces de construir algo positivo. Sin una cierta 
cantidad de amor no se encuentra nada. Quien no se compromete un 
poco para vivir la experiencia de la fe y la experiencia de la iglesia y no 
afronta el riesgo de mirarla con ojos de amor, no descubrirá otra cosa 
que decepciones. El riesgo del amor es condición preliminar para llegar 
a la fe. Quien osa arriesgarse no tiene necesidad de esconder ninguna 
de las debilidades de la iglesia, porque descubre que ésta no se 
reduce solamente a ellas; descubre que junto a la historia de los 
escándalos existe también la de la fe fuerte e intrépida, que ha dado 
sus frutos a través de todos los siglos en grandes figuras como 
Agustín, Francisco de Asís, el dominico Bartolomé de las Casas con su 
apasionada lucha por los indios, Vicente de Paúl, Juan XXIII. Quien 
afronta este riesgo del amor descubre que la iglesia ha proyectado en 
la historia un haz de luz tal que no puede ser apagado. También la 
belleza surgida bajo el impulso de su mensaje, y que vemos plasmada 
aún hoy en incomparables obras de arte, se convierte para él en un 
testimonio de verdad: lo que se traduce en expresiones tan nobles no 
puede ser solamente tinieblas. La belleza de las grandes catedrales, la 
belleza de la música nacida al calor de la fe, la magnificencia de la 
liturgia eclesiástica, principalmente la realidad de la fiesta que no la 
puede hacer uno mismo sino sólo acoger(7), la organización del año 
litúrgico, en el que se funden en un conjunto el ayer y el hoy, el tiempo 
y la eternidad, todas estas cosas no son, a mi juicio, algo casual. La 
belleza es el resplandor de la verdad, ha dicho Tomás de Aquino, y 
podríamos añadir que la ofensa a la belleza es la autoironía de la 
verdad perdida. Las expresiones en que la fe ha sabido darse a lo 
largo de la historia, son testimonio y confirmación de su verdad.

Me permito aún añadir una observación, aunque pueda parecer muy 
subjetiva. Si se tienen los ojos abiertos, también hoy se pueden 
encontrar personas que son un testimonio viviente de la fuerza 
liberadora de la fe cristiana. Y no es una vergüenza ser y permanecer 
cristianos en virtud de estos hombres, que viviendo un cristianismo 
auténtico, nos lo hacen digno de fe y de amor. A fin de cuentas el 
hombre es víctima de una ilusión cuando pretende hacer de sí una 
especie de sujeto trascendental que considera válido únicamente lo 
que no es fortuito. Ciertamente es un deber reflexionar sobre 
semejantes experiencias, examinar su grado de responsabilidad, 
purificarlo y darle una nueva plenitud. Pero en el curso de este proceso 
necesario de objetivación ¿no figura acaso como una prueba relevante 
en favor del cristianismo el hecho de que haga más humanos a los 
hombres en el mismo momento en que los une a Dios? ¿Este elemento 
subjetivo no es también al mismo tiempo un dato objetivo del cual no 
hemos de avergonzarnos ante nadie?

Concluyamos con una última observación. Cuando, como aquí, se 
afirma que sin el amor no se puede ver y por tanto para conocer la 
iglesia es también necesario amarla, muchos se inquietan. ¿El amor no 
es acaso lo contrario de la crítica? ¿No es quizá ésta la excusa a la que 
cuantos tienen el poder en la mano recurren gustosamente para 
eliminar la crítica y mantener a su favor la situación de hecho? ¿Se 
ayuda más a los hombres tratando de tranquilizarles y de paliar la 
realidad, o quizás interviniendo a su favor contra las injusticias 
habituales o contra el predominio de las estructuras? Se trata 
ciertamente de cuestiones muy importantes, pero no podemos ahora 
tratarlas. Una cosa es sin embargo cierta, que el amor no es estático ni 
acrítico. La única posibilidad que tenemos de cambiar en sentido 
positivo a un hombre es la de amarlo, trasformándolo lentamente de lo 
que es en lo que puede ser. ¿Sucederá de distinto modo en la iglesia? 
Basta con mirar la historia reciente: durante la renovación litúrgica y 
teológica de la primera mitad de este siglo ha madurado un verdadero 
movimiento de reforma que ha llevado a trasformaciones positivas. Esto 
solamente fue posible porque surgieron hombres con el don del 
discernimiento, que amaron la iglesia con corazón atento y vigilante, 
con espíritu crítico, y dispuestos a sufrir por ella. Si hoy no somos 
capaces de realizar algo es porque estamos demasiado ocupados en 
afirmarnos sólo a nosotros mismos. No valdría la pena permanecer en 
una iglesia que, para ser acogedora y digna de ser habitada, tuviera 
necesidad de ser hecha por nosotros; sería un contrasentido. 
Permanecer en la iglesia porque ella es en sí misma digna de 
permanecer en el mundo, digna de ser amada y trasformada por el 
amor en lo que debe ser, es el camino que también hoy nos enseña la 
responsabilidad de la fe.

Ratzinger-Joseph

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(1) Denzinger-Schonmetzer, Enchiridion symbolorum, Freiburg 1963, n. 3013 s.
(2) En esta exigencia se esconden ciertamente elementos justificables y en 
muchos aspectos conci- liables con el carácter sacramental de la jerarquía 
eclesiástica. Todo esto es expuesto con las debidas distinciones y clarificaciones 
en J. Ratzinger-H. Maier, Democracia en la iglesia, Madrid 1972.
(3) M. Eliade, Die Religionen und das Heilige, Salzburg 1954, 215; cf. también el 
capítulo «Mond und Mondmystik», 180-216. 
(4) Cf. H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher Deutung, Darmstadt 1957, 
200-224; Id., Symbole der Kirche, Salzburg 1964, 89-173. Es interesante la 
observación según la cual la ciencia antigua discutió ampliamente si la luna tenía 
o no luz propia. Los padres sostuvieron la tesis negativa, más tarde común, y la 
interpretaban en un sentido teológico-simbólico (cf. especialmente la página 
100).
(5) Ambrosio, Exameron IV 8, 23: CSEL 32, 1, página 137, Z 27 s.; H. Rahner, 
Griechische Mythen, 201.
(6) H. de Lubac, Paradoja y misterio de la iglesia, Salamanca 1967, 20 s.; cf. 16 
s.
(7) Cf. sobre este tema especialmente J. Pieper, Musse und Kult, München 
1948.