EL PODER EN LA IGLESIA
¿Poder para dominar o poder para servir y liberar?

 

Lola ARRIETA
Carmelita de la Caridad,
Psicóloga clínica y psicoterapeuta
(Centro «Ruaj» de Salamanca).
Profesora invitada de la
Universidad Pontificia de Salamanca.


1. El punto de partida 
La verdad es que me ha sorprendido que a mí, mujer, me pidan 
reflexionar sobre un tema como éste. ¿Será que, como en la Iglesia 
no tengo poder, estoy más libre para expresar lo que percibo?; ¿será 
que así, si digo inconveniencias molestas, será más fácil 
deslegitimarme, porque, «claro, siendo mujer..., ya se sabe...»?; ¿o 
será que los que me lo piden confían en que realmente las mujeres 
tenemos algo que decir en este y otros muchos puntos, y merece la 
pena tomar en consideración nuestra palabra? 

1.1. La concepción del poder en la Iglesia-institución 
La Iglesia representa ante el mundo lo más genuino y limpio del 
misterio del ser humano. Representa la esperanza, la vida, la 
misericordia entrañable de Dios... Sin embargo, a lo largo del tiempo, 
la Iglesia-institución se las tiene que ver con las dificultades propias 
de un colectivo que trata de permanecer fiel a su legado y encuentra 
muchos obstáculos en el camino. 
El poder de la Iglesia-institución se basa en un modelo jerárquico y 
vertical, con un marcado carácter patriarcal, monosexual y machista, 
donde a la vida religiosa, especialmente la femenina, y al pueblo llano, 
en especial las mujeres, se nos relega a un segundo plano. Este 
modelo es muy eficaz, porque ha hecho posible la pervivencia de la 
Iglesia a lo largo de los siglos. Pero... 

1.2. ¿Fue así desde el principio... y a lo largo del tiempo? 
Elizabeth Schüssler Fiorenza 1 nos cuenta que algunos 
investigadores del mundo social del cristianismo primitivo ponen de 
manifiesto que la mentalidad y la estructura patriarcales eran parte 
integrante del movimiento misionero cristiano en los centros urbanos 
del mundo grecoromano, mientras que otros señalan el carácter 
igualitario del grupo cristiano y, para apoyar tal afirmación, aducen 
una cita muy ilustrativa de Countryman 2: 

«La igualdad de los creyentes, a pesar de todas las diferencias mundanas 
que podían persistir fuera de la Iglesia, es uno de los temas principales del 
cristianismo primitivo... Sin embargo, debemos también reconocer la 
existencia de un grupo que se mantenía por encima o fuera de la igualdad 
general: el ministerio. Ya en el período neotestamentario existía un cierto 
sentimiento de que el apóstol era superior a los otros cristianos, y en el siglo 
II la distinción entre clérigo y laico se definió con mayor claridad». 


Aunque la Iglesia, en los tres primeros siglos, no tiene un carácter 
institucional, sino de movimiento misionero, nos damos cuenta de que 
la pugna entre la igualdad y la desigualdad ya está presente. ¡Y no 
digamos lo que vino después...! 
En su proceso grupal, la Iglesia-institución «tocó techo» cuando 
sustituyó el discernimiento por la norma, la pregunta por la afirmación, 
la búsqueda por la decisión de autoridad. Y si la Iglesia deja de 
escuchar, de preguntarse, y se molesta con las preguntas 
«molestas», dedicándose sólo a hablar y a dar respuestas de 
diccionario, tiene el peligro de caer en la autosuficiencia y dejar de 
acompañar con la luz del Espíritu. 
Como dice Ignacio Iglesias, «la Iglesia hizo crecer al hombre de 
Occidente [no tanto a la mujer]3. Pero, cuando éste creció y pensó 
por sí mismo (también gracias a la Iglesia), llegó a otras conclusiones 
distintas de las que hasta entonces había administrado la Iglesia, y 
ésta se asustó. Se sintió amenazada y atacada y se situó a la 
defensiva. Y, en lugar de discernir, cribar y separar, como en la 
parábola del trigo y la cizaña, echó mano de la hoz, se cargó mucho 
trigo y no erradicó la cizaña...» 4. 
¿Qué tendrá el poder, Dios mío, que a todos nos atrapa? ¿Cómo 
explicarnos su dinámica desde la socio-psicología? ¿Cómo afecta a 
nuestras relaciones, a nuestra organización, a la vida toda? ¿Cómo 
discernirlo? Vamos a ello: 

2. La realidad y dinámica del poder 

2.1. La dimensión existencial del poder: su carácter absoluto 
Todos buscamos poder, que, junto con el amor-sexualidad y el 
afán de riqueza, es una de las bases radicales de la existencia 
humana. El afán de poder es una tendencia inscrita en las entrañas 
de lo biológico, lo psíquico y lo social; y, como tal, es más inconsciente 
que consciente; los maestros de la sospecha nos lo han explicado 
muy bien. 
Por su naturaleza, el poder escapa a veces al control y a la 
consciencia. Nadie es neutral ante el poder, como tampoco lo es ante 
la sexualidad. Tratamos de poseerlo, y nos posee. Con el poder 
estamos necesariamente implicados; de ahí su ambigüedad. 
Necesitamos educarnos en el ejercicio del poder, porque, según 
cómo lo usemos, puede destruir o puede liberar y dignificar a los 
humanos. El Evangelio nos alerta continuamente sobre ello. 
Poseer poder permite, como ya explicó Weber 5, intentar imponer 
la propia voluntad sobre los otros, pasando por encima de 
motivaciones personales o razones sociales. Por eso, a veces el 
poder engendra violencia, aunque no necesariamente se deban 
identificar ambas cosas. 
Desde siempre se ha atribuido al poder una naturaleza divina o 
misteriosa, y así se ha considerado que era algo objetivo, localizado 
en un objeto, cosa o persona; se lograba por delegación, méritos, 
sangre o fuerza física. 
El poder aparece, a lo largo de los siglos, como una propiedad que 
poseen ciertos seres humanos «elegidos» 6. Se irradia a partir de un 
centro (el centro eje del poder), se articula y localiza en determinadas 
estructuras (aparatos del poder) y tiene un fin determinado, que 
normalmente se identifica con el «bien común» de la colectividad en la 
que se da; lo que ocurre es que este «bien común» o «verdad» no 
siempre es nítido y claro, sino que muchas veces se confunde con los 
intereses particulares de la cúpula de ese colectivo o institución. 
El poder suele presentarse en forma de ley, y así permite, prohibe, 
dicta y dice lo que debe hacerse. El poder es limitador, penetra hasta 
lo más secreto e íntimo de la conducta humana, controla, orienta, 
configura..., se plasma en instancias intermedias como representantes 
del poder absoluto: la diócesis, las parroquias, las provincias 
religiosas, las comunidades... Siempre se reproduce en clave de 
delegación. 
El poder así entendido configura una dinámica vertical (de arriba 
abajo y siempre jerarquizada). Los de arriba controlan el saber, la 
información, los recursos; a los de abajo sólo les queda someterse, 
ser dóciles, acatar... Y el poder mismo se ve «obligado» a reprimir, 
«por su esencia y por el bien común», todos aquellos 
comportamientos que no van en Iínea con el orden establecido. 
La Iglesia-institución y todas las sociedades en su avance 
civilizador han asumido hasta nuestros días esta lógica tan eficaz y 
efectiva. Y así, en nombre de la verdad y del bien, la historia ha 
asistido a espectáculos tales como la Inquisición, las «limpiezas 
étnicas», las cruzadas, la violencia, la guerra santa... y la no tan 
santa. Igualmente la historia nos muestra en todas sus páginas que 
siempre ha habido seres humanos bien asentados en su ser personal 
que se han rebelado ante esta forma absolutista e irracional de 
entender el poder, por considerarlo siempre como un atentado a la 
libertad humana. 
Un planteamiento tan descarado no se soporta fácilmente. Foucault 
7 dice que «el poder sólo es tolerable con la condición de que 
enmascare una importante parte de sí mismo». Por eso, poco a poco 
se cambió la fórmula para camuflarlo más y más. 
La Iglesia siguió con esta estructura jerárquica y profundamente 
generadora de desigualdad; pero no se nos hablaba tanto de 
«poder», ¡gran tabú!, sino de «valores». Así se nos fueron ofreciendo 
normas y costumbres como exigencias naturales, como necesidades 
sociales o como simple manifestación del querer de Dios, plasmado 
en la voluntad del superior/a, obispo (no puedo decir «obispa»), 
constituciones, directorios... y un largo etcétera. Las sociedades 
civilizadas se entregaron a la tarea de camuflarlo. ¿Cómo lo hicieron? 


2.2. La dictadura anónima: el carácter productivo del poder
En nuestro mundo, estamos asistiendo a un desplazamiento del 
poder real y actual desde el polo de lo ideológico al polo de lo 
material-ecológico; ya no se estila la aplicación directa de la fuerza 
(excepto cuando no hay más remedio y se prepara la guerra para 
garantizar —dicen— la paz). Ser mandones/as, autoritarios/as, 
impositivos/as, así, en directo, «hace feo». 
Así pues, el poder, manejado e impuesto por este capitalismo feroz 
de corte conservador y pseudodemocrático, crea la dictadura 
anónima, manipula los deseos más íntimos del ser humano, le hace 
desear, angustiarse, sentir inseguridad, y a continuación le ofrece 
—¡qué bueno el capital!— las condiciones necesarias para su propio 
desarrollo y felicidad. 
Quienes se someten y siguen las reglas del juego son buenos y 
ponen de manifiesto su valía, porque «querer es poder» —dicen, 
convencidos de esta falacia individualista y anticristiana—; y quienes 
no se esfuerzan y no logran el nivel que se ofrece, está muy claro que 
«no quieren»... 
¿No es ésta la forma sutil de manipular nuestras creencias hasta 
hacernos creer que pensamos lo que no pensamos, deseamos lo que 
no deseamos y necesitamos lo que no necesitamos? 
La oferta de la sociedad dominante no es la demanda de la 
sociedad dominada; de lo contrario, ¿cómo explicar la situación de los 
países del Sur, la tremenda desigualdad. Ios excedentes humanos de 
marginación del Norte, la angustia y sinsentido de los habitantes 
satisfechos de ese mismo Norte? 
Y ante esta situación, ¿cómo queda la Iglesia? Perpleja y asustada, 
porque los que ostentan el poder le dicen que ella es autoritaria, que 
está trasnochada y que, además, lo que ofrece no le interesa a casi 
nadie. 
El conflicto en el ejercicio del poder es total. Hacia dentro, la Iglesia 
se ve contestada por su propia estructura, generadora de profunda 
desigualdad; hacia fuera, la Iglesia se ve cuestionada (en unos sitios 
más que en otros) y disminuida de recursos e influencia. 
¿Cómo explicar todo esto? ¿Cómo salir del «atolladero»? Porque 
esta tensión no sólo se palpa en la cúpula visible del poder, sino que 
se mastica y se padece en cada una de las pequeñas comunidades y 
familias religiosas a lo largo y ancho de nuestro mundo (aunque 
también en unas más que en otras); nos afecta en nuestros 
comportamientos, en la desesperanza, en la duda sobre nuestra 
significatividad como creyentes en el mundo, en los complejos que 
nos entran al tener que dar razón de valores tan escandalosos como 
el servicio, el no poder la pobreza, la castidad, la fraternidad... 
¡Pobres de nosotros/as, en qué lío andamos metidos/as! 
Pero si hasta somos lúcidos/as, si hasta nos explicamos lo que 
pasa..., ¿cómo es que nos resulta tan difícil superarlo? Toda esta 
situación alude al carácter relacional del poder. 

2.3. El carácter relacional del poder
La relación en sí misma es una estructura de poder. El poder en sí 
mismo es una realidad dinámica y cambiante que se da en todos los 
aspectos de la vida humana; el poder, ejercido de forma descarada u 
oculta, configura nuestro ser y quehacer como personas y como 
grupos. En la relación se genera y actualiza lo que somos como 
personas. Lo que hacemos nos define: lo permitido o lo prohibido, lo 
conveniente o lo inadecuado, nos configura. 
El poder relacional tiene la fuerza innegable de que nos ofrece un 
«rol» (el papel que nos toca desempeñar; las características, 
atribuciones y conductas que se esperan de nosotros/as) y un 
«status» (grado de importancia o relevancia, protagonismo, capacidad 
formal de influencia...) en este gran teatro de la vida. 
No es lo mismo en nuestra Iglesia (ni en la sociedad) ser varón que 
ser mujer, ser superior/a que súbdito/a, como no es lo mismo ser 
madre que hija, jefe que empleado, maestro/a que alumno/a, 
presbítero (de nuevo no puedo escribir «presbítera») que 
catequista... ¿O no? Y además, en todo este gran teatro de la vida, 
«el que tiene padrino se bautiza, y el que no...» ¿O no? 
La distribución efectiva del poder se plasma en la manera práctica 
de organizarse un grupo. Cada vez que un colectivo se organiza —se 
institucionaliza—, decide sus intereses, pone en marcha sus objetivos, 
busca medios o actividades adecuadas para ello...; y todo esto lo 
transforma en rutinas o rituales. Así se configura la base del dominio 
social. 
Estas rutinas vamos asimilándolas poco a poco como presupuestos 
incuestionables. Cuando nos sentimos bien con ellas, no hablamos de 
poder, sino que decimos: «`Este grupo funciona muy bien!»; pero 
cuando nos sentimos mal, las formas de reaccionar ante este conflicto 
son muy diversas, porque supone ni más ni menos que caer en la 
cuenta del grado de poder real (lo llamemos como lo llamemos) que 
cada uno de nosotros/as tiene y puede ejercer en ese grupo 

3. Las formas de organización hacia dentro de un grupo-institución, 
según la distribución de poder 
Tener poder y ejercerlo es ser consciente de este carácter 
relacional, poseer recursos que lo hagan viable y lograr una influencia 
real en los otros miembros o grupos en los que se ejerce la dinámica 
del poder. Revisemos cómo puede plasmarse8: 

3.1 . Si en un grupo-institución la distribución del poder es muy 
desigual y centralizada, las relaciones que se establecen son 
totalmente asimétricas (= máximo de diferencia entre los miembros), el 
liderazgo es muy formal y recae sobre unos pocos que acumulan la 
mayoría de los recursos con los que ejercerlo (cualidades, 
información, responsabilidades, funciones, tareas de relevancia, 
reflexión, toma de decisiones...), y la influencia que se trata de ejercer 
sobre los otros miembros es de arriba abajo, pidiéndoles como 
respuesta la sumisión y la conformidad. 
En un grupo así, las normas son muy rígidas, y la comunicación es 
muy poco clara y está muy censurada; además, se temen mucho las 
represalias, los comentarios, las reacciones de los otros...; hay mucha 
«agenda secreta» en todo lo que se propone; los miembros del grupo 
degeneran con facilidad en posturas infantiles o en deterioros 
psicológicos con el paso del tiempo. 
Ante el conflicto, se culpabiliza de forma individual y moralizante: 
los de arriba a los de abajo, y viceversa. Siempre «gana» el que tiene 
mas poder, aunque a veces se dispara el «control de los débiles» 
como única forma de defensa ante el «despotismo ilustrado» de los 
que todo lo saben, pueden, hacen... 
La ruptura de la armonía por conflicto de poder se suele resolver 
«reprimiendo al objetor/a o insumiso/a», expulsándolo del grupo o 
reduciéndolo en su dignidad so pretexto de que está psicológicamente 
enfermo o de que tiene mala intención, transformándolo así en chivo 
expiatorio del grupo. 
La armonía del grupo trata de restablecerse a base de elevar el 
listón de las exigencias morales del grupo y llamar a la conversión 
individual. Todo esto nos ocurre —se suele decir— porque nos hemos 
apartado del camino («se han bajado las pesas», era una expresión 
muy clásica). Los valores tratan de restablecerse apelando a criterios 
esencialistas, sin tener para nada en cuenta la realidad, los contextos, 
la dignidad humana... y en muchas ocasiones ni siquiera el Evangelio 
de Jesús. 
¿No reconocemos aquí la forma de funcionamiento de las altas 
instancias de la jerarquía cuando quieren controlar, vetar, imponer...? 
¿No reconocemos esta influencia directa cuando oímos a 
superiores/as locales o a párrocos justificar exigencias absurdas con 
frases como: «Son órdenes de arriba; yo sólo soy un/a mandado/a. Si 
por mí fuera. . . », y apelando a la absurda esquizofrenia del poder: 
«Como persona, te diría...; pero como superior/a, tengo que 
decirte...?» 
¿No estamos pagando —cuando nos quejamos de tanto deterioro 
personal en la vida de las comunidades, en los varones y mujeres de 
Iglesia— las consecuencias de un ejercicio del poder que ha ido 
reduciendo a las personas, neutralizando sus capacidades, 
llenándolas de ira y de miedos, de desconfianzas y escepticismos que 
nunca se explican, infantilizándolas y mermándolas en su propia 
dignidad? ¿No es ésta una de las razones históricas que explican la 
dificultad de hacer discernimiento comunitario? ¡Esto nunca lo ha 
querido Dios; ésta no es la concepción del poder que nos ha 
transmitido Jesús de parte del Padre! 

3.2. Si en un grupo-institución la distribución del poder es desigual, 
pero no tan centralizada, las relaciones también serán desiguales: 
muy simétricas (basadas en la máxima igualdad entre los miembros y, 
por lo tanto, con recursos para ejercer el poder y con capacidad de 
influencia) en aquellos aspectos en los que el poder está más 
repartido, y muy asimétricas en aquellos otros en los que el poder 
sigue estando centralizado. 
En estos grupos, el liderazgo está más repartido, pero hay 
aspectos que siguen siendo innegociables, y sólo se permite opinar, 
decidir y ejercer el poder sobre ellos a unos pocos. A veces este 
modelo de influencia surge cuando hay una cierta participación hasta 
un nivel de la estructura grupal; pero cuando se llega a otros ciertos 
estamentos de la estructura institucional, el poder vuelve a 
concentrarse y a hacerse absolutista. 
Ante el conflicto se intenta el consenso mediante el diálogo y el 
discernimiento, como forma de evitar y superar el mismo conflicto; hay 
aspectos en los que el grupo logra acuerdos con facilidad (¡o con 
esfuerzo!), y se avanza, ya que la comunicación es más fluida, y los 
miembros, en su mayoría, son más capaces de expresarse sin miedo 
a las represalias; hay consciencia de un poder más repartido y hay 
recursos para la influencia mutua de arriba abajo y de abajo arriba. 
Pero cuando se llega a los puntos «innegociables», el conflicto y la 
chispa vuelven a saltar: las posturas «se encuentran a base de 
encontronazos»; se producen heridas; y se evidencia que no hay 
acuerdo, no sólo entre los miembros del grupo, sino tampoco en otros 
colectivos ajenos. Es entonces cuando las posturas se dividen. Esta 
situación crea mucha ansiedad y no se soporta fácilmente. Es 
inevitable, sin embargo, pasar por ella y atravesarla para que el grupo 
no quede enquistado; pero hace falta mucha consistencia personal, 
mucho convencimiento y una gran honestidad. La ambigüedad nos 
alcanza a todos, y no hay posturas esencialistas de blanco o negro. 
Las posturas que se adoptan en esta situación de conflicto por el 
ejercicio del poder son muy diversas: unos deciden someterse «al 
precio que sea» (aun a costa de un profundo deterioro y 
resentimiento) para evitar la angustia del desacuerdo; otros se 
mantienen en tensión y conflicto, tratando de objetar en conciencia y 
defender con honestidad sus posturas, (resistencia creativa); y otros, 
finalmente, abandonan los grupos, porque no soportan tanta presión 
o no tienen los recursos necesarios para mantener la influencia desde 
su postura. 
¿No es ésta la situación dramática que se percibe en nuestra 
Iglesia ante determinadas formas de defensa de la dignidad humana, 
sobre todo de los empobrecidos de este mundo, ante la presencia de 
la mujer en la Iglesia, ante el sacerdocio de la mujer, ante la 
sexualidad, ante el celibato de los sacerdotes diocesanos y ante 
tantas otras cuestiones. . . ? 
¿No es ésta misma situación la que se padece en «enquistados 
conflictos» de sacristía y de comunidad, que hacen saltar a modo de 
bombas las relaciones cuando nos sentamos a clarificar nuestros 
intereses y discernir nuestras presencias, nuestros modos de 
evangelizar, nuestras maneras de estar, el reparto de tareas de una 
comunidad y todas las dificultades de la vida cotidiana? 
El restablecimiento de la armonía y la construcción de la 
fraternidad sólo son posibles cuando las partes en conflicto nos 
abrimos al diálogo y al discernimiento, dispuestos a dejarnos 
cuestionar por la concepción de poder y comunidad que Jesús mismo 
nos ha legado. Pero esto rebasa la mera reflexión individual y nos 
obliga a todos a resituarnos a la luz del Espíritu, que se abre camino 
en la ambigüedad a golpe de pregunta, sin violentar la historia, 
tratando de ofrecernos siempre brotes nuevos. 

3.3. PODER-CRISTIANO SERVICIO/PODER: La distribución del 
poder basado en la igualdad radical y en la máxima descentralización. 
Ésta es la utopía de la fraternidad. Éste es el espíritu de Jesús y del 
Evangelio. Lo primero que hace falta es reestructurar el significado 
del poder. Poder, sí, pero para dignificar al ser humano; poder, sí, 
pero purificado, orientado al servicio. 
El que quiera ser grande, que se haga pequeño; mi madre y mis 
hermanos son los que se sientan en corro y buscan, en actitud lúcida 
y fraterna, la voluntad de Dios; poder, sí, pero «mujerizándose» como 
Jesús en la cena, poniéndose el delantal, lavando los pies, sirviendo a 
los otros... 
Este poder hecho servicio no lesiona la dignidad ni la condición de 
persona. «A mí nadie me quita la vida; yo la doy». Es el poder que 
deja a todos pasmados de tal manera que se preguntan unos a otros: 
«¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva expuesta con autoridad! Manda 
a los espíritus inmundos, y le obedecen» (Mc 1,27). 
El poder así entendido revoluciona todos los paradigmas que 
existen hasta el presente. Jesús, con una verdadera actitud de 
«insumisión y resistencia creativa», nos lo propone en su Evangelio. 
Un grupo igualitario exige la distribución del poder entre un gran 
número de personas, el intercambio de «roles», la alternancia y la 
movilidad en los cargos y en el servicio de autoridad, el control 
estricto del ejercicio de poder, la igualdad de posibilidades de acceso 
a la información, a los recursos y al derecho a la palabra con la que 
ejercer influencia. 
Un grupo igualitario genera relaciones de reciprocidad basadas en 
la igualdad, actualiza continuamente su actitud para comunicarse y 
afronta los conflictos y dificultades desde una perspectiva no 
meramente individual y moralista, sino mucho más amplia y 
situacional. 
Ante cada situación, toma perspectiva, preguntándose qué es lo 
que sucede y cómo sucede, enumerando todos los elementos que 
influyen y afectan al presente, dejándose iluminar por los valores de 
referencia, por el fin último que aglutina al grupo, e implicándose de 
forma conjunta y compartida en la búsqueda de alternativas para el 
conflicto. 
La superación del conflicto pasa por ceder en los intereses 
personales, naturalmente; pero pasa también por cambiar normas, 
estructuras y rutinas centenarias, por purificar el ser y el hacer del 
mismo grupo. 
Pero, para que este modelo sea posible, los miembros del grupo o 
institución tienen que poder participar en posición de igualdad 
recíproca y equiparable. ¿Cómo es posible avanzar por aquí cuando 
hay tantos varones y mujeres maltrechos que no pueden usar la 
palabra, que no tienen las bases de una autonomía competente en su 
desarrollo personal, por las circunstancias de la vida y las estructuras 
de poder a que están sometidos, y cuando a las mujeres se nos tiene 
vetada la participación activa en posición de igualdad? 
Es esperanzador saber que Jesús ya nos ha abierto camino; pero, 
ante este panorama, hay mucho por hacer. Y como no es fácil 
cambiar procesos institucionales de siglos, sino que hay que 
«forzarlos para que puedan ser», equipémonos purificando nuestra 
actitud ante el poder y recreemos nuestras comunidades locales con 
actitud de verdadera «resistencia creativa», al estilo de Jesús. 

4. El ejercicio del poder: tentaciones, actitudes

4.1. Ejercer el poder es una fuente continua de tentación
PODER/TENTACIÓN: La verdad es que el poder nos cambia a las 
personas, incluso a las que creemos estar muy concienciadas de lo 
que es y lo que significa. La famosa frase de Lord Acton de que «el 
poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente» no se 
ha hecho universal por casualidad. ¿Quién no ha conocido a esa 
mujer o varón que siempre andaba cabizbajo/a y se puso 
contentísimo/a (nunca lo confesó, pero se notaba; ¿sería la gracia de 
estado?), aunque dijo que estaba asustadísimo/a (y en verdad lo 
estaba) cuando le hicieron superior/a, y con las mismas se volvió a 
deprimir cuando las monjas/frailes de su comunidad no le hicieron ni 
caso y no tuvo el éxito que deseaba? 
Sin duda, el poder, como el amor, nos cambia, y casi siempre para 
mal. Nos deteriora, nos emborracha, digámoslo claro; y, cuanto más 
tiempo se prolonga la situación de poder, mayor es el peligro de que 
nos corrompa. ¿Será por eso por lo que muchas mujeres en la Iglesia 
nos movemos con más libertad que muchos varones, ya que, como no 
tenemos poder reconocido ni legitimado, no hemos podido 
emborracharnos? 
Aunque, para no faltar a la verdad, en nuestros propios espacios 
privados, en los que se nos sigue queriendo confinar en la Iglesia, 
también vivimos tragedias en las luchas intestinas de relación por el 
poder 9. 
Creo que esta situación de exclusión de las mujeres denuncia por 
sí misma un pecado estructural de la Iglesia de los varones. No 
podemos consentir seguir oyendo frases como ésta: «Es que las 
mujeres, debido a vuestra psicología, tenéis muchos líos entre 
vosotras», cuando está claramente demostrado que no es cuestión de 
psicología diferencial, sino de reparto de poder. Además, los varones 
no tienen muchos menos líos de competitividad, aunque ésta se 
manifieste de otras maneras. 
El hecho de que el poder nos afecte hasta el punto de cambiarnos 
se debe, sencillamente, a que es una experiencia relacional y, como 
en toda relación vital, no nos quedamos indiferentes, sino que 
experimentamos una serie de movimientos vitales que pueden 
orientarnos en direcciones distintas. 
Como dice Kipnis 10, descubrimos el poder que tenemos cuando 
caemos en la cuenta de que los otros/as se interesan por nuestras 
cosas, personas, capacidades o influencias, y nos demandan ideas, 
servicios, atención, consejos, amistad... o, sencillamente, nos critican, 
pero no les somos indiferentes. 
Cuanto más éxito tenemos en nuestras empresas y proyectos como 
personas y como grupos, tanto más nos animamos a seguir en esa 
dirección, como efecto natural del refuerzo positivo; e incluso cuanto 
más sentimos a los otros/as «rendidos/as a nuestra influencia», tanto 
más podemos sufrir la tentación de desvalorizarlos. ¡Es tan fácil 
tenerlos contentos/as! No así cuando los otros se resisten, no así, 
que nos alteramos profundamente aunque intentemos disimularlo. 
Esta dinámica tiene el peligro de agudizar las relaciones 
asimétricas, de situarnos «por encima» como algo natural y «dar 
gracias por no ser como los demás». Podemos distanciarnos poco a 
poco de la vida, de la realidad, identificando lo que somos con lo que 
podemos... Así puede corrompernos el poder, aunque no nos demos 
cuenta; y si luego nos toca «bajar bruscamente», a mayor distancia 
del suelo... mayor el golpe. 
¡La mejor curación es la prevención! No se trata de renunciar a 
influir, sino de vivir el poder con el máximo de simetría y 
equiparabilidad posible. Y si la vida nos coloca temporalmente en 
puestos de responsabilidad, donde el poder es manifiesto, no dejar 
por nada del mundo de pisar tierra, de andar por la calle y de vivir 
—más acá y más allá del servicio que hagamos— en una comunidad 
de iguales en la que poder seguir siendo uno/a mismo/a y uno/a más 
entre otros/as también iguales. 

4.2. Las actitudes ante el poder
Además de todo lo dicho, necesitamos purificar con mucha 
honradez nuestra actitud ante el poder. ¿Qué actitudes tenemos? 
Vamos a comentar algunas de forma breve para poder revisarlas. 

- Negarlo y rechazarlo. Es la actitud angustiosa de quien no 
soporta reconocer que en toda relación hay poder. La negación del 
poder lleva a un dominio sofisticado del mismo, haciendo a veces de 
la imposición sobre los otros una cuestión de principios 
incuestionables y generadores de culpa. 
La negación del poder suele correlacionarse con posturas 
victimistas y sacrificadas o con discursos huecos en los que se trata 
de ejercer el poder desde el «aparente no poder». Negar el poder es 
lo que hace la sociedad actual, sometiendo así a los humanos a una 
dictadura anónima que debilita la mente y merma la libertad de pensar 
y de ser. 

- Someterse de forma acrítica y autoritaria. Es la actitud de 
obediencia ciega a las normas morales y al modelo tradicional. «El 
poder viene de Dios, Dios lo ha querido así, y yo no tengo por qué 
cuestionar a quien lo dispone». Además, «ante todo la paz, y por la 
paz un ave maría»; «se acepta, y se acabó; la obediencia es la 
principal virtud». 
El sometimiento acrítico libera de muchas angustias; es el 
conformismo tranquilizador de quien se siente débil o el pensamiento 
profundamente simplificado. El problema es que con esta actitud de 
sumisión acrítica se contribuye al reforzamiento del poder dominante 
y, por lo mismo, a la violencia. ¡Nos hacemos cómplices por miedo! 

- Buscarlo compulsivamente. Es la postura de quien ha puesto en 
el poder su razón de ser, quizá porque no se sabe, no se siente y no 
se acoge a sí mismo. Esta búsqueda compulsiva puede ser a gran 
escala o a pequeña escala. Y desarrolla conductas de avidez, 
dominación, seducción, sofisticación... Lo que sea, con tal de 
conseguirlo. Normalmente va acompañada de negación, 
inconsciencia, autoengaño. 
Hoy más que nunca se habla del «síndrome del poder». La 
psicología dinámica lo explica como carencia física o psíquica; la 
psicología social lo plantea cada vez más como seducción y 
manipulación de los deseos más nobles del corazón humano. 
El poder compulsivo se puede discernir con facilidad, porque a la 
persona que lo busca sólo le interesa su propio bien, prescinde del 
«sentimiento comunitario» y se «tras-torna» y entristece con la 
frustración, el cambio de planes, el no logro de lo que se proponía.... 
aunque lo disfrace con un discurso moral positivo. 

- Buscarlo, acogerlo y discernirlo como parte del compromiso con 
la vida. Ejercer el correcto poder permite el desarrollo en autonomía y 
libertad. El ser humano es un ser de proyecto, y el vivir con dignidad 
se expresa en una correcta relación consigo mismo y con el medio. 
La relación con los otros es un continuo intercambio de poder del 
que tratamos de sacar el máximo beneficio, en una dinámica de 
equiparabilidad y colaboración competente. El poder constituye la 
base que hace posible la afirmación vital y el proyecto existencial. 
Para llegar a ejercerlo como servicio hace falta mucha dignidad, 
asertividad y poder bien desarrollado. 

- Denunciar el abuso del poder y contribuir de forma activa, 
positiva y crítica a su reparto igualitario en los grupos e instituciones 
en que vivimos. 
Para ello hacen falta dos cosas. Lo primero, revisar el propio 
ejercicio del poder, a fin de purificarlo cada vez más de posibles 
contaminaciones violentas y discriminadoras. Lo segundo, contribuir a 
una organización y vivencia testimonial de grupos y comunidades, allí 
donde el poder —como el pan— esté repartido. 

4.3. La socialización del poder, o la comunicación de bienes y 
recursos 
Para desarrollar positivamente el poder como servicio, lo primero 
necesario es «descosificar el poder» de tal manera que el ser humano 
no se viva ya a sí mismo como voluntad de poder, sino como 
experiencia de relación gratuita y como proyecto de entrega al 
servicio del Reino. 
El poder para ser, es decir, la vida, se recibe desde la gratuidad de 
la relación de otros. La afirmación se desarrolla a base de autoestima 
y dignidad reconocida y asumida. La reafirmación se valida cada vez 
que encontramos conflictos y resistencias y sabemos hacerles frente 
de manera positiva, sintiendo una fuerza que va más allá de la propia 
debilidad. 
La agresividad aparece y se impone como forma de reacción a la 
frustración cuando vemos bloqueada por largo tiempo nuestra 
posibilidad de afirmarnos. La violencia es el final de la escalada 
cuando los esfuerzos agresivos resultan ineficaces. 
La falta de poder genera violencia: «el estado de impotencia que 
conduce a la apatía... es la fuente de la violencia», dice May 11; la 
certeza de vivir en grupos donde se puede ejercer el poder de forma 
sana y positiva ayuda al desarrollo de las personas. 

5. El poder de la Iglesia-institución ante el mundo.
Hacia una Iglesia de comunión 
Está claro que la Iglesia como institución no lo tiene fácil. Las 
tentaciones de todo grupo que se ve en conflicto ante otros grupos, 
porque posee menos recursos y ha decrecido en influencia, son de 
sobra conocidas: o trata de situarse a la defensiva, cerrándose en sí 
misma, sin querer ver ni reaccionar agresivamente en contra de sus 
grupos «ad intra», o se entrega a las «garras» del poder dominante, 
en situación de dependencia, para no perder las migajas de pan que 
le permiten subsistir en este mundo 12. 
Existe otra alternativa: la de la resistencia creativa y digna, 
confiada en que «su poder y autoridad» es cosa del Espíritu. La 
autoridad de la Iglesia está hoy en pleno proceso de purificación, y 
sólo si sabe morir por el ideal que la anima, como Jesús, renunciando 
a sus formas de poder y boato, tan semejantes a las de este mundo y 
tan confundidoras, podrá dar fruto abundante. 
La Iglesia sigue siendo portadora del profetismo que necesita el 
mundo y que «Dios le da con plena autoridad» al resucitar a Jesús. 
Pero para ratificar esta actitud profética hoy, la Iglesia-institución está 
necesitada de otros que «se huelen» cuál es el espíritu de las 
Bienaventuranzas. La Iglesia-institución necesita reconocer la palabra 
de sus hijos/as más pequeños/as y menos tenidas en cuenta, palabra 
de Espíritu que se muestra en los gestos y gritos de igualdad, vida y 
verdadero servicio que aparecen a lo largo y ancho de nuestro 
mundo. 
Mientras la Iglesia siga cerrando los ojos a la realidad y se empeñe, 
según su jerarquía, en lo que «debería ser», sin acoger como punto 
de partida «lo que hoy es», está tentada de poder demoníaco. Jesús 
pone en nuestras manos un Evangelio lleno de contradicciones: 
perder es ganar; el último es el primero; bajar para subir; morir para 
vivir; el trigo y la cizaña crecen juntos... 
Si la Iglesia recuerda que su autoridad no es suya, y ratifica así 
todos los signos de amor en el mundo, podrá atravesar este momento 
de miedo y perplejidad. La autoridad de una verdadera Iglesia de 
comunión está basada en el discipulado, en su capacidad misionera, 
en su capacidad de sanar y acompañar, curar y ofrecer la Palabra de 
gracia que es Jesús; no en otra cosa. 

LOLA ARRIETA
SAL TERRAE 1996/01. Págs. 35-51

....................
1. E. SCHÜSSLER FIORENZA, En memoria de ella, Desclée, Bilbao 1989, p. 339. 
2. L.W. COUNTRYMAN (1981), citado por E. SCHÜSSLER FIORENZA, op. cit.. p. 
340. 
3. Este paréntesis es mío, no de Ignacio Iglesias. 
4. I. IGLESIAS, «una nueva experiencia resitúa el papel de los religiosos/as», en 
Vida Nueva, 29 de ahril de 1995.
5. M. WEBER, citado por I. MARTÍN BARÓ, Sistema, grupo y poder, UCA Editores, 
San Salvador 1989, p. 92.
6. M. FOUCAULT, Historia de la sexualidad. 1: La voluntad de saber, Siglo XXI, 
Madrid 1980. Los paradigmas del poder de Foucault han sido igualmente 
reflexionados por T. IBÁÑEZ, Poder y libertad, Ed. Hora, Barcelona 1982, pp. 
83-125. 
7. M. FOUCAULT, op. cit., p. 105.
8. Para reflexionar más a fondo sobre los procesos de influencia en la organización de los grupos, cf. J.M. CANTO, Psicología social e influencia. (Estrategias de poder y procesos de cambio), Aljibe, Archidona 1994.
9. Para profundizar más en este punto, cf. C. AMOROS, «Espacio de los iguales, 
espacio de los idénticos. Notas sobre poder y principio de individualidad». en 
Revista Arbor (1987), pp. 113-127. 
10. Cf. KIPNIS (1976), citado por I. MARTÍN BARÓ, op. cit., p. 182.
11. MAY (1972), citado por I. MARTIN BARÓ, op. cit., p. 181. 
12. Para profundizar más sobre las formas de situarse como grupo ante otros 
colectivos en el conflicto de poder, cf. T. IBÁÑEZ, op. cit., PP. 127-157.