EL PODER EN LA IGLESIA SEGÚN EL NUEVO TESTAMENTO


Rafael AGUIRRE
Profesor de Sagrada Escritura
y Decano de Teología de la
Universidad de Deusto. Bilbao


El título de este artículo plantea un reto fascinante, porque el 
poder es una preocupación central del Nuevo Testamento, pero 
también un problema clave de la Iglesia que en nuestros días lee 
estos viejos y queridos libros. La «fusión de horizontes» entre el 
lector y el texto se da aquí de forma eminente. En toda sociedad y 
en cualquier grupo humano, las relaciones no son puramente 
simétricas; como exigencia de la organización y de la 
institucionalización de la vida, aparecen relaciones de poder, 
entendido éste como la capacidad de unos de intervenir en la vida 
de otros y de obligar incluso a adoptar determinados 
comportamientos. 
El proyecto de Jesús dice una relación directa e inmediata a las 
relaciones humanas: la aceptación del Reino de Dios implica el 
surgimiento de posibilidades inéditas de vida y de convivencia y la 
superación de toda relación de dominación. Pero ¿cómo se puede 
expresar un proyecto de relaciones humanas alternativas a las 
vigentes en el mundo, en unas comunidades que inevitablemente 
se van institucionalizando? 
La compleja red de vinculaciones sociales y de relaciones de 
poder existente en las comunidades cristianas se refleja en los 
textos que dichas comunidades compusieron. Por eso el poder 
exige un estudio combinado de las afirmaciones explícitas del 
Nuevo Testamento y de las realidades sociales que implican; es 
decir, la articulación de la exégesis de los textos con la función 
sociológica que desempeñan. ¡Demasiada tarea para ser realizada 
ahora de forma completa! Por eso voy a fijarme en las dos grandes 
familias de textos del NT, los evangelios y Pablo. Las comunidades 
paulinas son las que mejor conocemos, y además la tradición que 
reivindica el nombre de este apóstol es la que más ha configurado 
a la Iglesia posterior. Pero en ambos casos empezaré por el poder 
sagrado y único que se atribuye a Jesús, porque su naturaleza, tan 
excepcional, es el paradigma auténtico del poder en la comunidad 
cristiana. 

1. El poder en la comunidad cristiana según los 
evangelios
Los Evangelios son el gran punto de referencia de la fe y tienen 
un valor muy superior al resto del Canon, porque nos transmiten las 
tradiciones primigenias y fundantes. Lo característico de los 
evangelios es que descubren el poder sagrado y único de Jesús en 
su vida histórica. Es obvio que este poder nos llega a través de la 
reacción tan especial que suscitó en los primeros testigos. Dos 
palabras clave caracterizan a Jesús; la autoridad (exousia) y los 
prodigios (dynameis). 

1.1. El poder de Jesús
J/PODER-AUTORIDAD: La autoridad de Jesús para enseñar 
asombra a los oyentes, porque (Mc 1,22.27), a diferencia de los 
escribas, Jesús no presenta ninguna acreditación académica ni 
funda sus argumentos en la exégesis de la Ley. Es un poder 
carismático, que se basa en su propia experiencia de Dios y 
encuentra un eco profundo en la gente. Recurriendo a las 
categorías de la antropología mediterránea, se ha dicho que el 
poder de Jesús es el de un «intermediario» privilegiado de Dios. 
El poder soberano de Jesús se manifiesta también en la 
expulsión de espíritus inmundos, que, según la concepción de la 
época, deambulaban por el aire y tomaban posesión de la gente, 
angustiando su vida (Mc 1,27: 3,22). Se pone de manifiesto que 
Jesús es el más fuerte (Mc 33.27). porque ha recibido de una forma 
excepcional el Espíritu de Dios (1,11), de modo que es su Hijo 
amado. Pero aún hay más: Jesús transgrede las normas de pureza, 
que eran el conjunto de normas, legitimadas religiosamente, con las 
que Israel protegía su identidad como pueblo de Dios. Transgrede 
el sábado, toca a los impuros y come con los pecadores. Este 
poder y libertad de Jesús se manifiesta como misericordia que se 
pone al servicio de los marginados. 
Tan grande es el poder sagrado que descubren en Jesús, que 
llegan a decir que es capaz de perdonar los pecados (Mc 2,10). La 
admiración y la indignación se reflejan en la pregunta que le dirigen 
cuando actúa con poder en el Templo de Jerusalén: «¿Con qué 
autoridad haces estas cosas?; ¿quién te ha dado tal autoridad para 
hacerlo'?» (Mc 11,28). 
Jesús interpretó sus indudables características de taumaturgo 
popular como signos de la liberación y el amor de Dios. Según los 
evangelios, tuvo poderes (dynameis) excepcionales? puestos 
siempre al servicio de las necesidades humanas. Lindando ya con 
cierta mentalidad mágica griega, se llega a afirmar que «de él salía 
una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6,19; Mc 5,30). Pero Jesús no 
tiene el poder legal de un escriba con largos años de estudio ni el 
poder tradicional que le habría conferido su pertenencia a una 
familia sacerdotal; por otra parte, tampoco era fácil atribuir un poder 
carismático a quien transgredía el ordenamiento religioso de Israel. 
Entonces, «¿,de dónde le vienen estos poderes?» (Mt 13,54; 14,2). 


1.2. Jesús rompe los esquemas humanos del poder
El poder, sea del tipo que sea, siempre atrae. Y el poder 
misterioso de Jesús atrae a los discípulos y a las gentes (Mc 
1,32-34; 3,7). Pero la vida suele poner a prueba los entusiasmos 
iniciales: no pasa mucho tiempo, y ya empieza a suscitarse en el 
corazón de los discípulos una inquietud que enseguida deja paso a 
una creciente contraposición entre sus expectativas y el proyecto 
de Jesús. La clave del conflicto es el poder: ¿cuál es el poder 
histórico del Reino de Dios y de Jesús, su mensajero?; ¿de qué 
poder van a gozar los que lo han dejado todo para seguirle? 
La primera parte de los evangelios sinópticos, la sección galilea 
(Mc 1 - 8,26), está marcada por el conflicto con las autoridades 
judías. La segunda, el camino a Jerusalén (Mc 8,27 - 10,52), se 
caracteriza por el conflicto de Jesús con sus propios discípulos. Se 
enfrentan «los pensamientos de los hombres contra los 
pensamientos de Dios» (8.33) precisamente en el tema del poder. 
Es el choque entre la mentalidad judía de los discípulos, que 
esperaban un Mesías poderoso, y el Reino de Dios de Jesús, que 
es la afirmación de la soberanía de Dios como amor puro y, por 
tanto, sin imposición alguna, sin poder histórico, como pura gracia y 
respeto absoluto a la libertad de los humanos. Pero este relato es, 
al mismo tiempo, la contraposición de la Iglesia de todos los 
tiempos, que sigue a Jesús, sí, pero que nunca acaba de entender 
su camino de servicio y sin poder. El tema aparece en torno a los 
anuncios de la pasión que jalonan el camino a Jerusalén. 

n Las ansias de poder de Pedro (Mc 8,27-35) 1 
Pedro vislumbra algo del misterio cuando, a la pregunta de 
Jesús, responde: «Tu eres el Mesías». Sin embargo, Jesús no 
aprueba explícitamente esta confesión e impone silencio. A renglón 
seguido, anuncia por vez primera la pasión: «El Hijo del hombre 
debía sufrir mucho...».
Inmediatamente, Pedro «se puso a reprenderlo, tomándolo 
aparte». Es la anticonfesión de Pedro, que no se atreve a 
responder a Jesús en un debate abierto ante todos. Podemos 
pensar que sacaría a colación los textos sagrados y las esperanzas 
mesiánicas del pueblo. Jesús, a su vez, «mirando a sus discípulos» 
(porque Pedro no es sino el representante de la mentalidad de los 
demás y de la Iglesia de todos los tiempos), le reprende: «Apártate 
de mí, Satanás, porque no tienes los pensamientos de Dios, sino 
los de los hombres». Los discípulos hacen frente común con 
Satanás, que con la propuesta del poder quiere separar a Jesús de 
su camino de servicio. 
Jesús invita a Pedro y a sus compañeros a la conversión, a que 
«se transformen mediante la renovación de su mente», a que «no 
se acomoden al mundo» (Rm 12, 1-2), a que acepten el camino del 
servicio y de la solidaridad con los últimos. Es importante observar 
que Jesús no aleja simplemente a Pedro, sino que le vuelve a 
invitar a ponerse en su seguimiento. Pero, eso sí, en el camino de 
la cruz. 

n Disputas por el poder en la Iglesia (Mc 9 30-50) 
El segundo anuncio de la cruz y del servicio tampoco es 
entendido por los discípulos, que tenían miedo a preguntar, quizá 
porque vislumbraban las peligrosas consecuencias que aquello 
acarreaba para su grupo. 
Una vez «en casa» (9,33), lugar de reunión de la comunidad 
cristiana, Jesús entabla un diálogo con los Doce. La paradoja es 
brutal: por el camino, mientras seguían a Jesús, iban discutiendo 
quién era el mayor entre ellos. ¿No nos encontramos aquí con el 
vivo retrato de nuestra situación eclesial? Han interiorizado 
totalmente los valores hegemónicos sobre el poder, el prestigio y el 
honor. Jesús vuelve a la carga con el resumen de su doctrina: ser 
primero significa hacerse el último y el servidor (diakonos) de todos. 
Después se levanta, trae un niño y lo pone en medio. Téngase en 
cuenta que en la mentalidad judía de la época no existía ninguna 
idealización moral o religiosa del niño: el niño era el no-valor, el 
incapaz aún de cumplir la ley. El lugar central ya no corresponde ni 
a Pedro ni a Juan ni a Santiago, sino a un niño cualquiera, a un 
necesitado que ni siquiera pertenece al grupo. La comunidad de 
Jesús tiene que ser servidora y acogedora de quienes son como 
aquellos niños, de los desvalidos y de los que no cuentan (9,37). 
Cuando en un grupo humano surgen las disputas por el poder y 
por los primeros puestos, inevitablemente nacen las divisiones y se 
rompe la fraternidad. El deseo de poder genera actitudes sectarias, 
que se caracterizan por el celo por monopolizar los bienes y 
deslindar las fronteras con los otros. Es lo que vemos en el episodio 
siguiente (9,38-40). Antes, Pedro se oponía a la debilidad de Jesús; 
ahora Juan rechaza lo que podríamos llamar «debilidad eclesial». 
Se ufana de haber impedido expulsar demonios en nombre de 
Jesús a uno «que no viene con nosotros». Pero Jesús, que 
sustituye el ansia de poder por la entrega a los necesitados y por el 
servicio, critica este concepto cerrado de comunidad, que pretende 
monopolizar el espíritu de Jesús, y promueve una comunidad 
abierta, consciente de que el Reino de Dios la desborda y que se 
goza con ello. 

n Servicio y no poder (Mc 10, 32-45)
Los discípulos siguen a Jesús en su subida a Jerusalén 
resoplando y de lejos, sorprendidos y llenos de temor ( 10,32). El 
tercer anuncio de la pasión es el más largo y explícito (10,33-34). 
Pero no importa. Los discípulos siguen sin entender. A lo largo de 
todo el evangelio de Marcos, no progresa nada el conocimiento del 
camino de Jesús por parte de sus discípulos Al final, uno le 
traiciona (14.10-11), otro le niega (14,66-72), y todos le abandonan 
y huyen (14,50). Y no volvemos a saber nada más de ellos. 
Ahora los dos hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, se acercan a 
Jesús para pedirle sentarse a su derecha y a su izquierda en su 
gloria. Siguen pensando en Jesús como en un rey mesiánico y 
triunfador, y aspiran al poder terrenal inmediato según las 
categorías vigentes en el mundo. Los otros diez reaccionan airados 
contra Santiago y Juan, evidentemente porque todos aspiraban a 
los mismos lugares de poder y honor. Volvemos a comprobar que el 
afán de poder es incompatible con la fraternidad. 
Las palabras de Jesús tienen ahora una contundencia especial: 


«Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones las 
gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su 
poder. Pero no ha de ser así entre vosotros: sino que el que quiera llegar a 
ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el 
primero entre vosotros será esclavo de todos: porque el Hijo del hombre 
no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por 
muchos» (Mc 10,41-45). 


Aquí hay un imperativo constitucional para la Iglesia de todos los 
tiempos: no ha de ser así entre vosotros. En la comunidad cristiana 
no pueden existir unas relaciones de poder como las que se dan en 
cualquier otro grupo social. El más grande tiene que ser quien más 
sirva, y el primero debe ser el esclavo de los demás. El poder 
puede ser necesario, pero es siempre expresión de unas relaciones 
humanas no transparentes, afectadas por la limitación de nuestra 
naturaleza y por el pecado. La comunidad cristiana, como lugar 
donde se acoge la soberanía de Dios y su gracia, tiene que superar 
la asimetría que introduce el poder y visibilizar la fraternidad y un 
nuevo estilo de relaciones humanas. Las estructuras de la 
comunidad cristiana tienen la obligación de ser mucho más 
transparentes, participativas y comunitarias que las de cualquier 
otra institución social. Se juega en ello la capacidad de la Iglesia 
para ser testimonio del Reino de Dios. 
Esta exigencia eclesiológica tiene su fundamento cristológico: «el 
Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a 
entregar su vida». La Iglesia nace del camino de Jesús. de su 
voluntad de hacer del servicio la expresión histórica del amor 
gratuito de Dios. El servicio/diakonía, entendido como la entrega 
completa de la propia vida, define a Jesús. A los ojos de un griego, 
«servir» es indigno de un hombre libre 2. Es sorprendente que las 
responsabilidades eclesiales se designen constantemente en el NT 
como servicio/diakonía. Según algunos, se debe a que la 
comunidad cristiana se entiende como una «contrasociedad»; pero 
creo que es mejor decir que se entiende como la precursora de un 
nuevo tipo de sociedad humana. 

1.3. Comunidad de hermanos y hermanas
Los primeros grupos cristianos eran fraternidades participativas, 
en las que cada cual tenía un rostro y un nombre para los demás. 
Esto es muy claro en Pablo, pero también aparece en los 
evangelios, con la particularidad de que en éstos se vislumbra la 
polémica con una incipiente institucionalización que amenazaba con 
romper la fraternidad, en vez de promoverla.

n Familia de hermanos y hermanas sin estructuras patriarcales 
(Mc 3,20-35) 
Esta perícopa es la conclusión de un texto más amplio (3,20-35), 
en el que se establece una contraposición entre la familia natural 
de Jesús y la nueva familia formada por quienes le siguen y 
cumplen la voluntad de Dios. Ambos grupos se rigen por conceptos 
del poder muy diferentes. Los parientes, Ios hermanos y la madre 
piensan que está loco (3,21) y quieren sacarlo de la casa donde 
está reunido («la casa» en 3,20 es la imagen de la comunidad 
cristiana), para reintegrarlo al hogar patriarcal. Los nuevos valores 
del reino, que invierten las jerarquías y ponen en el centro a la 
persona humana (Mc 3,3), significan una subversión y llevan a 
pensar que Jesús «está fuera de sí» (3,21). Los parientes de Jesús 
y los escribas de Jerusalén (3,22), enviados por el centro judío, 
representan la misma mentalidad. 
La comunidad de Jesús no consta simplemente de los Doce, sino 
de los que están sentados en corro alrededor de él y cumplen la 
voluntad de Dios (3,34-35). En el centro sólo está Jesús, y todos se 
encuentran a la misma distancia de él. Destaca la igualdad entre 
varones y mujeres. Vienen a buscarle los hermanos y la madre, 
pero en su respuesta Jesús introduce entre ambos a las hermanas. 
En cambio, no se menciona al padre, porque la comunidad es una 
fraternidad radical. 
Se ha solido pensar que aquí Marcos, representante de una 
comunidad helenista y paganocristiana, polemiza con el 
judeocristianismo de Jerusalén, de carácter dinástico y 
jerarquizado, en el que los familiares de Jesús ocupaban los 
primeros puestos. Es posible. Pero lo que es más seguro es que 
Marcos reivindica la fraternidad radical del proyecto de Jesús contra 
un proceso de institucionalización que introducía en las 
comunidades las estructuras patriarcales de la sociedad 3. 

n La jerarquía es radicalmente antievangélica (/Mt/23/08-12) 
Es bien sabido que las preocupaciones eclesiales se 
transparentan de forma especial en el evangelio de Mateo, que 
habla explícitamente del poder que ha recibido el Resucitado y que 
éste transfiere a su comunidad: «Me ha sido dado todo poder... 
haced discípulos... bautizando... enseñando... Yo estaré con 
vosotros...» (28,18-20). En efecto, en esta comunidad se perdonan 
los pecados (9,8) y se toman medidas disciplinarias (18,15-18) en 
nombre del Resucitado y con su poder (18,19-20). Es decir, hay 
una cierta institucionalización, con diversos ministerios. Mateo 
acepta este proceso, pero hace una crítica durísima contra la 
introducción en la comunidad de formas mundanas de poder y 
jerarquía. 

«Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar 'Rabbí', porque uno solo es 
vuestro Maestro, y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie 
'Padre' vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro padre: el del cielo. 
Ni tampoco os dejéis llamar 'Preceptores'. porque uno solo es vuestro 
preceptor: Cristo. El mayor entre vosotros sea vuestro servidor. Pues el 
que se ensalce será humillado: y el que se humille será enaltecido» (Mt 
23,8-12). 


También aquí se empieza subrayando que el poder en la 
comunidad debe ejercerse de una manera radicalmente distinta. La 
diversidad de funciones no debe atentar contra el valor primero y 
más importante, que es la fraternidad. Es antievangélico el uso de 
títulos y distinciones. Expresamente se dice que a nadie en la 
comunidad, sea cual sea el cargo que ocupe, se le puede llamar 
«padre»: la confesión de Dios como único Padre, lejos de legitimar 
la concentración de poder, es para Jesús la garantía más profunda 
de la igualdad radical. Está claro que también Mateo lucha contra el 
gran peligro de la patriarcalización de la Iglesia. En línea con toda la 
tradición de Jesús, el poder intracomunitario es presentado como 
un servicio. 
Pero probablemente hay que decir aún más. Los versículos que 
estamos comentando están incrustados en el capítulo 23, que es 
un durísimo ataque a los escribas y fariseos del judaísmo, a 
quienes se reprocha precisamente que utilicen su poder para 
explotar al pueblo y buscar su propio honor. Pues bien, a la luz de 
los versículos 8-12, Mateo probablemente entiende el capitulo 
entero como una crítica a los líderes de la comunidad cristiana por 
su forma de ejercer el poder y de aprovecharse de su situación. 

n Radicalidad antijerárquica de la comunidad joánica (Jn 13) 
¿Hemos captado el impresionante mensaje eclesiológico de la 
escena del lavatorio de los pies? Es una acción simbólica de 
especial solemnidad, con la que Jesús quiere expresar el sentido de 
toda su vida y el estilo de relaciones que debe darse en la 
comunidad cristiana. El lavatorio de los pies era parte del rito de 
hospitalidad, y correspondía realizarlo a los esclavos no judíos o a 
las mujeres. También los discípulos realizaban a veces esta tarea 
con su maestro. ¿Cómo es posible que un anfitrión, que sale de 
Dios y va a Dios, lave los pies a quienes le llaman Maestro y Señor? 

Simón Pedro no acepta el signo, porque quiere a Jesús en el 
trono del Mesías. Para Pedro, defender el rango de Jesús es 
defender el suyo propio. En el cuarto evangelio, probablemente 
Pedro representa al cristianismo mayoritario en su tiempo y con el 
que su comunidad mantenía unas relaciones difíciles. Jesús hace 
más que un gesto de humildad: denuncia la vaciedad de la 
sociedad centrada en el honor y basada en el poder y las 
jerarquías. El evangelio de Juan quiere una comunidad de 
discípulos iguales, sin ninguna jerarquía humana, donde todos «se 
laven los pies unos a otros». Quizá por eso resultó tan problemático 
incluir este evangelio en el Canon. 

2. El poder en la comunidad según San Pablo

2.1. El poder de Jesús

Pablo habla normalmente de Jesucristo resucitado, que goza de 
la máxima cercanía de Dios y, por tanto, detenta la plenitud del 
poder en la Iglesia y en el cosmos (Rm 1,4; 10,9; 1 Cor 8,6; 15,25; 
Flp 2,9). 
Pese al carácter sincretista de su pensamiento y a la utilización 
de categorías míticas, Pablo permanece vinculado a la historia de 
Jesús en dos puntos fundamentales. En primer lugar, en la 
reinterpretación del poder que, según los evangelios, tiene Jesús 
sobre los espíritus impuros. Según la concepción del tiempo, una 
serie de potencias demoníacas, subordinadas a Satanás y con 
nombres diversos (potencias, dominaciones, elementos...) 
pululaban por el aire, estaban detrás de los poderes políticos 
opresores (cf. Ap 13), actuaban en los rebeldes a la fe (/Ef/02/02) y 
eran los responsables de numerosos desquiciamientos psíquicos. 
Estos poderes maléficos angustiaban la vida de mucha gente, y con 
frecuencia se recurría a ritos para atraerse su favor (Col 2,18) 4. 
Pero ahora el Señor victorioso está a la derecha de Dios, «por 
encima de los Principados, Potestades, Virtudes, Dominaciones...» 
(Ef 1,12; Flp 2~9ss; Col 2,15; Rom 8,38-39). 
En otro punto clave, Pablo permanece extraordinariamente fiel a 
la historia de Jesús: su poder no se afirma como dominio sobre las 
conciencias, ni con violencia o coacción ni por medio de signos 
espectaculares. Este poder se expresa como servicio y como 
renuncia al valor más apreciado en aquella cultura: el honor que 
correspondía al propio linaje («Nuestro Señor Jesucristo, siendo 
rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su 
pobreza»: 2 Cor 8,9). El poder de Jesús es solidaridad libérrima con 
la situación humana de mayor ignominia, la de los crucificados. Se 
trata del poder del amor, de la oferta desarmada y libre de una 
forma nueva de entender la vida. Por este camino paradójico, tan 
contrario a los criterios hegemónicos en el mundo, Jesús es 
constituido Señor y recibe de Dios el poder sobre todo lo creado. 
Así lo proclama el famoso himno de Filipenses: 

«El cual, siendo de condición divina, 
no retuvo ávidamente el ser igual a Dios.
sino que se despojó de sí mismo 
tomando condición de siervo, 
haciéndose semejante a los hombres 
y apareciendo en su porte como hombre; 
y se humilló a sí mismo 
obedeciendo hasta la muerte, 
y muerte de cruz.
Por lo cual, Dios le exaltó 
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús 
toda rodilla se doble 
en los cielos, en la tierra y en los abismos, 
y toda lengua confiese 
que Cristo Jesús es Señor, 
para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 6-11).


Un dato muy importante para nuestro tema: Pablo presenta este 
himno sobre el poder como 
servicio-hasta-la-muerte-con-los-cruciticados como paradigma de lo 
que deben ser las relaciones internas en la comunidad cristiana 
(Flp 2,1-5). 

2.2. El poder de Pablo en sus iglesias

Pablo se encuentra inmerso en una compleja red de relaciones 
con la Iglesia de Jerusalén, con otros apóstoles, con sus 
colaboradores y con diversas iglesias. Entender adecuadamente su 
poder requeriría estudiar el sistema completo en que se desarrolla 
su actividad. Me limito ahora a presentar unas pocas características 
6. 
Pablo goza de una autoridad plena sobre las comunidades que 
ha fundado. Usa la metáfora del padre (1 Cor 4,15; 2 Cor 6, 11-13; 
12,14; 1 Tes 2,11) y de la madre (Gal 4.19; I Tes 22,7) para 
expresar la relación que mantiene con estas iglesias: él las ha 
engendrado y comunicado la vida de Cristo. Como un padre/madre, 
enseña, corrige y se propone a sí mismo como ejemplo a imitar (I 
Cor 4,16; 10,33-11,1; 1 Tes 1,6; Flp 3,17; 4,9; Gal 4,12). Las 
comunidades le deben una obediencia plena. Normalmente, el 
poder de Pablo no se manifiesta con órdenes expresas; su estilo es 
más exhortativo y argumentativo. Pero, cuando se le enfrentan y le 
agravian en Corinto, saca a relucir con gran energía este poder 
que tiene sobre sus iglesias (2 Cor 10,16; 13,10). Es evidente que 
el poder de Pablo en sus comunidades es único e irrepetible; sin 
embargo, es muy instructivo ver cómo lo ejerce. 
Pablo, efectivamente, interviene con poder (I Cor 7,17; 11,17.34, 
14,40; 16,1), pero es consciente de que existe una gran diferencia, 
según haya o no un precepto explícito del Señor (I Co 7,6.10; 9,14; 
14,37; 2 Cor 8, 8-10) 7. Se siente muy obligado por la fidelidad a lo 
recibido (I Cor 11.2.16.23; 15,3), pero, cuando no hay un precepto 
del Señor, deja muy claro que lo que él dice es su opinión personal 
(gnômê: I Cor 7,25.40; 2 Cor 8,10). Sabe dejar que la comunidad 
saque sus propias conclusiones: «Os hablo como a prudentes. 
Juzgad vosotros lo que digo» (I Cor 10,15). 
En dos casos se ve con claridad que es la comunidad la que 
debe tomar las decisiones. En I Cor 5,1-13, reprocha a la 
comunidad que no haya tomado aún medidas en un caso 
escandaloso de fornicación. Es un asunto lleno de oscuridades, 
pero no hay duda de que para Pablo, formalmente, es la comunidad 
la que debe adoptar una decisión (vv. 2 y 4). Este texto tiene 
notables semejanzas con Mt 18,15-20 8: es importante notar que en 
comunidades tan diferentes como la judeocristiana y legalista de 
Mateo y la paganocristiana y carismática de Corinto existe un poder 
disciplinar que se ejerce comunitariamente. 
En 2 Cor 2, 5-11, Pablo exhorta a la comunidad a perdonar a 
quien le ofendió, una vez que el castigo ha surtido efecto. En el v. 6 
se ve que este castigo fue impuesto por la comunidad, no por 
unanimidad, sino por mayoría; lo cual da a entender que se recurrió 
a una votación: «le es suficiente el castigo impuesto por la mayoría 
(tôn pleionôn)». En el v. 8 se exhorta a la comunidad a tomar una 
decisión (kurioô): «Os exhorto a tomar una decisión de caridad para 
con él». Se trata de un término jurídico, lo que indica que nos 
hallamos ante un procedimiento formal de decisión 9.

2.3. La organización en las iglesias paulinas 
Con frecuencia se ha exagerado la contraposición entre unas 
iglesias judeocristianas, dirigidas por un colegio de presbíteros al 
modo de las sinagogas, y las iglesias paulinas, puramente 
carismáticas, en el sentido de carentes de toda institución. Lo cual, 
además de no corresponderse con los datos del NT, es un 
sinsentido sociológico. 
Las comunidades paulinas son muy participativas y conocen una 
gran proliferación de dones espirituales: pero desde el principio se 
percibe en ellas la existencia de un ministerio de dirección y 
organización. En I Tes 5,12-13, Pablo pide consideración y estima 
para «quienes trabajan entre vosotros, os presiden en el Señor y 
os amonestan» 11. En 1 Cor 11,15-16, reclama sumisión a «la casa 
de Estéfano, que se ha puesto al servicio de los santos». En Flp 1, 
1, se da un nombre a estos dirigentes: «epíscopos y diáconos». En 
la Iglesia de Cencreas (puerto de Corinto) existe también esta 
función, que es desempeñada, entre otras personas, por una mujer 
de nombre Febe (Rm 16, 1-2). Los dirigentes de estos textos son 
personas concretas. En Rom 12,8 y 1 Cor 12,28, se menciona 
genéricamente este carisma de gobierno.
¿Cómo se generó este ministerio? Pablo solía hacer de una 
casa (oikos), entendida como lugar y grupo humano, Ia base de 
una iglesia local. La explicación más plausible es que el 
paterfamilias/oikodespotês que presidía esta casa, por una 
evolución muy natural, se convirtiera en el principal responsable de 
su organización. Estos «patriarcas» solían ser gente emprendedora 
y de recursos económicos. Parece que Estéfano asumió este papel 
en Corinto por propia iniciativa, pero, sin duda, contó con la 
aprobación de Pablo, que había bautizado a su casa (I Cor 1,16) y 
había pasado mucho tiempo en esa comunidad. En todos los casos 
tuvo que intervenir el reconocimiento de la comunidad, además, por 
supuesto, del acuerdo del apóstol. 
Pero el carisma de dirección es uno entre muchos, y no el más 
importante. Concretamente. se distingue de los ministerios de 
profeta y de maestro, más tradicionales y más importantes en este 
momento, encargados de enseñar, transmitir la revelación, exponer 
las Escrituras y formular la voluntad de Dios al hilo de cada día (I 
Cor 12.28). Pablo valora todos los carismas y desea que cada 
miembro de la comunidad desarrolle los suyos, porque sería un 
signo nefasto de burocratización el que unos cuantos especialistas 
monopolizasen todas las tareas. «No puede el ojo decir a la mano: 
no te necesito». Más aún, Pablo subraya la importancia de los que 
son tenidos en menos (I Co 12,18-96). 
En la comunidad de Corinto hay un entusiasmo enorme, y se 
valoran por encima de todo Ios fenómenos espirituales 
excepcionales (los pneumatika), especialmente el don de lenguas. 
Pablo desea reconducir este entusiasmo y, sin dejar de reconocer 
estos pneumatika, valora más los carismas (jarismata), que se 
manifiestan de una manera más normal, pero que contribuyen más 
a la edificación de la comunidad. Entre ellos se encuentra, 
ciertamente no en primer lugar, el carisma de gobierno (1 Cor 
12.28). 
Pablo no instituye un ministerio en sus iglesias (es claro que Hch 
14.23 y 20,17 28 son una ficción lucana), pero sí acepta la 
incipiente institucionalización del poder que se da ya en sus 
comunidades, y establece que el criterio que debe presidirla es la 
edificación: que contribuya a la participación de la comunidad (I Cor 
14,1-19), a su unidad (12,12-13) y a su expansión misionera 
(14.23-26). Reconoce el carisma de dirección, pero no le concede 
un papel decisivo. Su presencia como padre/madre de las 
comunidades relativiza cualquier autoridad. Pero hay algo más: en 
sus cartas se dirige siempre a toda la comunidad, y en los graves 
conflictos no dice nada a los dirigentes, porque toda su 
preocupación es que se solucionen con la responsabilidad y 
participación de todos los hermanos (en I Cor: en el caso del 
incestuoso, cap. 5; en la disputa entre cristianos, cap. 6; en los 
problemas en las reuniones comunitarias, cap. 11; etc).

2.4. La evolución de la comunidades paulinas
No puedo hacer más que una breve referencia a la 
institucionalización que recibió el poder en la tradición paulina 
hegemónica y canónica, que ha configurado decisivamente la 
historia cristiana posterior 13. 
A través de las «cartas de la cautividad» (Efesios y Colosenses, 
a las que se puede añadir la Primera de Pedro) y de las 
«pastorales», se percibe una progresiva patriarcalización de las 
comunidades cristianas. Es decir, la lglesia se va configurando 
según el modelo patriarcal que caracterizaba a aquella sociedad. 
En las «pastorales», Ias iglesias están dirigidas por colegios de 
presbiteros/epíscopos, compuestos por paterfamilias prestigiosos y 
probados (I Tm 3.1-6.12) que ha asumido y monopolizado también 
el poder de enseñar. 
Y esto tiene varias consecuencias que me limito a sugerir: 1) La 
concentración del poder en unos líderes va de la mano con una 
creciente pasividad de la comunidad; estas cartas van dirigidas a 
los líderes, no a toda la comunidad, como las cartas paulinas 
auténticas. 2) La patriarcalización de las iglesias va eliminando a las 
mujeres de las funciones dirigentes. 3) A medida que las relaciones 
de poder en la Iglesia se asimilan a las existentes en el mundo, 
nace el peligro de aspirar a determinados ministerios, por las 
ventajas económicas que se podían obtener (I Tm 5,17; Gal 6,6; y 
se establecen cautelas para evitarlo: I Tm 3,3; Tt 1,7; Hch 
20,33-35). 

3. Reflexiones finales

a) En la medida en que la comunidad cristiana sea fiel al Reino 
de Dios, tiene que superar las relaciones de poder, expresión 
siempre —por necesario que sea— de limitación y de pecado. Esta 
comunidad tiene que caracterizarse por una participación, una 
transparencia y una fraternidad en sus relaciones internas mucho 
mayores que en cualquier otro grupo social. En la medida en que 
se institucionalicen, tendrán también que institucionalizarse los 
mecanismos estructurales que garanticen la participación, la 
transparencia y la fraternidad. La lglesia misiona, ante todo, con su 
«comunión», manifestando una forma nueva de vida social y de 
amor. 

b) En la vida de Jesús descubre la Iglesia el paradigma de un 
poder paradójico, que trastoca los valores dominantes en el mundo. 
Pero el poder en nuestra Iglesia va acompañado frecuentemente de 
títulos, honores y estilos que banalizan de forma inadmisible las 
palabras más claras de Jesús. 

c) La Iglesia vive del poder único y sagrado del Señor 
Resucitado. Desde el primer momento, las comunidades se fueron 
institucionalizando de diversas formas, y la inevitable distribución 
del poder sólo se justifica en la medida en que es servicio a la 
presencia del Señor, a la fraternidad y a la participación de todos. 
Los apóstoles del pasado van siendo idealizados, y se les reconoce 
un papel único e irrepetible por su cercanía a Jesús. Por eso los 
escritos del NT reivindican su autoridad (escritos paulinos, joánicos 
y petrinos; los sinópticos reivindican, sobre todo, la autoridad de 
Pedro). 

d) En la tradición postpaulina del NT se constata una 
concentración del poder en los líderes y una reducción drástica de 
la participación de la comunidad. A la luz del evangelio, resulta 
sorprendente y hasta enigmática la patriarcalización de la Iglesia en 
esta tradición, tan influyente posteriormente. Es un problema mucho 
más oscuro que el del acceso de las mujeres a ministerios 
eclesiales. Las Cartas Pastorales son una respuesta muy 
condicionada históricamente ante una situación conflictiva, no 
pueden considerarse la cumbre del NT y deben releerse a la luz de 
las tradiciones más fundantes, originarias y numerosas del NT. 

e) Todos los evangelios dirigen críticas durísimas al ejercicio del 
poder por parte de los líderes de la comunidad cristiana en un 
momento en que ésta se está institucionalizando, en buena medida, 
según el modelo de la sociedad patriarcal. Hay una tensión 
permanente, no entre carisma e institución, sino entre una 
institución que refleja la novedad del Reino y es participativa y 
fraterna, y otra que sigue la dinámica mundana de concentración 
del poder en unos líderes por encima de la comunidad. 

RAFAEL AGUIRRE
SAL TERRAE/96/01. Págs. 3-19

....................
1. Este tema en el evangelio de Marcos ha sido magistralmente 
presentado por X. PIKAZA. Para vivir el evangelio. Lectura de Marcos. Estella 
1995.
2. H. B. Beyer, «Diakoneô»: TWNT II, 81-94.
3. Entender la Iglesia como fraternidad puede conducir a encerrarla en un 
gueto, como sucede en nuestros días con algunos estilos de comunidades. 
También la gran Iglesia, con el discurso del «pequeño rebaño», puede 
justificar su alejamiento de la gente y su incapacidad para encarnarse. El 
mismo NT previene contra estos peligros y recuerda que las comunidades 
fraternas forman parte de un pueblo de Dios con gentes procedentes de todas 
las naciones. Tanto las comunidades fraternas como la Iglesia en su conjunto 
deben ser «sistemas abiertos»: no pueden encerrarse en sí mismas, porque 
están al servicio de la liberación de Dios en la historia, que Jesús anunciaba 
con sus palabras y significaba con sus hechos. 
4. Yo nunca mc había fijado especialmente en estos textos, pero 
comprendí su gran importancia en El Salvador, sobre todo un domingo, 
cuando vinieron a buscarme unos hombres a la iglesia en que celebraba la 
eucaristía dominical, en el extrarradio de la capital. entre cafetales. 
Caminamos un buen trecho monte arriba, hasta que llegamos a un conjunto 
de míseras chabolas. Allí, unas señoras angustiadas decían que los espíritus 
se les metían en casa por todas las rendijas y no les dejaban vivir. Querían un 
exorcismo. De primeras, quedé perplejo, con todo el peso de mi tradición 
crítica encima. Recordé entonces los textos paulinos y los glosé. Caí en la 
cuenta de su profunda dimensión liberadora. El señor, por su muerte y 
resurrección, ha derrotado a todos los poderes maléficos que oprimen al 
hombre y le quitan la libertad. 
6. Señalo dos aspectos que ahora no puedo desarrollar. 1 ) El Apóstol se 
pasó la vida entre polé- micas. Pese a la decisión de la Asamblea de 
Jerusalén, su autoridad y la legitimidad de su evangelio son discutidas 
continuamente por otros misioneros que llegan a sus iglesias de Galacia (Gal 
1-3), Corinto (2 Cor 1o-13) y Filipos (Flp 3). El problema es fácilmente 
comprensible: Pablo no ha conocido al Jesús histórico ni es un apóstol de la 
primera hora. Él mismo dice que se le apareció el Señor pero «en último 
lugar, como a un abortivo» (I Cor 15.8). Se esfuerza en reivindicar la 
Iegitimidad de su apostolado, su envío inmediato por parte del Señor (Gal 
1.1.11.15-16), su inigualable capacidad de trabajo (Rm 15,18-20; 2 Cor 11, 
23-29). Pero también tuvo que esforzarse toda su vida para que quedase claro 
que no le desautorizaba la iglesia-madre de Jerusalén. Pablo, en su tiempo, 
nunca gozó de un poder unánimemente reconocido en todas las iglesias. 2) 
En el funcionamiento del poder en las comunidades paulinas, es muy 
importante la red de colaboradores de Pablo que viven, trabajan y viajan con 
él, entre los que destacan Timoteo y Tito, enviados como sus delegados a 
varias iglesias. En Hechos y en las Cartas aparecen más de cien nombres 
relacionados con el apóstol. Pablo también colabora con misioneros que no 
le están subordinados (Benabé, Silvano, Apolo...). 
7 B. VAN IERSEL, «¿Quién tiene, según el N T, Ia palabra en la Iglesia?»: 
Concilium 168 (1981) 178-187.
8. En el vocabulario existen semejanzas: adelfos (Mt 18.15 y I Cor 5,11); 
synargomai (Mt 18, 20 y 1 Cor 5. 4 [única vez en Pablo]); eis to emon onoma 
(Mt 18, 20) y en tô onomati tou Kyriou Iesou (1 Co 5, 4).
9. B. VAN IERSEL, art. cit. 184.
11. Con el verbo kopiô//trabajar designa Pablo el trabajo apostólico suyo y 
de sus colaboradores. Proistamai/ presidir significa «dirigir» y «tener cuidado 
de». Nouzeteô/amonestar quizá indique una cierta labor de enseñanza.
13. La tradición paulina tiene otra versión, representada por el montanismo 
y por los Hechos de Pablo y Tecla, de marcado carácter profético, que atribuía 
un gran protagonismo a las mujeres en la Iglesia. Es mury probable que las 
doctrinas que combaten las Cartas Pastorales sean precisamente esta otra 
interpretación de la herencia paulina.