LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA




CAPITULO VI. 
Olivo fecundo
Olivo injertado 
El olivo de la paz
El olivo de la gloria

 

CAPÍTULO VI

OLIVO FECUNDO


El olivo es un árbol propio de las cuencas mediterráneas, cuyo 
cultivo se conoce desde épocas muy primitivas. Nada debe extrañar, 
pues, que sea abundante el empleo de su nombre para aplicarlo a 
diversos significados metafóricos. El olivo es, frente a la frondosidad y 
a la esbeltez de otros, un árbol que pasa desapercibido por su 
modestia y por su humildad, y que, por tener además la hoja 
persistente, puede ser utilizado con diversas cargas significativas. 

Dentro del Antiguo Testamento, el olivo aparece como signo de la 
renovación de la alianza primitiva. Cuando Noé, tras la hecatombe del 
diluvio, desde el Arca, suelta por segunda vez una paloma, ésta 
regresa con una rama de olivo en el pico 1. El acontecimiento no 
quiere significar únicamente que vuelve a comenzar la vida en la faz de 
la tierra. Ante todo y con pleno rigor, en la imagen se visualiza la 
generosidad de Yahveh, que otorga al hombre, de nuevo, la paz y la 
bendición. 

Por otra parte, al fiel creyente israelita se le compara con un olivo 
que está bajo la protección de Dios. De ahí que quien pone su 
confianza en el Señor puede exclamar con el salmista: «Yo, como un 
olivo verde en la casa de Dios, confío en su amor para siempre jamás» 
(Sal 52,10). 

A Israel también se le identifica, en alguna ocasión, con este mismo 
árbol, que es plantado por el mismo Dios y «adornado de frutos 
generosos», pero que, por separarse de la alianza con Yahveh y por 
no haber sido fiel a los compromisos religiosos, se ve humillado y 
maldecido por la voz del profeta: «Con gran estrépito el Señor te ha 
prendido fuego y se te han quemado tus guías» (Jer 11,16). 

Todas son prefiguraciones de la Iglesia, la cual es salvada de las 
catástrofes de esta tierra y es fortalecida en su identidad por el regalo 
de la paz, que Dios le hace con gratuidad. De este modo, será, en el 
nuevo tiempo, un signo, ante los pueblos, de que Dios no abandona 
jamás a sus elegidos. 

Sin embargo, la Iglesia, como nuevo pueblo de Israel, también 
correrá con los riesgos de olvidar el amor primero y de quedar 
reducida a la insignificancia. 

La hoja perenne, símbolo de la constante asistencia divina, puede 
marchitarse y ser reducida a cenizas. Ocurrirá cuando la indignidad de 
quienes integran la comunidad eclesial los conduzca a la pérdida de lo 
más esencial de su condición. Ésta es la de ser brotes de olivo, en 
torno a la mesa del Señor, y constituirse, por gracia, en árbol, que 
significa la esperanza y la paz, levantado en medio de los desiertos de 
esta tierra. 


Olivo-injertado

Apoyado en el uso del término en la literatura bíblica precristiana, 
San Pablo acude a la imagen del olivo para, figuradamente, referirse, 
por una parte, al pueblo de Israel («olivo fértil o cultivado») y, por otra, 
a los cristianos procedentes de la gentilidad («olivo silvestre») 2.

La Carta a los Romanos nos presenta a los judíos como las primeras 
ramas del olivo cultivado, que, sin embargo, pasan por el grave trance 
de perder su condición. Las raíces están en los Patriarcas, en cuya 
sangre y en cuya fidelidad se preparó la venida del Mesías; pero la 
decisiva incorporación al olivo de Dios no es resultado de ser 
descendencia de Abraham, sino de tener la misma fe de Abraham 3. 

La imagen le sirve a Pablo para describir a la Iglesia como nuevo 
pueblo de Dios, en el que todos, judíos y gentiles, tienen su sitio, 
reconciliados por la cruz de Cristo. 

La gentilidad es comparada con el acebuche u olivo silvestre, estéril 
y montaraz, incapaz de sujetarse a ser árbol cultivado y de dejarse 
acompañar por otros de su misma condición. Su triste índole llegará a 
su fin desde el momento en que el mismo Dios proceda a injertar sus 
ramas de olivo silvestre en los lugares dejados por las ramas 
desgajadas del judaísmo. Desde entonces, los gentiles, miembros de la 
Iglesia de segundo turno, injertados en el olivo noble, participarán, 
plenamente, de la raíz y de la savia de éste. 

Sorprende el uso llamativo de la imagen, ya que, en buena técnica 
botánica, es la rama fértil la que se ha de injertar en el árbol silvestre. 
La extravagancia en el uso de la metáfora le sirve a Pablo para 
subrayar que los frutos cristianos del ámbito de la gentilidad no serían 
posibles sin la inserción en la fe israelita, de la que son herederos y 
continuadores. 

El pueblo de Israel, sin embargo, no quedará sometido a la 
desgracia de ser rama desgajada del olivo, para arder en la pira de lo 
inservible; Dios tiene, en sus planes inescrutables, el proyecto de que 
esas ramas primigenias vuelvan a reverdecer, en su día, con un 
reinjerto definitivo. 

La Iglesia, compuesta por judíos y gentiles, ha de saberse inserta en 
Cristo, olivo rugoso y centenario, de hoja siempre viva. Su raíz se 
hunde en las profundidades últimas de una tierra con vocación de 
fertilidad. Su savia recorre todo el entramado de ramas, hojas y frutos. 
Sin el esfuerzo eclesial por mantener la unión con Cristo, jamas será 
posible la vitalidad de los injertos, la alegría del verdor y la feracidad 
de los frutos. 

I/FIDELIDAD: Además, la Iglesia se ve en la obligación de cuidar de 
su propia fidelidad, con vigor, vigilancia y estabilidad, sin presunción 
alguna, para que en ella no se repita la historia del desgajamiento al 
que se autocondenó el viejo pueblo escogido 4. 

Pasar de ser acebuche a pertenecer a la categoría de olivo noble no 
es un título honorífico inerte. Los nuevos injertos, extraídos de su 
condición de silvestres, están destinados a facilitar que raíz y savia 
produzcan, por medio de ellos, frutos abundantes. A la sombra de las 
ramas del olivo rejuvenecido, que es la Iglesia, los viandantes tendrán 
derecho a cobijarse y a reponer sus fuerzas debilitadas, con la 
ingestión de la verde aceituna, de suave olor y de concentrada 
energía. 

Este fruto será la materia que Dios quiere emplear, por medio de la 
unción, para consagrar, señalar y dar nueva vida a sus elegidos. Los 
fortalecerá en los caminos de la vida. Los llenará de su Espíritu. Los 
dedicará a las funciones ministeriales. Los marcará, como propiedad 
inalienable, en los momentos en que han de salir al encuentro 
definitivo con el Señor Resucitado, que se les acerca, como Novio que 
acude a las bodas con la Amada. 


El olivo de la paz

Nada se opone a que concibamos a la Iglesia como una 
reencarnación, en el presente, de aquella paloma que Noé dejó salir 
del Arca de salvación y que regresó con la rama del olivo de la paz en 
su pico. 

Como se ha dicho, la Iglesia está vocacionada para ser nueva 
paloma de la paz, que aletea gozosa sobre el mundo, que sufre las 
consecuencias de catástrofes sin cuento. 

I/AGUSTIN: Ella existe para echarse a los aires de la tierra y para 
repartir, con profusión, el mensaje de la paz a quienes se arrastran 
dominados por las secuelas de las tendencias originales hacia el mal. 
«Ningún hombre cuerdo opinará contra la razón; ningún cristiano 
contra la Escritura; nadie que ame la paz, opinará contra la Iglesia» 
(SAN AGUSTIN). 

La Iglesia, cual paloma, regresará repetidamente al calor del Arca, 
para reponer fuerzas en la comunión fraterna y en la mesa compartida, 
y, repetidamente, volverá a elevar su vuelo sobre las cumbres y sobre 
los valles. Todos podrán percibir y acoger el mensaje de paz que Dios 
envía, una y otra vez, sobre los humanos. 

Su condición de enviada, además de elegida y de redimida, la 
convierte en destinataria de añejas bienaventuranzas: «¡Qué 
hermosos son, sobre los montes, los pies del mensajero que anuncia la 
paz, que trae la buena nueva y proclama la salvación, que dice a Sión: 
"Ya reina tu Dios"!» (Is 52,7). 

La Iglesia, hija de gratuidad y deudora de agradecimiento, no podrá 
menos de esforzarse por construir en su seno un clima de paz y de 
salud. Sobrarán, en el entramado de las crujías del Arca, los 
rompimientos de comunión, las rivalidades, las descalificaciones, las 
dictaduras, las frialdades, las acepciones de personas. Nadie estará 
autorizado a ocupar la cubierta del Arca como posesión duradera o 
como espacio confortable. Los miembros de la Iglesia tienen la misión 
de anunciar que el Dios de la paz llega dispuesto a rehacer todas las 
alianzas, a rechazar cualquier tensión y a firmar los protocolos más 
amplios de nuevos tiempos de paz mesiánica, porque «Cristo es 
nuestra paz» (Ef 2,14). 

Con el testimonio y con la palabra de su pregón pacífico, la Iglesia 
contribuirá a crear en el mundo una atmósfera sana y venturosa. Así 
se facilitará que todos se sientan seducidos por la felicidad que se 
respira en el lugar de origen de los mensajeros. «La Iglesia se hace 
signo y fermento de paz cuando cristianos de distintas razas y lenguas, 
de distintos países y estados, de diversos bloques y continentes, 
celebran y viven juntos el misterio de la salvación y de la paz» (CP 
129). 

Con el vuelo de las palomas de la paz que han de ser los cristianos, 
se conseguirá avanzar en la construcción de la paz, que, 
indudablemente, es don de Dios, pero que es también tarea eclesial. 
Con esta ayuda, irá asentándose ya sobre la tierra un anticipo del 
reino mesiánico, en el que se haga realidad la reconciliación universal, 
cuando las espadas se fundan para hacer arados y las lanzas se 
conviertan en podaderas 5. 


El olivo de la gloria

Para los griegos de la antigüedad, el olivo era un árbol consagrado a 
la divinidad suprema, Zeus. Una corona de sus ramas premiaba a los 
héroes y a los vencedores olímpicos. También se ponía sobre la tumba 
de los difuntos, como señal de apertura a la reconciliación con los 
dioses subterráneos. 

Inspirado en estas ideas, el Nuevo Testamento hablará de la corona 
de gloria que no se marchita. Por otra parte, la piedad de los fieles, 
proyectada en el arte paleocristiano, llevará las ramas de olivo a los 
sepulcros, para expresar plásticamente el deseo de que los muertos 
puedan descansar en la paz eterna. 

Los miembros de la Iglesia, como Pablo 6, han de vivir en 
permanente tensión, empeñados en el esfuerzo moral, con la mirada 
puesta en el momento en que el Señor venga a depositar sobre sus 
frentes las coronas inmarcesibles. 

Con más exigencia que el atleta que lucha por una corona 
perecedera, la Iglesia debe buscar hacerse digna de la corona de los 
vencedores, mediante el empleo de todas las posibilidades que le 
ofrecen las prácticas ascéticas 7 y con la sujeción y el respeto a la 
primacía de los valores del Evangelio 8. 

Todo el trayecto terreno de la Iglesia será un tiempo de expectación 
amorosa de la segunda venida de Cristo, supremo mayoral de las 
almas, que está a punto de llegar. Los discípulos de hoy deberemos 
luchar en buena lid, esforzarnos por llegar a la meta de la carrera, 
mantener la confianza, ser fieles hasta la muerte, como quienes 
aguantan la prueba del crisol. Sólo así se pondrá sobre nuestra 
cabeza la corona de olivo, digna de los vencedores 9. 

Una Iglesia dormida en el recuerdo de sus éxitos terrenos, 
acomodada a los valores dominantes de cada época, anquilosada en 
la inercia, acostumbrada a lo rutinario, sin generosidad para acoger la 
parresía (confiada audacia) del Pentecostés diario, acobardada ante 
los conflictos, sin celo por las cosas de Dios, será una triste Iglesia. 
Estará al borde de perder su identidad de anticipo de un Reino de Dios 
que vive en agitación, como le ocurrirá al atleta que olvida el gimnasio, 
el sudor y los controles. 

Otra hermosa comparación nos ofrecen los textos paulinos: los 
convertidos a la fe son la corona de los apóstoles 10. 

La Iglesia existe para evangelizar 11. Por decirlo de algún modo y 
juzgando con criterios humanos, la medida que verifica si ella está 
cumpliendo su misión es el numero de los convertidos a la fe mediante 
su actividad misionera. Ellos, los nuevos miembros de la comunidad, 
son la corona de olivo que se ciñe a las sienes de una Iglesia 
misionera. 

Nunca jamás la Iglesia puede olvidarse de que es comunión para la 
misión; de que lo suyo es llevar el primer anuncio a todos los rincones 
de la tierra; de que no debe conformarse con cuidar a las ovejas que 
ya están en el rebaño. 

Deplorable sería una Iglesia que se adormeciera con los métodos de 
una pastoral de mantenimiento y ahogara, en la inoperancia, la fuerza 
imperativa del Espíritu que la constituyó como Asamblea y la empujó a 
ser pregonera de un Mensaje que nadie podrá acallar. 
........................
1. Cf. Gn 8, 11.
2. Cf. /Rm/11/16ss. 
3. Cf. Rm 11, 11ss
4. Cf. Rm 11,18-21. 
5. Cf. Is 2,4. 
6. Cf. Hech 20,24; 1 Cor 9,24-26; Flp 3,12-14; 2 Tim 4,7. 
7. Cf. 1 Cor 9,25. 
8. Cf. 2 Tim 2,5. 
9. Cf. 2 Tim 4,8; Sant 1,12; 1 Pe 5,4; Ap 2,10; 3,11. 
10. Cf. Flp 4,1; 1 Tes 2,19. 
11. Cf. EN 14; RM 20.

ANTONIO TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997