MAGISTERIO DE LA IGLESIA
SAN
Pío X, 1903-1914
De
la Bienaventurada Virgen María, medianera de las gracias
[De
la Encíclica Ad diem, de 2 de febrero de 1904]
Por
esta comunión de dolores y de voluntad entre María y Cristo, “mereció”
ella “ser dignísimamente hecha reparadora del orbe perdido”, y por tanto
dispensadora de todos los dones que nos ganó Jesús con su muerte y su
sangre... Puesto que aventaja a todos en santidad y en unión con Cristo y fue
asociada por Cristo a la obra de la salvación humana, de congruo, como
dicen, nos merece lo que Cristo mereció de condigno y es la ministra
principal de la concesión de las gracias.
De
las “citas implícitas” en la Sagrada Escritura
[De
la Respuesta de la Comisión Bíblica, de 13 de febrero de 1905]
A
la duda:
Si
para resolver las dificultades que ocurren en algunos textos de la Sagrada
Escritura que parecen referir hechos históricos, es lícito afirmar al exegeta
católico tratarse en ellos de una cita tácita o implícita de un documento
escrito por autor no inspirado, cuyos asertos todos en modo alguno intenta
aprobar o hacer suyos el autor inspirado y que, por lo tanto, no pueden tenerse
por inmunes de error.
Se
respondió (con aprobación de Pío
X):
Negativamente,
excepto en el caso en que, salvo el sentido y juicio de la Iglesia, se pruebe
con sólidos argumentos:
1º
que el hagiógrafo cita realmente dichos o documentos de otro, y
2º
que ni los aprueba ni los hace suyos, de modo que con razón pueda pensarse que
no habla en su propio nombre.
Del
carácter histórico de la Sagrada Escritura
[De
la Respuesta de la Comisión Bíblica de 23 de junio de 1905]
A
la duda:
Si
puede admitirse como principio de la recta exégesis la sentencia según la cual
los libros de la Sagrada Escritura que se tienen por históricos, ora
totalmente, ora en parte, no narran a veces una historia propiamente dicha y
objetivamente verdadera, sino que presentan sólo una apariencia de historia
para dar a entender algo que es ajeno a la significación propiamente literal o
histórica de las palabras.
Se
respondió (con aprobación de Pío X):
Negativamente,
excepto, sin embargo, el caso, que no ha de admitirse fácil ni temerariamente,
en que, sin oponerse el sentido de la Iglesia y salvo su juicio, se pruebe con sólidos
argumentos que el hagiógrafo quiso dar no una historia verdadera y propiamente
dicha, sino proponer, bajo apariencia y forma de historia, una parábola, alegoría,
o algún sentido alejado de la significación propiamente literal o histórica
de las palabras.
De
la recepción diaria de la Santísima Eucaristía
[Del
Decreto de la congregación del Santo Concilio, aprobado por Pío X el 20 de
diciembre de 1905]
...
Mas el deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen
diariamente al sagrado convite, se cifra principalmente en que los fieles unidos
con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para reprimir la
concupiscencia, para borrar las culpas leves que diariamente ocurren y para
precaver los pecados graves a que la fragilidad humana está expuesta; pero no
principalmente para mirar por el honor y reverencia del Señor, ni para que ello
sea paga o premio de las virtudes de quienes comulgan. De ahí que el Santo
Concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto con que nos libramos de
las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales” [v. 875].
Al
invadir por doquiera la peste janseniana, se empezó a discutir sobre las
disposiciones con que había que acercarse a la comunión frecuente y cotidiana
y a porfía las exigieron mayores y más difíciles, como necesarias. Estas
discusiones lograron que muy pocos se tuvieran por dignos de recibir diariamente
la Santísima Eucaristía y sacar de este saludable sacramento más plenos
frutos, contentándose los demás de confortarse con él una vez al año o cada
mes o, a lo sumo, cada semana. Es más, se llegó a tal punto de severidad, que
se excluyó de la frecuentación de la mesa celestial a clases enteras, como la
de los mercaderes y de aquellos que estuviesen unidos por matrimonio.
...
La Santa Sede no faltó en esto a su propio deber [v. 1147 ss y 1313]... Sin
embargo, el veneno janseniano que, bajo apariencia del honor y reverencia debida
a la Eucaristía, había inficionado hasta los ánimos de los buenos, no se
desvaneció totalmente. La cuestión de las disputas sobre las disposiciones
para frecuentar recta y legítimamente la Eucaristía, sobrevivió a las
declaraciones de la Santa Sede, de lo que resultó que algunos teólogos, aun de
buen nombre, pensaron que sólo raras veces y con muchas cortapisas, se podía
permitir a los fieles la comunión diaria.
...
Pero Su Santidad, que lleva en el corazón que... el pueblo cristiano sea
invitado con la mayor frecuencia y hasta diariamente al sagrado convite,
encomendó a esta Sacra Congregación examinar y definir la cuestión predicha.
[Del
Decreto de la Congregación del Santo Concilio, 16 de diciembre de 1905]
1.
La Comunión frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles de
Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede
impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa
con recta y piadosa intención.
2.
La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga
por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de
Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad y remediar las propias
flaquezas y defectos con esa divina medicina.
3.
Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta
diariamente la comunión estén libres de pecados veniales por lo menos de los
plenamente deliberados y de apego a ellos, basta sin embargo que no tengan
culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante...
4.
Ha de procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación y
le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y
deberes de cada uno.
5....
Debe pedirse consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los confesores, no
apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal que se halle en
estado de gracia y se acerque con rectitud de intención...
9.
Finalmente, después de la promulgación de este Decreto, absténganse todos los
escritores eclesiásticos de cualquier disputa y contienda acerca de las
disposiciones para la comunión frecuente y diaria...
De
la ley tridentina de clandestinidad
[Del
Decreto de Pío X Provida sapientique, de 18 de enero de 1906]
I.
Aun cuando el capítulo Tametsi del Concilio Tridentino [v. 990 ss], no
haya sido con certeza promulgado e introducido en varios lugares, ora por
expresa publicación, ora por legítima observancia; sin embargo, a partir de la
fiesta de Pascua (es decir, desde el 15 de abril) del presente año 1906, en
todo el actual imperio alemán, ha de obligar a todos los católicos, aun a los
que hasta ahora estaban exentos de guardar la forma tridentina, de suerte que no
podrán contraer entre sí matrimonio válido de otro modo que delante del párroco
y dos o tres testigos [cf. 2066 ss].
II.
Los matrimonios mixtos que se contraen por católicos con herejes o cismáticos,
están y siguen estando gravemente prohibidos, a no ser que con justa y grave
causa canónica, dadas íntegramente y en forma por ambas partes las cautelas
canónicas, fuere debidamente obtenida por la parte católica dispensa sobre el
impedimento de religión mixta. Estos matrimonios, aun después de obtenida la
dispensa, han de celebrarse absolutamente en faz de la Iglesia delante del párroco
y de dos o tres testigos; de suerte que pecan gravemente quienes contraen
delante del ministro acatólico o sólo ante el magistrado o de otro cualquier
modo clandestino. Es más, si algún católico pide o admite la cooperación del
ministro acatólico para la celebración de estos matrimonios mixtos, comete
otro delito y está sometido a las censuras canónicas.
Sin
embargo, todos los matrimonios mixtos que ya se han contraído o en adelante (lo
que Dios no permita) se contrajeren en cualesquiera provincias y lugares del
Imperio alemán, aun en aquellas que según las decisiones de las congregaciones
romanas han estado hasta ahora ciertamente sometidas a la fuerza dirimente del
capítulo Tametsi, queremos que sean tenidos absolutamente por válidos y
expresamente lo declaramos, definimos y decretamos, con tal que no obste ningún
otro impedimento canónico, ni hubiere sido dada legítimamente sentencia de
nulidad por impedimento de clandestinidad antes del día de Pascua de este ano y
durare hasta ese día el mutuo consentimiento de los cónyuges.
III.
Y para que los jueces eclesiásticos tengan una norma segura, esto mismo y bajo
las mismas condiciones y restricciones declaramos, estatuimos y decretamos de
los matrimonios de los acatólicos, ora herejes, ora cismáticos, que hasta
ahora se hayan contraído o en adelante se contraigan en esas regiones sin
guardar la forma tridentina; de suerte que si uno de los cónyuges, o los dos se
convirtieren a la fe católica o surgiere en el foro eclesiástico controversia
sobre la validez del matrimonio de dos acatólicos, relacionada con la cuestión
de validez del matrimonio contraído o por contraer por un acatólico, esos
matrimonios, ceterir paribus, han de ser tenidos igualmente por
absolutamente válidos...
De
la separación de la Iglesia y el Estado
[De
la Encíclica Vehementer nos al clero y pueblo de Francia, de 11 de
febrero de 1906]
...
Nos, por la suprema autoridad que de Dios tenemos, reprobamos y condenamos la
ley sancionada que separa de la Iglesia a la República Francesa, y ello por las
razones que hemos expuesto: porque con la mayor injuria ultraja a Dios, de quien
solemnemente reniega al declarar por principio a la República exenta de todo
culto religioso; porque viola el derecho natural y de gentes y la fe pública
debida a los pactos; porque se opone a la constitución divina, a la íntima
esencia y a la libertad de la Iglesia, porque destruye la justicia, conculcando
el derecho de propiedad legítimamente adquirido por muchos títulos y hasta por
mutuo acuerdo, porque ofende gravemente a la dignidad de la Sede Apostólica, a
nuestra persona, al orden de los obispos, al clero y a los católicos franceses.
Por lo tanto, protestamos con toda vehemencia contra la presentación, aprobación
y promulgación de tal ley y atestiguamos que nada hay en ella que tenga valor
para debilitar los derechos de la Iglesia, que no pueden cambiar por ninguna
fuerza ni atropello de los hombres.
De
la forma brevísima de la extremaunción
[Del
Decreto del santo Oficio, de 25 de abril de 1906]
Decretaron:
En caso de verdadera
necesidad, basta la forma: Por esta santa unción, perdónete el Señor
cuanto faltaste. Amén.
Sobre
la autenticidad mosaica del Pentateuco
[De
la Respuesta de la Comisión Bíblica de 27 de junio de 1906]
Duda
I: Si los argumentos,
acumulados por los críticos para combatir la autenticidad mosaica de los libros
sagrados que se designan con el nombre de Pentateuco son de tanto peso que, sin
tener en cuenta los muchos testimonios de uno y de otro Testamento considerados
en su conjunto, el perpetuo consentimiento del pueblo judío, la tradición
constante de la Iglesia, así como los indicios internos que se sacan del texto
mismo, den derecho a afirmar que tales libros no tienen a Moisés por autor,
sino que fueron compuestos de fuentes en su mayor parte posteriores a la época
mosaica.
Respuesta:
Negativamente.
Duda
II: Si la autenticidad
mosaica del Pentateuco exige necesariamente una redacción tal de toda la obra
que haya de pensarse en absoluto que Moisés lo escribió todo con todos sus
pormenores por su propia mano o lo dictó a sus amanuenses; o bien, puede
permitirse la hipótesis de los que opinan que Moisés encomendó la escritura
de la obra, por él concebida bajo la divina inspiración, a otro u otros; de
suerte, sin embargo, que expresaran fielmente sus pensamientos, nada escribieran
contra su voluntad, nada omitieran, y que finalmente, la obra así compuesta,
aprobada por Moisés su principal e inspirado autor, se publicara bajo su
nombre.
Respuesta:
Negativamente a la
primera parte; afirmativamente a la segunda.
Duda
III: Si puede concederse
sin perjuicio de la autenticidad mosaica del Pentateuco que Moisés, para
componer su obra, se valió de fuentes, es decir, de documentos escritos o de
tradiciones orales, de las que, según el peculiar fin que se había propuesto y
bajo el soplo de la inspiración divina, sacó algunas cosas y las insertó en
su obra, ora literalmente, ora resumidas o ampliadas en cuanto al sentido.
Respuesta:
Afirmativamente.
Duda
IV: Si puede admitirse,
salva la autenticidad mosaica esencial y la integridad del Pentateuco, que hayan
podido introducirse en él algunas modificaciones, en tan prolongado transcurso
de siglos, como: adiciones después de la muerte de Moisés, o apostillas de un
autor inspirado o glosas y explicaciones insertadas en el texto, ciertos
vocablos y formas de la lengua antigua trasladadas a lenguaje más moderno, en
fin, lecciones mendosas atribuíbles a defecto de los amanuenses, acerca de las
cuales es lícito discutir y juzgar de acuerdo con la crítica.
Respuesta:
Afirmativamente, salvo
el juicio de la Iglesia.
Errores
de los modernistas acerca de la Iglesia, la revelación, Cristo y los
sacramentos
[Del
Decreto del Santo Oficio Lamentabili, de 3 de julio de 1907]
1.
La ley eclesiástica que manda someter a previa censura los libros que tratan de
las Escrituras divinas, no se extiende a los cultivadores de la crítica o exégesis
científica de los Libros Sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento.
2,
La interpretación que la Iglesia hace de los Libros Sagrados no debe
ciertamente despreciarse; pero está sujeta al más exacto juicio y corrección
de los exegetas.
3.
De los juicios y censuras eclesiásticas dadas contra la exégesis libre y más
elevada, puede colegirse que la fe propuesta por la Iglesia contradice a la
historia, y que los dogmas católicos no pueden realmente conciliarse con los más
verídicos orígenes de la religión cristiana.
4.
El magisterio de la Iglesia no puede determinar el genuino sentido de las
Sagradas Escrituras, ni siquiera por medio de definiciones dogmáticas.
5.
Como quiera que en el depósito de la fe sólo se contienen las verdades
reveladas, no toca a la Iglesia bajo ningún respeto dar juicio sobre las
aserciones de las disciplinas humanas.
6.
En la definición de las verdades de tal modo colaboran la Iglesia discente y la
docente, que sólo le queda a la docente sancionar las opiniones comunes de la
discente.
7.
Al proscribir los errores, la Iglesia no puede exigir a los fieles asentimiento
interno alguno, con que abracen los juicios por ella pronunciados.
8.
Deben considerarse inmunes de toda culpa los que no estiman en nada las
reprobaciones de la Sagrada Congregación del Indice y demás Congregaciones
romanas.
9.
Excesiva simplicidad o ignorancia manifiestan los que creen que Dios es
verdaderamente autor de la Sagrada Escritura.
10.
La inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los
escritores israelitas enseñaron las doctrinas religiosas bajo un peculiar
aspecto poco conocido o ignorado por los gentiles.
11.
La inspiración divina no se extiende a toda la Sagrada Escritura, de modo que
preserve de todo error a todas y cada una de sus partes.
12.
Si el exegeta quiere dedicarse con provecho a los estudios bíblicos, debe ante
todo dar de mano a toda opinión preconcebida sobre el origen sobrenatural de la
Escritura e interpretarla no de otro modo que los demás documentos puramente
humanos.
13.
Las parábolas evangélicas, las compusieron artificiosamente los mismos
evangelistas y los cristianos de la segunda y tercera generación, y de este
modo dieron razón del escaso fruto de la predicación de Cristo entre los judíos.
14.
En muchas narraciones, los evangelistas no tanto refirieron lo que es verdad,
cuanto lo que creyeron más provechoso para los lectores, aunque fuera falso.
15.
Los evangelios fueron aumentados con adiciones y correcciones continuas hasta
llegar a un canon definitivo y constituído; en ellos, por ende, no quedó sino
un tenue e incierto vestigio de la doctrina de Cristo.
16.
Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística
del Evangelio; los discursos contenidos en su Evangelio son meditaciones teológicas,
acerca del misterio de la salud, destituidas de verdad histórica.
17.
El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que aparecieran más
extraordinarios, sino también para que resultaran más aptos para significar la
obra y la gloria del Verbo Encarnado.
18.
Juan vindica para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad no es
sino testigo eximio de la vida cristiana, o sea, de la vida de Cristo en la
Iglesia al final del siglo I.
19.
Los exegetas heterodoxos han expresado el verdadero sentido de las Escrituras
con más fidelidad que los exegetas católicos.
20.
La revelación no pudo ser otra cosa que la conciencia adquirida por el hombre
de su relación para con Dios.
21.
La revelación que constituye el objeto de la fe católica, no quedó completa
con los Apóstoles.
22.
Los dogmas que la Iglesia presenta como revelados, no son verdades bajadas del
cielo, sino una interpretación de hechos religiosos que la mente humana se
elaboró con trabajoso esfuerzo.
23.
Puede existir y de hecho existe oposición entre los hechos que se cuentan en la
Sagrada Escritura y los dogmas de la Iglesia que en ellos se apoyan; de suerte
que el crítico puede rechazar, como falsos, hechos que la Iglesia cree verdaderísimos
y certísimos.
24.
No se debe desaprobar al exegeta que establece premisas de las que se sigue que
los dogmas son históricamente falsos o dudosos, con tal que directamente no
niegue los dogmas mismos.
25.
El asentimiento de la fe estriba en último término en una suma de
probabilidades.
26.
Los dogmas de fe deben retenerse solamente según el sentido práctico, esto es,
como norma preceptiva del obrar, mas no como norma de fe.
27.
La divinidad de Jesucristo no se prueba por los Evangelios; sino que es un dogma
que la conciencia cristiana dedujo de la noción de Mesías.
28.
Al ejercer su ministerio, Jesús no hablaba con el fin de enseñar que Él era
el Mesías, ni sus milagros se enderezaban a demostrarlo.
29.
Es lícito conceder que el Cristo que presenta la historia es muy inferior al
Cristo que es objeto de la fe.
30.
En todos los textos del Evangelio, el nombre de Hijo de Dios equivale
solamente al nombre de Mesías; pero en modo alguno significa que Cristo sea
verdadero y natural hijo de Dios.
31.
La doctrina sobre Cristo que enseñan Pablo, Juan y los Concilios de Nicea, Éfeso
y Calcedonia, no es la que Jesús enseñó, sino la que sobre Jesús concibió
la conciencia cristiana.
32.
El sentido natural de los textos evangélicos no puede conciliarse con lo que
nuestros teólogos enseñan sobre la conciencia y ciencia infalible de
Jesucristo.
33.
Es evidente para cualquiera que no se deje llevar de opiniones preconcebidas que
o Jesús profesó el error sobre el próximo advenimiento mesiánico o que la
mayor parte de su doctrina contenida en los Evangelios sinópticos carece de
autenticidad.
34.
El crítico no puede conceder a Cristo una ciencia no circunscrita por limite
alguno, si no es sentando la hipótesis, que no puede concebirse históricamente
y que repugna al sentido moral, de que Cristo como hombre tuvo la ciencia de
Dios y que, sin embargo, no quiso comunicar con sus discípulos ni con la
posteridad el conocimiento de tantas cosas.
35.
Cristo no tuvo siempre conciencia de su dignidad mesiánica.
36.
La resurrección del Salvador no es propiamente un hecho de orden histórico,
sino un hecho de orden meramente sobrenatural, ni demostrado ni demostrable, que
la conciencia cristiana derivó paulatinamente de otros hechos.
37.
La fe en la resurrección de Cristo no versó al principio tanto sobre el hecho
mismo de la resurrección, cuanto sobre la vida inmortal de Cristo en Dios.
38.
La doctrina sobre la muerte expiatoria de Cristo no es evangélica, sino
solamente paulina.
39.
Las opiniones sobre el origen de los sacramentos de que estaban imbuidos los
Padres de Trento y que tuvieron sin duda influjo sobre sus cánones dogmáticos,
distan mucho de las que ahora dominan con razón entre quienes investigan históricamente
el cristianismo.
40.
Los sacramentos tuvieron su origen del hecho de que los Apóstoles y sus
sucesores, por persuadirles y moverles las circunstancias y acontecimientos,
interpretaron cierta idea e intención de Cristo.
41.
Los sacramentos no tienen otro fin que evocar en el alma del hombre la presencia
siempre benéfica del Creador.
42.
La comunidad cristiana introdujo la necesidad del bautismo, adoptándolo como
rito necesario y ligando a él las obligaciones de la profesión cristiana.
43.
La costumbre de conferir el bautismo a los niños fue una evolución disciplinar
y constituyó una de las causas por que este sacramento se dividió en dos: el
bautismo y la penitencia.
44.
Nada prueba que el rito del sacramento de la confirmación fuera usado por los
Apóstoles, y la distinción formal de dos sacramentos: bautismo y confirmación,
nada tiene que ver con la historia del cristianismo primitivo.
45.
No todo lo que Pablo cuenta sobre la institución de la Eucaristía [1 Cor. 11,
23-25], ha de tomarse históricamente.
46.
En la primitiva Iglesia no existió el concepto del cristiano pecador
reconciliado por autoridad de la Iglesia, sino que la Iglesia sólo muy
lentamente se fue acostumbrando a este concepto; es más, aún después que la
penitencia fue reconocida como institución de la Iglesia, no se llamaba con el
nombre de sacramento, porque era tenida por sacramento ignominioso.
47.
Las palabras de Cristo Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los
pecados, les son perdonados y a quienes se los retuviereis le son retenidos [Ioh.
2, 22-23] no se refieren al sacramento de la penitencia, sea lo que fuere de lo
que plugo afirmar a los Padres del Tridentino.
48.
Santiago, en su carta [Iac. 5, 14 ss] no intenta promulgar sacramento alguno de
Cristo, sino recomendar alguna piadosa costumbre, y si en esta costumbre ve tal
vez algún medio de gracia, no lo toma con aquel rigor con que lo tomaron los teólogos
que establecieron la noción y el número de los sacramentos.
49.
Cuando la cena cristiana fue tomando poco a poco carácter de acción litúrgica,
los que acostumbraban presidir la cena, adquirieron carácter sacerdotal.
50.
Los ancianos que en las reuniones de los cristianos desempeñaban el cargo de
vigilar, fueron instituidos por los Apóstoles presbíteros u obispos para
atender a la necesaria organización de las crecientes comunidades, pero no
propiamente para perpetuar la misión y potestad apostólica.
51.
En la Iglesia, el matrimonio no pudo convertirse en sacramento de la nueva ley
sino muy tardíamente. Efectivamente, para que el matrimonio fuera tenido por
sacramento, era necesario que precediera la plena explicación teológica de la
doctrina de los sacramentos y de la gracia.
52.
Fue ajeno a la mente de Cristo constituir la Iglesia como sociedad que había de
durar por una larga serie de siglos sobre la tierra; más bien, en la mente de
Cristo, el reino del cielo estaba a punto de llegar juntamente con el fin del
mundo.
53.
La constitución orgánica de la Iglesia no es inmutable, sino que la sociedad
cristiana, lo mismo que la sociedad humana, está sujeta a perpetua evolución.
54.
Los dogmas, los sacramentos y la jerarquía, tanto en su noción como en su
realidad, no son sino interpretaciones y desenvolvimientos de la inteligencia
cristiana que por externos acrecentamientos aumentaron y perfeccionaron el
exiguo germen oculto en el Evangelio.
55.
Simón Pedro ni sospechó siquiera jamás que le hubiera sido encomendado por
Cristo el primado de la Iglesia.
56.
La Iglesia Romana se convirtió en cabeza de todas las Iglesias no por ordenación
de la divina Providencia, sino por circunstancias meramente políticas.
57.
La Iglesia se muestra hostil al progreso de las ciencias naturales y teológicas.
58.
La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, pues se desenvuelve con él,
en él y por él.
59.
Cristo no enseñó un cuerpo determinado de doctrina aplicable a todos los
tiempos y a todos los hombres, sino que inició más bien cierto movimiento
religioso, adaptado o para adaptar a los diversos tiempos y lugares.
60.
La doctrina cristiana fue en sus comienzos judaica, y por sucesivos
desenvolvimientos se hizo primero paulina, luego joánica y finalmente helénica
y universal.
61.
Puede decirse sin paradoja que ningún capitulo de la Escritura, desde el
primero del Génesis, hasta el último del Apocalipsis, contiene doctrina
totalmente idéntica a la que sobre el mismo punto enseña la Iglesia; y por
ende ningún capitulo de la Escritura tiene el mismo sentido para el critico que
para el teólogo.
62.
Los principales artículos del Símbolo Apostólico no tenían para los
cristianos de los primeros tiempos la misma significación que tienen para los
cristianos de nuestro tiempo.
63.
La Iglesia se muestra incapaz de defender eficazmente la moral evangélica, pues
obstinadamente se apega a doctrinas inmutables que no pueden conciliarse con los
progresos modernos.
64.
El progreso de las ciencias demanda que se reformen los conceptos de la doctrina
cristiana sobre Dios, la creación, la revelación, la persona del Verbo
Encarnado y la redención.
65.
El catolicismo actual no puede conciliarse don la verdadera ciencia, si no se
transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo amplio
y liberal.
Censura:
“Su Santidad aprobó y
confirmó el decreto de los Eminentísimos Padres y mandó que todas y cada una
de las proposiciones arriba enumeradas fueran por todos tenidas como reprobadas
y proscritas” (v. 2114).
De
los esponsales y del matrimonio
[Del
Decreto Ne temere de la Congregación del Santo Concilio, de 2 de agosto
de 1907]
De
los esponsales. I. Sólo
son tenidos por válidos y surten efectos canónicos aquellos esponsales que
fueren contraidos por medio de escritura firmada por las partes y por el párroco
o el Ordinario del lugar o, por lo menos, por dos testigos...
Del
matrimonio. III. Sólo
son válidos aquellos matrimonios que se contraen delante del párroco o del
Ordinario del lugar o sacerdote delegado por uno u otro y dos testigos por lo
menos.
VII.
Si hay inminente peligro de muerte, cuando no se pueda tener al párroco o al
Ordinario del lugar u otro sacerdote delegado por uno de ellos, para mirar por
la conciencia, y, si hubiere caso, por la legitimación de la prole, el
matrimonio puede válida y lícitamente contraerse delante de cualquier
sacerdote y dos testigos.
VIII.
Si sucediere que en alguna región no puede haberse ni párroco, ni Ordinario
del lugar, ni sacerdote por ellos delegado ante quien se pueda celebrar el
matrimonio, y esa situación se prolongare ya por un mes, el matrimonio puede lícita
y válidamente contraerse emitiendo los esposos el consentimiento formal delante
de dos testigos...
XI,
§ 1. A las leyes arriba establecidas están obligados todos los bautizados en
la Iglesia Católica y que a ella se hayan convertido de la herejía y del cisma
(aun cuando ora éstos ora aquéllos se hayan apartado posteriormente de ella),
siempre que entre si contraigan esponsales o matrimonios.
§
2. Vigen también para los mismos católicos de que se ha hablado arriba, si
contraen esponsales o matrimonios con acatólicos ora bautizados ora no
bautizados aun después de obtenida la dispensa del impedimento de religión
mixta o disparidad de culto; a no ser que para algún lugar o región particular
haya sido estatuido de otro modo por la Santa Sede.
§
3. Los acatólicos, bautizados o no bautizados, si contraen entre sí, no están
obligados en ninguna parte a guardar la forma católica de los esponsales y
matrimonios.
El
presente Decreto ha de tenerse por legítimamente publicado y promulgado por
medio de su transmisión a los ordinarios de lugar; y lo que en él se dispone
tendrá fuerza de ley en todas partes desde la fiesta de Pascua de resurrección
de N.S.J.C. (19 de abril) del próximo año de 1908.
De
las falsas doctrinas de los modernistas
[De
la Encíclica Pascendi dominici gregis, de 8 de septiembre de 1907]
Como
es táctica muy astuta de los modernistas (con este nombre se les llama con razón
vulgarmente) no proponer con orden metódico sus doctrinas ni formando un todo,
sino como esparcidas y separadas entre si, evidentemente para que se los tenga
por vacilantes y como indecisos, cuando por lo contrario son muy firmes y
constantes, es preferible, Venerables Hermanos, presentar aquí primeramente en
un solo cuadro esas doctrinas e indicar la unión con que entre si se enlazan,
para escudriñar luego las causas de los errores y prescribir los remedios para
apartar esa peste... Mas para proceder ordenadamente en materia tan abstrusa,
hay que notar ante todo que cualquier modernista representa y, como si dijéramos,
mezcla en si mismo varias personas: al filósofo [I], al creyente [II], al teólogo
[III], al historiador [IV], al critico [V], al apologista [VI] y al reformador
[VII]; todas ha de distinguirlas una por una el que quiera conocer debidamente
su sistema y ver a fondo los principios y consecuencias de sus doctrinas.
[I]
Pues ya, empezando por el filósofo, el fundamento de la filosofía religiosa lo
ponen los modernistas en la doctrina que vulgarmente llaman agnosticismo. Según
éste, la razón humana está absolutamente encerrada en los fenómenos, es
decir, en las cosas que aparecen y en la apariencia en que aparecen, sin que
tenga derecho ni poder para traspasar sus términos. Por tanto, ni es capaz de
levantarse hasta Dios ni puede conocer su existencia ni aun por las cosas que se
ven. De aquí se infiere que Dios no puede en modo alguno ser directamente
objeto de la ciencia; y por lo que a la historia se refiere, Dios no puede en
modo alguno ser considerado como sujeto histórico. Sentados estos principios,
cualquiera puede ver fácilmente qué queda de la teología natural, qué
de los motivos de credibilidad, qué de la revelación externa. Y
es que todo eso lo suprimen los modernistas y lo relegan al intelectualismo: sistema
—dicen— ridículo y de mucho tiempo muerto. Y no los detiene que semejantes
monstruos de errores los haya clarísimamente condenado la Iglesia, pues el
Concilio Vaticano definía así: Si alguno... [v. 1806 s y 1812].
Ahora,
por qué razón pasan los modernistas del agnosticismo, que consiste sólo en la
ignorancia, al ateísmo científico e histórico que, al contrario, se
cifra todo en la negación; por tanto, por qué derecho de raciocinio del hecho
de ignorar si Dios ha intervenido o no en la historia de las gentes humanas, se
da el salto a explicar la misma historia desdeñando totalmente a Dios, como si
realmente no interviniera, compréndalo quien pueda comprenderlo. No obstante,
los modernistas dan por cosa averiguada y firme que la ciencia debe ser atea y
lo mismo la historia, en cuyos dominios no puede haber lugar más que para los
fenómenos, desterrado totalmente Dios y todo lo divino. Qué se sigue de esta
doctrina absurdísima, qué haya de afirmarse sobre la persona santísima de
Cristo, sobre los misterios de su vida y muerte, su resurrección y ascensión a
los cielos, claramente lo veremos en seguida.
Sin
embargo, este agnosticismo, en la enseñanza de los modernistas, ha de tenerse sólo
como parte negativa; la positiva, según dicen, la constituye la inmanencia
vital. El paso de una a otra se realiza así:
La
religión, sea natural, sea sobrenatural, como otro hecho cualquiera, tiene que
tener una explicación. Pero borrada la teología natural, cerrado el paso a la
revelación por haber rechazado los argumentos de credibilidad, más aún,
suprimida de todo punto cualquier revelación externa, en vano se busca fuera
del hombre la explicación. Hay que buscarla, pues, dentro del hombre mismo, y
como la religión es cierta forma de vida, se ha de encontrar necesariamente en
la vida del hombre. De ahí la afirmación del principio de la inmanencia
religiosa. Ahora pues, el primer, como si dijéramos, movimiento de
cualquier fenómeno vital, cual ya hemos dicho que es la religión, hay que
derivarlo de alguna indigencia o impulso; y los orígenes, si hemos de hablar más
ceñidamente de la vida, hay que ponerlos en cierto movimiento del corazón que
se llama sentimiento. Por lo cual, como quiera que el objeto de la religión
es Dios, hay que concluir absolutamente que la fe, principio y fundamento de
toda religión, debe colocarse en cierto sentimiento íntimo que nace de la
indigencia de lo divino.
Ahora
bien, esta indigencia de lo divino, al no sentirse más que en determinados y
aptos complejos, no puede de suyo pertenecer al ámbito de la conciencia, y está
primeramente oculta por bajo de la conciencia o, como dicen con palabra tomada a
la moderna filosofía, en la subconciencia, donde está también su raíz
oculta e incomprendida. Alguien preguntará tal vez de qué modo finalmente se
convierte en religión esta indigencia de lo divino que el hombre percibe en si
mismo. A esto responden los modernistas: La ciencia y la historia están
limitadas por doble barrera: una externa, que es el mundo visible, y otra
interna, que es la conciencia. Apenas llegan a una u otra, no pueden pasar
adelante; pues más allá de estos limites está lo incognoscible. Ante
este incognoscible, ora esté fuera del hombre y más allá de la naturaleza
visible de las cosas, ora se oculte dentro, en la subconciencia, la indigencia
de lo divino excita un peculiar sentimiento en el alma inclinada a la
religión, sin que preceda juicio alguno de la mente según los principios del
fideísmo; este sentimiento implica en si mismo la realidad misma divina, ya
como objeto, ya como causa íntima de sí mismo, y une en cierto modo al hombre
con Dios. Ahora bien, este sentimiento es el que los modernistas llaman con el
nombre de fe y es para ellos el principio de la religión.
Pero
no termina aquí la filosofía o, mejor dicho, el delirio efectivamente, en tal
sentimiento, no hallan los modernistas solamente la fe sino con la fe y en la
misma fe, tal como ellos la entienden, afirman que tiene lugar la revelación. A
la verdad, ¿qué más hay que pedir para la revelación? ¿Acaso no llamaremos
revelación o por lo menos principio de revelación a ese mismo sentimiento
religioso que aparece en la conciencia y hasta en Dios mismo que, aunque
confusamente, se manifiesta a las almas en ese mismo sentimiento religioso? Añaden
sin embargo: Como Dios es a la vez objeto y causa de la fe, aquella revelación
juntamente versa sobre Dios y viene de Dios; es decir, que tiene a Dios a la vez
por revelante y revelado. De aquí, venerables Hermanos, la afirmación
sobremanera absurda de los modernistas, según la cual toda religión ha de ser
llamada según aspecto diverso al mismo tiempo natural y sobrenatural. De ahí
la confusa significación de conciencia y revelación. De ahí la ley por la que
la conciencia religiosa se erige en regla universal, que ha de
equipararse con la revelación, y a la que todos tienen que someterse, hasta la
suprema potestad de la Iglesia, ora enseñe, ora estatuya sobre culto y
disciplina.
Sin
embargo, en todo este proceso, de donde, según los modernistas, nacen la fe y
la revelación, hay que prestar suma atención a un punto de no escasa
importancia ciertamente, por las consecuencias histórico-criticas que ellos
sacan de ahí. Porque el incognoscible de que hablan no se presenta a la fe como
algo desnudo o singular, sino, al contrario, íntimamente unido a algún fenómeno
que, si bien pertenece al campo de la ciencia o de la historia, en cierto modo,
sin embargo, lo traspasa, ora sea este fenómeno un hecho de la naturaleza que
contiene en si algo misterioso, ora sea uno cualquiera de entre los hombres,
cuyo carácter, hechos, palabras, parecen no poder conciliarse con las leyes
ordinarias de la historia. Entonces la fe, atraída por lo incognoscible, que va
unido al fenómeno, abraza al fenómeno mismo entero y lo penetra en cierto modo
de su propia vida. Pero de aquí se siguen dos consecuencias. Primero, cierta trasfiguración
del fenómeno levantándote por encima de sus verdaderas condiciones, por lo
cual se haga materia más apta para revestirse de la forma de lo divino, que la
fe ha de introducir. Segundo, una desfiguración llamemósla así, del
mismo fenómeno, nacida de que la fe, después de despojarlo de las
circunstancias de lugar y tiempo, le atribuye lo que realmente no tiene; esto
sucede principalmente cuando se trata de fenómenos de tiempo pasado y, tanto más,
cuanto más antiguos son. De este doble capítulo sacan los modernistas otros
dos principios que, unidos al otro que el agnosticismo les ha proporcionado
constituyen los fundamentos de la critica histórica. Aclararemos lo expuesto
con un ejemplo y éste lo vamos a tomar de la persona de Cristo. En la persona
de Cristo —dicen— la ciencia y la historia no descubren más que a un
hombre. Luego, en virtud del primer principio deducido del agnosticismo, hay que
borrar de su historia todo lo que huele a divino. Ahora bien, en virtud de la
segunda regla, la persona histórica de Cristo ha sido trasfigurada por
la fe; luego hay que ir quitando de ella cuanto la levanta por encima de las
condiciones históricas. Por fin, en virtud de la tercera regla, la misma
persona de Cristo ha sido desfigurada por la fe; luego hay que apartar de
ella los discursos, hechos, cuanto, en una palabra, no responde en modo alguno a
su carácter, estado y educación y al lugar y tiempo en que vivió. Maravillosa
manera, por cierto, de raciocinar; pero tal es la crítica de los modernistas.
En
conclusión, el sentimiento religioso que por medio de la inmanencia vital brota
de los escondrijos de la subconciencia es el germen de toda la religión y
juntamente la razón de cuanto ha habido o habrá en cualquier religión. Rudo,
ciertamente, en sus principios y casi informe, ese sentimiento fue
paulatinamente creciendo bajo el influjo de aquel arcano principio de donde tuvo
origen, a par con el progreso de la vida humana, de la que, como hemos dicho, es
una de las formas. He aquí, pues, el origen de toda religión, aun de la
sobrenatural: son, efectivamente todas, mero desenvolvimiento del sentimiento
religioso. Y nadie piense que se va a exceptuar a la católica, sino que se la
pone absolutamente al nivel de las demás ¡ puesto que no nació de otro modo
que por el proceso de la inmanencia vital en la conciencia de Cristo, hombre de
naturaleza privilegiada, cual jamás le hubo ni le habrá...
[Luego
se alega el canon del Concilio Vaticano sobre la revelación: v. 1808].
Hasta
aquí, sin embargo, Venerables Hermanos, no hemos visto: Se dé cabida alguna a
la inteligencia. Pero también ésta tiene su parte, según la doctrina de los
modernistas, en el acto de fe. De qué manera, es conveniente advertirlo. En
aquel sentimiento —dicen— tantas veces nombrado, puesto que es sentimiento y
no conocimiento, Dios se presenta ciertamente al hombre, pero de modo tan
confuso y revuelto que apenas o en absoluto se distingue del sujeto creyente.
Es, por consiguiente, necesario ilustrar el mismo sentimiento con alguna luz
para que Dios surja de ahí totalmente y sea discernido. Tal función
corresponde al entendimiento a quien toca pensar y analizar y por quien el
hombre reduce primero a ideas los fenómenos vitales que en él surgen y los
expresa luego por palabras. De ahí la expresión corriente entre los
modernistas de que el hombre religioso tiene que pensar su fe. La
inteligencia, pues, sobreviniendo a aquel sentimiento, se inclina sobre él y en
él trabaja a la manera de un pintor que restaura el dibujo ya desfigurado, de
viejo, de un cuadro, para que resalte nítido: así en efecto, sobre poco más o
menos, explica el caso uno de los maestros del modernismo. Ahora bien, en asunto
de tal naturaleza, la inteligencia trabaja de dos maneras: primero, por un acto
natural y espontáneo, por el que expresa la cosa con cierta sentencia sencilla
y vulgar; segundo, reflexivamente y más a fondo o, como ellos dicen, elaborando
un pensamiento, y expresando lo pensado por medio de sentencias secundarias,
derivadas ciertamente de aquella primera concepción sencilla, pero más
limadas y distintas. Estas sentencias secundarias, si finalmente fueren
sancionadas por el supremo magisterio de la Iglesia, constituirán los dogmas.
De
este modo, pues, hemos llegado en la doctrina de los modernistas a un punto
principal, cual es el origen del dogma y la naturaleza misma del dogma. El
origen, en efecto, del dogma, lo ponen en aquellas fórmulas sencillas
primitivas que bajo cierto aspecto son necesarias a la fe; pues la revelación,
para que realmente lo sea, requiere en la conciencia algún conocimiento claro
de Dios. Sin embargo, el dogma mismo parecen afirmar que se contiene propiamente
en las fórmulas secundarias. Ahora, pues, para averiguar su naturaleza,
hay que averiguar ante todo qué relación existe entre las fórmulas religiosas
y el sentimiento religioso del alma. Y esto lo entenderá fácilmente
quien sepa que tales fórmulas no tienen otro fin que el de procurar al creyente
un modo de darse razón de su fe. Por eso son intermedias entre el creyente y su
fe: por lo que a la fe se refiere son notas inadecuadas de su objeto, que
vulgarmente se llaman símbolos; por lo que al creyente se refiere, son
meros instrumentos. De ahí que por ninguna razón se puede establecer
que contengan la verdad absolutamente; porque en cuanto símbolos, son imágenes
de la verdad y, por tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso, tal como
este se refiere al hombre; en cuanto instrumentos, son vehículos de la
verdad y, por lo tanto, han de acomodarse a su vez al hombre, tal como éste se
refiere al sentimiento religioso. Ahora bien, el sentimiento religioso, como
quiera que está contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, de
los que ahora puede aparecer uno, luego otro. Por semejante manera, el hombre
creyente, puede hallarse en diversas situaciones. Luego también las fórmulas
que llamamos dogmas tienen que estar sujetas a las mismas vicisitudes y,
consiguientemente, sujetas a variación. Y así, a la verdad, queda expedito el
camino para la íntima evolución del dogma. Amontonamiento, por cierto,
infinito de sofismas, que arruinan y aniquilan toda religión.
Que
el dogma no sólo puede, sino que debe evolucionar y cambiar, no sólo lo
afirman en realidad desenfadadamente los modernistas, sino que es consecuencia
que se sigue evidentemente de sus principios. Porque entre los puntos
principales de la doctrina tienen ellos uno que deducen del principio de la
inmanencia vital y es que las fórmulas religiosas, para que sean realmente
religiosas y no puras elucubraciones del entendimiento, tienen que ser vitales y
vivir la vida misma del sentimiento religioso. Lo cual no ha de entenderse como
si estas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas, hubieran sido
inventadas para el sentimiento mismo religioso, pues nada importa en absoluto de
su origen ni tampoco de su número o cualidad, sino en el sentido de que el
sentimiento religioso, aun imponiéndoles, si hace falta, alguna modificación,
se las asimile vitalmente. Es decir, para expresarlo de otro modo, es
menester que la fórmula primitiva sea aceptada por el corazón y que éste
la sancione; y que, igualmente bajo la dirección del corazón, se realice el
trabajo por el que se engendran las fórmulas secundarias. De ahí
resulta que, para que estas fórmulas sean vitales, tienen que ser y permanecer
acomodadas a la fe juntamente y al creyente. Consiguientemente, si por cualquier
causa cesa esta acomodación, pierden aquéllas sus primitivas nociones y
necesitan mudarse. Ahora bien, siendo inestable esta fuerza y fortuna de las fórmulas
dogmáticas, no es de maravillar que los modernistas las hagan objeto de tanto
escarnio y desprecio, mientras por lo contrario de nada hablan, nada exaltan
tanto como el sentimiento religioso y la vida religiosa. De ahí también que
ataquen con extrema audacia a la Iglesia de que anda por camino extraviado,
pues, dicen, no distingue para nada la fuerza moral y religiosa, de la
significación externa de las fórmulas y, adhiriéndose con vano trabajo y suma
tenacidad a fórmulas que carecen de sentido, deja que se diluya la religión
misma. Ciegos y guías de ciegos [Mt. 15, 14] que, hinchados con soberbio
nombre de ciencia, llegan a extremo tal de locura que pervierten la eterna noción
de la verdad y el genuino sentimiento de la religión, con la introducción de
un sistema nuevo en que, por temerario y desenfrenado afán de novedades, no
se busca la verdad donde realmente se halla y, desdeñadas las santas
tradiciones apostólicas, se invocan otras doctrinas vanas, fútiles e inciertas
y que la Iglesia no ha aprobado, sobre las que hombres de todo en todo vanos se
imaginan que se apoya y sostiene la verdad misma. Esto, Venerables Hermanos,
por lo que se refiere al modernista como filósofo.
[II]
Si pasando ahora al creyente, se quiere saber en qué se distingue éste del filósofo
en los modernistas, es menester advertir que, si bien el filósofo admite la
realidad de lo divino como objeto de la fe, esta realidad él no la encuentra más
que en el alma del creyente, en cuanto es objeto del sentimiento y de la
afirmación y, por lo tanto, no traspasa el ámbito de los fenómenos; ahora, si
esa realidad existe en sí misma fuera del sentimiento y de tal afirmación, es
cosa que el filósofo pasa por alto y la descuida. Por el contrario, para el
modernista creyente es cosa cierta y averiguada que la realidad de lo divino
existe realmente en sí misma y no depende en absoluto del creyente. Y si se les
pregunta en qué se funda finalmente esta afirmación del creyente, responderán:
En la experiencia particular de cada hombre. Afirmación por la que, si
es cierto que se apartan de los racionalistas, vienen por otra parte a dar en la
opinión de los protestantes y pseudomísticos [cf. 273].
Ellos
lo explican así: En el sentimiento religioso hay que reconocer cierta intuición
del corazón, por la que el hombre, sin intermedio alguno, alcanza la realidad
de Dios y adquiere tan grande persuasión de la existencia de Dios y de su acción
tanto dentro como fuera del hombre, que aventaja con mucho a toda persuasión
que pueda venir de la ciencia. Ponen, pues, una verdadera experiencia y ésta
superior a cualquier experiencia racional, y si algunos, como los racionalistas,
la niegan, es —afirman los modernistas— que no quieren ponerse en las
condiciones morales que se requieren para que surja aquella experiencia. Ahora
bien, esta experiencia, cuando uno la adquiere, es la que propia y
verdaderamente le hace creyente. ¡Cuán lejos estamos aquí de las enseñanzas
católicas!
Ya
vimos [v. 2072] cómo tales quimeras fueron condenadas por el Concilio Vaticano.
Más adelante indicaremos, cómo admitidos estos postulados junto con los demás
errores ya mencionados, queda abierta la puerta al ateísmo. Advirtamos por de
pronto que de esta doctrina de la experiencia, junto con la otra del simbolismo,
se sigue que toda religión, sin exceptuar el paganismo, ha de tenerse
por verdadera. ¿Por qué, en efecto, no han de darse experiencias semejantes en
cualquier religión? Más de uno afirma que se han dado. ¿Y con qué derecho
negarán los modernistas la verdad de la experiencia que afirma un turco y
reclamarán para solos los católicos las experiencias verdaderas? Pero, en
realidad, los modernistas no lo niegan, antes bien, unos más o menos
oscuramente, otros con toda claridad, pretenden que todas las religiones son
verdaderas. Y es, por otra parte, evidente que no pueden pensar de otra manera.
Pues ¿por qué capítulo habrá que atribuir falsedad a una religión
cualquiera según los principios modernistas? Ciertamente, o por engaño del
sentimiento religioso o por ser falsa la fórmula pronunciada por la
inteligencia. Ahora bien, el sentimiento religioso es siempre uno y el mismo,
aunque alguna vez quizá imperfecto, y para que la fórmula del entendimiento
sea verdadera basta que responda al sentimiento religioso v al hombre creyente,
sea lo que fuere de la perspicacia del ingenio de éste. Una cosa, a lo más,
podrían acaso sostener los modernistas, en el conflicto de las diversas
religiones y es que la católica por tener más vida, tiene más verdad, y que
merece mejor el nombre cristiano, por ser la que mejor responde a los orígenes
del cristianismo.
Otro
punto hay en este capítulo de la doctrina, totalmente contrario a la verdad católica.
Porque esta teoría de la experiencia Se traslada también a la tradición que
la Iglesia ha afirmado hasta el presente, y totalmente la destruye.
Efectivamente, los modernistas entienden la tradición de modo que sea cierta
comunicación con otros de una experiencia original por medio de la
predicación y con ayuda de la fórmula intelectiva. Por eso, a esta fórmula,
aparte la virtud que llaman representativa, le atribuyen otra sugestiva,
ora para excitar en el que ya cree el sentido religioso tal vez entorpecido
y para restablecer la experiencia otrora habida, ora para producir en los que aún
no creen por vez primera el sentimiento religioso y la experiencia. De este modo
se propaga ampliamente la experiencia religiosa en los pueblos, no sólo en los
que ahora son, por medio de la predicación, sino también en los por venir, por
medio de libros y la trasmisión oral de unos a otros. Esta comunicación de la
experiencia, hay veces que echa raíces y florece; otra se marchita
inmediatamente y muere. Ahora bien, el florecimiento es para los modernistas
argumento de la verdad, como quiera que toman promiscuamente verdad y vida. De
lo que nuevamente será lícito inferir que todas las religiones que existen son
verdaderas, pues de lo contrario tampoco vivirían.
Llegados
aquí, Venerables Hermanos, tenemos sobrados elementos para conocer cabalmente
qué relaciones establecen los modernistas entre la fe y la ciencia, bajo cuyo
nombre comprenden también la historia. Y ante todo hay que pensar que el objeto
de la una es totalmente externo al de la otra y separado de ella. Porque la fe
mira únicamente a aquello que la ciencia declara serle incognoscible. De ahí,
la diversa tarea de cada una: la ciencia versa sobre los fenómenos en que no
hay lugar alguno para la fe; la fe, por su parte, versa sobre lo divino, que la
ciencia de todo punto ignora. De donde, finalmente, resulta que entre la fe y la
ciencia no puede darse jamás conflicto; pues, como cada una se mantenga en su
puesto, no podrán encontrarse jamás y por ende tampoco contradecirse. Si a
esto se objeta que hay en la naturaleza visible cosas que pertenecen también a
la fe, como la vida humana de Cristo, lo negarán. Porque si bien estas cosas se
cuentan entre los fenómenos; sin embargo, en cuanto están penetrados de la fe
y por la fe fueron trasfigurados y desfigurados del modo que arriba se dijo [v.
2076], han sido arrebatados del mundo sensible y trasladados a la materia de lo
divino. Por eso, si seguimos preguntando si Cristo realizó verdaderos milagros
y realmente presintió lo por venir, si realmente resucitó y subió a los
cielos, la ciencia agnóstica lo negará, la fe lo afirmará; pero de aquí no
se seguirá contradicción alguna entre una y otra. Porque uno lo negará como
filósofo que habla a filósofos, es decir, que ha contemplado a Cristo únicamente
según su realidad histórica; otro lo afirmará como creyente que habla con
creyentes, mirando la vida de Cristo en cuanto otra vez es vivida por la
fe y en la fe.
Mucho
se engañaría, sin embargo, quien pensara que podrá sacar de aquí la
consecuencia de que la fe y la ciencia no han de estar absolutamente sometidas
una a otra. De la ciencia, sí, podrá pensarlo recta y verdaderamente; pero no
de la fe que tiene que estar sometida la ciencia no ya por uno, sino por triple
motivo. Porque en primer lugar hay que advertir que en cualquier hecho
religioso, quitada la realidad divina y la experiencia que de ella tiene el
creyente, todo lo demás y particularmente las fórmulas religiosas no traspasa
en modo alguno el ámbito de los fenómenos y, por lo tanto, caen bajo el
dominio de la ciencia. Puede, si quiere, el creyente salirse de este mundo; pero
mientras viva en el mundo, no escapará jamas, quiera que no quiera, las leyes,
la observación y los juicios de la ciencia y de la historia. Además, si es
cierto que se ha dicho que Dios es sólo objeto de la fe, eso ha de concederse
de la realidad divina, pero no de la idea de Dios, pues ésta está sometida a
la ciencia, que, filosofando en el orden que llaman lógico, alcanza también
cuanto hay de absoluto e ideal. Por lo cual, la filosofía, esto es, la ciencia,
tiene derecho a conocer acerca de la idea de Dios, moderarla en su
desenvolvimiento y, si algo extraño se le mezclare, corregirlo. De ahí el
axioma de los modernistas de que la evolución religiosa debe conciliarse con la
moral e intelectual, es decir, como lo explica uno de sus maestros, debe
someterse a ellas. Allégase finalmente que el hombre no sufre en sí mismo la
dualidad, por lo que urge al creyente la necesidad íntima de conciliar su fe
con la ciencia de manera que no discrepe de la idea general que la ciencia
ofrece sobre el universo. De este modo, pues, se llega al resultado de que la
ciencia se sienta absolutamente libre de la fe; pero la fe, por mucho que se
pregone ser extraña a la ciencia, tiene que estar sujeta a ésta. Todo lo cual,
Venerables Hermanos, es contrario a lo que Pío IX antecesor nuestro, enseñaba
diciendo: “En las cosas que atañen a la religión, a la filosofía le toca
servir, no mandar; no prescribir lo que hay que creer, sino abrazarlo con
razonable deferencia; no escudriñar la profundidad de los misterios de Dios,
sino reverenciarla piadosa y humildemente”. Los modernistas vuelven la cosa al
revés y por eso puede aplicárseles lo que Gregorio IX, también antecesor
nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: Algunos de vosotros,
hinchados como un odre por el espíritu de vanidad, se empeñan en traspasar con
profana novedad los límites puestos por los Padres, inclinando la inteligencia
de la página celeste... a la doctrina filosófica de la razón, para ostentación
de ciencia y no para provecho alguno de los oyentes... Ellos arrastrados por
doctrinas varias y peregrinas, reducen la cabeza a la cola y obligan a la reina
a servir a la esclava.
Esto
se pondrá más patentemente de manifiesto a quien observe la manera de obrar de
los modernistas, que responde de todo en todo a sus enseñanzas. Muchos de sus
escritos y dichos parecen, efectivamente, contradictorios, de suerte que fácilmente
se los podría tener por vacilantes y dudosos; sin embargo, eso lo hacen de propósito
y deliberadamente, es decir, de acuerdo con la idea que profesan sobre la mutua
separación de la fe y de la ciencia, De ahí que en sus libros tropezamos con
cosas que un católico puede aprobar punto por punto; y, pasando página, con
otras que diríanse dictadas por un racionalista. De ahí que escribiendo de
historia no mencionan para nada la divinidad de Jesucristo; predicando, empero,
en los templos, la profesan firmísimamente. Así también, si cuentan la
historia, no dan cabida alguna a los Padres y Concilios; pero si enseñan
catecismo, a unas y a otros los alegan con honor. De ahí también el separar la
exégesis teológica pastoral, de la científica e histórica. Igualmente,
partiendo del principio de que la ciencia no depende para nada de la fe, sin
horrorizarse de seguir las pisadas de Lutero [cf. 769], cuando disertan sobre
filosofía, historia y crítica manifiestan de mil modos su desdén por las enseñanzas
católicas por los Santos Padres, los Concilios ecuménicos y el magisterio de
la Iglesia; y si por ello se los reprende, se quejan de que se les quita la
libertad. Profesando, finalmente, la idea de que la fe ha de someterse a la
ciencia, a cada paso y a cara descubierta censuran a la Iglesia porque con la
mayor obstinación se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones de
la filosofía; ellos, por su parte, suprimida para este fin la antigua teología,
pretenden introducir otra nueva que siga dócilmente los delirios de los filósofos.
[III.]
Aquí tenemos ya, Venerables Hermanos, abierto el camino para contemplar a los
modernistas en la arena teológica. Tarea escabrosa, que hay que resumir
brevemente. Trátase ni más ni menos que de conciliar la fe con la ciencia, y
eso no de otro modo que sometiendo la una a la otra. En este terreno, el teólogo
modernista usa de los mismos principios que vimos usaba el filósofo y los
adapta al creyente: nos referimos a los principios de la inmanencia y del
simbolismo. La cosa se logra con la mayor expedición de la siguiente
manera: el filósofo enseña que el principio de la fe es inmanente; el
creyente añade que este principio es
Dios; el teólogo concluye: Luego Dios es inmanente en el hombre. De
ahí la inmanencia teológica. Por otra parte, para el filósofo es
cierto que las representaciones del objeto de la fe son sólo simbólicas; para
el creyente es igualmente cierto que el objeto de la fe es Dios en sí mismo;
el teólogo consiguientemente colige que las representaciones de la
realidad divina son simbólicas. De ahí el simbolismo teológico. Errores
ciertamente grandísimos, y cuán perniciosos sean uno y otro, se hará patente
examinando sus consecuencias. Porque, hablando ya del simbolismo, como quiera
que los símbolos son tales respecto del objeto, pero respecto del creyente son
instrumentos, el creyente ha de tener —dicen— ante todo buen cuidado de no
adherirse más de lo debido a la fórmula en cuanto fórmula, sino que ha de
usar de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta que la fórmula
descubre y encubre juntamente y que se esfuerza en expresar sin conseguirlo jamás.
Añaden además que tales fórmulas ha de emplearlas el creyente, tanto cuanto
le ayuden, pues para su comodidad han sido dadas, no para su estorbo; eso sí,
sin tocar para nada al honor que por respeto social se debe a las fórmulas que
el público magisterio haya juzgado aptas para expresar la conciencia común,
mientras, se entiende, el mismo magisterio no mandare otra cosa. Por lo que a la
inmanencia se refiere, no es fácil indicar qué sientan realmente los
modernistas, pues no todos son de la misma opinión. Hay quienes la ponen en que
Dios, al obrar, está en el hombre más que el hombre en sí mismo, lo que, bien
entendido, no tiene motivo de reprensión. Otros en que la acción de Dios es
una con la acción de la naturaleza, y la de la causa primera una con la de ]a
causa segunda; lo cual en realidad destruye el orden sobrenatural. otros lo
explican de modo que ofrecen sospecha de sentido panteístico, cosa que responde
mejor al resto de sus doctrinas.
A
este postulado de la inmanencia se añade otro que podemos llamar de la permanencia
divina. Los dos se diferencian entre sí, sobre poco más o menos, como la
experiencia particular y la trasmitida por tradición. Un ejemplo lo aclarará,
y sea tomado de la Iglesia y de los sacramentos. Que la Iglesia —dicen— y
los sacramentos hayan sido instituídos por Cristo mismo, es cosa que no ha de
creerse en modo alguno. Lo prohibe el agnosticismo, el cual no ve en Cristo más
que a un hombre, cuya conciencia religiosa, como la de los otros hombres, se fue
formando poco a poco; lo prohibe la ley de la inmanencia, que rechaza las que
llaman aplicaciones externas; lo prohibe igualmente la ley de la evolución, que
pide, para que los gérmenes se desenvuelvan, tiempo y una serie de
circunstancias sucesivas; lo prohibe, en fin, la historia, que demuestra cómo
fue en realidad el curso de los hechos. Sin embargo, hay que mantener que la
Iglesia y los sacramentos fueron mediatamente instituídos por Cristo. ¿De
qué modo? Los modernistas afirman que todas las conciencias cristianas
estuvieron en cierto modo virtualmente incluídas en la conciencia de Cristo,
como la planta en la semilla; y como los gérmenes viven la vida de la semilla,
hay que decir que los cristianos todos viven la vida de Cristo. Ahora bien, la
vida de Cristo según la fe es divina; luego también lo es la vida de los
cristianos. Si, pues, esta vida en el decurso de las edades dio principio a la
Iglesia y a los sacramentos, con todo derecho se dirá que este principio viene
de Cristo y que es divino. De modo enteramente semejante establecen que son
divinas las Sagradas Escrituras y divinos los dogmas. A esto, poco más o menos,
se reduce la teología de los modernistas; pequeño caudal, sin duda, pero
sobreabundante para quien sostenga que hay que obedecer siempre a la ciencia, en
todo lo que mandare. La aplicación de todo esto a lo que vamos a decir,
cualquiera la verá fácilmente por sí mismo.
Hasta
aquí hemos tocado el origen y naturaleza de la fe. Mas como quiera que los
brotes de la fe son muchos, principalmente la Iglesia, el dogma, las cosas
sagradas y el culto, los Libros que llamamos santos, hay que examinar qué es lo
que los modernistas enseñan sobre estos puntos. Y empezando por el dogma, ya
quedó antes indicado cuál sea su origen y naturaleza [v. 2079 s]. El dogma
nace de cierto impulso o necesidad, por la que el creyente trabaja en sus
propios pensamientos, a fin de ilustrar más su conciencia y la de los otros.
Este trabajo se ordena todo a penetrar y pulir la primitiva fórmula de
la inteligencia, no ciertamente en sí misma según su desenvolvimiento lógico,
sino según sus circunstancias o, según ellos dicen con menos claridad, vitalmente.
De ahí resulta, como ya insinuamos [v. 2078], que en torno a la fórmula
primitiva se van formando poco a poco otras secundarias, que juntándose
en un cuerpo o construcción de doctrina, al ser aprobadas por el magisterio público,
como expresión de la conciencia común, se llaman dogmas. Del dogma hay que
separar cuidadosamente las especulaciones de los teólogos que, por otra parte,
si bien no viven la vida del dogma, no son, sin embargo, del todo inútiles, ora
para componer la religión con la ciencia y deshacer sus conflictos ora para
ilustrar desde fuera la religión y defenderla; otra utilidad quizá tengan
también para preparar la materia de un nuevo dogma futuro. Del culto no habría
mucho que decir, si no fuera porque bajo ese nombre se comprenden también los
sacramentos, acerca de los cuales versan los mayores errores de los modernistas.
Del culto afirman que tiene su origen en un doble impulso o necesidad; pues,
como vimos, todo en su sistema nos dicen que se engendra por íntimos impulsos o
necesidades. Una es la de dar alguna forma sensible a la religión; otra, la de
propagarla; lo que no sería posible sin cierta forma sensible y actos
santificantes, que llamamos sacramentos. Ahora bien, los sacramentos son para
los modernistas meros símbolos o signos, aunque no carentes de eficacia. Para
indicar esta eficacia sí valen del ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente
se dice han hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar ciertas ideas
poderosas y que impresionan de modo extraordinario los ánimos. Como esas
palabras se ordenan a dichas ideas, así los sacramentos al sentimiento
religioso: nada más. Por cierto, hablarían más claro si dijeran que los
sacramentos han sido instituídos únicamente para alimentar la fe; pero esto lo
condenó el Concilio de Trento: “Si alguno dijere que estos sacramentos han
sido instituídos para el solo fin de alimentar la fe, sea anatema” [v. 848].
Algo
hemos indicado ya sobre la naturaleza y origen de los Libros Sagrados. Éstos,
conforme a los principios de los modernistas, pudieran muy bien definirse como
una colección de experiencias, no de las que a cualquiera le
ocurren a cada paso, sino de las extraordinarias e insignes, que se han dado en
toda religión. Así absolutamente lo enseñan los modernistas sobre nuestros
Libros lo mismo del Antiguo que del Nuevo Testamento. Con miras, sin embargo, a
sus opiniones notan con suma astucia: Aun cuando la experiencia se refiere al
presente, puede no obstante tomar su materia de lo pasado, lo mismo que de lo
por venir, en cuanto el creyente vuelve a vivir lo pasado al modo de lo presente
por medio del recuerdo, o lo por venir, por anticipación. Y esto explica por qué
entre los Libros Sagrados pueden contarse los históricos y los apocalípticos.
Así, pues, Dios habla ciertamente en estos libros por medio del creyente; pero,
como enseña la teología de los modernistas, sólo habla por la inmanencia y
la permanencia vital. Preguntaremos: ¿Qué se hace entonces de la inspiración?
Ésta —responden—si no es tal vez por su grado de vehemencia, no se
distingue en nada del impulso por el que el creyente se siente movido a
comunicar su fe de palabra o por escrito. Algo semejante tenemos en la inspiración
poética por lo que alguien dijo: “Está Dios en nosotros, y agitados por Él
nos encendemos”. De esta inspiración añaden los modernistas que nada hay
absolutamente en los Sagrados Libros que carezca de ella. Al afirmar esto,
pudiera creérselos más ortodoxos que otros modernos que limitan en parte la
inspiración, como por ejemplo, cuando introducen las que se llaman citas tácitas.
Pero aquéllos hablan así sólo de boca y simuladamente. Porque si juzgamos
la Biblia por los principios del agnosticismo, es decir, como obra humana
compuesta por hombres, aunque se le conceda al teólogo el derecho de
proclamarla divina por la inmanencia, ¿cómo puede, en definitiva, coartarse más
la inspiración? Los modernistas afirman realmente la inspiración universal de
los Libros Sagrados; pero en sentido católico, no admiten ninguna.
Más
abundante cosecha nos ofrece lo que la escuela de los modernistas imagina sobre
la Iglesia. Para empezar, sientan que la Iglesia tiene su origen en una doble
necesidad, una que se da en cualquier creyente, en aquel sobre todo que ha
alcanzado alguna experiencia primera y singular, la de comunicar con otros su
fe; otra, una vez que la fe se ha hecho común entre varios, en la colectividad,
para crecer en la sociedad, y conservar, aumentar y propagar el bien común.
¿Qué es, pues, la Iglesia? La Iglesia es el parto de la conciencia
colectiva, o reunión de las conciencias individuales, que, en virtud de la
permanencia vital, dependen de algún primer creyente, en caso de los católicos,
de Cristo. Ahora bien, toda sociedad necesita de una autoridad moderadora, cuyo
oficio es dirigir a todos los asociados a un fin común y conservar
prudentemente los elementos de cohesión, que en una asociación religiosa se
reducen a la doctrina y al culto. De aquí una triple autoridad en la Iglesia
Católica: disciplinar, dogmática y cultural. Ahora, la naturaleza de
esta autoridad hay que colegirla de su origen, y de su naturaleza han de
derivarse sus derechos y deberes. En las edades pretéritas, fue vulgar error
que la autoridad venía a la Iglesia desde fuera, es decir, inmediatamente de
Dios, por lo que con razón se la tenía por autocrática. Pero semejante
idea está hoy día envejecida. Al modo que la Iglesia se dice haber emanado de
la colectividad de las conciencias; por igual manera, la autoridad emana
vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, como la Iglesia, nace de la
conciencia religiosa y, por ende, a ella está sujeta; si desprecia esta sujeción,
cae en la tiranía. Ahora bien, vivimos en una época en que el sentido de la
libertad ha alcanzado su más alta cima. En el Estado, la conciencia pública ha
introducido el régimen popular. Mas la conciencia, lo mismo que la vida, es una
en el hombre. Si, pues, no quiere levantar y fomentar en las conciencias de los
hombres una guerra intestina, la autoridad de la Iglesia tiene el deber de usar
de las formas democráticas, tanto más cuanto que, de no hacerlo, le amenaza la
ruina Porque tiene que ser ciertamente un loco quien imagine que puede jamás
darse vuelta atrás en el sentido de la libertad que hoy está en vigor. Forzado
y detenido violentamente, se derramaría con más ímpetu, arrasando juntamente
la Iglesia y la religión. Todo esto raciocinan los modernistas, cuyos esfuerzos
todos se dirigen a indagar los medios para conciliar la autoridad de la Iglesia
con la libertad de los creyentes.
Pero
no sólo dentro de sus domésticas paredes tiene la Iglesia gentes con quienes
es menester que se las entienda amigablemente, sino fuera también. Porque no es
ella sola la que habita el mundo; lo ocupan también otras asociaciones, con
quienes tiene por fuerza que mantener comunicación y trato. Consiguientemente,
hay que determinar también qué derechos, qué deberes tiene la Iglesia con las
sociedades civiles, y no de otro modo hay que determinarlo, sino por la
naturaleza de la Iglesia, tal, se entiende, como los modernistas nos la han
descrito. En este terreno, usan enteramente de las mismas reglas que arriba se
alegaron para las relaciones entre la ciencia y la fe. Allí se hablaba de objetos;
aquí de fines. Así, pues, a la manera que por razón de su objeto
vimos que la fe y la ciencia eran extrañas una a otra; así la Iglesia y el
Estado son extraños entre sí por razón de los fines que persiguen, temporal
éste, y espiritual aquélla. Pudo ciertamente otras veces someterse lo temporal
a lo espiritual; pudo hablarse de materias mixtas, en que la Iglesia
intervenía como reina y señora, pues se la tenía por instituída directamente
por Dios en cuanto es autor del orden sobrenatural. Pero todo esto se rechaza ya
por filósofos e historiadores. El Estado, consiguientemente, ha de separarse de
la Iglesia, lo mismo que el católico del ciudadano. Por lo tanto, cualquier católico,
por ser también ciudadano, tiene el derecho y el deber de llevar a cabo lo que
juzgue conviene a la autoridad del Estado, despreciando la autoridad de la
Iglesia, sin tener para nada en cuenta sus deseos, consejos y mandatos, y sin
hacer caso alguno de sus reprensiones. Señalar bajo cualquier pretexto a un
ciudadano la línea de conducta, es un abuso de la autoridad eclesiástica que
ha de rechazarse a todo trance. Los principios, Venerables Hermanos, de donde
todo esto dimana, son ciertamente los mismos que solemnemente condenó nuestro
predecesor Pío VI en la Constitución Apostólica Auctorem fidei [cf.
1502 s].
Pero
no le basta a la escuela modernista imponer el deber de la separación de la
Iglesia y del Estado. A la manera que la fe, en los elementos que llaman fenoménicos,
tiene que someterse a la ciencia, así, en los asuntos temporales, la Iglesia
tiene que depender del Estado. Esto quizá no lo digan aún ellos abiertamente;
pero la fuerza del razonamiento les fuerza a admitirlo. Efectivamente, sentado
que en lo temporal el único poder es el del Estado, si se da un creyente que,
no contento con los actos íntimos de la religión, quiere pasar a los externos,
por ejemplo, la administración o recepción de los sacramentos, fuerza será
que también éstos caigan bajo el poder del Estado. ¿Qué será entonces de la
autoridad eclesiástica? Como ésta no se desenvuelve sino por actos externos,
tendrá que estar toda entera sometida al Estado. Forzados por esta
consecuencia, muchos protestantes liberales suprimen todo culto religioso
externo y hasta toda asociación religiosa externa y se empeñan en introducir
la que llaman religión individual. Si los modernistas todavía no llegan
descubiertamente hasta tal extremo, piden entre tanto que la Iglesia espontáneamente
se incline hacia donde ellos la empujan y se adapte a las formas civiles. Esto
en cuanto a la autoridad disciplinar. Porque lo que sienten de la
potestad doctrinal y dogmática es mucho peor y más pernicioso. Sobre el
magisterio de la Iglesia fantasean de este modo. Una asociación religiosa no
puede en modo alguno tener unidad, si no hay una sola conciencia de los
asociados y una fórmula única de que se valgan. Ahora bien, una y otra unidad
exige una especie de inteligencia común, a quien toque hallar y determinar la fórmula
que más exactamente responda a la conciencia común, y esa inteligencia es
menester que tenga suficiente autoridad para imponer a la comunidad la fórmula
que hubiere estatuído. Pues bien, en esta conjunción y como fusión, tanto de
la inteligencia que elige la fórmula como de la potestad que la prescribe,
ponen los modernistas la noción del magisterio eclesiástico. Así, pues, como
en definitiva el magisterio nace de las conciencias individuales y tiene
encomendado su público deber para comodidad de las mismas conciencias, síguese
necesariamente que depende de esas conciencias y debe doblegarse a las formas
populares. Por tanto, prohibir a las conciencias de los individuos que profesen
pública y abiertamente los impulsos que sienten, así como cerrarle el camino a
la crítica para que impulse el dogma hacia sus necesarias evoluciones, no es
uso, sino abuso de una potestad que le fue encomendada para utilidad. De modo
semejante debe guardarse templanza en el uso mismo de la autoridad. Censurar y
prohibir un libro cualquiera sin conocimiento del autor, sin admitir explicación
ni discusión alguna, es ciertamente cosa que linda con la tiranía. Por lo cual
también aquí hay que hallar un camino medio, a fin de que queden intactos los
derechos juntamente de la autoridad y de la libertad. Entre tanto, el católico
ha de obrar de modo que públicamente se muestre obedientísimo a la autoridad,
pero no por eso deje de seguir su propio genio. En cuanto a la Iglesia en
general prescriben así: Puesto que el fin de la potestad eclesiástica se
dirige únicamente a lo espiritual, hay que quitar todo el aparato externo con
que se muestra adornada con demasiada magnificencia a los ojos de quienes la
contemplan. En lo cual olvidan seguramente una cosa, y es que la religión,
aunque se dirige a las almas, no se encierra únicamente en las almas, y que el
honor que a su potestad se tributa recae sobre Cristo su fundador.
Para
terminar toda esta materia acerca de la fe y de sus varios brotes, réstanos,
Venerables Hermanos, que oigamos en último lugar lo que los modernistas enseñan
acerca de su desenvolvimiento. El principio general aquí es: En una religión
que vive, nada hay que no sea variable y que, por ende, no deba variarse. De aquí
pasan a lo que en sus doctrinas es casi lo principal: la evolución: Consiguientemente,
el dogma, la Iglesia, el culto, los libros que veneramos como santos, y hasta la
fe misma, si no queremos que todo eso se cuente entre lo muerto, tiene que
someterse a las leyes de la evolución. Cosa que no puede parecer maravillosa a
quien tenga ante los ojos lo que de cada uno de esos puntos enseñan los
modernistas. Sentada, pues, la ley de la evolución, el modo como se cumple ésta
lo tenemos descrito por los mismos modernistas. Y, ante todo, en cuanto a la fe.
La primitiva forma de la fe —dicen— fue ruda y común a todos los hombres,
como quiera que nacía de la naturaleza y vida misma de los hombres. La evolución
vital trajo el progreso y éste no porque se agregaran nuevas formas desde
fuera, sino porque el sentimiento religioso fue invadiendo cada vez con más
fuerza la conciencia. Ahora bien, el progreso mismo se cumplió de doble modo,
primero, negativamente, eliminando todo elemento extraño, por ejemplo,
el que viniere de la familia o nación; luego, positivamente, por el
desarrollo intelectual y moral del hombre, que hizo que la noción de lo divino
se tornara más amplia y clara y el sentimiento religioso más exquisito.
Para el progreso de la fe, hay que alegar las mismas causas antes dichas para
explicar su origen; a ellas, no obstante, hay que añadir ciertos hombres
extraordinarios, a los que llamamos profetas, el más grande de los cuales es
Cristo.
Y
esto, no sólo porque mostraron en su vida y palabras algo misterioso que la fe
atribuía a la divinidad, sino porque alcanzaron nuevas y antes no habidas
experiencias que respondían a la indigencia religiosa de cada época. Pero la
evolución del dogma nace principalmente de la necesidad de superar los
impedimentos de la fe, de vencer a sus enemigos y de refutar las
contradicciones. Añádase a esto un empeño constante por penetrar mejor los
arcanos que la fe encierra. Así, dejando aparte los demás ejemplos, ha
sucedido con Cristo: lo que en él admitía la fe de divino —fuérase lo que
se fuere— de tal modo se fue paso a paso y gradualmente ampliando, que por fin
fue tenido por Dios. A la evolución del culto contribuye sobre todo la
necesidad de adaptarse a las costumbres y tradiciones de los pueblos, así como
la de gozar de la virtud que el uso o práctica ha prestado a determinados
actos. Finalmente, la causa de la evolución de la Iglesia nace de su necesidad
de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas de régimen civil públicamente
introducidas. Así ellos de cada cosa. Aquí, empero, antes de seguir adelante,
quisiéramos que se notara bien su doctrina de las necesidades o indigencias (italiano:
dei bisogni, como más expresivamente las llaman); porque, aparte de
cuanto hemos ya visto, es como la base y fundamento del famoso método que
llaman histórico.
Insistiendo
todavía en la doctrina de la evolución, debe advertirse además que, si bien
las necesidades o indigencias impelen a la evolución, ésta, por ellas únicamente
empujada, traspasarla fácilmente los límites de la tradición y, por ende,
arrancada del primitivo principio vital conduciría más bien a la ruina que al
progreso. De ahí que siguiendo más de lleno la mente de los modernistas,
diremos que la evolución surge del conflicto de dos fuerzas, de las que una
tira hacia el progreso, otra retrae hacia la conservación. La fuerza
conservadora reside en todo su vigor en la Iglesia y se contiene en la tradición;
la ejerce, empero, la autoridad religiosa, y eso, tanto de derecho, puesto que
entra en la naturaleza de la autoridad salvaguardar la tradición, como de
hecho, pues la autoridad, limitada por los cambios de la vida no se siente nada
o apenas nada urgida por los estímulos que impelen al progreso. Aquí vemos,
Venerables Hermanos, cómo levantó su cabeza una doctrina perniciosísima que
furtivamente introduce en la Iglesia a los laicos, como elementos de progreso.
De una especie de convenio y pacto entre estas dos fuerzas, la conservadora y la
progresiva, es decir, entre la autoridad y las conciencias individuales, nacen
los progresos y los cambios. Porque las conciencias de los individuos, o algunas
de ellas, obran sobre la conciencia colectiva, y ésta sobre los representantes
de la autoridad, obligándoles a pactar y atenerse a lo pactado. De aquí es fácil
entender cómo se maravillan tanto los modernistas, cuando saben que se los
reprende o castiga. Lo que se les echa en cara como pecado, ellos lo tienen por
deber de su conciencia. Nadie conoce mejor que ellos las necesidades de las
conciencias, pues llegan a ellas más de cerca que no la autoridad eclesiástica.
Ellos recogen en sí, pues, como si dijéramos, todas esas necesidades, y por
eso se sienten ligados por el deber de hablar y escribir públicamente. Repréndalos,
si quiere, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia de su deber y por íntima
experiencia saben que se les deben no reprensiones, sino alabanzas. No se les
oculta ciertamente que no se da progreso sin lucha, ni lucha sin víctimas;
sean, pues, ellos las víctimas como los profetas y Cristo. No por ser
maltratados, miran con malos ojos a la autoridad; de buena gana conceden que ésta
cumple con su deber. Sólo se quejan de que no se les oye para nada; pues de
este modo se retarda el curso de las almas; pero vendrá certísimamente la hora
de romper todas las trabas, pues las leyes de la evolución pueden reprimirse,
pero no totalmente infringirse. Ellos continúan el camino emprendido; ]o continúan
aun después de reprendidos y condenados, cubriendo una audacia increíble con
el velo de una sumisión fingida. Simulan doblar sus cervices; con la mano
empero y el alma prosiguen con más audacia la obra emprendida. Y así obran a
ciencia y conciencia, ora porque opinan que a la autoridad hay que estimularla,
no destruirla, ora porque necesitan permanecer dentro del recinto de la Iglesia
para cambiar insensiblemente la conciencia colectiva; mas al hablar así, no
caen en la cuenta que están confesando serles adversa la conciencia colectiva y
que, por tanto, no tienen derecho a venderse por sus intérpretes... [Alégase y
explícase seguidamente lo que se contiene en 1636, 1703 y 1800]. Pero después
que hemos examinado en los secuaces del modernismo al filósofo, al creyente y
al teólogo, réstanos ya ahora mirar igualmente al historiador, al crítico, al
apologista y al reformador.
[IV]
Algunos modernistas que se dedican a escribir historia parecen demostrar cuidado
extremo por que no se los tenga por filósofos, antes bien proclaman hallarse
totalmente ayunos de filosofía. Astucia suma, para que nadie piense que se
hallan imbuídos de prejuicios filosóficos y que no son, por ende, como dicen,
absolutamente objetivos. La verdad es, sin embargo, que su historia o su
crítica respira pura filosofía y que lo que ellos infieren, se deduce de sus
principios filosóficos, por exacto raciocinio, lo que fácilmente resultará
patente para quien reflexione. Las tres primeras reglas o cánones de tales
historiadores o críticos, como dijimos, son aquellos mismos principios que
arriba adujimos de los filósofos: el agnosticismo, el teorema de la trasfiguración
de las cosas por la fe, y otro que nos pareció podía llamarse de la desfiguración.
Señalemos ya las consecuencias de cada uno. En virtud del agnosticismo, la
historia, no de otro modo que la ciencia, únicamente se ocupa en los fenómenos.
Luego Dios, lo mismo que cualquier intervención divina en lo humano, deben
relegarse a la fe, como cosa que pertenece a ella sola. Por tanto, si se
presenta algo que consta de doble elemento, divino y humano, como son Cristo y
la Iglesia, los sacramentos y muchas otras cosas a este tenor, hay que partirlo
y distribuirlo de manera que lo humano se dé a la historia y lo divino a la fe.
De ahí la distinción corriente entre los modernistas del Cristo, histórico y
el Cristo de la fe, la Iglesia de la historia y la Iglesia de la fe, los
sacramentos de la historia y los sacramentos de la fe, y otras cosas semejantes
a cada paso. Luego, ese mismo elemento humano que vemos toma el historiador para
sí, tal como aparece en los monumentos, hay que decir que ha sido elevado por
la fe en fuerza de la trasfiguración más allá de las condiciones históricas.
Es menester, pues, separar nuevamente las adiciones hechas por la fe y
relegarlas a la fe misma y a la historia de la fe; así, tratándose de Cristo,
cuanto sobrepasa la condición de hombre, ora la natural, tal como la psicología
la presenta, ora la que resulta del lugar y tiempo en que vivió. Además, en
virtud del tercer principio de su filosofía, las cosas mismas que no exceden el
ámbito de la historia, las pasan como por una criba y relegan igualmente a la
fe todo lo que, a su juicio, no entra en la que llaman lógica de los
hechos o no se adapta a las personas. Así quieren que Cristo no dijera nada que
parezca sobrepasar la capacidad del vulgo que le oía. De aquí que de su
historia real borran y pasan a la fe todas las alegorías que ocurren en
sus discursos. Se preguntará tal vez en qué ley se funda tal discernimiento.
Se funda en el carácter del hombre, en ]a condición que ocupó en su patria,
en su educación, en el complejo de circunstancias de un hecho cualquiera: en
una palabra, si es que lo hemos comprendido bien, en una norma que, en
definitiva, viene a parar en puramente subjetiva. Es decir, que se
esfuerzan en tomar y casi representar ellos la figura de Cristo y, lo que ellos
hubieran hecho en circunstancias semejantes, eso todo se lo pasan a Cristo. Así,
pues, para concluir, a priori y llevados de determinados principios de
filosofía que ciertamente profesan, pero que afectan ignorar, en la historia
que llaman real afirman que Cristo no fue Dios ni hizo nada divino; como hombre,
empero, sólo hizo o dijo lo que ellos, en relación a los tiempos de Cristo, le
conceden hacer o decir.
[V]
Mas como la historia recibe sus conclusiones de la filosofía, así la crítica
las recibe de la historia. El crítico, en efecto, siguiendo los indicios que le
da el historiador divide los monumentos en dos grupos. Lo que queda después de
la triple desmembración ya dicha, lo asigna a la historia real; lo demás
lo relega a la historia de la fe o historia interna. Estas dos especies
de historia las distinguen cuidadosamente; y la historia de la fe —cosa que
queremos se note bien— la oponen a la historia real, en cuanto es real.
De ahí, como ya dijimos, un doble Cristo: uno real, otro que no existió jamás
realmente, sino que pertenece a la fe; uno que vivió en determinado lugar y en
determinada edad, otro que sólo se halla en las pías imaginaciones de la fe,
como es, por ejemplo, el que presenta el Evangelio de Juan, que ciertamente,
todo cuanto es, es especulación.
Pero
no termina aquí el dominio de la filosofía sobre la historia. Distribuídos,
como dijimos, en dos grupos los monumentos, se presenta nuevamente el filósofo
con su dogma de la inmanencia vital; y manda que todo lo que hay en la
historia de la Iglesia se ha de explicar por la emanación vital. Ahora
bien, la causa o condición de cualquier emanación vital hay que ponerla en la
necesidad o indigencia; luego también hay que concebir el hecho después de la
necesidad, e históricamente aquél es posterior a ésta. ¿Qué hace entonces
el historiador? Escudriñando de nuevo los monumentos, ora los que se contienen
en los Libros Sagrados, ora los que se traen de dondequiera, traza por ellos un
índice de las necesidades particulares, referentes ya al dogma, ya al culto o a
lo demás, que tuvieron unas tras otras lugar en la Iglesia. El índice
compuesto se lo entrega al crítico. Éste por su parte pone mano sobre los
monumentos que se destinan a la historia de la fe y los va disponiendo por cada
edad de la Iglesia de modo que cada uno responda al índice trazado, con el
precepto constantemente en la memoria que la necesidad antecede al hecho y el
hecho a la narración. A la verdad, puede darse alguna vez el caso, que ciertas
partes de la Biblia, por ejemplo, las Epístolas, son el hecho mismo creado por
la necesidad. Fuere, sin embargo, lo que fuere, es de ley que la edad de un
monumento cualquiera no ha de determinarse de otro modo que por la edad en que
cada una de las necesidades surgieron en la Iglesia. Hay que distinguir además
entre los comienzos de un hecho cualquiera y su desenvolvimiento; puesto que lo
que puede nacer en un día, sólo al correr del tiempo crece. Por esta razón,
los monumentos que ya están distribuídos por edades, tiene el crítico que
partirlos en dos otra vez, separando los que pertenecen a su desenvolvimiento, y
ordenarlos nuevamente por tiempos.
Entra
nuevamente el filósofo en escena y manda al historiador que lleve a cabo sus
estudios tal como prescriben los preceptos y leyes de la evolución. A esto,
vuelve el historiador a escudriñar los monumentos, inquiere curiosamente las
circunstancias y condiciones en que se ha encontrado la Iglesia en cada edad, su
fuerza conservadora, las necesidades tanto internas como externas que la
impulsaron al progreso, los impedimentos que se le opusieron, en una palabra,
todo lo que ayude a determinar de qué modo se cumplieron las leyes de la
evolución. Después de esto, finalmente, nos
traza como por rasgos extremos la historia de la evolución o desenvolvimiento.
Viene en ayuda el crítico y acomoda el resto de los documentos. Se pone manos a
la obra y la historia queda terminada. ¿A quién —preguntamos ahora— hay
que atribuir la historia? ¿Al historiador o al crítico? A ninguno de los dos,
ciertamente, sino al filósofo. Todo es aquí apriorismo, y apriorismo
por cierto que está chorreando herejías. Lástima dan, a la verdad, estos
hombres, de quienes diría el Apóstol: Se desvanecieron en sus
pensamientos... diciendo ser sabios, se hicieron necios [Rom. l, 21-22]; nos
irritan, sin embargo, cuando acusan a la Iglesia de que mezcla y dispone los
documentos de manera que hablen a su favor. Es decir, que achacan a la Iglesia
lo que sienten que su conciencia les reprocha a ellos con toda evidencia.
Ahora
bien, de esta distribución y repartición de los monumentos por edades, se
sigue espontáneamente que los Libros Sagrados no pueden atribuirse a los
autores cuyos nombres llevan realmente. Por lo cual, los modernistas no vacilan
en afirmar a cada paso que esos mismos libros, particularmente el Pentateuco y
los tres primeros Evangelios, de una breve narración primitiva, fueron
gradualmente acrecentándose con añadiduras, es decir, con interpolaciones a
modo de interpretación, ora teológica ora alegórica, o también con
inserciones destinadas sólo a unir entre sí las diversas partes. Sin duda,
para decirlo con mayor brevedad y claridad, hay que admitir una evolución
vital de los Libros Sagrados, que nace de la evolución de la fe y a ella
responde. Añaden por otra parte que los rastros de esta evolución son tan
manifiestos que casi puede escribirse su historia. Es más, la escriben
realmente con tanta seguridad, que creyérase han visto con sus ojos a cada uno
de los escritores que en cada edad han puesto mano en la amplificación de los
Libros Sagrados. Para confirmar todo esto, llaman en su auxilio a la que llaman crítica
textual y se empeñan en persuadirnos que este o el otro hecho o dicho no
está en su lugar, o traen otras razones por el estilo. Diríase realmente que
se han preestablecido unos como tipos de narraciones o discursos y de ahí
juzgan con absoluta certeza qué está en su lugar, qué en el ajeno. Cómo por
este método puedan ser aptos para discernirlo, júzguelo el que quiera. Sin
embargo, quien les oiga haciendo afirmaciones sobre sus trabajos acerca de los
Libros Sagrados, trabajos en que tantas incongruencias se pueden sorprender, tal
vez creerá que apenas hombre alguno hojeó esos libros antes que ellos, como si
no los hubiera investigado en todos sus sentidos una muchedumbre poco menos que
infinita de Doctores, muy superiores a ellos en ingenio, en erudición y en
santidad de vida. Estos Doctores sapientísimos tan lejos estuvieron de
reprender bajo ningún concepto las Escrituras Sagradas, que más bien, cuanto más
profundamente las penetraban, más gracias daban a la Divinidad que se hubiera
así dignado hablar con los hombres. Mas ¡ay! que nuestros Doctores no se
inclinaron sobre los Sagrados Libros con los mismos instrumentos o auxilios de
los modernistas, es decir, que no tuvieron por maestra y guía a una filosofía
que partiera de la negación de Dios ni tampoco se erigieron a sí mismos en
norma de juicio. Pensamos, pues, que queda ya patente cuál sea el método histórico
de los modernistas. Va delante el filósofo, a éste le sigue el historiador, y
por sus pasos contados viene luego la crítica tanto interna como textual. Y
pues compete a la primera causa comunicar su virtud a las siguientes, es
evidente que esta crítica no es una crítica cualquiera, sino que se llama con
razón, agnóstica, inmanentista, evolucionista, y, por tanto,
quien la sigue y de ella se vale, profesa los errores en ella implícitos y se
opone a la doctrina católica. Por eso, pudiera parecer en sumo grado
maravilloso que tal linaje de crítica tenga hoy día tanta autoridad entre católicos.
La cosa tiene doble causa: en primer lugar la alianza con que historiadores y críticos
de este jaez están entre si estrechísimamente ligados por encima de la
variedad de pueblos y diferencia de religiones; luego la audacia máxima con que
exaltan a una voz cuanto cualquiera de ellos fantasea, y lo atribuyen al
progreso científico. Y si alguno pretende examinar por si mismo el nuevo
portento, le acometen en cerrado escuadrón; si lo niega, le tachan de
ignorante; si lo abraza y defiende, le cubren de alabanzas. De ahí quedan engañados
no pocos que si consideraran más atentamente de qué se trata, se horrorizarían.
De este prepotente dominio de los que yerran, de este incauto asentimiento de
almas ligeras, se engendra una especie de corrupción del ambiente que por todas
partes penetra y difunde la peste.
[VI]
Pero pasemos al apologista. También éste depende doblemente del filósofo
entre los modernistas. Primero, indirectamente, tomando por materia la historia
escrita, como hemos visto, al dictado del filósofo; luego, directamente,
tomando de él sus dogmas y juicios. De ahí el precepto difundido en la escuela
de los modernistas sobre que la nueva apologética tiene que dirimir las
controversias sobre la religión por medio de investigaciones históricas y
psicológicas. Por eso, los apologistas modernistas acometen su obra,
advirtiendo a los racionalistas que ellos no defienden la religión por los
Libros Sagrados ni por las historias vulgarmente empleadas en la Iglesia,
escritas por el viejo método; sino por la historia real, compuesta de
acuerdo con los preceptos y método modernos. Y esto lo aseguran, no como si
argumentasen ad hominen, sino porque realmente piensan que sólo esta
historia enseña la verdad. Lo que no necesitan es afirmar su sinceridad al
escribirla: ya son conocidos entre los racionalistas, ya han sido alabados como
soldados que militan bajo la misma bandera; y de estas alabanzas, que un
verdadero católico rechazaría, se congratulan ellos y las oponen a las
reprensiones de la Iglesia. Pues veamos ya cómo cualquiera de ellos
compone la apología. El fin que se propone conseguir es éste: llevar al hombre
que carece todavía de fe a que alcance aquella experiencia de la fe católica
que, según los principios de los modernistas, es el único fundamento de la fe.
Doble camino se abre para ello: uno objetivo y otro subjetivo. El
primero procede del agnosticismo y se endereza a mostrar que en la religión y
particularmente en la católica, existe aquella fuerza vital que convence a
cualquier psicólogo, y también a cualquier historiador de buena fe, de que en
su historia ha de ocultarse necesariamente algo incógnito. Para esto es
menester demostrar que la religión católica, tal como hoy existe, es
absolutamente la misma que fundó Cristo, o sea, no otra cosa que el progresivo
desenvolvimiento del germen que Cristo sembró. Hay, pues, que determinar ante
todo de qué naturaleza sea ese germen. Es lo que quieren hacer ver con la
siguiente fórmula: Cristo anunció el advenimiento del reino de Dios que había
de establecerse muy en breve, y del que él sería el Mesías, es decir, su
autor y organizador dado por Dios. Después hay que demostrar de qué manera
este germen, siempre inmanente y permanente en la religión católica, se
fue desenvolviendo paso a paso y de acuerdo con la historia, y se adaptó a las
sucesivas circunstancias, tomando de ellas para sí vitalmente cuanto le
era útil de las formas doctrinales, culturales y eclesiásticas, superando
entre tanto los obstáculos que tal vez se le oponían, venciendo a sus
adversarios y sobreviviendo a cualesquiera persecuciones y luchas. Pero después
de haber demostrado que todo esto, es decir, los impedimentos, los adversarios,
las persecuciones, las luchas, y no menos la vida y fecundidad de la Iglesia
fueron tales que, si bien en la historia de la Iglesia aparecen incólumes las
leyes de la evolución, no bastan, en cambio, para explicar dicha historia
plenamente; subsistirá, sin embargo, lo incógnito y se ofrecerá
espontáneamente ante nosotros. Así ellos. Pero, en todo este razonamiento, una
cosa no advierten: que aquella determinación del germen primitivo se debe únicamente
al apriorismo del filósofo agnóstico y evolucionista, y que el germen
mismo está por ellos gratuitamente definido de modo que convenga con su tesis.
Sin
embargo, mientras los apologistas de nuevo cuño trabajan por afirmar y
persuadir la religión católica con los citados argumentos, conceden de buena
gana que hay en ella muchas cosas que chocan a los ánimos. Es más, con mal
disimulado placer van diciendo abiertamente que aun en materia dogmática hallan
ellos errores y contradicciones; pero añaden a renglón seguido que ello no sólo
admite excusa, sino que fue justa y legítimamente introducido: afirmación, a
la verdad, maravillosa. Así también, según ellos, hay en los Libros Sagrados
muchísimas cosas viciadas de error en materia histórica y científica. Pero no
se trata allí —dicen— de ciencias o de historia, sino sólo de religión y
moral. La ciencia y la historia son allí ciertas envolturas con que se cubren
experiencias religiosas y morales, para que más fácilmente se propagaran entre
el vulgo; como éste no había de entenderlo de otra manera, una ciencia o una
historia más perfecta, no le hubiera servido de utilidad, sino de daño. Por lo
demás —añaden— como los Libros Sagrados son por su naturaleza religiosos,
viven necesariamente de la vida; ahora bien, la vida tiene también su verdad y
su lógica, distinta ciertamente de la verdad y lógica racional y hasta de un
orden totalmente distinto, es decir, la verdad de adaptación y proporción, ora
al medio, como ellos dicen, en que se vive, ora al fin para que se vive.
En fin, llegan al extremo de afirmar sin atenuante alguno, que lo que se
desenvuelve por medio de la vida, es todo verdadero y legítimo. Nosotros,
Venerables Hermanos, para quienes la verdad es una y única y que de los Libros
Sagrados juzgamos que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen
a Dios por autor [v. 1787]; afirmamos que eso equivale a atribuir a
Dios mismo una mentira oficiosa o de utilidad, y con palabras de Agustín
decimos: Una vez admitida en cumbre tan alta de autoridad una mentira
oficiosa, no quedará ni la más pequeña parte de aquellos libros que, si
alguien le parece o difícil para las costumbres o increíble para la fe, no se
refiera por esa misma perniciosísima regla, al propósito y condescendencia del
autor que miente. De donde resultará lo que añade el mismo santo doctor: En
ellas (es decir, en las Escrituras) cada uno creerá lo que quiera y no
creerá, lo que no quiera. Mas los apologistas modernistas prosiguen impávidos.
Conceden además que en los Sagrados Libros ocurren a veces razonamientos para
probar alguna doctrina, que no se rigen por fundamento racional ninguno, como
son los que se apoyan en las profecías. Sin embargo, también defienden esos
razonamientos como una especie de artificio de la predicación que la vida hace
legítimo. ¿Qué más? Consienten y hasta afirman que el mismo Cristo erró
manifiestamente al indicar el tiempo del advenimiento del reino de Dios; lo cual
—dicen— no debe parecer extraño, como quiera que también Él estaba sujeto
a las leyes de la vida. ¿Qué decir después de esto de los dogmas de la
Iglesia? También estos están llenos de manifiestas contradicciones; pero
aparte que éstas son admitidas por la lógica vital no se oponen a la verdad
simbólica, puesto que en ellos se trata del Infinito y éste tiene aspectos
infinitos. En fin, hasta punto tal aprueban y defienden todo esto, que no
vacilan en afirmar que ningún honor más excelente se le puede tributar al
Infinito que afirmar de Él cosas contradictorias. Ahora bien, admitida la
contradicción ¿qué no se admitirá?
Por
otra parte, el que todavía no cree, no sólo puede disponerse a la fe con
argumentos objetivos, sino también con subjetivos. Para lo cual
los apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia. Se
esfuerzan, efectivamente, en persuadir al hombre que en él mismo y en los más
recónditos pliegues de su naturaleza y de su vida, se oculta el deseo y la
exigencia de alguna religión y no de una religión cualquiera, sino
absolutamente tal cual es la católica; pues dicen que ésta es exigida de
todo punto por el perfecto desenvolvimiento de la vida. Aquí tenemos que
lamentarnos otra vez vehementemente de que no falten entre los católicos
quienes, si bien rechazan la doctrina de la inmanencia como doctrina, se
valen luego de ella para fines apologéticos, y ello lo hacen tan incautamente
que parece admiten en la naturaleza humano no sólo cierta capacidad y
conveniencia para el orden sobrenatural, cosa que demostraron siempre los
apologistas católicos con las oportunas limitaciones; sino una auténtica y
propiamente dicha exigencia. Sin embargo, hablando con rigor, esta exigencia de
la religión católica la introducen los modernistas que quieren pasar por más
moderados; pues los que pudiéramos llamar integrales quieren demostrar
que en el hombre todavía no creyente se halla latente el mismo germen que hubo
en la conciencia de Cristo y por éste fue transmitido a los hombres.
Reconocemos, pues, Venerables Hermanos, que el método apologético de los
modernistas someramente descrito, conviene de todo en todo con sus doctrinas; método,
a la verdad, como también sus doctrinas, lleno de errores, propio no para
edificar, sino para destruir; no para hacer a otros católicos, sino para
arrastrar a los católicos mismos a la herejía y hasta para destruir de todo
punto cualquier religión.
[VII]
Réstanos finalmente añadir algo sobre el modernista en cuanto reformador. Ya
lo que hasta aquí hemos dicho pone de manifiesto de cuán grande y vivo afán
innovador están animados estos hombres. Y este afán se extiende a las cosas
todas absolutamente que hay entre los católicos. Quieren que se innove la
filosofía, sobre todo en los sagrados Seminarios, de suerte que, relegada la
escolástica a la historia de la filosofía entre los demás sistemas que ya están
envejecidos, se enseñe a los adolescentes la filosofía moderna que es la sola
verdadera y que responde a nuestra época. Para innovar la teología, quieren
que la que llamamos teología racional tenga por fundamento la filosofía
moderna, y la teología positiva, piden que se funde sobre todo en la historia
de los dogmas. La historia reclaman también que se escriba según su método y
las prescripciones modernas. Decretan que los dogmas y su evolución se
concilien con la ciencia y la historia. Por lo que a la catequesis se refiere,
exigen que en los libros catequéticos sólo se consignen los dogmas innovados y
que estén al alcance del vulgo. Acerca del culto dicen que deben disminuirse
las devociones exteriores y prohiben que se aumenten; si bien otros, que son más
partidarios del simbolismo, se muestran aquí más indulgentes. El régimen de
la Iglesia gritan que ha de reformarse en todos sus aspectos, sobre todo en el
disciplinar y dogmático; y, por tanto, que ha de conciliarse por dentro y por
fuera con la conciencia moderna que tiende toda a la democracia: hay que dar,
por ende, al clero inferior y a los mismos laicos su parte en el régimen, y
distribuir una autoridad que está demasiado recogida y centralizada. Quieren
igualmente que se cambien las congregaciones romanas, y ante todo las que se
llaman del Santo Oficio y del Indice. Igualmente pretenden que se
varíe la acción del régimen eclesiástico en asuntos políticos y sociales,
para que juntamente se destierre de las ordenaciones civiles y se adapte, no
obstante, a ellas para imbuirlas de su espíritu. En materia moral, aceptan el
principio de los americanistas de que las virtudes activas han de anteponerse a
las pasivas y promover preferentemente su ejercicio [v. 1967]. Piden que el
clero se forme de manera que muestre su antigua humildad y pobreza y se adapte
por pensamiento y obras a los preceptos o enseñanzas del modernismo. Hay
finalmente quienes, dando de muy buena gana oídos a los maestros protestantes,
desean que se suprima en el sacerdocio el mismo sagrado celibato. ¿Qué dejan,
pues, intacto en la Iglesia, que no haya de ser reformado por ellos y de acuerdo
con sus proclamas?
En
toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, Venerables Hermanos,
tal vez parezca a alguno que nos hemos detenido demasiado; ello, sin embargo,
era de todo punto necesario, ora para que no nos tacharan, como suelen, de
ignorancia de sus cosas; ora para poner en claro que cuando se trata del
modernismo, no es cuestión de doctrinas vagas, sin nexo alguno entre ellas,
sino de un como cuerpo único y compacto, en que admitido un principio, todo lo
demás se sigue de necesidad. Por eso nos hemos valido de un método casi didáctico
y no hemos alguna vez rehuído los vocablos no latinos que emplean los
modernistas.
Contemplando
ahora como en una sola mirada el sistema entero, nadie se admirará si lo
definimos como un conjunto de todas las herejías. A la verdad, si alguien se
propusiera juntar, como si dijéramos el jugo y la sangre de cuantos errores
acerca de la fe han existido, jamás lo hubiera hecho mejor de como lo han hecho
los modernistas. Es más, han llegado éstos tan lejos que, como ya insinuamos,
no sólo han destruído la religión católica, sino toda religión en absoluto.
De ahí los aplausos de los racionalistas; de ahí que quienes entre éstos
hablan más libre y abiertamente, se felicitan de que no han hallado auxiliares
más eficaces que los modernistas.
Volvamos,
en efecto, Venerables Hermanos, por un momento a la perniciosísima doctrina del
agnosticismo. Por ella, sabemos, se le cierra al hombre todo camino hacia Dios
por parte del entendimiento, mientras creen depararse uno más apto por parte de
cierto sentimiento y acción del alma. ¿Pero quién no ve cuán erróneamente?
Porque el sentimiento del alma responde a la acción de la cosa que el
entendimiento o los sentidos externos han propuesto. Quitado el entendimiento,
el hombre seguirá con más fuerza a los sentidos externos, a los que ya de sí
se inclina. Erróneamente además, porque todas las fantasías sobre el
sentimiento religioso no expugnarán el sentido común, y el sentido común nos
enseña que una perturbación o preocupación cualquiera del ánimo, lejos de
ayudarnos a la investigación de la verdad, nos la impide; de la verdad,
decimos, como es en sí misma; porque la otra verdad subjetiva, fruto del
sentimiento y de la acción interna, si se presta ciertamente al juego, para
nada le sirve al hombre en orden a saber lo que más le interesa: si hay fuera
de él mismo o no un Dios en cuyas manos caerá un día. Cierto que para tamaña
obra llaman en su auxilio a la experiencia. Pero, ¿qué es lo que ésta
añade al sentimiento? Nada, si no es hacerlo más vehemente y que de esta
vehemencia resulte proporcionalmente más firme la persuasión sobre la verdad
del objeto. Y ciertamente estas dos cosas no logran que el sentimiento deje de
ser sentimiento, ni cambiar su naturaleza, expuesta siempre al engaño, si no se
rige por el entendimiento; más bien la confirman y ayudan, pues el sentimiento,
cuanto más intenso es, con mayor derecho es sentimiento.
Mas
como aquí tratamos del sentimiento religioso y de la experiencia que en él se
contiene, bien sabéis, Venerables Hermanos, de cuanta prudencia sea menester en
esta materia, y de cuanta ciencia también que rija a la prudencia misma. Lo sabéis
por el trato de las almas, de algunas señaladamente en que predomina el
sentimiento; lo sabéis por vuestra frecuentación de los libros ascéticos,
que, si no merecen estima alguna a los modernistas, no por ello dejan de ofrecer
doctrina mucho más sólida y más fina sagacidad de observación que la que
ellos a sí mismos se arrogan. A la verdad, cosa de un demente o, por lo menos,
de imprudencia suma nos parece tener, sin averiguación alguna, por verdaderas,
experiencias íntimas del linaje de las que venden los modernistas. Pero si
tanta es, digámoslo de pasada, la fuerza y firmeza de estas experiencias, ¿por
qué no se atribuye la misma a la que millares de católicos afirman tener del
extraviado camino que siguen los modernistas? ¿Sólo ésta es falsa y engañosa?
Pero la mayoría absoluta de los hombres mantiene y mantendrá siempre que, por
solo el sentimiento y la experiencia, sin guía ni luz alguna de la
inteligencia, no se puede jamás llegar a la noticia de Dios. Queda pues de
nuevo el ateísmo y ninguna religión.
Tampoco
se prometan mejores consecuencias de la doctrina del simbolismo que
profesan. Porque si cualesquiera elementos intelectuales, como dicen, no son
otra cosa que símbolos de Dios, ¿por qué no ha de serlo el nombre mismo de
Dios o de la personalidad divina? Y si así es, ya puede dudarse de la divina
personalidad y queda abierto el camino para el panteísmo. Al mismo término, es
decir, al puro y descarado panteísmo conduce la otra doctrina sobre la
inmanencia divina. Porque preguntamos: ¿Esta inmanencia distingue a Dios
del hombre o no lo distingue? Si lo distingue, ¿en qué se diferencia entonces
de la doctrina católica y por qué rechaza la doctrina sobre la revelación
externa? Si no lo distingue, tenemos el panteísmo. Es así que esta inmanencia
de los modernistas quiere y admite que todo fenómeno de conciencia procede
del hombre en cuanto es hombre; luego, el legítimo raciocinio concluye de ahí
que Dios es una sola y misma cosa con el hombre: De ahí el panteísmo.
La
distinción, en fin, que pregonan entre la ciencia y la fe, no admite otra
consecuencia. El objeto de la ciencia lo ponen, efectivamente, en la realidad de
lo cognoscible; el de la fe, por lo contrario, en la de lo incognoscible. Ahora
bien, lo incognoscible resulta, en su totalidad, de que entre la materia
propuesta y el entendimiento no hay proporción alguna. Es así que esta falta
de proporción no puede ser eliminada nunca ni aun en la doctrina de los
modernistas; luego lo incognoscible permanecerá incognoscible lo mismo para el
creyente que para el filósofo. Luego si ha de haber alguna religión, ésta será
siempre de la realidad incognoscible; ahora bien, por qué esta realidad no
pueda ser el alma del mundo, como lo admiten algunos racionalistas, a la verdad
que no lo vemos. Pero basta por ahora esto para que quede sobradamente patente
por cuán múltiple camino la doctrina de los modernistas lleva al ateísmo y a
destruir toda religión. A la verdad, el primer paso por esta senda lo dio el
error de los protestantes; sigue el error de los modernistas y próximamente
vendrá el ateísmo.
[Señaladas
finalmente las causas de estos errores —la curiosidad, la soberbia, la
ignorancia de la verdadera filosofía— se dan algunas reglas para fomentar y
ordenar los estudios filosóficos, teológicos y profanos, sobre la cautela en
elegir a los maestros, etc.]
Sobre
el autor y la verdad histórica del cuarto Evangelio
[Respuestas
de la Comisión Bíblica, de 29 de mayo de 1907]
Duda
I. Si por la constante,
universal y solemne tradición de la Iglesia que viene ya del siglo II, como
principalmente se deduce: a) de los testimonios y alusiones de los Santos
Padres y escritores eclesiásticos y hasta heréticos, que por tener que
derivarse de discípulos de los Apóstoles o sus primeros sucesores, se enlazan
con nexo necesario a los orígenes del libro; b) de haberse siempre y en
todas partes aceptado el nombre del autor del cuarto Evangelio en el canon y catálogo
de los Libros Sagrados; c) de los más antiguos manuscritos, códices y
versiones a otros idiomas de los mismos Libros; d) del público uso litúrgico
que desde los comienzos de la Iglesia se extendió por todo el orbe;
prescindiendo del argumento teológico, por tan sólido argumento histórico se
demuestra que debe reconocerse por autor del cuarto Evangelio a Juan Apóstol y
no á otro, de suerte que, las razones de los críticos aducidas en contra, no
debilitan en modo alguno esta tradición.
Respuesta:
Afirmativamente.
Duda
II. Si también las
razones internas que se sacan del texto del cuarto Evangelio, considerado dicho
texto separadamente, del testimonio del escritor y del parentesco manifiesto del
mismo Evangelio con la Epístola I de Juan Apóstol, se ha de considerar que
confirman la tradición que atribuye sin vacilación al mismo Apóstol el cuarto
Evangelio. Y si las dificultades que se toman de la comparación del mismo
Evangelio con los otros tres, pueden racionalmente resolverse, teniendo presente
la diversidad de tiempo, de fin y de oyentes para los cuales o contra los cuales
escribió el autor, como corrientemente las han resuelto los Santos Padres y
exegetas católicos.
Respuesta:
Afirmativamente a las
dos partes.
Duda
III. Si, no obstante la
práctica que estuvo constantísimamente en vigor desde los primeros tiempos de
la Iglesia universal de argumentar por el cuarto Evangelio como por documento
propiamente histórico; considerando, sin embargo, la índole peculiar del mismo
Evangelio y la intención manifiesta del autor de ilustrar y vindicar la
divinidad de Cristo por los mismos hechos y discursos del Señor, puede decirse
que los hechos narrados en el cuarto Evangelio están total ó parcialmente
inventados con el fin de que sean alegorías o símbolos doctrinales, y los
discursos del Señor no son propia y verdaderamente discursos del Señor mismo,
sino composiciones teológicas del escritor, aunque puestas en boca del Señor.
Respuesta:
Negativamente.
De
la autoridad de las sentencias de la Comisión Bíblica
[Del
Motu proprio Praestantia Scripturae, de 18 de noviembre de 1907]
...
Después de largas deliberaciones sobre las materias y de consultas diligentísimas,
la Pontificia Comisión Bíblica ha emitido felizmente algunas sentencias,
sumamente útiles para promover genuinamente los estudios bíblicos y dirigirlos
por una norma cierta. Pero vemos que no faltan en modo alguno quienes... no han
recibido ni reciben con la debida obediencia tales sentencias, por más que han
sido aprobados por el Sumo Pontífice.
Por
eso vemos que ha de declararse y mandarse, como al presente lo declaramos y
expresamente mandamos que todos absolutamente están obligados por deber de
conciencia a someterse a las sentencias de la Pontificia Comisión Bíblica,
ora a las que ya han sido emitidas, ora a las que en adelante se emitieren, del
mismo modo que a los Decretos de las Sagradas Congregaciones, referentes a
cuestiones doctrinales y aprobados por el Sumo Pontífice; y no
pueden evitar la nota de desobediencia y temeridad y, por ende, no están libres
de culpa grave, cuantos de palabra o por escrito impugnen estas sentencias; y
esto aparte del escándalo con que desedifican y lo demás de que puedan ser
culpables delante de Dios, por lo que sobre estas materias, como suele suceder,
digan temeraria y erróneamente.
Además,
con el fin de reprimir los espíritus cada día más audaces de los modernistas
que con sofismas y artificios de todo género se empeñan en quitar fuerza y
eficacia no sólo al Decreto Lamentabili sane exitu, que el 3 de julio
del presente año publicó por mandato nuestro la S. R. y U. Inquisición [v.
2001 s], sino también a nuestra Carta Encíclica Pascendi Dominici gregis, fecha
a 8 de septiembre de este mismo año [v. 2071 ss], por nuestra autoridad apostólica
reiteramos y confirmamos tanto el Decreto de la Congregación de la Sagrada
Suprema Inquisición, como dicha Carta Encíclica nuestra, añadiendo la pena de
excomunión contra los contradictores, y declaramos y decretamos que si
alguno, lo que Dios no permita, llegare a tanta audacia que defendiere
cualquiera de las proposiciones, opiniones y doctrinas reprobadas en uno u otro
de los documentos arriba dichos, queda ipso facto herido por la censura
irrogada por el capitulo Docentes de la Constitución Apostolicae
Sedis que es la primera de las excomuniones latae sententiae, sencillamente
reservadas al Romano Pontífice. Esta excomunión ha de entenderse a reserva de
las penas en que puedan incurrir quienes falten contra los citados documentos
como propagadores y defensores de herejías, si alguna vez sus proposiciones,
opiniones o doctrinas son heréticas, cosa que sucede más de una vez con los
enemigos de ese doble documento y, sobre todo, cuando propugnan los errores de
los modernistas, es decir, la reunión de todas las herejías.
Del
carácter y autor del libro de Isaías
[Respuestas
de la Comisión Bíblica, de 29 de junio de 1908]
Duda
I. Si puede enseñarse
que los vaticinios que se leen en el libro de Isaías —y a cada paso en las
Escrituras— no son profecías propiamente dichas, sino o narraciones
compuestas después del suceso, o, si hay que reconocer que el profeta anunció
algo antes del suceso, lo anunció no por revelación sobrenatural de Dios
conocedor de lo futuro, sino conjeturándolo de lo que ya antes había
acontecido, gracias a cierta sagacidad afortunada y a la agudeza del ingenio
natural.
Resp.: Negativamente.
Duda
II. Si la sentencia que
afirma que Isaías y demás profetas no pronunciaron vaticinios sino de lo que
había de suceder inmediatamente o no después de largo espacio de tiempo, puede
conciliarse con los vaticinios, los mesiánicos y escatológicos ante todo,
ciertamente pronunciados de lejos por los mismos profetas así como con la
sentencia de los santos Padres que afirman concordemente haber predicho también
los profetas cosas que habían de cumplirse después de muchos siglos.
Resp.: Negativamente.
Duda
III. Si puede admitirse
que los profetas, no sólo como correctores de la maldad humana y pregoneros de
la palabra divina para provecho de los oyentes, sino también como anunciadores
de sucesos futuros, constantemente tenían que dirigirse no a oyentes futuros,
sino presentes y contemporáneos suyos, de modo que pudieran ser plenamente
entendidos por ellos; por tanto, que la segunda parte del Libro de Isaías (cap.
40-46), en que el profeta no se dirige y consuela a los judíos contemporáneos
de Isaías, sino a los judíos que lloran en el destierro de Babilonia como si
viviera entre ellos, no puede tener por autor al mismo Isaías, de tanto tiempo
atrás muerto, sino que se debe atribuir a algún profeta desconocido que
viviera entre los desterrados.
Resp.:
Negativamente.
Duda
IV. Si para impugnar la
identidad de autor del libro: de Isaías ha de considerarse de tal fuerza el
argumento filológico tomado de la lengua y estilo que obligue a un hombre serio
y diestro en la crítica y en la lengua hebrea, a reconocer en dicho libro
pluralidad de autores.
Resp.:
Negativamente.
Duda
V. Si hay sólidos
argumentos, aun tomados cumulativamente, para demostrar victoriosamente que el
libro de Isaías no se ha de atribuir a un solo autor, sino a dos y hasta más
de dos autores.
Resp.:
Negativamente.
De
la relación entre la filosofía y la teología
[De
la Encíclica Communium rerum, de 21 de abril de 1909]
...
El principal oficio, pues, de la filosofía es poner en claro la sumisión
racional de nuestra fe [Rom. 12, 1], y, consiguientemente, el deber de
prestarla a la autoridad divina que nos propone misterios altísimos, los
cuales, atestiguados por muchísimos indicios de verdad, se han hecho
sobremanera creíbles [Ps. 92, 5]. Muy distinto de éste es el oficio
de la teología que se apoya en la divina revelación, y hace más sólidos en
la fe a quienes confiesan gozarse en el honor del nombre cristiano. Ningún
cristiano, en efecto, debe disputar cómo no es lo que la Iglesia Católica cree
con el corazón y confiesa con la boca; sino manteniendo siempre
indubitablemente la misma fe y amándola y viviendo conforme a ella, buscar
humildemente, en cuanto pueda, la razón de cómo es. Si logra entender, dé
gracias a Dios; si no puede, no saque sus cuernos para impugnar [1 Mac.
7, 46], sino baje su cabeza para venerar.
Del
carácter histórico de los primeros capítulos del Génesis
[Respuestas
de la Comisión Bíblica, de 30 de junio de 1909]
Duda
I. Si se apoyan en sólido
fundamento los varios sistemas exegéticos que se han excogitado y con
apariencia de ciencia propugnado para excluir el sentido literal de los tres
primeros capítulos del libro del Génesis.
Resp.:
Negativamente.
Duda
II. Si, no obstante el
carácter y forma histórica del libro del Génesis, el peculiar nexo de los
tres primeros capítulos entre sí y con los capítulos siguientes, el múltiple
testimonio de las Escrituras tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, el
sentir casi unánime de los santos Padres y el sentido tradicional que,
trasmitido ya por el pueblo de Israel, ha mantenido siempre la Iglesia, puede
enseñarse que: los tres predichos capítulos del Génesis contienen, no
narraciones de cosas realmente sucedidas, es decir, que respondan a la realidad
objetiva y a la verdad histórica; sino fábulas tomadas de mitologías y
cosmogonías de los pueblos antiguos, y acomodadas por el autor sagrado a la
doctrina monoteística, una vez expurgadas de todo error de politeísmo; o bien
alegorías y símbolos, destituidos de fundamento de realidad objetiva, bajo
apariencia de historia, propuestos para inculcar las verdades religiosas y filosóficas;
o en fin leyendas, en parte históricas, en parte ficticias, libremente
compuestas para instrucción o edificación de las almas.
Resp.:
Negativamente.
Duda
III. Si puede
especialmente ponerse en duda el sentido literal histórico donde se trata de
hechos narrados en los mismos capítulos que tocan a los fundamentos de la
religión cristiana, como son, entre otros, la creación de todas las cosas
hechas por Dios al principio del tiempo; la peculiar creación del hombre; la
formación de la primera mujer del primer hombre; la unidad del linaje humano;
la felicidad original de los primeros padres en el estado de justicia,
integridad e inmortalidad; el mandamiento, impuesto por Dios al hombre, para
probar su obediencia; la transgresión, por persuasión del diablo, bajo especie
de serpiente, del mandamiento divino; la pérdida por nuestros primeros padres
del primitivo estado de inocencia, así como la promesa del Reparador futuro.
Resp.:
Negativamente.
Duda
IV. Si en la
interpretación de aquellos lugares de estos capítulos que los Padres y
Doctores entendieron de modo diverso, sin enseñar nada cierto y definido, sea
licito a cada uno seguir y defender la sentencia que prudentemente aprobare,
salvo el juicio de la Iglesia y guardada la analogía de la fe.
Resp.:
Afirmativamente.
Duda
V. Si todas y cada una
de las cosas, es decir, las palabras y frases que ocurren en los capítulos
predichos han de tomarse siempre y necesariamente en sentido propio, de suerte
que no sea licito apartarse nunca de él, aun cuando las locuciones mismas
aparezcan como usadas impropiamente, o sea, metafórica o antropomórficamente,
y la razón prohiba mantener o la necesidad obligue a dejar el sentido propio.
Resp.:
Negativamente.
Duda
VI. Si, presupuesto el
sentido literal e histórico, puede sabia y útilmente emplearse la interpretación
alegórica y profética de algunos pasajes de los mismos capítulos, siguiendo
el brillante ejemplo de los Santos Padres y de la misma Iglesia.
Resp.:
Afirmativamente.
Duda
VII. Si dado el caso que
no fue la intención del autor sagrado, al escribir el primer capitulo del Génesis,
enseñar de modo científico la intima constitución de las cosas visibles y el
orden completo de la creación, sino dar más bien a su nación una noticia
popular acomodada a los sentidos y a la capacidad de los hombres, tal como era
uso en el lenguaje común del tiempo, ha de buscarse en la interpretación de
estas cosas exactamente y siempre el rigor de la lengua científica.
Resp.:
Negativamente.
Duda
VIII. Si en la
denominación y distinción de los seis días de que se habla en el capítulo I
del Génesis se puede tomar la voz Yôm (día) ora en sentido propio, como un día
natural, ora en sentido impropio, como un espacio indeterminado de tiempo, y si
es licito discutir libremente sobre esta cuestión entre los exegetas.
Resp.:
Afirmativamente.
De
los autores y tiempo de composición de los Salmos
[Respuestas
de la comisión Bíblica, de 1 de mayo de 1910]
Duda
I. Si las denominaciones
de salmos de David, Himnos de David, Libro de los salmos de David, Salterio
davídico, usadas en las antiguas colecciones y en los Concilios mismos para
designar el Libro de ciento cincuenta salmos del Antiguo Testamento; como también
la sentencia de varios Padres que sostuvieron que todos los salmos absolutamente
habían de atribuirse a David solo, tengan tanta fuerza que haya de tenerse a
David por autor único de todo el Salterio.
Resp.:
Negativamente.
Duda
II. Si de la
concordancia del texto hebreo con el texto griego alejandrino y con otras viejas
versiones se puede con razón argüir que los títulos de los salmos puestos al
frente del texto hebreo son más antiguos que la llamada versión de los LXX; y
que, por lo tanto, derivan si no directamente de los autores mismos de los
salmos, si por lo menos de la antigua tradición judaica.
Resp.:
Afirmativamente.
Duda
III. Si los predichos títulos
de los salmos, testigos de la tradición judaica, pueden ponerse prudentemente
en duda, cuando no haya razón alguna grave en contra de su genuinidad.
Resp.:
Negativamente.
Duda
IV. Si teniendo en
cuenta los frecuentes testimonios de la Sagrada Escritura sobre la natural
pericia de David, ilustrada por carisma del Espíritu Santo, en componer cantos
religiosos, las instituciones por él fundadas para el canto litúrgico de los
salmos, las atribuciones a él de salmos hechas ora en el Antiguo, ora en el
Nuevo Testamento, ora en los títulos, que de antiguo están antepuestos a los
salmos, aparte del consentimiento de los judíos, de los Padres y Doctores de la
Iglesia, puede prudentemente negarse ser David el autor principal de los cantos
del salterio o afirmarse, por lo contrario, que sólo unos pocos salmos han de
atribuirse al regio cantor.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
Duda
V. Si puede
especialmente negarse el origen davídico de aquellos salmos que en el Antiguo o
en el Nuevo Testamento se citan expresamente con el nombre de David, entre los
que hay que contar sobre todo el salmo 2 Quare fremuerunt gentes; el
salmo 15 Conserva me, Domine; el salmo 17 Diligam te, Domine,
fortitudo mea; el salmo 31 Beati, guorum remissae sunt iniquitates;
el salmo 68 Salvum me fac, Deus; el salmo 109 Dixit Dominus Domino
meo?.
Resp.:
Negativamente.
Duda
VI. Si puede admitirse
la sentencia de aquellos que sostienen que entre los salmos del salterio hay
algunos de David o de otros autores que por razones litúrgicas o musicales, por
la somnolencia de los amanuenses o por otras no descubiertas causas han sido
divididos en varios o juntados en uno; igualmente, que hay otros salmos, como el
Miserere mei, Deus, que para adaptarlos mejor a las circunstancias históricas
o a las solemnidades del pueblo judaico, han sido levemente retocados o
modificados con la sustracción o adición de algún que otro versículo, salva,
sin embargo, la inspiración de todo el texto sagrado.
Resp.:
Afirmativamente a las
dos partes
Duda
VII. Si puede sostenerse
con probabilidad la sentencia de aquellos de entre los escritores modernos que,
apoyados sólo en indicios internos o en una interpretación menos recta del
texto sagrado, se han esforzado en demostrar que no pocos salmos fueron
compuestos después de la época de Esdras y Nehemías y hasta en tiempo de los
¿Macabeos.
Resp.:
Negativamente.
Duda
VIII. Si por el múltiple
testimonio de los Libros Sagrados del Nuevo Testamento y el unánime sentir de
los Padres, de acuerdo también con los escritores de la nación judaica, han de
reconocerse varios salmos proféticos y mesiánicos que han vaticinado la
venida, reino, sacerdocio, pasión, muerte y resurrección del Libertador
futuro; y que, por ende, debe ser totalmente rechazada la sentencia de los que
pervirtiendo la índole profética y mesiánica de los salmos limitan esos
mismos oráculos sobre Cristo a anunciar sólo el futuro destino del pueblo
elegido.
Resp.:
Afirmativamente a las
dos partes.
De
la edad de los que han de ser admitidos a la primera Comunión Eucarística
[Del
Decreto Quam singulari, de la congr. de Sacramentos,de 8 de agosto de
1910]
I.
La edad de discreción, tanto para la confesión como para la comunión, es
aquella en que el niño empieza a razonar, es decir, hacia los siete años, bien
sea más, bien sea también menos. Desde este tiempo empieza la obligación de
satisfacer a uno y a otro mandamiento de la confesión y comunión [v. 437].
II.
Para la primera confesión y primera comunión, no es necesario un conocimiento
pleno y cabal de la doctrina cristiana. El niño, sin embargo, deberá luego
aprender gradualmente todo el catecismo, según la medida de su inteligencia.
III
El conocimiento de la religión que se requiere en el niño para prepararse
convenientemente a la primera comunión, es aquel en que perciba, según su
capacidad, los misterios de la fe necesarios con necesidad de medio y distinga
el pan eucarístico del pan corporal y común, para que se acerque a la Eucaristía
can la devoción que su edad permite.
IV.
La obligación del precepto de la confesión y comunión: que grava al niño,
recae principalmente sobre aquellos que deben tener cuidado de él, esto es,
sobre sus padres, confesor, educadores y párroco. Sin embargo, al padre o a
quienes hagan sus veces, y al confesor, les toca, según el Catecismo Romano,
admitir al niño a la primera comunión.
V.
Una o varias veces al año, procuren los párrocos anunciar y celebrar comunión
general de los niños y admitan a ella no sólo a los noveles sino también a
los otros que, con consentimiento de los padres y del confesor, como antes se ha
dicho, participaron ya por vez primera del sacramento del altar. Para unos y
otros, han de preceder algunos días de instrucción y de preparación.
VI.
Los que tienen cuidado de los niños han de procurar con todo empeño que después
de la primera comunión los mismos niños se acerquen con frecuencia a la
sagrada mesa y, a ser posible, hasta diariamente, como lo desean Cristo Jesús y
la madre Iglesia [v 1891 ss], y que lo hagan con aquella devoción que permite
su edad. Recuerden también quienes están a su cuidado el gravísimo deber que
les obliga a procurar que los niños continúen asistiendo a las públicas
instrucciones de la catequesis, o de suplir de otro modo su instrucción
religiosa.
VII.
La costumbre de no admitir los niños a la confesión o de no absolverlos nunca,
una vez que han llegado al uso de la razón, es totalmente reprobable. Por eso
los Ordinarios de lugar procurarán que de todo en todo se suprima, hasta
empleando los remedios de derecho.
VIII.
Es absolutamente detestable el abuso de no administrar el viático y la
extremaunción a los niños después del uso de la razón y enterrarlos por el
rito de los párvulos. Los Ordinarios de lugar han de castigar severamente a
quienes no se aparten de esta costumbre.
Juramento
contra los errores del modernismo
[Del
Motu proprio Sacrorum Antistitum de 1º de septiembre de 1910]
Yo...
abrazo y acepto firmemente todas y cada una de las cosas que han sido definidas,
afirmadas y declaradas por el magisterio inerrante de la Iglesia, principalmente
aquellos puntos de doctrina que directamente se oponen a los errores de la época
presente. Y en primer lugar: profeso que Dios, principio y fin de todas las
cosas, puede ser ciertamente conocido y, por tanto, también demostrado, como la
causa por sus efectos, por la luz natural de la razón mediante las cosas que
han sido hechas [cf. Rom. 1, 20], es decir, por las obras visibles de
la creación. En segundo lugar: admito y reconozco como signos certísimos del
origen divino de la religión cristiana los argumentos externos de la revelación,
esto es, hechos divinos, y en primer término, los milagros y las profecías, y
sostengo que son sobremanera acomodados a la inteligencia de todas las edades y
de los hombres, aun los de este tiempo. En tercer lugar: creo igualmente con fe
firme que la Iglesia, guardiana y maestra de la palabra revelada, fue próxima y
directamente instituida por el mismo, verdadero e histórico, Cristo, mientras
vivía entre nosotros, y que fue edificada sobre Pedro, principe de la jerarquía
apostólica, y sus sucesores para siempre. Cuarto: acepto sinceramente la
doctrina de la fe trasmitida hasta nosotros desde los Apóstoles por medio de
los Padres ortodoxos siempre en el mismo sentido y en la misma sentencia; y por
tanto, de todo punto rechazo la invención herética de la evolución de los
dogmas, que pasarían de un sentido a otro diverso del que primero mantuvo la
Iglesia; igualmente condeno todo error, por el que al depósito divino,
entregado a la Esposa de Cristo y que por ella ha de ser fielmente custodiado,
sustituye un invento filosófico o una creación de la conciencia humana,
lentamente formada por el esfuerzo de los hombres y que en adelante ha de
perfeccionarse por progreso indefinido. Quinto: Sostengo con toda certeza y
sinceramente profeso que la fe no es un sentimiento ciego de la religión que
brota de los escondrijos de la subconciencia, bajo presión del corazón
y la inclinación de la voluntad formada moralmente, sino un verdadero
asentimiento del entendimiento a la verdad recibida de fuera por oído, por
el que creemos ser verdaderas las cosas que han sido dichas, atestiguadas y
reveladas por el Dios personal, creador y Señor nuestro, y lo creemos por la
autoridad de Dios, sumamente veraz.
También
me someto con la debida reverencia y de todo corazón me adhiero a las
condenaciones, declaraciones y prescripciones todas que se contienen en la Carta
Encíclica Pascendi [v. 2071] y en el Decreto Lamentabili, particularmente
en lo relativo a la que llaman historia de los dogmas. Asimismo repruebo el
error de los que afirman que la fe propuesta por la Iglesia puede repugnar a la
historia, y que los dogmas católicos en el sentido en que ahora son entendidos,
no pueden conciliarse con los más exactos orígenes de la religión cristiana.
Condeno y rechazo también la sentencia de aquellos que dicen que el cristiano
erudito se reviste de doble personalidad, una de creyente y otra de historiador,
como si fuera licito al historiador sostener lo que contradice a la fe del
creyente, o sentar premisas de las que se siga que los dogmas son falsos y
dudosos, con tal de que éstos no se nieguen directamente. Repruebo igualmente
el método de juzgar e interpretar la Sagrada Escritura que, sin tener en cuenta
la tradición de la Iglesia, la analogía de la fe y las normas de la Sede Apostólica,
sigue los delirios de los racionalistas y abraza no menos libre que
temerariamente la crítica del texto como regla única y suprema. Rechazo además
la sentencia de aquellos que sostienen que quien enseña la historia de la
teología o escribe sobre esas materias, tiene que dejar antes a un lado la
opinión preconcebida, ora sobre el origen sobrenatural de la tradición católica,
ora sobre la promesa divina de una ayuda para la conservación perenne de cada
una de las verdades reveladas, y que además los escritos de cada uno de los
Padres han de interpretarse por los solos principios de la ciencia, excluida
toda autoridad sagrada, y con aquella libertad de juicio con que suelen
investigarse cualesquiera monumentos profanos. De manera general, finalmente, me
profeso totalmente ajeno al error por el que los modernistas sostienen
que en la sagrada tradición no hay nada divino, o, lo que es mucho peor, lo
admiten en sentido panteístico, de suerte que ya no quede sino el hecho escueto
y sencillo, que ha de ponerse al nivel de los hechos comunes de la historia, a
saber: unos hombres que por su industria, ingenio y diligencia continúan en las
edades siguientes la escuela comenzada por Cristo y sus Apóstoles. Por tanto,
mantengo firmísimamente la fe de los Padres y la mantendré hasta el postrer
aliento de mi vida sobre el carisma cierto de la verdad, que está,
estuvo y estará siempre en la sucesión del episcopado desde los Apóstoles;
no para que se mantenga lo que mejor y más apto pueda parecer conforme a la
cultura de cada edad, sino para que nunca se crea de otro modo, nunca de otro
modo se entienda la verdad absoluta e inmutable predicada desde el principio
por los Apóstoles.
Todo
esto prometo que lo he de guardar íntegra y sinceramente y custodiar
inviolablemente sin apartarme nunca de ello, ni enseñando ni de otro modo
cualquiera de palabra o por escrito. Así lo prometo, así lo juro, así me
ayude Dios...
Acerca
de algunos errores te los orientales
[De
la Carta Ex quo a los arzobispos delegados apostólicos de Bizancio, en
Grech, en Egipto, en Mesopotamia, en Persia, en Siria y en las Indias
orientales, de 26 de diciembre de 1910]
No
menos temeraria que falsamente se da entrada a esta opinión: que el dogma de la
procesión del Espíritu Santo por parte del Hijo no dimana en modo alguno de
las palabras mismas del Evangelio ni se prueba por la fe de los antiguos Padres;
—igualmente con la mayor imprudencia se pone en duda si los sagrados dogmas
del purgatorio y de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María
fueron conocidos por los santos varones de los primeros siglos;— ... sobre la
constitución de la Iglesia... en primer lugar se renueva el error tiempo ha
condenado por nuestro predecesor Inocencio X [v. 1091], por el que se persuade
se tenga a San Pablo como hermano totalmente igual a San Pedro; —luego con no
menor falsedad se introduce la persuasión de que la Iglesia Católica no fue en
los primeros siglos mando de uno solo, es decir, monarquía, o que el primado de
la Iglesia Romana no se apoya en ningún argumento válido.— Mas ni
siquiera... queda intacta la doctrina católica sobre el Santísimo Sacramento
de la Eucaristía, al enseñarse audazmente poderse aceptar la sentencia que
defiende que entre los griegos las palabras de la consagración no surten efecto
sino después de pronunciada la oración que llaman epiclesis, cuando, por lo
contrario, es cosa averiguada que a la Iglesia no le compete derecho alguno de
innovar nada acerca de la sustancia misma de los sacramentos, y no es menos
disonante que haya de tenerse por válida la confirmación conferida por
cualquier presbítero.
Estas
opiniones están notadas como “errores graves”.
Del
autor, del tiempo de composición y de la verdad histórica del Evangelio según
San Mateo
[Respuestas de la Comisión Bíblica,
de 18 de junio de 1911]
1.
Si atendiendo el universal y constante consentimiento de la Iglesia ya desde los
primeros siglos, que luminosamente muestran los expresos testimonios de los
Padres, los títulos de los códices de los Evangelios, las versiones, aun las más
antiguas, de los Sagrados Libros y los catálogos trasmitidos por los Santos
Padres, por los escritores eclesiásticos, por los Sumos Pontífices y por los
Concilios, y finalmente el uso litúrgico de la Iglesia oriental y occidental,
puede y debe afirmarse con certeza que Mateo, Apóstol de Cristo, es realmente
el autor del Evangelio publicado bajo su nombre.
Resp.:
Afirmativamente.
II.
Si ha de considerarse como suficientemente apoyada en la tradición la sentencia
que sostiene que Mateo precedió a los demás Evangelistas en escribir y que
escribió el primer Evangelio en la lengua patria usada entonces por los judíos
palestinenses, a quienes fue dirigida la obra.
Resp.:
Afirmativamente, en
cuanto a las dos partes.
III.
Si la redacción de este texto original puede aplazarse más allá de la fecha
de la ruina de Jerusalén, de suerte que los vaticinios que en el se leen sobre
la misma ruina, hayan sido escritos después del suceso; o si el testimonio que
suele alegarse de Ireneo [Adv. haer. 3, 1, 2], de interpretación
incierta y controvertida, haya de considerarse de tanto peso que obligue a
rechazar la sentencia de aquellos que creen, más conformemente con la tradición,
que dicha redacción estaba ya terminada antes de la venida de Pablo a Roma.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
IV.
Si puede sostenerse, siquiera con probabilidad, la opinión de algunos modernos,
según la cual, Mateo no habría compuesto propia y estrictamente el Evangelio
cual nos ha sido trasmitido, sino solamente cierta colección de dichos o
discursos de Cristo de los que se habría valido como de fuente otro autor anónimo,
a quien hacen redactor del Evangelio mismo.
Resp.:
Negativamente.
V.
Si por el hecho de que los Padres y escritores eclesiásticos todos, más aún,
hasta la Iglesia misma ya desde su cuna, han usado únicamente como canónico el
texto griego del Evangelio conocido bajo el nombre de Mateo, sin exceptuar
siquiera aquellos que expresamente enseñaron que Mateo Apóstol habría escrito
en lengua patria, puede probarse con certeza que el mismo Evangelio griego es idéntico
en cuanto a la sustancia con el Evangelio compuesto por el mismo Apóstol en su
lengua patria.
Resp.: Afirmativamente.
VI.
Si por el hecho de que el autor del primer Evangelio persigue principalmente un
fin apologético y dogmático, es decir, demostrar a los judíos que Jesús es
el Mesías anunciado de antemano por los profetas y nacido de la estirpe de
David, y que además no siempre guarda el orden cronológico en la disposición
de los hechos y dichos que narra y refiere, puede de ahí deducirse que no han
de tomarse como verdaderos tales dichos y hechos; o si puede también afirmarse
que los relatos de los hechos y discursos de Cristo que se leen en el mismo
Evangelio, han sufrido alguna alteración y adaptación bajo el influjo de las
profecías del Antiguo Testamento y del más adelantado estado de la Iglesia, y
que, por ende, no están conformes con la verdad histórica.
Resp.: Negativamente a las
dos partes.
VII.
Si deben especialmente considerarse con razón destituidas de sólido fundamento
las opiniones de aquellos que ponen en duda la autenticidad histórica de los
dos primeros capítulos en que se narran la genealogía e infancia de Cristo, así
como la de algunas sentencias de grande importancia en materia dogmática, como
son las que se refieren al primado de Pedro [Mt. 16, 17-19], a la forma del
bautismo con la universal misión de predicar confiada a los Apóstoles [Mt. 28,
19-20], a la profesión de fe de los Apóstoles en la divinidad de Jesucristo
[Mt. 14, 33] y a otros puntos por el estilo que aparecen en Mateo enunciados de
modo peculiar.
Resp.: Afirmativamente.
Del
autor, del tiempo de composición y de la verdad histórica de los Evangelios
según Marcos
y según Lucas
[Respuestas
de la Comisión Bíblica, de 26 de junio de 1912]
I.
Si el sufragio luminoso de la tradición, maravillosamente unánime desde los
comienzos de la Iglesia y confirmado por múltiples argumentos, a saber, por los
testimonios expresos de los Santos Padres y escritores eclesiásticos, por las
citas y alusiones que ocurren en lo escritos de los mismos, por el uso de los
antiguos herejes, por las versiones de los libros del Nuevo Testamento, por casi
todos los códices manuscritos más antiguos, y también por las razones
internas sacadas del texto mismo de los Libros Sagrados, obliga a afirmar con
certeza que Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, y Lucas, médico,
auxiliar y compañero de Pablo, son realmente los autores de los Evangelios que
respectivamente se les atribuyen.
Resp.:
Afirmativamente.
II.
Si las razones con que algunos críticos se esfuerzan en demostrar que los doce
últimos versículos del Evangelio de Marcos [Mc. 16, 9-20], no han sido
escritos por el mismo Marcos, sino añadidos por mano ajena, son tales que den
derecho a afirmar que no han de recibirse como canónicos e inspirados; o por lo
menos demuestren que no es Marcos el autor de los mismos versículos.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
III.
Si es igualmente licito dudar de la inspiración y canonicidad de las
narraciones de Lucas sobre la infancia de Cristo [Lc. 1-2]; o de la aparición
del ángel que conforta a Jesús y del sudor de sangre [Lc. 22, 43 ss]; o si
puede por lo menos demostrarse con sólidas razones —tesis grata a los
antiguos herejes y que gusta también a algunos críticos recientes— que esas
narraciones no pertenecen al auténtico Evangelio de Lucas.
Resp.:
Negativamente a ambas
partes.
IV.
Si aquellos documentos, rarísimos y totalmente singulares en que el cántico
del Magnificat no se atribuye a la Bienaventurada Virgen María, sino a
Isabel, pueden y deben prevalecer en algún modo contra el testimonio concorde
de casi todos los códices, tanto del texto griego original como de las
versiones, así como contra la interpretación que manifiestamente exigen no
menos el contexto que el ánimo de la misma Virgen y la constante tradición de
la Iglesia.
Resp.:
Negativamente.
V.
Si en cuanto al orden cronológico de los Evangelios, es lícito apartarse de
aquella sentencia que, robustecida por antiquísimo y constante testimonio de la
tradición, atestigua que después que Mateo, que escribió el primero de todos
su Evangelio en lengua patria, Marcos escribió el segundo en orden y Lucas el
tercero; o si hay que pensar que a esta sentencia se opone a su vez la opinión
de aquellos que afirman que el segundo y tercer Evangelio fueron compuestos
antes que la traducción griega del primer Evangelio.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
VI.
Si es lícito diferir el tiempo de la composición de los Evangelios de Marcos y
Lucas hasta la destrucción de la ciudad de Jerusalén, o si puede sostenerse,
por el hecho de que la profecía del Señor acerca de la destrucción de esta
ciudad parece más determinada en Lucas, que por lo menos su Evangelio fue
escrito cuando ya estaba iniciado el cerco de la ciudad.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
VII.
Si debe afirmarse que el Evangelio de Lucas precedió al libro de los Hechos
de los Apóstoles y que, como este libro, que tiene al mismo Lucas por autor
[Act. 1, 15], fue terminado hacia el fin de la cautividad romana del Apóstol,
su Evangelio no fue compuesto después de este tiempo.
Resp.:
Afirmativamente.
VIII.
Si teniendo presente tanto los testimonios de la tradición como los argumentos
internos en cuanto a las fuentes de que ambos Evangelistas se valieron para
escribir su Evangelio, puede ponerse prudentemente en duda la sentencia que
afirma haber escrito Marcos según la predicación de Pedro, y Lucas según
la predicación de Pablo, y juntamente afirma que los mismos Evangelistas,
tuvieron también a mano otras fuentes fidedignas, tanto orales, como ya también
consignadas por escrito.
Resp.:
Negativamente.
IX.
Si los dichos y hechos que Marcos narra diligentemente y como gráficamente
conforme a la predicación de Pedro, y Lucas expone sincerísimamente, después
de seguirlo todo diligentemente, desde el principio, por medio de testigos
totalmente fidedignos como que desde el principio lo vieron por sí mismos y
fueron ministros de la palabra [Lc. 1, 2 s], reclaman con razón para si
aquella plena fe histórica que siempre les prestó la Iglesia; o, por el
contrario, hay que considerar tales dichos y hechos como desprovistos, por lo
menos en parte, de verdad histórica, ora porque los escritores no fueron
testigos oculares, ora porque en uno y otro Evangelista se sorprende no raras
veces defecto de orden y discrepancia en la sucesión de los hechos, ora porque,
habiendo venido y escrito más tarde, hubieron forzosamente de referir
concepciones extrañas a la mente de Cristo y los Apóstoles o hechos ya más o
menos contaminados por la imaginación popular, ora, finalmente, porque cada uno
según su fin condescendió con ideas dogmáticas preconcebidas.
Resp.:
Afirmativamente a la
primera parte; negativamente a la segunda.
De
la cuestión sinóptica, o sea, de las mutuas relaciones entre los tres primeros
Evangelios
[Respuestas
de la Comisión Bíblica, de 26 de junio de 1912]
I.
Si guardado lo que de todo punto ha de guardarse conforme a lo precedentemente
estatuido, particularmente sobre la autenticidad e integridad de los tres
Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, sobre la identidad sustancial del Evangelio
griego de Mateo con su original primitivo, así como sobre el orden de tiempo en
que fueron escritos; para explicar sus reciprocas semejanzas y desemejanzas,
entre tan varias y opuestas opiniones de los autores, es lícito a los exegetas
disputar libremente, y apelar a las hipótesis de la tradición oral o escrita,
o también de la dependencia de uno respecto a su precedente o precedentes.
Resp.:
Afirmativamente.
II.
Si debe considerarse que guardan lo que arriba ha sido estatuído quienes, sin
apoyarse en testimonio alguno de la tradición ni en ningún argumento histórico,
fácilmente abrazan la hipótesis vulgarmente llamada de las dos fuentes, que
pretende explicar la composición del Evangelio griego de Mateo y del Evangelio
de Lucas por su dependencia sobre todo del Evangelio de Marcos y de la llamada
colección de discursos del Señor, y si por lo tanto pueden defenderla
libremente.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
Del
autor, del tiempo de composición y de la verdad histórica del libro de los
Hechos de los Apóstoles
[Respuestas
de la Comisión Bíblica, de 12 de junio de 1913]
I.
Si considerando principalmente la tradición de la Iglesia universal que se
remonta hasta los primeros escritores eclesiásticos y atendidas las razones
internas del libro de los Hechos ora en sí mismo considerado, ora en
relación con el tercer Evangelio y, sobre todo, la mutua afinidad y conexión
de ambos prólogos [Lc. 1, 1-4; Act. 1, 1 s], ha de tenerse por cierto que el
volumen que se titula Hechos de los Apóstoles o lIpd~6~ 'A7roaróA~ov
tiene por autor a Lucas Evangelista.
Resp.:
Afirmativamente.
II.
Si por razones críticas tomadas ora de la lengua y estilo,; ora del modo de
contar, ora de la unidad de fin y de doctrina, puede demostrarse que el libro de
los Hechos de los Apóstoles debe se atribuído a un solo autor; y si,
por tanto, la sentencia de los modernos escritores, según la cual Lucas no es
el autor único del libro, sino que hay que reconocer diversos autores del mismo
libro, está destituída de todo fundamento.
Resp.:
Afirmativamente a las
dos partes.
III.
Si especialmente las perícopes famosas en los Hechos, en que
interrumpido bruscamente el uso de la tercera persona se introduce la primera
plural (Wir-Stücke), debilitan la unidad de composición y la autenticidad; o
si, consideradas histórica y filológicamente, más bien hay que deducir que la
confirman.
Resp.:
Negativamente a la
primera parte; afirmativamente a la segunda.
IV.
Si del hecho de que el libro mismo, apenas hecha mención del bienio de la
primera cautividad romana de Pablo, se cierra bruscamente, es lícito inferir
que el autor escribió un segundo volumen perdido o que lo intentó escribir y,
por tanto, que la fecha de composición del libro de los Hechos puede
atrasarse mucho después de dicha cautividad; o si más bien hay que sostener
con derecho y razón que Lucas terminó su libro hacia el fin de la cautividad
romana del Apóstol Pablo.
Resp.:
Negativamente a la
primera parte; afirmativamente a la segunda.
V.
Si considerando juntamente, ora la frecuente y fácil comunicación que sin género
de duda tuvo Lucas con los palestinenses así como con Pablo, Apóstol de las
naciones, de quien fue auxiliar en la predicación evangélica y compañero de
viajes, ora su acostumbrada industria y diligencia en buscar testigos y observar
las cosas por sus propios ojos, ora finalmente la concordia muchas veces
evidente y admirable del libro de los Hechos con las Epístolas de Pablo
y con los más sinceros monumentos de la historia, debe sostenerse con certeza
que Lucas tuvo a mano fuentes dignas de toda fe y que las empleó cuidadosa,
proba y fielmente, de suerte que puede reclamar para si, con razón, la plena
autoridad histórica.
Resp.:
Afirmativamente.
VI.
Si las dificultades que corrientemente suelen objetarse, tomadas, ya de los
hechos sobrenaturales narrados por Lucas, ya de la referencia de ciertos
discursos que, al estar trasmitidos compendiosamente, se consideran fingidos y
adaptados a las circunstancias, ya de ciertos pasajes que por lo menos
aparentemente disienten de la historia bíblica o profana, ya finalmente de
ciertos resultados que parecen pugnar con el autor mismo de los Hechos o
con otros autores sagrados, son tales que puedan inducir a poner en duda la
autoridad histórica de los Hechos o, por lo menos disminuirla de algún
modo.
Resp.:
Negativamente.
Del
autor, integridad y tiempo de composición de las Epístolas pastorales de Pablo
Apóstol
[Respuestas
de la Comisión Bíblica, de 12 de junio de 1913]
I.
Si teniendo presente la tradición de la Iglesia que persevera universal y
firmemente desde sus orígenes, tal como de muchos modos la atestiguan vetustos
monumentos eclesiásticos, debe sostenerse con certeza que las Epístolas que se
llaman pastorales, a saber, las dos a Timoteo y una a Tito, no obstante el
atrevimiento de ciertos herejes, los cuales, por ser éstas contrarias a su
doctrina, las borraron sin alegar razón alguna del número de las Epístolas
paulinas, fueron escritas por el mismo Apóstol Pablo y perpetuamente contadas
entre las auténticas y canónicas.
Resp.:
Afirmativamente.
II.
Si la hipótesis llamada fragmentaria, introducida y de diverso modo propuesta
por algunos críticos modernos, quienes, por lo demás, sin razón probable
alguna, sino más bien pugnando entre sí, pretenden que las Epístolas
pastorales, en tiempo posterior, fueron entretejidas y notablemente aumentadas
con fragmentos de cartas o con cartas paulinas perdidas, por obra de autores
desconocidos, puede acarrear algún perjuicio, siquiera leve, al testimonio
claro y firmísimo de la tradición.
Resp.:
Negativamente.
III.
Si las dificultades que de modos varios se suelen oponer, tomadas, ora del
estilo y lengua del autor, ora de los errores particularmente gnósticos que se
describen como ya introducidos, ora del estado de la jerarquía eclesiástica,
que se supone ya desarrollada, y otras razones por el estilo en contra,
debilitan de algún modo la sentencia, que sostiene como probada y cierta la
genuinidad de las Epístolas pastorales.
Resp.:
Negativamente.
IV.
Si, como quiera que no menos por razones históricas que por la tradición
eclesiástica, concorde con los testimonios de los Padres orientales y
occidentales, así como por los indicios mismos que se sacan fácilmente, ya de
la brusca conclusión del libro de los Hechos, ya de las Epístolas
paulinas escritas en Roma, y principalmente de la segunda a Timoteo, debe
tenerse por cierta la sentencia de la doble cautividad romana del Apóstol
Pablo, puede afirmarse con seguridad que las Epístolas pastorales fueron
escritas en el espacio de tiempo que media entre la liberación de la primera
cautividad y la muerte del Apóstol.
Resp.:
Afirmativamente.
Del
autor y modo de composición de la Epístola a los Hebreos
[Respuestas
de la Comisión Bíblica, de 24 de junio de 1914]
I.
Si a las dudas que en los primeros siglos, debidas ante todo al abuso de los
herejes, retuvieron los ánimos de algunos en Occidente acerca de la divina
inspiración y origen paulino de la carta a los hebreos, ha de atribuírseles
tanta fuerza que, atendida la perpetua, unánime y constante afirmación de los
Padres orientales, a la que después del siglo IV se añadió el pleno
consentimiento de la Iglesia occidental; consideradas también las actas de los
Sumos Pontífices y de los sagrados Concilios, particularmente del Tridentino,
así como el perpetuo uso de la Iglesia universal, es lícito dudar que la Epístola
a los Hebreos haya de contarse con certeza no sólo entre las canónicas
—cosa que está definida de fe—, sino entre las genuinas Epístolas del Apóstol
Pablo.
Resp.:
Negativamente.
II.
Si los argumentos que suelen tomarse, ora de la insólita ausencia del nombre de
Pablo y de la omisión del acostumbrado exordio y saludo en la Epístola a
los Hebreos, ora de la pureza de su lengua griega, de la elegancia y
perfección de la dicción y del estilo, ora del modo como en ella se alega el
Antiguo Testamento y de él se argüye, ora de ciertas diferencias que se
pretende existen entre la doctrina de esta carta y la de las demás epístolas
de Pablo, tienen fuerza para debilitar de algún modo su origen paulino; o si, más
bien, la perfecta armonía de doctrina y sentencias, la semejanza de avisos y
exhortaciones, así como la consonancia de locuciones y palabras mismas, que
hasta algunos acatólicos han celebrado, que se observan entre ella y los demás
escritos del Apóstol de las gentes, demuestran y confirman el mismo origen
paulino.
Resp.:
Negativamente a la
primera parte, afirmativamente la segunda.
III.
Si el Apóstol Pablo de tal modo ha de considerarse como autor de esta Epístola
que deba necesariamente afirmarse no sólo haberla concebido y expresado toda
ella por inspiración del Espíritu Santo, sino que le dio también la forma en
que se conserva
Resp.:
Negativamente, salvo
ulterior juicio de la Iglesia.