JERARQUlA CATÓLICA, POR LA VERDAD Y EL PLURALISMO


Por Juan A. MARTÍNEZ CAMINO
SECRETARIO DE LA C.E.
PARA LA DOCTRINA DE LA FE

 

DEMOCRACIA/I-CATOLICA JERARQUIA/DEMOCRACIA ETICA/PRIVADA-PCA

DESDE hace algunos años don Gregorio Peces-Barba viene 
repitiendo sin descanso desde las páginas de ABC que una de las 
amenazas para nuestro sistema democrático es la postura 
«fundamentalista» de la jerarquía católica, al menos de «un sector 
relevante» de ella, con el Papa Juan Pablo II a la cabeza. Lo ha 
reiterado los días pasados, con motivo del vigésimo aniversario de la 
Constitución. Semejante imputación, carente en absoluto de 
fundamentos serios, aconseja que hagamos algo de memoria y que 
volvamos sobre el planteamiento que Peces-Barba hace del asunto. 
Este año, además de los veinte años de la Constitución, se han 
cumplido también los veinticinco años de un importante documento de 
la Conferencia Episcopal que lleva por título «Sobre la Iglesia y la 
comunidad política», publicado el 23 de enero de 1973 (aprobado 
por la Asamblea Plenaria en diciembre de 1972). En este documento, 
punto de llegada de una larga serie de manifestaciones episcopales y 
eclesiales que arrancan de los años del Concilio Vaticano II, los 
obispos se adelantaban seis años en proponer lo que la Constitución 
iba a consagrar en 1978: la no confesionalidad del Estado y la libertad 
religiosa. Es sabido que las resistencias a la separación clara de 
Iglesia y Estado procedían después del Concilio, no tanto de la 
jerarquía católica cuanto de las autoridades del régimen político 
confesional. Ciertamente el desarrollo doctrinal que la Iglesia hizo en 
la segunda mitad del siglo que termina sobre el planteamiento de sus 
relaciones con el Estado, creaba graves dificultades a un régimen 
autoritario que veía en la confesionalidad católica uno de sus 
respaldos más importantes. Que dicho desarrollo doctrinal no haya 
partido de la Iglesia española, sino de la Iglesia universal, reunida en 
Concilio ecuménico, explica, por una parte, que tampoco fuera del 
todo fácil para la jerarquía eclesiástica española asimilar la doctrina 
renovada, pero, por otra parte, pone de relieve que la postura que los 
obispos manifiestan ya con toda claridad en 1972 no era una mera 
estrategia de acomodación puesta a punto en la fase final del régimen 
autoritario, sino que expresaba en profundidad la mente de la Iglesia 
de nuestro tiempo. 

La Iglesia no sólo estaba preparada para una Constitución que 
consagrara la no confesionalidad del Estado y la libertad religiosa 
como elementos fundamentales de la convivencia democrática, sino 
que ella misma había contribuido notablemente a crear las 
condiciones ideológicas y sociales que iban a hacer posible el 
consenso constitucional en estos asuntos. La llamada «cuestión 
religiosa», no quedó resuelta en contra de la Iglesia, sino con ella e 
incluso, en no pequeña medida, gracias a ella. En realidad, no hubiera 
sido posible de otra manera. 

¿Qué ha pasado entonces para que una persona que ha sido uno 
de los protagonistas de la historia aquí brevemente recordada lleve 
años previniendo a sus lectores, frente al supuesto peligro que la 
jerarquía de la Iglesia constituiría para la democracia? ¿Cómo puede 
Peces-Barba-G llegar a afirmar que dicha jerarquía piensa «que la 
Constitución no les afecta», o que añora el Estado confesional? La 
verdad es que no resulta fácil encontrar una respuesta a estas 
preguntas, dada la evidencia pública de la aceptación de las reglas de 
juego democráticas por parte de la Iglesia, acrisolada con el paso del 
tiempo y en medio del laicismo militante de ciertas instancias del 
Estado que poco ha tenido que ver con el reconocimiento y respeto 
mutuos entre una Iglesia y un Estado separados, sí, pero no rivales. 
Parece igualmente evidente que la jerarquía no ha aceptado a 
regañadientes las reglas del juego democrático, como quien no tiene 
alternativa viable, sino que la tónica de sus intervenciones ha seguido 
siendo siempre la misma del recordado documento de 1972, es decir, 
la de alentar una cultura de la libertad de la que «todos nos podemos 
sentir legítimamente orgullosos», frase de la Instrucción Pastoral de 
la Asamblea Plenaria titulada «Moral y sociedad democrática» . 
Este documento, publicado en 1996, en un momento de sospecha 
generalizada de corrupción de los gobernantes democráticos, es, 
como tuve ocasión de escritor entonces, un apoyo de hondo calado 
que nuestros obispos prestan a la democracia. Allí afirman por si 
alguien lo dudara «que las instituciones del Estado democrático, a 
través de las cuales se expresa la soberanía popular, son las únicas 
legitimadas para establecer las normas jurídicas de la convivencia 
social». Y declaran de nuevo con palabras de Juan Pablo II, que «la 
Iglesia aprecia el sistema de la democracia en la medida que asegura 
la participación de los ciudadanos y garantiza a los gobernados la 
posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobergantes». Advierten 
además, citando otra vez al mismo Papa, contra «el peligro del 
fanatismo o fundamentalismo de quienes en nombre de una ideología 
con pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden imponer 
a los demás su concepción de la verdad y del bien. No es de esa 
índole la verdad cristiana». 

¿Qué base podrá tener entonces la persistente preocupación de 
Peces-Barba? A mi entender, ninguna sólida. Quiero pensar que se 
trata de un malentendido. A él le incomoda que la Iglesia ponga la 
libertad en relación con la verdad. En su opinión, esto contradice «la 
tesis central de los Estados democráticos que la vincula con la Ley». 
Pero tal contradicción no existe en realidad, pues hay que tener en 
cuenta que cuando la Iglesia vincula la libertad con la verdad no lo 
hace directamente en el campo de lo legal, sino en el de lo moral. En 
el campo de lo legal está claro que «la Iglesia no tiene nada que 
objetar al pluralismo democrático», pues «la interacción respetuosa de 
las diversas opiniones y modos de vida, expresados y promovidos no 
sólo desde los partidos políticos y desde el Estado, sino por otros 
muchos individuos, cuerpos e instituciones sociales, es consustancial 
al régimen democrático». Lo dicen también nuestros obispos en 
«Moral y sociedad democrática». La interacción respetuosa se 
articulas en normas de convivencia a través de pactos y de la ley de 
mayorías y minorías. En este campo, el de lo legal, no hay nada ni 
nadie por encima de la ley ni de las instancias legitimadas para 
establecerla, como reconoce sin duda ninguna, según acabamos de 
ver, la jerarquía católica. 

Ahora bien, nadie que no profese un positivismo radical pensará 
que la ley establecida sea realmente la última instancia de orientación 
de la vida humana de acuerdo con el bien y la justicia. Sería tanto 
como afirmar que quien tiene el poder o la mayoría tiene, sólo por eso, 
la razón; o que lo legislado es justo sólo por ser ley. Es aquí donde se 
plantea la cuestión del orden moral, en el que la Iglesia pone la 
libertad en relación directa con la verdad. Lo injusto y lo falso no hace 
a nadie moralmente libre, aunque sea libre políticamente para votar en 
unas elecciones o en el parlamento. Y, a la inversa, la libertad de 
orden político, por muy buena y deseable que sea -que lo es- no hace 
de por sí a nadie bueno ni justo. No hay pasos directos de un orden al 
otro: del orden moral al orden político-legal. Si no se distinguen estos 
dos planos con cuidado, son inevitables malentendidos como el que 
nos ocupa. 

El asunto es aun más complejo, pues si no hay pasos directos de un 
orden al otro, tampoco se trata de ámbitos absolutamente 
independientes entre sí como si lo legal no tuviera nada que ver con lo 
moral y viceversa. Establecer matizadamente la relación que se da 
entre lo moral y lo legal es una tarea teórica de gran envergadura que 
no queda satisfactoriamente resuelta estableciendo una 
contraposición rígida entre una ética privada, equiparada a las 
creencias personales, por un lado, y una ética pública, equivalente al 
orden legal de un sistema democrático, por otro lado. Por estos 
derroteros parece ir la propuesta de Peces-Barba, lo que le conduce a 
interpretar equivocadamente la postura de la Iglesia como un intento 
de convertir lo que él llama la ética privada cristiana en la ética pública 
de la sociedad democrática. 

No, la jerarquía católica mantiene una posición más matizada que le 
permite estar a un tiempo por el pluralismo democrático y por la 
verdad moral de la persona, una de cuyas exigencias es el respeto de 
aquel pluralismo y el rechazo del pluralismo relativista. Por eso, ni 
confunde a los ciudadanos con los creyentes, pretendiendo imponer a 
todos aquellos la moral cristiana, ni renuncia a prestar su contribución 
más propia a la convivencia democrática, aportando con claridad al 
libre debate social la visión cristiana de la verdad sobre el ser 
humano. No es, pues, correcto acusar a la jerarquía de 
«fundamentalismo» amenazante de la democracia. Además es 
contraproducente, pues esta acusación infundada sí que amenaza 
con hacer del sistema democrático un esqueleto sin aliento moral que 
acabará derrumbándose por sí mismo. Si esta acusación falsa, pero 
reiterada, hiciera mella y animara a algunos a acallar o elimillar del 
juego democrático a los supuestos «fundamentalistas», ¿qué pasaría 
con la democracia? Ya sé que esto no es probable, pero no faltará 
quien lo intente. Ejemplos de ese intento, al menos verbal, se 
multiplican preocupantemente en los últimos meses. Atienda cada cual 
a su responsabilidad. 

ABC/DIARIO
DOMINGO 27-12-98 pág. 62