IGLESIA, PUEBLO DE DIOS


EL PUEBLO DE DIOS 
I/PUEBLO-DE-D
1. Centrando el tema 
Una leyenda rusa nos puede ayudar a centrar el tema. Se trata de la 
leyenda de la iglesia de Kitjez y dice así: 
En el norte de Rusia, en la región de Novgorot, en las selvas que 
circundan «el lago de las luces», san Vladimiro construyó la primera 
iglesia que existió en territorio ruso. Por esta razón es considerada 
como la iglesia más santa de toda Rusia. 
Cuando los tártaros devastaron el país, Dios hizo invisible esta 
iglesia para preservarla de la profanación y la destrucción. Solamente 
una vez al año, en el solsticio de verano, se hace visible, pero 
únicamente para aquellos que profesan la verdadera y recta fe de la 
vieja Rusia, tal y como fue predicada por san Vladimiro. Todos los 
años acuden allí peregrinos de toda Rusia: cristianos ortodoxos de las 
diversas sectas que existen en el país. Cada grupo acampa por su 
cuenta sobre las verdes colinas y en la primera tarde del solsticio 
estival inician con el canto de los salmos e himnos religiosos el servicio 
nocturno, que se prolonga hasta la mañana siguiente. 
Cada grupo está convencido de ver la iglesia de san Vladimiro y de 
celebrar dentro de ella el oficio divino. Cada grupo se siente en 
posesión de la recta fe, mientras observa con extrañeza a las otras 
gentes comportándose como si, también ellos, estuvieran dentro de la 
iglesia. Y entonces surgen los mutuos reproches. Pero ¿qué es lo que 
hacéis?, se dicen unos a otros. ¿Es que no véis que nosotros estamos 
dentro de la verdadera iglesia, mientras que vosotros os encontráis 
sobre una simple colina? Y es natural, porque vosotros no profesáis 
como nosotros la verdadera fe de san Vladimiro. 

2. ¿Tiene esto algo que ver con nuestra situación? 
Esta impresionante y hermosa leyenda nos puede servir para 
expresar, de modo gráfico, lo que ocurre con frecuencia en nuestras 
comunidades cristianas, tanto a nivel de Iglesia universal como a nivel 
de comunidad diocesana y parroquial. Hay entre nosotros demasiados 
capillismos, demasiadas divisiones, demasiados exclusivismos, como 
entre los grupos de la leyenda que acabamos de referir. ¿No será 
porque cada grupo nos imaginamos la Iglesia de una manera distinta y, 
cobijados dentro de ella, como si estuviéramos en posesión exclusiva 
de la verdad, excluimos a los otros, los acusamos o, cuando menos, 
los ignoramos? 
Y si cada uno tenemos nuestra propia imagen de Iglesia, cada uno 
mantenemos nuestra propia idea de la liturgia, nuestro propio 
concepto del apostolado, de la predicación, de la catequesis, de la 
piedad. En una sola palabra: cada uno tenemos nuestra propia 
pastoral. Lo que nos lleva a una dispersión de fuerzas que debilita y 
hasta neutraliza nuestros esfuerzos. No se trata solamente de un 
pluralismo, lo que sería legítimo y necesario, sino de una verdadera 
división que en no pocos casos llega a la confrontación y 
descalificación mutua. 
¿No encontramos aquí los ecos de aquella queja de Pablo contra los 
fieles de la comunidad de Corinto cuando les echa en cara sus 
divisiones? 
«Os ruego, hermanos, por el mismo Señor nuestro, Cristo Jesús, 
que os pongáis todos de acuerdo y no haya entre vosotros cisma, 
antes seáis concordes en el mismo pensar y el mismo sentir. Esto, 
hermanos, os lo digo porque he sabido... que hay entre vosotros 
discordias y cada uno de vosotros dice: Yo estoy con Pablo, yo estoy 
con Apolo, yo con Pedro y yo con Cristo. ¿Está acaso dividido Cristo?» 
(/1Co/01/10-13). 

Ante la realidad de nuestras divisiones cabe hacer la misma 
pregunta: ¿Está acaso dividida la Iglesia de Cristo? 

3. La Iglesia del Concilio 
Como nos dice nuestro obispo en la homilía que abre este libro, la 
Iglesia es, ante todo, un don de Dios. Brota de la iniciativa de Dios, es 
obra de Dios, es un designio eterno de salvación que tiene su origen 
en su amor infinito. Pretende unir a todos los hombres en la gran 
familia de los hijos de Dios. 
Este designio eterno se ha encarnado en el tiempo y en la historia y 
ha alcanzado su plenitud en la Iglesia de Cristo. Esta es la gran 
enseñanza del Concilio Vaticano II en su reflexión sobre la Iglesia. A él 
tenemos que acudir para captar su identidad, su naturaleza y su misión 
en el mundo. Esta es la única y verdadera Iglesia de Cristo, en la cual 
tenemos que cobijarnos todos, sin divisiones ni exclusivismos. 

4. Falsas imágenes sobre la Iglesia I/IMAGENES-FALSAS
Con este necesario punto de referencia podemos corregir los falsos 
clisés sobre la Iglesia que circulan por ahí y completar otras visiones 
parciales que, por acentuar desproporcionadamente algunos rasgos, 
con frecuencia secundarios y periféricos, terminan por configurar, más 
que una imagen, una caricatura de la Iglesia, a veces tan grotesca que 
hace reír. 
Desde luego, la Iglesia de Cristo nada tiene que ver con esa falsa 
imagen de una organización poderosa -algo así como una gigantesca 
multinacional- con fines políticos, culturales o económicos, que 
pretende abrirse paso en competencia con los grandes poderes de 
este mundo prometiendo recompensas en el «otro». 
La verdadera Iglesia de Cristo tampoco responde a esa idea, tan 
extendida por desgracia aun entre los mismos creyentes, que la 
identifica con la jerarquía, con una organización, con unas normas o 
con unos servicios que se solicitan en ciertos momentos importantes 
de la vida: cuando se quiere bautizar un niño, cuando hay que casarse 
o cuando se da sepultura a los difuntos... Algo así como un 
supermercado religioso. 
Está igualmente muy lejos de la verdad reducir a la Iglesia a una 
mera experiencia religiosa o mística que se enCIerra en el santuario de 
la conciencia individual sin más expresión externa y social que la 
ejemplaridad del testimonio moral del creyente. Algo así como una 
Iglesia invisible. 
La Iglesia de Cristo no puede reducirse a eso. Es verdad que ha 
sido dotada por Cristo de una autoridad sagrada: por eso es 
jerárquica. Es una comunidad organizada: por eso necesita de unas 
normas de convivencia. Ofrece unos serviCIos, como signos de la 
presencia salvadora de Cristo: por eso es sacramental. Pero en la 
Iglesia hay una realidad superior que sostiene, engloba y armoniza 
todos estos aspectos, y esta realidad se llama pueblo de Dios. Y éste 
es justamente el tema que nos ocupa. 

5. De la anécdota a la categoría 
En la elaboración de la «Constitución dogmática sobre la Iglesia», 
durante el Concilio Vaticano II, hubo un hecho que, si para un 
observador superficial pudiera parecer puramente anecdótico, reviste 
en sí mismo una gran importancia. Me estoy refiriendo a la decisión de 
anteponer el capítulo dedicado al «pueblo de Dios» al destinado a la 
«Constitución jerárquica de la Iglesia». Con ello se ha querido 
reconocer que lo primero y fundamental en la Iglesia es su cualidad de 
«pueblo de Dios», constituido por los discípulos de Jesús, y que la 
jerarquía está al servicio del «pueblo de Dios». El padre Congar, que 
estima «de grandes consecuencias» dicha iniciativa, afirma que con 
ella se trata de «exponer la cualidad común de todos los miembros de 
la Iglesia, antes de lo que puede diferenciarles según la función o el 
estado de vida». 
«¿No es así -se pregunta el gran eclesiólogo- el camino seguido por 
el Señor, que primero hizo y reunió discípulos, después eligió a doce 
de entre ellos y los hizo sus apóstoles y, por último, eligió entre éstos a 
Simón Pedro para constituirlo como cabeza del Colegio Apostólico y de 
la Iglesia? ¿No es eso lo que hallamos al descubrir la jerarquía como 
servicio en el Nuevo Testamento?» (Y. M. ·Congar-Y. Esta es la 
Iglesia que amo, pp. 14-16). 

6. Autoconciencia de la Iglesia como pueblo de Dios 
Todo esto coincide con la autoconciencia de la Iglesia. Según los 
datos que nos proporciona el NT, las primeras comunidades cristianas 
se sentían íntimamente ligadas a la historia del pueblo de Israel. 
Tenían perfectamente claro el carácter histórico del designio divino de 
salvación y que la Iglesia de Cristo era la culminación de un largo 
proceso que comenzó en el momento mismo de la creación. 
En un libro de la Iglesia primitiva, escrito hada la mitad del siglo II, 
titulado El Pastor de Hermas, se relata una misteriosa visión, que su 
protagonista refiere así: 

«Mientras yo dormía, hermanos, tuve una revelación que me fue 
hecha por un joven hermosísimo, diciéndome: 
-¿Quién crees tú que es la anciana de quien recibiste aquel librito? 

-La Sibila, contesté yo. 
-Te equivocas, me dijo; no lo es. 
-¿Quién es, pues?, le dije. 
-La Iglesia, me contestó. 
-¿Por qué, entonces, le repliqué yo, se me apareció tan anciana? 
-Porque fue creada, me contestó, antes de todas las cosas. Por eso 
aparece anciana y por causa de ella fue ordenado el mundo» (Padres 
Apostólicos, visión 2.a, cap. 4, número 1, p. 946, BAC). 

Según esta enseñanza, la creación es el primer acto de la historia de 
la salvación ordenado ya a la Iglesia de Jesucristo. Es el comienzo de 
la prehistoria de la Iglesia. 
Poseemos muchos y hermosísimos testimonios de la Iglesia primitiva 
en este mismo sentido. San Ireneo, en el siglo II, recogiendo 
acuciantes inquietudes de las primeras generaciones cristianas, se 
pregunta: «Si Cristo es la salvación, ¿por qué ha tardado tanto?» Y su 
respuesta es ésta: «Cristo estaba ya presente desde el principio del 
mundo... Y con Cristo, la Iglesia». Y Orígenes, en el siglo III, advierte: 
«No vayáis a creer que es únicamente desde la venida del Salvador en 
carne desde cuando yo llamo a la Iglesia su esposa: ella lo es desde el 
nacimiento del género humano y desde la creación del mundo. Más: 
teniendo a Pablo por guía, yo descubro todavía mucho más arriba el 
origen de este misterio; concretamente antes de la constitución del 
mundo», en la mente de Dios. 
Efectivamente, san Pablo nos habla de que la Iglesia tiene su origen 
en el designio oculto en la mente de Dios desde la eternidad, que 
empezó a descubrirse desde el principio del mundo hasta manifestarse 
plenamente en Cristo y en su Iglesia (cf. Ef 3,14). Y este designio 
histórico de salvación quiso Dios realizarlo no salvando a los hombres 
aisladamente, sino a través de un pueblo. «Por eso -nos dice el 
Concilio- eligió Dios al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él 
una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a sí mismo y los 
designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y 
santificándolo para sí. Pero todo esto sucedió como preparación y 
figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y 
de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de 
Dios hecho carne» (LG, 9). 
La comunidad de los primeros discípulos de Jesús se siente 
plenamente inserta en esta historia. Desde un principio aparece 
íntimamente ligado a la vida del pueblo judío: observa 
fundamentalmente la ley; realiza las prácticas rituales; paga los 
tributos; se reúne en el atrio del Templo... Pero poco a poco, con la 
experiencia personal de Cristo resucitado, va descubriendo que su 
vida tiene un sentido nuevo. Y llega al convencimiento de que en la 
muerte y la resurrección de Jesús se ha realizado el acontecimiento 
decisivo de la salvación en el que se habían cumplido las profecías del 
Antiguo Testamento. Cuando comprobaron que el pueblo judío, como 
tal, no aceptaba la persona y el mensaje de Jesús, las comunidades 
cristianas se fueron distanciando de él. Abandonando las prácticas de 
la antigua Ley, van surgiendo en su seno formas propias de vida y de 
culto, que le van configurando como el Israel nuevo de los últimos 
tiempos. Las principales prácticas de vida cristiana son: 

El bautismo de la conversión para la remisión de los pecados, 
como signo de agregación a la nueva comunidad, en sustitución de la 
circuncisión, porque para los que creen en Cristo «nada cuenta ni la 
circuncisión ni la incircuncisión, sino la nueva creación» (Gál 6,15). 

La oración en común. Excluidos de las sinagogas y del templo, los 
cristianos se reúnen en sus casas para celebrar la liturgia de la 
palabra en la que se comentan las Escrituras, se recuerdan las 
palabras y los hechos de Jesús, al que se invoca como Señor (1 Cor 
16,22), y se reza el Padrenuestro con la alegría de sentirse la 
comunidad de los hijos de Dios. 

La fracción del pan, en la que se actualiza «la última Cena de 
Jesús» (1 Cor 11,20-29), se vive su presencia y la esperanza de su 
pronta venida gloriosa. Esta comida, que san Pablo llama «la Cena del 
Señor», mantenía viva la conciencia de pertenencia al pueblo de Dios 
de los últimos tiempos, en el que se había hecho presente el reino de 
Dios. 

La «comunión fraterna» (Hch 2,42ss). Es éste otro elemento 
diferenciador que caracteriza a la comunidad de los discípulos de 
Jesús. Signos visibles de esta realidad comunitaria eran la comunión 
de vida, la unidad de sentimientos, la ayuda mutua, la solidaridad en el 
sufrimiento y en la persecución por el reino de Dios, la comunidad de 
bienes para que a nadie faltara lo necesario. 

La dirección o gobierno propio le la comunidad. Los cristianos 
ya no se sienten vinculados a las autoridades del antiguo pueblo de 
Israel. El gobierno de la comunidad de los discípulos de Jesús es 
ejercido por los apóstoles, ayudados por los presbíteros y los diáconos 
(Hch 11,30). 

La apertura a la gentilidad. Este proceso de desprendimiento del 
pueblo judío fue provocado, de modo especial, por la apertura del 
cristianismo a la gentilidad, de acuerdo con el universalismo del 
mensaje de Jesús. Los paganos convertidos eran admitidos en la 
comunidad cristiana por el bautismo, sin obligación de someterse a la 
Ley ni a la circuncisión. Como declaraba san Pablo a los gálatas, por la 
muerte y la resurrección de Jesucristo había sido eliminada la Ley 
como camino de salvación y ya sólo importaba la fe en Cristo. «Todos, 
pues, son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque cuantos en 
Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo. No hay ya 
judío o griego, siervo o libre, varón o mujer, porque todos sois uno en 
Cristo Jesús. Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de 
Abrahán, herederos según la promesa» (Gál 3, 26-29). 

Roma, centro de la cristiandad. El proceso de distanciamiento 
culminó con la destrucción del templo en la guerra judía de los años 
66-70, con lo que el judaísmo perdió su centro religioso. Para la 
naciente cristiandad, el centro del nuevo Israel dejó definitivamente de 
ser Jerusalén para desplazarse a Roma, donde murió Pedro, 
martirizado por la fe. A partir de entonces, la historia de la Iglesia tiene 
a Roma como centro del nuevo pueblo de Dios (cf. H. Kung, La Iglesia, 
pp.131-181). 

Jesús» (1,3ss). 

Una comunidad depositaria de las promesas 
La comunidad cristiana tiene también conciencia de ser la 
depositaria de las antiguas promesas. Ve en Jesús el Mesías 
prometido, en quien todas las promesas tienen su sí (2 Cor 1,20). 
Con él se ha hecho presente el reino de Dios entre los hombres (Mt 
4,23); ha llegado a los cautivos la liberación y a los pobres la 
bienaventuranza (Lc 4,16-21; Mt 5,3ss; Lc 6,20ss). 
Con la presencia de Jesús se hace realidad «todo lo que espera el 
hombre, todo lo que Dios ha prometido a su pueblo: la verdad, la vida, 
la luz, el pan y el agua viva, la resurrección, la gloria de Dios...». Todo 
esto «es más que una promesa, es ya un don» (X. Léon-Dufour, 
Vocabulario de Teología Bíblica, «Promesas»). 

El pueblo de la nueva alianza 
La comunidad cristiana tiene conciencia de ser el pueblo de «la 
nueva alianza». Cuando se reúne para celebrar «la Cena del Señor», 
es consciente de que se realizan las palabras de Jesús: «Esta es mi 
sangre de la nueva alianza que será derramada... para el perdón de 
los pecados» (Mt 26, 28; Lc 22,20; Mc 14,24; 1 Cor 11,25). 
Jesús, con su muerte en la cruz, es el mediador de una alianza 
nueva. La del Sinaí fue sellada con la sangre de animales (Ex 24,8). 
La del Calvario fue sellada con la sangre de Cristo, cuyo sacrificio 
realiza la unión definitiva entre Dios y los hombres. Jesús ordenó en la 
última Cena que este acto ritual de «la nueva alianza en su sangre» se 
renovara incesantemente en la nueva comunidad cristiana: «Haced 
esto en memoria mía» (Lc 22,19). Y san Pablo toma buena nota de la 
fidelidad con que las comunidades cristianas cumplen el mandato del 
Señor: «Pues cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, 
proclamáis la muerte del Señor hasta que él vuelva» (1 Cor 11,25). 
La eucaristía, como expresión de la nueva alianza, está en el 
corazón mismo de la Iglesia. 
San Pablo pone también de manifiesto la superioridad de la nueva 
alianza sobre la antigua (Gál 4,24ss; 2 Cor 3ss). La antigua alianza 
«engendra para la servidumbre», la nueva para la libertad. En la 
nueva se borran los pecados (Rom 11,27); Dios habita entre los 
hombres (2 Cor 6,16) y derrama en ellos el Espíritu Santo que cambia 
el corazón (Rom 5,5). La nueva alianza se abre y acoge tanto a judíos 
como a paganos, pues la sangre de Cristo ha hecho la unidad del 
género humano: «... por Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos, 
habéis sido acercados por la sangre de Cristo; pues él es nuestra paz, 
que hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de la separación, 
la enemistad... para hacer en sí mismo de los dos un solo hombre 
nuevo» (Ef 2,11-21). 

La Iglesia de Cristo 
La palabra «Iglesia» designa en el AT la asamblea del pueblo 
convocado por Dios. En el NT se pone en labios del mismo Jesús para 
designar el nuevo pueblo de Dios reunido por él. Los discípulos de 
Jesús siguen utilizando el nombre de «Iglesia» para designar a las 
comunidades cristianas, tanto a las comunidades locales como a la 
comunidad universal. Y para expresar su origen y pertenencia, con 
frecuencia se especifica: «la Iglesia de Dios», «la Iglesia de Cristo». 
El Concilio Vaticano II recoge muy bien este significado y sentido de 
Iglesia, en continuidad y en novedad con el Antiguo Testamento: «Así 
como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, 
se le designa ya como Iglesia, así el nuevo Israel, que caminando en el 
tiempo presente busca la ciudad futura y perenne, también es 
designado como Iglesia de Cristo porque fue él quien la adquirió con 
su sangre, la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados 
de unión visible y social» (LG, 9). Y a continuación el mismo Concilio 
nos ofrece una bellísima definición de la Iglesia como pueblo de Dios: 
«Es la comunidad de los creyentes que ven en Jesús al autor de la 
salvación y el principio de la unidad y de la paz». Este «pueblo 
mesiánico tiene por cabeza a Cristo..., su condición es la dignidad y la 
libertad de los hijos de Dios... Tiene por ley el nuevo mandamiento de 
amar como él mismo nos amó. Y tiene como fin el dilatar más y más el 
reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que, al final 
de los tiempos, él mismo también lo consume, cuando se manifieste 
Cristo, vida nuestra» (LG, 9). 

8. Valores de la Iglesia como pueblo de Dios 
Para el padre Congar, la Iglesia como pueblo de Dios «es una 
realidad fecunda», que entraña una gran riqueza de valores (cf. op. 
cit., pp. 35-36).

Valor teológico 
Hay que destacar, en primer lugar, su relación con Dios. La Iglesia 
es, ante todo, el pueblo de Dios. Dios es su origen, su sostén, su fin. 
Sin esta relación vertical con Dios, la Iglesia no tiene sentido. No ha 
nacido de ningún cálculo humano; no debe su origen a la voluntad 
asociativa de los hombres. La Iglesia procede de la iniciativa de Dios, 
de su elección. Es obra de su sabiduría y de su amor. Es un regalo, un 
don. 
Y como esta elección de Dios se ha realizado en su Hijo Jesucristo, 
el nuevo pueblo de Dios es la Iglesia de Jesucristo. 

Valor antropológico 
Pero la Iglesia como pueblo de Dios encierra también una referencia 
al hombre. Es Dios el que elige y llama, pero es el hombre el que ha de 
dar respuesta. No hay Iglesia sin la llamada de Dios, pero tampoco hay 
Iglesia sin la respuesta del hombre. La Iglesia es pueblo, pero no en 
un sentido inorgánico de multitud, masa o población, sino en el sentido 
de una comunidad de hombres, de hombres creyentes, de discípulos 
de Jesús, que han dado su respuesta libre y personal a la llamada de 
Dios en su Hijo Jesucristo. La Iglesia de Dios, por ser pueblo, es 
también la Iglesia de los hombres. 

Valor histórico 
Otro aspecto importante de su realidad histórica. La Iglesia como 
pueblo de Dios se inserta en la historia de la salvación. Como todo 
pueblo, la Iglesia tiene un pasado (el pueblo de Israel), un presente (la 
nueva comunidad de los discípulos de Jesús) y un futuro (un proyecto 
de comunión para todos los hombres). 
Por su naturaleza histórica, la Iglesia es un pueblo en marcha. Si por 
estar condicionada por el espacio y por el tiempo adopta formas 
históricas determinadas, en modo alguno puede afincarse en un lugar, 
en una época, en una cultura. Es una realidad dinámica, en continuo 
cambio, en renovación incesante, en tensión ininterrumpida hacia la 
perfección del reino, que ya está presente, pero todavía no ha llegado 
a su plenitud. 
Por su carácter histórico, la Iglesia como pueblo de Dios no puede 
sustraerse tampoco a la erosión e imperfección de lo terreno, a la 
transitoriedad de lo temporal, ni a la debilidad humana, ni al pecado. 
Es, a la vez, santa y pecadora y necesita de conversión y de perdón 
(cf. LG, 8). 
La Iglesia, en cada momento histórico, está llamada a ser fermento 
de la sociedad, dando sentido a todos los acontecimientos de la vida 
humana y ofreciendo, desde la fe, respuestas a los problemas, 
inquietudes y aspiraciones concretas de los hombres. En cada época 
histórica la Iglesia tiene una tarea específica, determinada por las 
circunstancias concretas en que le toca vivir y por las exigencias del 
evangelio. 
Al hilo de esta reflexión, una pregunta nos sale al encuentro: ¿cuál 
es la tarea de la Iglesia en el mundo de hoy? ¿Cuál es nuestra tarea?

9. La Iglesia como pueblo de Dios a lo largo de la historia 
Para responder a esta pregunta necesitamos algunos puntos de 
referencia. Por eso vamos a echar una mirada hacia atrás. 

La Iglesia de los mártires 
Durante los cuatro primeros siglos de la era cristiana, la conciencia 
de la Iglesia como pueblo de Dios estuvo particularmente viva. La 
comunidad cristiana se encontraba en una situación de especial 
dificultad. Dispersa en pequeñas comunidades dentro del ambiente 
pagano del Imperio romano, es rechazada y perseguida, tanto por 
parte de los judíos, que la consideraban como una secta herética, 
como por parte de los romanos, que veían en ella un peligro para la 
unidad del Imperio. En esta época, la pertenencia a la comunidad 
cristiana era fruto de una decisión personal libre, tras un prolongado 
catecumenado, y suponía una verdadera conversión. 
Como «pueblo de Dios», la comunidad cristiana se siente situada 
frente al mundo pagano; frente al «no pueblo de Dios». Y esta tensión 
crea en la comunidad cristiana una fuerte conciencia misionera, que la 
impulsa, siguiendo el mandato de Jesús, a anunciar a ese mundo la 
salvación del evangelio. Y esta tarea evangelizadora es asumida por 
toda la comunidad cristiana, en cuanto tal, bajo el estímulo y dirección 
de los que han recibido el carisma del ministerio. 
Es la época de «los mártires», de los grandes testigos de la fe, 
sellada frecuentemente con la propia sangre. Conservamos, como una 
verdadera joya, un texto del siglo II, que vale la pena recordar. Es la 
expresión viva de esta Iglesia testimonial. 

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su 
tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. Porque ni habitan 
ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan 
un género de vida aparte de los demás..., sino que, habitando 
ciudades griegas y bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, 
y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos 
y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar 
conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan 
sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como 
ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es 
para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos, 
como todos engendran hijos, pero no abandonan a los que nacen. 
Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven 
según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía 
en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida 
sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos. Se 
los desconoce y se los condena. Se los mata y en ello se les da la 
vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y abundan 
en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados. 
Se los maldice y se los declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. 
Se los injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se los castiga como 
malhechores; castigados de muerte, se alegran como si se les diera la 
vida. Por los judíos se los combate como a extranjeros; por los griegos 
son perseguidos y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no 
saben decir el motivo de su odio» (_Carta-Diogneto, en Padres 
Apostólicos, pp. 850-851, BAC). 

La Iglesia de la época constantiniana 
Con la conversión del emperador Constantino y el «Edicto de Milán» 
(a. 313), la situación de la Iglesia cambió radicalmente. El cristianismo, 
de perseguido pasa a ser reconocido como religión oficial del Imperio. 
Y con ello se inicia un proceso de simbiosis entre la Iglesia y el Imperio. 
El Imperio se convierte en un Imperio cristiano y la Iglesia pasa a ser 
una Iglesia imperial. Así surge el concepto socio-religioso de «la 
cristiandad» y del «Sacro Romano Imperio». La Iglesia no sólo recibe 
la paz y la libertad de vivir a plena luz y con pleno derecho, sino que es 
reconocida como una sociedad pública y goza de una situación de 
privilegio dentro del Imperio. Situación que perduraría en los reinos 
bárbaros convertidos al cristianismo y prácticamente hasta la Edad 
Moderna. 
La Iglesia y la sociedad temporal se identifican. Ya no existe «un 
mundo fuera de la Iglesia». Frente al «pueblo de Dios» ya no existe un 
«no pueblo de Dios». La tensi6n Iglesia-mundo desaparece. Como 
consecuencia, decae el catecumenado y el espíritu misionero. El 
hecho de que todos estuviesen bautizados permitía pensar que todos 
estaban evangelizados. El sentido de pertenencia a la comunidad 
cristiana no es ya fruto de una conversión personal, sino consecuencia 
de un mimetismo sociorreligioso y de unos vínculos jurídicos por el 
hecho de formar parte de una sociedad cristiana y de haber recibido el 
bautismo. 

La Iglesia en el mundo moderno 
Al impulso de los grandes acontecimientos socioculturales: los 
descubrimientos, el humanismo, la Reforma, etc., el mundo moderno 
va tomando conciencia de la autonomía de las realidades temporales. 
Y así se inicia un proceso de secularización que trasciende a todos los 
planos de la vida humana y social. Dentro de este proceso, en sí 
legítimo, van surgiendo movimientos e ideologías que propugnan la 
separación y la ruptura entre la sociedad temporal y la Iglesia. La 
sociedad va adquiriendo un claro matiz secular, que llega hasta la 
esfera misma de la moral con la proclamación de una moral autónoma 
desligada de toda referencia a Dios. 
Surge un mundo nuevo, el mundo de «la modernidad», que se 
constituye fuera de la Iglesia, cuando no en oposición y en hostilidad 
hacia ella. La Iglesia vuelve a encontrarse, como en los primeros 
siglos, frente a un mundo «distinto», ajeno, hostil, que, lejos de aceptar 
los valores del evangelio, los contradice y los rechaza. Por otra parte, y 
como consecuencia de todo este proceso, el número de los que se 
profesan creyentes va disminuyendo, incluso en los países de tradición 
cristiana. El concepto sociorreligioso de «la cristiandad» se 
desmorona. 

Una Iglesia para el mundo de hoy 
Ante esta situación han ido surgiendo en la Iglesia movimientos 
renovadores que intentan recuperar de nuevo su identidad como 
pueblo de Dios. Son un testimonio de ello el florecimiento de los 
estudios bíblicos, el acercamiento a las fuentes mismas de la tradición, 
la reflexión teológica, los movimientos apostólicos, la participación más 
activa en la liturgia, el resurgimiento de la catequesis y de los grupos 
catecumenales, el ecumenismo, etc. 
Todo este esfuerzo, canalizado por el Concilio Vaticano II, ha 
contribuido grandemente a recuperar una conciencia de Iglesia que 
trata de devolver a los creyentes el sentido de pertenencia como 
opción libre y personal y como signo de conversión; y, a la vez, 
recordar su responsabilidad y solidaridad como miembros activos de Ia 
comunidad de los discípulos de Jesús. Se trata de volver a poner a la 
Iglesia en estado de misión frente a un mundo paganizado, no para 
condenarlo, sino para anunciarle la salvación de Dios en su Hijo, 
Jesucristo. Nuestra Iglesia quiere volver a ser «la Iglesia de los 
mártires», de los testigos de la fe. Y podemos afirmar que ya lo está 
siendo. 
Pero hay una notable diferencia entre la Iglesia de los comienzos y la 
Iglesia de hoy. Las primeras comunidades cristianas, con la esperanza 
puesta en la próxima venida del Señor, tenían sus ojos en los bienes 
celestiales, sin prestar demasiado interés por el mundo terrestre, 
según aquella sentencia de la Didajé: «Pasa este mundo y viene la 
gracia». Los cristianos de hoy hemos descubierto con más lucidez 
nuestra vocación terrena y tratamos de ser leales a nuestras tareas 
temporales como camino para llegar al señorío de Cristo, recreando 
así el mundo conforme al proyecto de Dios. 

10. Perspectivas pastorales 
Dentro de estas líneas de renovación, que el Vaticano II recoge y 
bendice, nos hemos de marcar unos objetivos pastorales que nos 
ayuden a reavivar nuestras comunidades cristianas como pueblo de 
Dios. 
Voy a poner el acento en algunos aspectos que considero más 
importantes y que os brindo (para vosotros y para mí) como otras 
tantas llamadas a la conversión, al comenzar la cuaresma. 

Despertar el sentido de nuestra responsabilidad, 
superando el clericalismo 
Nuestras comunidades cristianas necesitan recuperar el sentido de 
responsabilidad. Todos nos quejamos de la pasividad, de la falta de 
respuesta y de ese aire de indiferencia de que adolecemos los 
bautizados. Como alguien ha dicho, da la impresión de que nuestra 
religiosidad es una religiosidad de consumo. Acudimos a pedir 
«sacramentos» y otros servicios religiosos, pero rara vez aceptamos 
tareas que puedan comprometernos o sacarnos de nuestra 
comodidad. 
A veces atribuimos ese comportamiento (movidos quizá por un cierto 
mecanismo de defensa) al influjo del ambiente secularizante y 
hedonista que nos rodea o simplemente a la complejidad de la vida 
moderna, que absorbe nuestro tiempo. Y puede ser que en ello haya 
parte de razón. Pero ¿no tendríamos que preguntarnos si en el fondo 
no subyace un concepto de Iglesia identificada con la jerarquía, a la 
que cargamos con toda la responsabilidad, liberándonos nosotros de 
ella? ¿Una Iglesia a la que necesitamos, pero con la que no nos 
sentimos comprometidos? 
La conciencia de ser pueblo de Dios lleva consigo sentirse pueblo 
y asumir la responsabilidad de nuestra vocación común. En la Iglesia 
todos somos responsables porque la Iglesia somos nosotros. Como 
nos advierte el Concilio, dentro de la Iglesia «existe una auténtica 
igualdad en todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos 
los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo» (LG, 32). 

Despertar el sentido comunitario, 
superando el individualismo 
El Concilio ha puesto fuertemente el acento en el sentido 
comunitario de la Iglesia. Eso significa precisamente que la Iglesia es 
pueblo de Dios. Dios salva incorporando a los hombres a un pueblo, a 
una comunidad. Y la Iglesia de Cristo es esa comunidad de los últimos 
tiempos. 
Es, por tanto, fundamental despertar este sentido de pertenencia a 
la Iglesia como comunidad de salvación. El creyente no es un individuo 
aislado, sino un miembro de la Iglesia. Las comunidades cristianas no 
son comunidades aisladas, sino integradas en la única y universal 
Iglesia de Cristo. Este sentido comunitario exige una opción personal y 
libre. «No se pertenece a la Iglesia simplemente por nacimiento, por 
descendencia, por tradición, sino por fe personal» (H. Kung, La Iglesia, 
p. 157). 
El bautismo de los niños, como signo de agregación a la Iglesia, lleva 
consigo una exigencia de personalización de la fe, que culmina en el 
descubrimiento e inserción en la comunidad de los creyentes. «Sin la 
comunidad de los creyentes la Iglesia no es nada» (ibíd., p. 158). «La 
comunidad de los creyentes... constituye la estructura fundamental de 
la Iglesia» (ibid., p. 148). 

Despertar el sentido de solidaridad, 
superando el personalismo 
Consecuentemente con lo que acabamos de decir, los creyentes 
necesitamos despertar igualmente el sentido de solidaridad. La 
solidaridad entre todos los fieles y la solidaridad entre los fieles y la 
jerarquía. El Concilio lo subraya con fuerza: «La distinción que el 
Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del pueblo de 
Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los pastores y los demás fieles 
están vinculados entre sí por recíproca necesidad» (LG, 32). 
Esto comporta unas claras actitudes de interdependencia y de 
servicio. «Los pastores -son también palabras del Vaticano II-, 
siguiendo el ejemplo del Señor, deben ponerse al servicio los unos de 
los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su vez, deben asociar 
gozosamente su trabajo al de los pastores y doctores. De esta manera 
todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el cuerpo 
de Cristo. Pues la misma diversidad de gracias, servicios y funciones 
congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque todas estas cosas 
son obra del único e idéntico Espíritu» (1 Cor 12,11) (LG, 32). 
Como ejemplar testimonio de este espíritu solidario pueden sernos 
aleccionadoras estas hermosísimas palabras de ·Agustín-san: «Si me 
asusta lo que soy para vosotros, también me consuela lo que soy con 
vosotros. Para vosotros soy obispo; con vosotros soy cristiano. Aquel 
nombre expresa un deber, éste una gracia; aquél indica un peligro, 
éste la salvación» (Serm. 340,1: PL 38,1483). 

Despertar el sentido misionero, 
superando el salvacionismo 
El creyente no puede refugiarse en la actitud egoísta de su propia 
salvación. Debe vivir en plenitud su vocación misionera. La Iglesia, 
como pueblo de Dios, está enviada al mundo (a este mundo nuestro 
que se confiesa «no pueblo de Dios») para anunciarle, con su palabra 
y su testimonio, la verdad salvadora. «La responsabilidad de diseminar 
la fe incumbe a todo discípulo de Cristo» (LG, 17). 
Esta acción misionera comporta: 

-«Cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien 
constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo» (ibíd.). 
-Hacer «que todo lo bueno que se encuentre sembrado en el 
corazón y la mente de los hombres... se purifique, se eleve y 
perfeccione» (ibíd.). 
-«Orar y trabajar para que la totalidad del mundo se integre en el 
pueblo de Dios» (ibíd.). 
«Este pueblo mesiánico, aunque no incluye a todos los hombres 
actualmente, y, aunque parezca con frecuencia una pequeña grey, es, 
sin embargo, para todo el género humano un germen segurísimo de 
unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser 
comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como 
de instrumento de redención universal y lo envía a todo el universo 
como luz del mundo y sal de la tierra» (Mt 5,13-16) (LG, 9). 

¡ESTA ES NUESTRA TAREA Y ESTA ES NUESTRA GLORIA! 

11. Creo en la Iglesia 
La Iglesia ha sido siempre objeto de fe. Ya en la forma más antigua 
del símbolo apostólico se profesa: «Credo sanctam Ecclesiam» (Creo 
en la santa Iglesia). Si eI pueblo de Dios es la categoría o estructura 
fundamental de la Iglesia, creer en la Iglesia es creer que la Iglesia es 
el nuevo pueblo de Dios y aceptar las responsabilidades que esta 
profesión lleva consigo. 
Me vais a permitir que, como síntesis de lo que os acabo de decir, 
concluya con mi profesión de fe en la Iglesia como pueblo de Dios: que 
os quisiera transmitir con el calor y el gozo de un verdadero creyente: 


1. Creo que la Iglesia tiene su origen en la voluntad amorosa de 
Dios, que ha querido salvar a los hombres no aisladamente, sino 
constituyendo un pueblo. 

2. Creo que la Iglesia es la realización histórica de ese designio 
eterno de Dios en su Hijo Jesucristo, en quien todos los hombres están 
llamados a encontrar su unidad. 

3. Creo que la Iglesia es la comunidad de discípulos de Jesús que 
forman el pueblo de la nueva alianza. 

4. Creo que dentro del pueblo de Dios todos los miembros 
participamos de la misma dignidad de hijos de Dios y sobre todos 
descansa una común responsabilidad, que nos hace solidarios. 

5. Creo que la Iglesia de Cristo está al servicio del reino de Dios, 
cuyo germen representa en medio del mundo. 

6. Creo que la Iglesia de Cristo está llamada a ser fermento de la 
historia humana y signo de salvación y de esperanza para todos los 
hombres. 

7. Creo que la Iglesia está presente en cada una de las 
comunidades cristianas reunidas en torno a sus obispos, sucesores de 
los apóstoles, y que estas comunidades cristianas están integradas en 
la única Iglesia de Cristo, reunida en torno al Papa, sucesor de Pedro y 
representante de Cristo en la tierra, signo visible de la verdad y vínculo 
de unidad. 

8. Creo que la Iglesia de Cristo en León está llamada a revitalizar su 
fe, fortalecer su esperanza y edificarse más profundamente en la 
caridad y, superando toda tentación de división, indiferencia y 
particularismo, ser un testimonio de unidad y de eficacia pastoral. 

9. Creo que nuestra pertenencia a la Iglesia nos exige una sincera y 
constante actitud de conversión, personal y comunitaria, para purificar 
nuestro corazón de todo egoísmo, liberar nuestra vida de toda 
esclavitud y, con la libertad de los hijos de Dios, vivir la dimensión 
misionera de nuestra fe, con un talante de generosidad, servicio y 
alegría. 

10. Creo que la Iglesia de Jesucristo es, a la vez, divina y humana, 
terrena y celestial, santa y pecadora, necesitada de purificación y de 
perdón; que «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y 
los consuelos de Dios hasta manifestarse en todo su esplendor, al final 
de los tiempos» (LG, 8). 

Esta es la Iglesia en la que creo. Esta es la Iglesia de Cristo, en la 
que cabemos todos y en la que todos estamos llamados a reunirnos en 
el nombre del Señor. 

12. El rayo de luz que necesitamos 
Recordando la leyenda de san Vladimiro, con que comenzamos 
estas reflexiones, me atrevería a decir que el Concilio Vaticano II ha 
sido como el solsticio de verano en el cual la verdadera Iglesia de 
Cristo se nos ha hecho visible. 
Desearíamos también que se realizara en nosotros lo que cuenta 
Soloviev. Estaba un día Soloviev en la hospedería de un monasterio y 
había prolongado hasta hora muy tardía su conversación espiritual con 
un piadoso monje. Queriendo ir, al fin, a retirarse a descansar, salió al 
corredor al que daban las puertas, todas iguales y cerradas, de las 
habitaciones. En la oscuridad no conseguía identificar la puerta de la 
celda que le había sido asignada. Imposible, por otra parte, volver a la 
del monje al que acababa de despedir. Y no queriendo molestar a 
ninguno durante el riguroso silencio monástico nocturno, el filósofo se 
resignó a pasar la noche paseando lentamente, absorto en sus 
pensamientos, a lo largo del corredor del monasterio, convertido, de 
improviso, en misterioso e inhóspito. 
La noche fue larga y pesada, pero, al fin, pasó y las primeras luces 
del alba permitieron a aquel huésped fatigado y pensativo identificar, 
sin dificultad, la puerta de su celda, ante la cual había pasado tantas 
veces sin encontrarla. Y comentaba: esto les sucede muchas veces a 
los que buscan la verdad: pasan muy cerca de ella sin encontrarla, 
hasta que un rayo de sol de la divina sabiduría viene a hacerles tan 
fácil como feliz su consolador descubrimiento. La verdad está entre 
nosotros, nos impiden verla las tinieblas de nuestras actitudes quizá 
poco cristianas. 
Que nuestra conversión dé paso al rayo de luz que nos haga a 
todos conocer la puerta bendita: la verdadera Iglesia de Cristo. 

P. DOMINGUEZ
SOIS IGLESIA
Reflexiones sobre la Iglesia como pueblo de Dios
y sacramento de salvación
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1983.Págs. 23-35)