LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO
I/CUERPO-DE-CRISTO
Si Dios habló en el pasado, debe seguir hablando en el presente. Si
se dio a conocer entonces, debe seguir haciéndolo ahora. Si, entre
muchas palabras, tuvo una más claramente perceptible y más
fácilmente inteligible que las otras, una palabra pronunciada como
nosotros lo hacemos, emitiendo sonidos articulados, dicha palabra
tiene que seguir hablando, porque lo propio de la palabra es hablar,
expresarse, darse a conocer, comunicarse, manifestar las
interioridades de quien la pronuncia... Si Dios, en otro tiempo, se dio a
conocer a través de un cuerpo humano con la finalidad de hacerse
visible y tangible (1 Jn 1,1-3), aquel cuerpo, realizador de la presencia
divina entre nosotros, debe seguir estando presente entre los hombres
para conseguir efectos similares a los entonces logrados. ¿Estamos
imponiendo condiciones a Dios? En modo alguno. Somos plenamente
conscientes de que una de las características fundamentales del Dios
que comenzó a dársenos a conocer en tiempos ya remotos es que no
admite ningún tipo de condiciones que el hombre pueda imponerle
para chantajearlo. Ni siquiera a la hora final de las labores, porque,
como dice, con plena justicia teológica, uno de los himnos de Vísperas:
«Ahora que nos pagas, nos lo das de balde, que a jornal de gloria no
hay trabajo grande».
Nuestro anterior raciocinio surge de una lógica muy diferente a la
deducción humana; surge de la lógica divina a la que Dios mismo quiso
acostumbrar paulatinamente a los humanos: ¿Creéis, acaso, que
soy como vosotros? He dicho una cosa, ¿y no la voy a cumplir?
(Nm 23,19).
Sin duda alguna que fue esta incomprensible lógica divina la que
llevó al apóstol Pablo a definir a Jesús como el sí (2 Cor 1,19), el sí de
Dios a todas sus palabras anteriores. Y. como consecuencia inevitable
de esta lógica divina, si hubo un cuerpo real en el pasado para hacer
visible y tangible a nuestro Dios, debe seguir habiendo un cuerpo
verdadero, y de alguna manera experimentable, que siga siendo la
epifanía abierta y manifiesta de nuestro Dios a través del tiempo. Una
epifanía que continúe la de Cristo, que, en otro tiempo, la encarnó
plenamente (Col 1,19; 2,9). Y esto es lo que debe ser la Iglesia: el
cuerpo de Cristo, la forma epifánica o manifestativa de la realidad
divina encarnada en Cristo.
Estamos diciendo con toda la claridad posible que, cuando hablamos
de la Iglesia como cuerpo de Cristo, no entendemos la palabra
«cuerpo» como habitualmente es utilizada entre nosotros. Esperamos
que esto se vaya clarificando a lo largo de nuestra exposición.
Anticipemos, por elemental necesidad pedagógica, que, al hablar del
cuerpo de Cristo, al utilizar la palabra cuerpo para designar la realidad
eclesial, no pensamos en el cuerpo como la parte visible, extensa y
material del hombre en su contraposición al alma. Entendemos por
cuerpo la plena realidad humana, destacando su aspecto y capacidad
de relación; entendemos por cuerpo la totalidad del «yo» en cuanto se
relaciona, o es capaz de hacerlo, consigo mismo, con los otros, con el
totalmente Otro y con lo otro, con las cosas que le rodean. La palabra
«cuerpo» aplicada a Cristo, en la expresión «cuerpo de Cristo», debe
ser entendida en el marco de las dimensiones aludidas. El cuerpo de
Cristo es Cristo mismo en su enseñanza, en su conducta, en su muerte
y resurrección, destacando la plena coherencia que existe entre los
puntos mencionados: la enseñanza o doctrina rubricada por la
conducta y culminada, de forma necesaria, en la muerte y resurrección.
El cuerpo de Cristo es todo aquello que Cristo manifestó ser para el
hombre y el mundo.
Si consideramos a la Iglesia como el cuerpo de Cristo es porque
pensamos que tenemos en ella su presencia salvadora; porque
creemos que ella continúa ofreciendo al hombre de todos los tiempos
el acontecimiento salvífico con su eficacia liberadora; porque sabemos
que, en ella, su palabra inamordazable sigue hablando, a pesar de
todos los intentos de «encadenarla» o reducirla al silencio, y sigue
situando al hombre que de un modo o de otro la escucha ante el
inevitable dilema de la elección decisiva; porque estamos convencidos
de que ella tiene y cumple una esencial tarea reconciliadora a todos los
niveles y con múltiples recursos; porque, en su irrenunciable tarea
evangelizadora, entra el colocar al hombre, en cualquiera de las fases
en que su existencia se encuentre, por encima de toda ley reguladora y
por encima de cualquier tipo de conveniencias sociopolíticas, aunque,
como le ocurrió a Jesús de Nazaret, esto lleve a Ios fariseos
implacables -que los hay de muchas clases en todos los tiempos y
latitudes- a rasgarse las vestiduras puritanas declarando blasfema
dicha pretensión; porque, desde la finalidad claramente encomendada
por su fundador, es sembradora de esperanza en el callejón sin salida
de la existencia humana; porque, como continuadora de quien se
autopresentó como la «luz del mundo», ella tiene por misión proyectar
luz vivificadora sobre la pantalla negra en que se sumerge nuestra vida
en su etapa final. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, Cristo mismo a lo
largo de todos los tiempos y en las más diversas geografías, sin
limitación alguna impuesta por fronteras excluyentes de cualquier tipo.
¿Cómo puede ser esto? Es inevitable que aparezca el viejo
interrogante, que ya Nicodemo presentó a Jesús cuando éste comenzó
a descubrirle el proyecto de Dios. Es posible porque Dios lo hizo
posible. Sólo por eso. La apertura, la automanifestación de Dios en la
historia, que tuvo lugar de forma definitiva en Jesucristo, culmina
justamente en la creación del cuerpo de Cristo. Únicamente así se hará
posible que la apertura clara y profunda de la historia a Dios, rea]izada
de forma completa en Jesús de Nazaret, siga siendo una realidad
creadora de optimismo en el devenir implacable del tiempo.
En expresión del apóstol Pablo, «Cristo hizo de los dos pueblos
-judíos y paganos, representantes de la humanidad entera en aquel
tiempo- uno solo» (Ef 2,14-18). El es nuestra paz. Su muerte en la cruz
es la reconciliación de los hombres entre sí y con Dios. Cayeron así las
fronteras. Cristo es el espacio abierto por Dios para el hombre y el
mundo en orden a su reconciliación necesaria. Y este espacio abierto
por Dios en un tiempo ya lejano continúa siendo eficaz a través de los
tiempos gracias a la acción incesante del Espíritu. Es el Paráclito, el
Espíritu Santo, el Espíritu de Dios o el Espíritu de Cristo -términos o
expresiones que indican la misma realidad- quien únicamente puede
descubrirnos esta dimensión abierta, que es una dimensión salvífica o
salvadora, que continúa en oferta permanente para el hombre de todos
los tiempos.
Desde este punto de vista, la Iglesia se identifica con Cristo, es el
cuerpo de Cristo, ya que ella es dicha dimensión o espacio abierto e
ilimitado puesto a disposición de todo hombre; es el Cristo continuado y
presente gracias a la acción operante del Espíritu.
Para facilitar la comprensión del tema que estamos desarrollando, la
Iglesia considerada como cuerpo de Cristo, nos ha parecido oportuno
presentarlo ofreciendo las siguientes consideraciones
complementarias. Pero, antes de entrar en su desarrollo
pormenorizado, creemos oportuno hacer la observación siguiente: en
nuestra exposición renunciamos intencionadamente a la utilización del
calificativo «místico» para aplicárselo a la expresión «cuerpo de
Cristo». No hablaremos del «cuerpo-místico de Cristo». Y ello por
varias razones:
-El adjetivo calificativo, cualquiera que sea, debe servir para clarificar
el sentido o contenido del nombre o sustantivo al que es aplicado.
Ahora bien, añadir a la expresión «cuerpo de Cristo» el calificativo de
«místico» no cumple este requisito en modo alguno. Decir que el
mencionado calificativo nos orienta hacia la consideración de un
cuerpo «misterioso» equivale a no decir nada, porque este aspecto de
«misterioso» o de misterio se halla claramente implicado en la misma
expresión «cuerpo de Cristo». Se entiende por sí mismo que, al decir
que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, no se hace referencia a un cuerpo
físico. Dicho de otro modo: el añadir «místico» no aclara nada dicha
expresión. Más aún, creemos que sirve únicamente para añadir mayor
confusión, ya que debemos explicar el calificativo mismo «místico».
-El creador y único utilizador de la metáfora en el Nuevo Testamento,
el apóstol Pablo, utiliza la expresión «cuerpo de Cristo» sin ninguna
clase de calificativos. Por algo será. Somos nosotros los obligados a
conocer sus razones, no a cambiar su terminología.
-El calificativo de «místico», dado a la expresión paulina, apareció
muy tardíamente en la reflexión teológica y, por lo que sabemos, sin
gran fortuna. Queremos decir que dicha invención no consiguió el
efecto para el cual fue creada: el iluminar o clarificar la naturaleza de
dicho cuerpo, el cuerpo de Cristo, al que se le llamó «místico».
I
SENTIDO METAFÓRICO DE LA PALABRA «CUERPO»
CUERPO/SENTIDO Las múltiples imágenes utilizadas a lo largo y
ancho del Nuevo Testamento para presentar a la Iglesia hablan
elocuentemente de dos cosas importantes: de la grandeza inabarcable
del tema o del misterio por un lado, y por otro, de la insuficiencia
radical de cualquier término, imagen o metáfora para describirla
adecuadamente. No entramos aquí en la calificación valorativa de la
mayor o menor idoneidad de cada una de las aludidas imágenes en
orden a describir el misterio eclesial. Sí afirmamos con pleno
convencimiento que la presentación de la Iglesia como «el cuerpo de
Cristo» ofrece grandes ventajas sobre otras denominaciones teniendo
en cuenta una doble consideración:
a) Que ésta, la imagen del cuerpo, tiene a Cristo como punto de
referencia inmediato; ahora bien, Cristo siempre resulta una figura
atrayente, y esto tiene, a su vez, la gran ventaja de partir de algo
plenamente aceptable para llegar a descubrir el misterio eclesial como
una realidad atractiva también.
b) Al utilizar la imagen del cuerpo para presentar a la Iglesia, las
deficiencias o fallos existentes en ella no se manifiestan directamente ni
en un primer plano; las aludidas limitaciones repelentes aparecerán,
más bien, como una derivación lógica, no de la Iglesia en sí, sino de
aquellos que aceptan ser miembros de dicho cuerpo al nivel que sea;
ahora bien, lo defectuoso nunca debe mostrarse en lugar destacado
del escaparate.
Cuando hablamos de la Iglesia como cuerpo de Cristo estamos
utilizando una metáfora. Imitamos así al apóstol Pablo, que fue el
primero en recurrir a ella. ¿Qué aspecto pretendía aclarar de la Iglesia
al presentarla utilizando esta imagen? Lo primero y más elemental que
sugiere la metáfora empleada es la de un organismo vivo. La Iglesia es
un organismo vivo. Y como tal organismo vivo se halla regida por unas
leyes inalterables de crecimiento continuo y de desarrollo incesante.
Estamos ante un proceso necesario en el que cada uno de los
miembros que integran dicho organismo debe cumplir una tarea
ineludible. Ninguno puede excusarse de cumplir la misión que su misma
categoría de miembro vivo le confiere dentro del cuerpo al que
pertenece.
La imagen del cuerpo, utilizada únicamente por Pablo, dentro de los
escritos del Nuevo Testamento, para describir a la Iglesia, no fue una
creación genial, sino más bien una importación afortunada. El la tomó
de su entorno cultural, en el que la referida imagen era utilizada para
poner de relieve la necesaria colaboración de todos los miembros
dentro del cuerpo social al que pertenecen. Tengamos en cuenta que
también nosotros empleamos la palabra «cuerpo» en este sentido
metafórico. Hablamos de cuerpos legislativos, de órganos de gobierno,
cuerpos ejecutivos... Esta utilización era frecuente en el tiempo en que
nacieron los escritos del Nuevo Testamento. Lo demuestra claramente
la fábula de Menenio Agripa, transmitida en su forma más clara por Tito
Livio. Dice así:
«Reinaba el terror en Roma a consecuencia de una disensión entre
los cónsules y el ejército. Este, por instigación de un tal Sicinio, cesó de
obedecer a los cónsules y se retiró al Monte Sacro. Sin la unión de
todos los ciudadanos, la situación parecía desesperada. Para lograr
esta unión se decidió enviar un parlamentario, orador elocuente,
Menenio Agripa, que, por sus orígenes plebeyos, era popular. Llegado
al parlamento, recurrió a un antiguo procedimiento oratorio y se limitó a
contar esta fábula:
«En el tiempo en que el cuerpo humano no formaba como hoy un
todo en perfecta armonía, sino que cada miembro tenía su opinión y su
lenguaje, todos estaban indignados al tener que tomar sobre sí el
cuidado, la preocupación y la molestia de proveer el estómago, en
tanto que él, ocioso en medio de ellos, no hacía otra cosa que disfrutar
de los placeres que se le procuraban. Todos, de común acuerdo,
tomaron una decisión: las manos, de no llevar el alimento a la boca; la
boca, de no recibirlos; los dientes, de no masticarlos. Pero queriendo,
en su cólera, reducir al estómago por el hambre, de repente, los
miembros, también ellos, y el cuerpo entero, cayeron en un
agotamiento completo. Entonces comprendieron que la función del
estómago no era ociosidad, y que si ellos lo alimentaban a él, él los
alimentaba a ellos enviando a todas partes del cuerpo el principio de
vida y de fuerza repartido en todas las venas, el fruto de la digestión, la
sangre".
Comparando después la disensión interna con la cólera del pueblo
contra el Senado, Menenio Agripa doblegó los ánimos de aquellos
hombres».
¿Conocía Pablo esta fábula? Lo menos que puede decirse es que
estaba al tanto de la mentalidad plasmada en ella. Recordemos la
descripción que hace de la Iglesia en 1 Co 12, partiendo de la imagen
del cuerpo: Hay en él diversidad de miembros y de funciones; todos
son respetables y ninguno despreciable; cada uno debe cumplir su
misión dentro del cuerpo, la que su misma naturaleza le confiere; todos
deben trabajar, realizando la propia tarea para el bien del conjunto, sin
tensiones ni disensiones, sin altanería ni infravaloración, dentro de la
armonía requerida para que el organismo desarrolle plenamente su
vida.
El centro de gravedad de la imagen paulina podía ser formulado así:
el creyente, individualmente considerado, es a la Iglesia lo que un
miembro del cuerpo humano es al conjunto del organismo. Un miembro
del cuerpo humano, cualquiera de ellos, puede servir de ejemplo: lo es
en la medida en que se halla inserto en el conjunto del organismo vivo
y cumple en él su tarea específica. En el momento en que se rompe
dicha inserción o no se cumple la misión específica del miembro en
cuestión, dejaría de ser tal miembro. Pues bien, exactamente igual
ocurre en la Iglesia. El creyente, individualmente considerado, es
miembro de la Iglesia, y solamente en cuanto tal existe en su calidad de
creyente. Y. siguiendo en la línea de la imagen, en el momento en que
un miembro rompe la pertenencia mencionada o deja de cumplir su
misión específica, queda excluido del organismo eclesial, se
autoexcluye o es amputado.
Debemos notar, sin embargo, que Pablo no considera la imagen del
cuerpo como el principio fundamental a partir del cual debe
desarrollarse el pensamiento eclesial. Tampoco es para él la
representación directa de la Iglesia. Cuando utiliza el cuerpo como
imagen o metáfora lo hace con la finalidad de aclarar el aspecto o
punto de vista al que nos acabamos de referir.
II
SENTIDO PROPIO DE LA PALABRA «CUERPO»
El sentido metafórico de la palabra «cuerpo» no agota todas las
posibilidades que el término posee. Es necesario dar un paso más.
Para el Apóstol, la palabra, además de tener el sentido metafórico
explicado, posee un significado propio. Habría que distinguir, por tanto,
dos cosas bien distintas: la comparación de la Iglesia con un cuerpo
en cuanto organismo vivo, en cuyo caso la formulación adecuada sería
la siguiente: la Iglesia es como un cuerpo, y la definición de la Iglesia
como un cuerpo, en cuyo caso la formulación adecuada seria ésta: la
Iglesia es el cuerpo de Cristo.
Este esencial cambio de perspectiva aparecerá teniendo en cuenta
los distintos enfoques que el Apóstol da a la palabra «cuerpo»:
a) El pasaje paulino que con mayor claridad utiliza la palabra cuerpo
como imagen-metáfora de la Iglesia (/1Co/12/12ss) incluye dos
afirmaciones fundamentales que prohíben restringir el término al
campo de la simple comparación. Inmediatamente después de iniciada
la metáfora, afirma: Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu
para no formar más que un cuerpo... Y todos hemos bebido de un solo
Espíritu (1 Cor 12,13). Por tanto, es el Espíritu el que constituye a los
bautizados en miembros de dicho cuerpo. Más aún, la acción del
Espíritu en cada bautizado tiene la finalidad de constituir un solo
cuerpo.
Aquí no se acentúa ni la diversidad de los miembros ni la aportación
particular de cada uno al buen funcionamiento del conjunto, que son
los dos aspectos característicos del cuerpo entendido en sentido
metafórico. Aquí lo que se pone de relieve es la igualdad de los
miembros dentro del cuerpo. Más aún, se pretende acentuar que no
son los miembros los que constituyen al cuerpo -como ocurre en el
caso en el que la palabra cuerpo es utilizada en sentido metafórico;
son los ciudadanos los que constituyen el cuerpo social-, sino que es el
cuerpo el que constituye a los miembros. Precisamente por eso, una
vez que Pablo desarrolla ampliamente la metáfora, pasa al lenguaje
directo y afirma: Vosotros sois el cuerpo de Cristo (1 Cor 12,27).
b) La igualdad de los miembros, a la que acabamos de referirnos, no
nace de una consideración democrática de la sociedad eclesial, sino
de la naturaleza íntima y más específica del cuerpo al que somos
unidos por la acción del Espíritu. Dicha igualdad, que nace de la
unidad del cuerpo, es presentada por Pablo en estos términos: Todos
sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los
bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni
griego; ni esclavo ni libre ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros
sois uno en Cristo Jesús (/Gá/03/26-28). La igualdad de los miembros
se halla originada por el único cuerpo en el que son recibidos «por
igual» miembros diferentes, ya que, a nivel social, seguirán siendo
distintos.
c) Si la Iglesia como tal, y los creyentes en cuanto miembros
individuales de la misma, son constituidos en el cuerpo de Cristo
gracias a la acción del Espíritu, es evidente que la palabra «cuerpo»
tiene un significado diferente a la de simple organismo, que es
constituido por sus miembros, como acabamos de decir. La nueva
perspectiva nos obliga a pensar en el cuerpo como un lugar, una
atmósfera, un espacio o ámbito vital que recibe en sí, sin ninguna clase
de limitaciones de ningún tipo, a todos aquellos que voluntariamente se
acercan a él, a los que quieren vivir y respirar en él, a los que deciden
buscar su seguridad en él, a quienes buscan dar sentido a su vida
desde él. Este «espacio» vital comunica la vida a cuantos la buscan en
él.
Insistimos en que la palabra cuerpo es entendida ahora en sentido
propio. Sin embargo, la realidad misteriosa del mismo nos obliga una
vez más, para hacerla inteligible de alguna manera, a presentarla
desde la imagen o categoría «espacial». Lo mismo le ocurrió a Pablo.
El no encontró una forma más adecuada para hacer comprensible la
realidad misteriosa de la Iglesia. El la definió como un cuerpo, el cuerpo
de Cristo, en el que o en la que cabe todo el mundo. Casi es inevitable
utilizar o hacer referencia a lo «espacial», sencillamente porque
nosotros vivimos en un lugar. De ahí la fuerza de la definición de la
Iglesia al ser presentada como «el cuerpo de Cristo»: es como un
espacio vital, un lugar habitable, una casa confortable, que no sólo
dignifica a sus habitantes, sino que les proporciona incluso la misma
posibilidad de nacer y poder realizarse como miembros de dicho
cuerpo. Sin él, sin el cuerpo de Cristo, no existiría tal posibilidad.
Este «espacio», animado por la presencia y acción del Espíritu, hace
que unos y otros, los más diversos miembros por razón de la
procedencia y otras causas especificativas, tengamos libre acceso al
Padre. Por eso ya no somos extraños ni forasteros, sino
conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el
cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo
mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un
templo santo en el Señor (Ef 2,19-22).
d) El sentido propio de la palabra «cuerpo», aunque tenga que ser
iluminado desde la imagen espacial mencionada, se pone de relieve
desde el crudo realismo con que el Apóstol habla de él, tanto cuando
se refiere al creyente como cuando se refiere a Cristo: el cuerpo es
para el Señor y el Señor para el cuerpo (/1Co/06/13). En esta frase
paulina, como casi siempre en sus cartas, el cuerpo designa no la
parte corpórea, extensa y material del hombre en su contraposición al
alma, sino al hombre en su totalidad, al yo en cuanto expresa toda la
realidad del ser humano. Desde este significado, la frase anteriormente
citada debería ser traducida en los siguientes términos: el individuo en
cuanto creyente, su «yo» total, pertenece al Señor y viceversa. Nos
hallaríamos, por tanto, en el núcleo mismo de la doctrina paulina sobre
la identidad del cristiano con Cristo. Recuérdese el Yo soy Jesús a
quien tú persigues (Hch 9,4), cuando Pablo perseguía a los
cristianos.
En el epistolario paulino esta identidad aparece no como ocurrencia
fugaz, sino como una constante casi obsesiva de su pensamiento:
-el cristiano está muerto a la Ley por el cuerpo de Cristo (Rom 7,4);
-experimenta la muerte de Cristo en su propio cuerpo (Rom 6,3ss);
-en la eucaristía participa en el cuerpo de Cristo (1 Cor 11,24ss);
-todos hemos sido reconciliados con el Padre en su cuerpo (Ef
2,16s; Col 1,22);
-los cristianos somos llamados como miembros de un solo cuerpo
(Col 3,15).
El tremendo realismo de los textos citados no puede diluirse
relegándolos al terreno de la metáfora. La identidad de los cristianos
con el cuerpo de Cristo es mucho mayor que la unión de los miembros
de una sociedad entre sí y con la autoridad respectiva.
e) ¿Cómo deberíamos traducir este crudo realismo con que se habla
del cuerpo de Cristo? Evidentemente, la expresión no puede tener el
sentido que habitualmente damos a la palabra cuerpo. Digamos una
vez más que no puede tratarse de la parte material y visible del hombre
en contraposición al alma considerada como el principio vital. Esto
equivaldría a manejar las categorías filosóficas griegas. Las categorías
bíblicas son muy distintas. Y, desde éstas, cuando hablamos del
cuerpo de Cristo, necesariamente debemos entender toda la realidad
existente en Cristo, su «yo» completo. Dentro de la primera carta a los
de Corinto encontramos dos textos cuyo paralelismo proyecta una gran
luz en nuestra cuestión. Uno de ellos, a propósito de la participación en
la eucaristía, habla de «hacerse reo del cuerpo y de la sangre de
Cristo» (1 Cor 11,27). El otro, a propósito del escándalo dado a los
débiles, habla de «pecar contra Cristo». El cuerpo y la sangre de Cristo
son expresiones sinónimas de Cristo mismo. Tanto en una expresión
como en la otra se halla recogida y concentrada toda la realidad del
acontecimiento salvífico.
En el punto de partida tenemos, lógicamente, una clara referencia al
Crucificado, al cuerpo de Jesús colgado en la cruz. Esta primera
consideración lleva implícita la idea de todo el acontecimiento salvífico
en cuanto tal: su muerte y su presencia. Ahora bien, esta realidad
abarca todo cuanto Jesús hizo para la salud del hombre. Por ello,
cuando hablamos de la Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo, resulta
inevitable pensar también en el cuerpo eucarístico (1 Cor 10, 16s). El
cuerpo o la realidad eucarística es como la célula original y originante a
partir de la cual nace, crece y se desarrolla el cuerpo de Cristo, que es
la Iglesia. Y todo esto es lo que nos hace pensar -lo que hizo pensar a
Pablo- en el ámbito-espera-espacio en el que dicho acontecimiento se
hace presente y eficaz en la Iglesia.
III
INFLUENCIA PAULINA
¿Cómo pudo Pablo llegar a una concepción tan genial, sobre la
identificación de Cristo con su cuerpo, que es la Iglesia y son los
creyentes en cuanto miembros insertos en ella? Los genios, aunque lo
sean, nunca parten de cero; siempre tienen algún punto de referencia
para sus creaciones. ¿Qué fue lo que le estimuló a Pablo para llegar a
esta representación y a una definición tan singular y profunda de la
Iglesia? Se apuntan varias posibilidades que, fundamentalmente,
pueden quedar reducidas a dos: su entorno cultural por un lado, y por
otro, su vivencia personal. Ambas causas habrían influido en la
persona del Apóstol para recurrir tanto a la comparación como a la
definición de la Iglesia, teniendo como punto de referencia el término
«cuerpo»
1. Su entorno cultural. E1 entorno cultural paulino había creado un
mito que tenía como finalidad primordial explicar la unidad de los
hombres. Una unidad que debía llegar más allá de la interrelación
mutua, más allá de la unidad moral -como podía ocurrir en el caso de la
fábula expuesta de Menenio Agripa-, hasta la explicación de esta
unidad con el mundo y con Dios. Una unidad que llegaba a considerar
todas las posibilidades o realidades mencionadas: los hombres, el
mundo, Dios, como una verdadera identidad. Para explicar esta amplia
y compleja unidad se hicieron muchos intentos tanto en el mundo judío
como en el pagano.
a) Mundo pagano. El mito aludido adquiere en este mundo cultural
pagano dos modalidades claramente diferenciadas. La primera,
procedente en cuanto a su origen del Irán, representaba a la divinidad
de tal modo que en ella se hallaba comprendido el universo entero.
Este Dios-mundo es imaginado como un cuerpo gigante, que unía en
él las diferentes partes del mundo, que, por lo mismo, eran
consideradas como sus miembros. Dicho de otro modo: las diversas
partes del mundo eran consideradas como otros tantos miembros de
este cuerpo universal, el Dios-mundo.
Serapis (el Sol), que era el dios más grande de Egipto, consultado
por Nicocreonte, rey de Chipre, para saber qué clase de divinidad era,
contestó: «La naturaleza de mi divinidad es la que voy a darte a
conocer: mi cabeza es el ornato del cielo, mi vientre es el mar, mis pies
son la tierra, mis orejas son el aire y mi ojo resplandeciente a lo lejos
es la luz brillante del sol». En definitiva, estamos ante un mito
cosmológico centrado en la explicación de la armonía de la
naturaleza en su relación con Dios.
Este mito cosmológico es convertido en mito antropológico, para
explicar la inclusión del hombre dentro de esta armonía, al pasar por el
tamiz de la gnosis, esencialmente preocupada por el problema de la
salvación del hombre. Este nuevo tamiz nos ofrece la versión mitológica
siguiente: las almas, que eran los miembros del Dios-redentor, más
exactamente del Anthropos-redentor, habían caído en la materia a
causa de una falta. El Dios-anthropos viene a liberarlas mediante la
comunicación de un conocimiento (llamado técnicamente «gnosis»)
salvador. Una vez hecho esto, las reúne, las une a sí y sube al cielo
con ellas, en su cuerpo así reconstruido.
¿Se vio influido Pablo por estos mitos para presentar a la Iglesia
como cuerpo de Cristo? Creemos que es difícil demostrar tal influencia,
aunque no existan razones definitivas para excluirla.
b) Mundo judío. Es más probable que Pablo haya conocido las
especulaciones del mundo judío sobre el particular. Se hallan
orientadas en varias direcciones, que mencionamos a continuación:
-Especulaciones sobre Adán. En la descripción fantástica del rey
de Tiro (Ez 28,12ss) se halla subyacente la figura de Adán, que sería
el primer hombre, el hombre perfecto, quien, a raíz de una falta, cayó
de su perfección y grandeza originales. Las especulaciones judías
presentan a Adán en posesión de la Sabiduría (Sab 10,1), que le
proporcionaba el poder sobre todas las cosas. Este hombre primero y
perfecto era considerado algo así como el depósito de la divinidad.
Pero, además, Adán es un ser ancestral, que determina la suerte de
las generaciones siguientes. Por eso, de alguna manera, Adán se
identifica con sus descendientes.
En la literatura apócrifa se expone frecuentemente el aspecto de
Adán como el ser primero determinante de la suerte de cada hombre y
de todos en general. Esta consideración llevó a la afirmación rabínica
siguiente: «Todo hombre debe considerarse como el primer hombre».
«Adán contiene en sí todas las almas».
Especulaciones más tardías decían que Adán había sido modelado
con el polvo de distintos países: para formar su cabeza había sido
tomado el polvo de la Tierra Santa; el tronco de su cuerpo había sido
formado con el polvo recogido en Babilonia, y para los demás
miembros del cuerpo se había utilizado el barro de distintos países.
Esta estructura cósmica o cosmopolita de Adán explicaría que todos los
hombres fuesen uno, que constituyesen una unidad en Adán.
Precisamente por eso, las mismas especulaciones judías hablaban de
la recuperación de lo perdido: Adán sería restablecido en la humanidad
del tiempo último.
Nótese, sin embargo, que la dimensión cósmico-universal de Adán,
en las especulaciones mencionadas, es puesta de relieve por un
principio necesario de solidaridad universal, no por razones
eclesiales.
-Para expresar y explicar esta misma realidad, que subyace a la
concepción paulina, prefieren otros autores recurrir al concepto de la
personalidad corporativa, es decir, al principio o la mentalidad según la
cual una persona encarna, personifica y, de alguna manera, determina
la suerte del clan, de la tribu o del pueblo, de forma general. Una
persona que de alguna manera incluye en sí a todos aquellos que
descienden o simplemente dependen de ella. Esta idea de la
personalidad corporativa es eminentemente bíblica. Aparece de forma
destacada en la figura misteriosa del Hijo del hombre, que incluye en sí
a todos los santos del Altísimo, según la descripción que nos hace el
profeta Daniel (Dn 7).
En la misma línea deberíamos citar, probablemente, la presentación
que se nos hace del Siervo de Yahvé e incluso el «yo» de algunos
salmos: en ambos casos tendríamos una persona individual con
significado y alcance colectivos. El Siervo de Yahvé incluiría en sí a
todos los fieles a Yahvé e incluso a todos los hombres, lo mismo que el
«yo» de algunos salmos no haría referencia únicamente a una persona
singular, sino que en ella estarían incluidos todos aquellos que se
hallan animados por los mismos sentimientos o se hallan en las mismas
circunstancias.
Estas representaciones serían válidas en la línea de la solidaridad.
Este sería el principio fundamental desde donde serían explicadas.
¿Podría, desde estas representaciones, darse el salto al nivel de la
identificación en el que se sitúa el apóstol Pablo cuando llega a la
afirmación siguiente: vosotros sois el cuerpo de Cristo?
2. La vivencia personal. En el encuentro con Cristo, camino de
Damasco, Pablo tiene la experiencia personal de que perseguir a la
Iglesia, a los cristianos, es perseguir a Jesús. Esta fue una sacudida
violenta que le hizo despertar del sueño en que vivía. Le invita y le
obliga a la reflexión.
Esta reflexión le llevará a descubrir la dimensión profunda de la vida
cristiana; le hace comprender la unión vital e íntima de los cristianos
con Cristo y que el Apóstol formula con la expresión pregnante «en
Cristo». Vivir «en Cristo» no significa simplemente vivir en un
determinado espacio o lugar, sino que alude a una vida orgánica
similar a la que tiene la rama en el árbol, y que la tiene gracias a él. El
mismo Pablo utiliza esta imagen: estamos injertados en él (Rom 6,5).
Y, en un lenguaje más directo, el Apóstol expresa la misma realidad de
la identificación con Cristo en la carta a los Gálatas: He sido
crucificado con Cristo. Vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive
en mí (Gál 2,20).
Sin duda alguna que la experiencia más profunda y aleccionadora en
nuestro terreno fue la participación en el cuerpo eucarístico de Cristo.
Lógico. Si puede y debe hablarse de la unión vital e íntima de los
cristianos con Cristo, ningún momento más importante y significativo
que el de la participación eucarística para expresar esta realidad
misteriosa. El lo expresa así: El cáliz de bendición que bendecimos,
¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que
partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el
pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos
participamos de ese único pan (1 Cor 10,16s).
La participación sacramental en el cuerpo de Cristo nos hace cuerpo
de Cristo.
Hablar del cuerpo y de la sangre de Cristo equivale a hablar de
Cristo glorificado, de Jesús resucitado, que tiene un cuerpo
«espiritual», idéntico con el crucificado y distinto de él. La participación
en Cristo, en el acontecimiento cristiano, en toda la realidad que Cristo
es y significa para el hombre, produce la comunión con él. Una
comunión que no debe ser entendida mágicamente. En realidad, la
palabra «comunión», para ser traducida de forma adecuada, de modo
que abarcase todo su significado, debería ser traducida por dos
términos distintos: donación y participación. La «donación» acentuaría
la acción de Cristo. La «participación» pondría de relieve la acción de
los creyentes, la fe. Los dos términos unidos expresarían la conexión
necesaria de los dos elementos para que una acción sea realmente
eficaz a nivel personal y no pueda correr el riesgo de ser remitida al
terreno de lo mágico.
IV
RAZONES DEL PENSAMIENTO PAULINO
Este nuevo subapartado puede parecer una variante del anterior.
Acaso lo sea. De todos modos creemos que puede contribuir a aclarar
alguno de los aspectos que consideramos fundamentales para
comprender todo el alcance de la designación paulina para entender la
expresión «cuerpo de Cristo» para designar a la Iglesia. Las que
mencionamos a continuación pueden servir para conseguir este
objetivo.
1. Una de las más importantes la encontró el apóstol Pablo en su
entorno, como ya hemos dicho. Tanto en el Antiguo Testamento como
en el judaísmo contemporáneo era frecuente la representación del
primer hombre como un ser perfecto, casi divino, una especie de
depósito de la divinidad (Ez 28,12ss; Sab 10,1).
Este primer hombre, Adán, es ancestral, y, como tal, determina la
suerte de las generaciones siguientes, y, aunque perdido por la culpa,
en el tiempo último sería restablecido en un cuerpo perfecto.
En el ámbito extrabíblico -la gnosis, por ejemplo- existe también la
creencia del hombre perfecto de los orígenes (el Urmensch=el hombre
original), que incluye en si todas las almas de los redimidos.
En tiempos de Pablo, la imagen del cuerpo podía designar al Estado
e incluso al cosmos. En la literatura griega, el cosmos es descrito como
un ser vivo: Platón y la Estoa hablan del «cuerpo» animado del «todo»,
de la totalidad del universo y del hombre. Zeus es su cabeza y su
centro.
Añadamos que la palabra cuerpo designa en el Apóstol toda la
persona. Una prueba bien clara es que él intercambia frecuentemente
el pronombre personal con dicha palabra.
2. Otra razón la encuentra Pablo en la situación angustiosa en que
vive el hombre, en la experiencia humana, que «gime» por la
liberación del cuerpo de pecado (Rom 6,6) y de muerte (Rom 7,24;
8,10). Este punto de partida, experimentable por el hombre universal,
le hace levantar los ojos hacia arriba. Y desde este «gemido»
torturante escucha el Apóstol la respuesta de Dios, que ofrece el
cuerpo de Cristo como única contrapartida y solución al cuerpo de
pecado y de muerte.
3. Esta respuesta de Dios es verdaderamente urgente y apremiante.
Por eso no se puede hablar de ella teniendo únicamente en cuenta la
intervención definitiva de Dios al final de los tiempos. Desde la urgencia
de la respuesta, en orden a que el hombre tenga ya garantizada la
esperanza y el consuelo necesarios, el apóstol Pablo prescinde en esta
ocasión de la categoría temporal -la intervención divina tendría lugar al
fin de los tiempos- y utiliza la categoría espacial: el cuerpo de Cristo es
el espacio ya actual donde el hombre puede encontrar la respuesta
divina como única contrapartida a su experiencia de un cuerpo de
pecado y de muerte.
El lenguaje eclesial le invitaba también a hacerlo así. La comunidad
cristiana, ya antes que Pablo -como nos consta claramente por la
tradición referente a la última Cena-, hablaba de la «sangre de Cristo».
Hay una frase que podríamos considerar clásica. Es la siguiente: «la
sangre de Cristo purifica los pecados». Esta frase pretendía poner de
relieve los frutos de la muerte salvadora de Jesús de Nazaret.
Evidentemente, las consecuencias benefactoras de la muerte de Cristo
llegaban a la comunidad cristiana y seguían siendo eficaces en ella.
Esto era, en definitiva, lo que quería ponerse de relieve al hablar de la
sangre de Cristo; al hablar de la sangre de Cristo se pretendía
acentuar todo lo que es Cristo para el hombre; todo lo que su entrega
significa y todo el beneficio que al hombre puede reportarle.
Ante este lenguaje, ya habitual en la Iglesia, Pablo encuentra las
cosas casi hechas: lo que se decía y era comprendido fácilmente por
todos los creyentes cuando se hablaba de la «sangre de Cristo» él lo
amplía y aplica al cuerpo, con unas ventajas innegables por su parte
en esta apropiación. Porque, al hablar del cuerpo de Cristo, resultaba
ya absolutamente inadecuado plantearse la cuestión sobre si se refería
al cuerpo del Crucificado o al del Resucitado. Se trata del cuerpo de
Cristo. Es el cuerpo de Jesús de Nazaret muerto en la cruz. Pero es el
cuerpo de Jesús de Nazaret, muerto en la cruz, crucificado y, al mismo
tiempo, llegando en cuanto a su eficacia hasta nosotros Por tanto, son
identificados el cuerpo crucificado y el resucitado, en cuanto significan
y son en realidad el lugar, espacio, habitación o esfera donde se hace
presente permanentemente la bendición divina, la reconciliación y el
señorío de Cristo. Identidad que se realiza plenamente en el cuerpo de
Cristo, que es la Iglesia.
4. Pablo comprende evidentemente el riesgo grave que está
corriendo al «localizar» la eficacia redentora de la obra de Cristo
vinculándola a su cuerpo, que es la Iglesia. Aquí encontraríamos,
probablemente, una explicación satisfactoria a la innegable evolución
progresiva que hubo en su pensamiento sobre el tema o problema o
misterio eclesial. En un primer momento, reflejado claramente en las
cartas que llamamos estrictamente paulinas (Rom y 1 Cor, por lo que
se refiere a nuestra cuestión, al tema de la Iglesia como tal), la
expresión «cuerpo de Cristo» únicamente es utilizada una vez (1 Cor
12,27). En los demás pasajes la frase es más genérica. En ellos a lo
sumo que llegamos es a oír hablar de «un cuerpo», «un cuerpo en
Cristo», o se utiliza la metáfora «como» un cuerpo. Dicho de otro modo:
Pablo utiliza la imagen como una «invitación» e incluso como un
mandato: los cristianos son exhortados a ser un cuerpo en Cristo. El
utiliza el imperativo. Y, como ocurre siempre en su pensamiento, lo
utiliza porque se supone ya el indicativo: el indicativo es descriptivo y
habla de los cristianos como un cuerpo, ellos son ya un cuerpo,
participan en el cuerpo de Cristo. El indicativo, que posibilita y facilita el
imperativo, no puede ser más claro para el Apóstol desde la relación
estrecha e íntima del cristiano con Cristo:
-han sido bautizados en su muerte (Rom 6,1-5)
-han sido crucificados e incluso sepultados con é] (Rom 6,4ss)
-participan en su cuerpo eucarístico (1 Cor 10,16s)
-glorifican a Dios en sus cuerpos (2 Cor 4,10-12).
5. Desde el riesgo apuntado en la razón anterior se comprende la
puntualización que, al respecto, hacen las cartas posteriores (nos
referimos a las cartas a los de Colosas y a los de Efeso). En ellas, la
cabeza, que en las cartas anteriores es mencionada como un miembro
más, es presentada con entidad propia y claramente diferenciada
frente a las demás partes del organismo; la cabeza es aquí -en las
cartas llamadas deuteropaulinas- la fuente y el «lugar» de la autoridad
y señorío, a la que todo el cuerpo debe honor y obediencia (Col 2,10);
es como el canal a través del cual la vida divina llega al cuerpo (Ef
1,22ss). En cuanto cabeza, Cristo ama, santifica y salva a su cuerpo
(Ef 5,25); es el principio desde el que y hacia el que crece todo el
cuerpo (Col 2,19; Ef 4,15). En estas cartas es sumamente importante el
tema del crecimiento. Es una de las novedades que ellas introducen.
UNIVERSO/QUE-ES:Otro rasgo, no menos importante porque lo
mencionemos al final, es que dichas cartas, al acentuar la supremacía
de Cristo en cuanto cabeza, no lo limitan a la Iglesia. Tanto Colosenses
como Efesios presentan a Cristo como la cabeza del «todo». Aquí y así
surge la idea de la «recapitulación», de dar o poner una cabeza a una
realidad, la del mundo, que sin ella sería acéfalo; se trata de dar el
sentido último a la creación, que únicamente así se convierte en
«universo», aquello que está vuelto u ordenado hacia el Uno (que
únicamente es quien lo puede dar sentido). Por eso, en el pensamiento
del cuerpo es necesario incluir una referencia a toda la obra de Dios,
no sólo en la redención, sino también en la creación. Bastaría, para
darnos cuenta de ello, reflexionar sobre los himnos cristológicos de
Colosenses (1,15-23) y Efesios (2,11-22).
V
DIMENSIÓN PERSONAL
La Iglesia, los creyentes, somos el cuerpo de Cristo. De forma
análoga a como nosotros somos españoles. Lo somos por haber
nacido en un lugar concreto, por estar configurados por nuestro suelo
y nuestra historia, por estar determinados por los intereses patrios, por
vivir de nuestros recursos y realizarnos dentro de nuestras
posibilidades
La comparación pretende únicamente hacernos caer en la cuenta de
que una imagen «espacial» -como es la del cuerpo o la de la patria-
puede tener y tiene de hecho connotaciones personales importantes.
Hemos podido comprobar que la imagen del cuerpo es utilizada en su
dimensión espacial y mítica. El apóstol Pablo tuvo la genialidad de
«historificarla». Historificación que consistió en cargar la mencionada
imagen espacial y mítica con todo el contenido de la fe cristiana. Vació
en el modelo existente la nueva realidad cristiana. Y, al historificarla, le
dio una dimensión personal. Lo que, en principio, podía haber tenido
un sentido mítico, lo tradujo en categorías relacionales que hablan de
la realización individual del ser creyente.
La metáfora del cuerpo acentúa en los creyentes su aspecto de
miembros de un organismo viviente. Es el cuerpo vivo el que da a los
miembros la categoría de tales. No es imaginable un miembro muerto.
Quedaría excluido del cuerpo. Cada uno debe cumplir su misión en el
conjunto vivo, llegando a constituir una comunión o koinonía de vida y
de justicia. Es el nuevo ser que nace como consecuencia de la nueva
relación con el Otro y con los otros. Y esto tanto a nivel personal como
eclesial, ya que el primer aspecto es irrealizable sin su referencia al
segundo.
Es miembro del cuerpo de Cristo todo aquel que participa de su
misterio, el que participa en el misterio de su muerte y resurrección,
con todas las implicaciones que dicha participación comporta; todo
aquel que concibe dicho cuerpo como el espacio-habitación-atmósfera
en la que vive y respira, donde experimenta un nuevo ser; todo aquel
que descubre en dicho espacio el señorío determinante de su vida;
todo aquel que lo experimenta como el lugar vital de la fe, como el
espacio creador de la esperanza y realizador de la libertad; todo aquel
que vive en él la única posibilidad que le es ofrecida al hombre de
escapar de las garras del mundo considerado como el poder antidivino
y generador de muerte; todo aquel que percibe con claridad suficiente
cómo se entrecruza el aspecto eclesial con el sacramental,
descubriendo en el cuerpo de Cristo todo el acontecimiento salvífico
que Dios sigue ofreciendo a cada hombre; todo aquel que se siente en
el cuerpo de Cristo participando simultáneamente en el Crucificado
-por su muerte al pecado, a todo lo antidivino- y en el Resucitado, que
es el Señor y dador de vida nueva; todo aquel que sabe descubrir la
corresponsabilidad con los demás miembros de dicho cuerpo; todo
aquel que se hace consciente de que el ser creyente se constituye por
un continuo recibir para dar constantemente.
El continuo recibir del que acabamos de hablar pone de relieve
nuestra asunción, nuestro recibimiento, el ser admitidos dentro del
cuerpo de Cristo. La Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo no debe ser
imaginada como la suma total de una serie de sumandos parciales, que
serían todos los creyentes. Los cristianos, tanto a nivel de creyente
individual como de grupo, constituyen la Iglesia sólo después de haber
sido constituidos en Iglesia, sólo después de haber entrado a formar
parte del cuerpo de Cristo. Es el cuerpo el que constituye a los
miembros, no los miembros los que constituyen al cuerpo. Y este ser
anterior, la anterioridad del cuerpo, significa lo siguiente: el lugar de la
salud no está al alcance de la mano; se halla por encima de las
posibilidades humanas; es la gran oferta de Dios, que pone ante el
hombre la posibilidad de un nuevo ser, de un nuevo nacimiento
determinante de una nueva existencia. Como consecuencia, todos los
miembros del cuerpo participan de la misma igualdad fundamental, a
pesar de la diversidad de funciones que realicen en el mismo. Las
diferencias seguirán existiendo en otros aspectos, pero en el terreno
de la salvación quedan conjuradas por una total neutralidad.
Finalmente, la unidad debe provocar no la uniformidad, pero sí la
unanimidad en el esfuerzo y en el trabajo por los intereses del
Cuerpo.
FERNANDEZ
RAMOS
SOIS IGLESIA
Reflexiones sobre la Iglesia como pueblo de Dios
y sacramento de salvación
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1983.Págs. 45-67