IGLESIA
continuación

3.2. El sacerdocio común:

Ha sido también mérito del Vaticano II resucitar la doctrina del sacerdocio común, que tanta importancia ecuménica tiene, por tratarse de un tema muy querido por los hermanos separados.

El pueblo de la nueva alianza, es todo él un pueblo de sacerdotes. En todos los cristianos se encuentra, en efecto, la capacidad para ofrecer a Dios un culto que le agrade: la propia vida. De hecho, Cristo no ofició en una catedral. Su sacrificio tuvo lugar al aire libre y consistió en dar la vida (cf. 1 Pe 2,2-5; Rom 12,1; Flp 2,17; Heb 9,1314...). Incluso en la asamblea eucarística, todos pueden considerarse sacerdotes, todos ofrecen la eucaristía. De ahí la diferencia arquitectónica existente entre el templo judío, en cuyo santuario sólo podían entrar los sacerdotes, y los templos cristianos, amplios, donde penetra toda la comunidad. Eso no significa, evidentemente, que en la celebración de la eucaristía todos puedan hacer las mismas cosas. Cada uno tiene un «servicio» o «ministerio» particular. Como dijo el Concilio, «en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde» (SC 28).

Podríamos decir, pues, que los fieles de la nueva alianza no corresponden a los laicos de la antigua, sino más bien a los sacerdotes. De hecho, el Nuevo Testamento los designa con ese nombre -iereus en griego- (Ap 1,6; 5,10). En cambio evita llamar así a los pastores de la comunidad, para expresar más claramente la diferencia e incluso la ruptura con la concepción pagana y judía del ministerio, predominantemente sacral y ritual, que imponía un estilo de vida segregado. Los ministros cristianos reciben el nombre de presbíteros, y debemos lamentar que la costumbre haya impuesto otra vez el de sacerdotes.

El Concilio precisó que la diferencia entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial o presbiterado no es de grado, sino de esencia (LG 10 b). No podía ser de otra forma. Si fuera una diferencia de grado, los clérigos serían cristianos mejores y más completos.

Naturalmente, quienes reciben el sacramento del orden no dejan de estar revestidos de ese sacerdocio primordial. Por eso debe decirse «sacerdocio común», y no «sacerdocio de los laicos». (Nótese que la Lumen gentium habla de ese sacerdocio en el capítulo 2, dedicado al pueblo de Dios, y no en el capítulo 4, dedicado al laicado).

3.3. Corresponsabilidad

Recién terminado el Concilio, el cardenal Suenens escribía en un libro titulado La corresponsabilidad en la Iglesia de hoy, que pronto se hizo famoso: «Si se me preguntase cuál es el 'germen de vida' más rico en consecuencias pastorales que se debe al Concilio, respondería sin dudarlo: el haber vuelto a descubrir el pueblo de Dios como una totalidad y, en consecuencia, la corresponsabilidad que de aquí se deriva para cada uno de sus miembros» 16,

LAICO/MISION PRESBÍTERO/LAICO: Es conveniente decir unas palabras sobre la misión del laicado y del clero. La misión específica del laico es edificar el reino de Dios gestionando los asuntos temporales (LG 31 b; EN 70). Como escribió ·Lavisse, «ser laico es creer que la vida vale la pena vivirse, amar esta vida, rehusar la definición de la tierra como 'valle de lágrimas', no admitir que las lágrimas sean necesarias y bienhechoras, es librar la batalla contra el mal en nombre de la justicia» 17. En cambio, la misión específica del presbítero es presidir la comunidad cristiana. Antes solía ponerse lo específico en la potestas de consagrar y perdonar pecados, pero ésta deriva de aquélla: sólo quien preside la comunidad cristiana puede presidir la eucaristía, y viceversa.

Sería incorrecto deducir de lo anterior una especie de «reparto de tareas», que se enunciara más o menos así: el mundo para los laicos y la Iglesia para los clérigos. Eso daría lugar a un nuevo clericalismo, justificado esta vez con argumentos «progresistas». Hay que decir con claridad que misión «específica» no significa misión «exclusiva».

Una cosa es que el presbítero presida la comunidad cristiana y otra muy distinta es que se convierta en una especie de «hombre orquesta», que toca todos los instrumentos a la vez. También el laico es responsable de la comunidad cristiana, y debe ejercer esa responsabilidad en la medida que no perjudique su misión específica. Algunos se sentirán llamados especialmente a anunciar la palabra de Dios, lo cual puede hacerse a través de medios muy diversos: la instrucción catequética, la enseñanza religiosa escolar, los medios de comunicación social y las conferencias, e incluso la predicación en el templo (aunque la homilía durante una celebración litúrgica esté hoy reservada al presbítero o al diácono). La renovación litúrgica ha multiplicado también los ministerios laicos: schola cantorum, lectores, salmista, comentadores, maestro de ceremonias, el que acoge a los fieles a la puerta de la iglesia, ministros extraordinarios de la comunión que la llevan a los enfermos, etc. Por último, la pastoral del servicio cristiano -que abarca no sólo las obras asistenciales, sino también las de promoción humana y la construcción de un orden justo- ofrece a los laicos unas posibilidades de trabajo inagotables. El Concilio Vaticano II llegará a decir que «el miembro que no contribuye según su propia capacidad al aumento del cuerpo debe reputarse como inútil para la Iglesia y para sí mismo» (AA 2a).

Por su parte, también el presbítero es responsable de los asuntos temporales e, igualmente, debe ejercer esa responsabilidad en la medida que no perjudique a su misión específica. (El perjuicio podría venir por el tiempo disponible y por la posibilidad de comprometer en opciones partidistas la representatividad de Cristo y de la comunidad cristiana que ostenta). Por eso su forma específica de servir a la sociedad, más que la acción directa, debe ser la animación y el acompañamiento teológico de los laicos que han asumido responsabilidades en la vida pública.

Así, pues, no cabe decir: «El mundo para los laicos y la Iglesia para los clérigos». Hay una forma específicamente laical de compromiso en el mundo y en la Iglesia, así como hay una forma específicamente presbiteral de compromiso en la Iglesia y en el mundo.

3.4. La Iglesia universal, una comunión de Iglesias locales
I/UNIVERSAL

Si el Vaticano I ponía en el centro la Iglesia universal, que después se dividía en parcelas más pequeñas (las diócesis), el Vaticano II pone en el centro las Iglesias particulares o locales y concibe a la Iglesia universal como una comunión de todas ellas. La relación existente entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal no es fácil de explicar, porque carece de analogías en otro tipo de colectividades. No es cierto, por ejemplo, que las Iglesias particulares sean meras sucursales de la Iglesia universal, como si ésta existiera con anterioridad a ellas y tomara después la decisión de dividirse en porciones más manejables. Pero tampoco es cierto que existan primero las Iglesias particulares y en un segundo momento decidieran reunirse en una especie de federación que sería la Iglesia universal.

La Iglesia, y no simplemente una parte de ella, está presente en todas y cada una de las Iglesias particulares. Pablo, por ejemplo, no se dirige a la Iglesia de Corinto, sino «a la Iglesia de Dios que está en Corinto» (/1Co/01/02). Lo mismo hace san Ignacio de Antioquía: «A la Iglesia de Dios que está establecida en Filadelfia del Asia», «... en Magnesia del Meandro», etc. Orígenes utilizará igualmente esas mismas fórmulas: «La Iglesia de Dios que está en Corinto, en Alejandría...».

La primera consecuencia de que las diócesis no sean en modo alguno sucursales de la Iglesia universal es que los obispos tampoco son delegados del Romano Pontífice. Ellos ejercen una potestad propia (LG 27 a). Otra consecuencia de que la Iglesia universal está presente en cada Iglesia particular es que la misión de los obispos, a partir del momento en que se les encomienda una Iglesia particular, incluye también, como una dimensión connatural, la «solicitud por la Iglesia universal» (LG 23 b). San Agustín, por ejemplo, a pesar de que las doctrinas de Pelagio apenas turbaban su pequeña diócesis africana, en cuanto supo de la influencia que ejercían en oriente emprendió la lucha intelectual contra la nueva herejía. Hoy esa «solicitud por la Iglesia universal» se expresa mediante el ejercicio de la colegialidad episcopal, de la que más adelante hablaremos.

4. Constitución jerárquica de la Iglesia

4.1. La jerarquía está al servicio del pueblo de Dios

I/JERARQUIA: Decía san Agustín: «El Señor me ha hecho esclavo del pueblo de Hipona». Con ello expresaba un aspecto fundamental de la eclesiología: la autoridad como ministerio, como servicio. En efecto, si exceptuamos las reiteradas exhortaciones a ejercer la autoridad como un servicio (Mt 18,1-4 y par.; Mt 20,20-28 y par.), Jesús no dejó instrucciones muy concretas de cómo debería ser gobernada la Iglesia. Da la impresión de que, con tal de que se eliminara ese peligro corruptor, tenía poco interés en determinar el modo con que los jefes debían ejercer su autoridad.

Sin embargo, según Louis Bouyer, el «mal primordial» dentro de la Iglesia católica es haber acabado haciendo de la autoridad un dominium y no un ministerium 18. De hecho, cuando se observa el ejercicio de la autoridad en la Iglesia, la tensión entre teoría y práctica es innegable.

4. 2. Desequilibrios en la eclesiología del Vaticano I

Es sabido que el Vaticano I fue un concilio incompleto. Como consecuencia de la toma del Vaticano por las tropas italianas de Víctor Manuel, hubo de interrumpirse en 1870, apenas comenzado, cuando quedaban todavía 51 esquemas por votar. Se había proclamado ya la doctrina sobre el puesto del papa en la Iglesia, que -al quedar aislada de toda reflexión sobre el resto del pueblo de Dios- dio origen a malas inteligencias, no sólo de orden práctico, sino también de orden teológico.

El obispo Wright, de Pittsburgh (EE.UU.), expuso este hecho de forma muy plástica en una entrevista concedida a «Der Spiegel» el 25 de noviembre de 1964: «Suponga usted que estoy pintando un cuadro del monte Everest y las montañas que lo rodean, y se me interrumpe justamente cuando he acabado el monte Everest. Pues bien, en el Vaticano I, después de explicar completamente el monte Everest de la autoridad papal, se interrumpió el trabajo del resto del cuadro» 19.

De hecho, la constitución Pastor aeternus del Vaticano I, dedicada al Romano Pontífice, se titulaba «Constitutio dogmatica prima de Ecclesia Christi», y existía un borrador para la «Constitutio secunda», preparado por Kleutgen, que esbozaba exactamente lo que hoy se designa como «colegialidad episcopal». (De todas formas, es significativo el orden elegido. Comenzar por el papa revela ya una eclesiología opuesta a la del Vaticano II. Si este último Concilio también hubiera quedado interrumpido bruscamente, lo que habría quedado definido no es la teología del papa, sino la teología del pueblo de Dios).

Pues bien, antes de preparar el borrador de lo que había de ser la constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, Juan XXIII ordenó que se hiciera una consulta a los obispos y a las universidades católicas de todo el mundo sobre los temas que deberían tratarse. No debe extrañarnos que las respuestas, recogidas en 15 gruesos volúmenes, tuvieran un denominador común: «El Vaticano II debería completar e interpretar la enseñanza del Vaticano I, que se limitó, contra su voluntad, solamente a las prerrogativas del primado universal y del magisterio infalible del Romano Pontífice». (Si hemos de ser sinceros, dio la impresión de que, para los obispos, «completar la doctrina del Vaticano I» significaba tan sólo hablar del propio episcopado, porque hubo un significativo olvido del presbiterado en las discusiones conciliares).

4.3. Los obispos, sucesores de los apóstoles
OB/SUCESORES

Fue san Ireneo el primero que empleó la fórmula de una «sucesión» de los obispos con respecto a los apóstoles. No existen documentos suficientes para reconstruir con certeza cómo se dio el paso de la función apostólica a la función episcopal, pero el hecho es que, a mediados del siglo II, hacía ya mucho tiempo que no vivía ningún apóstol y en todas partes había un «obispo» que reivindicaba su herencia y gobernaba su Iglesia asistido por un colegio de «presbíteros», sin que parezca observable en ningún lugar vacilación ni resistencia.

Era lógica esa transición. ¿Acaso la proclamación del evangelio, la incorporación de los creyentes a la Iglesia por el bautismo, la celebración de la cena del Señor (tareas todas ellas que habían sido encomendadas a los apóstoles), iban a cesar porque murieran aquellos a quienes se les había confiado el hacerlo? El encargo recibido debía ser transmitido a sus sucesores, porque la historia continuaba y la parusía aún no había tenido lugar. Como siempre, los hombres pasan, pero la misión permanece: «El rey ha muerto. ¡Viva el rey!». Muy pronto se multiplicaron en todas partes las listas de obispos que se habían ido sucediendo en cada sede, mostrando siempre que el primero de la lista fue establecido por un apóstol. La obstinación en redactar tales listas, incluso más allá del tiempo en que podían confeccionarse con certeza, manifiesta con claridad la convicción de que no hay episcopado legítimo si cada obispo no está, a través de sus antecesores, en continuidad con los apóstoles.

Sin embargo, en esas listas se observa una interesante divergencia: en unas es el propio apóstol quien encabeza la lista, y en otras es el obispo que le sucedió inmediatamente. Esa divergencia expresa el hecho de que, si bien los obispos suceden a los apóstoles, no les suceden en todo. Los apóstoles, en efecto, cumplieron dos funciones: 1) Fueron testigos inmediatos de lo que el Señor Jesús hizo por nuestra salvación, y dieron así origen a una tradición normativa. 2) Fueron también maestros y pastores de las Iglesias por ellos fundadas.

Evidentemente, en cuanto a la primera función los obispos no son sucesores de los apóstoles. A ellos sólo les corresponde conservar y desarrollar lo que recibieron de aquéllos, pero no pueden dar origen a una tradición distinta. La sucesión se da solamente en lo que se refiere a la segunda función, es decir, la de ser maestros y pastores de la Iglesia que les ha sido confiada.

Sin embargo, es curioso que -absorbidos por tareas de tipo administrativo- no suelen desempeñar esa función. De hecho, a los ojos de los fieles, son los presbíteros, y no los obispos, los encargados del ministerio de la palabra y de los sacramentos. La Constitución Civil del Clero del año 1790 -que, entre muchas cosas inaceptables, también tenía alguna valiosa- proponía que se hiciera del obispo el cura párroco de la primera parroquia de la diócesis, y que se le obligara a desempeñar personalmente todas sus funciones. Sería necesario que la catedral, por la combinación de una liturgia modélica, de una vida de incesante oración, de una enseñanza doctrinal sostenida (de la que el obispo debería ser el animador), de un equipo de presbíteros experimentados que no sólo pudieran oír las confesiones, sino también ejercer con competencia el acompañamiento espiritual, de una acción social y caritativa intensa, etc., volviera a ser como el corazón de la vida espiritual de la diócesis.

4.4. El colegio episcopal
COLEGIO-EPISCOPAL

Como decíamos más arriba, desde el principio los obispos no se consideraron únicamente responsables de la Iglesia particular que presidían, sino abiertos y espontáneamente orientados a toda la Iglesia universal. La práctica, por ejemplo, de las «cartas de comunión», era muy significativa. Roma era el centro de una extensa red de comunicaciones: de todas partes del mundo llegaban cartas al obispo de Roma, y éste las difundía. Optato de Mileve hace alusión a este «comercio epistolar», organizado en su tiempo en torno al papa Siricio.

Cuando la situación lo aconsejaba, el colegio actuaba de forma extraordinaria reuniéndose sus miembros: es lo que llamamos un concilio ecuménico. Pero el colegio episcopal no existe sólo con intermitencias, cuando se reúne o intercambia cartas de comunión. Su actividad más esencial se ejerce diariamente por el simple hecho de que cada obispo enseña en su propia comunidad la misma fe que los demás obispos en las suyas. El colegio -escribe Henri de Lubac- «es una realidad permanente, no está jamás 'en estado de paro'» 20.

Conviene aclarar el significado exacto de la colegialidad episcopal. En el lenguaje jurídico tradicional, collegium designa un grupo de personas que no obran sino en conjunto, y que forman con este motivo como una especie de persona moral. En el siglo III, el gran jurisconsulto Ulpiano definió el «colegio» con estas palabras: «Una agrupación de iguales, que poseen todos la misma autoridad y la poseen y ejercen de manera indivisa». Pues bien, no es exactamente ése el significado de la colegialidad episcopal, porque: 1) Cada obispo tiene responsabilidades propias con respecto a una Iglesia particular en el interior de la única Iglesia de Cristo. 2) Un determinado obispo (el de Roma) tiene entre todos los demás una responsabilidad especial sobre el conjunto de la Iglesia.

Aun cuando la colegialidad -tomada en sentido estricto- es universal, existen también, manifestaciones parciales de la misma de ámbito más limitado. Tal es el caso de las conferencias episcopales, creadas tras el Concilio Vaticano II. Hace unos años, escribía Ratzinger: «No es raro tropezar con la opinión de que a las conferencias episcopalesles falta todo fundamento teológico y que no pueden por ende actuar en una forma que obligue a los obispos particulares; el concepto de colegio sólo podría aplicarse al episcopado universal que actúa unitariamente. (... Sin embargo) el concepto de colegialidad alude a un elemento múltiple y variable en sus pormenores (...) que puede realizarse de diversas maneras (...). Las conferencias episcopales son una de las formas posibles» 21,

5. El primado pontificio

5.1. Primado-papal y ecumenismo PAPA/PRIMADO

Pablo VI decía en 1967: «El papa -lo sabemos muy bien- es el obstáculo más grave en el camino del ecumenismo» 22, y aunque esto sigue siendo cierto, desde entonces se han producido algunos cambios significativos. Las Iglesias no católicas están empezando a ver como «normal», y hasta «exigido en cierto grado», un ejercicio del primado de la sede romana. Incluso entre las Iglesias de tradición luterana se ha empezado a reconsiderar la opinión (más emotiva que razonada) que veía en el papa a un anticristo.

En la declaración luterano-católica de 1980 se dice: «Los estudios históricos y lingüísticos acerca del significado del dogma; la insistencia -a partir del Vaticano II- en las relaciones colegiales entre el papa y los obispos, tanto en el plano teológico como en el de la práctica; la instauración de un nuevo estilo de leadership papal por Juan XXIII y Pablo VI..., todo ello puede llevar a los luteranos a comprender que el papa no es un monarca absoluto». También la Comisión Internacional Anglicano-Católica afirmaba en 1981: «La única sede que reivindica el primado universal, que lo ha ejercido y sigue ejerciéndolo, es Roma, la ciudad donde Pedro y Pablo fueron martirizados. Parece normal (apropriate) que, en cualquier posible unión futura, el primado universal, tal como se ha descrito, sea ejercido por dicha sede».

Pero, desde luego, nadie acepta el primado tal como lo concibe Roma, sobre todo desde 1870. Son muchos los ortodoxos, incluso entre los mejor dispuestos para con la Iglesia católica, que consideran las definiciones de 1870 como una herejía en el sentido fuerte del término; es decir, como una innovación grave que afecta a la fe. «La Iglesia católica -escribe el P. Tillard- debería releer, en función de este nuevo contexto, las declaraciones del Vaticano I y del Vaticano II sobre el primado romano, que las demás Iglesias sinceramente no creen poder 'recibir'» 23.

5.2. Posición particular de Pedro en el Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento atestigua claramente la posición particular de Pedro. No sólo es nombrado siempre el primero en la lista de los doce, sino que, según el famoso logion mateano, Jesús afirma que Pedro es la «piedra» sobre la que construirá su Iglesia (Mt 16,18), y según san Juan, en el capítulo adicional del evangelio, le encomienda el oficio de apacentar corderos y ovejas (Jn 21,15-17).

Los evangelistas eran conscientes de que la posición particular de Pedro no se debía a que concurrieran en él unos valores excepcionales -como podría haber sido el caso de la gran personalidad de Pablo, sino a una disposición de Cristo. Y, de hecho, no ocultan sus debilidades: «Quítate de mi vista, Satanás» (Mt 16,23) y, sobre todo, la triple negación (Jn 18,25-27).

Precisamente la circunstancia de que los tres grandes grupos textuales del Nuevo Testamento -sinópticos, Pablo y evangelio joánico-, pese a sus diferentes tendencias teológicas y eclesiológicas, se den la mano al testificar el puesto singular de Simón Pedro, muestra claramente que aquí no se trata de una elaboración de la comunidad, sino que tuvo que existir un mandato del Señor mismo.

5.3. Función del primado en la Iglesia

Según atestigua la historia, los obispos que se fueron sucediendo en la sede romana ejercieron siempre en medio del colegio episcopal un primado semejante al que había ejercido Pedro en medio del colegio apostólico.

En lo que nos es dado a conocer, antes de Tertuliano, a comienzos del siglo III, parece que a nadie se le ocurrió invocar el «Tu es Petrus...» de Mt 16,18 en favor del primado romano. Se ha dicho que en estos primeros tiempos no habría existido todavía más que el ejercicio de un primado de hecho, y solamente más tarde Roma habría intentado hacer de ello un primado de derecho, elaborando lo que Maurice Goguel ha llamado «un mito de justificación». Sin embargo, que el primado se afirme desde el principio pacíficamente por su simple ejercicio, y no como consecuencia de un arsenal de argumentos teóricos, es lo mejor que se podía esperar. La vida se adelanta siempre al pensamiento reflexivo.

La teología y el magisterio han afirmado siempre que la razón de ser del primado romano es el servicio a la comunión de las Iglesias. Ese servicio de unidad estaba ya claramente prefigurado en la posición de Pedro entre la Iglesia de los judíos y la Iglesia de los gentiles. Pablo se sintió claramente enviado a los gentiles y mantuvo unido bajo su autoridad apostólica el vasto campo misional de la gentilidad. De forma similar, Santiago ejerció su ministerio entre los judeocristianos. Sin embargo, Pedro, a diferencia de Pablo y Santiago, no pertenece directamente a ninguno de los dos grandes bloques del cristianismo primitivo, sino que está por encima de ambos, abrazándolos entre sí. Ahí radica lo peculiar y distintivo de su misión. «No hay por qué callar -decía Ratzinger en otro tiempo- que con tales ideas se sientan también unas normas críticas para la forma efectiva en que se ejerce el primado» 24,

5.4. El papa y el colegio episcopal

Lo que distingue al papa de los demás obispos no es que a su responsabilidad directa sobre una Iglesia particular -la de Roma en este caso- se añada una responsabilidad general sobre la Iglesia universal, porque eso es común a todos los obispos. Lo que ocurre es que, mientras los demás obispos sólo ejercen de manera directa e inmediata su autoridad sobre la Iglesia universal cuando se reúnen en concilio, el papa la ejerce ordinariamente. Podríamos decir que el papa es un obispo que, sobre la base del sacramento del episcopado común a todos, realiza actos en los que la responsabilidad de todo el episcopado se halla como compendiada y «simbolizada».

De hecho, Pedro recibió personalmente del Señor lo mismo que recibieron todos los apóstoles colectivamente: El poder de atar y desatar, que Mt 18,18 atribuye a los apóstoles, en Mt 16,19 se atribuye en solitario a Pedro. Si Pedro es la «roca» sobre la que Cristo edifica la Iglesia (Mt 16,18), los apóstoles son los «cimientos» (Ef 2,20); las doce piedras sobre las que descansa la Nueva Jerusalén (Ap 21,14). Si el Resucitado «se apareció primero a Cefas» (¿quizá en Lc 24,34?), «luego a los doce» (1 Cor 15,5), lo cual es muy importante si recordamos que el testimonio sobre la resurrección de Cristo es un elemento constitutivo de la condición de apóstol.

Es difícil encontrar en nuestras categorías habituales un tipo de relación entre una persona y su grupo capaz de caracterizar esta situación. Seguramente lo más acertado sería invocar el concepto bíblico de personalidad corporativa (H. W. Robinson): un «individuo» concreto en el cual se encarna el «yo» de una colectividad. El sucesor de Pedro es, como lo fue tantas veces Pedro a juzgar por el testimonio del Nuevo Testamento, una expresión y una especie de personificación de la totalidad de los discípulos o de los apóstoles. En la voz del primado, que habla con autoridad, el colegio episcopal quiere y debe poder reconocer su voz.

6. Iglesia y mundo I/MUNDO Ya solamente nos queda hablar de la relación de la Iglesia con el mundo. Los seguidores de Jesús saben que tanto la Iglesia (que intenta vivir ya ahora bajo el reinado de Dios) como el resto del mundo (que no se plantea conscientemente tal cosa) avanzan -aunque por caminos y a título distinto- hacia la plenitud del reino, hacia la «recapitulación de todo en Cristo» (Ef 1,10). Por eso descubren con satisfacción que también hay signos salvíficos fuera de la Iglesia. El Concilio Vaticano II afirmó repetidamente que hay «verdad y gracia» entre las naciones «por una cuasi secreta presencia de Dios» (AG 9 b); «semillas de la palabra» y «riquezas que Dios, generoso, ha distribuido a las gentes» (AG 11 b); «preciados elementos religiosos y humanos» (GS 92 d); mucho «bueno y verdadero» que es una «preparación al evangelio» (LG 16); «tradiciones ascéticas y contemplativas, cuyas semillas ha esparcido Dios algunas veces en las antiguas culturas antes de la predicación del evangelio» (AG 18 b); etc.

I/SECTA/DIFERENCIAS SECTA/I/DIFERENCIAS: Eso es lo que hace que la Iglesia sea Iglesia, y no secta. En efecto, según la sociología de la religión, una de las diferencias más importantes ante una Iglesia y una secta -tal como las formuló Ernst Troeltsch y otros muchos detrás de él- es precisamente la actitud ante el mundo. Las sectas consideran irremediablemente perdido el mundo exterior y se separan de él en la medida de lo posible. Las Iglesias, en cambio, reconocen que hay también signos salvíficos fuera de sus fronteras y, en consecuencia, adoptan una actitud de diálogo frente al mundo.

Karol Woitila, por entonces arzobispo de Cracovia, en su intervención en nombre del episcopado polaco, decía el 21 de octubre de 1964 en el aula conciliar comentando el Esquema Xlll, texto base de discusión de lo que habría de ser la constitución Gaudium et spes: En sus relaciones con el mundo, la Iglesia debe evitar «una mentalidad, por así decir, 'eclesiástica', como por ejemplo las lamentaciones sobre el misérrimo estado del mundo.... 'apropiarse' demasiado fácilmente cualquier cosa buena que exista en el mundo en favor de la Iglesia..., muestras meramente verbales de una actitud benevolente hacia el mundo. Todas estas cosas obstaculizan casi a priori el diálogo con el mundo; entonces se queda en mero soliloquio» 25.

Los cristianos deben sentirse compañeros de viaje de los demás hombres. La Iglesia -dijo el Concilio Vaticano II- «avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad» (GS 40 b).

Hasta tal extremo llega esto, que la Iglesia debe dar preferencia a los problemas de la humanidad antes que a los suyos propios. Según una vieja costumbre, el Sacro Colegio Cardenalicio acudió el 22 de diciembre de 1979 a cumplimentar a Juan Pablo II con motivo de las fiestas navideñas. Era la primera vez que lo hacía con el nuevo papa, y la respuesta de éste les sorprendió, porque hizo un recorrido a través del mundo sufriente (los refugiados políticos, las víctimas del terrorismo, los hambrientos, etc.), «dejando para otra ocasión -dijo- el tratar los problemas interiores de la Iglesia» 26.

Esa actitud es beneficiosa incluso desde el punto de vista de higiene mental. Las personas que reflexionan demasiado sobre sí mismas, aun cuando estén del todo sanas, suelen terminar a menudo poniéndose enfermas. Pero es, sobre todo, una actitud exigida por el evangelio. La Iglesia debe tener la misma actitud que su Maestro, que no vino «para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). Pablo VI, en el discurso de clausura del Vaticano II, pudo decir que a lo largo del Concilio «la Iglesia se ha declarado casi la sirvienta de la humanidad» 27.

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1 Hans Kung, La Iglesia. Herder, Barcelona 4 1975, 119.

2 Prefacio de la fiesta de Jesucristo, rey del universo.

3 La expresión procede de Walter Kern, El acontecimiento Cristo y la experiencia del mundo, en Mysterium salutis. 3 Cristiandad, Madrid 2 1980, 1011.

4 Gerhard Lohfink, La Iglesia que Jesús quería. Descléc de Brouwer, Bilbao 1986, 60, 66, 134-144.

5 Jean Mouroux, El misterio del tiempo. Estela, Barcelona 1965, 182.

6 Minucio Félix, El Octavio, c. 35. Trad. de Santos de Domingo. Apostolado Mariano, Sevilla 1990, 84.

7 Max Weber, Economía y sociedad. Fondo de Cultura Económica, México 4 1979, 199-204.

8 Hans Urs von Balthasar, Casta Meretrix, en Ensayos Teológicos, 2. Guadarrama, Madrid 1965, 239-354.

9 Max Weber, ¿Qué es la burocracia? La Pléyade, Buenos Aires 1977.

10 Ernst Kasemann, Pablo y el precatolicismo, en Ensayos exegéticos. Sígueme, Salamanca 1978, 279-295.

11 John McKenzie, La autoridad en la Iglesia. Mensajero, Bilbao 1968, 136-137.

12 Karl Rahner, Lo dinámico en la Iglesia. Herder, Barcelona 2 1968, 56-57.

13 Yves M. Congar, Verdaderas y falsas reformas de la Iglesia. Instituto de Estudios Políticos, Madrid 2 1973, 219-314.

14 Pío X, Vehementer Nos.: AAS 39 (1906) 8-9.

15 Yves M. Congar, Jalones para una teología del laicado. Estela, Barcelona 2 1963, 62.

16 Léon-Joseph Suenens, La corresponsabilidad en la Iglesia de hoy. Desclée de Brouwer, Bilbao 1969, 27.

17 Cit. en Y. M. Congar, Jalones..., 41.

18 Louis Bouyer, La Iglesia de Dios. Studium, Madrid 197i, 618.

19 Otto Semmelroth, Cómo se presenta a sí misma la Iglesia en el Concilio Vaticano II, en K. Rahner y 0. Semmelroth, (dirs.), Academia Teológica, 1. Sígueme, Salamanca 1967, 101.

20 Henri de Lubac, Las Iglesias particulares en la Iglesia Universal. Sígueme, Salamanca 1974, 81.

21 Joseph Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios. Herder, Barcelona 1972, 248.

22 DC 64 (1967) 870.

23 Jean-Marie Tillard, El obispo de Roma. Estudio sobre el papado. Sal Terrae, Santander 1986, 28-29.

24 Joseph Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios. Herder, Barcelona 1972, 133.

25 Acta Concilii Vaticani II, vol. lll, Periodus Tertia, Pars V, 299.

26 Ecclesia 1965 (5-12 -1- 1980) 8-14.

27 Concilio Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones. Legislación postconciliar (BAC). Madrid 7, 1970, 1112.

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Kung, Hans, La Iglesia. Herder, Barcelona 4 1975.

L. CARVAJAL GONZALEZ 10-PALABRAS/1.Págs. 337-365