La iglesia de la comunión

 

1. La «comunión» en la tradición

«Comunión de los santos» es la traducción literal de «communio sanctorum». Pero este genitivo plural puede ser del género neutro (las cosas santas) o masculino (los seres santos). Por eso es necesario ver qué es lo que entendían con esta expresión la Biblia y la tradición: «comunión de los santos» que es una de las características del misterio de la iglesia, es decir, de su identidad profunda.

Pannenberg dice que, en su origen, esta expresión designa la comunión con los santos mártires y la participación en los sacramentos de la iglesia. Estos dos sentidos son igualmente originales. «La adición de las palabras "comunión de los santos" designa por tanto la iglesia en cuanto institución en que se toma parte en los misterios divinos que comunican la salvación, en que se está en comunión con los mártires que son ya participantes de esta salvación». 1

Para Pannenberg, fueron los reformadores quienes insistieron en otro sentido que se hizo predominante (incluso entre los católicos): a saber, la comunión de los cristianos entre sí, ya que la palabra «santo» designaría a los fieles, según san Pablo. Sin embargo no es éste, históricamente, el primer sentido ni puede ser, teológicamente, el más decisivo.

«La palabra "sanctorum" no corresponde primitivamente a personas; significa, más bien, los dones sagrados, la realidad santa que es dada por Dios a la iglesia en la celebración eucarística, para ser el verdadero vínculo de la unidad. La iglesia no se define por sus funciones y su organización, sino por su culto: como comunidad en una mesa alrededor del Resucitado que en todos los lugares la congrega y la une». 2

'Si dirigimos ahora nuestra atención hacia la Biblia, se nota cierta reserva del antiguo testamento. Las comidas sacrificiales llamadas «de comunión» son de hecho comidas que se toman «ante Dios». En el antiguo testamento no hay, propiamente hablando, comunión con el Dios santo. Pero el nuevo testamento habla de comunión con el Hijo y en el Hijo con el Padre (cf. 1 Jn). Esta comunión es «en el Espíritu»: el Espíritu se apodera de los hombres y los introduce en el diálogo del Padre y del Hijo. No se trata, por tanto, de una especie de fractura del mundo divino por el hombre: es el Espíritu quien invade al hombre y lo hace participar de manera divina, y por tanto misteriosa, en la vida trinitaria.

Esta vida trinitaria será la base de la teología griega: si el hombre ha sido creado a imagen de Dios, su secreto está en Dios y en especial el secreto de esta unidad que obsesiona a la humanidad. Entre los griegos, no se plantea primeramente el principio de una naturaleza divina común a las tres divinas personas: lo que se contempla en primer lugar son las tres personas. «El método de los Padres es siempre integral, prescinde de todo monismo centrado exclusivamente en el Verbo o en el Espíritu santo y aspira a una teología equilibrada y articulada sobre las tres personas divinas. Considera la trinidad de las personas antes que la esencia una de la divinidad; parte de las hipótesis y a continuación precisa las procesiones para afirmar la unidad de la naturaleza considerada como contenido de las personas» 3. Esta observación puede ser muy fecunda para pensar el misterio de la comunión de que la iglesia es signo. Signo y no encarnación.

En esta palabra «comunión» se trata de una realidad extraterrestre pero que quiere encarnarse en lo terrestre. No presentarse ante la historia como una aparición, ni barrer la historia, sino encarnarse en la historia, aceptando por tanto sus leyes, sus caminos, para santificarla de verdad. Y la mediación de esta encarnación es precisamente la iglesia, parte también de la historia humana, sector de lo terrestre, pero también brote de eternidad, matriz de una comunión que va a llevar a un nivel divino todas las esperanzas de unidad expresadas en la vida de los hombres.

2. La comunión hoy

«Creo en la iglesia única». En efecto, hay que decir «creo» pues se trata de algo que no es evidente, que no es ya evidente. En el siglo mismo en que se ha despertado la pasión del ecumenismo, en que los cristianos de las diversas iglesias quieren superar las querellas de sus padres, los vínculos que unen a los miembros de cada iglesia se distienden, y en especial dentro de la iglesia romana que se vanagloriaba de ofrecer la apariencia de una institución bien soldada: contestación de una autoridad única, fragmentación de un único lenguaje de la fe, diversificación de las formas de celebrar, aceptación de sensibilidades y mentalidades muy variadas. Parece que la operación verdad emprendida por el concilio Vaticano II ha hecho caducar la operación unidad emprendida por el concilio de Trento. En otras épocas, el mismo sacerdote encontraba de un extremo a otro de la catolicidad una comunidad capaz de dialogar en la eucaristía con él; los monaguillos de todo el mundo, balbuceaban las mismas respuestas en latín. Ahora, basta ir de una a otra parada del autobús para tener la impresión de que se trata de otra religión. Es claro que un poco de espíritu crítico y un poco de cultura histórica podrán contribuir a eliminar las nostalgias de los unos y a relativizar las inquietudes de los otros. ¿Qué ocultaba la fachada de la unidad? ¿No ha habido, en el pasado de la iglesia, formas muy válidas de vivir la unidad en medio de una prodigiosa diversidad?

Sin embargo, no se puede negar el hecho de que la unidad, la comunión, no se deja notar de forma inmediata. Lo que se observa es la división, la desunión. Por eso hay que tratar de comprender este fenómeno que, en mi opinión, es de siempre, pero que hoy día parece adquirir mayor relieve y que provoca una especie de escándalo: «¿No es el mismo Dios, el mismo Cristo? ¿Por qué tantas incomprensiones, segregaciones, excomuniones?».

Un cristianismo fragmentado

FE/IDEOLOGIA: Propongo la siguiente hipótesis de explicación que puede, introduciendo cierta claridad, permitir una cierta superación de las reacciones demasiado afectivas. Yo creo que la fe cristiana va siempre envuelta con una ideología. La fe es ese movimiento profundo del ser humano que va al encuentro del Dios revelado en Jesucristo. La ideología es el conjunto de ideas, de creencias, de mitos, de imaginaciones, de prejuicios, de experiencias, conjunto propio del grupo del que cada uno forma parte. Hay una ideología «obrera» y una ideología «científica». Cada una de estas ideologías tiene su visión del individuo, de la sociedad, de la naturaleza, de las relaciones de los unos con los otros. Tiene su escala de valores con valores prioritarios y valores que ceden ante otros. La palabra ideología tiene muchas veces mala prensa. Y algunos presumen de no tenerla. No es nada de que presumir. Todo el que piensa, hace proyectos, decide y actúa tiene forzosamente una ideología: ve las cosas y las personas dentro de un orden determinado. Lo que ocurre muchas veces, por el contrario, es que se adopta sin ningún discernimiento la ideología del rincón en que se vive, o, lo que es peor todavía, que se tiene la propia ideología como si fuera la verdad. Su orden de valores es el orden, su ángulo de visión es el punto de vista «objetivo», su ordenamiento es la jerarquía (= el orden sagrado).

Ahora bien, a partir del momento en que la fe en Dios, en Jesucristo, se apodera de un hombre, de una mujer, de un grupo humano, se producirá inevitablemente una mezcla, composición e interpretación de la fe y de la ideología propia de estos seres, de estos grupos, pues la fe quiere ser luz para la vida, sentido para la historia, principio de acción y de comprensión. A no ser quedándose en un grito puro o de alojarse en un silencio a la larga insoportable, la fe se va a presentar, decir, celebrar y vivir a través de una ideología. Si se habla de la fe, se va a utilizar el lenguaje del grupo, un lenguaje que no se inventa, que se recibe y que lleva necesariamente la ideología del grupo en cuestión. Y lo mismo ocurre con la acción de la fe, con la celebración de la fe. La fe no puede escapar a la necesidad de justificación, de presentación, de enunciado, de lógica, de comunicación.

Todo esto se hará a través de la compleja red de las diversas ideologías en circulación. La fe se adhiere por tanto a una ideología, planta en ella sus raíces, se alimenta de ella y a su vez influye en ella. Puede darle una justificación muy alta, « sacralizarla» y como integrarla a la vez hasta el punto de que sus partidarios la consideren como si formara parte integrante de su fe. Y se observa con curiosidad, con inquietud o espanto aquel o a aquella que parece vivir su fe en una filosofía, una práctica, una pedagogía, una política completamente extrañas a las que se profesa. «Es un marciano».

Esta teoría del vínculo tan estrecho entre fe e ideología puede hacer comprender ciertas reacciones. Hay cristianos muy sinceros que llegan a integrarse en tal o cual comunidad. No se trata de rechazos afectivos sino de una impresión de extrañeza que se siente con gran fuerza: el lenguaje, las reacciones, las «maneras» del grupo son verdaderamente de otro país y para llegar a comprender que la fe en Jesucristo se expresa a través de todo eso, hace falta un esfuerzo continuo de traducción simultánea que es agotador y esteriliza el impulso espiritual. Estos cristianos sinceros que tienen necesidad absoluta de la iglesia, de la comunidad, se ven impulsados entonces a buscar o a constituir otras comunidades en que la fe pueda expresarse en su propia ideología.

Se trata en estos casos de cristianos que tienen la experiencia de la fe, que muchas veces han emigrado de una ideología a otra. Pero también se dan casos de personas en búsqueda que, ante comunidades cristianas con una ideología que para ellos es extraña, rechazan entonces no sólo lo que ven sino todo lo que pueda estar asociado con ello. La fe es para los demás, no para ellos.

Nos encontramos, pues, ante un cristianismo cada vez más fragmentado, con la conclusión extraída muchas veces precipitadamente de que no hay unidad posible entre todos estos fragmentos dispersos. Se tiene entonces la tentación de poner la fe en un lugar reservado, una especie de «club mediterráneo» de las almas en que todo el mundo quedaría implicado. Ni promarxista ni liberal, ni científico y literario, ni gran burgués ni sindicalista anarquizante; ya no habría más que cristianos. Esta tentación traiciona, de hecho, cierta ideología. Bajo pretensión de puro espiritualismo, se encontrarían en seguida asociados bastante próximos. Pasando la semana en la incertidumbre, el equívoco y el conflicto, se pide a algunas zonas de la vida que sean «reservas» en que no haya ni rastro de contaminación moral. Algunos sueñan así en el matrimonio, y otros en la fe con el deseo de comunidades en que «por fin se nos hable de Dios». Lugares de una espiritualidad con gran velocidad ascensional, de recogimiento de acción rápida, de una fraternidad de degustación inmediata.

La ruptura entre vida de fe y vida habitual es una tentación perpetua de la religión que distingue lo sagrado (con personas, lugares y tiempos reservados) de lo profano (lo que está--«fuera del templo»). Pero la fe cristiana rechaza esta distinción; para el cristianismo, hay lugar privilegiado de atracamiento para Dios: todo lo humano, santificado por Cristo, puede ser signo del Padre. Y como el cristianismo es una religión de salvación histórica, es toda la historia humana la que está llamada a ser consagrada.

4. Interés de un cristianismo fragmentado

La división entre cristianos no es por necesidad obra del Maligno. Puede ser, en un primer momento, consecuencia lógica de una voluntad de vivir la fe en su vida, en su grupo, en su cultura, de vivir la fe teniendo en cuenta la vida real. Lo que lleva a hablar con el acento del terruño, a cantar con un timbre típico, a caminar con un aire característico. Todo esto nos enraíza en alguna parte y nos hace extranjeros en otra.

La iglesia de los siglos pasados, apasionada por la unidad a toda costa había experimentado de tal manera el peligro de esta fragmentación que había intentado imponer una ideología común en forma de filosofía tomista que convirtió en la filosofía de los cristianos, en su filosofía privilegiada.

Pero no es más que una filosofía y, al convertirla en puerta de entrada de la fe, se abandona prácticamente la evangelización de sectores sociales o culturales que no pueden adoptar tal filosofía (por ejemplo, el sector científico que, en los dos últimos siglos, elaboraba una ideología cuyo valor no querían admitir los cristianos). Es cierto, los científicos podían creer, aunque muchas veces dejando a la puerta de la iglesia sus «ideas» de científicos. Ahora bien, se ha visto que la evangelización debía dirigirse también a las mentalidades colectivas, a las reacciones del grupo. En este plano, no se puede escapar a cierta amalgama fe-ideología y tampoco se puede evitar un cierto enfrentamiento de los diversos conjuntos «fe-ideología». Es la voluntad de evangelizar todo lo humano en sus dimensiones colectivas (esenciales) lo que va a provocar la fragmentación del cristianismo vivido, según las culturas, medios y proyectos de sociedad. Sobre todo si estas realidades son antagónicas, que es lo normal: el progreso de la sociedad humana brota de estos antagonismos. Y la política interviene por fuerza en la fragmentación del cristianismo, pues la política es la promoción de la sociedad a partir de estos antagonismos naturales.

Así pues, un cristianismo en orden disperso puede ser un cristianismo más vivo y con mayor irradiación.

5. Una unidad a construir

¿Y la unidad? ¿Y la comunión? En otras épocas; era algo que parecía venir dado. «Digo que la iglesia es una porque los fieles que la componen tienen una fe, participan en los mismos sacramentos y están sometidos a la misma autoridad ejercida por los obispos, bajo la dirección de un mismo jefe que es nuestro santo padre el papa»4. Es una definición latina. Los griegos no parten de lo que es común, sino de la diversidad (de las personas adivinas - de las iglesias) y se busca luego por qué procesiones (en el caso de la trinidad) o por qué ministerios (en el de la iglesia) se establece la comunicación y la unidad.

Me parece que la iglesia de nuestro tiempo vivirá la comunión en este sentido. La diversidad será considerada como el don básico y como una riqueza. Como la característica de una iglesia en diálogo con un mundo diverso. La comunión será una tarea a realizar. Tarea que no es facultativa o simplemente útil. Tarea indispensable para la misión: si el diálogo es imposible entre cristianos por ser demasiado diferentes, es inútil predicar una reconciliación venidera. Inútil predicar la gracia de Cristo, más fuerte que toda división. Inútil predicar el diálogo posible con Dios. En la lógica cristiana, la comunión es posible entre nosotros porque Dios la ha hecho posible de él a nosotros. Si la conclusión brilla totalmente por su ausencia, es que la premisa es una ilusión.

6. Las vías de la comunión

Pero no hay que quedarse en esta proclamación de principios. Si la comunión es una tarea a realizar, en esta tierra y en nuestro tiempo, hay que construir con los materiales de que disponemos y siguiendo también los consejos de la sabiduría humana.

Si existe una solidaridad cristiana, debe aprovechar todas las ocasiones de ejercitarse. Al menos es posible encontrarse entre cristianos sin tener que renunciar a su originalidad: pienso en el silencio de la oración, en la complicidad de la fiesta, y en todos los vínculos que pueden establecer en tantas ocasiones: alegrías, penas, dificultades. San Pablo, en lucha casi continua con las iglesias judaizantes para escapar de su influencia y crear comunidades auténticamente gentiles, dedica una energía preciosa a la famosa colecta para sostener materialmente a las iglesias de Judea.

El capítulo segundo de la carta a los gálatas constituye un material precioso para una meditación sobre la comunión. Se ve en él la apasionada defensa de la libertad en el Espíritu. «Ante aquéllos ni por un momento cedimos dejándonos avasallar, para que la verdad de la buena noticia siguiera con vosotros (= los paganos)». Se observa la necesidad del diálogo: «Subí a Jerusalén por una revelación y les expuse la buena noticia que pregono a los paganos... para evitar que mis afanes de ahora o de entonces resulten inútiles». Se aprecian signos visibles de comunión: «Nos darán la mano en señal de comunión... Sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres de allí, y eso en concreto lo tomé muy a pecho».

Volviendo a nuestra situación actual, se puede decir que la comunión entre ideologías diferentes será posible en la medida en que cada ideología tome conciencia de su carácter relativo. «Yo os digo la verdad», dice una señora integrista a un sacerdote después de un sermón que la había desconcertado. «En ese caso, señora, no podemos hablar». ¡Es evidente! Esta mujer, sin saberlo del todo, adora una imagen tallada de Dios. No se le pide que renuncie a sus ideas, se le pide que distinga entre sus ideas y Dios. Se le pide que no se considere poseedora de Dios. Y por tanto que acepte otras vías de acceso hacia el misterio. El pluralismo cristiano se apoya en la santidad, es decir, en la alteridad radical de Dios. Concebimos a Dios a nuestra manera, evidentemente, pero Dios está siempre más allá de lo que nosotros podamos pensar sobre él. Por eso es accesible de muchas maneras.

Lo que es también importante para el diálogo es que cada uno se sienta cómodo en su propia ideología. Demasiados cristianos, demasiados sacerdotes se sienten incómodos con su ideología. Están crispados, como un perro con un hueso. Por lo general esto se debe a que la adquisición de esta ideología es reciente. Todavía no ha pasado el tiempo necesario para hacerse a ella y por tanto para alejarse un poco. Estos nuevos ricos no se sienten demasiado «familiarizados» con sus muebles. Como dice J. Le Du a propósito de la moral y de las relaciones padres-hijos en este terreno: «Teniendo todo en cuenta, la acción educativa la realiza mejor un hombre que dispone de una moral un poco tradicional y no demasiado liberalizadora, pero que tenga hacia ella una actitud serena y libre, que un hombre que puede considerarse como la punta más adelantada de una actitud vanguardista y que tenga hacia ella una actitud crispada y militante, en el mal sentido de la palabra». 5

Quien se reconozca cristiano «de tal ideología» sin complejo ni agresividad estará presto al diálogo. No será prosélito respecto al otro. Lo importante es ganar para Cristo y no para sus ideas. Lo importante es creer como se es y enriquecer el cuerpo de Cristo con su propia riqueza humana.

7. El ministerio de la comunión

La comunión en la iglesia tiene, forzosamente, una carta visible, un aspecto institucional, en especial por el ministerio de la comunión, el servicio de la unidad que es el ministerio sacerdotal, episcopal (y papal). Este ministerio es para realizar (en el sentido fuerte de la palabra) la comunión entre los cristianos, pues es antes que nada ministerio apostólico, vínculo auténtico con los orígenes, con lo que fundó la iglesia: la palabra y los hechos de Jesucristo. Es ministerio de comunión porque los obispos y sacerdotes presiden los sacramentos y el anuncio de la palabra que hacen presente a Jesucristo, lo convierten en alguien contemporáneo, fuerza de unidad entre todos.

Antes de abordar este punto esencial, esta característica estructural de la iglesia, querría anotar la importancia de los lugares de comunión. Son diversos, pudiendo ser bien lugares de peregrinación, de concentración, o bien parroquias, reuniones federales, encuentros regionales o nacionales. Lo importante es que estos «lugares» sean realmente encuentros de personas diversas, de grupos diferentes. La ventaja de la parroquia (enfermo condenado varias veces pero que se empeña en vivir) es tener una base geográfica, abierta a cualquiera que desee entrar en ella: fieles habituales u ocasionales, militantes motivados o personas movidas por impulsos religiosos. Esta posibilidad material, visible, institucional, me parece esencial para encarnar la idea central de la comunión en la iglesia: Dios nos acepta tal como somos, es su amor quien nos congrega, amor gratuito, sin condiciones. Son precisos lugares un poco particulares (no particularistas) para recibir verdaderamente esta palabra y este amor, encarnarla en nuestra vida concreta y en nuestra propia cultura. Pero también son necesarios lugares para no olvidar que somos congregados (en pasiva) por Otro, que nuestro centro de gravedad está fuera de nosotros, de nuestro clan, de nuestros méritos, de nuestros pecados. Que estamos atraídos por una potencia que no podemos poseer aun cuando podamos recibirla.

«Para saber si acogemos verdaderamente el evangelio como un don de la gracia, tanto hoy en día como en el tiempo de la controversia entre Pablo y los judaizantes (ef. Gál 2, 11-16; 3, 26-29; Rom 15, 7-13), no hay más que una prueba: la forma en que consentimos en encontrarnos entre los cristianos. O bien, exigimos para reunirnos que cada uno haya dado ya pruebas en materia de observancia de la ley, sea en relación con las prescripciones religiosas o con las exigencias de la justicia. Nos comportamos entonces como si sólo valiéramos a los ojos de Dios por nuestras obras. Y nos hacemos radicalmente cómplices de todo sistema sociopolítico en el que los hombres sólo son reconocidos en función de lo que hacen y no en primer lugar por el simple hecho de existir. Por el contrario, si estamos dispuestos a escuchar el evangelio con el primer cristiano que llegue tomando como única base la fe, esto quiere decir que, en realidad, esta fe nos basta para reunirnos ante Dios y que estamos dispuestos a amar a este hermano por sí mismo».

«Esta acogida común de la gracia no implica que se enmascaren los conflictos que oponen a los cristianos. Más vale reconocer que están comprometidos en las luchas que dividen a la sociedad de que son miembros hasta el punto de que llegan a veces a dar a las exigencias éticas del evangelio interpretaciones contradictorias. Pero en medio de los conflictos declarados pueden encontrar en la buena nueva del perdón de Dios la fuerza de dar los primeros pasos en el camino de la plena reconciliación».

«La unidad hacia la que tienden los cristianos no tiene ninguna uniformidad. Cada uno debe poder articular el único evangelio con su propio proyecto histórico y, gracias a este esfuerzo de interpretación, profesar su fe en un lenguaje que sea verdaderamente el suyo. Pero esta búsqueda sólo se realizará en la fidelidad al don de la gracia si se permanece en comunión con los otros creyentes. Por eso, las profesiones de fe deben hacer la función de "simbolos", es decir, de signos de reconocimiento entre cristianos. Sin embargo, desde los orígenes de la iglesia, constatamos que la fe común se expresa en una pluralidad de fórmulas entre las cuales hay una igualdad sencillamente proporcional. La forma en que cada comunidad traducía su fe en su medio humano era original. Pero correspondía a la manera en que las otras la expresaban en su propio entorno cultural. La hospitalidad que estas iglesias practicaban entre sí permitía verificar esta proporcionalidad. La búsqueda de nuevas fórmulas de fe quiere reivindicar hoy en día todos sus derechos a un necesario pluralismo. Estas tentativas requieren, hoy como ayer, una incesante confrontación entre las diferentes fórmulas propuestas. De esta manera se convertirán en símbolos de fe. No se puede tratar de renovar la inteligencia y la expresión de la fe si no es mediante una referencia constante a la universalidad de la iglesia». 6

Si volvemos ahora la atención al ministerio sacerdotal, la primera constatación es que el ejercicio de este ministerio es hoy especialmente difícil. Los obispos, por ejemplo, se dan cada vez más cuenta de que no hablan de planetas lejanos; también ellos están situados cultural, social y políticamente. Cada vez se discute más su derecho a decir una palabra universal. Yo creo que esto sería algo muy difícil. La toma de conciencia de esta dificultad puede provocar una sana humildad: la iglesia no se congrega en torno al obispo sino en torno a Jesucristo. Sólo Jesucristo es realmente universal «porque el Señor es Espíritu». La misión de un obispo quizá no sea primariamente decir una palabra valedera para todos.

Sacerdote, obispo, su misión es antes que nada presidir la eucaristía. Y esta presidencia es, de por sí, signo de comunión. Aceptado como ministro de toda la iglesia y no solamente de tal iglesia, el presidente establece un vínculo con todas las demás comunidades eucarísticas. Y su deber es poner en comunicación a las diversas comunidades, de todas las maneras posibles y realistas. Por la razón bien sencilla de que cada uno sólo puede alcanzar su propia verdad en el diálogo con lo que no es él. Hombre y mujer existen por el diálogo recíproco. Lo mismo ocurre con todo cristiano en su vida de fe. La iglesia que vive de diálogo «conyugal» con el Dios de Jesucristo debe vivir del mismo diálogo «conyugal» entre sus diversos miembros.

La presidencia de la eucaristía tiene también otro sentido: testimoniar la alteridad del Dios de Jesucristo. En otras épocas se decía que el sacerdote representa a Jesucristo. De hecho, es toda la comunidad la que es signo de Jesucristo. El obispo, el sacerdote, es aquel que, estando dentro de la comunidad, está sin embargo frente a ella (cf. el diálogo del presidente y de la asamblea al comienzo de la celebración). Expresa, de forma limitada, la alteridad de Cristo Señor, la preeminencia de Cristo Señor. No somos nosotros quienes convocamos a Cristo, es él quien nos convoca a nosotros; la comunidad depende de Cristo y de esto es signo el presidente. Con otros signos: el lugar de honor concedido a la Biblia y el hecho de que nosotros «recibimos» el rito eucarístico, de que hagamos gestos que no inventamos, los gestos de Cristo en su cena.

El presidente está ahí («Elevemos nuestro corazón») para abrir sin cesar la comunidad a esta gracia que nos supera a todos y que viene a nosotros. Y en la vida ordinaria las intervenciones de los obispos y de los sacerdotes deberán ir, creo yo, en el mismo sentido: abrir un testimonio de fe al testimonio fundador (el nuevo testamento), abrir una forma de creer en la experiencia creyente de referencia (el antiguo testamento), abrir una forma de vivir la fe a la experiencia sacramental que es el signo privilegiado de Jesucristo resucitado. Y la comunicación que los ministros de la iglesia tratarán de hacer pasar de un grupo a otro tendrá el mismo fin: abrir, abrir, abrir.

Efectivamente, el diálogo auténtico (y por tanto con otros que son verdaderamente otros) es una forma privilegiada del misterio pascual: morir para vivir de verdad, morir a su estrechez, morir a su miedo, abrir la puerta, arriesgar su palabra, su confianza.

De hecho, este diálogo no es directo. Pasa por el desvío de la apertura al Señor. «Comunión de los santos» es en primer lugar acogida de los dones divinos y luego acogida de los hermanos distintos. La iglesia edifica la unidad comunicando la gracia de Dios, la palabra de Dios que viene a contradecir la suficiencia humana y le enseña el secreto de la vida: el misterio pascual. «El que se guarda se perderá. El que se pierde se encontrará»; traduzcamos: quien quiere salvar por encima de todo su originalidad, su particularismo, su forma de creer y de vivir, se encontrará en seguida ante un objeto de museo, un cristianismo disecado. Quien arriesga su originalidad en el diálogo (aun cuando este diálogo sea enfrentamiento, altercado), en la misión común, en la escucha del Viento que no conoce fronteras, se encontrará verdaderamente a sí mismo, nota única de la sinfonía universal (católica).

La solicitación divina a abrirse toma muchas veces apariencia de una solicitación humana a cambiar, a comunicar. Pero no se rinde al otro, se rinde al Otro, el único que puede establecer el vínculo. Sólo este desvío por el Otro salva a la vez la verdad irreductible de cada uno y la voluntad de hacer un solo cuerpo. Aquí se encuentra el otro secreto de la vida que es el ritmo trinitario: la unidad no es posible ni real si no es por una salida del mano a mano. Para evitar toda posesión del otro o toda capitulación ante el otro, hay que aceptar encontrarse en un lugar distinto de uno mismo o del otro.

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1. W. Pannenberg, La fe de los apóstoles, Salamanca 1974, 171.
2. J. Ratzinger, Foi chrétienne hier et aujourd'hui, Paris 1969, 240.
3. P. Evdokimov, en Le mystére de I'Esprit Saint, Paris 1968, 73.
4. Catéchisme de Versailles, 1907.
5. Jusqu'oú iront-ils?, 12.
6.F. Bussini, Donner lieu á l'Eglise: Lumiére et Vie 123, 62-63.

Paul Guerin
El Credo, hoy
Edic. Sígueme.Salamanca 1985, págs. 157-171