EL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA

 
La Iglesia, Sacramento del Espíritu Santo 
Las anteriores reflexiones nos indican el rumbo que debemos tomar 
a la hora de pensar la realidad de la Iglesia. La Iglesia debe ser 
pensada no a partir del Jesús carnal, sino a partir del Cristo resucitado, 
que sigue hoy existiendo en forma de Espíritu. La Iglesia, pues, debe 
entenderse a partir del Espíritu Santo, si bien no tanto como la Tercera 
Persona de la Santísima Trinidad, sino como la fuerza y el modo de 
actuar mediante el que el Señor permanece presente en la historia y 
prosigue su obra de instauración de un mundo nuevo. La Iglesia es el 
Sacramento, signo e instrumento del Cristo vivo hoy y resucitado. es 
decir, del Espíritu.

a) El simbolismo en los milagros de Pentecostés: el Espíritu está en 
la Iglesia 
En el relato de Pentecostés, San Lucas (Hech 2, 1-13) desea 
mostrar cómo nació la Iglesia y cómo está grávida de las fuerza del 
Espíritu de Cristo. En aquel día se hizo patente a los ojos de todos la 
nueva forma de actuación y presencia de Cristo en el mundo a través 
de su Espíritu. ¿Qué significa concretamente para la Iglesia la 
presencia actuante del Espíritu de Cristo? Para el Lucas de los Hechos 
de los Apóstoles, como para toda la Iglesia primitiva, era evidente: 
significa la inauguración del tiempo de la plenitud, en el que los 
hombres pueden ya considerarse hermanados y redimidos y aguardan 
únicamente la consumación final. Pero ya ahora viven las realidades 
definitivas que se han manifestado por medio de la resurrección. El 
modo en que se expresa dicha verdad tiene sus raíces en el 
simbolismo judaico de la época, que es preciso que intentemos 
decodificar. Así, era creencia general en aquella época el que en los 
tiempos postreros (los de la plenitud alcanzada) el Espíritu sería 
derramado sobre toda carne y todos profetizarían. Lucas lo muestra 
concretamente al narrar cómo, en el día de Pentecostés, el Espíritu 
descendió sobre los Apóstoles y sobre todos cuanto se hallaban 
reunidos con ellos en oración (Hech 2, 1-4). Con esto pretende 
comunicar la verdad de que, con Jesús resucitado y con la Iglesia, los 
hombres habían entrado en la última fase de la revelación. En adelante 
ya no tenemos que esperar nada sustancial de parte de Dios. Dios nos 
ha dicho en Jesucristo el «Sí» y el «Amén» definitivos y nos ha salvado 
(cfr. 2 Cor 1, 20). También se creía entonces que al final de los 
tiempos habría de ser abolida y superada la confusión de las lenguas, 
debida al orgullo de los hombres (Torre de Babel, Gn. Il). Sería una 
señal de la reconciliación y la comunión fraterna de todos con todos. 
Las lenguas no serían ya motivo de separación y de incomprensiones, 
sino de encuentro y de unión. Al narrar el hecho de Pentecostés, San 
Lucas presenta al Espíritu descendiendo en forma de lenguas de 
fuego. Todos los presentes, árabes, judíos, romanos, etc., entienden 
en su propia lengua el mensaje de Pedro.
Lo que con ello pretende enseñar es que el mensaje de la Iglesia 
está destinado a reconstruir la primitiva unidad del género humano y la 
mutua concordia entre los hombres. Que reinará en ella el shalom de 
Dios, es decir, la paz, la amistad, el Espíritu fraterno de comprensión y 
de humanidad. Decía perfectamente el Concilio Vaticano II que la 
Iglesia es el «sacramento visible de la unidad salvífica» (LG, 9). Pero 
aún hay más. San Lucas está interesado en poner de relieve el 
carácter universal de la Iglesia, la cual ha sido enviada a hablar todas 
las lenguas y habrá de crecer hasta llegar a expresarse en todos los 
idiomas. Por eso enumera Lucas hasta 12 pueblos diversos que oyen 
en sus respectivas lenguas la misma novedad de Cristo. Según la 
concepción oriental, de la que participan Lucas y sus oyentes, cada 
pueblo estaba consagrado a un símbolo del zodíaco. Los pueblos que 
él cita (Hech 2,9-11), partos, medos, elamitas, etc., corresponden 
exactamente, incluso en el orden en que son citados, a las figuras del 
zodíaco. Con ello intentaba transmitirnos la verdad de que la Iglesia 
tiene una dimensión cósmica, está destinada a todos los pueblos de la 
tierra y su misión, como la de Cristo, es de carácter universal. El relato 
de Pentecostés acerca de la estrepitosa venida del Espíritu Santo está 
cargado de intenciones teológicas, expresadas en un lenguaje 
simbólico que resulta familiar a sus lectores. Para entenderlo 
necesitamos decodificarlo y captar su mensaje fundamental: ahora la 
Iglesia es el sacramento del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo 
y el propio Cristo resucitado que actúa en el mundo. Mediante el 
Espíritu, la Iglesia ha aparecido en el mundo para llevarlo a su 
definitiva perfección en Dios. Con San Ireneo podemos decir: «Donde 
está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de 
Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia». La Iglesia vive del Espíritu. De 
ahí que no carezca de sentido el texto del Padrenuestro que aparece 
en la variante del texto de Cesarea, contenido en el código D, y en el 
que, en lugar de decir «venga a nosotros tu Reino», se dice: «venga 
sobre nosotros vuestro Espíritu y que él nos purifique» (cfr. las 
variantes al texto de Lc 11, 2). Este texto es considerado por 
autorizados exegetas como el más antiguo del Evangelio de San Lucas 
y como el que expresa perfectamente la concepción teológica que 
Lucas tenía de la Iglesia y de su relación con el Espíritu Santo.

Boff-LEONARDO

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3. ES/ALMA-I 
El alma de la Iglesia 
«Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo se queda en el pasado, 
el Evangelio en letra muerta, la Iglesia no pasa de simple organización, la autoridad se convierte en dominio, la misión en propaganda, el culto en evocación, y el quehacer de los cristianos en una moral propia de esclavos».

«Pero en él, el cosmos se levanta y gime en la infancia del Reino, 
Cristo ha resucitado, el Evangelio aparece como potencia de vida, la 
Iglesia como comunión trinitaria, la autoridad es un servicio liberador, la misión un Pentecostés, la liturgia memorial y anticipación, el hacer 
humano lago divino» 

(Ignatios Lattaquié
texto leído en el Consejo Ecuménico de las
Iglesias reunido en Upsala