DISTINTAS IMÁGENES DE LA IGLESIA


S U M A R I O

Autoconciencia de la Iglesia
Factores determinantes de la formación de la imagen de la Iglesia
La acción de la circunstancia histórica como factor de imagen
El rol social rasgo determinante de la imagen de Iglesia

Imágenes de Iglesia presentes en la Iglesia actual
La Iglesia exorcista
La Iglesia «Arca de salvación»
La Iglesia Mater et Magistra
La Iglesia profética y servidora

Conclusión


Autoconciencia de la Iglesia

I/IMAGENES-DISTINTAS: LAS DISTINTAS IMÁGENES DE LA 
IGLESIA, de las que vamos a tratar, no son las formas figurativas, 
simbólicas, en las que la fe cristiana ha visto prefigurado y anunciado 
en la Sagrada Escritura el misterio de la Iglesia, tal como las presenta 
el Concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium 6.
Tampoco son unas imágenes fruto de la elaboración especulativa en 
las que el teólogo pretende simbolizar su comprensión del ser 
misterioso de la Iglesia. Lo que intentaremos presentar son las 
imágenes que la Iglesia se forma de sí misma, su autoconciencia tal 
como aparece expresada en una imagen más o menos consciente y 
explicitada.
Esto equivale a hablar de la identidad de la Iglesia, no como puede 
definirse en una reflexión teórica, sino como es vivida y experimentada 
por la Iglesia. ¿Cómo se entiende a sí misma la Iglesia? 
Consiguientemente, ¿cómo se sitúa en la sociedad? ¿Qué postura 
toma al enfrentarse con los problemas que tienen planteados los 
hombres contemporáneos? ¿Qué tareas asume como quehaceres 
propios de ella dentro de la trama apretada de los roles sociales? La 
respuesta a estas preguntas está en función de esa autoconciencia 
que tiene de sí misma la Iglesia y que puede expresarse en una cierta 
imagen de sí misma. De ahí la importancia del estudio y análisis de 
esas imágenes, reveladoras de una conciencia de identidad y 
explicativas de posturas, compromisos y acciones de la Iglesia y de los 
distintos grupos cristianos.
El estudio de las imágenes de Iglesia puede hacerse desde una 
perspectiva histórica, atenta a los cambios de imagen, y 
consecuentemente a la evolución de la autoconciencia, que se han 
producido en la larga marcha de la comunidad cristiana a través de 
veinte siglos de historia. La Iglesia que nace en el tenso ambiente de la 
Palestina inmediatamente anterior a la guerra judeo-romana, que se 
inserta en el mundo espiritualmente atormentado del helenismo y del 
imperio, que ha de encontrar su puesto vértice en las estructuras 
piramidales de la sociedad feudal y más tarde ha de hacerse un lugar 
en la sociedad técnico-científica moderna, tiene que sufrir, 
inevitablemente, una serie de cambios en la conciencia de su 
identidad.
En todas esas variadas circunstancias, y por imperativo de su ser 
histórico, ha tenido que negociar su identidad ante los nuevos factores 
importantes y determinantes de cada circunstancia histórica. Y el 
resaltado de esa negociación da lugar a la aparición de un conjunto de 
rasgos definidores de su identidad (actitudes, actuaciones, universos 
conceptuales, simbólicos...), que esbozan una imagen de sí misma, con 
frecuencia explicitada verbalmente. Conocer esas imágenes, penetrar 
su sentido, no es satisfacer una curiosidad de erudito; es ponerse en 
contacto con el ser real de la Iglesia tal como, de hecho, se ha ido 
realizando en la historia. La Iglesia no es una teoría.
Es esa entidad que ha vivido en la historia, que está ahí, no como 
nosotros la soñamos o deseamos, sino como ella misma se ha hecho, 
viviendo las tantas veces difíciles circunstancias de su historia 1.
Pero las imágenes de Iglesia también pueden descubrirse y 
analizarse en la realidad viva de la Iglesia actual. Esa imagen, o 
imágenes, son la expresión de una determinada autoconciencia actual 
que nos explica el lugar en el que se encuentra hoy situada la Iglesia 
en nuestro mundo, sus tomas de postura ante nuestros problemas, sus 
intervenciones e inhibiciones, tantas veces polémicas, sus discursos y 
sus indiferencias, sus intereses y sus silencios. Patentizarlas, no sólo 
tiene el interés de una clarificación de la propia identidad, sino también 
el de facilitar esa valoración critica que debiera formar parte del 
proceso permanente de conversión y reforma, en el que, según nos 
recuerda el Concilio Vaticano II (Unitatis Redintegratio 6), ha de vivir 
empeñada la Iglesia. Es este estudio de las imágenes actuales de 
Iglesia el que pretendo hacer. Pero, antes de adentrarnos en él, creo 
que es necesario recordar algunas de las circunstancias en las que se 
gestan las imágenes de Iglesia.


Factores determinantes de la formación 
de la imagen de Iglesia

I/IDENTIDAD-ESENCIAL: LA IMAGEN DE IGLESIA nace en cada 
época como resultado de un conjunto de factores, que actúan como 
determinantes de una cierta autoconciencia que tiende a expresarse 
en una imagen simbólica. Pero hay que recordar que esa 
autoconciencia no es la primera expresión de la identidad de la 
comunidad cristiana. Antes de ese momento la Iglesia poseía ya su 
propia identidad y tenía una conciencia de si misma. Lo que se detecta 
en este momento, en esta época determinada, es una concreción de 
su identidad referida a una situación y circunstancia nueva, que, de un 
modo más o menos profundo, la afecta y configura históricamente. Hay 
pues, siempre, un factor fundamental previo, constituido por la 
identidad original de la comunidad cristiana, hecha por su referencia a 
Jesús de Nazaret, a su fuerza de seducción carismática, a su mensaje 
de la proximidad del Reino de Dios y a la experiencia de Pascua. Esta 
identidad original se ha expresado en unas imágenes, que se pueden 
calificar de imágenes esenciales, en cuanto que reflejan la identidad 
esencial de la Iglesia. Se encuentran en los testimonios escritos de los 
primeros tiempos cristianos, en el Nuevo Testamento, y son 
destacadas fuertemente por la tradición que reconoce en ellas su 
identidad más profunda. Es la comprensión de la Iglesia como Nuevo 
Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu. La coherencia 
con ellas es una exigencia y garantía para la validez de cualquier otra 
imagen.
Junto a las imágenes originales y dentro de ese factor previo 
fundamental hay que situar las imágenes históricas, en las que, en un 
momento determinado, plasmó la Iglesia su identidad. Se trata de un 
conjunto de imágenes sedimentadas que construyen el suelo histórico 
sobre el que se asienta hoy la Iglesia. Como tradición viva y vivida son 
las mediadoras entre la Iglesia de las imágenes originales y la 
comunidad actual.
Porque de hecho han conformado en un cierto momento la identidad 
de la comunidad cristiana, se puede decir de ellas que de un modo 
más o menos explícito, más o menos consciente, tal vez en forma 
dialéctica, tienen aún una presencia activa en nuestra Iglesia, que es 
como es, porque en el pasado fue así. A algunas de ellas se las puede 
encontrar aún hoy reflejando la autoconciencia de la Iglesia actual en 
sectores amplios de fieles, entreveradas con otras imágenes actuales, 
condicionándolas. En todo caso, están presentes como factores 
posibilitadores del cambio, mantenedores de la continuidad en la 
identidad e inspiradoras dialécticas de la aparición de nuevas 
imágenes.
Como factor inmediatamente determinante de la negociación de 
identidad, de la que saldrá la autoconciencia del momento y el dibujo 
de la nueva imagen, hay que señalar la circunstancia socio-cultural 
que vive la Iglesia. Esa circunstancia viene a ser algo así como el 
molde en el que tiene lugar la moderación de la nueva imagen. La 
manera de entenderse a sí mismos que tienen el hombre y la sociedad 
de una época determinada y, consiguientemente, la manera de 
comprender a la Iglesia que tiene esa sociedad, influyen de modo 
decisivo en el proceso de formación de la autoconciencia que la Iglesia 
tenga de sí misma en esa época. Los psicólogos modernos han puesto 
de relieve que los individuos y los grupos sociales elaboran la imagen 
de sí mismos en confrontación con la imagen que los otros hombres se 
han formado de ellos y asimilando las formas de vida y los tipos de 
existencia que descubren en su entorno. Ese mismo proceso se da 
también en el grupo social que es la Iglesia. Confrontación con la idea 
y juicios de valor emitidos sobre ella por los contemporáneos; 
asimilación de las formas de comprender la relación social que tiene la 
época. La circunstancia socio-cultural aporta los materiales y 
esquemas representativos con los que hay que construir la imagen de 
identidad y que en cada momento son válidos para afirmarse 
socialmente y para obtener el reconocimiento social. Naturalmente, 
esos materiales han de ser susceptibles de admitir una elaboración 
coherente con la experiencia y las imágenes originales y en una 
referencia de continuidad vital con las imágenes históricas del pasado. 
Sólo así podrán ser aceptadas como válidas para reflejar su propia 
identidad de Iglesia.
Finalmente, al hablar de la Iglesia y de los factores que influyen en 
la formación de su autoconciencia, es necesario como factor último y 
definitivo con el Espíritu y su acción de animación en el interior de ella. 
Gracias al Espíritu mantiene la Iglesia su identidad y unidad a lo largo 
de su existencia histórica. Él es el que ilumina y asegura la coherencia 
con las imágenes originales. En el reconocimiento de su protagonismo 
en la vida de la Iglesia se encuentra el fundamento para afirmar la 
continuidad con las imágenes históricas. EI Espíritu está igualmente 
activo en todos y cada uno de los momentos de la vida de la Iglesia. Lo 
está hoy en nuestra Iglesia como lo estuvo en la Iglesia de las 
catacumbas, en la de las grandes catedrales, o en la que se reformaba 
en Trento. Pero su acción se realiza a través de las mediaciones de los 
factores históricos circunstanciales que matizan y limitan su eficacia en 
cada momento.


La acción de la circunstancia histórica
como factor de imagen

I/ROLES-QUE-ASUME: ANALIZANDO CON MÁS DETALLE la acción 
del factor de la circunstancia socio-cultural en el nacimiento de la 
autoconciencia de la Iglesia y de la imagen de identidad 
correspondiente, se descubre que actúa provocando una 
interpretación del mundo contemporáneo y suscitando un proceso de 
interacción entre el que podríamos llamar yo eclesial y la circunstancia 
sociocultural. La interpretación del mundo que hace la Iglesia la sitúa a 
ella misma ante el mundo y en ese mismo mundo con el que se 
confronta. El proceso de situación se realiza poniéndose en referencia 
con ciertos puntos de orientación, socialmente culturales. La referencia 
a esos puntos puede tener un sentido positivo o negativo.
En un sentido positivo hay que destacar, ante todo, la relación que 
se establece con los importantes, los significantes, del momento, es 
decir, la relación con «los pudientes», «los influyentes» y «los 
dirigentes» de la circunstancia histórica en que se realiza la situación. 
Ante ellos se negocia la propia identidad y ellos son los que con su 
reconocimiento explícito o implícito, con su aceptación o rechazo, con 
su interés o indiferencia definen y afirman la identidad del momento. En 
sentido negativo, se establecen fronteras de exclusión, tras las que se 
destierran en exilio forzoso «los 
tabús» del momento, «los exiliados» de esta hora, «los marginados» 
por las convenciones establecidas. En un sentido neutro se abre la 
ancha zona de «los insignificantes», los que no pintan nada y que, 
consiguientemente, carecen de interés para situarse socialmente.
La referencia positiva a «los importantes» es la que determina 
fundamentalmente la situación social. Pero esa definición positiva 
recibe su complemento caracterizador con la referencia a los puntos de 
orientación negativo y neutro. Cuando se da una coherencia y 
coincidencia con la circunstancia socio-cultural del momento en los tres 
sentidos de referencia, queda definida la situación de una institución 
establecida, en nuestro caso de una Iglesia establecida. Este análisis 
nos permite comprender hasta qué punto el proceso de situación en la 
circunstancia socio-cultural encierra una trampa y constituye una 
peligrosa tentación en la que las instituciones carismáticas como la 
Iglesia corren el riesgo de perder su componente profético esencial. 
Los riesgos del proceso ponen al descubierto cuántas ambigüedades y 
oscuridades pueden esconderse en la autoconciencia de un 
determinado momento histórico y en las imágenes que la reflejan.


El rol social 
rasgo determinante de la imagen de Iglesia

EN ESTRECHA RELACIÓN con la comprensión del mundo entorno y 
con la situación ante el mundo, nacida de esa comprensión, se 
desarrolla el proceso de interacción con la circunstancia socio-cultural. 
En este proceso hay que conceder una importancia particular al rol, el 
papel, que el grupo social, la institución, para nosotros la Iglesia, 
pretende representar en la sociedad. Los sociólogos están de acuerdo 
en que es en término de los roles que desempeña, y con los que se 
identifica, cómo se puede llegar a comprender más rápidamente a una 
persona o a un grupo social. «Su recordar, su sentido del tiempo y del 
espacio, su capacidad de percepción, su conciencia de sí mismo, sus 
funciones psicológicas, están modeladas y orientadas por la 
configuración específica de los roles que asume en su sociedad 2.
RL/FUNC-INTEGRADORA RL/FUNC-INNOVADORA: Estos roles 
están limitados, naturalmente, tanto por el tipo de grupo que ha de 
desempeñarlos como por la clase de sociedad en la que ha de 
ejercerlos. El rol que socialmente desempeñe la Iglesia ha de 
orientarse necesariamente en uno de los dos sentidos en los que los 
grupos religiosos actúan dentro de la sociedad. O bien su rol tiene un 
sentido de integración de la sociedad, ejerciendo una acción de 
fundamentación, cohesión y estabilización, función integradora de la 
religión, o bien su acción se ejerce en un sentido innovador, operando 
como principio de concienciación y motivación para la transformación 
de la sociedad, función innovadora de la religión 3. El sentido de las 
dos funciones es muy diferente y, consiguientemente, también lo es la 
forma de situarse en la sociedad, que va implicada en ellas. Por eso, el 
rol asumido por el grupo puede ser reconocido o ignorado, aceptado, 
discutido o rechazado. Un rol que actúa como función integradora 
puede decirse que tiende hacia la consolidación social y será 
reconocido y aceptado por todas las fuerzas conservadoras del 
establecimiento social. Por el contrario, el rol que actúa en un sentido 
innovador, tiende al cambio social. Encontrará la resistencia y 
oposición de los factores de conservación del sistema social 
establecido. También encontrará, no sólo el reconocimiento de los 
factores de innovación, sino también la manipulación táctica 
oportunista de otros intentos de innovación de la sociedad.
El rol asumido por la Iglesia en una circunstancia histórica 
determinada define su actitud ante la misma, sus acciones, su mismo 
lenguaje. Es lo que sucede con los personajes de una representación 
teatral. Cada uno habla, actúa y se sitúa en la escena conforme al 
papel que le toca representar. No es el mismo el lenguaje o la 
conducta del intelectual o del burócrata, de la feminista o de la beata, 
del obrero industrial o del campesino. Con la Iglesia sucede algo 
semejante. Toda su personalidad resulta afectada por el rol asumido. 
Su conducta no tiene nada de arbitrario. Y si en algún caso pareciese 
incoherente, desentonando con el rol adoptado, inmediatamente 
surgiría entre la corona de espectadores sociales que la rodean la 
perplejidad y la protesta, del mismo modo que el público abronca al 
actor que no representa bien su papel.
La identificación con el rol penetra hasta la misma estructura 
organizativa de la Iglesia que se flexibiliza y tiende a modificarse hasta 
corresponder con las exigencias del rol asumido. Sucede como si en la 
estructura institucional del grupo social se articulase la voz de un 
lenguaje fundamental, que transparente la identidad y comunica el 
mensaje contenido en el rol con el que se quiere estar presente en la 
sociedad. El papel asumido debe, pues, caracterizar a la persona, que 
lo vive en la representación, en su totalidad. Del mismo modo, en su 
totalidad, debe caracterizar a todo el grupo, a toda la Iglesia, que en un 
momento determinado de la historia ha asumido un cierto rol. Cuando 
falta esa identificación con el rol, se produce un falseamiento en la 
identidad del grupo, una crisis de identidad. Aparece una crisis de 
eficacia. Nadie, ni el mismo grupo, cree en él. Su inconsecuencia es la 
demostración de que él es el primero en dudar de la validez de su rol. 
Por eso se impone una nueva negociación de identidad y el encuentro 
del rol apropiado.


Imágenes de Iglesia presentes 
en la Iglesia actual

TENIENDO PRESENTES todos estos factores que coinciden en la 
formación de las distintas imágenes de Iglesia, vamos a describir y 
analizar algunas de esas imágenes que, de modo explícito, o sólo 
como sugerencia, se dibujan en la rica y compleja realidad de la vida 
cristiana actual. Esas imágenes son el reflejo de una autoconciencia de 
la Iglesia. Expresan el modo de entender la propia identidad que tiene 
el grupo cristiano que se identifica con ella. Pero esa identificación las 
más de las veces es parcial. Esto permite que distintas imágenes de la 
Iglesia se superpongan en un grupo. La realidad es compleja. La vida 
se resiste a todo encasillamiento. La imagen nos da un reflejo parcial 
de la realidad viva. Algunas de estas imágenes se han formado en el 
pasado, en circunstancias y situaciones históricas pasadas, pero 
siguen teniendo sentido hoy para muchos grupos de creyentes. Se han 
acomodado a las nuevas circunstancias históricas. Otras han nacido 
en respuesta a las nuevas condiciones de vida que debe afrontar 
actualmente la humanidad y la comunidad cristiana. Todas tienen una 
fundamentación en las imágenes originales y en la identidad y 
actividad de la primera Iglesia. En esa referencia buscarán su 
justificación.


La Iglesia exorcista

I/EXORCISTA: ALLÁ POR LOS AÑOS SESENTA el teólogo 
norteamericano Harvey Cox, por entonces profesor de Eclesiología en 
la Universidad de Harvard, escribió un brillante ensayo sobre «la 
ciudad secular» que se convirtió en uno de los «best-sellers» más 
espectaculares de nuestro tiempo. En su estudio de la sociedad 
secular atribuía a la Iglesia el rol de «exorcista cultural». Naturalmente, 
se trata de un exorcismo desmitologizado, secular, en el que «la Iglesia 
seguirá... expulsando los significados míticos que oscurecen las 
realidades de la vida y estorban la acción humana» 4. De hecho esta 
Iglesia exorcista secular vendría a prolongar aquella importante 
actividad de expulsar demonios, ejercida por Jesús en su vida pública y 
confiada por él a sus discípulos, que parece estar en estrecha relación 
con el anuncio de la proximidad del Reino de Dios y de la consiguiente 
salvación (cf Mc 3, 14s).
La función de exorcizar, expulsar demonios, supone una visión 
especial del mundo y del hombre, como amenazados, dominados o 
poseídos por fuerzas demoníacas, obradoras de mal. Es una visión 
pesimista del mundo, muy consciente de la densidad de mal que lleva 
entrañado la vida del hombre. El hombre es débil. Se presiente 
amenazado por fuerzas poderosas, ante las cuales se encuentra 
indefenso. Cualquier día pueden irrumpir en su vida en forma de 
desgracia absurda, irracional; en forma de enfermedad, de accidente, 
de pérdida, de cualquier modo que sea, de su integridad. Esa manera 
de ver las cosas y la conciencia que la acompaña tienen una expresión 
mítica en forma de poderes y fuerzas personalizados en demonios, y 
una traducción secular desmitificada, en la que las fuerzas del mal se 
identifican como las fuerzas alienantes y esclavizadoras de ciertas 
estructuras de poder económico o político. Ante una u otra forma de 
expresar la realidad amenazante la Iglesia se siente llamada a 
desempeñar el rol de «exorcizar demonios».
Frente a este mundo y a esta condición del hombre, la Iglesia se 
sitúa como la que posee poder para liberar y para proteger con su 
acción a los que se encuentran amenazados. Su identidad es la de la 
presencia de la fuerza benefactora de Dios en medio del mundo 
amenazado. Contar con ella es garantía de seguridad. Estar fuera o 
contra ella es quedarse a la intemperie, desamparado. Su fuerza y su 
poder son los de su Señor; el poder de Dios que llega con su Reino a 
liberar al hombre esclavizado por las fuerzas del mal. En su versión 
sagrada, la Iglesia actúa por los cauces sacrales de sacramentos y 
sacramentales, patronazgo de santos y protección en lugares y 
tiempos sacralizados. En su traducción secular la Iglesia actúa 
comprometida en las luchas socio-políticas por la liberación del 
hombre. En esa lucha le corresponde un importante papel en el 
proceso de concienciación del hombre alienado por las fuerzas del 
mal.
Cuando la acción exorcista se comprende en su versión sacral, su 
sentido hay que comprenderlo en la línea de la función integradora de 
la sociedad que realizan los grupos religiosos. Con su indudable acción 
personalizadora, pero también con el claro riesgo de derivar en una 
acción de sentido conservador y alienante. Cuando la acción se 
plantea desde la perspectiva secular es la expresión de la función 
innovadora del grupo social, que también realiza la religión. La Iglesia 
se entierra en los fundamentos mismos de la sociedad, ofreciéndole 
una sólida cimentación en valores sociales esenciales, denunciando 
falsas fundamentaciones, posibilitando la estabilidad justa de la 
realidad social. Esa acción revestirá formas más o menos religiosas, 
más o menos seculares. En todo caso, la Iglesia es consciente de que 
su área es la de asumir la función exorcizadora y que tiene el deber de 
ejercerla al servicio de la sociedad. Ese es su rol, su papel en la 
representación social. Su manera de situarse en la escena social, sus 
actitudes, su lenguaje, su misma estructura aparecen determinadas 
por el cumplimiento del papel exorcizador. Es lo que se espera de ella.
En el desempeño de su papel la Iglesia exorcista se sitúa ante «los 
importantes» que son, ante todo, los que reconocen y valoran su 
tarea, porque comparten su visión del mundo amenazado por fuerzas 
del mal y aprecian su poder exorcizador. Son las gentes que se sienten 
dominadas o amenazadas por los poderes demoníacos. Gentes que 
buscan la protección de la bendición y de la oración de la Iglesia. Son 
las multitudes del pueblo, los sucesores de aquel «pueblo del país» 
que rodeaba a Jesús. Pero también se sienten profundamente 
interesados por la Iglesia exorcista «los importantes» de la situación 
social establecida, directamente empeñados en el mantenimiento de su 
mundo, frente a todas las fuerzas que lo amenazan. Para estos 
importantes la Iglesia es un baluarte, un escudo eficaz frente a las 
fuerzas subversivas. La Iglesia se convierte en una fuerza social 
conservadora y, en este sentido, aliada con las fuerzas constitutivas de 
la situación, frente a las presiones que intentan transformarla. Las 
fuerzas portadoras de tales amenazas se convierten en «tabús», 
mundos exiliados y excomulgados, a los que hay que aislar y de los 
que hay que aislarse. Para ello se montarán los procesos 
inquisitoriales necesarios, la caza de brujas. Para estos importantes la 
Iglesia exorcista puede llegar a ser un instrumento indispensable de 
represión.
Pero puede suceder que actuando en el sentido de su función 
integradora de la sociedad y en el desempeño de su rol exorcizador, la 
Iglesia se convierte en una fuerza personalizadora y concienciadora de 
primera importancia, al denunciar las formas de mal presentes y 
arraigadas en las situaciones establecidas y al comprometerse en el 
consiguiente proceso de liberación. Se trata de un ejercicio del rol 
exorcista que se ha dado repetidamente en la historia. Comunidades 
tradicionales, sin perder sus características de religiosidad popular 
tradicional, en un momento determinado se convierten en comunidades 
cristianas comprometidas en el proceso de liberación social. Las 
mismas formas de religiosidad popular se hacen agentes eficaces de 
concienciación. La realidad actual de amplios sectores de la Iglesia 
latinoamericana es un ejemplo claro de esta forma de actuación.
El lenguaje empleado por la Iglesia exorcista es fundamentalmente 
ético, moralizante, discernidor del bien y del mal. El mundo, el hombre, 
su situación real y sus proyectos se entienden siempre desde una 
perspectiva eminentemente moral. El punto de partida de todas sus 
reflexiones es el análisis de la realidad. En ella está planteada la lucha 
entre el bien y el mal que amenaza en todo momento la vida de los 
hombres. Se trata de concienciarse de esa situación y de encuadrar 
todos los acontecimientos socio-políticos y todos los proyectos 
evangelizadores dentro de ese marco dialéctico.
Finalmente hay que decir que las estructuras de organización de 
esta Iglesia, en su expresión original, es fuertemente clerical. Son los 
consagrados los que tienen los ojos capaces de detectar las distintas 
formas de presencia del mal. Son ellos también los que, en virtud de su 
consagración, están en posesión del poder sagrado, la «sacra 
potestas». La acción de los laicos queda reducida, normalmente, a la 
función de «monaguillo». Una ayuda en el ejercicio de unas funciones 
reservadas a los clérigos. Pero este mismo tipo de Iglesia está muy 
abierto a la aparición de lo carismático y profético, que surge allí donde 
el Espíritu quiere. El discernimiento, el poder de curación y de expulsar 
demonios son dones del Espíritu, que los comunica a quien quiere. De 
ahí también la facilidad con que puedan aparecer formas de 
estructuración carismática primarias en torno al portador del carisma. 
La formación de estos grupos, muy conscientes de las exigencias de 
liberación, pueden producir, y de hecho han producido, fuertes 
tensiones y luchas en el interior de la Iglesia, máxime cuando ésta se 
ha convertido en uno de los factores que impiden la liberación.


La Iglesia
«Arca de salvación»

I/ARCA-DE-SALVACION I/SV: LA IMAGEN QUE DEFINE ESTA 
IGLESIA está tomada de la narración bíblica del diluvio universal (Gen 
6,13-8,22). Es el arca donde Noé, sus hijos y los animales escogidos 
por él se salvan en medio de la catástrofe que destruye el mundo. La 
imagen se incorpora al mundo de la apocalíptica, cuando se espera 
como inminente el fin del mundo. Se piensa que está a punto de 
desencadenarse otra catástrofe destructora, no por el agua, sino por 
el fuego (2 Pet 3,5-7). Este punto de vista es asumido por la 
predicación de Jesús: «Como sucedió en los días de Noé, así será 
también en los días del Hijo del Hombre» (Lc 17,26). 
Consiguientemente, lo único importante es salvarse, asegurar la 
salvación en la prueba inminente. La imagen ha recibido muy pronto 
una interpretación eclesial en la antigua tradición patrística. Y a lo 
largo de la Edad Media encontrará su expresión teológica en la 
afirmación del principio que declara que «fuera de la Iglesia no hay 
salvación».
La imagen se fundamenta, pues, en una visión radicalmente 
pesimista de la historia. Este mundo está condenado y metido en un 
proceso fatal de disolución que desemboca en su destrucción. Ante 
esta dramática realidad, lo único que debe interesar al hombre, lo 
único verdaderamente importante, es conseguir salvarse en medio de 
la crisis, que está llegando ya. Esa salvación la asegura la Iglesia y 
nada más que la Iglesia. Para eso ha sido puesta por Dios. Para eso 
se pertenece a la Iglesia. Esa es su única razón de ser. Por eso hay 
que estar dentro de ella y cumplir todas las condiciones que aseguran 
su pertenencia a ella. Cualquier otra finalidad es secundaria. Las 
acciones que no vayan dirigidas a asegurar la consecución de ese fin 
son secundarias y carecen de importancia.
APOCALIPTICO MOVIMIENTOS-APICOS: La crisis inminente y la 
salvación en la crisis fue la idea animadora de todos los movimientos 
apocalípticos en tiempos de Jesús. El movimiento iniciado por él no fue 
una excepción. Esa misma visión del mundo en crisis final se repite una 
y otra vez en los movimientos apocalípticos de todos los tiempos. Se 
proclama que el mundo está a punto de destrucción. A veces hasta se 
adelanta la fecha exacta en que se producirá la gran catástrofe. Se 
grita la urgencia de la salvación. Pero esa salvación sólo puede 
alcanzarse en la «verdadera Iglesia», en el grupo que se considera a 
sí mismo «Arca de salvación».
Las primeras generaciones de cristianos esperaban como 
inminentes el fin de este mundo y la segunda venida del Señor que le 
daría su última culminación. La dilación de la parusía, de esta llegada 
de Cristo, definitiva y gloriosa, produjo un desplazamiento en la 
comprensión crítica de la realidad. El acento puesto en la crisis final del 
mundo y de la historia pasa a la crisis personal producida por la muerte 
del hombre y por su juicio particular ante Cristo. El esquema 
apocalíptico se mantendrá en esta forma particularizada, dando origen 
a esa manera singular de comprenderse la Iglesia como «Arca de 
salvación».
La visión del mundo que tiene esta Iglesia es la de una realidad 
sometida a juicio y a castigo por sus pecados. Realidad condenada. El 
último juicio está en las manos de Dios pero se presiente cercano. En 
todo caso se adelanta para cada uno en el juicio particular. Hay una 
contraposición radical de la Iglesia frente a este mundo. Ella no 
pertenece a este mundo. Por eso es el lugar privilegiado donde es 
posible encontrar la salvación. Por estar el mundo condenado, sin 
futuro, y por ser ella «el resto», que se salva, la Iglesia se desinteresa 
de este mundo y de su futuro, para mirar, en cambio, más allá de este 
mundo, al «siglo futuro», a la nueva creación. Proclama la condena de 
este mundo; rompe con él. Espera la llegada de un mundo nuevo.
La privatización de la visión escatológica, originada por la dilación 
de la parusía dio lugar a un proceso paralelo de privatización de la 
manera de situarse la Iglesia ante este mundo. Son los puntos de vista, 
los intereses y los problemas del individuo los que se imponen frente a 
los planteamientos sociales. Ante todo cuentan los pecados 
personales, no los pecados sociales. Lo que llega amenazador, lo que 
hay que temer y ante lo que hay que estar alerta es la muerte del 
hombre, el juicio particular, la suerte eterna del individuo. Todo esto 
supone un cambio profundo de horizonte de comprensión de la 
realidad de este mundo. Deja de dominar la conciencia de desinterés y 
ruptura con la realidad mundana. Lo que urge y se hace problema 
preocupante pertenece al ámbito privado. Con la realidad socio-política 
puede establecerse, y de hecho se establece, un acuerdo tácito, que 
reconoce la autonomía y los límites en los que se mueve cada uno. 
Traspasar esos límites es una «peligrosa politización»; un pecado 
condenable. Se ha producido la domesticación religiosa de la Iglesia. 
Se ha pasado de una función abiertamente innovadora de la realidad 
social, como se pensaba en la apocalíptica, a otra función restringida a 
lo privado que, socialmente, se manifiesta en acciones de 
compensación ilusorias.
El rol de la Iglesia «Arca de salvación» resulta afectado por todo 
este proceso de privatización y por la nueva forma de situarse ante el 
mundo que va implicada en él. Se produce un cambio notable en la 
circunstancia social ante la que se sitúa la Iglesia. «Los importantes» 
en un primer momento eran para este modo de comprender la Iglesia 
todos los oprimidos por un mundo de pecado, «los perdidos» del 
mundo, los que necesitan y esperan su liberación. Con el cambio se 
convierten en «importantes» todos los hombres pecadores, a los que 
la Iglesia garantiza el éxito en la prueba final: últimos sacramentos, 
auxilios espirituales, bendiciones, indulgencias, sufragios por el difunto, 
reposo en tierra sagrada... Lo que originalmente era el mundo de 
contravalores, «la maldad del hombre que cundía por toda la tierra» 
(Gen 6,5), la iniquidad acrecida (cf Mt 24,12), que da lugar a la ira de 
Dios, pasa a ser los pecados personales del individuo, conforme a una 
ética privada que pone sus acentos en los mandamientos divinos, 
lanza sus anatemas, denuncia escándalos peculiares y extiende sus 
silencios cómplices sobre los pecados sociales.
El lenguaje que habla esta Iglesia es, inicialmente, un lenguaje 
profético de denuncia de la injusticia que domina al mundo y anuncio 
de la proximidad del Dios que viene a juzgar. Denuncia de la situación 
de pecado. Anuncio de esperanza de liberación para los oprimidos. El 
cambio que implica la privatización de la perspectiva escatológica 
genera un nuevo tipo de lenguaje, con sus formas propias, 
encaminadas a expresar los nuevos acentos y contenidos. Se 
desinteresa de las cuestiones de este mundo y de las perspectivas 
socio-políticas. Lo importante es el término final. Por eso se insiste 
obsesivamente en «los novísimos», ese tramo último y decisivo, que 
espera inevitablemente a todos los hombres y en los que se juega su 
destino eterno. «Misiones», «Ejercicios», la predicación en general, se 
centrará en el tema de las verdades últimas y eternas. La catequesis 
se orienta hacia esos mismos objetivos. Con una perspectiva 
individual, lo que importa es llenar al creyente de «santo temor de 
Dios», hacerle sentir la urgencia de la salvación, convencerlo de la 
importancia de todo el sistema de seguridad que ofrece la Iglesia, arca 
segura de salvación.
La organización estructural de esta Iglesia refleja el rol asumido y la 
conciencia de su identidad. Inicialmente, la Iglesia «Arca de salvación» 
se estructura en función de las exigencias de la misión profética de 
anuncio del fin inminente. Todo el grupo vive la tensión de la espera 
escatológica, pero la autoridad se reconoce, sobre todo, en los 
apóstoles y «los profetas», encargados de proclamar el mensaje de la 
proximidad del fin. La dilación de la parusía y el consiguiente 
desplazamiento hacia una escatología intermedia privatizada concentra 
la autoridad y el poder en los responsables del sistema de seguridad 
personal que tiene la Iglesia, los que tienen poder para comunicar los 
sacramentos de penitencia, eucaristía y unción última, los que tienen la 
responsabilidad de dirección, admisión y exclusión dentro de ese 
espacio privilegiado de salvación, que es la Iglesia. Los otros, los 
laicos, «tienen derecho a recibir del clero, conforme a la disciplina 
eclesiástica, los bienes espirituales, y especialmente los auxilios 
espirituales necesarios para la salvación»5. Ese es su derecho 
fundamental. Y el deber también fundamental de los clérigos es 
satisfacer ese derecho.


La Iglesia
«Mater et Magistra»

I/MADRE-MAESTRA: LOS DOS CALIFICATIVOS tienen una historia 
larga como expresiones definitorias de la identidad de la Iglesia. Decir 
que la Iglesia es «Madre» ha llegado a ser una imagen clásica en la 
tradición de los Padres. En cierta manera, se encuentra ya en los 
Evangelios. «Estos son mi madre...; quien cumple la voluntad de Dios 
es... mi madre...» (Mc 3,34s). Pablo ya escribía a los gálatas: «La 
Jerusalén de arriba es libre; ésta es nuestra madre» (Gál 4,26). Estos 
gérmenes iniciales se desarrollan pronto como consecuencia de la 
experiencia de la vida cristiana. «Los cristianos se hacen, no nacen», 
decía Tertuliano 6. La experiencia de ese hacerse en el seno de la 
Iglesia es la que fundamentó el título. Y unida al proceso de gestación 
del cristiano va la función pedagógica de la enseñanza. En esta 
función encuentra continuidad la función de enseñar que Jesús 
desempeñó a lo largo de su vida pública. La Iglesia, asistida por el 
Espíritu del Señor, depositaria de las enseñanzas del Maestro, se hace 
también ella Maestra, portadora de verdad y de luz para los creyentes 
y para todo el mundo.
EUROPA/HIJA-DE-LA-I I/ALUMBRA-EUROPA: Las circunstancias 
socio-políticas que siguieron al hundimiento del Imperio Romano de 
occidente colocaron a la Iglesia en una situación del todo nueva, que 
dio una comprensión y una extensión también nuevas a ambos 
calificativos. Las nuevas unidades y estructuras socio-políticas, 
surgidas de la gran crisis, encuentran en la fe cristiana el principio más 
importante de su cohesión interna y de definición de la propia 
identidad. De este modo la maternidad de la Iglesia se temporaliza y se 
politiza. Europa nace en el seno de la Iglesia. Por otra parte, la Iglesia 
no es sólo la depositaria de la verdad de la revelación divina; en este 
momento es también la depositaria y la conservadora del saber y de la 
cultura humana. El magisterio de esta Iglesia se seculariza. Los 
pueblos jóvenes encuentran en la Iglesia su sabio pedagogo. El 
ejercicio de ambas funciones da a la Iglesia un puesto relevante y 
origina unas actitudes ante la sociedad que inevitablemente derivan 
hacia una conciencia de superioridad y una actitud de proteccionismo. 
Su acción se extiende a todos los ámbitos de la vida.
I/MUNDO-MODERNO: El nacimiento del mundo moderno cuestiona 
radicalmente esta situación. Con el cuestionamiento llega también la 
problematización y negación de las dos funciones que le dieron origen. 
«La crisis de la conciencia europea» (PAUL HAZARD), que inicia la 
Ilustración es un proceso de emancipación espiritual y de 
desplazamiento sociológico de la Iglesia, que afecta a toda Europa7. 
Nace una sociedad nueva y un mundo nuevo. Hay que afrontar 
problemas inéditos y andar caminos desconocidos. En esa nueva 
situación la Iglesia pretende reasumir su función de «Madre y 
Maestra», tal como la había desempeñado en el pasado. Pero ahora 
las circunstancias son totalmente distintas. La Iglesia no es ya la 
depositaria única de todo el saber. La ciencia y la técnica son 
seculares. Los problemas que hay que solucionar son tremendamente 
complicados. Las dimensiones del mundo son planetarias. Es aquí 
donde aparece la conciencia de Iglesia que se expresa en la imagen 
de «Madre y Maestra», que vamos a analizar.
La visión que se tiene del mundo sigue siendo la de un menor de 
edad, necesitado por lo tanto de tutela y de instrucción, aunque se 
rebele y pretenda afirmar su adultez y autonomía. Es un mundo 
adolescente, que va andando su camino entre peligros de «malas 
compañías» y la seducción de falsos amigos corruptores. Los saberes 
del hombre moderno, que constituyen su orgullo, ciencias positivas, 
ciencias del espíritu, técnica, son vistas y valoradas con cierto recelo y 
escepticismo. Necesitan la verdad que las fundamente y la luz que les 
dé sentido. Las crisis políticas y socioeconómicas que sacuden al 
mundo son un indicio de su debilidad, de la precariedad de los logros y 
progresos realizados. La Iglesia debe volver a desempeñar su doble 
función de «Madre y Maestra». Falta autoridad; falta luz y dirección. 
Todo ello puede y debe proporcionarlo la Iglesia, como lo aportó 
sabiamente en otros momentos difíciles de la historia humana. Posee 
la verdad y la luz que le confió Cristo, el que dijo que era Luz y Verdad 
para el mundo. Tiene la autoridad de su Señor que, antes de enviarla 
al mundo entero, anunció a sus discípulos, en la montaña de Galilea, 
que se le había dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). 
Está dotada de la experiencia y sabiduría acumulada a lo largo de 
muchos siglos de existencia. Por todo esto la Iglesia «Madre y 
Maestra» está persuadida de que su deber es volver a ocupar en la 
sociedad el puesto de pedagoga. El mundo que hoy crece, a pesar de 
su aparente autosuficiencia, es débil e inseguro. Necesita de la 
protección y orientación de la Iglesia.
En el cumplimiento de esta función la Iglesia realiza unas acciones 
decididamente restrictivas y correctivas de los impulsos innovadores, 
que tantas veces han amenazado el difícil equilibrio social y político de 
nuestro tiempo. Una acción moderada y moderadora, que converge 
con las fuerzas sociales de la moderación y conservación. Su campo 
de iluminación se extiende a toda la compleja vida moderna, tanto en el 
ámbito privado como en el público. En lo privado se actualiza, 
proyectándola sobre las nuevas situaciones, la ética tradicional 
cristiana. En el ámbito público se elabora todo un amplio cuerpo de 
doctrina social y económica, la «Doctrina social de la Iglesia». Se 
enseña, se corrige o se condena a todos los factores que en alguna 
manera determinan o influyen en la formación del mundo moderno.
Estos factores del mundo moderno son «los importantes» ante los 
que la Iglesia afirma su propia identidad. Se trata de grupos dirigentes 
y pudientes que en el momento concreto determinan la vida política, 
social, económica o intelectual de nuestro mundo. Ante ellos se sitúa y 
a ellos va destinada primordialmente su orientación pedagógica. 
Captar la atención benévola de estos grupos no es fácil ni 
desinteresado. Es fruto de una negociación social. El reconocimiento 
de que la Iglesia sigue siendo un poder fáctico importante suscita un 
cierto interés y respeto. La Iglesia entra así en el juego de poderes. 
Puede acrecentar el poder de unos o de otros. Queda atrapada en el 
juego del poder. Por otra parte, la sucesión de los distintos grupos 
importantes de acuerdo con los cambios políticos dan a su presencia y 
acción las apariencias de un interesado oportunismo.
Marginadas por los desplazamientos que impone el paso de la 
historia quedan amplias zonas de valores, temáticas y grupos 
humanos, que en su día fueron importantes, o que lo serán mañana, 
pero que hoy no tienen voz ni significan nada en la sociedad 
establecida. Tampoco lo significan para esta Iglesia que desea 
establecerse, ser admitida y oída, para realizar con eficacia la función 
que se ha marcado. Para ello, tan importante como alcanzar la 
aceptación positiva de los importantes es respetar sus «tabús». Claro 
que esos silencios, impuestos por este juego de negociación con los 
importantes, han tenido que ser confesados y lamentados por esta 
Iglesia Madre y Maestra, condenada a vivir pendiente de la actualidad 
de las primeras planas de periódicos, revistas y televisiones.
El rol asumido ha tenido como resultado un impresionante 
incremento de la actividad magisterial de la Iglesia. En siglo y medio 
ese magisterio ha hablado más que en los dieciocho siglos anteriores. 
Su enseñanza cubre, prácticamente, toda la actividad humana. 
Paralelamente se ha desarrollado el interés por la educación y la 
dedicación a las tareas educativas. La casi totalidad de los Institutos 
religiosos dedicados a la enseñanza nacen en contacto con este 
mundo moderno que es preciso educar. En ambas actividades, 
magisterio y educación, la acción de la Iglesia tiende a desarrollarse 
con un sentido de fundamentación social y de cohesión, que la abren a 
acusaciones de conservadurismo, siempre que ha tenido que afrontar 
situaciones conflictivas.
El lenguaje de esta Iglesia es fuertemente escolástico en sus 
presupuestos ideológicos y en la estructura de su pensamiento. El 
necesario diálogo con las modernas ciencias del hombre le impone la 
temática: son todos los problemas que se le plantean al hombre, 
enfocados desde la perspectiva de una Iglesia que se sitúa fuera y por 
encima del mundo moderno. La actitud se mantiene aun cuando los 
receptores de las enseñanzas pertenezcan a la Iglesia y estén 
identificados con ella. En estos casos se mantiene el tono doctoral 
sobre el pastoral. El acercamiento a los fieles, que han de recibir esas 
enseñanzas, se piensa que debe ser una de las tareas fundamentales 
de la Teología dentro de esta Iglesia. La consecuencia de todo ello es 
una notable ineficacia en el ejercicio del rol. El amplio cuerpo de 
Doctrina del Magisterio está ahí, en crecimiento continuo. La temática 
abordada es las más de las veces de suma importancia. La audiencia 
es escasa. ¿Problema de devaluación por inflación? Es posible, pero 
también hay que tener en cuenta estas deficiencias del lenguaje.
La estructura organizativa de la Iglesia «Madre y Maestra» tiende a 
desarrollar y potenciar la acción de los órganos a través de los cuales 
enseña y educa a los fieles. Los sujetos detentadores de la autoridad y 
poder magisterial, sean personales o colectivos, alcanzan un relieve y 
reconocimiento especial. De hecho el mismo gobierno de la Iglesia se 
realiza en forma de Magisterio y por cauces magisteriales. Esto supone 
un abierto fortalecimiento de la estructura jerárquica, depositaria del 
poder de enseñar auténticamente, es decir, con una autoridad que 
obliga en conciencia y en nombre de Cristo. También se tiende al 
robustecimiento de las normativas canónicas y disciplinares, impuestas 
con un sentido de afirmación de la autoridad y de intencionalidad 
pedagógica. Pero estas potenciaciones estructurales de lo magisterial 
y disciplinar dan lugar a choques y recelos ante otras instancias de 
magisterio teológico y formación existentes en la Iglesia. En 
consecuencia se desarrollan y potencian los órganos de control. Se 
reafirma la centralización y la dependencia de los centros de 
enseñanza eclesiásticos. El Magisterio es, de hecho, la cabeza 
pensante y dirigente de la Iglesia.


La iglesia profética y servidora

DEFINEN LA IMAGEN dos calificativos, «profética», «servidora», de 
gran prestigio en toda la tradición cristiana. Los dos corresponden a 
títulos cristológicos con los que la primera comunidad cristiana expresó 
su experiencia de lo que había sido la vida de Jesús de Nazaret. De 
este modo confesaba al mismo tiempo su fe en el valor permanente de 
las dos funciones. Históricamente, la Iglesia se ha sentido identificada 
con los dos títulos en aquellos momentos en los que se ha sentido 
sensible a sus orígenes carismáticos, o cuando ha pretendido 
reencontrar una identidad evangélica, que se veía desdibujada. Hoy 
las dos funciones están vivas en la inspiración y el desarrollo de todos 
los movimientos eclesiales de base. Son también rasgos que 
caracterizan la nueva imagen de Iglesia ofrecida por el Concilio.
I/PROFETICA-SEVAR: Aunque los dos títulos están estrechamente 
relacionados entre sí, y pertenecen a la descripción de un mismo 
mundo religioso, el mundo de la profecía, tiene cada uno rasgos y 
matices propios que hay que señalar. El carácter de profética nos pone 
directamente en contacto con la Palabra de Dios, que es dicha a los 
hombres. Una Palabra que, unas veces es denuncia, otras esperanza 
o consuelo, pero que siempre es una Palabra provocativa y 
responsabilizadora para aquellos a quienes se dirige. La calificación de 
servidora significa, ante todo, relación de dependencia respecto a otro 
al que se sirve. Entraña disponibilidad y atención a las necesidades y 
exigencias de aquellos a quienes se sirve. Los dos rasgos definidores 
de la imagen se integran en un tipo de vida que pretende reproducir el 
estilo y el camino seguido por Jesús.
La comprensión del mundo que tiene esta Iglesia profética y 
servidora difiere notablemente de la que tenían las imágenes 
anteriores. El mundo, la sociedad, es, ante todo, el término hacia el 
que se dirige la misión profética y el servicio encomendado. Es el 
destinatario de la Palabra de Dios, de la que es portador el Profeta. 
Esa Palabra es siempre salvadora, liberadora, creadora. Es una 
Palabra que nace del amor y de la misericordia de Dios y expresa su 
amor. Originalmente, como en Dios, que envía a su Hijo porque ama al 
mundo (Jo 3,16), como en Cristo, que se entrega por la vida del mundo 
(Jo 6,52), también en la Iglesia debe haber un amor fundamental al 
mundo y una comprensión del mundo desde el amor. Pero esa visión 
del mundo no esconde sus problemas, sino que los pone al 
descubierto. La Palabra va dirigida en primer lugar a los pobres, a los 
oprimidos, a los pequeños. Como recordaba Pablo VI, es la respuesta 
de Dios al grito de los pobres8. Quiere ser la voz de los que no tienen 
voz. De un modo semejante, el servicio, como en Cristo, es siempre la 
expresión del amor. «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por 
los amigos» (Jo 15,13). Y sus amigos eran los pecadores (Mt 11,l9). El 
servicio no se ofrece a los poderosos, sino a lo perdido (Mt 
10,6;15,24). De este modo, palabra y servicio vuelven a la Iglesia hacia 
este mundo, hacia sus espacios más dolorosos y conflictivos, pero no a 
distancia, ni desde fuera, sino en la proximidad que hace el amor y 
desde dentro.
Desde esta perspectiva, la Iglesia profética y servidora se sitúa 
dentro del mundo, como enviada a él y solidaria con él. Se siente 
comprometida en la transmisión de un mensaje que hay que llevar a su 
destino, entregar a aquellos a los que va dirigido. Por eso se preocupa 
por hacer que se entienda la palabra que tiene que comunicar y que 
se haga creíble a aquellos a los que va dirigida. La garantía de la 
verdad de lo que se dice tiene que ser, ante todo, la misma Iglesia 
profética que vive lo que transmite, porque cree en ello. Por otra parte, 
la función servidora exige una situación integrada dentro del mundo de 
aquellos a quienes se sirve. Se pertenece a ese mundo y se vive 
solidario con él, puesto que se le ha de servir.
En este planteamiento, la acción de la Iglesia debe coincidir y 
colaborar con otros muchos factores, que sirven en el mundo y de los 
que el mundo se sirve. Ignorar esos factores, o retirar la mano a la 
colaboración, sería situarse fuera del mundo y traicionar su identidad 
profética y servidora. No se piense, sin embargo, en una posición 
indiferenciada dentro del mundo. «Los importantes» ante los que se 
sitúa la Iglesia y que la definen en su identidad están en esta imagen 
claramente definidos. Son «los pobres» a los que se anuncia la Buena 
Nueva (Mt 11,5), «lo perdido» (Lc 15,ó.9.24.32; 19,10), «los 
oprimidos» (Lc 4,18). Se produce una corrección radical y paradójica 
de los puntos de vista y de los criterios con los que grupos e 
instituciones plantean la negociación de su identidad social. «Lo 
importante» es «lo insignificante». Estos nombres de importantes no 
son tópicos abstractos. Son en cada momento histórico y en cada 
sociedad nombres concretos de hombres y mujeres, de grupos 
humanos, en referencia a los cuales debe encontrar su identidad y su 
definición la Iglesia profética y servidora. Si no se refiere a esos 
términos como a «los importantes» y definitorios para ella, habrá que 
decir que su imagen no es la de «la Iglesia profética y servidora», sino 
alguna de las anteriormente descritas, u otra imagen de las múltiples 
en que puede expresarse el misterio de la Iglesia.
La función social asumida se puede desarrollar en cualquiera de los 
sentidos fundamentales en los que actúan socialmente los grupos 
religiosos. Como portadora de una palabra profética, la Iglesia es un 
factor de innovación social. Conciencia a aquellos a los que se dirige la 
palabra; los despierta a la acción y a la responsabilidad. Sea el que 
sea el contenido de la palabra profética, en último término es un 
impulso a la creación de la utopía cristiana de justicia total. Al centrarse 
esa acción en los pobres y oprimidos, la acción innovadora se orienta 
a una transformación de la sociedad. La función de servicio se 
desarrolla preferentemente por los cauces de integración y cohesión 
del grupo social. Incorpora a la convivencia del grupo todos los 
elementos olvidados y marginados, a los que sirve especialmente.
En todo caso, la acción de la Iglesia profética y servidora es 
potenciativa de todo aquello que encuentra con su palabra y con su 
servicio; nunca restrictiva o domesticadora de los impulsos de 
renovación. Asume, de este modo, un rol de agente de renovación y 
transformación de la sociedad. ¿Un rol político? Ciertamente; pero no 
puede ser de otro modo, si quiere ser fiel a sí misma, a sus rasgos de 
identidad. Ya Jesús fue crucificado, después de haber sido juzgado y 
condenado por todas las instancias de poder del mundo de su tiempo. 
La causa de la condena fue política: «rey de los judíos». ¿Un error de 
los que lo juzgaron? Sí y no. Jesús anunciaba la proximidad del Reino 
de Dios. Lo anunciaba preferentemente a los pobres y a lo oprimido y 
perdido. Este mensaje entraña implicaclones políticas inevitables. 
Anuncia un cambio radical del mundo y de la sociedad. La estrategia 
no es la de la revolución violenta que seguían los grupos zelotes; pero 
el término de la acción afecta al mundo y a la sociedad en todos sus 
niveles. También en lo político. Estas implicaciones no las puede negar 
la Iglesia profética y servidora, que prolonga el profetismo y servicio de 
Jesús. Todo esto resulta profundamente incómodo para los que 
quisieran una Iglesia que desempeñase un rol social de mantenimiento 
y tranquilizante. Por eso se buscará por todos los medios desactivar 
toda la carga política del mensaje cristiano, interpretándolo en un 
sentido de pseudoespiritualización, de resignación, de soluciones 
ilusorias, relegadas en forma de compensación a otro mundo más allá 
del nuestro. Y si a pesar de todo no se consigue acallar a la Iglesia 
profética y servidora, se la condena, como a Jesús, como blasfema y 
peligrosa, y como a él, se la crucifica. Es lógico. Y es el drama y la 
gloria de muchas de las Comunidades cristianas de Latinoamérica.
En la Iglesia profética y servidora hay una preocupación especial 
por el lenguaje, por su inteligibilidad, que lo haga accesible al pueblo y 
a los sencillos. Los contenidos evangélicos del anuncio de la 
proximidad del Reino de Dios, de las Bienaventuranzas y del Sermón 
de la Montaña se destacan en un primer plano. Se intenta traducir su 
sentido a las situaciones de los pobres, oprimidos de hoy. Se 
acrecienta el interés por la Biblia, la Palabra, por su interpretación 
obvia y directa, cuando se la escucha en las situaciones de hoy. Se 
busca el sentido en la lectura viva y comunitaria de la reunión litúrgica 
del Pueblo de Dios. Una lectura hecha desde el fondo de la pobreza, el 
subdesarrollo y la marginación. Leído desde ahí el mensaje del 
Evangelio, vuelve a encontrar su gusto original de mensaje de 
esperanza y de liberación. Todo ello supone la presencia de la Iglesia 
profética y servidora en los niveles marginados de nuestra sociedad. 
Se piensa que se reencuentran los lugares de nacimiento; que se 
retorna a la patria perdida.
La organización estructural de la Iglesia profética y servidora tiende 
a reflejar esa especial conciencia de su identidad. Es una Iglesia 
fundamentalmente carismática, dominada por el reconocimiento y la 
atención a la presencia del Espíritu en toda la Comunidad. Se acentúa 
la importancia de la estructura diakónica. Se piensa en una Iglesia toda 
ministerial, en la que se reconozca toda la rica complejidad de 
ministerios y servicios que el Espíritu hace nacer en el Pueblo de Dios. 
Estos ministerios responden a las necesidades reales de la 
Comunidad. Se integran en la confesión y comunión de un mismo 
Espíritu, un mismo Señor, un mismo Dios «que obra todo en todos» (I 
Cor 12,ó). Se ejercitan en la comunión y en la corresponsabilidad. Y es 
en la referencia a la acción universal del Espíritu donde tiene su 
indiscutible verdad teológica la autoconciencia de una Iglesia que nace 
del Pueblo. Es que, como recordaba Pedro el día de Pentecostés, en 
todo el Pueblo está el Espíritu (cf Áct 2,17s). No se niega lo jerárquico: 
se afirma su origen y sentido carismático.


Conclusión

AL TERMINAR ESTA DESCRIPCIÓN de distintas imágenes de la 
Iglesia actual quiero recordar, ante todo, su limitación. A las imágenes 
presentadas habría que añadir otras muchas en las que la Iglesia 
actual plasma su autoconciencia y su identidad, mientras vive este 
momento histórico, tan rico y complejo. Lo presentado no pretende 
reflejar más que unas imágenes que por su arraigo, o por su 
actualidad, tienen una particular significación.
Debo reconocer también que ninguna de estas imágenes 
transparenta perfectamente una identidad y realidad que con dificultad 
puede encerrarse en los rasgos de una sola imagen. Realidad y 
conciencia de identidad es mucho más rica. Pero en esos rasgos hay 
algunos que destacan con firmeza singular. Son aquellos que expresan 
una coherencia con las imágenes originales de la Iglesia o con el rostro 
de Jesús tal como nos han descrito su vida y actitudes los Evangelios. 
Otros rasgos, por el contrario, nos hieren; nos resultan difícilmente 
aceptables y reconocibles. Ante ellos tomamos una actitud defensiva o 
condenatoria. Sin embargo, hay que decir que unos y otros definen la 
imagen de la Iglesia. Su ambigüedad responde a la realidad de una 
Iglesia que es a la vez santa y pecadora, que necesariamente tiene 
que vivir en la historia y encarnarse en la limitación de las distintas 
culturas. En la ambigüedad de la imagen va implicada la permanente 
necesidad de una conversión que confesaba el Concilio: «La Iglesia 
peregrina en este mundo es llamada por Cristo a esta perenne 
reforma, de la que ella, en cuanto institución terrena y humana, 
necesita permanentemente» (UR 6).
«Las Iglesias particulares, recordaba Pablo VI en su carta encíclica 
Evangelii Nuntiandi 9, profundamente amalgamadas, no sólo con las 
personas, sino también con las aspiraciones, las riquezas y límites, las 
maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que 
distinguen a tal o cual conjunto humano, tienen la función de asimilar lo 
esencial del mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la menor traición a 
su verdad esencial, al lenguaje que esos hombres comprenden y, 
después, de anunciarlo en ese mismo lenguaje.» Esa función de 
«digestión» del mensaje evangélico que tienen las Iglesias particulares 
es una llamada a la negociación de identidad de la Iglesia, y 
consiguientemente una invitación a la creación de imagen, ante todo 
grupo cultural o subcultural, ante cada circunstancia histórica. Este 
imperativo de encarnación, con todo lo que encierra de aceptación de 
límites y concreciones, plantea el problema de la génesis de la imagen 
de identidad de la Iglesia como al momento de culminación de la 
realización de la Iglesia particular, en la que tiene su ser la Iglesia 
universal. De ahí la importancia de asegurar la rectitud del proceso 
genético.
La génesis de una nueva imagen no puede ser el resultado de la 
espontaneidad, la improvisación, o del juego ciego e irracional de los 
distintos factores, que concurren en ella. Debe ser el fruto de una 
conjunción consciente de la fidelidad a los impulsos discernidos del 
Espíritu con la aceptación reflexiva de los factores históricos que 
actúan en la formación de las diversas imágenes de Iglesia. Esos 
factores han sido señalados al comienzo de este estudio. No voy a 
recordarlos ahora. Quiero únicamente, antes de terminar, poner de 
relieve los caracteres que en estos momentos asumen dos de los 
factores allí indicados: las imágenes originales y la circunstancia 
socio-cultural. La forma en que se presentan esos dos factores debe 
ser tenida en cuenta hoy en todo proceso de formación de imagen de 
Iglesia.
I/PUEBLO-DE-D: Como fruto de los estudios de la moderna ciencia 
bíblica, las que llamamos «imágenes originales» de la Iglesia han 
adquirido para nosotros unos contenidos muy precisos. La imagen de 
«Pueblo de Dios» nos ha redescubierto con nueva luz la noción clave 
de «comunión». Es la esencia de la Comunidad cristiana, que conlleva 
la exigencia de corresponsabilidad de todos los miembros de la Iglesia 
y fundamenta el ser de la Iglesia concreta, particular. La imagen de 
«Cuerpo de Cristo» (I/CUERPO-DE-CRISTO) pone de relieve que el 
ser de la Iglesia es esencialmente «diaconía», servicio. Toda su 
estructura debe manifestarse en forma carismático-ministerial. Ese 
abanico de ministerios se integran en formas «colegiales», que nacen 
de la «comunión» y son la expresión de «la comunión». La imagen de 
«Templo del Espíritu» (I/TEMPLO-DEL-ES) recupera la presencia del 
Espíritu en toda la Iglesia. Es su obra. Él es el que la unifica, la 
santifica, la universaliza y hace posible su misión. La Iglesia «Templo 
del Espíritu» debe ser testigo de la transcendencia; el lugar de la 
proclamación festiva de que, en virtud del hecho de Cristo, el mundo y 
la humanidad están definitivamente penetrados de Dios. Las nuevas 
posibles imágenes de la Iglesia deben buscar la coherencia con esta 
comprensión de las imágenes originales. En confrontación con ellas se 
prueba y se confirma la autenticidad del ser cristiano de toda 
Comunidad.
La cultura técnico-científica de nuestro mundo moderno ha hecho 
aparecer una nueva circunstancia socio-cultural, que debe incidir de 
un modo determinante en la formación de las futuras imágenes de la 
Iglesia. Por una parte, estamos viviendo un fenómeno de aproximación 
de todos los continentes culturales junto con un fáctico 
empequeñecimiento de las dimensiones del espacio del encuentro 
humano. Al mismo tiempo, y como consecuencia del fenómeno aludido, 
se multiplica la cantidad e intensidad de la comunicación interhumana. 
De este modo, asistimos al nacimiento de una creciente unidad y 
solidaridad sociocultural de ámbito planetario. Son múltiples los 
factores que coinciden en una presión permanente, que apunta hacia 
la unidad humana. Pero, simultáneamente, con la apariencia de un 
contrafenómeno, se produce una reafirmación de las individualidades y 
peculiaridades de grupos y culturas que gritan de todas las formas y 
en toda ocasión su propia identidad. Es como si la tensión dialéctica 
entre lo uno y lo múltiple se exacerbase hasta la exasperación. Los dos 
polos se endurecen. Los dos determinan la nueva circunstancia. Las 
nuevas imágenes de Iglesia deben abrirse sin miedo a los dos polos de 
tensión. En la comunión y su exigencia de atención a lo particular y 
concreto debe abrirse el camino que lleve a la Iglesia hacia el futuro.

JOAQUÍN LOSADA ESPINOSA
DISTINTAS IMÁGENES DE LA IGLESIA
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE. Madrid 1984. Págs. 9-58

................. .. 
1. Es el punto de vista adoptado por H. FRIES en su estudio sobre Cambios en 
la imagen de la Iglesia y desarrollo histórico dogmático, en «Mysterium Salutis» 
IV/I, Madrid 1973, pp. 231-296.
2. A BRITTAN, Meanings and Situations, London 1973, p. 169, citando a H. 
GERTH-C. W. MILLS, Character and Social Structure, London 1954, p. 11.
3. Cf. G. THEISSEN, Sociología del movimiento de Jesús. El nacimiento del 
Cristianismo primitivo, Santander 1979, pp. 8ss.
4. H. Cox, La Ciudad secular, Barcelona 1968, p. 184.
5. Codex Iuris Canonici (1917), c. 682. El punto de vista del nuevo Código, de 
acuerdo con la teología del Vaticano II, es en este aspecto más comprensivo del 
puesto del laico en la Iglesia.
6. TERTULIANO, Apolog., XVIII 4.
7. Cf. P. HAZARD, La crisis de la conciencia europea (1680-1715). Madrid, 
1952.
8. PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelica Testificatio, sobre la renovación 
de la vida religiosa, Roma 1971, n. 17.
9. PABLO Vl, Exhortación apostólica sobre la evangelización del mundo 
contemporáneo, Evangelica testificatio, n. 63. Roma 1975.