Objeciones a la Iglesia Católica


¿Una antigua desconfianza hacia la mujer?

    —Muchos piensan que, aunque efectivamente hayan mejorado mucho las cosas en los últimos tiempos, quedan en la Iglesia rastros de su antigua desconfianza hacia la mujer. He oído incluso decir que la Iglesia tardó algunos siglos en reconocer que las mujeres tuvieran alma.

    Desde luego, lo de la ausencia de alma en la mujer nunca lo pensó la Iglesia católica, y ese infundio lo desmiente con rotundidad la historia: las santas y las mártires fueron veneradas desde los primeros siglos del cristianismo, y su glorificación brilla en todos los templos cristianos de la antigüedad, y siempre hubo tanto mujeres como hombres en el catálogo romano de canonizaciones.

    Además, la Iglesia católica, como es sabido, venera desde los primerísimos tiempos a la Virgen María, una mujer, como madre de Dios y como la más perfecta de las criaturas. Todo ello, como comprenderás, es poco compatible con semejante leyenda.

    —¿Y no es cierto al menos que la Iglesia admitió que la mujer era inferior al hombre porque, según el relato del Génesis, fue creada después que él?

    Ha habido, sin duda, algunos pensadores cristianos lo bastante ridículos como para pretender que la mujer era un ser inferior, haciendo una interpretación realmente sorprendente de ese relato del Génesis.

    Pero es algo que no tiene mayor importancia: ya observó Aristóteles que no había en el mundo idea absurda que no tuviera al menos algún filósofo para sostenerla, y ya se ve que su observación puede extenderse también a las variadísimas afirmaciones absurdas que se han hecho en torno a la teología católica a lo largo de los siglos.

    Hay que pensar que durante los primeros siglos del cristianismo, los concilios dedicaron mucho tiempo a condenar errores. Uno de ellos fue éste. Sin embargo, como dice André Frossard,

No pueden imputarse a la Iglesia
las aberraciones que se vio obligada
a denunciar y condenar:
sería tanto como responsabilizar al Ministro de Justicia
de todas los delitos que castiga el Código Penal.

    —Pero San Pablo, por ejemplo, manda en una de sus epístolas que las mujeres se mantengan calladas en las asambleas.

    Y con ello demuestra que ellas participaban en esas asambleas, algo absolutamente inimaginable durante muchísimos siglos en nuestras modernas y avanzadas asambleas parlamentarias occidentales.

    Un sencillo análisis de la historia permite ver que la discriminación de la mujer ha sido un fenómeno muy extendido a lo largo de los siglos, y eso es algo lamentable, pero no me parece justo achacarlo a la Iglesia.

    Por poner un ejemplo, bien ilustrativo, podemos señalar que el acceso general de la mujer al voto en las elecciones democráticas civiles de nuestras modernas sociedades occidentales comenzó con Finlandia en 1906, y no llegó a Estados Unidos hasta 1920, a Gran Bretaña hasta 1928, y a España hasta 1931. Otros países de nuestro entorno no alcanzaron el pleno derecho de sufragio femenino hasta mucho después: Francia en 1944, Italia en 1945, Bélgica en 1948 y Suiza en 1971.

    Para ser justo, hay que integrar ese comentario de San Pablo en la mentalidad imperante en aquellos tiempos. A nadie de esa época, fuera judío o romano, se le habría pasado por la cabeza dar a las mujeres tanto protagonismo como tienen en el Nuevo Testamento, totalmente impensable por aquel entonces (de hecho, fue durante mucho tiempo objeto de crítica por parte de muchos autores no cristianos). Sería más justo decir, en todo caso, que las fuertes exigencias de la moral cristiana contribuyeron a amortiguar aquella lamentable situación.

 

¿Por qué las mujeres no pueden ordenarse?

    —El hecho de que las mujeres no puedan ordenarse es para muchos un ejemplo de la pervivencia en la Iglesia de esa supuesta discriminación hacia la mujer.

    La Iglesia católica afirma que hay un sacerdocio común de todos los fieles, tanto varones como mujeres; y que el sacerdocio ministerial corresponde sólo a los varones, entre otras razones, porque no considera la Santa Misa una simple evocación simbólica o conmemorativa, sino la renovación incruenta del sacrificio de la Cruz; y como Jesucristo era un varón, y el sacerdote en la Santa Misa presta su cuerpo a Cristo, lo propio es que el sacerdote sea un varón.

—Entonces, ¿las mujeres no tienen ese derecho?

    El sacerdocio no es un derecho, sino una llamada. Jesucristo llamó a los que quiso, y no puede pasarse por alto el hecho de que no eligió entre los doce apóstoles a ninguna mujer, y es evidente que podía haberlo hecho con facilidad: a su lado iban siempre algunas mujeres (que le seguirían hasta la cruz, donde, por cierto, todos los apóstoles menos uno le abandonarían), y no habría extrañado a nadie en aquellos tiempos, en los que sí había sacerdotisas.

    ¿Por qué Jesucristo no eligió a ninguna? No es fácil saberlo. El caso es que tampoco lo hicieron los apóstoles al designar a sus sucesores, y desde los primeros tiempos la Iglesia ha seguido así –sin que esto suponga ningún menoscabo para la mujer– por fidelidad a la voluntad fundacional de Jesucristo.

    Por otra parte, no se requiere ser sacerdote para alcanzar la santidad, ni debe considerarse la ordenación como un premio del que se ha privado a las mujeres: se trata más bien de un servicio que corresponde a los varones.

—De todas formas, no parece muy feminista por parte de la Iglesia...

    El caso es que el Papa y los obispos no pueden cambiar el comportamiento de Jesucristo, ni tienen interés alguno en hacerlo. Lo que reconocen y promueven es el papel de la mujer, y han recomendado reciente y repetidamente que participen las mujeres en la vida de la Iglesia sin ninguna discriminación, también en las consultas y en la elaboración de las decisiones, en los Consejos y Sínodos diocesanos y en los Concilios particulares.

    «Porque soy profundamente feminista –concluyo con unas palabras de la escritora Régine Pernoud publicadas en Le Figaro–, la ordenación de mujeres me parece contraria a los intereses mismos de las mujeres. Se trata de algo que entraña el peligro de confirmar a las mujeres la creencia de que para ellas la promoción consiste en hacer todo lo que hacen los hombres, como si su progreso fuera actuar exactamente como ellos.

    »Que el hombre y la mujer tienen igualdad de derechos, nos lo ha enseñado el Evangelio. Los mismos apóstoles, cuando Cristo anuncia la absoluta reciprocidad de deberes entre el marido y la mujer, se quedan perplejos: tan evidente era que eso iba en contra de la mentalidad de la época.

    »Esto hace más significativa la decisión de Cristo de escoger, entre los hombres y mujeres que le rodeaban, doce hombres que habían de recibir la consagración eucarística durante la Última Cena en el cenáculo de Jerusalén. Observemos que, en esa misma sala, las mujeres se encuentran mezcladas con los hombres para recibir la irrupción del Espíritu Santo en Pentecostés. Más que reivindicar el ministerio sacerdotal para las mujeres, ¿no habría más bien que recordar que lo que Cristo pidió a las mujeres es que fueran portadoras de la salvación?

    »En el inicio del Evangelio está el sí de una mujer; en el final, otras mujeres se apresuran a ir a despertar a los apóstoles para comunicarles la noticia de la Resurrección; las mujeres son invitadas a transmitir la palabra: hay místicas, teólogas, doctoras de la Iglesia. En casi toda Europa la conversión de un pueblo comenzó por la acción de una mujer: Clotilde en Francia, Berta en Inglaterra, Olga en Rusia, por no hablar de Teodosia en España y Teodelinda en Lombardía. Pero el servicio sacerdotal se pide a los varones.

    »Hoy se ve a muchas mujeres asumir las más amplias tareas de enseñanza religiosa o teológica. La desconfianza de la sociedad civil hacia la mujer, manifiesta en el mundo clásico, comenzó a disiparse muy recientemente, como es bien sabido. Lo deseable, al alba del tercer milenio, es que se establezca el esperado equilibrio sin ninguna confusión».

 

¿Qué sentido tienen las riquezas de la Iglesia?

    —¿Y qué sentido tiene el gran patrimonio que administra la Iglesia católica?

    La Iglesia ha ido levantando templos, hospitales, dispensarios, orfanatos, seminarios, escuelas y otros edificios: los que en cada momento –con mayor o menor acierto– se consideraron adecuados para mejor cumplir su misión.

    Ese patrimonio, por grande que pueda parecer, no es una fuente importante de beneficios, sino más bien lo contrario. En el mejor de los casos, equilibra los gastos de mantenimiento. Tiene sobre todo un valor de uso, que es el que suele justificar su existencia.

    —Pero algunos de esos edificios tienen ahora un gran valor inmobiliario, y hay también museos con obras de gran valor artístico. Podrían venderlo todo y entregarlo a los pobres...

    Es verdad que hay cosas de gran valor, pero de muy difícil aprovechamiento mercantil. ¿A quién iba a vender una catedral? O una iglesia de pueblo. O el mismísimo Museo Vaticano. Sería como decir al Ministro de Hacienda que enjugue el déficit público del país este trimestre vendiendo todos los cuadros del Museo del Prado: no sé cómo juzgaría luego la Historia semejante operación.

    La Iglesia tiene unos bienes que usa para poder cumplir con eficacia sus fines, y va vendiendo éstos o adquiriendo otros a medida que su economía se lo permite. Y eso es algo cada vez más claro, de manera que pocas personas sostienen ya seriamente que las finanzas de la Iglesia sean boyantes, o que los curas tengan unos sueldos altos, o grandes comodidades. Es un viejo tópico que, afortunadamente, va quedando en el olvido.

  

¿Qué autoridad tiene para decir lo que está bien o mal?

    —Hay católicos que se preguntan qué autoridad tiene la Iglesia para definir qué exige exactamente la moral católica. Dicen que ellos tienen una forma propia de entender lo que significa ser católico, y que no tiene por qué coincidir con lo que digan en Roma.

    Lo que mejor distingue a los católicos de otras confesiones como los luteranos, ortodoxos o anglicanos, es precisamente el hecho de que la religión católica sigue fielmente las enseñanzas de la sede apostólica romana. Querer llamarse católico y no aceptar eso es una contradicción.

    —Me temo que, ante ese planteamiento, muchos responderían que entonces no son católicos, porque ellos interpretan el Evangelio de otra manera y consideran la Iglesia como un invento de hombres.

    En el Evangelio se lee con claridad y en pasajes diversos que Jesucristo instituyó la Iglesia, que puso a Pedro como cabeza, y que le dio las llaves del Reino de los cielos. Y consta también que confió a los apóstoles una misión de enseñanza y tutela de la doctrina: id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (...) enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Al tiempo que les aseguraba que no les dejaría solos: he aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, sino que garantizaría el acierto de sus enseñanzas: todo lo que atares en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desatares quedará desatado en los cielos. Y les dio también poder para perdonar los pecados: a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. Etcétera.

    Los textos son abundantes (se pueden ver, por ejemplo, en Mt 16, 16-19, Mt 28, 19-20, Jn 20, 22-23) y su autenticidad está notablemente contrastada. Es difícil aceptar el Evangelio como de Dios y negar que Jesucristo instituyó la Iglesia, le dio poder para enseñar con autoridad su doctrina, aseguró que estaría siempre a su lado y que todo lo que atara en la tierra quedaría atado en el Cielo. Lo menos que puede deducirse de tales frases es que preservaría a su Iglesia del error en las cuestiones en que, comprometiendo su autoridad, se pronunciara de forma solemne.

    —Otros dicen que no hay que tomarse el Evangelio en sentido tan literal. Que se trata simplemente de entender su mensaje de amor y de paz...

    Pero el Evangelio no es un simple libro moralizante de gran interés, ni una especie de iniciación a la vida dichosa dotada de cierta genialidad.

    Cada cual es libre de pensar lo que quiera, pero me parece una lástima reducir la figura de Jesucristo a un simple pensador antiguo con una filosofía más o menos atractiva y que lanzó unos mensajes muy sugerentes. Además, entonces, vivir conforme a ese libro no sería una religión, sino simplemente tener cierta predilección por un pensador de la antigüedad.

    Si se cree que Dios existe, ha de haber una religión, pues es lo propio de la relación natural que se establece entre cualquier ser y quien lo ha creado. Lo natural es que un hijo trate a sus padres, por la sencilla razón, que no es pequeña, de que le han traído al mundo, debe pensarse igualmente que lo natural en el hombre es mantener una relación con su creador, y puede decirse que eso es la religión.

 

¿No es demasiado intransigente?

    —El dogma excluye el debate, y la falta de debate excluye el pluralismo de opiniones, que es indispensable para el sano crecimiento de cualquier pensamiento religioso. La Iglesia debería ser menos intransigente y mucho más liberal, sobre todo porque necesita adaptarse a la evidente diversidad que hay en el mundo.

    Dentro de la teología católica hay, además del dogma, una multitud de otros puntos sujetos a debate, con una pluralidad de opiniones enormemente rica y diversa. Cualquiera que lo aborde con un poco de perspectiva podrá darse cuenta de que siempre ha habido –y continúa habiendo– una gran variedad en las cuestiones que requieren una adaptación a lo cambiante de los tiempos o lugares, y que son cuestiones sometidas habitualmente a un amplio debate, tanto interno como externo, que la Iglesia no rehuye.

    La Iglesia presenta tan sólo un pequeño conjunto de verdades de fe. Y habría que añadir que –como apunta André Frossard– difícilmente puede imaginarse una iglesia sin artículos de fe.

    En todo caso, conviene resaltar que los dogmas no imponen a la inteligencia unos límites que le estaría prohibido franquear, sino que, más bien, esos dogmas empujan a la inteligencia más allá de las fronteras de lo visible. No son muros, sino ventanas para nuestra limitación intelectual. Son ayudas de Dios para poder llegar a verdades a las que nuestra inteligencia, por su limitación (qué le vamos a hacer), no siempre tendría fácil acceso.

    El católico –explica Christopher Derrick– tiene en los dogmas que propone la Iglesia una piedra de toque. Gracias a ella, puede comparar cualquier afirmación teológica con lo que ha venido diciendo sobre ese punto el Magisterio de la Iglesia durante dos mil años; y si hay un choque violento, su fe le dice que esa teoría con el tiempo se convertirá en uno de los numerosos caminos cegados o calles sin salida que siembran la historia del pensamiento.

    —Pero eso muchos lo consideran fundamentalismo.

    Primero tendríamos que acordar qué entendemos por fundamentalismo, porque es un término que muchos usan como un eslogan –a veces, casi más como un insulto– para descalificar, sin debate alguno, todo lo que suponga referirse a verdades objetivas o a un núcleo de pensamiento claro y específico.

    Por ejemplo, llamar fundamentalista a todo aquel que no comulgue con el relativismo, sería una manipulación lingüística y dialéctica que no puede aceptarse. Entre otras cosas, porque si no hubiera una verdad que buscar, poco sentido tendría discutir nada.

    La postura de la Iglesia católica respecto a los dogmas es extremadamente coherente:

  • las verdades de fe nos adentran en un orden de realidades al que nunca habríamos llegado con nuestras solas fuerzas intelectuales;

  • esas verdades de fe en absoluto quedan cerradas al pensamiento ni a la racionalidad, ni pretenden agotar las posibilidades de conocimiento que tiene el hombre;

  • la Iglesia se limita a custodiar esas verdades, porque asegura que las ha revelado el mismo Dios;

  • el hombre es libre de prestar o no su asentimiento a esos dogmas, pero debe hacerlo si quiere llamarse católico legítimamente.

    A eso se reduce la intransigencia y el fundamentalismo que algunos achacan a la Iglesia católica. Una caritativa intransigencia que no es otra cosa que una serena y prudente defensa del depósito de la fe, bien alejada de cualquier intemperancia o fanatismo. Lo único que reclama la Iglesia es la libertad de expresar pública y libremente a los hombres la luz que su mensaje arroja sobre la realidad y sobre la vida.

 

¿No es demasiado dogmática?

    —Pero proponer dogmas..., ¿no supone caer irremisiblemente en actitudes dogmáticas?

    Hay una gran diferencia entre ser un dogmático y creer firmemente en algo.

Las actitudes dogmáticas
nacen de imponer dogmas,
no de proponerlos.

 

La Iglesia se dirige al hombre
en el más pleno respeto de su libertad.
La iglesia propone, no impone nada.

    Creer en algo es una consecuencia feliz de la natural búsqueda de la verdad en la que todo hombre debía estar empeñado. Por el contrario, ser dogmático (una caricatura del respeto a los dogmas) es lo que ha llevado a algunos hombres a caer en diversos fanatismos a lo largo de la historia, en los que con gran frecuencia se ha utilizado la fe como pretexto, cuando en realidad los móviles de fondo eran muy distintos.

    Pero sería completamente injusto incriminar a los dogmas la responsabilidad de acciones o actitudes de las que los únicos culpables son unos hombres que los manipularon.

    —Pero debes reconocer que hay cierto descontento en algunos ambientes con respecto a esta posición de la Iglesia, que consideran demasiado firme, incluso un poco radical.

    Hay cierto descontento sobre todo entre los que no entienden que Iglesia ha de seguir un derecho y mantener un mínimo de disciplina. Pero una fe que se construyera en base a las aportaciones de sus miembros, acabaría haciendo de la Iglesia un simple lugar de coincidencia de algunas preferencias particulares, una mera asociación privada.

    Es cierto que en la Iglesia hay una unidad clara y firme. Pero se trata de una unidad que no excluye el debido pluralismo. No nos hace caminar marcando el paso.

    La iglesia siempre ha tenido presente la diversidad propia de la cultura humana, que es plenamente compatible con la igualdad radical de todos los hombres y con la unidad de una fe que es capaz de expresarse a través de muchas lenguas, pueblos y naciones, y que es enriquecida por las legítimas tradiciones de tantos lugares.

    Por poner un ejemplo, el prólogo del Catecismo de la Iglesia católica advierte de la necesidad de adaptar su doctrina, en cada lugar, a diversas exigencias ineludibles, entre las que incluye aquellas que dimanan de las diferentes culturas. Y aunque la adaptación a las culturas exige a veces rupturas con hábitos o enfoques incompatibles con la fe católica –puesto que la Iglesia está en la historia pero al mismo tiempo la trasciende–, subraya siempre los valores positivos de toda construcción cultural.

    —La Iglesia dice que no puede haber una adhesión cristiana si no se trata de una adhesión libre, pero luego hace proselitismo. Y eso algunos lo entienden como una violencia, puesto que es querer llevar una doctrina a quien no ha pedido nada.

    Si fuera válida esa argumentación, habría que prohibir también la publicidad, por ejemplo. Y llevada a su extremo, acabaría con buena parte de la libertad de expresión.

    El apostolado cristiano es dar testimonio de lo que uno considera que es la verdad, sin jamás violentar a nadie. No es, de ninguna manera, una persuasión ni una imposición solapada. La Iglesia respeta las personas y las culturas, y, en frase de Juan Pablo II, se detiene ante el sagrario de la conciencia:

la verdad cristiana no debe imponerse
más que por la fuerza de la misma verdad.

Gentileza de http://interrogantes.net para la
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