Más objeciones a la Iglesia Católica


¿No es intolerante con opiniones socialmente aceptadas?

    —¿Y no es intolerancia por parte de la Iglesia condenar acciones o actitudes que en algunos casos están socialmente aceptadas, sin atender a las opiniones de quienes las defienden?

    Afortunadamente, ser tolerante no es compartir en todo la opinión de los demás (eso sería la forma más segura de volverse loco en poco tiempo). Ser tolerante tampoco es dejar de mantener las propias convicciones porque estén poco de moda (hacerlo sería también una forma excelente de acabar sin ninguna idea propia dentro de la cabeza), sino reconocer y respetar su derecho a pensar de otro modo. Y la Iglesia lo hace.

    Por otra parte, la tolerancia y el respeto al legítimo pluralismo, nada tienen que ver con una especie de relativismo que sostuviera que no existe nada que se considere intrínsecamente bueno y universalmente vinculante.

Si no hubiera cosas que están claramente mal
y que no deben tolerarse,
nadie podría, por ejemplo,
recriminar legítimamente a Hitler por el genocidio judío.

    Pues ese espantoso crimen fue perpetrado dentro de los amplios márgenes de la "justicia" y la "ley" nazis, establecidas a partir de unas elecciones democráticas que se realizaron de forma correcta.

    Si no hay una referencia a una verdad objetiva, los criterios morales carecen de base sólida, y tarde o temprano se produce una gran confusión acerca de lo que está bien y lo que está mal. Y es precisamente entonces cuando la sociedad queda a merced de quienes tienen el poder de crear opinión.

    Por otra parte, y como ha señalado Giacomo Biffi, a quienes piensan que la Iglesia es poco tolerante habría quizá que recordarles que la realidad histórica de la intolerancia, manifestada trágicamente como la matanza en masa de inocentes, entra en el acontecer humano precisamente con el triunfo político de la razón separada de la fe, con el triunfo del librepensamiento.

    El principio de que es lícito suprimir colectivos enteros de personas por el solo hecho de ser consideradas un obstáculo para la imposición de determinada ideología –continúa Biffi–, fue aplicado por primera vez en la historia en 1793, con la incansable actividad de la guillotina y con el genocidio de La Vendée.

    Y los frutos más amargos de esa semilla se han producido en el siglo XX, el siglo más sangriento que se conoce, con la masacre de los campesinos rusos por parte de los bolcheviques, con el genocidio hebreo por los nazis, con las matanzas de camboyanos llevadas a cabo por los comunistas, etcétera.

—Bien, pero el hecho de que haya habido gente tan terriblemente intolerante, no quiere decir nada...

    Si la intolerancia arrecia en la evolución de la historia precisamente cuando menos influencia tiene la Iglesia sobre la sociedad, cabe pensar que la Iglesia no sea tan intolerante como dices. Algo tendrá que ver, probablemente, una cosa con la otra.

    —Admito que las sociedades con fundamentos cristianos sean efectivamente más tolerantes que las ateas, pero de la tolerancia personal de los cristianos no estoy tan seguro...

    No me será fácil demostrar lo contrario, porque de la virtud de cada cristiano yo no puedo responder. Pero pienso que las personas con convicciones religiosas arraigadas caen más difícilmente en actitudes intolerantes.

    Por aportar un dato significativo –aunque es sólo un ejemplo–, un amplísimo sondeo Gallup realizado recientemente en USA para la revista First Things, en el que se establecieron doce grados para medir la religiosidad, señalaba que el segmento de población considerado más religioso (el llamado highly spiritually committed, que alcanzaba al 13% de la población) corresponde a "las personas más tolerantes, más inclinadas a realizar actos caritativos, más preocupadas por la mejora de la sociedad, y más felices".

    Y en cualquier caso, no se puede culpar a la Iglesia de todo lo que hace algún que otro católico más o menos intolerante. Te vuelvo a decir que son cosas de la vida, no de la Iglesia.

 

¿Por qué no pueden casarse los curas?

    —No entiendo por qué la Iglesia católica no permite que puedan casarse los curas, o bien ordenarse personas casadas. Sobre todo, pensando en la preocupante escasez de sacerdotes.

    La Iglesia católica de Occidente ha hecho la elección de escoger a sus sacerdotes entre hombres que han recibido el carisma del celibato. Esto –afirma Jean-Marie Lustiger– es algo más que una disciplina canónica: es una opción inspirada por el mismo Jesucristo. Pero es cierto que la Iglesia católica mantiene y recuerda también la posibilidad y su derecho de ordenar a hombres casados. Ésa es la tradición, por ejemplo, de las iglesias católicas de rito oriental unidas a Roma.

    Respecto a lo que dices sobre la acuciante falta de sacerdotes, la cuestión del matrimonio no se ha demostrado determinante ni decisiva respecto a las nuevas vocaciones. Y es algo que puede verificarse fácilmente: basta con fijarse en las iglesias orientales (en las que se ordenan también sacerdotes casados), o en el anglicanismo y el luteranismo (donde también lo hacen y, además, están bastante mejor retribuidos), y viendo los datos numéricos de vocaciones sacerdotales se comprueba fácilmente que en ninguno de los casos hay una correlación entre vocaciones y matrimonio. De hecho, la disminución de vocaciones de pastores luteranos y anglicanos es superior a la de sacerdotes católicos en esos mismos países en la misma época.

    Por el contrario, surgen de manera insistente y significativa vocaciones de sacerdotes solteros en iglesias que admiten la ordenación de casados. Es un dato poco conocido, pero que confirma una tendencia que avanza desde hace aproximadamente un siglo en el anglicanismo, las iglesias orientales, el luteranismo alemán y en algunos protestantes franceses.

 

¿Por qué impone sanciones a teólogos?

    —Si la Iglesia dice que verdad cristiana no debe imponerse más que por la fuerza de la misma verdad, ¿cómo se explica que la Iglesia siga imponiendo sanciones a teólogos que mantienen posiciones demasiado "renovadoras"?

    La Iglesia católica no obliga a ninguna persona a creer en nada. Lo que pasa es que a veces algunos se han empeñado en presentar como mártires, y como objeto de clamorosas injusticias, a algunos sacerdotes y teólogos que pretenden seguir diciendo, desde puestos oficiales de instituciones eclesiásticas, cosas que no son de ninguna manera conciliables con la teología católica.

    Cualquier persona, sea o no creyente, entiende que la Iglesia –como cualquier otra institución que no quiera acabar en la más lamentable de las confusiones– debe asegurar que las personas que la representan son personas que expresan con fidelidad su doctrina. Y aunque esa doctrina es compatible con la evidente multiplicidad del pensamiento cristiano, hay cosas que no son pluralidad sino contradicción.

    Dentro de la misión de la Iglesia está verificar si una línea de pensamiento o de expresión de la fe pertenece o no a la verdad católica. Y mantener esas garantías exige un Derecho –el Derecho Canónico–, y exige una autoridad que juzgue conforme a ese Derecho y luego se ocupe de aplicar sus decisiones.

    Y hay que decir, además, que sus procedimientos judiciales son mucho más respetuosos y contemporizadores que los que se emplean en el mundo judicial civil. No hay más que leer el Código de Derecho Canónico para ver que la Iglesia no es una institución sometida a lo arbitrario: se respeta enormemente el derecho de las personas, y eso aun a costa de incurrir a veces en cierta lentitud.

¿Por qué no modera un poco sus exigencias?

    —¿Y no crees que si la Iglesia moderara sus exigencias, habría más creyentes?

    Francamente, creo que no. Hay personas que aseguran que tendrían fe si vieran resucitar a los muertos, o si la Iglesia rebajara sus exigencias en materia sexual, o si las mujeres pudieran llegar al sacerdocio, o simplemente si su párroco fuera un poco menos antipático. Pero es muy probable que, si se cumplieran esas condiciones, su increencia encontrara enseguida otras. Porque, como dice Robert Spaemann, la persona que no cree es incapaz de saber bajo qué condiciones estaría dispuesta a creer.

    Hay personas que no creen porque, simplemente, no tienen fe, y ya está. Sin embargo, las que dicen no creer por el exceso de exigencia de la Iglesia en algunas cuestiones morales, probablemente tampoco creerían aunque un muerto resucitara ante sus mismas narices. Enseguida encontrarían alguna ingeniosa explicación que les dejara seguir viviendo como antes.

    —Pero, aunque no fuera para "captar" creyentes, la Iglesia podría moderar sus exigencias en beneficio de los que sí creen. Me parece que fue el mismo Santo Tomás quien dijo que en el punto medio está la virtud...

    Lo dijo, efectivamente. Pero se refería al punto medio entre dos extremos erróneos, y no a hacer la media aritmética entre la verdad y la mentira, o entre lo bueno y lo malo.

    Porque, de lo contrario, incurriríamos en aquello que no hace mucho decía un parlamentario de nuestro país: cuando alguien dice que dos más dos son cuatro, y algún cretino –con perdón, no lo digo por ti– le responde que dos más dos son seis, siempre surge un tercero que, en pro del necesario diálogo y respeto a las opiniones ajenas (en suma, de la moderación y del entendimiento), acaba concluyendo que dos más dos son cinco. Y lo peor es que encima puede ser considerado como un hombre conciliador y tolerante.

    La Iglesia –igual que hace cualquier persona sensata– defiende lo que considera la verdad, y no quiere aguar esa verdad. Y nadie debería llamar intolerancia a lo que sólo es defender con fortaleza las propias convicciones. Si alguien se quejara de eso, demostraría tener un intolerante concepto de la tolerancia.

    —¿Pero no te parece que la Iglesia debería ser algo más comprensiva con la debilidad de los hombres?

    Un médico no es acusado de falta de comprensión cuando diagnostica un cáncer y dice que hay que operar. De modo semejante, a los médicos del espíritu no se les debía tachar de poco comprensivos y o faltos de compasión cuando diagnostican una falta o pecado y sugieren que habría que arrepentirse y cambiar.

    Igual que el médico se compadece ante el enfermo de cáncer mostrándose inflexible contra el tumor cancerígeno, la Iglesia se compadece ante la debilidad humana del pecador mostrándose inflexible contra el pecado. Es un deber que a veces es duro de oír, e incluso de decir, pero sin duda un deber insoslayable.

 

¿No es demasiado inmovilista?

    —Aunque la Iglesia haya procurado adaptarse a las diferentes culturas y lugares, creo que, en general, le ha faltado agilidad para ponerse al día. Ha estado poco atenta a los cambios de los tiempos y adelantarse a ofrecer lo que en cada momento la gente pide. Quizá es una de las razones por las que ha perdido gente. Yo les recomendaría, como única salida para su supervivencia, que adaptaran sus posturas al mundo moderno, y quizá que les vendría bien un poco más de mentalidad empresarial, o mejorar su marketing: hoy día es imprescindible conocer bien los mercados y las leyes que los rigen.

    Sin embargo, la fe no puede entenderse como una simple estrategia de supervivencia en los mercados comerciales. Porque la Iglesia no es una empresa, ni un movimiento asociativo, ni un partido político, ni un sindicato.

Las verdades de fe
o las exigencias de la moral
no pueden tratarse
como si lo de menos fuera la verdad
y lo importante fuera ser eficaz, o ser moderno.

    La Iglesia ha de adaptarse a los tiempos, es verdad, y necesita de una continua renovación. Pero ha de mantener su identidad, sin ceder en lo fundamental de su mensaje.

    Su objetivo no es alinearse donde más gente haya, ni estar de acuerdo con la tendencia general de la época, ni satisfacer las demandas del mercado. Como decía Thoureau

Para la Iglesia,
lo más importante no sería lo nuevo,
sino lo que jamás fue ni será viejo.

    Y para hablar de progresismo, conviene preguntarse primero hacia dónde se quiere progresar. Porque, de lo contrario, sería usar una palabra –ser progresista–, quizá para algunos –cada vez para menos– muy sugerente, pero que, así, sola, no dice nada concreto.

    Siempre me ha parecido que el progreso es algo bueno, porque suele ser obra de los insatisfechos, de los que no se conforman, de los que buscan rutas arriesgadas en la vida.

    Pero sería una tomadura de pelo recurrir a la vieja estrategia de autodenominarse progresista, para así tachar a los demás de inmovilistas, y descalificar, sin debate alguno, a todo aquel que piense de distinta manera. Se trata de un recurso pobre y sectario que suele reducirse, salvo honrosas excepciones, a repetir que todos aquellos que piensen de otra forma son integristas, tradicionalistas, retrógrados, o cosas parecidas, todas ellas dichas habitualmente en tono despectivo o, a lo más, compasivamente indulgente.

    Y a veces son precisamente esos que tanto reprochan a la Iglesia su pasado y sus posicionamientos históricos, los que luego, contradictoriamente, piden que sea comprensiva con las nuevas realidades y adapte su mensaje –cediendo en cosas que la Iglesia considera esenciales– a las corrientes de moda del momento.

    Sin embargo, la Iglesia está obligada a decir siempre lo mismo sobre lo mismo. Eso sí, con gracia nueva cada día. Pero sin dejarse arrastrar por las modas del momento. Por eso la Iglesia tiene una lógica interna aplastante cuando dice: a mí no me pidan que cambie la norma, adapte usted su comportamiento a la norma si quiere vivir realmente la fe católica.

    Lo esencial de la fe –señala Manuel Hidalgo– es como lo esencial de la medicina. Mire, doctor, es que hoy día la gente bebe mucho, ¿podría usted autorizarme una botella de whisky al día? Pues mire usted, es que el whisky acabará por destrozarle a usted el hígado. Además, si usted no bebe, los que le vean tendrán una razón menos para destrozarse su propio hígado. Es que a mí me gusta beber. Ah, pues entonces haga usted lo que quiera y no me pregunte. Duro ¿no? Por eso muchos pasan de los médicos.

    Y más cuando de lo que se trata es del sexo, que a muchos les gusta más que el whisky. Oiga, que el ejemplo no me vale, porque el sexo es de lo más natural. Sí, y los huevos de gallina también son naturales y dan colesterol... ¡Qué le vamos a hacer!

    Esa honestidad de la Iglesia católica, que sostiene con ejemplar fortaleza sus principios morales pese a que no sean nada complacientes con la debilidad humana, es como la de los buenos médicos, que te dicen lo que tienen que decirte, te guste o no. Porque para ir de médico en médico hasta encontrar uno que te deje hacer lo que te dé la gana, es mejor no ir al médico. Y si una iglesia –con minúscula– fuera complaciente y te diera siempre la razón, no sería la Iglesia.

 

¿Por qué creer en los "curas"?

    —Hay muchos que dicen que ellos sí creen en Dios, pero no en los curas, y que, por tanto, no tienen por qué hacer caso a lo que diga la Iglesia.

   En lo de creer en Dios y no en los curas, estoy totalmente de acuerdo. Precisamente porque la fe tiene por objeto a Dios, y no a los curas, hay que distinguir bien entre la santidad de la Iglesia y los errores de las personas que la componen.

    La Iglesia no tiene su centro en la santidad de esas personas que han podido dar mal ejemplo (ni en las que lo han dado bueno), sino en Jesucristo. Y por eso no es muy consecuente afirmar que no se cree en la Iglesia porque su párroco no es ejemplar, o porque un personaje eclesiástico del siglo XV hizo no sé qué barbaridad.

    A todos nos repugna la falta de coherencia de quien no da buen ejemplo, es verdad. Y fue el mismo Dios quien dijo primero –puede leerse en el Nuevo Testamento– que a ésos los vomitaría de su boca. Pero el hecho de que un cura –o muchos curas, o quien sea– actúe o haya actuado mal en determinado momento, no debería hacernos perder la fe.

    El hecho de que haya habido cristianos –laicos, sacerdotes u obispos, me es igual– que se hayan equivocado, o hayan hecho las cosas mal –e incluso muy mal–, es algo que como católico –y como persona– me resulta doloroso, pero no me hace en absoluto perder la fe, ni pensar que esa fe ya no es la verdadera. Entre otras cosas, porque si tuviera que perder mi fe en algo cada vez que viera que actúa mal una persona que cree en ese mismo algo, lo más probable, está claro, es que ya no tuviera fe en nada.

    Y si alguno recurre a esas actuaciones desafortunadas de algunos eclesiásticos para justificar lo que no es más que una actitud de comodidad, o para obviar unas claudicaciones morales personales que no está dispuestos a corregir, sería una verdadera lástima: escudarse en los curas para negarse a vivir conforme a una moral que a uno le cuesta aceptar, sería –además de clerical– bastante lamentable.

    Personalmente puedo decir, como tantísimas otras personas a las que he tratado, que a lo largo de mi vida he conocido a sacerdotes excepcionales. Sé que no todo el mundo ha sido tan afortunado. Mi consejo es que, si has tenido algún problema con alguno, que fuera de carácter difícil, o que quizá tuviera un mal día y no te tratara bien, o no llegara a comprenderte, o no te diera buen ejemplo, o lo que sea..., mi consejo es que no abandones a Dios por una mala experiencia con uno de sus representantes. Nadie es perfecto –tampoco nosotros–, y

hemos de aprender a perdonar...
y a no echar a Dios las culpas
de la actuación libre de nadie.

Gentileza de http://interrogantes.net para la
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