Pues ese espantoso crimen fue perpetrado dentro de los amplios márgenes
de la "justicia" y la "ley" nazis, establecidas a
partir de unas elecciones democráticas que se realizaron de forma
correcta.
Si no hay una referencia a una verdad objetiva, los criterios morales
carecen de base sólida, y tarde o temprano se produce una gran confusión
acerca de lo que está bien y lo que está mal. Y es precisamente
entonces cuando la sociedad queda a merced de quienes tienen el poder de
crear opinión.
Por otra parte, y como ha señalado Giacomo Biffi, a quienes piensan que
la Iglesia es poco tolerante habría quizá que recordarles que la
realidad histórica de la intolerancia, manifestada trágicamente como
la matanza en masa de inocentes, entra en el acontecer humano
precisamente con el triunfo político de la razón separada de la fe,
con el triunfo del librepensamiento.
El principio de que es lícito suprimir colectivos enteros de personas
por el solo hecho de ser consideradas un obstáculo para la imposición
de determinada ideología –continúa Biffi–, fue aplicado por
primera vez en la historia en 1793, con la incansable actividad de la
guillotina y con el genocidio de La Vendée.
Y los frutos más amargos de esa semilla se han producido en el siglo
XX, el siglo más sangriento que se conoce, con la masacre de los
campesinos rusos por parte de los bolcheviques, con el genocidio hebreo
por los nazis, con las matanzas de camboyanos llevadas a cabo por los
comunistas, etcétera.
—Bien,
pero el hecho de que haya habido gente tan terriblemente intolerante,
no quiere decir nada...
Si la intolerancia arrecia en la evolución de la historia precisamente
cuando menos influencia tiene la Iglesia sobre la sociedad, cabe pensar
que la Iglesia no sea tan intolerante como dices. Algo tendrá que ver,
probablemente, una cosa con la otra.
—Admito que las sociedades con fundamentos cristianos sean
efectivamente más tolerantes que las ateas, pero de la tolerancia
personal de los cristianos no estoy tan seguro...
No me será fácil demostrar lo contrario, porque de la virtud de cada
cristiano yo no puedo responder. Pero pienso que las personas con
convicciones religiosas arraigadas caen más difícilmente en actitudes
intolerantes.
Por aportar un dato significativo –aunque es sólo un ejemplo–, un
amplísimo sondeo Gallup realizado recientemente en USA para la
revista First Things, en el que se establecieron doce grados para
medir la religiosidad, señalaba que el segmento de población
considerado más religioso (el llamado highly spiritually committed,
que alcanzaba al 13% de la población) corresponde a "las personas
más tolerantes, más inclinadas a realizar actos caritativos, más
preocupadas por la mejora de la sociedad, y más felices".
Y en cualquier caso, no se puede culpar a la Iglesia de todo lo que hace
algún que otro católico más o menos intolerante. Te vuelvo a decir
que son cosas de la vida, no de la Iglesia.
¿Por
qué no pueden casarse los curas?
—No entiendo por qué la Iglesia católica no permite que puedan
casarse los curas, o bien ordenarse personas casadas. Sobre todo,
pensando en la preocupante escasez de sacerdotes.
La Iglesia católica de Occidente ha hecho la elección de escoger a sus
sacerdotes entre hombres que han recibido el carisma del celibato. Esto
–afirma Jean-Marie Lustiger– es algo más que una disciplina canónica:
es una opción inspirada por el mismo Jesucristo. Pero es cierto que la
Iglesia católica mantiene y recuerda también la posibilidad y su
derecho de ordenar a hombres casados. Ésa es la tradición, por
ejemplo, de las iglesias católicas de rito oriental unidas a Roma.
Respecto a lo que dices sobre la acuciante falta de sacerdotes, la
cuestión del matrimonio no se ha demostrado determinante ni decisiva
respecto a las nuevas vocaciones. Y es algo que puede verificarse fácilmente:
basta con fijarse en las iglesias orientales (en las que se ordenan
también sacerdotes casados), o en el anglicanismo y el luteranismo
(donde también lo hacen y, además, están bastante mejor retribuidos),
y viendo los datos numéricos de vocaciones sacerdotales se comprueba fácilmente
que en ninguno de los casos hay una correlación entre vocaciones y
matrimonio. De hecho, la disminución de vocaciones de pastores
luteranos y anglicanos es superior a la de sacerdotes católicos en esos
mismos países en la misma época.
Por el contrario, surgen de manera insistente y significativa vocaciones
de sacerdotes solteros en iglesias que admiten la ordenación de
casados. Es un dato poco conocido, pero que confirma una tendencia que
avanza desde hace aproximadamente un siglo en el anglicanismo, las
iglesias orientales, el luteranismo alemán y en algunos protestantes
franceses.
¿Por
qué impone sanciones a teólogos?
—Si la Iglesia dice que verdad cristiana no debe imponerse más
que por la fuerza de la misma verdad, ¿cómo se explica que la
Iglesia siga imponiendo sanciones a teólogos que mantienen
posiciones demasiado "renovadoras"?
La Iglesia católica no obliga a ninguna persona a creer en nada. Lo que
pasa es que a veces algunos se han empeñado en presentar como mártires,
y como objeto de clamorosas injusticias, a algunos sacerdotes y teólogos
que pretenden seguir diciendo, desde puestos oficiales de
instituciones eclesiásticas, cosas que no son de ninguna manera
conciliables con la teología católica.
Cualquier persona, sea o no creyente, entiende que la Iglesia –como
cualquier otra institución que no quiera acabar en la más lamentable
de las confusiones– debe asegurar que las personas que la representan
son personas que expresan con fidelidad su doctrina. Y aunque esa
doctrina es compatible con la evidente multiplicidad del pensamiento
cristiano, hay cosas que no son pluralidad sino contradicción.
Dentro de la misión de la Iglesia está verificar si una línea de
pensamiento o de expresión de la fe pertenece o no a la verdad católica.
Y mantener esas garantías exige un Derecho –el Derecho Canónico–,
y exige una autoridad que juzgue conforme a ese Derecho y luego se ocupe
de aplicar sus decisiones.
Y hay que decir, además, que sus procedimientos judiciales son mucho más
respetuosos y contemporizadores que los que se emplean en el mundo
judicial civil. No hay más que leer el Código de Derecho Canónico
para ver que la Iglesia no es una institución sometida a lo arbitrario:
se respeta enormemente el derecho de las personas, y eso aun a costa de
incurrir a veces en cierta lentitud.
¿Por
qué no modera un poco sus exigencias?
—¿Y no crees que si la Iglesia moderara sus exigencias, habría más
creyentes?
Francamente, creo que no. Hay personas que aseguran que tendrían fe si
vieran resucitar a los muertos, o si la Iglesia rebajara sus exigencias
en materia sexual, o si las mujeres pudieran llegar al sacerdocio, o
simplemente si su párroco fuera un poco menos antipático. Pero es muy
probable que, si se cumplieran esas condiciones, su increencia
encontrara enseguida otras. Porque, como dice Robert Spaemann, la
persona que no cree es incapaz de saber bajo qué condiciones estaría
dispuesta a creer.
Hay personas que no creen porque, simplemente, no tienen fe, y ya está.
Sin embargo, las que dicen no creer por el exceso de exigencia de la
Iglesia en algunas cuestiones morales, probablemente tampoco creerían
aunque un muerto resucitara ante sus mismas narices. Enseguida encontrarían
alguna ingeniosa explicación que les dejara seguir viviendo como antes.
—Pero, aunque no fuera para "captar" creyentes, la Iglesia
podría moderar sus exigencias en beneficio de los que sí creen. Me
parece que fue el mismo Santo Tomás quien dijo que en el punto medio
está la virtud...
Lo dijo, efectivamente. Pero se refería al punto medio entre dos
extremos erróneos, y no a hacer la media aritmética entre la verdad y
la mentira, o entre lo bueno y lo malo.
Porque, de lo contrario, incurriríamos en aquello que no hace mucho decía
un parlamentario de nuestro país: cuando alguien dice que dos más
dos son cuatro, y algún cretino –con perdón, no lo digo por
ti– le responde que dos más dos son seis, siempre surge un tercero
que, en pro del necesario diálogo y respeto a las opiniones ajenas (en
suma, de la moderación y del entendimiento), acaba concluyendo que dos
más dos son cinco. Y lo peor es que encima puede ser considerado
como un hombre conciliador y tolerante.
La Iglesia –igual que hace cualquier persona sensata– defiende lo
que considera la verdad, y no quiere aguar esa verdad. Y nadie debería
llamar intolerancia a lo que sólo es defender con fortaleza las propias
convicciones. Si alguien se quejara de eso, demostraría tener un
intolerante concepto de la tolerancia.
—¿Pero no te parece que la Iglesia debería ser algo más
comprensiva con la debilidad de los hombres?
Un médico no es acusado de falta de comprensión cuando diagnostica un
cáncer y dice que hay que operar. De modo semejante, a los médicos
del espíritu no se les debía tachar de poco comprensivos y o
faltos de compasión cuando diagnostican una falta o pecado y sugieren
que habría que arrepentirse y cambiar.
Igual que el médico se compadece ante el enfermo de cáncer mostrándose
inflexible contra el tumor cancerígeno, la Iglesia se compadece ante la
debilidad humana del pecador mostrándose inflexible contra el pecado.
Es un deber que a veces es duro de oír, e incluso de decir, pero sin
duda un deber insoslayable.
¿No
es demasiado inmovilista?
—Aunque la Iglesia haya procurado adaptarse a las diferentes
culturas y lugares, creo que, en general, le ha faltado agilidad para ponerse
al día. Ha estado poco atenta a los cambios de los tiempos y
adelantarse a ofrecer lo que en cada momento la gente pide. Quizá es
una de las razones por las que ha perdido gente. Yo les recomendaría,
como única salida para su supervivencia, que adaptaran sus posturas
al mundo moderno, y quizá que les vendría bien un poco más de
mentalidad empresarial, o mejorar su marketing: hoy día es
imprescindible conocer bien los mercados y las leyes que los
rigen.
Sin embargo, la fe no puede entenderse como una simple estrategia de
supervivencia en los mercados comerciales. Porque la Iglesia no es una
empresa, ni un movimiento asociativo, ni un partido político, ni un
sindicato.
La Iglesia ha de adaptarse a los tiempos, es verdad, y necesita de una
continua renovación. Pero ha de mantener su identidad, sin ceder en lo
fundamental de su mensaje.
Su objetivo no es alinearse donde más gente haya, ni estar de acuerdo
con la tendencia general de la época, ni satisfacer las demandas del
mercado. Como decía Thoureau
- Para
la Iglesia,
- lo
más importante no sería lo nuevo,
- sino
lo que jamás fue ni será viejo.
Y para hablar de progresismo, conviene preguntarse primero hacia dónde
se quiere progresar. Porque, de lo contrario, sería usar una palabra
–ser progresista–, quizá para algunos –cada vez para
menos– muy sugerente, pero que, así, sola, no dice nada concreto.
Siempre me ha parecido que el progreso es algo bueno, porque suele ser
obra de los insatisfechos, de los que no se conforman, de los que buscan
rutas arriesgadas en la vida.
Pero sería una tomadura de pelo recurrir a la vieja estrategia de
autodenominarse progresista, para así tachar a los demás de inmovilistas,
y descalificar, sin debate alguno, a todo aquel que piense de
distinta manera. Se trata de un recurso pobre y sectario que suele
reducirse, salvo honrosas excepciones, a repetir que todos aquellos que
piensen de otra forma son integristas, tradicionalistas, retrógrados, o
cosas parecidas, todas ellas dichas habitualmente en tono despectivo o,
a lo más, compasivamente indulgente.
Y a veces son precisamente esos que tanto reprochan a la Iglesia su
pasado y sus posicionamientos históricos, los que luego,
contradictoriamente, piden que sea comprensiva con las nuevas realidades
y adapte su mensaje –cediendo en cosas que la Iglesia considera
esenciales– a las corrientes de moda del momento.
Sin embargo, la Iglesia está obligada a decir siempre lo mismo sobre lo
mismo. Eso sí, con gracia nueva cada día. Pero sin dejarse arrastrar
por las modas del momento. Por eso la Iglesia tiene una lógica interna
aplastante cuando dice: a mí no me pidan que cambie la norma, adapte
usted su comportamiento a la norma si quiere vivir realmente la fe católica.
Lo esencial de la fe –señala Manuel Hidalgo– es como lo esencial de
la medicina. Mire, doctor, es que hoy día la gente bebe mucho, ¿podría
usted autorizarme una botella de whisky al día? Pues mire usted, es que
el whisky acabará por destrozarle a usted el hígado. Además, si usted
no bebe, los que le vean tendrán una razón menos para destrozarse su
propio hígado. Es que a mí me gusta beber. Ah, pues entonces haga
usted lo que quiera y no me pregunte. Duro ¿no? Por eso muchos pasan de
los médicos.
Y más cuando de lo que se trata es del sexo, que a muchos les gusta más
que el whisky. Oiga, que el ejemplo no me vale, porque el sexo es de lo
más natural. Sí, y los huevos de gallina también son naturales y dan
colesterol... ¡Qué le vamos a hacer!
Esa honestidad de la Iglesia católica, que sostiene con ejemplar
fortaleza sus principios morales pese a que no sean nada complacientes
con la debilidad humana, es como la de los buenos médicos, que te dicen
lo que tienen que decirte, te guste o no. Porque para ir de médico en médico
hasta encontrar uno que te deje hacer lo que te dé la gana, es mejor no
ir al médico. Y si una iglesia –con minúscula– fuera
complaciente y te diera siempre la razón, no sería la Iglesia.
¿Por
qué creer en los "curas"?
—Hay muchos que dicen que ellos sí creen en Dios, pero no en los
curas, y que, por tanto, no tienen por qué hacer caso a lo que diga
la Iglesia.
En lo de creer en Dios y no en los curas, estoy totalmente de acuerdo.
Precisamente porque la fe tiene por objeto a Dios, y no a los curas, hay
que distinguir bien entre la santidad de la Iglesia y los errores de las
personas que la componen.
La Iglesia no tiene su centro en la santidad de esas personas que han
podido dar mal ejemplo (ni en las que lo han dado bueno), sino en
Jesucristo. Y por eso no es muy consecuente afirmar que no se cree en la
Iglesia porque su párroco no es ejemplar, o porque un personaje eclesiástico
del siglo XV hizo no sé qué barbaridad.
A todos nos repugna la falta de coherencia de quien no da buen ejemplo,
es verdad. Y fue el mismo Dios quien dijo primero –puede leerse en el
Nuevo Testamento– que a ésos los vomitaría de su boca. Pero el hecho
de que un cura –o muchos curas, o quien sea– actúe o haya actuado
mal en determinado momento, no debería hacernos perder la fe.
El hecho de que haya habido cristianos –laicos, sacerdotes u obispos,
me es igual– que se hayan equivocado, o hayan hecho las cosas mal –e
incluso muy mal–, es algo que como católico –y como persona– me
resulta doloroso, pero no me hace en absoluto perder la fe, ni pensar
que esa fe ya no es la verdadera. Entre otras cosas, porque si tuviera
que perder mi fe en algo cada vez que viera que actúa mal una
persona que cree en ese mismo algo, lo más probable, está
claro, es que ya no tuviera fe en nada.
Y si alguno recurre a esas actuaciones desafortunadas de algunos eclesiásticos
para justificar lo que no es más que una actitud de comodidad, o para
obviar unas claudicaciones morales personales que no está dispuestos a
corregir, sería una verdadera lástima: escudarse en los curas para
negarse a vivir conforme a una moral que a uno le cuesta aceptar, sería
–además de clerical– bastante lamentable.
Personalmente puedo decir, como tantísimas otras personas a las que he
tratado, que a lo largo de mi vida he conocido a sacerdotes
excepcionales. Sé que no todo el mundo ha sido tan afortunado. Mi
consejo es que, si has tenido algún problema con alguno, que fuera de
carácter difícil, o que quizá tuviera un mal día y no te tratara
bien, o no llegara a comprenderte, o no te diera buen ejemplo, o lo que
sea..., mi consejo es que no abandones a Dios por una mala experiencia
con uno de sus representantes. Nadie es perfecto –tampoco nosotros–,
y