CAPÍTULO XI

LA REFORMA EN LAS CABEZAS

 

I. El Colegio Cardenalicio

En 1533, año de dos cónclaves —Pío III y Julio II—, había 44 cardenales. De ellos, 33 habían sido creados por Alejandro VI. Poco sentido tiene el dividirlos por nacionalidades, en cuanto que entonces era más importante la familia de pertenencia, el papa que los había elegido y el soberano de referencia[7].

Al menos hasta Pablo III, los nombramientos, más que a criterios de mérito, respondían a estrategias de gobierno —elevar personas de la familia, promover cardenales de las grandes potencias— y a necesidades económicas. El nepotismo se hizo inevitable, y dio lugar a embrionarias “dinastías papales”, como la de los Borgia —Calixto III y Alejandro VI—, Piccolomini —Pío II y Pío III—, Rovere —Sixto IV y Julio II—, Medici —León X, Clemente VII y León XI—. También se formaron grupos de parientes[8], algunos muy indignos, si bien es verdad que hubo honrosas excepciones, como la de Carlos Borromeo.

Algunos fenómenos de conjunto pueden destacarse como relevantes:

-Se formaron “dinastías cardenalicias”, además de las “papales”: así fueron los Gonzaga, Este, Trivulzio, Cornaro, Ferreri...

-La presencia de parientes de banqueros —Medici, Grimaldi, Spinola, Doria, Accolti— ilustra uno de los criterios de la elección cardenalicia, pues eran llamados a una vida de muchos gastos —era importante tener las espaldas bien cubiertas con riquezas consistentes—.

-Increíble acumulación de beneficios. Alguno llegaba a tener tres archidiócesis, con 11 diócesis. Alejandro Farnesio tenía hasta 172 beneficios —sin contar los que tenía en la Península Ibérica—, entre ellos 10 diócesis.

-Las rentas anuales y los patrimonios eran proporcionados a tales rentas.

-Las familias de cardenales eran muy numerosas. Comprendían gentilhombres, un notario, un médico, secretarios, auditores, siervos, estableros. La Farnesia tenía 306 personas. Los gastos para mantener estas familias eran ingentes, aparte de regalos, fiestas, juegos de azar... Frecuentemente, cuando un cardenal no lograba hacer frente a los gastos, pedía al papa permiso para retirarse a su diócesis.

-Gracias a esas rentas, los cardenales pudieron hacer grandes construcciones. El palacio Farnesio, hacia el 1549, costó unos 250.000 escudos.

-Avanzando el siglo se tuvo una significativa evolución. Desaparecieron los libertinos, los delincuentes, los tránsfugas —que se pasaron al protestantismo—, los militares, los avaros. Con Pablo III se tuvo una revolución importante, con la admisión de hombres de la reforma al Sacro Colegio. El Colegio perdió la veleidad oligárquica para transformarse en un cuerpo de altos funcionarios, obedientes al Santo Padre, menos fastuosos y más dignos.

II. Carreras curiales

Es interesante ver cómo se hacía carrera en la curia. Dejamos de lado las carreras privilegiadas de los nipotes, que incluso desde la adolescencia tuvieron ventajas, beneficios, cargos, riquezas concedidas por el mero hecho de pertenecer a una familia afortunada. Tomaremos algunos casos concretos y emblemáticos.

1. Girolamo Aleandro (1480-1542)

Pertenecía a la pequeña nobleza de Friul. Inteligente y de gran cultura humanista —conocía el griego, el hebreo, el siriaco y el caldeo—, pronto tuvo ambición por hacer carrera. Faltándole protector, marchó a París, donde llega a rector de la universidad. Como quiera que ganase poco, ofreció sus servicios al obispo de París, después al de Lieja, que le colmó de beneficios. Tornó a Roma, donde se puso al servicio de Julio de Medici, llegando a bibliotecario de la Palatina.

Tuvo varios hijos. En 1520 fue encargado de la publicación y ejecución de la bula Exurge Domine, y tomó parte en la dieta de Worms como nuncio extraordinario; conoce directamente el problema luterano, pero no llega a captarlo en su fondo. Su visión de los problemas de la Iglesia fue exterior, institucional, funcional. En el conflicto luterano fue incapaz de ver el sentido interior y religioso, para quedarse en el plano de la rebeldía; los reformados eran rebeldes que había que aplacar.

La elección de Julio de Medici al papado supuso una fortuna para él. Ordenado sacerdote, tomó la dirección de la diócesis de Brindisi. Si bien hubo en él un cambio —de hecho entró en contacto con Giberti, Carafa, san Cayetano—, es difícil hablar de conversión profunda. En 1536 fue creado cardenal in pectore. Debía ser enviado a Trento, pero le sorprendió la muerte.

2. Tommaso Campeggi (1481/3-1564)

Desde siempre vivió a la sombra de su hermano Lorenzo, al que acompañó como legado a Inglaterra. Nombrado obispo de Feltre (1520) tuvo encargos diplomáticos, pero fracasó. Bajo el influjo de Carafa, se convierte a la reforma. Participó en los coloquios de religión de Worms (1540), en los que Morone le liquidó con un juicio implacable, pues tenía insuficiente formación, poca memoria y, quizás, era demasiado locuaz.

Sin embargo, hizo propuestas notables en Trento, como el de tratarse conjuntamente los problemas de dogma y de reforma. Pero era típicamente conservador: consciente de la necesidad de una reforma curial, sin embargo, de hecho, su proyecto no tocaba a la sustancia de los problemas; de hecho concedía a los cardenales la posibilidad de tener dos diócesis y era indulgente en el tema de la simonía.

3. Ludovico Beccadelli (1501-1572)

Boloñés, hizo buenos estudios humanísticos. En contacto con Giberti, fue nombrado secretario de Contarini, estando a su lado en la preparación del Consilium de emendanda Ecclesia. En aquellos años se consideraba el concilio como una iniciativa diabólica, viéndose como posible una seria reforma hecha por el papa. Acompañó a Pole en España y a Contarini a Ratisbona, donde leyó el Beneficio de Cristo.

En 1545 es nombrado secretario de Trento, el cual dejó para dedicarse a la formación del nieto de Pablo III. En 1548 fue nombrado obispo de Ravello, donde quiso residir, pero fue impedido por los empeños curiales. Con la elección de Pablo IV fue alejado de Roma y propuesto obispo de la lejana Ragusa. Mientras su predecesor —el futuro Pío IV— no había ido nunca, sin embargo Beccadelli fue un buen obispo: visitó la diócesis, la reorganizó e hizo ir allí al jesuita Bobadilla. Por el éxito obtenido, Pío IV le guardará rencor. En 1561 fue a Trento, formando parte de los defensores de la residencia por derecho divino.

Por la insistencia de Cosme de Medici aceptó el oficio de preceptor del hijo de Ferdinando, poniendo como cláusula que Ragusa no fuera vacante. Sin embargo, Beccadelli fue reprochado por Pío IV de haber abandonado la residencia.

III. Proyectos de reforma

Roma no era insensible a las instancias que venían de todas partes. Así fueron preparados muchos proyectos de reforma a instancias de la misma curia. En 1449 el cardenal Domenico Capranica había redactado un programa de reforma, en el que se individuaba en la enfermedad de la cabeza el origen de la infección de los miembros. Pío II pidió a Domenico de’ Domenichi un memorial de reforma, el cual tituló el obispo de Torcello como De reformationibus Curiae Romanae (1458). Más amplio fue el plan de reforma escrito por el cardenal Nicolò Cusano

La fiebre reformista se aplacó por algunos decenios. El papado estaba demasiado tranquilo y opulento como para pensar en esas cosas. De hecho Sánchez de Arévalo, colaborador de Pío II, con su libro De remediis afflictae Ecclesiae invitaba a la conversión individual y a la obediencia al papa, pero no decía nada de tener que cambiar el papa justamente in capite. Alejandro VI, después de la muerte de su hijo, el duque de Gandía (1497), pensó cambiar su vida. Nombró una comisión que elaboró ideas interesantes: sugirió al papa el aspirar a ser sucesor de Pedro, y no de Constantino, así como de guardarse de aduladores, que impedían conocer la verdad sobre sí. También se ocupó de la reforma Julio II, pero afrontó sólo una reducción de tasas.

IV. El libellus ad Leonem x de Giustiniani y Quirini

Muchas esperanzas fueron puestas en el concilio Lateranense V, sobre todo en el joven León X, de tan sólo 37 años. Los venecianos Tommaso —después Pablo— Giustiniani y Vincenzo Quirini, los dos camaldulenses, prepararon un amplio programa que enviaron al papa.

Fueron inmediatamente al fondo del problema: la necesidad para el papa de renunciar a su papel político, de reformarse y de poner en el centro de su gobierno el servicio apostólico. Sólo así el papado podría guiar a la cristiandad en los cometidos que le confiaba la historia, es decir, las misiones en América, la unión con los cristianos de oriente y la conversión de los judíos.

Los dos camaldulenses ponían el dedo en la llaga de la Iglesia latina. Ella adolecía de un sutil semipelagianismo. Había perdido fervor religioso. Urgía retornar al espíritu original y destinar la tercera parte de las rentas eclesiásticas a los pobres, incrementando los hopitales y aniquilando la usura.

Urgía también reformar a los ministros sagrados. La ignorancia era enorme. Sugerían que quien no cumpliera un oficio, aunque fuese cardenal, debía ser privado del beneficio y, es más, encarcelado. Sugerían más severidad en la admisión a las órdenes. El candidato debería ser de virtud probada, culto, dotado de una cultura impregnada por la Sagrada Escritura, la Patrística, lejos, por tanto, de la escolástica y de la canonística.

La cura pastoral sería favorecida por la traducción de la Sagrada Escritura a las lenguas vivas. Así en la catequesis, en la predicación y en la liturgia el pueblo podría acercarse al texto sagrado en la propia lengua. La religión tendría que ser purificada de toda superstición relativa a la veneración de los santos, a los milagros, imágenes y reliquias.

Responsables de la situación de relajamiento y de confusión eran consideradas las órdenes religiosas, para las cuales los dos camaldulenses proponían una drástica intervención de poda de las ramas superfluas. La multiplicidad de las familias religiosas debía ser reducida a unas pocas, basadas en la regla de san Agustín, san Benito y san Francisco, sometidas a los obispos y privadas de exenciones.

La severidad debía ser proporcional a la gravedad de las culpas, para lo cual consideraban como negativo el uso de armas espirituales —excomunión, entredicho— para reprimir culpas civiles —como pudiera ser el no pagar las deudas—. Como instrumento de actuación venía indicado el tradicional de los concilios.

Jedin juzga así este documento: «Sin exageración, se puede decir que el programa de reforma de los dos camaldulenses ha dado de hacer a la Iglesia para más de un siglo. El concilio de Trento, la reforma litúrgica de Pío V, la Biblia de Sixto V, la constitución De propaganda fidei..., están todas sobre la línea ya trazada por ellos. Mas el papa, al cual escribían, y el concilio, que fue reunido bajo sus ojos, no se dejaron incitar a seguir el plano docto y profético a un tiempo de los dos venecianos de ánimo elevado. Desilusionaron las esperanzas que estaban puestas en ellos».

V. Pico de la Mirandola, Cayetano y el mea culpa de Adriano VI

Contemporáneamente, el célebre humanista Gianfrancesco Pico della Mirandola, en marzo de 1517, redacta un proyecto de reforma. En su texto se nota el distanciamiento del hombre culto, que elige una vida razonable y de equilibrio —mediocritatem suadeo (abogar por la mediocridad)—. No quería excesos. Quería que aquéllos que abundaban en dinero fueran estimulados por el ejemplo de san Martín para vestir a los desnudos, más que para cubrir de púrpura sus animales. Su proyecto, crítico e idealista, no podía ir muy lejos.

El pontificado de Adriano VI (1522-1523) fue meteórico. Sin embargo, el antiguo capellán de Carlos V estuvo animado por la voluntad reformista. En 1522, con ocasión de la dieta de Nüremberg, el papa envió al nuncio Francesco Chieregati para inducir a los príncipes alemanes a aceptar la bula de excomunión de Lutero y combatir también a sus partidarios.

Le da unas instrucciones especiales. En ellas dice que la Sagrada Escritura enseña que los pecados del pueblo tienen su origen en los pecados del clero. Reconoce que en la misma Santa Sede, desde hace bastantes años, se han dado cosas detestables: abusos en cosas eclesiásticas, lesiones de preceptos. Por ello no debe extrañar que la enfermedad se haya extendido desde la cabeza hasta los miembros. Sin embargo, así como ha partido la enfermedad de ahí, también de la Curia ha de partir la sanación y la reforma; y tanto más obligado se ve el papa por cuanto esa reforma es ardientemente deseada por el pueblo. No obstante, concluye, nadie debe maravillarse de que no se acabe con la enfermedad de un solo golpe, pues tiene raíces muy profundas y está muy ramificada; aboga por ir poco a poco.

Se trata de un documento decisivo, pues significa admitir, por parte del papado, un estado de cosas. Sin embargo, el documento peca de no indicar remedios, medios, tiempos. De todos modos, es un mea culpa, y no un proyecto de reforma.

En un cierto sentido, el realismo que faltó al papa flamenco lo encontramos en un escrito del cardenal Cayetano. Él conocía Roma y Alemania; entendía que ya no bastaban las palabras, sino que había que pasar a los hechos. Por ello, propone unas iniciativas precisas, articuladas y motivadas, ante todo, para los cardenales: reducción de los cardenales a 24; elección de personas dignas; tengan el título de obispos; sean asociados como protectores de los reinos en Curia; tengan una renta adecuada —cuatro o cinco mil escudos—. Además, el proyecto se abría a otras sugerencias: instrucción del clero; fundar un colegio dotado de buenos profesores para formar buenos pastores, los cuales se ocupasen de la enseñanza y del catecismo; sean elegidas personas dignas al episcopado —retornar a la práctica de la Iglesia primitiva, cuando lo obispos eran elegidos por los eclesiásticos de la propia iglesia—; sean elegidos con cuidado los predicadores —pues muchos no buscaban la salvación de las almas—.

VI. El Consejo de Emendanda Ecclesia (1537)

Mientras las cabezas estaban inertes, en la base la autorreforma iba adelante. Estaba muy difundida la necesidad de una santificación personal, de una interiorización, de vivir la caridad. Por ello, se formó una trama de contactos, de relaciones, de ejemplos. Las cofraternidades ofrecieron aquel mínimo de estructura que permitió crear un lugar de cultivo y de difusión de nuevos fermentos. Después del inicio de los años veinte se asistió al nacimiento de los clérigos regulares, de las nuevas congregaciones femeninas —angélicas y ursulinas— y de los capuchinos[9].

El sacco di Roma de 1527 alejó al datario Giberti de Roma, demostrando que estaban maduros los tiempos para una inversión de tendencia, que ponía en el vértice de las preocupaciones y de los honores no el fasto romano, sino la fatiga pastoral. Se comenzó a crear un partido. Con Pablo III entraron en el Sacro Colegio hombres de la reforma, como Contarini, Carafa, Sadoleto, Pole, Toledo, Cervini, Morone.

Pablo III nombró, entonces, una comisión en la cual no introdujo a ningún canonista, como para dejar libre el campo a los reformadores. Se comprende, pues, la resistencia curial. La curia, en realidad, no se había nunca opuesto a la necesidad de una reforma. Sin embargo, los proyectos de reforma habían sido siempre parciales; se quería cambiar cualquier cosa para no cambiar realmente nada.

El documento leído al papa el 9 de marzo de 1537 se compone de cinco partes:

-El origen de la relajada disciplina eclesiástica.

-Los abusos en el establecimiento de ministros de Dios.

-Los abusos que se refieren al gobierno del pueblo cristiano.

-Los abusos en la concesión de gracias y dispensas.

-Los abusos por corregir en la ciudad de Roma.

La primera parte, por tanto, trata de ir a la raíz de los males. La adulación va detrás del poder como la sombra sigue el cuerpo. Siempre llega la verdad con dificultad a los oídos de los que mandan. Por eso, la autoridad había bebido de aquéllos que enseñaron que el Pontífice es patrón de todos los beneficios, y de ahí se derivaba que quien poseía podía vender lo que era de su propiedad; necesariamente se seguía que de la acusación de simonía ni siquiera podía guardarse el pontífice. Se derivaba, además, que la voluntad del Pontífice, cualquiera que ésta fuese, era la norma que dirigía toda acción, por lo que se llegaba a que cualquier cosa que se quisiera, por el mero hecho de quererse, era lícita.

Se pide que se observen las leyes, que no se retenga como lícita la dispensa de las leyes si no es por una causa urgente y necesaria. Además, no debe ser lícito al vicario de Cristo, en el ejercicio del poder de las llaves —poder conferido por el mismo Cristo—, procurarse cualquier suerte de ganancias. De hecho, el mandamiento de Cristo es: «Habéis recibido gratuitamente, dad gratuitamente». Y esto lo hacen extender a todos aquéllos que participan de su poder, como eran los legados y los nuncios.

Dado que el Romano Pontífice gobierna a través de muchos colaboradores, se pide que éstos sean aptos para el trabajo que deben desarrollar. Como vemos, la comisión pone la raíz de los males en la exageración de la teoría papal.

Se pasa después a enumerar el elenco de los abusos, cuyo examen es detallado e implacable. Los candidatos al sacerdocio son elegidos mal y preparados peor. En muchos casos son hombres ignorantísimos, de origen muy vil, de malas costumbres y de edad muy joven. De aquí se derivan innumerables escándalos y, por ello, el desprecio hacia el estado eclesiástico; de aquí no ya sólo la disminución, sino la casi extinta reverencia del culto divino. Indican como solución factible el nombramiento de una comisión de examinadores.

Otro abuso procede de la modalidad en la concesión de los beneficios eclesiásticos con cura de almas, así como episcopados. El criterio es el de favorecer a los individuos y no el de favorecer a la grey de Cristo, que es la Iglesia. Se sugiere, pues, que sean asignados a personas dignas, que se empeñen en residir y en desarrollar con celo su cargo.

Uno de los puntos delicados está constituido por el cardenalato. Se encomendaba a un cardenal ya no uno, sino varios episcopados importantes. Declaran que el oficio de cardenal y el de obispo son incompatibles. De hecho, es deber de los cardenales asistir al Papa en el gobierno de la Iglesia universal. Deber del obispo es apacentar su grey; no puede absolver dignamente si no reside con sus ovejas. La vida de los cardenales ha de ser ley, norma, para los demás. Por otra parte, se da el hecho de que los cardenales recibían los episcopados de los reyes y príncipes, de los cuales dependían después; así no podian expresar libremente su propio pensamiento. Se sugiere que los cardenales sean provistos decorosamente con rentas iguales a todos, para que puedan vivir con dignidad.

Otro principio se refería al deber de residencia. Los obispos deben residir en sus diócesis porque son esposos de la Iglesia a ellos confiada. Casi todos los pastores se han alejado de la grey, a la que han dejado en manos de mercenarios. Se debería imponer una grave pena, la cual constase no sólo de censuras, sino también de suspensión de rentas.

Tocaban también el problema de los religiosos. La situación era grave. Muchos estaban tan corrompidos que inducían a grave escándalo a los seglares. Deberían ser abolidos los conventuales y prohibirles recibir novicios, para sustituirlos por buenos religiosos; que los jóvenes no profesos fueran removidos de sus conventos.

El tema de las monjas no era más favorable. El pueblo constataba el escándalo que daban las monjas confiadas al cuidado de los conventuales, habiendo sacrilegios públicos. Se recomienda que sea sustraída la cura pastoral a los conventuales para asignársela a los Ordinarios o a otras personas, como mejor parezca.

Los reformadores se preocupan también de las ideas filosóficas que se propagan en las escuelas, invitando a los obispos a vigilar a sus profesores, con el fin de que no enseñen la impiedad a los jóvenes, sino se empeñen en mostrarles la debilidad de la luz natural en las cuestiones referentes a Dios, el origen temporal del mundo o la eternidad de Dios, y cosas similares para enderezarles a la religión.

La última parte del documento está reservada a la ciudad de Roma. Resultaba escandaloso cómo se celebraba en la iglesia de san Pedro. En ninguna otra ciudad se veía tanta liberalidad de costumbres como en Roma, sobre todo por el papel de las cortesanas.

Las reacciones al consilium no se hicieron esperar. Los cardenales conservadores lo juzgaron, por boca de Guidiccioni, como totalmente negativo; decían que sus principios radicales eran revolucionarios, mas no reforma. Para ellos se trataba simplemente de mejorar lo existente, no de cambiarlo radicalmente.

Sin embargo, gracias a este documento tampoco en la Curia podía dejarse de lado el discurso reformista. No obstante, a Pablo III le faltó coraje para aplicarlo. Posiblemente tampoco pudiera. Pero, al menos, no le faltó valentía para convocar el Concilio, que finalmente actuaría una reforma a largo alcance.

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