CAPITULO IV:

LA SITUACIÓN RELIGIOSA EN EL MUNDO GRECO-ROMANO EN SU ENCUENTRO CON EL CRISTIANISMO

1.- El ocaso de la antigua religión de Grecia y Roma.

Al final del I siglo a.C. se devalúa el antiguo politeísmo griego y la específica religión de la antigua Roma. En Grecia influyó negativamente la crítica racionalista de las divinidades, que se afirmó en las diferentes escuelas filosóficas, especialmente la Stoa y los epicúreos. En vez de los dioses de Homero había entrado la doctrina monística de la Stoa, que admitía la providencia divina y el logos como "razón del mundo", que compenetra y ordena todo el universo; pero no aceptaba un dios personal y trascendente. Epicuro creía en un mundo determinado por las leyes físicas, sin dejar puesto a la mitología ni a un Dios que guiase personalmente el mundo. El evemerismo trató de explicar históricamente la fe mítica en los dioses, interpretando la figura de cada dios como eminentes figuras del pasado, a las que poco a poco se fue divinizando: ello contribuyó a deprimir aún más el sentido de divinidad en el mundo griego. Eran movimientos dentro de la clase culta, pero que influían en el pueblo.

La decadencia de la religión griega clásica fue agilizada por los desarrollos políticos en el Mediterráneo oriental, al disolverse las ciudades-estado y con ellas sus cultos religiosos. Las ciudades helenistas de oriente atraían a muchos griegos, con lo que la madre patria se empobrecía de gente, y muchos santuarios caían en la ruina. Al mismo tiempo, la helenización de oriente trajo consigo un influjo de las religiones orientales en el culto y las ideas griegas, y viceversa.

En este proceso de disolución se vio envuelta también la antigua religión romana. Desde la segunda Guerra Púnica se dio una helenización de los cultos romanos, que se expresó en un aumento de los templos dedicados a divinidades griegas y de sus estatuas en suelo romano. Esta helenización de la religión tuvo lugar a través de la Magna Grecia (=sur de Italia) y del poderoso influjo de la literatura griega en la romana. El teatro se encargó de hacer conocer al pueblo la mitología griega; con ello se produjo un retroceso de los antiguos cultos romanos, retroceso aumentado al entrar en Roma el culto de las divinidades orientales: Cibeles, Mitra, Belona (procedente de Capadocia) e Isis. La filosofía estoica penetró también entre las clases altas de la sociedad, con su crítica destructiva de los dioses y su determinismo, hecho que influyó en detrimento, tanto de las prácticas religiosas públicas como de las familiares.

Augusto, una vez alcanzado el fin de asumir en sí todos los poderes, buscó poner un freno a la decadencia religiosa y moral de su pueblo, reconstruyendo la religión de estado y una convicción que la sostuviese. Este intento falló, aunque reorganizó los antiguos colegios sacerdotales y restauró los santuarios y fiestas religiosas casi olvidados. Pero la íntima sustancia religiosa era ya demasiado escasa para que pudiera calar en el corazón de los romanos.

2.- El culto de los emperadores.

Algo que sí tuvo éxito, y que tendrá hondas repercusiones para el cristianismo, será la acogida del culto tributado al soberano en las civilizaciones orientales, y el intento de hacer del culto de los emperadores el pilar de la religión oficial.

Ya Alejandro y sus sucesores, con la aportación de elementos del culto griego de los héroes y del estoicismo (con su idea sobre la preeminencia del sabio), impusieron honores cultuales a la monarquía helenista, que pasaron a los Diadocos del Asia anterior, a los Tolomeos de Egipto y a los Seleúcidas, con títulos como "Sóter", "Epífanes" y "Kyrios". Se afirmó la idea cultual de que el soberano era la manifestación visible de la divinidad.

En Roma, durante la República, el poder fue venerado en la diosa Roma, honrada con templos y estatuas.

Augusto empezó por hacerse erigir estatuas y templos junto con la diosa Roma, en las provincias de Oriente, sin rechazar honores cultuales ofrecidos por ciudades y provincias. Mientras, en Roma, las formas de este culto debían ser más discretas. Aquí, sólo tras su muerte, el Senado decidió proceder a su consecratio, o sea, introducirlo entre las divinidades. Ya había recibido el título de Augusto, con resonancias sacras. En el curso del I siglo a.C., algunos emperadores abandonaron la prudencia de Augusto y pidieron a Roma que se les tributaran honores divinos estando aún vivos, lo que trajo una cierta devaluación de dicho culto.

3.- Los cultos mistéricos orientales

Conservaron siempre su originario carácter privado, aunque su influjo fue sensible a todos los estratos de la población del Imperio. Su éxito consistió en la pretensión de dar al individuo una respuesta sobre su suerte en el más allá, mostrándoles cómo se puede alcanzar la salvación.

Los cultos mistéricos comenzaron a conquistar el mundo clásico tras las conquistas de Alejandro. Los más prontos a acogerlos fueron los griegos de la costa del Asia Menor, que los propagaron en Occidente. Estos cultos, por su contenido y forma, no tienen un carácter exclusivo, sino que se compenetran con las formas de religión helena, formando un cierto sincretismo religioso. Tres son los focos de donde las religiones mistéricas pasan a Occidente: Egipto, Asia Menor y Persia.

El centro del culto egipcio están Isis y Osiris. Isis era honrada con una procesión anual, se había convertido en la Magna Dea, que había aportado a la humanidad la civilización y la cultura. Su marido, Osiris, era el antiguo dios de la vegetación, que muere y resucita con la siembra y la cosecha de los cereales. En el período tolomaico, Osiris fue suplantado por Serapis, una creación de Tolomeo I, que quería la unidad religiosa de sus súbditos egipcios y griegos: por ello, Serapis viene asociado a Isis, y recibe características propias de Zeus y Asclepio.

Asia Menor es la patria del culto a la gran madre Cibeles, la diosa de la fecundidad. Su culto se difundió en el mundo helenístico, y en 204 se introdujo en Roma. El amante de Cibeles, Attis, fue venerado junto con ella, dando lugar a un culto mistérico salvaje y orgiástico, con un cuerpo sacerdotal a su servicio: el de los "Galos". Un culto muy similar es el proveniente de la ciudad de Byblos (Siria), hacia Atargatis (diosa de la naturaleza) y su esposo Adonis, festejado anualmente con motivo de su muerte y vuelta a la vida.

Estos tres cultos mistéricos, tan similares (Isis-Osiris, Cibeles-Attis, Atargatis-Adonis) revelan cómo el sentimiento del hombre antiguo se encontraba dominado por la tragedia de la muerte y por el deseo de la resurrección, representado en los tres dioses varones. Fue este aspecto, esta respuesta, lo que hizo que estas religiones tuvieran buena acogida en Roma y Grecia, donde la religión tradicional no ofrecía ninguna respuesta a estos interrogantes.

Representaciones del más allá dominaban también el culto mistérico de Mitra, que se manifestó también con mayor fuerza sólo cuando el cristianismo se había consolidado ya externa e internamente. Este culto tiene su origen en Persia, se perfecciona en Capadocia y se propaga por Oriente y Occidente, encontrando una extraordinaria acogida en Roma. Se trataba de un culto masculino, cuyos adeptos eran mayoritariamente soldados romanos. Su figura central era Mitra, dios persa de la luz, el cual rapta un toro puesto bajo la potestad de la luna, y lo mata por mandato de Apolo. El aspirante debía pasar por siete grado de iniciación hasta ser perfecto discípulo de Mitra. Tenían gran importancia los banquetes rituales.

4.- La religión popular.

La gran masa de pueblo se dirigía a las esferas más bajas de la superstición, que siempre habían encontrado una mayor difusión y heterogeneidad.

En la cima estaba la ciencia astrológica, que daba a las estrellas un determinado influjo sobre el destino humano. Gran importancia tuvo la escuela astrológica de Coo, fundada en 280 a.C. Gran importancia tuvo el hecho de que la filosofía estoica se pusiera de parte de la astrología, al considerar el determinismo que pesa sobre el desarrollo del mundo.

Poseidonio dio a la astrología el carácter de auténtica ciencia, lo que le dio gran consideración, tanto, que emperadores romanos como Tiberio tenían un cuerpo de astrólogos a su servicio, y otros (Marco Aurelio) hicieron templos-observatorios: los Septizonios. Una gran cantidad de literatura, dirigida a clases altas y bajas, persuadió a los lectores en la creencia en un destino determinado por las estrellas.

Una vía de salida para el destino dado por las estrellas era la magia, que por medio de prácticas misteriosas se empeñaba en sujetar el poder de los astros. Estas formas de superstición venían de oriente, en que se mezclaban instintos primordiales del hombre, angustia, odio, morbo y escalofrío. La creencia en la magia tiene como presupuesto el fuerte temor de los demonios, que desde el IV siglo a.C. se difundió por el mundo heleno: el mundo entero estaría lleno de demonios, extraños seres entre los dioses y los hombres, de los cuales son muchos los que quieren perjudicar al hombre, pero cuyo poder puede venir conjurado con la magia.

Con la magia se conecta la creencia en un significado misterioso de los sueños, y su interpretación, que llegó a tener gran éxito, sobre todo en Egipto. Dos fenómenos estaban relacionados con este hecho: la consulta a los oráculos de los templos, y la existencia de una literatura sobre el tema (v.g., los Libri Sibillini).

General era también la fe en los milagros, sobre todo en recuperar la salud perdida. Así se explica la gran expansión del culto al dios médico ASCLEPIO, cuyos templos eran centros de peregrinaciones.

Este panorama ofrecía obstáculos al naciente cristianismo: era demasiado grande el contraste entre el culto al emperador y a un condenado a muerte; era peligroso hacer frente al culto de estado; era "absurdo" contraponer las exigencias del Evangelio al desorden moral de las religiones orientales. Pero también es cierto que facilitó la acogida de la nueva religión el sentido de vacío provocado por la caída de las religiones tradicionales. El nuevo mensaje podía atraer a los disgustados con lo hasta entonces existente. Pero sobre todo fue el descubrimiento de una salvación incomparable, lo que trajo la clave del éxito del cristianismo.